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Christian Jacq
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Título original: Mozart. L’aimé d’Isis
Christian Jacq, 2006
Traducción: Manuel Serrat Crespo
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Al Batelero
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Si la Virtud y la Justicia derraman la gloria en el camino de los
Grandes, entonces la tierra es un reino celestial y los mortales son
semejantes a los dioses.
La flauta mágica,
acto I, escena 19
La flauta mágica,
acto II, escena 28
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más, una niña y dos niños, no habían sobrevivido. A pesar del rumor de
que tenía costumbres disolutas, que Geytrand pensaba seguir
alimentando, sabía que Mozart, atribuyendo el mayor valor a la palabra
dada, era un marido fiel y enamorado. Constance y él formaban una sólida
pareja que había superado ya muchas pruebas sin desfallecer.
Los Mozart exploraron sus nuevos dominios, modestos en comparación
con la lujosa y vasta mansión donde habían vivido cuando Wolfgang, al
componer Las bodas de Fígaro, daba numerosos conciertos y ganaba
mucho dinero. Hoy, la guerra contra los turcos, conducida por un José II
viejo y enfermo, relegaba a un segundo plano la vida cultural. Y, además,
Mozart ya no estaba de moda. Podía estar contento de ocupar un cargo
oficial en la corte, correctamente remunerado, que lo obligaba a escribir
música de danza para los grandes bailes organizados en las dos salas del
Reducto, en el palacio imperial.
Según Joseph Anton, Mozart participaba en Tenidas secretas y
preparaba una nueva ópera iniciática, capaz de despertar vocaciones y
fortalecer así la francmasonería, hostil a los regímenes autoritarios y que
abogaba por la libertad de pensamiento.
Muchos francmasones eran sólo seguidores, más o menos
manipulables. Mozart, en cambio, creaba, y a pesar de los ataques y las
heridas, parecía indestructible.
Perplejo, Geytrand se alejó. ¡Aquella familia parecía tan normal y tan
tranquila! Tal vez Mozart renunciara a un combate perdido de antemano
y se resignara a convertirse en un músico ordinario.
Pero el sicario del conde de Pergen no se dio cuenta de que él era, a su
vez, observado por un extraño personaje, que iba vestido como un cochero
y se ocultaba tras unos caballos.
Desde hacía mucho tiempo, Thamos el egipcio sospechaba de la
existencia de un servicio secreto encargado de espiar a los francmasones.
Tras interceptar a un mediocre ejecutor, había obtenido la descripción de
su jefe, que se adecuaba perfectamente a ese tipo alto y blandengue que
asistía al traslado de los Mozart.
Probablemente no fuese el gran patrón, pero tal vez sí su mano
derecha, encargado de ejecutar las órdenes y llevar a cabo el trabajo sucio.
Thamos, rico y respetado conde de Tebas, era el discípulo de un sabio
egipcio, el abad Hermes. Antes de que unos musulmanes fanáticos
destruyeran su monasterio, había recibido la pesada misión de dirigirse a
Occidente y descubrir allí al Gran Mago, el único capaz de lograr que la
iniciación reviviera y transmitirla a las generaciones futuras.
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Una vez identificado Mozart, era preciso prepararlo para el
descubrimiento de los misterios, desvelándole, poco a poco, los elementos
del Libro de Thot. ¿Pero qué cofradía sería digna de acogerlo? Recorriendo
Europa, explorando los distintos sistemas masónicos que lo consideraban
como un «Superior desconocido», Thamos se había vinculado finalmente a
los tres grados fundamentales de la francmasonería simbólica, Aprendiz,
Compañero y Maestro, herederos del esoterismo egipcio.
Con la ayuda del Venerable Ignaz von Born, había profundizado y
modificado los rituales. Al vivirlos, Mozart había sido consciente de las
inmensas responsabilidades de un Maestro masón.
No importaban el éxito o el fracaso. En Las bodas de Fígaro, el
compositor seguía la andadura del Aprendizaje y el Compañerismo, la
lucha entre los dos grados y el papel primordial de la Sabiduría, uno de los
Tres Grandes Pilares de la logia. En Don Giovanni, describía la traición
del Compañero, el asesinato del Maestro de Obras, la muerte iniciática y
la prueba del fuego secreto que llevaba, tal vez, a la Maestría.
Pero el camino no concluía ahí. ¿Cómo conseguiría Mozart evocar los
misterios de la Cámara del Medio y del homo alquímico, cómo formularía
la iniciación de mañana, más allá de sí mismo y de su época?
Thamos el egipcio estaba dispuesto a entregar su vida para proteger al
Gran Mago y permitirle llevar a cabo su obra, cuya importancia real
percibían muy pocos, incluidos los masones.
Como si las pruebas habituales de la existencia no bastaran,
intervenían la política y el poder. Apenas tolerada, ¿lograría sobrevivir la
francmasonería vienesa? Además, los grandes acontecimientos que
comenzaban a sacudir el trono del rey de Francia, Luis XVI, anunciaban
devastadores seísmos en los que la libertad y la iniciación corrían el riesgo
de quedar enterrados.
Thamos siguió al hombre del rostro blando, con la esperanza de
identificarlo.
Acostumbrado a la clandestinidad, el egipcio permanecía
permanentemente al acecho. Su vigilancia lo salvó, pues dos policías
protegían a su patrón y comprobaban que nadie lo siguiera.
De modo que Thamos, como un paseante ordinario, cambió de
dirección.
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Viena, 27 de enero de 1789
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Cuando una ley fiscal sobre la igualdad que reformaba el antiguo sistema
feudal acababa de ser promulgada, prueba de la benevolente inteligencia
del poder, Wolfgang compuso una sonata para piano en tres
movimientos[6], evocación de una Tenida armoniosa.
El alegro inicial, majestuoso y sereno, describía la apertura del templo
al que regresaban los hermanos, felices por vivir de nuevo un ritual. El
adagio celebraba su mutuo reconocimiento gracias a los signos y los
números que les eran conocidos. Finalmente, el breve alegreto cantaba la
alegría del banquete, celebración de los alimentos espirituales y
materiales.
Severamente regulada, sin embargo, la logia La Esperanza Coronada
seguía celebrando sus ritos. En ella se guardaban mucho de formular
cualquier crítica contra el poder y se alababa la necesidad de la Virtud,
esa cualidad masónica que iba mucho más allá de la moral y exigía al
iniciado una especie de rectitud aplicada a todos los aspectos de su vida;
ideal casi inaccesible, es cierto, pero sin el que la francmasonería hubiera
sido sólo una mascarada.
Por iniciativa del abate Lorenzo Da Ponte, libretista oficial de Las bodas
de Fígaro y de Don Giovanni, cuya dimensión iniciática se le escapaba por
completo, se tocaban en Viena algunos popurríes en los que figuraban
ciertas melodías de Mozart.
En la sala pequeña del Reducto, en el palacio imperial, centenares de
juerguistas comían, bebían, se disfrazaban y revoloteaban escuchando con
displicente oído las seis últimas Danzas alemanas[7] de Mozart.
Cuidando mucho la orquestación y el color instrumental, Wolfgang no
trataba a la ligera aquellas obritas que, al fin y al cabo, le daban de comer.
Privado de conciertos, en busca de una gran idea para una ópera,
demostraba cuánto era capaz de hacer.
Algunos de sus amigos íntimos, como Anton Stadler, abrumado por
una familia numerosa y siempre endeudado, lamentaban que Mozart se
viera reducido a tan poco. ¿Pero cómo luchar contra la mediocridad
ambiental, que beneficiaba al insípido Salieri y a sus émulos?
Constance apoyó tiernamente la cabeza en el hombro de su marido.
—Tengo una excelente noticia, querido.
—¿Estás… estás segura?
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—Sin duda, Karl Thomas tendrá un hermanito o una hermanita.
Tras haberles arrebatado a tres hijos de corta edad, ¿les sería
favorable el cielo?
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Viena, 10 de marzo de 1789
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obstáculos. La precipitación nos llevaría al fracaso, por eso os pido tiempo.
—De acuerdo, amigo mío.
—El hermano Leopold Aloys Hoffmann nos informa de las palabras
que se dicen en la logia de Mozart. En apariencia, nada alarmante:
indefectible apoyo al emperador, respeto por los valores morales y practica
de la beneficencia. Todo muy inofensivo.
—¡Ese tal Hoffmann es un imbécil! —rugió Joseph Anton—. Basta con
echarle un puñado de polvo a los ojos para que se vuelva ciego. Y pensar
que pertenecía a la sociedad secreta de los iluminados antes de
denunciarlos… ¡Es como para preguntarse si ha percibido nunca la menor
luz! Intenta despabilarlo y enséñale a mantener los ojos y los oídos bien
abiertos.
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encantado al descubrir la nueva deuda. En vez de dicha cantidad,
considerable ya, el rumor hablaría de mil florines, y se haría hincapié en
el comportamiento irresponsable del francmasón Mozart, incapaz de
administrar su presupuesto.
