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Ética Empresarial:

Principios, tendencias
y disparates

Jesús Ginés Ortega, Profesor de Ética

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Índice

Introducción 4

1. Generalidades
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Revolución ética. Macroética. Ética de la integración. Economía, ecología y
ética. Entusiasmo y ética. Autonomía y moral. Autoridad y democracia.
Códigos de ética. Legalidad y moralidad.

2. Principios y Fines 18
Conciencia recta. Ser y parecer. Amoralidad e inmoralidad. Pensar bien.
Culpa y pena. Coeficiente moral. La gente lo pide. ¿Usted no censura? A su
servicio. Espíritu y sabiduría. Regalo y soborno. Fundamentalistas. El ocio y
el trabajo. El tiempo es oro. Jerarquía.

3. Grandes virtudes 35
Empresas espirituales. La prudencia. A cada uno lo suyo. Fortalezas. La
templanza. Palabra de honor

4. Pequeñas virtudes 42
Magnificencia. Magnanimidad. Responsabilidad. Bien decir. Terminaciones.
Puntualidad oriental. El secreto del orden. Lealtad en los negocios. Los
secretos y las secretarias. Ahorro y virtud. La empresa de todos.

5. Tendencias 54
Relativismo. Privatizar para moralizar. Civilización del envase. Malos ricos.
Fronteras. Cuidado con la lengua. Vitrinas. Transplante o Injerto. Amargura.
Progresistas. Ecología espiritual. Educación como empresa. Imitaciones. El
milagro de Asia. Seishin Kyooiku. Espionaje.

6. Ética del poder 72


La conquista oriental. ¿Dónde está su conciencia?. Negocio de imágenes.
Derecho de autor. Supermercados.

7. Disparates 79
Todos lo hacen. Discriminando. Manuales. Rating. Los que no se arrepienten
de nada. Pedir cuentas. Mercenarios

8. Agregados del siglo XXI 87

Textos de ética UST 95

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Introducción

Desde el año 1995 comencé a escribir columnas sobre “ética empresarial”,


principalmente en el diario Estrategia y en otros periódicos de Santiago. Son columnas
de opinión que pretenden iluminar a quienes trabajan como creadores de riqueza y que, a
veces, no disponen de mucho tiempo para reflexionar sobre la proyección moral de sus
acciones cotidianas.
Una vez que dicha entrega al público cumplió sus primeras cien apariciones, me pareció
oportuno hacer una selección de ellas y colocarlas en forma orgánica para que puedan
convertirse en un instrumento de trabajo para quienes se interesan en el tema, por lo
demás, de gran actualidad. Asimismo, el tema de la ética es de particular interés para la
Universidad Santo Tomás, por inspirarse ésta en el pensamiento del sabio y santo de
Aquino, cumbre filosófica y teológica de la humanidad, lo cual se ve reflejado en el
Centro de Ética de Negocios, recientemente inaugurado por las Escuelas de Ingeniería
Comercial y Contador Auditor de esta Casa de Estudios Superiores.
Unas veces la reflexión trata de elevarse a las categorías de las virtudes fundamentales,
otras a las virtudes derivadas; en ocasiones se abordan los grandes temas de la ética como
el de la ley, la conciencia o la finalidad de los actos humanos, o bien, se conduce el
discurso por los modos de comportamiento que resultan paradigmáticos, en la actual
contingencia de un mundo plenamente relacionado, en el que actos como el del 11 de
septiembre de 2001 llegan a conmover a toda la humanidad y nos hacen reflexionar a
todos sobre el sentido de nuestras propias acciones. ¿Podría alguien decir que lo que allí
aconteció es ajeno a nuestra realidad ciudadana?
El autor no disimula su especial interés por analizar algunos aspectos de la ética oriental,
que por su constancia en el tiempo y su fuerte penetración en el mundo actual de los
negocios internacionales, se ha hecho presente en nuestra sociedad occidental. Para
quienes presumimos de una moral de alto nivel como es la judeocristiana, no deja de
asombrarnos hasta qué punto los hábitos empresariales y de negocios de los hombres de

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Japón o Singapur llegan a superarnos en la práctica, en materia de valoración humana por
encima de otros valores de tipo material.
Por tratarse de una formulación destinada a los lectores de un diario, se evita en todo
momento la referencia de libros o autores, que ciertamente están presentes en la mente y
el recuerdo del autor, el que pretendió dar en cada pincelada un aspecto simple, que al
juntarse en una relación más compleja, pudiera contribuir a un estudio realmente útil para
los interesados en progresar no sólo conceptual, sino sobre todo prácticamente en la
formación de su conciencia ética.
La división del texto en siete apartados es para facilitar su mejor uso. El lector puede
comenzar por cualquiera de sus partes, dependiendo de los intereses de mayor
fundamentación o de aplicación a casos concretos. Hay por eso un capítulo destinado a
temas generales o aclaración de conceptos propios de la filosofía moral y otros que se
refieren a virtudes fundamentales o derivadas. También hago mención amplia de algunas
de las tendencias o novedades que se van presentando en la conducta de las personas y su
correspondencia en las empresas o en los estados. Me ha parecido bien colocar al final
algunas reflexiones acerca de lo que podríamos denominar provisionalmente “disparates”
en el sentido más etimológico de la expresión. Hay actitudes o conductas que la vida
moderna nos presenta, que solamente pueden ser catalogadas como descentradas del
común sentir y parecer. Creo que puede resultar interesante hacer un ejercicio de
contrastación entre lo que estimamos como el “deber ser” y lo que efectivamente “es” en
nuestra vida cotidiana.
El estilo generalmente liviano del lenguaje que la prensa diaria exige, no creo que
constituya obstáculo para quienes quisieran ver en estas páginas un cierto orden
académico y hasta una relativa rigurosidad en los planteamientos. Como académico que
soy, me hago responsable de trabajar todos los días entre el conocimiento y su puesta en
común con alumnos o colegas. Espero que las páginas que siguen no defrauden ni a los
expertos ni a los legos. Al fin y al cabo, como señalara Aristóteles, la ética es aquella
parte de la filosofía que no se estudia tanto para saberla, cuanto para practicarla.
¡Ojalá que esta acumulación de pinceladas en torno al tema ético pueda producir el buen
efecto de ayudar a consolidar un estilo de conducta deseable en un país que como el
nuestro, se ha mantenido siempre en los mejores niveles de observancia y conducta ética!
El hecho de ocupar hoy día un buen lugar en el ranking de confiabilidad en el mundo de
los negocios, no garantiza su mantenimiento en el futuro. El tema de la moralidad o si lo
colocamos en términos negativos, el de la corrupción, es hoy, sin duda, algo de común
interés.
Estas páginas quieren contribuir al mantenimiento de un espíritu altamente confiable en
nuestros hombres y mujeres de empresa. Que entre todos lleguemos a demostrar que
actuando con ética hacemos una óptima inversión, una inversión que se verá en el
mediano y largo plazo. Con ética, todo es naturalmente mejor.
Resta advertir al lector que la ética en referencia es una sola para todas las profesiones.
No hay una ética para empresarios, distinta de la ética para intelectuales o técnicos. Lo
que acontece es que los empresarios se encuentran más expuestos a la intemperie de
muchas pasiones que genera el dinero, la competencia y la natural apetencia de éxito en
todo. Por esto mismo, me permito advertir que los dos primeros capítulos se refieren más

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a esa ética general que a la contingencia que tratan de iluminar los capítulos desde el
tercero al séptimo.
Finalmente, hago mías las palabras suscritas por ese gran analista internacional, Samuel
Huntington, quien en 1991 sostenía esta fina observación que más que política y
económica, es de carácter ético y se refiere a los hombres de empresa de oriente y
occidente: “Las diferencias entre los sistemas político–económicos de Estados Unidos y
Japón –escribe Huntington– no son en modo alguno tan acusadas, pero existen. Este
último país pone el énfasis en la colectividad, el consenso, la autoridad, la jerarquía y la
disciplina, mientras que aquél insiste en el individualismo, la competencia, la disidencia,
el igualitarismo y el egoísmo desenfrenado. Éste trabaja a largo plazo y ahorra e invierte,
mientras que aquél lo hace a corto plazo y gasta y consume. En la competición que se
está desarrollando es probable que el éxito caiga del lado del país que se muestre más
capaz de absorber algunas de las virtudes de su adversario”

Introducción a la segunda edición

Afortunadamente la primera edición se agotó más rápidamente de lo que era de esperar.


No lo achaco tanto a la calidad del producto cuanto a la necesidad sentida por muchos
lectores. Creo que los empresarios –en Chile hay más de medio millón de pequeñas y
medianas empresas- han entrado también en el mercado de las ideas filosóficas, al
menos en un pequeño porcentaje. Y los textos como el que usted tiene en sus manos
todavía no son numerosos, de modo que quienes lo hacemos hoy tenemos una pequeña
ventaja por sobre los que están pensando hacerlo, movidos por la demanda.
En esta segunda edición, a instancias del Rector de la UST, Aníbal Vial E., hombre que
siente y consiente con los mismos propósitos del autor, he incorporado algunas columnas
más, que han sido escritas y publicadas en los dos últimos años. Aunque la ética siempre
es la misma, los acontecimientos así llamados globales, van entregando día a día nuevas
razones para reflexionar en la misma ética de los muchos emprendedores de muchas
latitudes.
Confieso que escribo desde Chile y para Chile. Esto es una limitación pero también un
seguro de honradez. No hay duda que estas reflexiones podrán ser válidas en nuestros
países de iberoamérica y seguramente comprensibles dentro de contextos fácilmente
identificables. No hay segundas o terceras intenciones en lo escrito. Seguramente habrá
muchas coincidencias que harán más válidos los pensamientos generales y sus
aplicaciones particulares. Me alegrará mucho saber que este producto de exportación
del sur pueda ser consumido con provecho en el centro y en el norte del planeta.

J.G.

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1. Generalidades

Más allá de la casuística, la ética es principio de conciencia que se atiene a la verdad de


las cosas y de las personas. Sólo hay una ética, que pone en relación al hombre consigo
mismo y con la sociedad que lo rodea. Ningún atenuante puede aceptarse en ello.
Grandes y chicos, amarillos, negros o blancos, religiosos o agnósticos tenemos las
mismas facultades que nos permiten conocer y aceptar o rechazar las cosas. Todos
gozamos de una radical libertad en la que nos movemos voluntariamente aceptando el
bien, rechazando el mal o haciendo lo contrario. Todos somos sustancialmente
responsables de nuestras acciones y de sus consecuencias.
Este punto de partida es imprescindible para seguir las reflexiones que he ido poniendo a
disposición de lectores que, día a día, buscan explicaciones racionales a sus actos y a los
ajenos. Es necesario comenzar aceptando ciertos principios, muy pocos por cierto, pero
imprescindibles para una convivencia ética. En este primer capítulo nos referiremos a
algunos de estos planteamientos generales.

La revolución ética
La fiebre actual por la ética tiene una fuente muy clara: es la humanidad entera la que
está reaccionando contra todos los focos de la corrupción. En los negocios y en la política
hay una corriente de alto voltaje que está cambiando bruscamente el paisaje. Desde todas
las orillas de América, Europa y Asia, la reacción es la misma. No a la corrupción.
Del enunciado teórico–académico del pasado, estamos llegando al reconocimiento
político y empresarial del presente. La política debe volver al cauce de la ética y también
los negocios. La aceptación teórica de la moral ha pasado hoy a ser una exigencia real.
A nivel global podríamos decir que los tiempos maquiavélicos están siendo superados.
También habría que decir que los axiomas revolucionarios de Rousseau y Marx están
entrando igualmente en franca decadencia. Un estudio más a fondo de esta materia lo
puede encontrar el lector si consulta los sabios escritos de Modesto Collados,

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polifacético hombre del pensar, hacer, emprender y dirigir en nuestro medio. Al final del
texto encontrarán una referencia a sus escritos en el elenco bibliográfico para consulta y
ampliación del tema.
América Latina ha sido víctima de una corrupción asentada en las estructuras públicas de
muchos países, cuyos efectos se están todavía descubriendo y poniendo ante la opinión
pública, con una persistencia que llega a mantener en el mundo globalizado una nota que
se mantiene en color rojo.
Y no deja de producir orgullo el saber que Chile ocupa el más alto sitial en materia de
comportamiento moral en América, apenas precedido por Canadá, de acuerdo a un
estudio confiable realizado recientemente. Lo que no significa que estemos libres,
puntualmente, de este flagelo.
Después de la guerra fría, que en su tensión sirvió para ocultar muchas miserias morales,
las naciones y sus líderes políticos, los organismos internacionales y el mundo de los
negocios, han quedado a la intemperie ante la observación de los rastreadores de noticias
sensacionales. El descubrimiento de cadenas de corrupción instaladas en los niveles más
altos de la capa social ha ido precipitando sobre la opinión pública no ya un mundo de
sospechas, sino una verdadera catarata de hechos delictuales plenamente confirmados y
afortunadamente hoy sometidos a procesos.
La ética se pone de moda y es posible que pase a ser un hábito de ahora en adelante. Hoy
día ya no es imposible escuchar de boca de políticos, académicos y hombres de empresa
la afirmación de que los negocios deben ser limpios, transparentes y sin corrupción. En
definitiva, la corrupción no es buena consejera de los negocios. ¿Quién se atrevería hoy a
sostener que “los negocios son los negocios”, como justificación de cualquier aberración?
Naturalmente que esta fiebre generalizada de buen comportamiento se debe a que el
hombre va progresando de menos a más, en todo orden de cosas. De menos ciencia y
tecnología a más precisión y creatividad, pero también de menos responsabilidad moral a
más racionalidad ética. Es decir, que el hombre, después de una larga etapa de
mecanicismo pragmático está entrando en una nueva etapa de perfección moral y
espiritual.
Para que el hombre sea plenamente humano y por tanto ético, es preciso juntar el talento
con la voluntad, es decir, la ciencia con la conciencia. Estamos dejando atrás el largo
período en que el hombre abandonó la conciencia moral en manos de la ciencia. El nuevo
mundo que se vislumbra es el de la conciencia dominando como un fuerte auriga a los
caballos desbocados de la ciencia.
¿Quién pone en duda que el hombre del siglo veinte fue un genio de la ciencia? La
energía nuclear, los viajes espaciales y las comunicaciones instantáneas podrán
representar el máximo de la capacidad científico–tecnológica de este fecundo período de
la humanidad. Pero ¿quién puede poner en duda, también, que el siglo XX fue el del
materialismo exacerbado, el de la permisividad moral y el del relativismo espiritual? La
primera infancia del siglo XXI no hace otra cosa que confirmar nuestras sospechas en la
misma dirección. Nada ha cambiado en cuanto a la dirección del último decenio del siglo:
la caída de varios muros está generando oleadas que parecen encaminarse de nuevo hacia
el mundo más profundo del espíritu.

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El retorno a la ética, tan claramente presente en la última década del siglo, bien pudiera
anticipar un reencuentro con el espíritu y la trascendencia, los grandes valores
deteriorados en el período señalado. El redescubrimiento de los valores espirituales del
hombre y la vuelta a la fe religiosa parecieran ser la gran revolución que amanece en los
albores del siglo XXI. Por lo pronto, asistimos a la revolución de la ética.

Macroética
Los neologismos acuden al foro cuando se hacen imprescindibles por razón de la nueva
existencia de un producto, idea o proyecto. A veces la palabra es completamente nueva y
otras veces, se adapta una antigua con prefijos o sufijos.
Propongo la palabra “macroética”, que a mi entender nadie ha patentado hasta hoy, para
atender a una nueva proyección, idea o producto que dice relación con la ética a nivel de
globalidad.
Naturalmente que la ética es esencialmente personal, por lo que propiamente no sería ni
macro ni micro, sino ética o moral a secas. Pero, afinando un poco las cosas debemos
reconocer que, al igual que Aristóteles, podemos hablar de la ética monástica o singular y
de la ética política o global, entendiendo por política, en este caso, toda la realidad
comunitaria de los seres humanos, antiguamente congregados en la ciudad y hoy
avecindados en la aldea global, que es el universo. Corresponde, por tanto, adecuar el
nombre a la nueva realidad.
La macroética, como la macroeconomía o la macropolítica, se refiere sin duda al modo
universalmente correcto de hacer la tarea humana en todas las vertientes que al final
convergen en la llamada “empresa”.
La macroética deberá ser acogida como una ciencia, antigua en sus fundamentos, pero
nueva en sus aplicaciones. Y deberá recibir los principios inmutables de la tradición,
mientras se va acomodando en el tiempo y el espacio al ritmo de la complejidad del
creciente macrocosmos.
Como nuestro espacio en esta ocasión es limitado, me conformaré con señalar algunos de
los titulares por donde creo debiera discurrir la nueva ciencia. Deberá partir naturalmente
del hombre individual, de la persona en su más nuclear relación familiar, como
paradigma orientador de cualquier construcción global. El universo moral es al hombre,
lo que el mercado global es al empresario. Y si el universo físico y psíquico le ha ido
delimitando al hombre sus fronteras vivenciales, el universo económico será el que
también delimite las condiciones macroéticas del “homo oeconomicus”. Será entonces,
desde esta perspectiva del bien del mundo político mundial de donde tendremos que
derivar el decálogo correspondiente.
Cuando realizamos la tarea de analizar las “buenas costumbres” de negocios en Oriente u
Occidente, entre los pobres y los ricos, ya no bastará con fijarse en parámetros localistas,
nacionalistas o regionalistas. La macroética, como la macroeconomía ya no reconocerá
fronteras, porque la única frontera posible es el hombre global, todo el hombre, todos los
hombres, de todos los tiempos, de todos los lugares y condiciones.

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Ya no bastarán algunos principios de la ética confuciana o de la ética kantiana o de las
conocidas utopías socialistas y/o liberales. La macroética las trasciende todas y solamente
podrá entrar en colusión con aquellos modos de pensar y sentir que se basen en el
paradigma de la totalidad.
Afortunadamente, para los cristianos, ese paradigma existe, aunque nunca haya sido
llevado a la práctica por su dificultad histórica. Es un paradigma que ha sido enunciado a
tiempo y destiempo por aquella “revelación” que afirma que todos los hombres son de
igual dignidad, hijos de un mismo padre, hermanos de una sola familia y equipaje de un
mismo navío.
Para comenzar el estudio de esta ciencia futurista, pienso que puede ser suficiente con
esta perspectiva lógico–histórica. La cátedra está disponible. Es una de las nuevas tareas
para una nueva humanidad en vísperas del tercer milenio.
Si alguno de los lectores propone otro nombre, sea bienvenido. Personalmente me
interesa el contenido de la macroética.

Ética de la integración
La globalización del mundo económico lleva consigo el germen de la integración política
progresiva de todos los pueblos. Si se diera la lógica en el dinamismo histórico, habría
que proyectar un mundo cada vez más unido en el futuro. De lo económico se transita a
lo político y de lo político a lo cultural: la integración total.
Desde la caída del Muro de Berlín, el mundo es otro. Las tensiones que producía el miedo
a la guerra total se han aflojado o si preferimos se han fraccionado a lo largo del mundo.
Porque, lamentablemente, los pequeños pero intensos conflictos parciales aun persisten,
como muestra de un campo humeante que siempre queda como una amenaza latente. No
podemos hablar aun de integración étnica, política, económica y por tanto cultural en
todo el planeta. Aunque podríamos aceptar con una cierta petición de optimismo, que
hacia allá vamos.
Hasta aquí, la situación presenta sólo negaciones: No hay guerra, no hay tensión, no hay
temor. Lo que parece haber caído desde el punto de vista geopolítico es el concepto
mismo de frontera. Europa se adelantó en el tiempo a proponer un modelo que, por sus
buenos resultados, bien pudiera ser imitado por otros. De los seis iniciales en los años
cincuenta se ha llegado a los veinticinco en los primeros años del siglo XXI. Mañana
podrían hacer otro tanto los del Norte en América, proyectando los Tratados de Libre
Comercio, los del Sur a través del Mercosur y así sucesivamente podríamos esperar que
ocurra en el resto de América, en Asia y en África.
La tarea de integración ya cuenta con los fundamentos señalados y es posible que sigan
prosperando por todas partes. Es de esperar que en este proceso no haya señales de freno,
de interrupción o de quiebra. Pero dada la condición ambivalente de los humanos, no
parece que se pueda apostar a positivo. Un agudo analista de la situación de Asia, la más
próspera y dinámica del momento, asegura que la inestabilidad geopolítica es más que
visible en la actualidad. Todo puede ocurrir en el mar de la China.

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El problema es que la integración entre humanos va más allá de los datos económicos,
políticos y culturales. La verdadera clave de toda integración humana está en la conducta
moral de los individuos, en la mente bajo control del hombre, que es en definitiva el que
se integra. La física no basta, la política tampoco. Una y otra son sólo plataformas para
que el hombre actúemoralmente.
Sólo en la medida que reconozcamos unos a otros la igual dignidad y por ende la plena
equidad en las relaciones económicas que nos afectan, podremos llegar a construir esa
gran familia humana que no es otra cosa que la gran utopía de todas las ideologías y de
todos los credos.
Integrar la cultura reconociendo todas sus expresiones, integrar la economía
reconociendo todos los derechos y actuando con todas las obligaciones no es una simple
tarea de mercaderes o de ministros políticos, sino fundamentalmente es tarea de escuelas,
de confesiones religiosas, de organizaciones deportivas, académicas y artísticas.
Cuando estos elementos sean tenidos en cuenta, por ejemplo, por toda nuestra comunidad
nacional en el trato con nuestros vecinos, al igual que con todas las comunidades
humanas con que nos relacionamos y esto se convierta en un común sentimiento,
entonces podremos hablar de nuestra “ética de la integración”.

Economía, ecología y ética


Los términos economía y ecología aparentemente se oponen. En la realidad debieran
entenderse y complementarse. Aunque en la actualidad las pasiones se desatan desde una
y otra orilla, la verdad es que debieran entenderse como dos vertientes que convergen al
mismo destino. Y éste no es otro que la ética.
La convergencia está en el hombre sobre el que influyen, al que sirven y desde cuya
inteligencia y voluntad proceden. No hay ecología o tratado del ambiente, sin hombre que
lo elabore. Y tampoco hay economía o norma acerca del orden de los bienes, sin
participación plena del hombre. Es, entonces, el mismo sujeto que actúa con dos objetos
que le circundan; el ambiente en el que vive y los bienes y servicios que crea para sí y
para los otros.
Si el hombre viviera solo, no se haría problema ni de la una ni de la otra. Viviría en el
ambiente y usaría todos los bienes, sin más limitación que su propia necesidad,
conveniencia y gusto.
¿Por qué se produce enfrentamiento entre estos dos órdenes? Simplemente, porque al
abundar la especie humana, ambos elementos deben servir a todos y, naturalmente se
hacen escasos, al mismo tiempo que apetecibles de distinto modo. Mientras hay hombres
derrochadores, hay otros hombres austeros. Y unos y otros llegan al conflicto, porque a
los primeros les abunda el optimismo y a los otros les presiona el pesimismo. Mientras
los primeros sueñan con el mejor de los mundos, los otros proyectan el futuro con visión
apocalíptica.
¡Problema eterno del ser humano que se identifica con la ética! ¿Qué es bueno y qué es
malo para mí y para los demás? Y también ¿quién decide sobre el grado de bondad, las
circunstancias, las jerarquías y las posibilidades de que el ambiente y la economía se
armonicen para mí y para todos los demás?

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La economía es, sin duda, una ciencia de más antigua data en cuanto a su formulación y
aprendizaje por parte de las comunidades humanas. La ecología, en cambio, si bien como
materia prima se encuentra desde el nacimiento del mundo, ha venido en hacerse ciencia
en los tiempos recientes, por lo que ha adquirido las características de todo lo nuevo:
impulsividad y hasta prepotencia. Una y otra ciencia proceden del mismo hombre y
sirven a la misma causa, que es la naturaleza humana en las mejores condiciones
posibles. En buenas cuentas, ambas tienen una orientación moral indiscutible.
Cuando asistimos a las apasionadas confrontaciones de este último tiempo, es
normalmente desde la parte ecológica donde encontramos las voces más destempladas y
aun descalificadoras, mientras desde la ciencia económica advertimos una mayor
serenidad, acompañada del criterio prudente de quienes saben que los bienes transables
de nuestra sociedad tienen distintas calidades y urgencias. Pareciera que en la tienda
ecologista aún no se delinearan bien los matices, por lo que lo ético aparece presentado
en bruto.
Tal vez sea por ahí, por donde la polémica debiera orientarse: Que los economistas y los
ecologistas, lejos de ser ajenos, son simplemente los mismos hombres que acentúan una
ciencia más terminada y otra todavía en ciernes. Ambas ciencias pertenecen a la misma
causa. Solamente que la una y la otra son realmente compatibles, puesto que la ética mira
siempre al mismo hombre, que es el que vive en la tierra y produce cosas y servicios para
vivir en mejor forma ¿Cómo va haber contradicción en algo tan semejante? Es cuestión
de ciencia y de conciencia. Ambas necesarias. Ambas convenientes. Ambas,
absolutamente humanas.

Entusiasmo y ética
Nunca el ánimo decaído fue buen consejero. Desde la depresión no surge fácilmente la
vida. A lo más se llegará al estado agónico en su significado original que no es
moribundo, sino de lucha por más vida.
Por el contrario el estado de ánimo emergente que conduce al entusiasmo es la fuente del
ascenso o la perfección moral. “Mens sana in corpore sano” también puede aplicarse en
el orden ético, poniendo al cuerpo sano como plataforma de sustentación de un buen
ánimo.
Aristóteles diserta en su Etica a Nicómaco acerca de la magnanimidad, como una de las
virtudes importantes, fuente y origen de muchas otras. El magnánimo es el hombre que
dilata su espíritu para abrir nuevos horizontes de bien a su alrededor. Se es de ánimo
grande, cuando se proyecta el propio anhelo, el propio entusiasmo al servicio de nobles
causas para sí y para los demás.
En sus reflexiones sobre la ética del médico, el doctor Marañón ponía el entusiasmo
como el motor y al mismo tiempo síntoma claro de la vocación. No hace bien las cosas de
su oficio el que no pone entusiasmo en ellas. Un profesional bueno es algo más que un
conocedor frío de ciencias y técnicas, es por sobre todo un entusiasta actor que trabaja
con ilusión, empeño y profunda alegría.
En el trabajo empresarial podemos recurrir a una sencilla técnica de evaluación de las
personas. Basta con observar el modo de trabajar para percatarnos de la posible calidad y

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eficiencia de su tarea. El que trabaja a desgana, sin ilusión, por la sola esperanza de una
retribución económica, no producirá más allá de lo estipulado, ni tratará de añadir
creatividad a su labor. En cambio, el trabajador motivado, incentivado por estímulos
acordes a su espíritu, rebalsará seguramente todas las expectativas que se hayan puesto
sobre él.
El entusiasmo, que es condición de cada persona, tiene sobre los pares un fuerte atractivo.
Se constituye en un ejemplo a seguir, en una conducta que todos quisieran tener. Estado
de ánimo que, finalmente, se traspasa a grupos más amplios y aun a toda una región o a
todo un país.
Las cosas se hacen bien cuando hay entusiasmo. Se hacen las cosas mal cuando cunde el
desánimo y el desencanto. Fomentar el primero y prevenir o corregir el segundo no es
sólo tarea de eficiencia, sino sobre todo de cultivo de valores y por lo tanto promoción
del espíritu ético.
En el balance final de cada empresa no estaría de más añadir un pequeño apéndice en el
que se pudiera responder a la pregunta: ¿Cuál es el saldo de entusiasmo en la empresa?
Aunque se trate de un sentimiento teóricamente invaluable, hay claros síntomas en el
comportamiento que pudieran orientar a la comprobación de tan importante efectivo.

Autonomía y moral
Cuanto más autónoma es una empresa, más posibilidades tiene de ser moralmente
impecable. Por el contrario, cuanto más dependiente sea de otros poderes ajenos, con más
facilidad caerá en las actitudes propias de la esclavitud y la servidumbre. Es más fácil
caer en la actitud de halago o servilismo, que no son otra cosa que coberturas mentirosas,
cuando uno se ve obligado a rendir cuentas a otros acerca de sus actos, que cuando sólo
debe responderse a sí mismo o a los suyos. Nadie se engaña a sí mismo y tampoco lo
haríamos con nuestra propia familia.
El que sólo debe responder a su conciencia es más libre y capaz de éxito personal, que el
que depende para ello de la voluntad o el voluntarismo de otros. Este principio que es
inobjetable desde el punto de vista empírico, también lo es desde el punto de vista de la
razón pura. Porque el hombre es esencialmente más hombre cuando pone en ejercicio sus
principales facultades psíquicas, su inteligencia y su voluntad. Son éstas las que lo sitúan
en el camino correcto de acciones y hábitos que desembocan en su propio destino.
Suele ocurrir con frecuencia, sin embargo, que para obtener mejores resultados
económicos, las empresas optan por el acuerdo “beneficioso”, en que la autonomía e
independencia se suspenden o simplemente se “venden” a cambio de resultados. Es aquí
donde comienza a fallar la conciencia y, por tanto, donde comienza a resquebrajarse la
ética. Ni siquiera la recurrencia a valores aparentemente superiores, como el cuidado de
la convivencia, el mantenimiento de la raza o el prestigio de todo un pueblo alcanzan a
justificar un mal procedimiento ético.
El principio de la autonomía pareciera ser muy cercano a aquellos principios absolutos
que orientan la formación de la recta conciencia y que se hacen aplicables a todo tipo de
empresas, ya sean estas privadas o públicas, de producción o servicio y dentro de estos,
de servicio predominantemente materiales o espirituales.

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Ciertamente que al ser humano le resulta un poco más áspera la vía de la independencia
que la otra, que es más “seguro” ir acompañado en el camino que enfrentarse solo a la
adversidad. Por eso mismo se explica que siendo moralmente menos conveniente el
monopolio, los grupos humanos se hayan inclinado a preferirlo por sobre la leal
competencia. Cuesta mucho, incluso a los más autónomos e independientes empresarios,
sacudirse la tentación de asociarse con otros que nos cubran las espaldas y que compartan
con nosotros multitud de responsabilidades. La tentación del estatismo en lo pequeño y
en lo grande está siempre latente.
Contra lo que pueda pensarse, se encontrará más inclinado a lo ético el que actúa solo
frente al mercado que el que busca la concurrencia de los pares, con el fin de obtener
ciertas ventajas. Y si afinamos las consecuencias de este principio tendríamos que
concluir que también los profesionales en particular se verán más exigidos por una buena
conducta si actúan solos, que si lo hacen bajo el amparo de su propio gremio. Salvo, claro
está, que el gremio en su conjunto gozara de tan alto prestigio moral, que esta conducta
fuera capaz de impregnar las conductas de los individuos que la integran.

Autoridad y democracia
¿Por qué, en general funcionan mejor las empresas privadas que las estatales opúblicas?
Es una pregunta que los políticos normalmente rehuyen por ingrata y que los empresarios
no abordan por inconveniente. De modo que políticos y empresarios siguen actuando en
paralelo, aunque mirándose mutuamente con recelo.
¿A qué hombre público se le ocurriría hoy decir que el sistema de autoridad y jerarquía
debiera prevalecer en las cosas del Estado, si eso sería una contradicción con el dogma
intransable de la democracia? o ¿ a qué hombre emprendedor, creador de empresas se le
podría convencer que aplicara la democracia política a la gestión de su empresa?
No deja de ser una paradoja que siendo ambos sistemas, el político y el empresarial,
aplicables a comunidades humanas, partan de principios aparentemente contradictorios.
Un buen Estado debe ser democrático; una buena empresa debe ser jerárquica, es decir no
democrática.
Pero la paradoja tiene sus consecuencias, que naturalmente inciden en el mismo
ciudadano, que debe vivir en dos esquemas superpuestos, respondiendo a criterios
contradictorios. Debe ser obediente en la empresa y plenamente libre ante el Estado.
Mientras en la primera es poco lo que influye en sus cambios, en el segundo puede
intervenir y es más, lo obligan a intervenir para ejercer el derecho democrático. Puede
darse la paradoja de que su empresa sea un vergel, mientras su barrio es un basural.
Para el hombre común, estas contradicciones no le afectan mucho, entre otras cosas,
porque no son objeto de su reflexión. Lo racional no es siempre lo que más ocupa su
tiempo. Pero sí afectan y fuertemente a los que tienen espíritu de líderes, derivando en
distinta forma hacia las empresas jerárquicas o hacia las empresas democráticas. El
problema se suscita cuando alguien debe compartir ambas experiencias en instancias
continuas. ¿Puede realmente un hombre que impone autoridad en sus negocios, someterse
a la fluctuación emocional de las urnas? ¿No se sentirá confundido el que tiene que
someterse a tan fuertes presiones que vienen de la racionalidad y de la afectividad?

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Es un buen ejercicio moral para aquellos ciudadanos que sin dejar de ser personas
eficientes, tienen que actuar con criterios de mayoría, que son la base racional de toda
democracia. Para los hombres con vocación política, el dilema debe ser, sin duda,
apasionante. ¿Cómo crear eficiencia con armas que en general no conducen a ella? Y
asimismo debe ser frustrante para el hombre de empresa que incursiona en política:
¿Cómo compaginar la inestabilidad emocional de las mayorías en función de tareas de
calidad y eficiencia?
Por lo menos hasta hoy, reflexionando sobre las condiciones reales de políticos y
empresarios, la conciencia moral debe ejercer presiones dislocadas en torno al tema. Al
final, alguien nos dirá: Por ahora, pastelero a tus pasteles.

Códigos de ética
Los hombres crean los códigos, cuando la gente se porta mal. Cuando la gente se porta
bien no es necesario establecer por escrito lo que se sabe y practica de memoria. Esa es o
ha sido, al menos, la práctica universal, la que está al origen de la juridicidad escrita.
De un tiempo a esta parte, en la gran oleada de ética que está envolviendo tanto al mundo
de los negocios como al de la política, los hombres de empresa como los del ámbito
público hablan, escriben y promulgan códigos, que establecen límites, por ejemplo a los
regalos que un funcionario o gerente puede aceptar para sí.
Buena señal por una parte y no tan buena por otra. Buena, porque significa que la
conciencia general se despierta ante el incumplimiento de lo que debieran ser normas
impresas en los individuos. Pero no tan bueno, puesto que la presencia de normas escritas
y sanciones implica una imposición a la libertad y voluntad que configuran por sí mismas
la esencia misma de lo ético. Cuando se delega en lo escrito el deber personal, se expone
al hombre a dejar de pensar por sí mismo y por lo tanto a descansar la propia conciencia
en la del legislador. El niño que es obligado a no robar o mentir y que requiere del control
permanente de sus mayores no es precisamente un buen modelo para sus pares. El
hombre que actúa éticamente es, ante todo, el hombre libre, consciente, capaz de
gobernarse a sí mismo no sólo en público, sino también en privado. Es él y no la norma
escrita, el que decide la diferencia entre regalo y coima, entre afecto y presión, entre
gratuidad y obligación.
Las leyes, en buenas cuentas, son muletas que deben usar los débiles, por lo que su
necesidad imperiosa delata que los pasos naturales deben ser suplidos por piernas
artificiales.
De todos modos, la existencia y aun abundancia de códigos, puede ser considerada una
medida de emergencia para momentos de debilidad colectiva. El que a un servidor
público o a un gerente de empresa privada le reglamenten el monto de los regalos, no va a
impedir, aunque sí puede limitar, la corrupción cuantitativamente voluminosa.
¿Quien puede asegurar que $50.000 (2 UTM) es la cifra precisa que establece la línea
divisoria entre el regalo y la coima? Entiendo que en Estados Unidos el monto fue fijado
en algo menos de la mitad que la indicada por nuestros legisladores ¿Problema de mayor
autoestima? No nos engañemos. La pura norma no va a cortar la especie que tratamos de
perseguir. Por ese precio y aun por mucho menos, un buen hombre puede convertirse a la

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corta o a la larga en un corrupto. Tal vez la prudencia aconsejara en momentos de fiebre
aplicar medidas más fuertes. Porque si nos dejamos guiar por la norma escrita, como si
esta fuera la que suple a nuestra convicción personal, podríamos llegar a perder agilidad
mental y voluntad, que son precisamente las condiciones para una conducta realmente
ética.
Cuando las muletas son necesarias, es porque la enfermedad existe y se requiere de este
enojoso adminículo. El ideal sería caminar sin ellas, actuar sin prescripciones, gobernar y
gestionar sin códigos. Si el enfermo está muy grave, hay que ser humilde y aceptar el
“Código”.
Bienvenidos los códigos, si reconocemos hidalgamente que estamos realmente enfermos.