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Antes del viaje proyectado, puesto que parto hacia Berlín, espero de él,
es cierto, honor y gloria, pero aunque yo no presto atención a las
alabanzas, tú permaneces, oh, esposa mía, muda ante los halagos. Cuando
volvamos a vemos, nos cubriremos de besos y nos abrazaremos degustando
un sublime goce. Antes, correrán lágrimas de tristeza que nos romperán el
corazón.
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En opinión de Ignaz von Born y de Thamos, Mozart tenía que ver a sus
hermanos praguenses y contribuir al desarrollo de la investigación
iniciática reforzando los vínculos con las logias vienesas. Durante ese
turbio período, semejante misión adquiría una importancia capital, y la
fama del compositor, venerado por numerosos francmasones de la ciudad
donde habían sido aclamados Las bodas de Fígaro y Don Giovanni, le
facilitaría la tarea.
En tiempos del Noviciado, del Aprendizaje y del Compañerismo,
escuchaba a los Maestros y seguía sus directrices. Ahora, sólo él debía
asumir unas responsabilidades repletas de consecuencias.
Viajar sin Constance y sin Gaukerl, apenado por no participar en la
expedición, era una dura prueba. Wolfgang se sentía perdido, obligado a
enfrentarse a mil y una obligaciones.
—¿Os gusta mi coche? —le preguntó el príncipe Karl von Lichnowsky,
con su rostro de vividor y seguro de sí mismo.
—No puedo imaginar nada más cómodo.
—¡En marcha, pues!
La condesa Thun, hermana que acogía en su casa las Tenidas secretas,
había recomendado a Wolfgang viajar con ese hermano, alumno del
compositor, que pese a sus mediocres aptitudes musicales, disponía de
numerosos contactos.
Constance y el pequeño Karl Thomas, de cuatro años y medio de edad,
se alojarían en casa del hermano Michael Puchberg, protector financiero
de la familia.
—El clima de Viena es un asco —afirmó Lichnowsky—. Esa guerra
interminable, la vida cultural que se esfuma, la omnipresencia de esa rata
de Salieri y la desconfianza con respecto a nuestra querida
francmasonería. Hacéis bien en marcharos, Wolfgang. Berlín os reservará
gozosas sorpresas.
—Aunque no desdeñable, la perspectiva de los buenos negocios es sólo
un pretexto.
—¿Acaso la logia os ha confiado una misión?
—Reanudar los vínculos, la querida cadena que nos unía.
Lichnowsky pareció extrañado.
—Se rumorea que vos, el discípulo preferido de Ignaz von Born, sois el
Venerable oculto de los francmasones vieneses… ¿Es eso cierto, pues?
—Los títulos y los honores no cuentan, hermano. Sólo importa la
acción efectiva. Dadas las amenazas que gravitan sobre nuestra orden,
¿no es conveniente, acaso, devolver una mayor coherencia al edificio?
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—¡Así pues, sois embajador de la iniciación! Corréis muchos riesgos.
—¿Acaso alguna vez son suficientes para llevar a cabo el propio ideal?
A cierta distancia, el coche de Thamos seguía al del príncipe Von
Lichnowsky. El egipcio escoltaría al músico durante todo el viaje.
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De este modo quedaba cortado el hilo con los empleadores del policía, y
Mozart podía proseguir apaciblemente su viaje.
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—Os ofrezco doscientos cincuenta ducados por la obra y cincuenta para
gastos de viaje. Puesto que debo ir a Viena, no tengo tiempo de establecer
debidamente un contrato. Considerad, sin embargo, que se trata de un
encargo en firme.
—De acuerdo, trabajaré en ello —accedió Wolfgang.
La suma prometida merecía atención. Pese a la imposibilidad de ver a
sus hermanos praguenses, el viaje no comenzaba del todo mal.
Tras haber escrito, a las siete, una carta a Constance donde proclamaba
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su ardiente amor y los deseos que sentía por ella, Wolfgang se dirigió a la
capilla de la corte. Allí habló con el «director de los placeres» que, con gran
sorpresa por su parte, le anunció que lo escucharían en concierto al día
siguiente, a las cinco y media.
El músico festejó la buena noticia almorzando en el hotel de Polonia
con su hermano Lichnowsky, Josepha Duschek y Neumann. De regreso en
la capilla, Mozart tocó el órgano y participó en la ejecución de un trío
compuesto por Puchberg. Por lo que a Josepha se refiere, cantó algunas
arias de Las bodas de Fígaro y de Don Giovanni.
Terminado ese momento de relajación, Thamos llevó a Mozart
flanqueada por edificios burgueses. Cruzaron un porche discretamente
presidido por una escuadra grabada en la piedra y llamaron ritualmente a
la puerta del apartamento del primer piso.
Allí sólo había cinco francmasones. El más joven tenía veintiocho años;
el de más edad, cincuenta.
—Bienvenidos, hermanos. ¿Qué ocurre en Viena?
Mozart explicó las peripecias que habían acarreado la dimisión de
Ignaz von Born y describió el triste estado de la francmasonería.
—No es razón para desesperarse —añadió—. Los hermanos que han
resistido esa tempestad están mucho más decididos que antaño. Aun
mostrando nuestra total sumisión al emperador, celebramos nuestros
rituales y proseguimos nuestras investigaciones, descubriendo la tradición
iniciática del Antiguo Egipto.
—¿No teméis la intervención de la Iglesia?
—El arzobispo de Viena detesta la francmasonería y ha introducido
espías en las logias. No atacamos de frente al cristianismo, como los
iluminados, que lo pagaron muy caro. Sólo nos interesan los Grandes
Misterios, no la crítica de la religión y de las instituciones actuales.
—¿Qué esperáis de nosotros, hermano?
—La formación de una logia de investigación a partir de los materiales
y los rituales que estamos dispuestos a transmitir.
El decano bajó la cabeza.
—Sería una responsabilidad excesiva. Como podéis comprobar, sólo
somos un puñado de hermanos deseosos de recuperar las raíces de la
iniciación, y Dresde no es el entorno ideal. Tal vez quede una última
posibilidad…
—¿Cuál?
—Visitad a nuestro hermano Christian-Gottlieb Körner, consejero en
el tribunal de apelación. Si él decide intentar la aventura, lo seguiremos.
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Lichnowsky y Mozart pasaron la velada en la Ópera, realmente
miserable, donde el compositor saludó a algunas cantantes mediocres,
especialmente la intérprete, en 1775, del papel de Sandrina de su Finta
giardiniera.
Fatigado e inquieto, Wolfgang se disponía a pasar una turbulenta
noche cuando le ofrecieron un maravilloso regalo: ¡una carta de
Constance! Se encerró en su habitación y la besó un incalculable número
de veces antes de abrirla; luego la devoró.
A las once y media, le escribió:
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Körner—. La implantación de una logia secreta en Dresde me parece
imposible. En primer lugar, porque no lo sería durante mucho tiempo a
causa de los espías y los delatores. Y luego, porque aquí no hay suficientes
masones capaces de llevar a cabo una verdadera investigación iniciática.
Olvidad Dresde, hermano Mozart.
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—Al menos, somos conscientes del peligro —estimó Joseph Anton—.
Tal vez el emperador me ofrezca algún día los medios para erradicarlo.
—Este lamentable incidente demuestra que Mozart está protegido —
añadió Geytrand—. Dada la importancia de este viaje, un ángel custodio
vela por él. Descubrió a mi agente y se libró de él.
—Si no me engaño, Ignaz von Born ya gozó de ese tipo de privilegio.
—En efecto, señor conde.
—Tendremos que identificar a ese protector, Geytrand, e impedir que
nos perjudique.
—El individuo es tan discreto como hábil. No hay ni la menor pista de
él.
—Todo el mundo comete errores. Sobre todo, encuéntrame a Mozart.
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Mozart hizo que le anunciaran al rey Federico Guillermo II, que había
subido al trono el 17 de agosto de 1786, sucediendo a su ilustre tío, el
francmasón Federico II. Federico Guillermo se interesaba por las
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sociedades secretas y había estado muy vinculado a los dirigentes de la
Rosacruz de Oro del antiguo sistema, antes de la desaparición de la orden.
De modo que Mozart no se dirigiría a un profano, y esperaba que
Thamos, tanto en Potsdam como en Berlín, estableciera serios contactos
con algunas logias que buscaran la iniciación.
Salió a su encuentro el francés Jean-Pierre Duport, violoncelista,
profesor de su majestad y superintendente de música de la Cámara Real.
Duport, desmedrado y con el rostro lleno de arrugas, daba miedo a los
niños.
—Me han dicho que deseáis ver al rey.
—En efecto, señor superintendente —respondió Wolfgang en francés.
—Ah… ¡Habláis mi lengua materna!
—Un poco. En mi juventud residí en París.
El tono de Duport se suavizó.
—¿Qué deseáis exactamente?
—Ofrecer mis servicios a su majestad.
—El rey está muy ocupado y…
—Tal vez podría ofrecerle una breve improvisación a partir de uno de
vuestros minuetos…
El francés vaciló.
—Excelente idea. Pongamos… ¿el 29, al anochecer?
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Potsdam, 2 de mayo de 1789
El príncipe Karl von Lichnowsky estaba de mal humor. ¿Por qué Mozart
no participaba más en sus actividades?
—¿Fue agradable la última velada? —preguntó, gruñón.
—Imponerse aquí no será fácil —respondió el músico.
—¿Acaso no somos hermanos?
—¡Es cierto!
—¿Por qué, entonces, me ocultáis tantas cosas?
—La fraternidad no es cháchara ni simple relación amistosa. Implica,
sobre todo, deberes iniciáticos que procuro cumplir del mejor modo.
¡Por tanto, Mozart no hablaría! Convencido de que frecuentaba logias
locales, Lichnowsky no sabría nada más.
—Vuestra falta de confianza me hiere —declaró, colérico.
—Desengañaos, hermano, no desconfío en absoluto de vos.
Simplemente cumplo mi misión. Si actuara de otro modo, ¿qué crédito me
concederíais?
—Potsdam no me interesa —lo interrumpió el príncipe—. Debo ir a
Berlín y, luego, a Leipzig para algunos negocios. Os reuniréis allí conmigo.
—No tenía intención de volver.
—Organizaré un gran concierto del que vos seréis el florón. Os
reportará dinero y prestigio. De modo que os esperaré en Leipzig.
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palacio real donde fue recibido por Federico Guillermo I.
—Aprecio vuestro doble talento de compositor y de intérprete. Vuestra
reputación de hombre de honor habla en vuestro favor. Por eso os encargo
seis sonatas y seis cuartetos, con un adelanto de setecientos florines. Y, si
residís en Berlín, trabajaréis para la corte.
—Me siento muy honrado, majestad, y os prometo pensarlo.
Duport aguardaba a Mozart a la salida de la audiencia.
—Vuestro salario podría llegar a los 3.700 florines —murmuró.
¡Una pequeña fortuna en perspectiva! Pero todo el dinero del mundo no
lo alejaría de su logia de Viena.
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Leipzig, 14 de mayo de 1789
—Creo que hablasteis de un gran éxito —le dijo Wolfgang al príncipe Karl
von Lichnowsky.
—¿Acaso no estáis contento?
—Me habéis hecho perder el tiempo para nada. Salvo por el placer de
interpretar, la velada fue decepcionante.
—Olvidemos todo eso y regresemos a Viena.
—Vos regresáis a Viena. Yo me voy a Berlín.
—Allí sólo encontraréis sinsabores, creedme.
—Ya veremos.
—Yo tengo el coche —recordó el príncipe Karl von Lichnowsky—.
Naturalmente, me lo quedo, y entonces ya no podréis viajar
gratuitamente.
—Me las arreglaré.
—No seáis tozudo y venid conmigo.
—Lo siento, nuestros caminos se separan aquí.
—En ese caso, dadme cien florines.
—¿Acaso os falta dinero?
Se trata de una especie de indemnización, muy legítima, por los
servicios que os he prestado. Además, no os negaréis a conceder esa
pequeña suma a un hermano en dificultades… Mis negocios han
funcionado mal, el viaje ha sido desastroso y necesito urgentemente esos
florines.
Desamparado, Mozart accedió. Al menos, así se libraría de
Lichnowsky.
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que Engel enmudeció.
—Nos hemos librado ya de Lichnowsky —le anunció Wolfgang a
Thamos, que había alquilado un nuevo coche, tras haberse asegurado de
que ningún policía los seguía.
—¿Deseaba conocer los motivos de tu estancia en Berlín?
—No, quería regresar a Viena y obligarme a seguirlo.
—Afortunadamente, Lichnowsky no sabe nada de las Tenidas secretas.
No le hagas confidencia alguna.
Antes de abandonar Leipzig, Wolfgang escribió a Constance para
tranquilizarla y pedirle que le enviara una última respuesta a Praga, a
casa de los Duschek. Así, tal vez evitara la censura. Obligado a pasar, por
lo menos, ocho días en Berlín, regresaría a Viena a comienzos de junio, y
le rogaba que lo amara como él la amaba a ella.
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—Avisa a nuestra organización en Berlín; que intente descubrir a
Mozart.
—Ya lo he hecho, señor conde.
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Las logias berlinesas, tan poderosas antaño, vacilaban ahora. Una vez
expulsados de la ciudad iluminados y rosacruces, y con la Estricta
Observancia agonizante, ¿qué camino debían seguir?
Tras haber descubierto un importante dispositivo policial, Thamos
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organizó Tenidas secretas que sólo reunían un pequeño número de
hermanos, en el domicilio de uno u otro, con toda seguridad.
Sin ocultar las dificultades vividas por los francmasones vieneses,
Mozart expuso los resultados de las investigaciones llevadas a cabo desde
hacía varios años, gracias a Thamos y a Von Born. Los tres grados de
Aprendiz, Compañero y Maestro formaban una verdadera senda hacia el
conocimiento y la Luz, siempre que sus rituales estuvieran correctamente
compuestos y celebrados. Era conveniente quitarles el polvo, purificarlos y
restituir las etapas principales de la tradición egipcia, madre de la
iniciación. Por lo que a Thamos se refiere, deploró las lamentables
desviaciones de los altos grados, una serie de huidas hacia adelante que
buscaban la vanagloria, los títulos rimbombantes y las ceremonias vacías
de sentido.
Varios hermanos quedaron tocados, convencidos incluso, ¿pero cómo
abrir una nueva logia, con auténticos rituales, sin sufrir los ataques de la
administración masónica y de las autoridades? Actuar clandestinamente
exigía demasiado valor y decisión.
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Viena, 25 de mayo de 1789
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Al terminar el concierto, Duport acompañó al héroe de la jornada al
despacho del rey.
—Soberbia actuación, Mozart. Confirmo mi encargo y deseo
contrataros como compositor permanente con un salario anual de 3.500
florines.
En Viena, Wolfgang ganaba ochocientos. Semejante suma le permitiría
acabar con sus deudas y poner fin al proceso que le corroía la sangre. Pero
no tenía derecho a abandonar su logia de Viena y traicionar la confianza
de Ignaz von Born.
—Me siento muy halagado, majestad, y no sé cómo agradeceros
semejante honor.
—¿Aceptáis, pues?
—¿Perdonaréis a un enamorado de Viena que se tome algún tiempo
para reflexionar?
—Aprecio la respuesta de un hombre maduro y responsable. Hasta
pronto, espero.
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Praga, 31 de mayo de 1789
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El 15 de junio, Wolfgang terminó el primer cuarteto de la serie[ ].
Había cuidado especialmente la parte del violoncelo, instrumento que
Federico Guillermo II tocaba bastante bien. Utilizando antiguos esbozos,
Mozart escribió una obra dulce y poética, desprovista de tensión
dramática. El trabajo no le gustó demasiado, pues no correspondía a una
aspiración profunda. ¡Y tenía que producir aún cinco cuartetos más!
A su hermano Anton Stadler no le disgustó la obra, pero recordó que la
fabricación de un clarinete bajo exigía nuevas inversiones y que sería
bienvenido un pequeño préstamo para alimentar a su numerosa familia.
¿Cómo podía negarse Wolfgang?
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consecuencias.
Joseph Anton dirigió una postrera ojeada al conjunto de sus
expedientes, pacientemente acumulados, y que iban a ordenarle destruir.
Aquel enorme trabajo, tan beneficioso para su país, iba a ser reducido a la
nada sin que él pudiera evitarlo.
—Señor conde —declaró el secretario particular—, he aquí un decreto
del emperador.
—Soy su fiel y obediente servidor.
—Su majestad está tan convencido de ello que os nombra ministro de
la Policía.
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ello y sigo sin tenerlo (sólo temblando me atrevo a hacerlo por escrito), pero
sé que me conocéis, que estáis al corriente de mi posición y del todo
convencido de mi inocencia por lo que se refiere a mi infeliz y tristísima
situación.
El destino, desgraciadamente, me es tan nefasto, aunque sólo en Viena,
que no puedo ganar nada incluso queriéndolo. He hecho circular una lista
durante catorce días y en ella sólo hay el nombre de Van Swieten.
Vos conocéis mi situación, pero también estáis al corriente de mis
esperanzas. Dentro de unos meses, mi suerte quedará marcada por el
asunto que ya sabéis y no corréis, pues, riesgo alguno conmigo al prestarme
quinientos florines, si queréis y podéis. Os devolveré diez florines al mes
hasta que mi asunto quede concluido. Luego, os devolveré íntegramente la
suma, con los intereses que deseéis y declarándome, además, vuestro
deudor durante toda mi vida. Sin vuestra ayuda, el honor, la paz y, tal
vez, la vida de vuestro hermano quedarán aniquilados.
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París en el centro de la Revolución.
La Bastilla cedió. El gobernador Launay y sus soldados fueron
masacrados; los escasos prisioneros, liberados. Solimán no lo dudaba: esa
primera victoria iría seguida de muchas otras, y nada detendría ya esa
oleada.
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Viena, 20 de julio de 1789
—Luis XVI parece haberse reconciliado con su pueblo, que aún siente
gran afecto por él —le dijo Geytrand al conde de Pergen, nuevo jefe de la
Policía, dotado de plenos poderes para mantener el orden en los territorios
del emperador.