Legalidad y moralidad
Cada día se hace más necesario separar estos dos órdenes, el de la legalidad y el de la
moralidad, en virtud de que su confusión engendra notables dificultades en la
convivencia humana. Algunos hombres a quienes la legalidad condena son absueltos por
la moralidad. Lo contrario también es pan de cada día, ya que personas inmorales pueden
ser absueltas por la legalidad vigente.
Para no caer en suspicacias contingentes, dejemos la discusión a nivel de principios, ya
que de otro modo esta reflexión podría verse envuelta en una condena de naturaleza legal.
O sea que si uno coloca ejemplos de la vida real actual, podría verse envuelto en
demandas legalmente justificadas, aun cuando las conductas juzgadas fueran moralmente
impecables.
Quienes tienen una concepción filosófica de tipo agnóstico en relación a la verdad y el
bien, es mejor que no se alejen de la legalidad, puesto que esta sería para ellos la única
barrera que pudiera contener un cierto orden moral.
Para quienes sostenemos que existe una moral objetiva, independiente de la ley positiva,
que surge de principios naturales también objetivos de valor absoluto, siempre el orden
moral dictado por dicha ley y optando por la voluntad libre, será la verdadera norma de
conducta.
Apoyados en este principio básico podemos decir que siempre nos sentiremos obligados a
mirar dos veces –que es lo mismo que respetar–, el destino final de tantos
pronunciamientos jurídicos contra personas realmente honorables.
Al trasladar este principio filosófico a cualquier empresa nos veremos abocados a juzgar
de distinta manera aquellos comportamientos en que, discurriendo literalmente por el
cauce legal, se introducen, sin embargo, por la senda de lo inmoral. Mientras la primera
conducta es generalmente provisional, la segunda será siempre correcta, definitiva y, por
lo mismo, honorable
No basta con cumplir a la letra con el orden jurídico para asegurarnos que estamos
obrando moralmente. La aceptación de un monopolio, el establecimiento de privilegios,
la interpretación de resquicios legales son conductas que conllevan un principio de
corruptela que terminará necesariamente en inmoralidad.

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Por su connatural inclinación al mal que el hombre tiene desde su origen, al que los
cristianos llamamos pecado original y otros llamarán instinto de conservación o
hedonismo congénito, la ley positiva jamás será un obstáculo insalvable. La moral natural
será ciertamente una valla que la conciencia personal se encargará de anteponer al
hombre libre.
Por toda esta condición, si lo que buscamos al crear es lo recto en sí y no simplemente lo
legal, nos deberíamos enfrentar con la real dimensión del problema ético.
Mientras la legalidad salva al hombre de la barbarie, en general, es la moralidad la que lo
encamina hacia la armonía del espíritu con la obra material o de servicio. Con las solas
leyes podremos mantener una cierta convivencia, pero sólo con la moral, contribuiremos
a realizar el verdadero proyecto humano, que consiste en la realización y plenitud de las
personas involucradas.
Cuando algún día, en la región de Utopía, todas las leyes reflejen toda la moral, sólo
entonces podremos cambiar este discurso. Mientras llega ese mundo fantástico
deberemos atenernos a las consecuencias de una cierta contradicción vital. Legalidad y
moralidad todavía no se identifican.

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2. Principios y fines

La base fundante de la ética está en los principios que la rigen. Y estos principios son
igualmente válidos para todos, en todos los tiempos y en todos los lugares. La finalidad
moral del hombre está fuera de toda discusión. Lo que sí puede ser discutible es el grado
de precisión con que los distintos hombres llegan a ellos en distintas circunstancias de
lugar y tiempo.
El principio y el fin de cada cosa es lo que acota la realidad plena de la misma. Las cosas
tienen un comienzo y un fin. Igual las personas. Venimos de alguna parte y vamos a otra.
Los hombres de fe nos facilitamos las cosas: Venimos de Dios y vamos a El,
constituyéndose así el Ser supremo en suprema y segura norma de conducta. Pero
también aquellos que se mueven por el agnosticismo e incluso por el ateísmo, llegan a
una conclusión similar en términos de ética: El hombre actúa de acuerdo a principios y
fines determinados por su propia naturaleza, tanto personal como social.
A partir de esta afirmación, las reflexiones que siguen, redactadas al vuelo de los días,
tratan de situar principios y fines éticos ante circunstancias locales y personales
contingentes. Recomiendo leer con espíritu abierto y deportivo lo que viene bajo este
capítulo. Los principios permaneces. Las circunstancias cambian.

Conciencia recta
Hoy cumplo con mi reflexión número cincuenta (en el Diario Estrategia) en torno al tema
ético, particularmente referido al quehacer empresarial o económico. Para cerrar este
primer ciclo, permítanme amigos lectores una reflexión sobre fundamentos.
Concretamente sobre el fundamento de la conciencia recta.
No basta con tener conciencia moral para presumir de comportamiento adecuado. La
conciencia debe ser recta o correcta, es decir, adecuada al fin objetivo bueno.
Es bastante común entre gente poco informada y por lo mismo deficientemente formada
creer que la conciencia personal, en el estado en que se encuentre, es un principio
absoluto del bien obrar. Si lo hago en conciencia, obro bien –suelen argumentar algunos.

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Y argumentan mal, porque no advierten que para que el hombre actúe con moralidad,
debe hacerlo en forma racional, de acuerdo a los criterios objetivos del bien,
universalmente entendidos por los hombres lúcidos a los que llamaremos maestros,
sabios o santos. Es en el seguimiento de la conciencia de ellos y no en la de uno donde
encontraremos las pautas orientadoras del bien actuar.
La filosofía moral nos enseña que la conciencia no se da espontá–neamente, sino que se
forma y se configura en una referencia constante a la ley natural y también, aunque en
menor grado, a través de las leyes positivas.
Mientras la ley natural es el gran principio ordenador de la conducta buena de los
hombres, las leyes positivas que se van perfeccionando en el tiempo nos sirven como
pequeñas luces orientadoras, solamente válidas si no están en discrepancia del precepto
natural, también conocido como ley de la racionalidad plena.
El bien y el mal no nos pertenecen, sino que nosotros nos ponemos en camino hacia lo
correcto o incorrecto con toda nuestra libertad, inteligencia y voluntad, previamente
informadas por el sentido común.
Para los relativistas de todo tiempo, –léanse neoliberales, positivistas, progresistas y otros
sinónimos de uso corriente–, la ley natural no existe sino en la mente de los autores de
moral, llegando a enunciar como único criterio del bien y el mal, el que cada cual se
autopropone como tal. Si este principio se llevara hasta las últimas consecuencias,
terminaríamos teniendo tantas éticas como personas y tantos bienes y males como
pareceres hubiera en la humanidad.
A la luz de la racionalidad más elemental, tales principios se presentan como valores de
superficie, como elementos provisionales, que convertirían al hombre en un ser fruto del
acaso o peor aún de un destino fatalista de corte mecanicista.
Es bueno, de vez en cuando, hacer un alto en el camino y volver a los fundamentos de la
ética. Hoy, que escribo para ustedes esta reflexión número cincuenta, me ha parecido
oportuno dejar a un lado la anécdota y celebrar la ocasión con uno de los principios o
pilares de esta ciencia práctica o, si lo prefieren, de esta filosofía para la existencia
concreta. Para la existencia buena.

Ser y parecer
Cuando una persona parece y no es, decimos que es falsa. Con mayor precisión se dice
que es hipócrita Si, por el contrario “es”, pero no parece, diremos que es ingenua,
descuidada o simplemente inconsciente. En ambos casos la persona deja de establecer
una relación que llamamos verdadera, correcta o auténtica frente a la sociedad. Lo que
resulta malo tanto para la persona como para la misma sociedad. Porque, como dicen los
metafísicos, el bien es de por sí difusivo, o sea debe tender a expandirse, a darse a
conocer.
A las empresas les puede pasar lo mismo. Y en ambos casos, las consecuencias serán
dañinas para ellas, tanto para su gente como para los productos o servicios que
produzcan. Una falta de imagen puede fácilmente transformarse en “mala” imagen, si no
se tiene en cuenta por parte del empresario que en el mercado no se puede descuidar el
desarrollo de ambos aspectos. Hacer las cosas bien y que la gente lo sepa.

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A los gobiernos puede sucederles lo mismo que a las empresas, pero las consecuencias
pueden ser aún más malas. Porque en las cosas públicas, las intenciones y las imágenes
actúan con mayor pasión, por tratarse de intereses que llegan a todos y cada uno. Nadie es
neutral ante el bien común que atropelle a la persona, como tampoco al bien personal que
se construye contra el bien común. En política la bondad no se presupone. Es preciso
demostrarla.
Ser y parecer debieran ir siempre de la mano, ya que los seres humanos somos incapaces
de hacer la distinción entre intenciones y palabras, deseos y manifestaciones.
La publicidad de una empresa trabaja en favor del “parecer”, es decir de la imagen
atractiva que ésta proyecta a partir de su realidad o verdad. Cuando la publicidad
pretende construirse al margen de lo que verdaderamente es el producto o servicio, cae en
el pecado de falsedad y por lo mismo se hace objetivamente reprobable por parte de los
consumidores. Pero ¿qué ocurre, cuando teniendo un buen producto o servicio, la
empresa descuida la imagen o deja de dar a conocer sus bondades? Sencillamente, la
empresa se hace daño a sí misma, perturbando el orden natural y expansivo del bien. O
sea, técnicamente, una empresa que no cuida su imagen, actúa mal consigo misma e
indirectamente daña a la sociedad que sirve.
La preocupación, tanto de las personas como de las empresas, que son conjuntos o
familias de personas, debiera orientarse siempre a producir bien y a darlo a conocer de
modo adecuado. Si, por algún motivo, la percepción de una buena empresa fuese mala,
esta debería sentirse en la obligación de corregir tal anomalía. El bien y el mal que nos
hacemos a nosotros mismos es igualmente adjudicable a la sociedad. Buenas empresas y
buenas imágenes son dos de las vertientes necesarias para que un país sea considerado
éticamente correcto.
Si aplicáramos esto mismo a la política general del país, tendremos que sacar las mismas
conclusiones. Un país con buenas intenciones, debe propagar también buenas imágenes.
Aunque esto parece de perogrullo, hay hechos que a veces lo desmienten. El único
problema está en pretender a toda costa vender imágenes buenas, cuando las intenciones
o el producto son malos. Ahí nos encontraremos nuevamente ante lo que llamamos
simplemente hipocresía. Y eso es malo.

Amoralidad e inmoralidad
Fijemos antes que nada los términos. Inmoral es aquel que actúa de forma incorrecta,
siendo consciente de que hace algo malo. Amoral es el que obra con prescindencia total
de la moralidad de la acción que ejecuta. Mientras el inmoral siente un cierto
remordimiento por haber estafado, el amoral no mueve un músculo frente al mismo
hecho. El inmoral es normalmente humilde, sabiéndose pecador, mientras el amoral es
más bien soberbio porque se considera inteligente, no dado a sentimentalismos
axiológicos.
Aunque suene duro, hay que reconocer que es preferible un socio inmoral que amoral.
Porque el inmoral, siempre tiene la posibilidad de cambiar, mientras el amoral no sentirá
el menor deseo de cambiar la ruta. Si el primero te engaña una vez, sentirá un cierto
malestar. Si el segundo hace otro tanto, no sentirá o aparentará no sentir absolutamente

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nada. Mientras el inmoral tiene posibilidades de redención, el segundo está
rematadamente condenado.
En el mundo de los negocios, la confianza es una de las virtudes más exigidas por parte
de todos los actores. Actuar bajo la sospecha permanente de que uno va a ser estafado es
demasiado desgastador para los operadores. Creer en la palabra dada, esperar la calidad
que se ha comprometido y la puntualidad en las acciones son, sin duda, condiciones que
todos quisiéramos tener y recibir en nuestras interacciones de bienes y servicios.
El hombre que actúa y se reconoce inmoral será castigado más temprano que tarde y el
castigo que se le infrinja, le alertará a corregir posturas y a enderezar caminos. No se
puede ser inmoral siempre, sin que cueste caro. La mala fama cuesta revertirla. Y la
buena imagen se puede perder con una sola inmoralidad. El hombre que se confiesa
pecador, tiene posibilidades de ser santo. El que dice no arrepentirse nunca de nada es,
por lo menos, un tipo sospechoso.
En cambio el amoral es un personaje del que hay que desconfiar siempre, ya que su
postura ante el bien y el mal le es indiferente. Solamente actuará en función de sus
intereses inmediatos o simplemente según sus veleidades del momento. Para él no existe
otra norma que la que le parece más conveniente aquí y ahora, dejando de lado no
solamente el destino propio y ajeno, sino incluso la racionalidad de todas sus acciones. El
amoral puede aferrarse al axioma del costo–beneficio en todas sus dimensiones, entrando
en una casilla y otra lo que sea su actual conveniencia.
Un inmoral podrá ser infiel a su esposa y sentirá algún tipo de pesar por ello. Un amoral
encontrará que la infidelidad no existe, puesto que para él el beneficio es la única norma
sobre la que opera conscientemente.
El ideal es trabajar con gente moral, con personas para quienes el trabajo no es
indiferente, las personas no son indiferentes y las circunstancias no son nunca
desechables. Con una visión moral fuerte en valores de respeto, dignidad, servicio y
solidaridad para señalar sólo algunos de los valores sociales, no sólo se trabaja con más
armonía, sino que a la larga, con mayor eficiencia y eficacia. Invertir en valores morales
es más rentable siempre.

Pensar bien
En la ética natural no se alude al pensamiento como un elemento calificable, comenzando
a establecerse el buen proceder desde el momento en que éste se hace palabra y sobre
todo desde que la palabra se convierte en acción.
En la vida común no sancionamos los pensamientos. Sí juzgamos las palabras y sobre
todo las acciones. De modo que no calificaremos de inmoral, por ejemplo, a un
funcionario o a un empresario por sus malas “intenciones”, mientras éstas no sean
develadas por la palabra o por el gesto equivalente. Un simple guiño o un movimiento de
cabeza ya puede ser considerado un acto ético o antiético.
Desde una perspectiva cristiana, sin embargo, el mal pensamiento constituye la fuente o
razón profunda donde el mal se origina, por lo que en teología moral, el mal pensamiento
es considerado falta, deficiencia, pecado. Más aun, el evangelio asegura que ahí radica
exclusivamente el mal. Lo malo no es lo que le viene al hombre desde afuera, sino más

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bien lo que emerge desde las profundidades de la conciencia, “desde el interior del
hombre”.
No es necesario pertenecer a la fe cristiana para admitir que es plenamente racional la
postura del evangelio, ya que nadie sería capaz de contradecir tan sabio criterio, el que
asegura que los actos malos proceden del pensamiento o reflexión de quien lo ejecuta.
Por lo demás, cuando se actúa sin pensamiento previo, decimos que se trata de un “acto
del hombre” y no un “acto humano”, que es el concepto técnico de la ética racional. No
hay posibilidad de adquirir responsabilidad, sino de aquello que hacemos con plena
conciencia psicológica y moral.
Frank Outlaw, en un formidable juego encadenado escribe a propósito de este tema:
“Vigila tus pensamientos; se convierten en palabras. Vigila tus palabras; se convierten en
acciones. Vigila tus acciones; se convierten en hábitos. Vigila tus hábitos; se convierten
en carácter. Vigila tu carácter; se convierte en tu destino”.
Efectivamente la ética o moral son el destino de la persona, el que se juega no tanto en
los resultados cuanto en su origen. El producto terminado no es otra cosa que el final feliz
de una larga historia de acciones correctas. Desde el pensamiento que orienta la acción
hasta el servicio o el producto final, hay una compleja cadena que, entre otras gracias,
permite al hombre realizar su verdadero destino; conseguir la felicidad. En primer
término, la felicidad personal y como consecuencia necesaria, la felicidad de quienes lo
acompañan en su obra.
Pensar, más aún pensar bien, es la base de toda moralidad, por lo que resulta poco
aceptable la afirmación de que el que piensa mal, acierta. Este axioma parte del concepto
un tanto cínico de que el hombre es radicalmente perverso, ya que presupone que las
acciones del ser humano proceden siempre de malos pensamientos.
Una vez más recurriendo a la fe cristiana, podemos referirnos al pecado original, pero sin
olvidar que el hombre es criatura hecha a imagen y semejanza de Dios, por lo que su
núcleo esencial es indudablemente bueno. Y el pensamiento es, por así decirlo el núcleo
del núcleo. El punto de partida de toda la moralidad.

Culpa y pena
Una vez que se han sacado todas las astillas del árbol caído, queda la posibilidad de
recordar el pasado con sus gracias y desgracias. Del ministro caído se han dicho y hecho
confesiones de todo calibre. Unos han condenado, otros han criticado y algunos han
extrañado tanto alboroto ante tan poca causa. La línea entre el regalo y el soborno es poco
clara para muchos, por lo que no corresponde tirar una piedra contra quien puede
acusarnos de conducta semejante.
Efectivamente todos sabemos que no hay culpa sin pena, pecado sin castigo, error sin
verdad que los enfrente. Lo que ocurre es que cuando se está más a la intemperie, en la
cúspide del poder o del tener, es más difícil zafarse de miradas y conversaciones que
afectan.
Es propio de todo ser humano equivocarse, transgredir o desvariar. Porque el ser humano
es radicalmente libre y porque está solicitado por múltiples demandas apetitosas, las
posibilidades de desvarío, transgresión o equivocación son constantes. Lo que no es tan

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constante es que el hombre transgresor acepte la culpa correspondiente y menos aún que
se someta a la pena que la culpa exige, pagando una penitencia.
En el caso del ministro infortunado por culpa de un regalo–soborno hemos advertido la
doble hombría de reconocer culpa y pena, sometiéndose al juicio de sus pares, de la
autoridad y del pueblo. Lo que el ministro ha hecho merece, ahora después de todo, un
reconocimiento de dignidad humana y para los que lo somos, también cristiana. Como en
toda confesión que afecta a los creyentes, la penitencia es el saldo que resta para volver al
estado de gracia. Reconocida la culpa, aceptada la pena y pagada la penitencia, vuelve el
hombre a sentirse en plenitud de dignidad y humanidad perfecta.
Si todos los infractores tuvieran la misma conducta, viviríamos en un mundo más
confiable y humano. ¿Cuántos en cambio siguen diciendo pomposamente que no se
arrepienten de nada de lo que han hecho? A esos habría que contestarles con la ira del
evangelio: ¡Hipócritas, sepulcros blanqueados, raza de víboras! Me queda el consuelo de
creer que nadie se sienta muy afectado por la fuerza de estas palabras que ,lejos de ser
mías, fueron pronunciadas por el único que no conoció la culpa, aunque sí y muy
fuertemente la pena por los pecados de otros.
Valga esta reflexión para unir un comentario distinto a los muchos que ya se han hecho.
Que es propio del hombre transgredir, pero también lo es el de arrepentirse, aceptar la
culpa, absorber la pena, hacer penitencia y ciertamente estimular en otros el sentido del
reconocimiento de todos estos valores. Muchas veces los valores, para ser vistos,
requieren de culpas y penas que los hacen más perceptibles para el común de los
mortales.
Y, ojalá, que una vez reparada la falta, nadie vuelva a tirar una piedra sobre el tejado del
otro, siendo tan frágil el nuestro.