—Pronto se esfumará la ilusión —afirmó Joseph Anton—. Los
campesinos incendian los castillos, la violencia y los desórdenes no se
interrumpirán. Se trata, en efecto, de una revolución, y pronto se
transformará en un baño de sangre. Textos y testimonios demuestran que
quiere exportarse, especialmente por medio de los francmasones. Ahora,
mi querido Geytrand, ya no estamos obligados a actuar con sordina y
disponemos de todos los medios legales. La toma de la Bastilla enfurece al
poder, y todos se inquietan por la funesta suerte que podría estarle
reservada a María Antonieta. Debo arrancar de raíz cualquier movimiento
revolucionario en Austria, y me entregaré a ello sin desfallecer.
—Mozart zozobra —dijo Geytrand con una sonrisa satisfecha—. El
proceso en curso le está destrozando, y su esposa está enferma. En
adelante, no volveremos a oír hablar de él.
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animaba el Venerable Ignaz von Born, sufriría los ataques de las
autoridades. De modo que los clandestinos demostraban una extremada
prudencia antes de aceptar a un nuevo miembro.
—A causa de los acontecimientos que están trastornando Francia —
precisó Von Born durante el banquete—, el nuevo ministro de la Policía,
Joseph Anton, ha recibido plenos poderes. Aplastará a todos los
contestatarios. Al practicar la iniciación, liberadora del pensamiento y
fermento de la lucidez, nos revelamos como sospechosos. Aumentemos la
prudencia y mantengamos silencio sobre nuestros trabajos.
Una vez terminado el ritual, Thamos comunicó dos noticias a
Wolfgang. Reduciendo al máximo los gastos considerados inútiles para
sostener el esfuerzo de guerra, el emperador ordenaba el cierre de la
Ópera italiana, deficitaria. Pero aceptaba que se repusieran Las bodas de
Fígaro, a pesar de la hostilidad del intendente de espectáculos y de
Salieri. Sólo ponía una condición: que el propio Mozart se encargara de los
ensayos.
—Mi esposa está enferma y debe viajar a Badén para la cura —reveló
—. Sin embargo, acepto.
—Últimamente pareces muy preocupado.
—Ver sufrir a Constance me destroza. Y esa revolución en Francia…
—Muy pronto quedará desnaturalizada por unas atrocidades
alimentadas por el peor programa político: el igualitarismo. Y quienes
defienden la doctrina consistente en nivelarlo todo serán los primeros en
arrogarse los privilegios arrancados a sus adversarios. Tal vez la luz
llegue de un nuevo mundo, los Estados Unidos de América, donde nuestro
hermano George Washington fue elegido presidente el 30 de abril.
—Detesto la violencia ciega —declaró Wolfgang—. De ella nunca sale
nada bueno.
—Nuestro ex hermano Angelo Solimán alimenta la cólera del pueblo —
indicó Thamos—. Manipula a los francmasones y los lanza unos contra
otros. Como todo renegado, sólo piensa en destruir lo que antaño veneró.
Goldhann, el comerciante de hierros, tenía muy mal humor, pero era rico
y prestaba de buena gana dinero a tasas exorbitantes. Puesto que
Puchberg sólo le facilitaba pequeñas sumas, Mozart recurrió a los
servicios de aquel poco claro personaje. Así cubriría los gastos de la
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estancia de Constance en Badén, mantendría el nivel de vida familiar y
frenaría el proceso que contra él había entablado una jurisdicción del
gobierno de la Baja Sajonia.
Si el emperador ganaba la guerra contra los turcos, si la vida cultural
vienesa recuperaba su vivacidad, si se reiniciaban los conciertos, si
regresaba el éxito, el compositor pagaría sus deudas y volvería a empezar
con buen pie.
Compuso una arieta para la cantante Ferrarese[20] y una aria[21] para
su hermana, Louise Villeneuve, inserta en una ópera de Cimarosa.
Mantenía así el contacto con el canto, esperando entrever el tema de su
tercera ópera iniciática. Le pesaba la ausencia de Constance. Badén
estaba sólo a veinticinco kilómetros de Viena, pero Wolfgang debía dirigir
todos los ensayos de Las bodas y comprobar cada detalle, para ofrecer
unas representaciones tan perfectas como fuera posible. Mandó a su
esposa una decocción y unos polvos medicinales, y le recomendó que se
cuidara mucho adoptando una actitud reservada y distante con los
seductores que no dejarían de cortejarla. Celoso, Wolfgang afirmó: «Una
mujer debe velar por ser respetada, de lo contrario se convierte en tema de
conversación de personas malintencionadas.» Y anunció su próxima
llegada a Badén, donde por fin besaría a su amada esposa.
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¡Y Francia se hundía! Desde la toma de la Bastilla, la inseguridad se
apoderaba de las campiñas, donde, a pesar de la abolición de los
privilegios con fecha de 4 de agosto, los revolucionarios no vacilaban en
asesinar a los nobles del modo más bárbaro en nombre de los «derechos
del hombre y del ciudadano» proclamados por la Asamblea Nacional el 26
de agosto.
Semejantes conclusiones desembocarían fatalmente en un cambio de
régimen, ¿pero a costa de qué matanzas? Y Luis XVI no parecía tener la
estatura necesaria para hacer pasar por el aro a los amotinados.
En Viena, la francmasonería se guardaba mucho de saludar a la
Revolución francesa y de aprobar a sus cabecillas, entre quienes se
encontraban, sin embargo, algunos hermanos e iluminados.
Simple actitud estratégica que no engañaba al ministro de la Policía.
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T ras haber compuesto «Schon lacht der holde Frühling», una aria[22]
intercalada en una ópera de Paisiello que iba a cantar su cuñada
Josepha Hofer[23], Wolfgang acudió a la logia donde, durante la entrada de
los oficiales[24], se tocó su Adagio para como inglés, acompañado por dos
trompas y un fagot[25]. Aquel anochecer, los hermanos de La Esperanza
Coronada olvidaron la prohibición de tocar música, porque hacía
demasiado atractiva la Tenida, y se consagraron al estudio de uno de los
símbolos principales de la francmasonería, el Gran Arquitecto del
Universo.
Según Thamos, este dios constructor, procedente del Antiguo Egipto,
modelaba los tiempos y los espacios asociando el espíritu y la materia.
Altura, profundidad, longitud y anchura al mismo tiempo, el Gran
Arquitecto trazaba al compás el ciclo del universo y permitía a los
iniciados discernir el plano en pleno corazón de las tinieblas.
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en las enseñanzas del cabalista que vos me permitisteis conocer! Durante
la Creación, la luz brilló por el lado masculino, a la izquierda; pero
derecha e izquierda deben sustituirse una a otra.
—La ofrenda del fuego consiste en vincular lo masculino y lo femenino,
en efecto[28] —confirmó Thamos.
—¿Acaso la Maestría no nos enseña a conciliar los contrarios
observando la regla de la Divina Proporción[29]? Pero la Cébala nos
muestra que todos los matrimonios son difíciles de conseguir. Sólo los
justos saben efectuar la unión para acrecentar la paz de este mundo Por
ello pondré en escena dos parejas que se disociarán antes de volverse a
formar, de modo que tiendan hacia una unidad consciente.
—Necesitarás una tercera pareja, la de los alquimistas capaces de
dirigir esa operación. ¿No será demasiado abstracta para el público?
—Tranquilizaos, sabré encarnar esta inversión de las luces en
personajes que vivan un verdadero drama, no desprovisto de humor —
prometió Wolfgang—. Y Lorenzo da Ponte añadirá los disfraces
necesarios.
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Antes de empezar la escritura de Così fan tutte, Wolfgang terminó un
quinteto para clarinete y cuarteto de cuerda[30] cuya belleza casi
sobrenatural conmovió a Thamos y a Anton Stadler hasta arrancarles
lágrimas. Finalmente, el Gran Mago sacaba a plena luz aquel instrumento
de inimitables colores. En el alegro solemne y apacible, y sobre todo en el
largueto desnudo y profundo, Mozart rozaba lo sublime, en pleno centro
del círculo trazado por el Gran Arquitecto del Universo.
Fueran cuales fuesen las pruebas, su poder creador las superaba.
Algunos hermanos maestros tocaron la obra durante una Tenida secreta,
y Stadler intentó interpretar del mejor modo aquella música celestial en
la que se expresaba el misterio del pensamiento iniciático.
Las palabras del ritual transmitían, también, una música inmortal,
preñada del alma de los dioses. Y esa noche, «todo fue justo y perfecto».
Anton Stadler no se limitó a ese milagro.
—Debemos mejorar este clarinete —afirmó—. Imagina lo que
conseguiría con un instrumento más hechizador aún.
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Durante toda la noche, los vieneses cantaron y bailaron por las calles,
e incluso Constance, embarazada de ocho meses, participó en los festejos.
Aclamaron al vencedor, el barón Gideon von Laudon. Con la ayuda del
vino y la cerveza, una dama de alta cuna se envolvió los brazos y la cabeza
con las enaguas, mientras la multitud desnudaba a una joven burguesa.
La victoria, la paz, el fin de la inflación, el regreso de una vida
agradable y risueña… Viena esperaba de nuevo, y se cantó un tedeum en
la catedral de San Esteban, con la seguridad de aplastar a los turcos.
Los francmasones no fueron los últimos en celebrar el triunfo del
emperador, y esta vez sin segundas intenciones.
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francmasonería) los llama al combate. Temiendo un fatal desenlace, las
dos mujeres quieren morir. «Al final, la alegría», recuerda Alfonso, y no el
aniquilamiento.
—El Deber llama a los hermanos —precisó Wolfgang—. Antes de una
posible unión de los componentes alquímicos, se impone la separación.
Ferrando y Guglielmo suben a la barca de la comunidad y se alejan.
Juntos, el Venerable y ambas hermanas celebran la plenitud de la obra
futura: «Que suave sea el viento, que tranquilas sean las olas y que cada
elemento responda favorablemente a nuestros deseos[36].»
—La materia prima es purificada —observó Thamos—. «Todo va bien»,
concluye don Alfonso, burlándose de las ilusiones humanas: ¡labrar en el
mar y sembrar en la arena!
—Entonces aparece la «sirvienta» Despina —intervino Wolfgang—. No
sin razón, se queja de la pesadez de su tarea y tranquiliza a las dos
hermanas, especialmente a Dorabella, presa de la desesperación. ¿Qué sus
prometidos se han marchado al campo de batalla? ¡No es tan trágico!
¿Acaso, si son hombres de valor, no regresarán cubiertos de laureles? El
uno vale tanto como el otro, porque ninguno vale nada. ¡Y si realmente
están vivos, regresarán vivos!
—No es posible describir mejor los elementos de la Gran Obra —
advirtió Thamos—. Don Alfonso se encuentra con Despina, su homólogo
femenino, y comparte el secreto mostrándole una moneda de oro, «el
jarabe que la suaviza». Ellos, los dos alquimistas, preparan la inversión de
las luces y el cambio de polaridades que nuestro buen Da Ponte tratará
como un simple cruce de parejas.
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la francmasonería vienesa levanta de nuevo la cabeza. Incluso estaría
pensando en despertar algunas logias.
—Probablemente es idea de Mozart y de su facción. Si supera los
límites, acabaré con él.
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—No os preocupéis, el doctor Hunczowsky es el mejor especialista de
Viena.
—Decidme al menos…
—Sed paciente.
Una hora después del nacimiento, el facultativo salió de la habitación
con gesto contrariado.
—Lo siento, hermano Mozart. Vuestra hija ha muerto.
—¿Qué ha muerto?…
—La fatalidad.
—¿La fatalidad? ¿Cómo os atrevéis, vos, un especialista, a pronunciar
esa palabra? ¿No habréis cometido un grave error?
—¡No os permito que…!
—Esfumaos.
—Hermano, yo…
—Ya no sois mi hermano. Mi hija ha muerto por vuestra
incompetencia.
Furioso, Hunczowsky salió del apartamento dando un portazo.
Wolfgang corrió a consolar a su esposa, anegada en llanto. Destrozado por
aquel abominable error médico, el compositor tuvo sin embargo que
confortar al pequeño Karl Thomas e incluso al perro Gaukerl, que estaba
tan triste como sus dueños.
Una deliciosa niña que sólo había vivido una hora, un solo hijo había
sobrevivido de cinco… El destino no respetaba a la pareja, más unida aún
tras cada prueba.
Anna-Maria fue enterrada al día siguiente.
Ni Wolfgang ni Constance albergaron un sentimiento de rebeldía.
¿Para qué? La voluntad del más allá se cumplía, era preciso aceptarla y
comprenderla.
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—¡Ferrando y Guglielmo están furiosos! ¿Fiordiligi? ¡Una flor del
diablo! Don Alfonso les ofrece una solución para castigar a los infieles:
¡casarse con ellos! Y los enamorados exclaman que preferirían unirse a la
barca de Caronte, el batelero de los muertos, a la gruta de Vulcano y a la
puerta del infierno.
—Etapas obligadas de la iniciación, en efecto. De lo contrario, afirma
don Alfonso, Guglielmo y Ferrando permanecerán eternamente solteros y
no accederán al misterio supremo.
—¿Por qué los dos enamorados no pueden buscar en otra parte? —
preguntó Wolfgang—. Porque, como se declaran seres rituales, se sienten
indisolublemente vinculados a las dos muchachas que, juntas, forman la
pureza del oro.
—En todo es preciso el amor a la Sabiduría, el pilar de los Maestros,
indica el Venerable. Ella arreglará la situación. Eso hacen todas las logias
verdaderas, ¿no es cierto?
—Pensemos en una boda entre las dos nuevas parejas, que des canse
sobre la seducción, la ilusión y la inversión. ¿Desembocará esta unión en
el descubrimiento del oro alquímico y de la piedra filosofal?
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Wolfgang no se hizo eco de los rumores referentes a la agitada
existencia de Karl von Lichnowsky, cuya fidelidad no parecía su principal
virtud.
La condesa, decepcionada y turbada, no insistió.
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grueso manuscrito que haría leer a Mozart.
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—Henos aquí llegados al punto crucial de la ópera y de la inversión de
las luces —precisó Thamos—. Lo humano va a degustar lo divino, lo
divino a iluminar provisionalmente lo humano. Simbolizando el período
transitorio en el que las energías se intercambian sin confundirse, ¿las dos
falsas parejas comulgarán realmente durante el banquete?
—Aquí se sitúa el brindis —decidió Wolfgang—, la invocación de
Fiordiligi, la pureza de la Obra: «Y en tu copa, en la mía, que se ahogue
cualquier pensamiento, y que en nuestros corazones no subsista recuerdo
alguno del pasado». Siguen a su voz las de Dorabella y Ferrando.
Guglielmo, en cambio, espera un brebaje mortal o, más exactamente,
transmutador, como la copa de amargura que bebe el postulante durante
la iniciación.
—Disfrazado de notario, tras haberlo estado de médico, Despina aporta
el contrato nupcial. ¿Lo transitorio y el mundo invertido se convertirán en
definitivos?
—No, pues el Venerable guarda el documento. Y entonces se oye el
redoble de un tambor que anuncia el regreso de los verdaderos
prometidos. Las hermanas, aterradas, suplican a sus futuros esposos
albaneses que desaparezcan. No los aman a ellos, sino a los dos héroes que
regresan de la guerra. «¿Quién va a salvamos del peligro?», se preguntan,
desamparadas.
—«Confiad en mí», recomienda don Alfonso, «todo irá bien».
—Librándose de sus ropas orientales, Guglielmo y Ferrando entran
orgullosamente en la sala del banquete y fingen descubrir los preparativos
de la boda, especialmente el contrato firmado por las infieles. Sólo un
castigo es posible: ¡la muerte!
—Fiordiligi y Dorabella la aceptan y desean, incluso, que la espada
ritual les atraviese de inmediato el corazón.
—¡Todo se desvela entonces! Ferrando y Guglielmo reconocen que se
han disfrazado para seducir a las dos muchachas, asediando el uno a la
prometida del otro y recíprocamente. Despina revela su papel y don
Alfonso proporciona la clave de un drama próximo a la tragedia: el engaño
ha desengañado a vuestros amantes. En adelante, serán más prudentes y
cumplirán mi voluntad.
—Todos juntos —añadió Thamos— cierran los trabajos de la logia,
proclamando: «Feliz aquel que se lo toma todo por el lado bueno, y en los
reveses de la fortuna y las desventuras se deja guiar por la razón. Lo que
suele hacer llorar a otro es, para él, ocasión de risa. Entre los tormentos
encontrará la serenidad.»
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—Ese «lado bueno» es el de la Divina Proporción. La Maestría sólo se
obtiene a condición de invertir las luces, de descubrir la claridad en el
corazón de las tinieblas y orientarse hacia el matrimonio alquímico. Yendo
a mirar del otro lado, los cuatro miembros que forman las dos parejas han
tomado conciencia de su realidad oculta. Antes de esta prueba de terrible
rigor, se limitaban a una simple pasión y a una felicidad ordinaria. Tras
haber rozado el desastre y atravesado la muerte alquímica dirigidos por el
Venerable Alfonso y su homólogo Despina, ambas parejas alcanzan la
verdad del auténtico amor, dicho de otro modo, la Gran Obra[42].
—Los metales de Ferrando y los minerales de Guglielmo se han
ofrecido al oro puro, unión de Fiordiligi y Dorabella. Describirás así, sin
revelarlo, uno de los misterios de la Cámara del Medio. Ojalá nuestros
hermanos y hermanas perciban el horizonte que tú les abres.
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—¡Claro que no! Es una historia divertida, con parejas que se
intercambian y…
—¿Se respeta la moral?
—Del todo, y la amable farsa concluye a mayor gloria del matrimonio y
las buenas costumbres.
—Mejor así, mejor así… Lamentablemente, el emperador desea
suprimir la Ópera italiana en Viena.