Coeficiente moral
En general la gente habla del coeficiente intelectual como de aquel don que la naturaleza
brinda a los mejores. Es el resultado normal de la apreciación de la inteligencia como la
facultad primera del ser humano. En todo tratado de educación moderna el termino
técnico CI es considerado el primer referente para valorar la capacidad de desarrollo de la
persona.
Cuantas veces hablamos de reforma educacional, nos referimos a una complementación
del rango intelectual, que si bien es importante, no puede ser considerado único. El
hombre es algo más que inteligencia. Una persona muy inteligente puede perfectamente
ser perversa moralmente. El hombre completo –o sea moral– es también afecto y
voluntad, es libertad y deseo, pero es por encima de todo, conciencia y creación estética.
Lo que el hombre logra por la inteligencia, es decir el conocimiento, debe ser procesado
por su voluntad que es selectiva, por su capacidad gozadora de lo bello y finalmente
aprobado por su capacidad discernidora entre lo que es bueno y malo.
En el mundo de los negocios, incluso de los negocios con un alto componente espiritual
como el de la educación, no basta solamente con poner en movimiento el coeficiente
intelectual. Porque en la educación del hombre no tratamos de desarrollar un monstruo
cognitivo, sino a un ser humano completo, que es por lo mismo eminentemente moral.

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Si hemos dedicado tanto esfuerzo para perfeccionar los sistemas de medición del
componente intelectual, ¿por qué no dedicar un esfuerzo a perfeccionar el test del
coeficiente moral?
Hace un tiempo se habló en relación a las empresas, de añadir al balance financiero, otro
balance conocido con el nombre de social. Una buena empresa es aquella en que los
hombres, al perfeccionar los productos y servicios, se perfeccionan a sí mismos, logrando
el doble efecto de lo verdadero y de lo bueno. Si a esto le añadimos, además, lo bello,
estaremos llegando a los más altos grados de humana perfección.
En un mundo de palabras que no se cumplen, de compromisos que se ignoran, de
personas que son despreciadas en sus distintas funciones, de cataratas de
reglamentaciones paralizantes, sería bueno incorporar el ingrediente señalado a la hora de
contratar y capacitar en nuestras empresas.
Si hasta ahora hemos priorizado lo intelectual, ¿no sería bueno empezar a reforzar lo
moral? Puede haber aquí una invitación a gerentes de personal y a capacitadores de
nuestro futuro empresarial.
Junto a la calidad técnica, bien vale la pena añadir la capacidad humana. Esta última se
revela en la ética del comportamiento plenamente humano.

La gente lo pide
Lo que generalmente pide la gente no es ni lo bueno ni lo verdadero. Más bien el público
pide lo que le satisface o lo que le interesa ahora mismo. Si el orden moral fuera el
resultado de la voluntad de las masas, llegaríamos a la natural consecuencia que lo bueno
y lo verdadero es aquello que la gente pide en forma persistente.
Desde muy antiguo que los moralistas han pensado exactamente lo contrario. Lo que en
general la gente pide no es ni siquiera lo razonable. La gente pide que le den lo que le
gusta siempre, sin preocuparse mucho de analizar acerca de la bondad o racionalidad del
pedido.
Cuando una empresa busca por encima de todo el beneficio económico y la satisfacción a
cualquier costo de sus clientes, cae exactamente en el mismo juego que estamos
señalando, por lo que, desde el punto de vista ético, puede dejar mucho que desear.
¿Qué corresponde, entonces hacer, si el empresario está teóricamente convencido que en
el actuar empresarial no se puede apartar del orden moral o ético? ¿Deberá convertirse en
“moralista” educador del pueblo, consejero espiritual o algo similar? Cualquier
empresario aterrizado mostrará una sonrisa burlona, cuando un intelectual le proponga
constituirse en pedagogo de la muchedumbre. Y en vez de eso dirá: ¿Qué tengo yo que
ver con la conducta de la gente? A mí me pagan por satisfacer sueños. Yo los fabrico y
ellos los compran ¡Allá ellos, si los sueños son falsos o dañinos¡
El empresario, sin ser titulado de pedagogo, es algo más que un satisfactor de
necesidades. Puede muchas veces convertirse en creador de apetencias, inspirador de
conductas y en ocasiones “corruptor de menores” en el sentido más amplio de la
expresión. ¿Cuántos menores no hay entre los consumidores medios que apenas si saben
distinguir entre la moda y la necesidad, entre lo útil y lo inútil, lo conveniente y lo

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placentero? El “buen” empresario, es decir el honesto, no actúa sólo con la visión del
corto plazo que lleva a la ganancia a cualquier costo. Es, por encima de todo, un hombre
que lidera, que conduce, que determina y orienta conductas al producir objetos o prestar
servicios. En la selección misma del producto o servicio que ofrece ya puede revelarse el
criterio moral del que emprende. El hombre necesita muchas cosas, en distintas instancias
de la vida y esas son satisfechas por los buenos empresarios. Pero hay otras cosas u otros
servicios que no solamente no los necesita el hombre, sino que más bien lo degradan, lo
perturban o lo animalizan. Esos objetos o esos servicios que hacen daño son los que
marcan la diferencia. La gente puede pedirlos, porque en buena parte son inconscientes y
no saben lo que hacen. Un buen empresario no debe ofrecerlos, ni siquiera ante la
perspectiva de hacer un suculento negocio inmediato.
La diferencia entre un buen y un mal empresario, entre otras cosas se encuentra ya en el
momento mismo de la oferta. Dicho en otros términos, la demanda puede ser loca, pero la
oferta debiera ser siempre cuerda.

¿Usted no censura?
Si fuéramos más sinceros con nosotros mismos nos daríamos cuenta que nos pasamos la
vida “censurando”, es decir recortando, aguantando, suspendiendo o definitivamente
abortando palabras, acciones y conductas regulares.
Si no fuera porque el asunto censura se ha colocado en la picota de la discusión político–
cultural, nadie se preocuparía de esta forma tan humana de controlar los dislates a que los
instintos nos impulsan más allá de toda racionalidad.
En la vida normal de las empresas, como en la de las familias naturales, la censura se
ejerce a cada pasd sin que nadie pretenda suprimirla o rebelarse contra ella. ¿Qué otra
cosa hace el papá, cuando le pone al hijo una hora para llegar a la casa o le entrega una
cantidad fija para gastar y unas mínimas normas para utilizar la casa en que viven la
mamá, los hermanos, la empleada y algún “allegado” más o menos cercano al grupo
familiar? ¿Qué otra cosa hace el gerente general, al establecer normas de inversión y
gasto así como reglas de comportamiento exigibles en la vida de la empresa?
El uso un tanto abusivo que se hace de esta palabra o del verbo correspondiente en la vida
política no deja de despertar suspicacia en todos los que tratamos de vivir con una cierta
racionalidad. Cuando algunos “expertos en democracia” invocan el derecho a la
supresión de la censura en la vida ciudadana, probablemente no tienen en cuenta el hecho
elemental de que ésta ha existido, existe y existirá siempre por una razón muy simple: No
todo lo que “se puede hacer”, “se debe hacer”.
Por ejemplo, permitir que la gente insulte, robe, mate o decididamente dañe la honra de
las personas o los grupos, debiera ser impedido por la autoridad legítimamente
constituida, en defensa de los que en su debilidad individual no puedan ejercer su
legítimo derecho a la honra, la vida o a sus bienes.
Por la misma razón que aceptamos sin discusión a la autoridad paterna o materna en el
hogar y la autoridad gestora en el mundo de la empresa, debiéramos entenderla en el caso
de la autoridad civil, que no es otra cosa que la proyección macrosocial de las dos
sociedades básicas señaladas. Lo que es bueno para la familia y para la empresa, es

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igualmente válido para la sociedad política. Si a las primeras reconocemos una cierta
capacidad de restricción, ¿por qué no se la vamos a reconocer a la segunda?
Y frente a los que piensen que la única censura es la ley establecida, deberíamos
recordarle que las leyes solamente tienen validez moral, cuando se ajustan a la verdad y
el bien de las personas. Una ley que consintiera el robo, la muerte o la ofensa de los
individuos, sería lisa y llanamente, una ley inmoral. Seamos realistas. Todo hombre
razonable se autocensura. Toda familia humana reconoce a quien la preside el derecho y
el deber de orientar, evaluar y también censurar.

A su servicio
La palabra servicio tiene una doble connotación ética. Para unos puede significar
sujeción, obediencia o disponibilidad, mientras que para otros puede implicar autoridad,
calidad humana y responsabilidad. Ambas acepciones son igualmente verdaderas, puesto
que la misma operación puede ser dirigida por comandos de inteligencia y voluntad
diferentes, igualmente valederos. El hombre es muy dueño de pensar frente a una misma
acción que puede servirla o servirse de ella. Naturalmente que me refiero a acciones en
que están involucrados otros hombres. Frente a nosotros mismos no cabe otra alternativa
que doblegar nuestra inteligencia al objeto en un acto de suprema servidumbre
intelectual.
En la empresa pueden actuar según la primera o la segunda forma todos sus componentes
humanos. Directivos y auxiliares pueden sentir el servicio como una carga o también
como una liberación. La diferencia estará sólo en la mente y el corazón de quien ejecuta
la acción. Puedo sentir que sirvo, que me sirven o incluso que se sirven de mí o que me
sirvo de los demás. Todo está en la conciencia moral de cada cual.
Para quien dirige la comunidad de trabajo, o sea el jefe, es relativamente fácil que se
incline a pensar más en el servicio que deben prestar los demás que en el propio. Parece
más obvio. Todos los colaboradores le sirven a él para hacer posible el servicio de todos a
los eventuales consumidores.
Para quienes ejercen funciones auxiliares, ya sean administrativos o técnicos, vendedores
o comunicadores, la natural percepción les llevará a sentirse servidores del o los jefes en
el sentido de la dependencia y connatural obediencia. Aunque también, en teoría, se
sentirán libres servidores de la causa común a la que contribuyen con su trabajo, en la que
cooperan como conjunto frente a la sociedad consumidora de sus productos o servicios.
Esta percepción de doblegamiento o de liberación dependerá en gran parte del carácter
más o menos autosuficiente que tenga el sujeto.
Los conflictos no ya teóricos, sino prácticos que se desatan en toda empresa humana
tienen bastante que ver con el rol de servicio que suelen sostener los miembros de los
distintos estamentos de la empresa. En términos generales podemos decir que cuando
prevalece el criterio de “servirse de” en lugar de “servir a”, el orgullo se despierta en los
que se sienten afectados. ¿Cómo es posible que el otro crea que yo estoy para servirle?
Cuando se generaliza el concepto de servicio como dependencia, la relación fácilmente se
deteriora. Es muy natural que el ser humano sufra con cualquier afectación de su propia
autoestima y de la connatural exigencia por la estima exigible a los demás.

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Cuando, en cambio, se advierte en la jefatura una actitud de servicio a las personas, como
punto de partida de la relación interhumana, todo parece facilitarse y el modelo tiende a
ser repetido en toda la escala de mando descendente.
Parece más que evidente que una relación humana con flexibilidad al servicio es más
fluida y finalmente eficiente, cuando todos entienden que la doble acepción del servicio
se reconoce abiertamente por todos. Si todos aceptamos que servir es al mismo tiempo
inventar y obedecer, respetar y ejercer la libertad, el crecimiento y sostén de las buenas
relaciones está garantizado.
El Evangelio es muy sabio cuando propone la fórmula de que servir es reinar, expresado
más que en palabras en acciones del jefe que lava los pies a sus discípulos. La dignidad
del que sirve se funde con la autoridad del que manda. Siempre manda mejor el que sirve
más.

Espíritu y sabiduría
El budismo y el confucianismo son las matrices culturales de Asia. La musulmana y la
cristiana son más bien adjetivas, si miramos al conjunto. El taoísmo y el shintoismo le
añaden al conjunto la especificidad nipona. Para quienes ya adivinan a la India en el
horizonte cultural de Asia, habría que decir algo acerca del hinduismo.
El budismo es un acontecimiento de características pararreligiosas, en que un hombre
modelo se proyecta en todos los hombres como ideal de vida. Por la observancia de una
conducta ajustada al autocontrol de los sentidos, el imitador de Buda logra la suprema
felicidad. Como en todas las religiones, hay en el budismo dos vertientes, una más
popular y otra elítica. En la primera se advierte una referencia a una divinidad providente
y compasiva, mientras en la segunda se acentúan ritos de contemplación y
autocomprensión. En ambos casos, el resultado conductual es el mismo: el seguidor de
Buda es un ser amable, gentil, compasivo, amante de los ritos, respetuoso de las
costumbres ancestrales y en general abierto a un armonioso universo.
El confucianismo es un movimiento más intelectual que religioso, más ético que
metafísico. De ahí surge el sentido común, pragmático que conduce al oriental a buscar la
rectitud en sus acciones, la honorabilidad en el trato. El oriental reconoce una jerarquía
sustancial en la relación humana y un alto sentido de la lealtad a todo nivel.
Tanto budistas como confucianos se encuentran en una cultura de lo armónico, del
hombre en el universo, entre el cielo y la tierra. Comprensivo y compasivo, paciente y
esperanzado en el progreso constante de la conducta que lleva al hombre a la felicidad.
Desde nuestra perspectiva grecorromana y judeocristiana contemplamos al oriental como
un ser demasiado simple en sus presupuestos tanto trascendentes como inmanentes. Para
estos hombres de Asia no hay pecado en el principio, ni infierno o gloria en el fin;
solamente una indescriptible paz que se diluye en el océano de una eternidad panteísta.
Como que el tiempo no tuviera mayor importancia para ellos, como si los ritos e
inclinaciones suplieran los grandes valores que a nosotros nos apremian.
Resumiendo, podríamos afirmar que para estos pueblos no hay problema con la fe y la
caridad; solamente con la esperanza, justamente la virtud que nosotros definimos como la
tensión del ánimo hacia lo eterno.

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La percepción que los orientales tienen acerca del bien es colectiva. La bondad está en el
conjunto. Por lo mismo, aunque algún individuo falle, la comunidad continúa: “El
ciempiés no se detiene por un mal paso”, dice un viejo proverbio birmano.
El carácter moral es, en cierto sentido, omnipresente en el alma del pueblo, por lo que
necesita menos leyes. El asiático tiene el honor en un rango parecido a nuestro sentido
común, lo que es de por sí una buena garantía de conducta honesta. El gran Lao Tse
interpretaba a su gente, al escribir que “cuanto más aumenta el número de leyes, tanto
más aumenta el número de delincuentes y ladrones”. Es que el oriental es más ético que
jurídico. Y es, al mismo tiempo más drástico en la aplicación de las leyes, por cuanto las
tiene revestidas de una significación moral profunda. La “rigidez” que aplican las
autoridades de Singapur o de China a los delincuentes comunes proviene de esa
concepción del bien colectivo, que en ciertas circunstancias lleva a la autoridad a podar
sin contemplaciones los brotes perniciosos, con todas sus consecuencias.
Finalmente se nos advierte de la particular sensibilidad oriental que se contrapone a
nuestra lógica racional. En referencia a los japoneses, el profesor Nahoiro Amaya los
presenta como un pueblo insular capaz de transmitir sentimientos sin palabras y que
otorgan un valor secundario a la lógica o al razonamiento.
Estos antecedentes, que proceden de un modo de vivir y de un modo de pensar, deben ser
indispensablemente conocidos por quienes pretendemos acercarnos a un intercambio que
no puede ser solamente económico, sino por sobre todo cultural.
A pesar de la reconocida hostilidad histórica que chinos y japoneses mantienen, hay una
sentencia que circula en todo el Asia: “Espíritu japonés y sabiduría china”.