—Mis amigos compositores convencerán a su majestad de que eso sena
un lamentable error.
—¿Os encargaréis vos de esta gestión, sin implicarme a mí en modo
alguno?
—Yo me encargo, señor conde.
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volvería a representarse, por lo menos, el 28 y el 30 de enero.
Descontento con la mayoría de los intérpretes, a quienes consideraba
mediocres y muy alejados de la verdad profunda de los papeles, Wolfgang
pasó una velada difícil. Exigente y perfeccionista, le costó soportar los
errores de unos músicos que cojeaban.
El público no se divirtió tanto como Da Ponte esperaba. Thamos, en
cambio, se vio transportado a un universo tan bello que lo dejó sin aliento.
Tras la violencia de Don Giovanni, Così fan tutte era traslúcida y etérea, y
mezclaba lo sublime con el humor, con lo trágico incluso, con una
incomparable elegancia del alma. Si los francmasones comprendían la
necesidad de aquel ritual para descubrir la Gran Obra, entonces sus
logias se mostrarían menos indignas que las del Antiguo Egipto.
—Mozart ha sido dotado por la naturaleza de un ingenio musical
superior, tal vez, a todos los compositores del mundo pasado, presente y
futuro —murmuró Lorenzo da Ponte al oído de Thamos—. Gracias a mí,
ha florecido realmente en Viena.
El egipcio no respondió, dejando que cobrara vida en él la luz de
aquella música de otro mundo, el del crisol alquímico donde las fuerzas de
creación se intercambiaban para convertirse, plenamente, en ellas
mismas.
—Curiosa gestión por parte del barón Gottfried Van Swieten —le dijo
Joseph Anton a Geytrand—. Solicita al emperador que conceda a Mozart
un cargo mejor en la corte, o vicemaestro de capilla o profesor de música
de la familia imperial. Es un comportamiento sospechoso, por parte del
jefe de la censura, que no debería ignorar la pertenencia masónica de
Mozart.
—Van Swieten no pertenece a ninguna logia vienesa —repuso
Geytrand.
—Al apoyar de este modo a Mozart, demuestra su simpatía por la
francmasonería.
—¡Y sin embargo no deja de criticarla!
—Un traidor taimado, ¡tal vez eso es lo que es el barón Van Swieten!
Pero hay que probarlo. Mientras, he recomendado prudencia al
emperador, que no tiene intención de conceder a Mozart un ascenso. Su
Così fan tutte ha recibido una acogida mediocre y pronto desaparecerá del
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cartel. En opinión general, tendría que limitarse a hacer música de danza
y renunciar a la ópera.
—¿Acaso no es la vuestra, señor conde?
—Così fan tutte es una obra sublime, la más abstracta de Mozart y la
más cercana a lo invisible. Sus personajes no son humanos, sino símbolos
al servicio del misterio que revelan don Alfonso y Despina, el de la
conciliación de los contrarios. Ningún maestro masón había ido tan lejos
en el proceso de creación. Y no se detendrá aquí.
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—El Venerable Ignaz von Born organiza, el día 14, una Tenida de
urgencia. En ella debatiremos nuestro porvenir y los futuros rituales.
Vuestra presencia es indispensable.
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francmasonería desde hace años —dijo Thamos.
—Ha puesto bajo vigilancia a varios hermanos y, en nombre de la
seguridad del Estado, ha registrado la logia y sus anexos.
—¿Podía encontrar algo comprometedor?
—En principio, nada. Lamentablemente, uno de nuestros hermanos ha
cometido una grave falta olvidando documentos que no deberían haber
estado en nuestros locales. Me refiero a listas de masones, entre ellas, la
de los adeptos de nuestra logia secreta.
El egipcio no creía lo que estaba oyendo.
—Un estúpido reflejo administrativo —lamentó el conde—, pero el mal
ya está hecho.
—¿Todos los nombres figuran en la lista?
—Los de los hermanos visitantes, como Ignaz von Born, Mozart y vos
mismo, no; están en otra lista que el imprudente, aterrorizado, acaba de
entregarme.
Thamos la leyó y la hizo mil pedazos, que arrojó al suelo.
—Intentaré interceptar a Geytrand. Si entrega esos documentos al jefe
de la Policía y el emperador tiene conocimiento de ellos, las consecuencias
serán desastrosas.
A la primera ojeada, Thamos había percibido lo nocivo que era
Geytrand. Aquel depredador era insaciable y temible.
Ante el local de la logia La Verdad y la Unión no había ni un solo
policía de civil. El egipcio preguntó al hermano sirviente, encargado de la
limpieza.
—¿Cuánto hace que se han marchado?
—Más de una hora.
—¿Cuántos eran?
—Una decena.
Geytrand no corría riesgo alguno. Aunque lo alcanzara en el camino de
Viena, Thamos no podría con semejante escolta.
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—La enfermedad le turba el espíritu, señor conde. Sin embargo, os ha
confiado la censura. El barón está ahora atado de pies y manos. Puesto
que es ineluctablemente un fatal desenlace, ¿quién sucederá a José II?
—Su hermano Leopoldo.
—¿Es acaso favorable a la francmasonería?
—Como gran duque de la Toscana, suprimió la Inquisición y temo de él
cierto liberalismo. Pero detesta la Revolución francesa y a sus ideólogos.
Le proporcionaré los expedientes que demuestran que la francmasonería
vienesa constituye un peligro real.
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me inspira demasiada confianza.
—¿Acaso es hostil a la francmasonería?
—Eso me temo.
Leopoldo II, hermano de María Antonieta, llegó a Viena con las ideas muy
claras. Consideraba catastrófico el balance de su predecesor José II,
incapaz de obtener una victoria decisiva sobre los turcos y culpable de
haber iniciado aquella guerra interminable y ruinosa.
Sólo una hábil negociación pondría fin a ella, e importaban muy poco
los sentimientos guerreros de algunos generales ávidos de batallas.
Otro problema grave era la voluntad de independencia de los países
Bajos austríacos. También ahí, la intervención militar se había revelado
desastrosa. La única solución era renunciar al uso de la fuerza.
Ahora se le añadía el caso de Hungría, agitada por ideas
revolucionarias que Prusia alentaba para debilitar a Austria. Leopoldo II
no intervendría de modo brutal y preferiría la diplomacia.
Quedaba lo peor, la Revolución francesa, que amenazaba todos los
tronos europeos. Ahí no era posible negociación alguna. El imperio debía
aguantar, gracias al ejército y a la policía.
De modo que Joseph Anton, conde de Pergen, fue uno de los primeros
interlocutores del nuevo emperador.
—El orden reina, majestad, y trabajaré día y noche para mantenerlo.
—No me ocultéis nada sobre los peligros interiores.
—Sólo hay uno: la francmasonería, actualmente bajo control. Por poco
que se desborde, intervendré.
—¿Acaso las logias vienesas apoyan a los fanáticos franceses?
—No se arriesgarían a eso, majestad, pero algunos hermanos
defienden, más o menos secretamente, ideas subversivas, como el músico
Mozart.
—¿Ocupa un puesto en la corte?
—Muy menor, puesto que se encarga de componer danzas para los
bailes del Reducto.
—Los francmasones deben mantenerse tranquilos —ordenó Leopoldo
II—, de lo contrario, arrancad las malas hierbas.
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La situación mejoraba.
Puchberg, al que Mozart había enviado una biografía de Haendel para
que tomase conciencia de la importancia del genio, le prestaba ciento
cincuenta florines. ¡De nuevo, deudas y más deudas!
Wolfgang se sentía, otra vez, en el umbral del equilibrio, con una
nueva esperanza: según Gottfried Van Swieten, absuelto de cualquier
sospecha, Leopoldo II tal vez le ofreciera una mejor situación en la corte, a
saber, un puesto de segundo maestro de capilla.
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Viena, 2 de abril de 1790
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—No lo creo. Lorenzo da Ponte, en cambio, parece muy amenazado.
Aunque ha escrito una carta en exceso florida al nuevo emperador, hace
correr panfletos contra él. El jefe de la Policía no tardará en descubrirlo, y
tendrás que encontrar otro libretista.
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Escribir tranquilamente, olvidando las deudas y el proceso, exigía por
lo menos seiscientos florines. Y he aquí que Constance, enferma, tenía que
regresar a Badén. Además, ahora, un comerciante de artículos de moda
reclamaba con vehemencia que le devolvieran una suma de cien florines.
Su tienda se encontraba en el Stock-im-Eisen, una encrucijada entre la
plaza de la Catedral y el Graben, llamada así porque en ella había el
tronco de un árbol incrustado en una hornacina y provisto de un aro de
hierro ¡forjado por el diablo! Antes de abandonar Viena para hacer su gira
por Europa, de logia en logia, los compañeros artesanos hincaban en él un
clavo para inmovilizar al Maligno y ganarse los favores divinos.
Puchberg, comprensivo, envió cien florines más a su hermano
Wolfgang, que pagó al mercader.