Regalo y soborno
¿Qué es un regalo? ¿Qué es un soborno? ¿Donde se encuentra la línea divisoria entre uno
y otro? ¿Cual es el límite que la ética impone para que a una donación se la denomine
regalo y a otra soborno o coima?
Con motivo de Navidad y Año Nuevo es norma de elemental cortesía hacer regalos. Las
familias lo hacen con todos sus miembros. Las empresas, que son en realidad familias de
otro tipo, también los hacen con sus clientes, proveedores y colaboradores.
Hay una diferencia radical entre el regalo familiar y el de negocios. Mientras el primero
es producto exclusivo del afecto y por tanto libre de interés, el segundo está más
motivado por el interés que por el afecto. La prueba de esta práctica es que mientras en la
familia el rito permanece a pesar de los avatares de los miembros, en la empresa sólo se
mantiene si el equilibrio de interés permanece entre donante y agraciado.
Pero en uno y otro caso cabe preguntarse ¿Es sólo bueno lo que procede del afecto o
también puede serlo el sentimiento que suscita el interés? ¿Existe en el ser humano el
puro interés y el puro afecto?
Todos estos interrogantes deberán ser respondidos ante cualquier regalo, siendo las
circunstancias las que permitirán evaluar la ponderación que damos al afecto y la que
damos al interés o provecho personal. Normalmente la regla para el afecto familiar será el
grado del amor, mientras la norma aceptable para el regalo de negocios será el grado del

27
provecho, incluyendo en éste por cierto, algún grado de vinculación personal de carácter
afectivo. No podemos dejar de reconocer que en el mundo de los negocios podemos
incrementar siempre el de los amigos y esto con la mejor de las intenciones y propósitos.
Descartando el soborno y la coima en el ámbito de la relación familiar y amistosa,
solamente la podremos encontrar en aquella relación, donde el afecto y la proyección
amistosa estén de partida descartadas y donde el único objetivo que el regalo persiga, sea
el de inclinar o aun forzar la voluntad hacia el donante, con prescindencia de toda
objetividad en el mutuo intercambio de negocios. Es decir que el soborno y la coima
pueden darse desde una cantidad insignificante hasta un abultado presente, puesto que lo
constituye en elemento inmoral no es el don en sí, sino la intencionalidad incorrecta. La
búsqueda directa de provecho con prescindencia de afecto a la persona es simplemente
egoísmo, aprovechamiento o utilización violenta de la voluntad del otro. Y eso, en ética,
siempre será considerado “malo”.
En buenas cuentas no vale la pena hablar de soborno o coima pequeña o grande. En esta
materia la cantidad no cambia la calidad o mejor dicho, la ausencia de calidad.
Cada persona puede ser sobornada por cantidad dispar. El problema para la ética no
estará nunca en el cuánto, sino en el cómo, en el por qué y para qué de la acción del
sobornante.
Cínicamente y atribuido a Napoleón –no me consta que lo dijera–, se suele afirmar que
cada hombre tiene un precio. Eso es precisamente el soborno: el precio que se paga por
determinar la voluntad de otro a favor de uno en un acto forzado y por tanto no humano.
En el mundo empresarial, cada vez más global y hasta uniforme, el tema de los regalos y
las coimas se hace presente hoy día tal vez con mayor frecuencia porque una especie de
pudor o finura pareciera hacerse presente por doquier.
Alentados por la cortesía oriental, que tiene el regalo como un ingrediente ritual en toda
relación humana sea ésta comercial, deportiva o cultural, nos abocamos cada día a una
necesaria ponderación acerca del cómo, cuándo y cuánto del regalo a ofrecer a quien
negocia con nosotros. Una vez más la pregunta salta a la mesa de negociaciones. ¿Hasta
dónde hay que regalar o recibir regalos, cuando el objetivo primordial es el negocio?
¿Será recomendable cortar por lo sano y rechazarlo todo? Y si no se rechaza ¿cómo
concluir dignamente una negociación después de haber sido halagado con el presente
otorgado o recibido? ¿Cuándo determinar que el regalo ha pasado a convertirse en coima
y por lo tanto en soborno que actúa directamente sobre la voluntad del negociador?
La prudencia, virtud cardinal de la ética, siempre aconsejará ante toda relación personal y
social. Ella nos ayudará a ponderar entre el afecto y el interés. Es en el justo límite de
estas dos fuerzas donde hay que situar el bien y el mal de esta práctica tan connatural, por
lo demás, a los seres humanos.
Un regalo que connota gratuidad y afecto es un acto de nobleza, mientras la vileza se
manifiesta en un presente cargado de interés y claramente destinado a producir provecho
en quien lo otorga. Como en todo orden de cosas, la nobleza es más escasa que la
villanía.

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Fundamentalistas
El anatema del día se llama fundamentalismo. Los anatematizados, como es de toda
lógica, son conocidos como fundamentalistas. ¡Ay de aquel sobre quien recaiga tal
epitafio! Cívicamente puede sentirse paria, marginado, enajenado o simplemente
desahuciado para la comunidad humana. Y todo ello en nombre del supremo ejecutor de
sentencias terribles que es hoy día el redactor, columnista, reportero o conductor de
alguno de los miles de programas que emanan de la prensa escrita o de la hablada a través
de la radio y la televisión. Desde la plataforma política y académica, el dardo puede
resultar aun más efectivo.
Como ocurre de tiempo en tiempo con algunas palabras claves, esta contiene una especial
magia que transforma a la víctima en un ser repudiado y repudiable, es algo así como una
lepra que nadie en su sano juicio quisiera ver deslizarse sobre su cuerpo o sobre su
espíritu.
En jerga periodística se ha denominado con este epíteto a personas y personalidades muy
fuertemente vinculadas a la religión, ya sea esta islámica, judía, cismática o incluso
cristiana. Los primeros usos de este lenguaje ignífero tuvieron como objetivo los
ayatolas, imanes y en general dirigentes de grupos piadosos que incorporaban a sus
palabras algunos hechos de objetiva firmeza e incluso, a veces, violencia. Los
calificativos de fundamentalista o fanático venían a ser proyectados sobre aquellos
hombres que se atrevían a manifestar una cierta correspondencia entre sus creencias
fundamentales y la vida común, entre la ciencia y la conciencia, entre el altar y la política
contingente.
Para distinguir a estos fundamentalistas de otros muchos hombres religiosos de su misma
familia, los anatematizadores fueron señalando sólo a algunos grupos, cuya acción era
por lo común afectada por ciertas muestras de rigidez y aun violencia específica. Pero
poco a poco, como sucede comúnmente con el lenguaje, que es dinámico, se fue
ampliando el horizonte hasta caer en muchos humanos que fervorosamente eran capaces
de manifestar su firme, constante e inexpugnable fe en lo sagrado.
En un mundo como el nuestro, tan fácilmente cargado a la permisividad y al pluralismo,
no es difícil que la connotación de fundamentalismo pueda caer sobre aquellos que se
atrevan a elevar la voz, aun cuando sus manos y pies permanezcan quietos. Pareciera que
la expresión pudiera conminar a los fieles a enmudecer ante los medios de comunicación,
a encerrarse en sus cubículos interiores y a despojarse de cualquier signo que pueda
producir alergia a los nuevos inquisidores profanos.
Cuando en nuestro mundo se habla cada vez más de provisionalidad y cambio, de
transitorio y prescindente, todo lo que huela a fundamento, a permanente, a constante y
firme, podrá ser tenido bajo sospecha de fundamentalista.
No hay duda que los problemas semánticos, que el lenguaje muchas veces repetido
refleja, a la larga y también a la corta se convierten en problemas éticos.
Opino con toda modestia, que uno de los síntomas de deficiencia moral de nuestro tiempo
tiene mucho que ver con los fundamentos. Y si bien es cierto que toda exageración en las
virtudes se convierte en vicio, no por eso las virtudes dejarán de ser valiosas y el tener
buenos fundamentos sigue siendo importante.

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El ocio y el trabajo
En un mundo donde el trabajo es exaltado como la perfección misma del hombre, el ocio
viene a ser una concesión a la debilidad congénita del ser humano. Para los defensores a
ultranza de la superioridad moral del trabajo, el mundo de los ociosos será considerado
como la parte inferior del ser humano.
Siguiendo la ética de los orientales –sobre todo los japoneses, herederos del
confucianismo chino–, el hombre debe dedicar todo su espíritu al desarrollo de
actividades de producción en conjunto con los demás seres humanos. El centro y
culminación de la vida humana es un buen, acucioso y perseverante trabajo. El descanso
se entiende como necesidad de recuperación de fuerzas, mientras el reposo convertido en
principal tarea, viene a ser considerado como una concesión para los espíritus más
débiles.
Otra es la perspectiva que la racionalidad grecorromana le dio tanto al trabajo como al
ocio, hasta el punto que se invierten absolutamente los papeles, considerando que el
trabajo –sobre todo el físico– es solamente propio de esclavos, mientras los hombres
libres debieran aspirar a la máxima felicidad que produce el gozo contemplativo de
bienes y personas.
Entre estas dos posturas contrapuestas se sitúa el cristianismo simbolizado en el patrón de
Europa, San Benito, cuyo escudo reza: Ora et labora (Reza y trabaja), el que también
podría traducirse en términos desacralizados, como contempla, piensa y trabaja. Es decir,
ejercita tanto tus músculos, como tus potencias intelectuales y afectivas.
Para el cristianismo el trabajo tiene una doble dimensión. La primera es la creativa. El
hombre se asocia a Dios recreando el universo, transformándolo, haciéndose señor de él.
Por lo mismo, el trabajo no le aparece como una esclavitud, sino más bien como la
misión primordial en que se unen las fuerzas físicas con las habilidades mentales y la
voluntad libre y perseverante. La segunda vertiente es la del sufrimiento que acarrea el
hecho mismo de laborar. La dificultad de crear, reproducir o administrar está radicada en
una cierta rebeldía de la naturaleza contra el hombre y también en una cierta inclinación
al mal que el hombre trae desde el origen de un pecado colectivo, el original.
Y frente al trabajo se encuentra la dimensión superior de la contemplación, el encuentro
consigo mismo en la meditación y la relación afectiva del hombre con Dios y con los
demás. Las palabras de Jesús a Marta tienen carácter de paradigma. “María escogió la
mejor parte”. La contemplativa es colocada en el primer orden de la jerarquía ocio–
trabajo.
La resultante es, por tanto, una buena mezcla dosificada entre trabajo creador y ocio
gozoso, entre trabajo y descanso, entre aceptación de la fatiga y búsqueda del gozo en la
quietud y el reposo periódicos.
Entre la percepción oriental y la occidental hay más puntos de coincidencia que de
divergencia en el orden de los principios, aunque a la hora de la práctica, los orientales se
inclinan más al trabajo y los occidentales al descanso.

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El tiempo es oro
Hay gente que no tiene tiempo para nada. Al menos es lo que acostumbran a decir cuando
se les pregunta por algún tipo de servicio. Son los eternos ocupados que pueden estar en
la empresa, en la universidad, en la reunión social y hasta en la casa.
Así, a secas, este tipo de personas, mantiene la puerta cerrada frente a cualquier
requerimiento. No están para nadie. No pueden ser perturbados, ni responder una carta,
un teléfono, ni siquiera un saludo a la pasada.
A la secretaria, si la tienen con cierta exclusividad, le tendrán muy bien adiestrada para
que les defienda a como dé lugar. Diga que no estoy, que me encuentro en reunión, que
he salido, que no sabe cuando volveré.
Naturalmente que cuando esta postura es exagerada, nadie cree en ella y menos aún el
que la fomenta o quien la distribuye como noticia a clientes, proveedores, promotores o
creativos.
Estos personajes, frecuentes en el mundo de los negocios, copados en su agenda para lo
que no sean negocios rentables, suelen mantener la antigua filosofía materialista de que
“el tiempo es oro”, por lo que no debe nunca desperdiciarse, malgastarse o descuidarse.
Y una manera de perder el tiempo es atender a personas o asuntos que difícilmente
pueden concluir en beneficios directos. Para ellos la norma económica principal es que el
tiempo es escaso y caro, por lo que no hay que distraerse en asuntos baladíes.
Si nuestro prospecto en cuestión se diera un poco de tiempo para meditar sobre el sentido,
la distribución o la ocupación del tiempo desde un simple punto de vista racional, se
llevaría probablemente más de alguna sorpresa. Pero, su concepción obtusa le impide
hacer el descubrimiento de cuan abundante es el tiempo para el que considera que el
tiempo no es otra cosa que la atmósfera que nos rodea en todas las dimensiones de
nuestra persona. Es ciertamente un ámbito material, pero más aún lo es afectivo y
espiritual.
¿Por qué no preguntarle acerca del tiempo a un poeta, a un contemplativo, a un eremita o
a un enamorado? Y la verdad es que todos de alguna manera podemos estar viviendo
experiencias de esa naturaleza, en mayor o menor medida. O las hemos vivido en otras
épocas o las podríamos hacer revivir, si nos lo propusiéramos. Estoy seguro que ninguno
de esos otros yo nos toleraría la afirmación de la identificación del tiempo con el oro, con
el dinero y, como consecuencia, nos avergonzaríamos de decir que no tenemos tiempo.
En el vertiginoso mundo que hoy nos toca vivir, sobre todo en el ámbito de la empresa
moderna, competitiva, de calidad total, se hace más necesario que nunca volver a
preguntarse por el uso del tiempo. ¿De qué nos sirve estar tan ocupados en repetir una y
mil veces las mismas rutinas gastando, comiendo y dilapidando el inapreciable tiempo de
que disponemos para ser personas?
La costumbre japonesa de “perder el tiempo” consultando a los trabajadores,
perfeccionando cada día las tareas ,dedicando muchos momentos a los ritos, a la
meditación, a la atención relajada a los visitantes, a utilizar el lenguaje no solo de las
palabras, sino también de las flores, de los cantos, de las insignias bien pudiera ser un
espejo donde podrían mirarse muchos de nuestros ejecutivos sin tiempo.

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Lo que pasa es que los orientales valoran más el tiempo, en general, que lo que lo
hacemos nosotros. El tiempo está hecho para trabajar gozando, hacer las cosas para
agradar a los demás, para desarrollar las virtudes humanas, que hacen de la empresa un
modelo digno de ser querido, imitado y seguido.
Tal vez, si introdujéramos en nuestras costumbres laborales algunos cambios de aparente
“pérdida de tiempo”, ganaríamos finalmente mucho más que el oro o las monedas que
éste representa. Ganaríamos amigos, bienestar, armonía interior, es decir, un poco de
felicidad y de paz.
Tal vez valga la pena darse un poco de tiempo para meditar sobre el uso correcto del
tiempo.

Jerarquía
El sentido original de esta palabra está situado en la experiencia religiosa. Exactamente
significa el principio sagrado del conductor de la vida de la comunidad religiosa. El poder
que ejerce el jerarca viene de lo alto. No hay elección, sino llamado, no hay acuerdo sino
misión. Es la autoridad humana respaldada por la autoridad divina. No hay mandatarios
en la vida religiosa. Solo jerarcas.
Con el pasar del tiempo, la palabra jerarquía se fue diluyendo en acepciones de orden
intelectual o afectivo, atribuyendo un cierto orden jerárquico a las ineludibles
preeminencias de los más inteligentes y los más amables. Así se hablará de jerarquías
académicas, militares o, muy ampliamente, sociales. Tampoco en estos casos vale la
votación o la fuerza de las mayorías.
En la vida de la empresa, aunque no se habla, se practica la jerarquía. El logro de los
objetivos de la actividad productora o de servicios impone el mismo principio de origen y
unidad en forma muy lejana a la democrática. No cualquiera podrá ejercer el liderazgo y
el mando, sino sólo aquellos que por su condición de dominio o por delegación lo ejercen
legítimamente. La jerarquía es también aquí necesaria.
Por cierto que en la comunidad familiar, que es la esencia misma de la organización
humana, el sentido jerárquico está impuesto por la naturaleza. Sólo en casos muy
excepcionales, el padre o la madre dejarán de ejercer el mando supremo. Nada indica que
los hijos u otros parientes determinen el rango por votación de cualquier naturaleza.
Todo esto que es, teóricamente tan obvio, como es la existencia de jerarquías en todas las
actividades importantes de la comunidad humana, pareciera hoy ponerse en tela de juicio
al proponerse el estilo democrático como panacea de la organización social. Y lo que
parece naturalmente aceptable para la vida política, parece ser desmentido por los
órdenes de la naturaleza, de la religión y de la empresa.
¿Será posible encontrar algún tipo de justificación ética que haga propiciar el
desaparecimiento del sentido jerárquico en todos los demás órdenes –familiar, económico
y religioso– por el sólo expediente de que esto pareciera obvio en el orden político?
¿Qué podría ocurrir desde el punto de vista práctico, si la jerarquía desapareciera en la
familia, en la empresa y en la comunidad espiritual? ¿Habría que pensar en sistemas de

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votación, representación proporcional, periodos de conducción y contralorías
independientes para homologar a los distintos estamentos comunitarios?
Por lo que respecta a la empresa, parece que una conducta plenamente democrática
llevaría fácilmente a la ineficiencia y por ahí al quiebre. Porque a la hora de la elección,
no siempre las mayorías coincidirían con las verdades técnicas y el conocimiento
adecuado del funcionamiento del mercado y las verdaderas perspectivas de los nuevos
productos o servicios. ¿Qué valor real podría tener que la votación de los obreros
significara un cambio brusco en maquinarias, estudios técnicos o tendencias
macroeconómicas?
En la empresa tradicional japonesa, probablemente la más “democrática” del mundo en el
sentido de la constante participación de todos sus componentes, el principio de jerarquía
es sostenido como un dogma intransable. La conducción y la decisión es ejercida
naturalmente por el jefe y él asume personalmente la responsabilidad final de todo lo que
la empresa hace. El es el principio cuasi sagrado de la comunidad.
Este hecho que parece tan connatural al común de los seres humanos y que es ciertamente
asumido con el máximo respeto y reverencia por parte de los creyentes en cualquier
iglesia, no pareciera ser transferido a esa gran empresa que es el país y que llamamos
macropolítica.
Se me ocurre que el asunto en materia de empresa nacional y aún mundial no es, por
cierto baladí. ¿Será tan correcto el desterrar de la jerga y sobre todo de la práctica jurídica
el repensar el sentido de la jerarquía para plantearse el gran tema de la política? ¿Sería
muy descabellado pensar que la buena política también se basa en el principio de
jerarquía y que por lo tanto el axioma de que la democracia sin reservas es el mejor de los
regímenes posibles, tiene algunos visos de inconsistencia? ¡Ojalá que los demócratas más
furibundos no me condenen por estos simples interrogantes!

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3. Grandes Virtudes

Toda la ética se manifiesta en las virtudes, es decir, en hábitos de conducta buena. Así lo
sostiene la ética común de la humanidad y así debiera ser entendida por toda persona que
quiera ser reconocido como persona honesta.
Al acercarnos al mundo cotidiano de nuestras empresas, nos encontraremos con
ocasiones permanentes para ejercitar la totalidad de las virtudes que han sido descritas
por los tratados morales en el mundo. En la empresa se puede practicar la prudencia, la
justicia, la fortaleza y la templanza como virtudes fundantes de toda otra virtud. También
podemos demostrar con hechos que en la empresa es posible ejercitar la magnanimidad,
la humildad, la obediencia, la generosidad y tantas otras que la vida nos ofrece en la
relación humana cada día y a cada hora. Las ejercitaremos con los clientes, los
proveedores, los accionistas y con cada uno de los actores administrativos, productores o
gerentes.
En los textos que siguen se manifiestan diferentes ocasiones en que los buenos y malos
empresarios pueden mirarse al espejo.

Empresas espirituales
El hecho de emprender, crear, administrar y difundir es propio del espíritu del hombre.
Por lo mismo todo lo que el hombre hace valiéndose de su potencial espiritual, debería
ser calificado de empresa espiritual. Si no lo nombramos así es porque nos hemos
malacostumbrado a separar más que a distinguir. Separamos el cuerpo del alma, los
productos materiales de los servicios y los servicios financieros, recreativos o legales, de
otras actividades de más fino perfil como las educativas y religiosas.
Cuando hablamos de empresas espirituales, todos entendemos que se trata de
organizaciones que tienen que ver con lo religioso, tales como el culto y el apostolado.
La Iglesia Católica, una de las empresas espirituales más grandes del planeta y en nuestro
país la institución que tiene inscritos a cerca del 80% de la población, se nos está
presentando, con una comprensible timidez, como una empresa que requiere remozar su
estructura económica, llamando a los fieles a responder a la elemental obligación de
sostenerla y proyectarla en el futuro.

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El tema del “financiamiento de la Iglesia con un nuevo enfoque” ha sido tratado
técnicamente por expertos de la Unión Social de Empresarios Cristianos USEC y dado a
conocer en estos días para su discusión y puesta en práctica en todas las diócesis y
parroquias de Chile. Se plantea como tarea un nuevo esquema de gestión del patrimonio
y de las finanzas de la Iglesia, así como un sistema contable que sería llevado
profesionalmente por consejos económicos parroquiales en todo el país.
Dentro de la proposición se hace referencia a la condición de país autosustentable en lo
económico, por lo que deberá dejar de recibir ayudas del exterior y por otro lado
requerirá hacer una fuerte campaña de contribución de parte de los fieles. Ardua tarea,
que implicará un fuerte cambio de mentalidad en nuestro pueblo, que hasta ahora tendía a
pensar que si lo espiritual es de valor infinito, no debe pagarse nada por ello. Lo espiritual
es gratis.
Para contraste de quienes piensan así, los sacerdotes y religiosos, los misioneros y
catequistas, así como los templos y capillas, las celebraciones y medios de comunicación
son tan humanos y materiales como puedan serlo para una empresa de transportes o un
banco. Si toda actividad, salvo las directamente deshonestas, debe ser considerada con
criterio igualmente respetable, siguiendo pautas de valor profesional y técnico, ¿por qué
podría ser una excepción la institución eclesial?
Al abordar a la Iglesia como una “empresa espiritual” no estamos rebajando a la entidad
del espíritu o elevando de categoría a la institución secular, la empresa. Una y otra son
del hombre, para el hombre y por lo mismo igualmente humanas en todas sus
dimensiones.
A los hombres de empresa deberá alegrarles percibir a la Iglesia Católica como
organización creadora, administradora y distribuidora de bienes ,en este caso del más alto
nivel intangible. Mientras tanto, a los hombres de Iglesia les puede resultar altamente
beneficioso encontrarse junto a las empresas comunes de los hombres. En algún sentido,
unos y otros podrán afirmar que toda empresa es tarea del espíritu.

La prudencia
Como todas las cosas buenas, la prudencia escasea. Y porque escasea, siendo tan
necesaria para la vida familiar y social, muchas obras se derrumban o no llegan a feliz
término. Así sean éstas familias, empresas o instituciones.
En términos muy elementales, la prudencia es el buen juicio, que nos permite anticipar lo
que conviene en relación al bien y al mal. Es virtud propia de la inteligencia, por lo que
se logra cuando la racionalidad funciona correctamente.
Para Aristóteles, la prudencia es la virtud madre de la que penden todas las demás;
fundamentalmente la justicia, la fortaleza y la templanza. Para los seguidores de
Aristóteles, que son en realidad todos los teóricos de la ética sigue ocupando la prudencia
el sitial principal en la jerarquía ética.
Aunque la prudencia es naturalmente patrimonio de los sabios y santos, es decir, de los
que saben y actúan racionalmente en todo, normalmente se le adjudica a los ancianos y
experimentados. Aunque en la teoría pueda no darse siempre esa identificación, en

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general reconocemos en el anciano la mayor cercanía al buen juicio, a la ponderación y al
equilibrio emocional, que son las características más esenciales de tan insigne virtud.
Una vez más los orientales, hijos de la tradición budista y confuciana, nos demuestran su
particular aprecio y aun veneración de la llamada madre de todas las virtudes. El respeto
a los ancianos, padres o abuelos, se transfiere a todos aquellos que la naturaleza o la libre
asociación señala como jefes. El presidente o rey, el gerente general o el comandante del
batallón, el maestro en la escuela o el líder de la comunidad política, son reconocidos
naturalmente como depositarios de esta cualidad moral que engendra todas las otras
virtudes morales. Y es en esta razón ética donde depositan su confianza los súbditos, los
trabajadores, los soldados o los discípulos.
La recta conducción de la empresa, del reino, del cuartel o de la escuela estará
garantizada por esta norma de conducta que es su principal punto de apoyo.
Educar en la prudencia es, sin duda, una de las principales tareas que nuestra sociedad
debe perseguir. A fin de cuentas, las sociedades que llamamos estables, son aquellas en
que la virtud ejerce su dominio, sobre todo en sus conductores. Su falta, sobre todo en los
conductores, repercute en la condición de inestabilidad o riesgo de la sociedad afectada.
En un diseño de ética empresarial, tan exigida en nuestros tiempos de globalidad
interactiva, no puede faltar una amplia consideración al conocimiento y práctica de tan
importante virtud. La ponderación en las palabras que se utilizan para comunicarse, el
equilibrio en los juicios que se emiten, la transparencia en los sistemas de comunicación
entre todos los agentes que concurren a la empresa, deben ser las consecuencias prácticas
más inmediatas del escenario presidido por la prudencia.
En la acción política, –organización y administración de la polis– que no es otra cosa que
la empresa de todos, los ciudadanos tienen el más amplio derecho a exigir de sus
conductores esta virtud tan importante y necesaria. Más aún, no puede concebirse una
recta política en manos de líderes imprudentes, desequilibrados o faltos de juicio. La sola
existencia de un líder sin prudencia es un tremendo peligro o desatino para toda la
sociedad.
Otro tanto habrá que decir del empresario en su empresa y del maestro en su cátedra. La
conducción de un imprudente no puede llevar a buen término ni los buenos negocios, ni
la buena educación. Y los buenos negocios, como la buena educación son algunos de los
bienes, materiales y espirituales, a los que el hombre común aspira con especial cuidado.

A cada uno lo suyo


Así se define la justicia en términos filosóficos. Lo justo para cada cual es aquello que le
corresponde según su naturaleza y que, por lo mismo, es exigible a los demás. Es ésta una
virtud eminentemente social, ya que sólo por extensión hablaríamos de una justicia
consigo mismo.
La distinción que hacemos entre justicia conmutativa, distributiva y social no es otra cosa
que el escalonamiento lógico de nuestras relaciones, que comienzan por el “do ut des” de
los contratos de compraventa, hasta la entrega del salario “justo” que pagamos o
recibimos en nuestra empresa, terminando por aquella distribución de los bienes comunes

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que el Estado se encarga de distribuir en la mejor forma posible, de acuerdo a ciertas
normas de mayor a menor necesidad de los ciudadanos.
Al considerar la ética empresarial, la virtud de la justicia surge inmediatamente como un
condicionante indispensable para la existencia misma de la relación entre clientes,
proveedores, operarios, administrativos y gerentes. La justicia como virtud cardinal es
consecuencia lógica de la prudencia. Más aún, sin el apoyo de la prudencia, la existencia
de la justicia sería prácticamente imposible.
El empresario que ejerce la prudencia no hace otra cosa que encaminar al grupo humano
que lo acompaña por la senda del mayor acuerdo posible, tratando siempre de facilitar el
mejor desarrollo técnico y humano de cada uno de sus colaboradores. Esta conducción
solamente será exitosa, si va acompañada de un estricto orden de justicia para todos y
cada uno.
La dificultad de esta virtud, y por tanto la razón de su fácil transgresión, reside en la
determinación precisa de lo que es realmente de cada cual en cada circunstancia. ¿Qué es
“lo suyo” del gerente general, de la secretaria ejecutiva, del junior, del administrativo y
del operario, del proveedor y del cliente? ¿Quién decide tan importante propiedad en cada
uno de los casos?
Normalmente, los seres humanos tenemos un alto concepto de nosotros mismos, por lo
que nunca seremos buenos jueces de nuestra propia causa. Si le preguntamos al junior
¿qué es lo suyo?, probablemente nos responderá que bastante más de lo que se le atribuye
en términos de exigencias, obligaciones y sobre todo remuneración o reconocimiento de
prestigio. Y otro tanto ocurrirá con la secretaria, el administrativo, el obrero e incluso el
gerente general. Cada uno de los actores tiende a pensar lo mejor de sí y lo peor de los
demás.
Difícilmente el hombre común procederá a acusarse a sí mismo de indolencia, ignorancia
o mala intención, mientras que atribuimos con una facilidad asombrosa estas
características conductuales a los “otros”.
Es la condición humana, egoísta e individualista por naturaleza o mejor, por tendencia
natural, la que nos inclina a ser poco justos con los demás y excesivamente
condescendientes con nosotros mismos o con aquellos que nos son particularmente
cercanos –parientes, amigos, colegas, camaradas, compañeros, etc.
La justicia que es la virtud que más se exalta en la vida política y económica, es
precisamente la que con mayor facilidad se transgrede. La idea de dar a cada uno lo suyo
es muchas veces más una buena aspiración que una consistente realidad. Es más fácil
hablar de la justicia y aun exigirla a los demás que practicarla.
Sólo el ejercicio a contrapelo de la tendencia natural nos permitirá llegar a ser menos
injustos en nuestra relación con los demás. Porque el ejercicio es el que permite que los
actos buenos se conviertan en hábitos. Y eso es precisamente toda virtud.

Fortalezas
Puede decirse en plural o en singular. Si optamos por lo primero nos referiremos a un
conjunto de cualidades o virtudes que el empresario debe tener en cuenta a la hora de

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situar su empresa en el competitivo mundo de la interacción económica. El éxito, en
definitiva, está basado en ellas. Si en cambio nos manejamos con el singular, nos estamos
refiriendo a una de las cuatro virtudes cardinales que configuran la base valórica de la
ética tradicional. Quiero referirme hoy a esta última, que por lo demás es parte de las
llamadas fortalezas de la misma empresa.
La fortaleza cardinal es la cualidad del hombre que lo predispone a resistir con éxito
cualquier adversidad. Es virtuosamente fuerte el que afronta las dificultades con
dignidad, ponderación y equilibrio.
La existencia de dificultades o adversidades en la tarea empresarial está siempre
garantizada. No ha existido, ni existirá empresa humana que haya pasado por el tiempo
sin algún tipo de roce, deterioro o contrariedad. Estas dificultades podrán ser de todo
orden; económicas, jurídicas y, por sobre todo, morales, entendiendo que estas tienen que
ver exclusivamente con las personas. Y las personas que pueden concurrir a la creación
de dificultades no son solamente las que integran el núcleo empresarial, sino también
aquellas que la circundan, como clientes, proveedores, vecinos o competidores, entre
otros.
Y si la adversidad está garantizada, la necesidad de la fortaleza para enfrentarla es
también un principio evidente.
¿Qué dificultades o adversidades podemos esperar siempre en nuestra empresa? Todas
las que son capaces de generar las personas que en ella trabajan, con la seguridad también
de que el principio de mayor o menor gravedad es proporcional al grado de
responsabilidad que afecte a la tarea que se desempeña. Los gerentes, los administrativos,
las secretarias o los auxiliares, en el cumplimiento de sus respectivas funciones, están
siempre sometidos a la seguridad de deficiencias. Todavía no ha nacido superman entre
nosotros y aun los santos, que son siempre escasa minoría, caen bajo la misma regla de la
imperfección. Llegan a ser santos, porque son capaces de superar dificultades, tentaciones
y rabietas.
Reconocer que uno mismo es causa de adversidad en el trabajo conjunto es un buen
ejercicio de humildad que puede garantizar el éxito de la fortaleza. Aceptar que al igual
que yo, los demás tienen posibilidades de errar y aun de actuar moralmente mal, es parte
de la sabiduría o prudencia que debe tratar de adquirir el empresario.
Tener fortaleza, desarrollar hábitos de confrontación serena ante errores o actos reñidos
con la ética es la conducta que se espera de un buen empresario. La adversidad no se
elude, ni se ignora. Simplemente se enfrenta. O mejor aun, se confronta, en el sentido de
aplicar los antídotos más recomendados por los hombres prudentes de cualquier
condición y rango, que siempre deberán ser nuestros maestros. Lo que otros han hecho
para superar dificultades en otro tiempo, en otro espacio y en otras circunstancias
similares a la nuestra, bien puede ser la norma que nos impulse y guíe para actuar ahora.
Saber enfrentar por ejemplo una recesión con criterios de austeridad o tener el buen
criterio de reconocer que también los jefes se equivocan, es otra manera de mostrar que la
fortaleza, virtud cardinal, está operando.

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La templanza
En las actuales circunstancias por las que transita nuestro país, con éxitos económicos
indesmentibles en todo el horizonte empresarial, existe el peligro de la destemplanza
tanto en nuestros ejecutivos exitosos, como en nuestras autoridades económicas.
Así como hay pueblos cálidos y pueblos fríos, también existen los templados o termino
medio. Los hombres, entendidos individual y personalmente no somos en general ni lo
uno, ni lo otro, ni necesariamente el término medio. Simplemente actuamos de distinta
forma en distintas circunstancias, ya que nuestra libertad en connivencia con nuestra
formación, información y contextos culturales, nos permite variar la conducta.
La virtud, dice Aristóteles, siempre se encuentra en medio de dos opuestos. Y tal vez, la
virtud que mejor expresa esta constante es la cuarta de las cardinales que es conocida con
el nombre de temperancia o templanza. El frío y el calor que se encuentran en los
extremos no son bases sustentables de virtud, sino más bien de vicio o pasión.
Cuando el hombre trata de negocios, esta virtud es imprescindible para lograr el éxito. En
el humano intercambio de productos y servicios se acumulan fácilmente oleadas de
sentimientos que hacen subir o bajar bruscamente la temperatura relacional. La
admiración por un producto nuevo, el influjo gravitante de la publicidad o la moda, la
recomendación apasionada del amigo o la desinformación del enemigo pueden fácilmente
producir en el negociante un ambiente que hará propicio o rechazable el intercambio. Es
aquí donde ocupa su lugar la templanza.
Como lo dice su nombre, la templanza es un sentimiento similar al clima agradable,
templado, el que permite al hombre gozar de la plenitud de sus facultades y apreciar con
claridad los problemas, justipreciar los conflictos y ponderar hasta las intenciones o
manifestaciones irracionales.
No es difícil caer en la fantasía que generan los muchos halagos y por tanto deslizarse
hacia una calidez que puede llegar a ser volcánica. Ya no es extraño escuchar a algunos
vecinos que nos hacen ver esta inclinación poco virtuosa. El haber caminado adelantados
en el sentido del éxito económico no nos dispensa de cultivar este sentido común que es
la cordura o la templanza.
Esta virtud otorga al hombre que la practica un gran sentido de la realidad ante lo que
fascina, más bien que ante lo que perturba. Normalmente al hombre se le tienta más por
la fantasía que por el dolor. El hombre ha caído más veces por el halago que por la
injuria. La intemperancia, es por lo general, una conducta descabellada frente al éxito o
frente al halago, que es la moneda falsa del éxito.
Que si en otras ocasiones llegamos a sentirnos parias, sin que ello fuera cierto, hoy
podríamos estarnos proyectando como brahmanes, sin que tampoco sea lo correcto.
En la vida privada, como en la pública, en los negocios como en el deporte rinde más un
poco de templanza que un exceso de fantasía y engreimiento.

Palabra de honor
Hay culturas que creen más en la palabra que en los papeles. La nuestra pareciera creer
más en los papeles, lo que se deduce del temperamento jurídico de nuestra sociedad. Lo

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que no está escrito, firmado y ratificado por contralor público, en definitiva puede ser
desahuciado y con mucha frecuencia así sucede entre nosotros.
Sobre todo en el ámbito de los negocios, somos en nuestro medio sumamente cuidadosos
de que todo quede impreso y rubricado como corresponde, pasando a ser nuestros
abogados los más importantes profesionales a la hora de las decisiones importantes en el
mercado.
Contrasta con nuestro estilo y temperamento el de nuestros socios asiáticos. Es común
opinión entre los hombres de empresa de Asia que los negocios deben hacerse entre
hombres que son capaces de morir por su palabra empeñada. No es necesario poner por
escrito, ni citar a testigos, ni recurrir a los tribunales para que las cosas se hagan como se
han establecido en la conversación. Basta la palabra para que el negocio sea tenido por
hecho. Los papeles son burocracia que hay que tolerar por costumbre inveterada.
“Jamás un empresario debe faltar a su palabra”, sentenciaba hace unos días Ernesto
Ayala, un verdadero patriarca de los emprendedores chilenos, el que desmiente lo que es
considerado como hábito nacional. La palabra de un empresario debe ser más fuerte que
la escritura que la refiere. Como el amor del matrimonio que no es más fuerte porque se
escriba. Más bien se escribe porque se considera fuerte.
Toda ética profesional debiera estar basada en la calidad moral del hablante y sólo la
palabra empeñada debiera ser considerada entre nosotros como garantía suprema del
compromiso adquirido. De tal modo que en cualquier profesión –abogado, médico,
ingeniero– la sola palabra debiera bastar para que el derecho pudiera ser exigido y la
obligación cumplida.
En el globalizado mundo de los negocios internacionales, las ataduras jurídicas son
verdaderas mallas de intrincada urdimbre, que en su hechura y aplicación hacen gastar un
tiempo increíblemente grande a los modernos mercaderes. Los hábitos que nos legaron
los antiguos romanos y sus herederos occidentales fueron estipulados en interminables
códigos de leyes, decretos y reglamentos que nos han creado una segunda naturaleza
hecha de tinta y papel.
Tal vez fuera el tiempo oportuno de revisar esta actitud moral, al confrontar nuestro estilo
histórico con el también histórico de los orientales. Mientras que a ellos sólo les bastan
las palabras, a nosotros parecieran bastarnos los papeles. Y naturalmente que lo suyo es
más humano que lo nuestro, además de ser más práctico. Mientras los papeles pueden
perderse, quemarse o incluso interpretarse, las palabras de cualquier hombre honrado ni
se pierden, ni se queman, ni se interpretan. Simplemente se cumplen.
Una vez más, al menos en la conducta, nos ganan los orientales. O aquellos de entre
nosotros que, como Ernesto Ayala, asumen fuertemente el valor de la verdad en los
negocios. Siempre, sin excepción. La palabra de honor y el honor que da la palabra valen
más que todos los papeles.
Por añadidura algún día, acogidos a este mismo paraguas moral, podríamos esperar la
mejor de las reformas en el mundo de la acción política, académica y social. ¡Que baste la
palabra!