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Día tras día, apoyándose en documentos y artículos de periódico, el
conde de Pergen se iba formando una opinión respecto a Leopoldo II. En
aquellos turbios tiempos, ¿no representaba un peligro intolerable una
sociedad secreta tan poderosa?
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trataba de lo simbólico y no de asuntos de dinero.
Quedaba Thamos… ¡Qué vergüenza describirle semejante situación!
No, debía salir solo de aquello. Dada la iniquidad de la acusación, su
inocencia quedaría probada antes o después.
Constance había vuelto a Badén para la cura. Como aún tenía muchas
dificultades para componer, Wolfgang esbozó unas obras para piano[50]
donde consiguió, a trancas y barrancas, dominar cierta forma de
desesperación. Y la emprendió con el tercer cuarteto dedicado al rey de
Prusia, obra dolorosa y feroz, casi brutal, surcada por las protestas contra
la injusticia. Esa meditación sobre una suerte contraria le permitió
afrontarla mejor y recuperar energía tras el combate.
Wolfgang tendría que haber compuesto tres cuartetos más, destinados
a su ilustre comanditario, pero éste sería el último, pues aquel camino se
alejaba en exceso de su proyecto esencial: una cuarta ópera iniciática, que
formulara su visión de los Grandes Misterios y de la iniciación futura.
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Viena, 12 de junio de 1790
Antes de dirigir Così fan tutte, Mozart escribió a Puchberg, que le envió de
inmediato veinticinco florines. Confesó a su hermano que debía vender sus
tres cuartetos dedicados al rey de Prusia, penosísimo trabajo, a un precio
irrisorio. Aquel escaso dinero le era tan necesario que no discutiría. Para
mejorar su situación, pretendía componer algunas sonatas para piano y se
felicitaba de que, al día siguiente, se tocara en Badén una de sus misas[51].
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La Revolución parecía adoptar, pues, un aspecto apacible y dirigirse hacia
la monarquía constitucional que deseaba, entre otros monarcas, Leopoldo
II.
La realidad, sin embargo, era menos risueña. Al haber sido reprimidos
de modo sangriento varios levantamientos contrarrevolucionarios, la
Asamblea Constituyente había votado, el 12 de julio, la Constitución Civil
del Clero, lo que suponía poner en venta los bienes de la Iglesia y destruir
uno de los pilares de la sociedad francesa.
—Los revolucionarios quieren obligar a Luis XVI a doblegarse —dijo el
jefe de la Policía a Geytrand.
—¡Eso sería el final de la monarquía!
—¡Ése es el objetivo último de los agitadores! Y los francmasones los
apoyan, como demuestra esta canción que se entonaba durante la fiesta de
la Federación: «La logia de La Libertad se levanta con actividad. Muchos
tiranos están desolados. Pueblos diversos, las mismas lecciones os harán
hermanos y masones. Es nuestro consuelo.»
—Eso interesará a Leopoldo II —estimó Geytrand.
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Viena, 29 de julio de 1790
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Semejantes actitudes implicaban, a corto plazo, la desaparición de la
monarquía en beneficio del régimen dictatorial cuya única ley sería la
locura doctrinaria de sus dirigentes.
La Esperanza Coronada decidió no responder a dicha carta. El traidor
Hoffmann le comunicó su existencia de inmediato a Geytrand para cargar
más aún el expediente de la francmasonería.
Los diez florines recibidos ese mismo día fueron bienvenidos, y una
excelente cena, en compañía de Thamos, tuvo efectos beneficiosos.
—No pareces sentirte muy bien —observó el egipcio.
—Sólo es una fatiga pasajera.
—¿Te corroen el alma graves preocupaciones?
—Nada serio, salvo el porvenir de la iniciación.
—Mañana visitaremos a nuestros hermanos iniciados de Asia. Su
fundador, Ecker-und-Eckhoffen, acaba de morir, y parecen desamparados.
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sus amigos te detestan, y tu compromiso masónico no habla en tu favor.
—Debo ir a Frankfurt.
—¿A tu cargo?
—Todo músico que esté ausente de la coronación será excluido de la
corte. Además, allí habrá tantos personajes ilustres que será preciso
destacar entre los demás para obtener encargos, incluso conseguir un
buen puesto.
El razonamiento no era absurdo.
—Me obsesionan otros pensamientos —confesó Wolfgang.
—¿La próxima ópera ritual?
—¡Me conocéis mejor que yo mismo!
—Pronto estarás listo para escribir la Gran Obra, hermano. A pesar de
las dificultades, se te impondrá.
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—¡El teatro es toda mi vida! Se me ha hecho saber, discretamente, que
si quería permanecer en Viena y trabajar con toda tranquilidad, no debía
realizar actividad masónica alguna. Y vuestra logia está muy mal vista
por la policía.
—Os escribiré esa melodía —prometió Wolfgang.
—¡A falta de algo mejor, espero!
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—Nuestro nuevo traslado…
—Yo me encargaré de todo.
—¡Querida y excelente mujer! Sin ti, yo no sería nada.
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Wolfgang volvió a escribirle a Constance, le habló de nuevo de las
dificultades financieras que le obsesionaban y confirmó su deseo de
trabajar duro. Lejos de ella, se sentía triste y perdido. «Me alegro como un
niño al volver a verte —confesó—. Si la gente pudiera mirar en mi
corazón, tendría casi que avergonzarme. Todo me parece frío, helado. Si
estuvieras a mi lado, tal vez encontraría mayor placer en la actitud de la
gente para conmigo. Pero así, todo está tan vacío.»
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—¿En qué estás trabajando? —preguntó Thamos a Wolfgang.
—En un adagio[57] para órgano mecánico compuesto de tubos pequeños
de sonido agudo. Este encargo me reportará una suma adecuada, ¡pero la
labor me aburre! Trabajo a diario en él y debo interrumpirme
constantemente.
—¿No tendrás graves problemas financieros?
—Me las arreglo.
—¿Aceptarías hablar con Franz Schweitzer, el más rico comerciante de
la ciudad? Provisto de una recomendación de la condesa Hatzfeld, le he
pedido que te aconseje.
Hatzfeld, el nombre de aquel hermano muerto tan joven y al que tanto
apreciaba Wolfgang. Por él, aceptó.
El almuerzo fue cordial. Franco y directo, el hombre de negocios se
ganó la confianza de Mozart, que le expuso su último montaje financiero y
habló de su reconocimiento de deuda con Heinrich Lackenbacher, con la
garantía de la totalidad de su mobiliario.
—No me gusta en absoluto ese personaje, señor Mozart, y os
recomiendo que paguéis esa deuda en seguida.
—Lamentablemente, no tengo medios para hacerlo.
—Algunos de vuestros amigos los tienen, y aquí están esos mil florines.
—¡No puedo aceptarlo!
—No seáis estúpido. Según vuestras confidencias, que me comprometo
a no difundir, vuestro combate está muy lejos de haber terminado. Este
dinero, desgraciadamente, sólo colmará parte del abismo que se abre ante
vuestros pies.
—¿Quién me ayuda de este modo?
—Algunos amigos. No os preocupéis más de Lackenbacher, yo me
encargo de él[58].
—Agradecédselo vivamente a la condesa Hatzfeld, os lo ruego. Su hijo
estará para siempre presente en mi corazón.
El hombre de negocios se esfumó.
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Mannheim e incluso de Salzburgo. Temo que empiece una vida muy
movida —ya me reclaman por todas partes— y aunque me repugne dejar
que me miren por todos lados, reconozco sin embargo la necesidad de ello
y, válgame de Dios, debo aceptarlo. Supongo que mi concierto no irá del
todo mal y quisiera que hubiese pasado ya, sólo para estar más cerca del
momento en que besaré de nuevo a mi amor.
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—Creo que sí.
La puerta se abrió. Intérpretes y músicos suplicaron al autor que les
aconsejara, y él asistió al estreno antes de reanudar su camino.
El pequeño Karl Thomas, que tenía seis años, besó a su padre. Gaukerl,
celoso, exigió largas caricias. Cumplidos los primeros deberes, Wolfgang
pudo por fin abrazar a Constance.
—¿Qué te parece nuestro nuevo apartamento?
—¡Soberbio!
—Ven a ver tu gabinete de trabajo.
El compositor apreció de entrada la estancia más luminosa de la casa,
donde pensaba ennegrecer mucho papel pautado.
—Gracias por haber administrado tan bien nuestros asuntos, querida,
y encargarte al mismo tiempo del traslado. Gracias a la inesperada ayuda
recibida en Frankfurt y a las pequeñas sumas que traigo, podemos firmar
de inmediato un préstamo de mil florines hipotecando nuestro
mobiliario[60].
—Rechazo la Constitución Civil del Clero —le dijo Luis XVI a María
Antonieta—. Al no ser ya nombrados por el papa, los sacerdotes tendrían
que prestar juramento a instancias profanas.
—¿No provocaréis así el furor de los extremistas?
—Su objetivo, cada vez menos velado, consiste en suprimir la
monarquía para imponer una tiranía militar y policial en nombre de
grandes ideales que sumirán Francia en la tormenta.
—¿Cómo evitarlo? —preguntó la reina.