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4. Pequeñas Virtudes

Magnificencia
Es una empresa magnífica. Es una ciudad magnífica. Es un país magnífico. Estas
expresiones atribuidas a conglomerados humanos sólo son posibles, si los hombres que
las conducen tienen esa misma categoría instalada en su mente y en su espíritu como una
virtud, es decir, como un hábito de pensar y ser.
Desde una perspectiva griega, la magnificencia es una virtud propia de los conductores,
de aquellos que otean el horizonte, que piensan en el futuro. Hoy diríamos que es una
virtud propia de grandes estadistas o de grandes empresarios, que en el fondo es lo
mismo, ya que un estadista no es otra cosa que un hombre con visión de empresa grande,
de empresa país.
Para Aristóteles, el padre de la ética clásica, la magnificencia es la virtud propia de los
hombres que sobresalen, que exceden al común de los mortales. Magníficos son aquellos
que son capaces de realizar obras de dimensión superior; seguras, espaciosas,
monumentales, hermosas. Originalmente se referirá a los grandes constructores, a los
creadores de monumentos, palacios, templos y ciudades. Por derivación, la virtud será
predicable de aquellos espíritus superiores, cuya mirada está puesta más en el futuro que
en el presente, en la obra perfecta que en la solución provisional, en lo que está destinado
a permanecer más que en lo transitorio o caduco. Magnífico es solamente el hombre que
hace cosas grandes, de valor.
Como toda virtud, –hábito operativo bueno–, tiene frente a sí por contraste el vicio
correspondiente. Lo contrario a lo magnífico es lo raquítico, apocado, rastrero,
minúsculo, entendiendo en todas estas expresiones la connotación despectiva de lo que es
pequeño debiendo ser grande. Porque, en sí, lo pequeño por naturaleza puede ser excelso.
Más aún, la belleza de lo pequeño es muchas veces más sutil que la belleza de lo grande.
La magnificencia es la virtud que se refiere a las obras humanas de envergadura que están
dotadas de verdad, de bondad y de belleza, si queremos expresarlo en términos
metafísicos; o bien de solidez, seguridad y riqueza ornamental, si lo expresamos en
términos físicos.
Es magnífica una ciudad armoniosa, ajardinada, habitable, acogedora, monumental y
funcional al mismo tiempo. Es también magnífica una industria bien organizada, con
dimensiones proporcionadas, grata en su ambiente, armoniosa en sus dimensiones y en su
contorno, creadora de riqueza, segura en sus propósitos, distinguida en sus productos,
colaboradora en su entorno.

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Aspirar a lo magnífico es ya de alguna manera una expresión de la virtud que admiraban
los griegos y que la mística cristiana asumió transfigurándola en el mundo del espíritu, de
lo sobrenatural, de lo eterno. Tal vez es esta la base racional y ética de las magníficas
catedrales góticas entre otras manifestaciones de esta virtud aristotélica.
En nuestro mundo actual, muchas veces se ha relegado esta indudable virtud en nombre
de una visión adocenada, vulgarizante, democrática de las cosas. Ciertamente que los
magníficos no se hacen por votación, ni consenso. Los magníficos son más bien escasos.
Como son escasos los hombres que regulan toda su existencia por la ética.

Magnanimidad
Junto a la magnificencia, los griegos colocaron la magnanimidad como virtud escolta de
los líderes o conductores de la sociedad. Un gran hombre que hace obras “magníficas”
debe ser al mismo tiempo capaz de ser “magnánimo”. Si la primera se refiere a la obra
realizada, la segunda fructifica en la capa interior del hombre que la realiza. Ser
magnánimo es tener un ánima grande, es decir, un gran espíritu abierto al mundo,
particularmente a los hombres con quienes se comparte la existencia y el trayecto:
electores, trabajadores, discípulos, seguidores, admiradores, etc.
Como en el caso de la magnificencia, la magnanimidad es virtud de conductores, de
líderes. El ánimo grande es propio de hombres que actúan sobre otros, que necesitan y
reclaman dirección, sentido, horizonte.
En nuestro siglo XX hemos conocido a algunas de estas figuras, cuyo ánimo ha movido
multitudes en la dirección correcta. Mahatma Gandhi fue uno de ellos. Hasta su nombre
significa en indí magnánimo, alma grande. Otro de los grandes de ánimo es el actual
Pontífice, hombre de espíritu tan universal que es considerado por moros y cristianos
como el prototipo del conductor de espíritus. Uno y otro reflejan lo que esta virtud,
descubrimiento griego, quiere expresar.
¿Quien es magnánimo? ¿Cómo se actualiza esta virtud tan humana y universalmente
reconocida como tal? Desde luego es magnánimo el que mira a toda persona en su
particular dignidad, que no cataloga por adjetividades sociales, económicas o políticas. Es
aquel que bajo el ropaje sabe descubrir al hombre en su espíritu proyectado, el que no
discrimina por nada, más aún, el que siempre está dispuesto a la “discriminación
positivamente” o dicho en otros términos, el que sabe poner por encima de todo un poco
más de amor y belleza. “El amor es más fuerte”, gritó Juan Pablo II en aquella
memorable y masiva concentración del Parque O’Higgins, mientras un pequeño grupo de
vándalos trataba de manchar el maravilloso acto de la proclamación de la primera heroína
cristiana chilena, Sor Teresa de los Andes.
La virtud de la magnanimidad se pone en práctica con innumerables acciones de detalle,
más que con grandes planes. El hombre verdaderamente grande, empresario, político o
maestro, no se manifiesta tanto en sus encendidos discursos, como en sus diarias
incursiones en la relación con las personas. El verdaderamente grande lo es en la
ventanilla, en la obra de construcción, en el estadio o en la calle. Se es grande en cada
instante, al manejar un auto o al controlar una empresa, al dictar una cátedra o al prestar
un pequeño servicio.

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Porque, si bien es cierto que la magnanimidad es virtud de grandes, solamente se percibe
en aquellos que siempre actúan, como si fueran pequeños. Porque los grandes son
pequeños en la apariencia. A la distancia son gigantes del espíritu.
Los grandes países han sido construidos por hombres que han sabido armonizar estas dos
virtudes clásicas; la magnificencia y la magnanimidad. Es decir, son aquellos para
quienes lo grande es tanto lo que aparece en obras de envergadura, así como en hombres
de profundas raíces.

Responsabilidad
Uno de los mayores quebraderos de cabeza para un ejecutivo eficiente es tener que lidiar
con colaboradores irresponsables. Nada más irritante que la persona de la que no se
puede confiar, porque es irresponsable. No hace lo que se compromete hacer, hace mal lo
que se le encomienda, no responde por lo que se le encarga y puede que exista la
agravante de que él mismo se sienta indiferente o incluso altivo frente a la falta.
La irresponsabilidad en la familia trae como consecuencias el desorden, el mal humor de
los miembros afectados y el deterioro de la calidad de vida en el hogar. La
irresponsabilidad en la vida pública traerá consecuencias aún más graves, tanto más
cuanto más alta sea la función de quien ejerce el cargo con esta actitud degradante. La
irresponsabilidad en la empresa produce el desprestigio de la misma. Nadie hará mucha
diferencia entre gerente y junior, entre secretaria y administrativo, cuando cualquiera de
estos agentes falla, representando a la empresa a que pertenece. Como en la familia y en
la administración pública, la irresponsabilidad en la empresa trae consecuencias de fuerte
daño a quienes participan y dependen de ella. Proveedores, clientes y accionistas serán de
alguna manera los perjudicados.
Definir la responsabilidad puede ser un buen comienzo para una terapia al respecto.
Proviene del sustantivo respuesta o del verbo responder. Uno y otro nos dicen que el
hombre correcto es el que responde al llamado de su contraparte. Sólo los sordos o los
que se hacen el sordo dejan de responder ante la demanda, la pregunta o la señal de otro.
Nada más desagradable y por cierto inhumano, que dejarle al otro con el interrogante en
el aire. Es como decirle que no existe, que no me interesa, que no acepto ningún tipo de
relación con él. En buenas cuentas, la no respuesta o sea la irresponsabilidad es la
prescindencia, indiferencia o desprecio del otro.
El irresponsable es, por tanto, un hombre o mujer moralmente deficiente, que no encaja
en la organización, que traba la corresponsabilidad, que enerva la relación entre las
personas.
La responsabilidad es una virtud que echa sus raíces en la justicia misma, que nos dice
que cada cual haga y reciba lo suyo, lo que le corresponde. Pero también tiene que ver
con la fortaleza, virtud que nos dispone a superar las dificultades. Muchos irresponsables
tienden a echar la culpa a las dificultades del medio o a las otras personas. Finalmente, la
responsabilidad se ata fuertemente a la prudencia, virtud suprema que regula todos los
actos racionales del hombre.
De modo que podemos decir que el irresponsable es un individuo que transgrede al
mismo tiempo que las normas de prudencia, de justicia, de fortaleza y de templanza. Es

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decir, que el irresponsable es una verdadera piltrafa humana desde el punto de vista
moral.

Bien decir
Hablar bien es igual a bendecir, por la misma razón que hablar mal es igual a maldecir.
Bendición y maldición, que son términos con cierta ascendencia sagrada para nosotros,
eran considerados por Aristóteles como una virtud humana frente a su vicio
correspondiente.
El hablar bien, correctamente, con palabras claras, inteligibles se opone al hablar mal, en
forma incorrecta, oscura. Naturalmente que también decimos que habla bien el que usa
un lenguaje culto, digno y honesto para distinguirlo de quienes hablan en lenguaje vulgar,
indigno o deshonesto. También el lenguaje, que es el vehículo humano de la
comunicación tiene que ver con la ética.
Y en el mundo de los negocios también podemos recurrir al lenguaje bueno o malo,
correcto o incorrecto, claro u oscuro, noble o vulgar, honesto o deshonesto.
La ética general nos asegura que lo bueno debe cubrir la totalidad de los espacios
disponibles. De modo que se mantiene el axioma: “Bonum ex integra causa”. Es decir,
que para que algo sea considerado bueno en plenitud, no debe tener ningún defecto. Un
producto o servicio es bueno, si en todas sus partes está bien hecho, presentado,
matizado, terminado. En cambio, en relación a lo malo, el axioma dice: “Malum ex
quocumque defectu”. Con un solo defecto que tenga el producto o el servicio, se
considerará malo. Un automóvil se considera malo, si le falla una sola de sus funciones.
Y será bueno, si todas las funciones responden de acuerdo a lo prometido en su
publicidad.
La palabra es la carta natural de presentación del empresario, del gerente, del
administrativo, de la secretaria. Y por la palabra descubrimos la calidad total o parcial de
la persona. Con las buenas palabras, la persona refleja el grado de su bondad
consustancial. En cambio con las malas palabras, la persona se delata como incompleta,
vulgar, deficiente, oscura, grosera, etc.
Tiene razón Aristóteles al colocar en su “Etica a Nicómaco” la virtud del “bien decir”,
porque esta cualidad es el reflejo de un buen pensamiento, de una buena intención, de un
respeto al interlocutor y también de un sentido de lo estético, ya que la buena palabra
coincide fácilmente con la actitud estética correspondiente. Podríamos decir que las
buenas palabras se identifican con las bellas palabras.
Por el contrario, las malas palabras nos revelan a una persona con tendencias vulgares,
dobles, deshonestas o simplemente antiestéticas. El agrado que nos produce una
conversación fluida, culta, limpia y de humor fino contrasta con el desagrado que nos
genera un hablar barriobajero, escaso, reiterativo en expresiones de doble sentido, de
persistente grosería.
Suele ocurrir a los adultos que, por granjearse un espacio entre los más incultos o con los
adolescentes, llegan a adoptar términos de precaria originalidad, reiterativos en el doble
sentido, simplemente groseros, en la esperanza de ser acogidos con particular afecto por

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parte de los más jóvenes. Me parece que incurren en el mismo error que aquellos
senescentes que presumen de un erotismo totalmente ajeno a su avanzada edad. Terminan
por hacer el soberano ridículo. Con el lenguaje ocurre otro tanto. Del adulto se espera la
virtud del buen decir. La maldición no le cuadra al hombre maduro. También la madurez
se expresa en las palabras.
Siempre he pensado que el problema ético, para la mayoría de la gente, no es tanto de
fondo, sino de formas. No tanto de esencias, sino de accidentes. Me explico. No es que la
gente sea ladrona, violadora y asesina, sino que se mueven por los alrededores de la
apropiación indebida, la insinuación peligrosa y el pelambre contumaz, entre otras cosas.
El hecho de que haya gente con claras actitudes inmorales no significa que sea esto lo
común. Para los malos de verdad están las defensas judiciales y ejecutivas de la sociedad.
Para el resto, que somos la mayoría, está lo que podemos llamar la ética o moralidad
común. O tal vez sea mejor decir, la pequeña falta a la ética, la pequeña inmoralidad.

Terminaciones
Con esta presentación teórica por delante, el lector entenderá por qué voy a colocar el
tema de las terminaciones como un elemento importante de la ética empresarial o política
si entendemos a esta como una extensión de aquella.
A veces los productos o servicios que la empresa vende son buenos; buena materia prima,
sólidos, útiles, convenientes, que cumplen con el objetivo en forma suficiente. Sin
embargo, hay algo que nos hace ver que no están bien terminados. No son en realidad
todo lo que dicen ser y se echan a perder o no cumplen a cabalidad con lo que hemos
pagado por ellos. En buenas cuentas –decimos– fallan en las terminaciones. Que a la
carretera entregada aun le falta un pedazo de berma, que se quedaron los letreros
indicadores de la etapa anterior, que no se pudo cumplir con la fecha prevista, que falló a
última hora una pequeña, insignificante pieza que será entregada después, que la
categoría pagada no era exactamente la prometida, porque hubo que sustituir la ruta, la
habitación reservada o el auto solicitado. O sea, faltan los detalles, las terminaciones.
La sabiduría común de la humanidad, que en materia de ética está muy bien recogida por
el maestro griego Aristóteles, asegura que lo bueno debe serlo en su totalidad, mientras
que lo malo se presenta por cualquier defecto. Si usted lo quiere saber en forma más
elegante, “bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu”.
Mis buenos amigos orientales a quienes me refiero con alguna frecuencia como modelos
de buena conducta en algunas cosas, han patentado la proposición de la “calidad total”
como el verdadero paradigma ético. Hay que hacer las cosas completamente bien.
Cuando en una ocasión, una empresa americana le solicitó cien piezas sofisticadas a una
colega japonesa, aceptándole hasta un 3% de tolerancia, el ejecutivo nipón, al cumplir el
pedido le envió 103 unidades, pero advirtiéndole que no sabía en qué iba a emplear las
tres de la “tolerancia”. Eso es lo que ellos entienden por calidad total. Las cosas deben
estar completamente terminadas y, por supuesto, bien terminadas. De lo contrario,
aunque sea por un poco, la cosa es mala.
En la ética personal –que es la única que existe realmente–, no debemos aceptar excusas.
O las cosas están bien hechas o simplemente son malas. La falta de terminaciones, en
cualquier actividad humana, implica deficiencia, o sea maldad.

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Si queremos presentar una empresa buena no basta con el fondo. También es necesario
cuidar la forma. No basta con hacer cosas que sirvan más o menos. Deben ser productos o
servicios que sirvan. Así a secas. Esto es ética. Lo demás es imitación o algo peor, mala
imitación. El control de calidad es el término que alcanza para señalar lo que llamamos
como parte importante de la ética de empresa.
¿No es cierto que si aplicáramos este concepto al que hacer político, podríamos señalar
como un elemento creativo el proponer un “Ministerio de las Terminaciones”? Podría ser
un tema para otra columna.

Puntualidad oriental
Antiguamente decíamos “puntualidad británica, exactitud suiza, laboriosidad germana”.
Es muy probable que, a pesar de un cierto relajamiento, hoy comúnmente aceptado entre
los europeos, estos dichos ya no sean tan contundentes como lo fueron en el pasado. De
hecho, la referencia estaba creada para los latinos o mediterráneos, cuyo espíritu más
suelto les permitía ser terriblemente impuntuales, inexactos y más bien relajados en
cuanto al trabajo, para no decir perezosos o flojos, por evitar una ofensa de carácter
racial.
Hoy día, en la medida que conocemos los hábitos de nuestros socios chinos, japoneses y
coreanos, entre otros, bien podríamos hacer el traslado del antiguo axioma “puntualidad,
exactitud y laboriosidad oriental”.
Para nuestros empresarios, cada día más internacionalizados, ya no es una sorpresa el
estilo exigente, formal y en cierto modo intolerante de quienes se asocian a nuestra
común causa del desarrollo por medio del intercambio comercial, los negocios conjuntos
y las inversiones crecientes.
Aunque para nuestra idiosincrasia la puntualidad siga siendo una costumbre de difícil
aceptación, la relación está propiciando cambios importantes en nuestra conducta. En el
mundo competitivo en que vivimos, el tema de la puntualidad se ha convertido en
principio moral de común observancia. Lo más probable es que más temprano que tarde
terminemos por llegar a la hora convenida a las reuniones, que efectivamente llamemos
cuando lo prometimos y que el producto se encuentre en manos del cliente en el día, la
hora y aun el minuto en que se prometió hacerlo. De no ser así, lo más probable es que
terminemos por exasperar a nuestras contrapartes y estas se dirijan hacia otras puertas en
busca de una seriedad y eficiencia que nosotros aún no hemos aprendido.
Suele ocurrir aún entre nosotros que hacemos distinción en nuestra conducta, cuando
nuestra contraparte es de la casa o pertenece a las vecindades del Pacífico asiático. Y al
llevar una moral doble, podemos caer en la perturbación o el desacomodo, que a la larga
quebrará cualquier buen hábito a punto de ser adquirido. ¿Por qué somos puntuales con
ellos e impuntuales entre nosotros? ¿No es bueno para nosotros lo que es formidable con
los otros?
La adquisición de los hábitos virtuosos es un proceso lento y difícil, que si es muchas
veces interrumpido, terminará por zozobrar en el intento. Quienes tratamos con cierta
frecuencia a los orientales, advertimos más fuertemente la diferencia entre el actuar

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puntual, exacta y laboriosamente, que el aproximado, más o menos y relajado que nos
acompaña visceralmente.
Una vez más, nuestra ética, al menos en los negocios, está siendo impulsada por quienes
hasta ayer pertenecían a los antípodas de nuestra cultura. Reconocer este hecho también
es un signo de nobleza. Y la nobleza es la condición indispensable de toda ética.