—Esperaba encontrar un terreno de entendimiento con la Asamblea
Constituyente. ¡Pura ilusión! Hoy sé que nuestro deber consiste en
combatir esta revolución. Por consiguiente, debemos abandonar París,
esta prisión al aire libre, cruzar la frontera del este y reunimos con
nuestros aliados alemanes y austríacos. Desde el exterior, iniciaremos una
guerra de reconquista.
—Majestad, estoy de acuerdo.
Todas las mañanas, a las siete, Wolfgang discutía con Goldhann para
poner a punto las modalidades de su préstamo sin verse penalizado en
exceso. Pidió excusas a Constance por enviarle sólo una carta al día, pues
tenía mucho trabajo.
Alejado de ella, el tiempo le parecía interminable, pero tenía que
avanzar a toda costa en la escritura de La flauta mágica.
Puesto que los pianistas solicitaban a Mozart que dirigiera una misa y él
persistía en confiarles la educación del travieso Karl Thomas, rogó a su
amigo Anton Stoll, maestro de coro en Badén, que le enviara la partitura
de una de sus composiciones religiosas que le había confiado.
El regreso de Constance le ponía de excelente humor y comenzó su
carta con ardor: «¡Queridísimo Stoll, loco excelente! ¡Grandísimo chusco,
estás borracho! ¿No será que se te ha pegado el bemol?» Enviada la
misiva, Wolfgang recibió a Thamos en compañía de Franz-Heinrich
Ziegenhagen, francmasón, comerciante y pedagogo de Hamburgo.
El egipcio buscaba apoyo para la futura sociedad iniciática, La Gruta, y
Ziegenhagen, encantado de volver a ver a Mozart, había concebido un
proyecto original con respecto a las logias convencionales.
—Debemos permitir el florecimiento del espíritu y el corazón —recordó
el hamburgués—. Los adeptos serán liberados de cualquier religión
dogmática, aprenderán un oficio manual y pensarán libremente. He
escrito el himno de la nueva comunidad. ¿Aceptáis ponerle música?
—¿Y su contenido? —preguntó Wolfgang.
—En primer lugar, un recitativo dedicado al Gran Arquitecto:
«Vosotros, que alabáis al creador del universo infinito, llámese Jehová o
Dios, Fu o Brahma, ¡escuchad! Escuchad en la voz del trombón las
palabras del Maestro del Universo. Su son eterno resuena a través de los
continentes, los planetas y los astros. Y también vosotros, seres humanos,
¡escuchadlo!»
—Que el Gran Arquitecto os escuche —deseó el músico—. ¿Y luego?
—Un movimiento lento recomienda amar el orden, la mesura y la
armonía. ¿Acaso la verdadera nobleza no es la claridad de espíritu? Será
entonces posible unir las manos de los seres lúcidos, librarse del error y
destruir la verdad que celebrará un alegro, expulsando las falsas
creencias. El hierro de las armas se transformará en reja de arado y se
harán saltar las rocas con la pólvora negra que, antaño, servía para
fabricar municiones y matar a los hombres. Un segundo movimiento,
lento, proclama que no hay que aceptar el reino del mal como una
fatalidad. La razón puede prevalecer y vencer la desgracia y la ceguera.
¡Seamos sabios, seamos fuertes, seamos hermanos! Nuestros lamentos se
convertirán en cantos de alegría y los desiertos se transformarán en
jardines del Edén. Y el último alegro afirma: «Así se alcanzará la
verdadera felicidad de la vida.»
La llegada de Antonio Salieri, con sus cinco coches y sus veinte músicos de
corte, no pasó desapercibida. Precediendo a Mozart, seguía siendo el
primer compositor del imperio. Él controlaría a los artistas locales y el
programa de los conciertos ofrecidos durante las fiestas de la coronación.
Una coartada perfecta: hacer que se ejecutara, por lo menos, una misa
de Mozart, cuya desaparición deseaba ardientemente. En Praga, Salieri
no estaba en terreno conquistado, pues allí apreciaban Las bodas de
Fígaro y Don Giovanni.
Salieri sabía que sus obritas, maquinarias bien engrasadas, no
superarían la prueba del tiempo. Las creaciones de Mozart, en cambio
tenían un perfume de eternidad. Ciertamente, el brillante Antonio gozaba
de la estima de los críticos que alababan las excelencias de su arte, pero él
mismo dudaba de los juicios halagadores, de los pretenciosos y de los
imbéciles, esclavos de los aires del tiempo.
Salieri se atiborraba de aquel alimento y deseaba preservar su
notoriedad a toda costa.
Tras una buena tirada que le dio la victoria, Wolfgang abandonó el billar y
entró en la trastienda del café, donde se encontró con Thamos, el conde
Canal y una decena de hermanos praguenses, conscientes de la gravedad
de la situación.
—La Revolución francesa inundará Europa —predijo el egipcio—, e
inspirará a gran cantidad de doctrinarios. En nombre de la ideología,
todos los crímenes estarán permitidos. Un Estado centralizado impondrá
su ley e impedirá cualquier libertad de pensamiento. Antes de ser
perseguidos, los francmasones jurarán fidelidad al nuevo régimen. En
Austria y en Bohemia, se los acusará de propagar ideas subversivas. Y
nuestro hermano Mozart será el primero de la lista, como discípulo de
Ignaz von Born y, a la vez, como autor de La flauta mágica, una ópera
ritual que desconcertará a numerosos hermanos.
—No dramaticemos —recomendó el conde Canal—. Ciertamente,
nuestra orden vive un período difícil. A mi entender, la Revolución
francesa no superará el marco de sus fronteras. En caso de que se
desbordara, Austria y Prusia intervendrían, y sus ejércitos aplastarían
con facilidad a la pandilla de harapientos reunidos por el adversario.
Encargado de vigilar en el exterior, el hermano Cubridor dio varios
golpes a la puerta de aquel improvisado templo.
—Se suspenden los trabajos —decretó Thamos.
De inmediato, los hermanos se dispersaron. Algunos utilizaron la
puerta de las cocinas, otros se instalaron en la sala principal, y Mozart
regresó al biliar.
—Un tipo extraño hace preguntas muy raras a los camareros —indicó
el Cubridor al egipcio—. Se lo ha visto ya cerca de la logia.
—El servicio secreto del conde de Pergen sigue acosándonos —concluyó
Thamos.
Thamos debía hablar lo antes posible con el policía que, desde su llegada a
Viena, le informaba de las intenciones de las autoridades. Jefe de distrito,
conocía los planes de Joseph Anton y avisaba al egipcio. Gracias a aquel
hermano, convencido de la necesidad de practicar los misterios de Isis y de
Osiris, el conde de Tebas pasaba entre las mallas de la red.
pero muy pronto se omitió la partícula «de Nuevo». La logia La Verdad dormitaba.
<<
Così una suavidad tan exquisitamente purificada que no es posible dejar de buscar en
ella el eco de no sé qué mensaje espiritual», indicaba Roland-Manuel. «Così es una
ópera iniciática al igual que La flauta», estima Roger Lewinter (Avant-Scène Opéra,
n.º 16-17, p. 145); «la más misteriosa y esotérica de las óperas de Mozart», según los
Massin (p. 1115); «tal vez no vea obra lírica que se haya asignado, con semejante
rigor, como designio hacer de la necesaria acción la paradoja de una abstracción de la
inteligencia» (R. Stricker, Mozart et ses opéras, p. 292). «Bajo la máscara bufa —se
pregunta Marie-Françoise Vieuille, que califica Così fan tutte de “celebración del
número puro”—, ¿no abre la ópera el camino que tomarán los futuros iniciados,
Tamino y Pamina?» (L’Avant-Scène, p. 104 y ss.). <<
¿adónde? ¡Oh, dioses!», K. 583.> Obras insertadas en una ópera de Martín y Soler.
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que han recuperado su orden natural seguirán sintiendo una culpable nostalgia por el
falaz mundo del amor pasional que han atravesado en la ficción. Lo que seguirán
sintiendo, por el contrario, es cierta beatitud paradisíaca, la del Brindis, que supera en
su esencia el objeto individual (y también el sujeto) del amor, y que supera, pues, con
mayor razón, la manifestación concreta de la fidelidad. Mozart pudo aceptar, pues,
sin reticencia alguna, el desenlace del libreto: la disposición inicial de las parejas era
la única realmente viable.» (Hocquard, La pensée de Mozart, p. 493). <<
Mozart, p. 19, nota 9), Saint-Foix, II, p. 591: «Asistimos, cuando interrogamos la
obra de Mozart, llegado al final de su corta existencia, a una ascensión que estamos
obligados a considerar en un plano del todo espiritual o, más bien, del todo
sobrenatural, pues, aquí, los acontecimientos exteriores no influyen ya en él.» <<
piedra de los sabios, de Schack; el Sethos del abate Terrasson; el Oberon del hermano
Paul Wranisky; las Etiópicas de Heliodoro; El asno de oro de Apuleyo, y varios
textos alquímicos y cabalísticos. <<
los ochenta y nueve años, tras haber asistido al estreno de Don Giovanni. <<
el de Mozart. <<
1829. <<