El secreto del orden


Cada persona en su sitio y un sitio para cada persona podrá ser una gentil acomodación
del principio ordenador que se refiere a las cosas. De modo que lo que es un simple
principio de eficiencia, se convierte en un principio de ética aplicable a la empresa.
Por constituir la empresa un conjunto de personas que interactúan en función de una
actividad de producción o servicio, el requisito del orden es imprescindible si se aspira a
una óptima relación entre las personas. No todos pueden ni deben hacer lo mismo, al
mismo tiempo y en el mismo lugar. Cada persona deberá asumir una función específica
que encaje en el producto o servicio que entre todos están dispuestos a producir o prestar.
Y para que el orden sea posible, los hombres requerimos de personas que sean guardianes
o conductores del mismo. No hay generación espontánea de orden en la naturaleza
humana, así como es siempre perfecto en la naturaleza animal o en las plantas. La
perfección y el orden que aquí son perfectos, solamente pueden ser alterados por nosotros
que gozamos del tremendo privilegio de la libertad frente a lo bueno y lo malo.
En toda empresa, grande o pequeña, existe una profesión generalmente femenina, que se
identifica con el orden. Nos referimos a las secretarias. Es en ellas y por ellas por donde
el orden discurre, se anota, se archiva, se comunica y se vive. ¿Cuántos brillantes
gerentes, altos ejecutivos, creativos y promotores no le deben gran parte de su eficacia a
estas mujeres que, en silencio, ordenan toda la creatividad y toda la organización de la
empresa?
“Guarda el orden y el orden te guardará a ti”, sentenciaba San Agustín, un hombre que
además de sabio y santo fue un admirable líder de empresas espirituales, cuya eficiencia e
influjo continúa vigente hoy en la comunidad mundial. Era el orden del espíritu que se
impuso al orden de las cosas, instituciones, leyes, monumentos o ciudades. Y es que, en
realidad, el orden formal de las cosas nace de aquel orden fundamental que es el que
emana de las fuentes profundas del espíritu. El espíritu de una empresa se manifiesta en
su orden. Y este orden es el que la diferencia de su competencia en el mercado.
Pero el orden, necesario para toda empresa, se enfrenta a la condición libre de hombres y
mujeres que la forman. Es una paradoja el que unos y otras deban ceder de su principal
riqueza para el bien del conjunto. Y existen en ellas instancias cuya función primordial es
ser guardianes del orden. Una de ellas, en muchos casos la más importante, está
constituida por las secretarias. Son, principalmente mujeres que en la moderna empresa
han sido por alguna razón psicológica, los mejores guardianes del orden. Porque, si bien
es cierto, que el responsable final del orden será el gerente general o el ejecutivo de más
alto nivel, debemos reconocer caballerosamente que, sin el precioso auxilio de estas
mujeres, profesionales del orden, sería muy difícil cumplir con la misión objetiva de la
empresa.

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El nombre mismo de la secretaria, que dice relación al secreto, está ciertamente vinculado
a las claves del orden específico de todas y cada una de las tareas que componen la trama
del conjunto. Son ellas las que administran, por encargo de todos, el gran secreto del
orden.
En un mundo donde cuesta guardar los secretos, porque la globalidad de la comunicación
nos invade electrónicamente, pareciera aún más difícil hacer posible la tarea que exige
mantener la relación orden–secreto. Un motivo más para reconocer y estimular a quienes
contribuyen a mantener la originalidad, al mismo tiempo que la formalidad de la
conducta empresarial. Y para contribuir con ellas en el mantenimiento y defensa del
siempre necesario orden en vistas al éxito de la empresa.

Lealtad en los negocios


“Amigo Platón, pero más amiga la verdad” rezaba un axioma ético de la vieja Escuela.
De este modo se hacía ver la precedencia absoluta del orden objetivo por sobre el
subjetivo y del orden moral por sobre el pragmático.
Hay gente que piensa muy seriamente que la lealtad es una virtud tan poderosa que no
admite excepción. A un amigo no se le traiciona. A mi empresa jamás puedo
comprometerla. A mi país siempre deberé encontrarle la razón. La lealtad sería una virtud
ante todo y ante todos. Cuando se trata de defender a un amigo, a un pariente o a un
camarada o compañero, la lealtad significa protegerlo contra cualquier adversidad. Lo
primero es el comportamiento de defensa a quien se ha prometido incondicionalidad y de
quien se espera otro tanto.
En el hampa, esta es sin duda una regla de oro. El que traiciona, muere. El que colabora
sin escrúpulos es señalado como ejemplo a imitar. En esas circunstancias el principio
absoluto del que todo pende es el negocio rentable, ya sea este de dinero, de prestigio o
de poder. Todo lo demás es marginal. Por eso entre la mafia, la vida es un adjetivo frente
a la sustantividad de la tarea.
Lamentablemente este criterio suele también ser requerido en la vida de los negocios, así
como en el negocio político, entre colegas. La obtención del beneficio de dinero o de
poder se coloca tácitamente en el primer lugar de la escala, siendo los otros posibles
valores, simplemente subsidiarios del mismo.
¿Qué es la lealtad como virtud moral? Simplemente el afecto a la persona y a la causa
que se trata de identificar con ella. Si la causa es ineludiblemente buena, la lealtad será
con esta. Si la persona es irredargüiblemente buena, la lealtad será con ella. Si la bondad
coincide en ambas –persona y cosa– ahí tendremos que la lealtad se cumple en la
adhesión afectiva y efectiva a ambas.
Siendo así de claro en los principios, ¿por qué hay personas de rango social, político y
económico, que hacen siempre prevalecer un bien secundario por sobre el bien principal,
o incluso un bien claro sobre un mal también claro?
En el creciente problema de la corrupción –tanto en los negocios como en la política que
roza con negocios– se ha más que insinuado una invocación a la lealtad o lealtades de
empresa o de partido, que ciertamente contradicen la más elemental ética.

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En los últimos días, la Institución de Carabineros de Chile ha dado un testimonio de
lealtad ética, despidiendo a dos centenares y medio de personal de sus filas. En este caso,
las autoridades que tomaron la decisión mostraron claramente lo que es un ejemplo de
lealtad. En lugar de aferrarse a una posible connivencia con algunas personas de su
familia, trataron de ser fieles a la lealtad con la comunidad a la que deben servir. La
lealtad a la ciudadanía es sin duda superior y por tanto principio rector de esta conducta
que todos hemos aplaudido.
Empresarios, académicos y gobernantes debiéramos agradecer a estos hombres de orden
y armas por la lección entregada. Lealtad, sí, pero a quien corresponde y en el orden
adecuado. “Plato amicus, sed magis amica, veritas”.

Los secretos y las secretarias


En un mundo donde las comunicaciones abundan por todas partes y a través de múltiples
medios, los secretos se achican o tienden a desaparecer. Esto ocurre en los planos
políticos, académicos y ciertamente en los medios industriales y empresariales. Hoy día
son muchos los que saben mucho de casi todo, a pesar de que la producción masiva de
comunicaciones es incesante y novedosa. A la velocidad de producción informática,
responde la multiplicación de la capacidad receptiva de todos los agentes interesados en
los distintos procesos.
El espionaje industrial que seguirá siendo considerado como una conducta antiética, hoy
día es cada vez menos necesario por la posición abierta en que se encuentran los
intercambios científicos y tecnológicos del mundo. Quedó atrás el tiempo en que había
que viajar a París para descubrir la moda o a la India para traer especias. Hoy el mundo
tiene la moda y las fórmulas de las especias y las tecnologías de punta al instante por las
supercarreteras de redes electrónicas alimentadas por satélites y cables ópticos, que no
cierran ni duermen.
¿Quedan secretos aún que deben custodiar las secretarias o secretarios? Aparentemente
así es todavía, si por secreto se entienden las estrategias y los procedimientos internos de
gerencia en los ámbitos ejecutivos, de inversión, producción y comercialización, los que
una vez puestos en movimiento a través de la publicidad y el contacto con clientes dejan
de ser tales.
A pesar de que los secretos hayan disminuido cuantitativamente, sigue quedando en la
conciencia de todos un necesario margen a la privacidad, a la pertenencia y a la
peculiaridad de personas y productos que constituyen el núcleo que valora lo secreto.
Frente a esto la secretaria o el secretario son los sujetos que deberán mantener el espíritu
de guardián celoso y discreto.
En la ética profesional de la secretaria se sigue dando importancia a este rasgo virtuoso
que ha dado el nombre a la profesión misma. Una secretaria sigue siendo hoy como ayer
una guardadora de secretos, una puerta opaca que garantiza la identidad, el estilo o la
idiosincrasia del grupo de trabajo que representa.
Aun en la cultura de las múltiples comunicaciones, los seres humanos tanto en la vida
personal como en la asociación de trabajo, necesitamos y por lo mismo debemos exigir,
un espacio propio, intransferible, interior. Por mucho que el hombre actual viva a la

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intemperie de las miradas públicas, requiere y exige sus espacios personales, familiares o
del pequeño grupo de trabajo, a fin de evitar su desintegración o su disolución en la masa.
En un mundo de productos en serie, siguen y seguirán siendo valorizados los productos
artesanales, hechos a mano, donde el artista transfiere sus sentimientos propios e
irrepetibles. Es este el elemento que contribuye más a la dignificación del trabajo de
nuestras empresas, antes de caer en la tentación de la serie, de la cadena, de la fotocopia.
Si bien la guarda del secreto empresarial obliga a todos los integrantes de la familia
laboral, es la secretaria la persona que simboliza lo más humano, lo específicamente
propio de la comunidad de ejecutivos, técnicos y operarios.
El cultivo y la guarda de lo secreto oculta el imprescindible misterio que da sentido al que
hacer humano. Garantizar este espíritu y facilitar esta tarea es sin duda alguna, contribuir
certeramente a la ética de nuestra empresa.
Porque, a fin de cuentas, nuestra empresa es nuestra otra familia. Y como la natural,
también tiene la gracia de ser “diferente”. Y la diferencia está precisamente en lo secreto.

Ahorro como virtud


O también podríamos decir, el despilfarro como vicio. Porque la manera mejor de
estudiar las virtudes en la enseñanza de la ética es por el procedimiento de su contraste
con los vicios. Así entendemos mejor la humildad confrontándola con la soberbia o la
magnanimidad con la tacañería, la justicia con la injusticia y así sucesivamente.
El ahorro es virtud porque es considerado como un buen hábito que implica en el
ahorrante un sentido de previsión, de futuro, de esperanza en una felicidad que vendrá
más adelante. Es una virtud que se vincula a la esperanza– virtud teologal al mismo
tiempo que filosófica– y significa que el hombre tiene proyectos de futuro por los cuales
es capaz de esforzarse o aun sacrificarse hoy. Su contraria –y por tanto el vicio
correspondiente– es el despilfarro, el gasto descomedido, que significa vivir al día sin
preocuparse de lo que prudentemente debiéramos prever. Un padre de familia que,
teniendo la posibilidad de mantener reservas para él y los suyos, será considerado como
persona con falta de ética, si se despreocupa de anticiparse a lo que la alimentación, el
vestido y la salud de su gente puedan requerir en el futuro.
En el caso concreto de las empresas no es distinta la conducta ética que debemos esperar
de quien o quienes la dirigen o administran. El ahorro sistemático, proporcionado a la
ganancia, es un bien exigible por quienes forman la comunidad de trabajo. Porque no
siempre los negocios pasarán por momentos de prosperidad o facilidad. Pueden
anticiparse, con un poco de sentido común, aquellas dificultades que pueden producirse
por efectos distintos como la competencia, la obsolescencia de los productos, las pérdidas
por catástrofes u otras circunstancias ajenas a la buena voluntad de sus gestores.
Al igual que le exigimos a un padre la anticipación de los avatares de la familia, también
podemos esperar y exigir al líder empresarial que se anticipe a los tiempos de vacas
flacas que siempre pueden llegar, a pesar de las mejores intenciones, proyecciones y
pronósticos.

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La prudencia, que es la virtud fundante de la ética, irá proponiendo los montos y los
modos en que deben ser hechas las reservas o acumulaciones de capital para afrontar el
futuro. Gracias precisamente a quienes han sido capaces de ahorrar en muy distintas
instancias, disponemos en nuestro globalizado mundo, de capitales de inversión que
permiten rehacer economías, favorecer nuevas empresas o solventar problemas
producidos por baches económicos de carácter transitorio. El que ahorra siempre debe ser
premiado por aquellos que son beneficiados con el ahorro. Porque éste es el fruto de una
privación voluntaria de bienes que bien podría el prestante consumir o malgastar en
inútiles pasatiempos.
El hábito del ahorro es, sin duda, una gran virtud que debe ser considerada tanto por los
ejecutivos como por los trabajadores y que debería estar siempre presente cuando se
viven días de prosperidad y equilibrio. La tentación de repartirlo todo, de usufructuar en
plenitud lo ganado, puede proporcionar un agrado temporal, pero también puede
constituirse en una imprudencia para el futuro. Esta regla ética que adquiere dimensión
social en las empresas, aparentemente tan elemental, cuando es observada por los
conglomerados humanos, hace la diferencia entre países prósperos y países pobres.
Algunos creen que esta virtud es más fácil para los sajones o los asiáticos que para los
latinos. Que mientras aquellos viven con la mente puesta en el futuro, nosotros los latinos
vivimos demasiado intensamente el presente.
Como en todas las actividades humanas, la virtud está exactamente en el medio. Ahorrar
para el futuro no significa vivir hoy miserablemente, pero vivir hoy con despilfarro se
puede convertir mañana en un una miseria de vida. La gracia de las virtudes es que nos
anticipan con bastante claridad lo que seremos mañana, por cuenta de lo que dejamos de
hacer hoy.

La empresa de todos
Cuando hablamos de todos en cualquier tipo de actividad queremos decir que no hay ni
excepciones ni acepciones de personas. Ninguno es excluido y ninguno es preferido. Esta
afirmación de doble vertiente es lo que llamamos la “perfecta democracia” si se tratara de
la empresa política o la “perfecta organización” si se trata de cualquier otra institución, ya
sea de orden jerárquico o de estructura igualitaria.
No es extraño encontrar algunos empresarios que, al evaluar estrechamente la eficiencia
con que se han obtenido los resultados en productos o servicios, estimen que hay
personas que sobran y por tanto es preciso prescindir de ellas, cuando ya no son útiles o
convenientes para el resultado económico de la empresa. Así, por ejemplo, si un
trabajador se accidenta y debe marginarse por largo tiempo o una mujer queda
embarazada o un ejecutivo tiene un deterioro afectivo que le produce stress, deberían ser
a su juicio personas prescindibles en la actividad productiva. En este caso, la empresa no
es de todos y para todos, sino sólo de aquellos que son funcionales actualmente al
desarrollo del proyecto económico.
Cuando se entiende por empresa, única y exclusivamente, actividad y éxito económico,
por cierto que esa apreciación es correcta. Con gente enferma o dificultada
temporalmente para trabajar, los proyectos pueden verse en mora o resultar menos

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eficientes. Pero cuando se maneja el concepto de empresa como actividad asociada de
personas para obtener resultados de producción o servicio, la perspectiva cambia
sustancialmente.
La primera visión corresponde a la empresa–mecano, mientras la segunda puede
reconocerse como empresa–familia. Mientras los mecanos no fallan, las personas, –
lamentablemente– suelen fallar constantemente. Por esto es indudable que desde el punto
de vista de la teoría matemática, la primera es más “exacta” que la segunda, aunque
ciertamente la segunda es más humana que la primera.
El tema de “todos” o el de los “rentablemente útiles” debiera ser planteado con una
perspectiva ética y solo así podría ser comprendido en su plenitud. Habría que preguntar
fríamente al empresario acerca de su proyecto: ¿Qué es lo que le interesa más; tener una
empresa mecano o una empresa familia? Si opta por la primera, usted debe prescindir de
todos aquellos que dejen de alcanzar la medida que requieran los productos. ¡Ojalá
pudiera encontrar en el mercado laboral hombres autómatas, descargados de problemas,
hombres plenamente realizados, inteligentes, de buen humor, vigorosos físicamente y
equilibrados síquicamente. Si además de estas cualidades los encuentra sumisos,
humildes, laboriosos y mudos, el éxito económico es seguro. Lo único que debemos
lamentar es que ese tipo de “producto humano” o es muy escaso o inexistente. ¡Tantas
cualidades en un hombre o mujer serían una rareza!
La realidad de los seres humanos es más bien deficiente, inconclusa, dificultosa, precaria.
Y desde esta precariedad se constituye toda empresa de hombres y mujeres.
Una vez más en la cultura empresarial de Oriente encontramos respuestas más cercanas a
la sabiduría. La empresa es una familia donde nadie está de más. En cada empresa hay un
lugar para cada uno, en cada condición particular. La eficiencia humana no es un asunto
mecánico, sino vivencial, de armonía, es toda una construcción que, al igual que en la
familia, se hace con jóvenes y viejos, sanos y enfermos temporales, más y menos
inteligentes, más y menos hábiles. El verdadero éxito de la empresa está en que “todos”
se comprometen a su manera y capacidad con la tarea de “todos”. Esa es la empresa
humana, a la que toda institución debiera aspirar.

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5. Tendencias

La ética se va haciendo cada día. Los acontecimientos, que los medios nos van
presentando en la vitrina de los titulares de prensa o de radio y TV, permiten al
observador moral percibir algunas causas o consecuencias previsibles en la conducta
ciudadana. En general se trata de observar pequeños vicios o adivinar las pequeñas
virtudes que ellas esconden.
Los comentarios que abarca este capítulo están hechos al calor de acontecimientos de
algún relieve en la vida de empresas u organizaciones en los meses que precedieron al
tercer milenio. Para que no pierdan su valor casuístico, los dejamos con las circunstancias
de tiempo y lugar que las hacen más vivas, aun cuando ya se hayan ido. Lo más probable
es que vuelvan una y otra vez a hacerse presentes entre nuestros lectores. Por lo mismo
las conductas fijadas por el común de la gente como “tendencias”, sin atrevernos a
asegurar que se trate de conductas fijadas por el común de la gente

Relativismo
“Nada es verdad ni es mentira; todo es del color del cristal con que se mira”. Este es el
axioma universal del relativismo moral. Para los que así piensan, habría tantas verdades
cuanto cerebros y tantas bondades cuanto voluntades distintas. Es decir que ni la verdad
ni el bien serían valores absolutos. Una vez puesta en movimiento esta afirmación, solo
cabe esperar el caos moral. No hay otra salida. Si cada cual decide lo que es bueno o
verdadero, no hay verdad ni bondad que valgan. No es un simple problema filosófico el
del relativismo. Afecta, y muy fuertemente, al ámbito económico y comercial. Una
persona para la que los productos o los negocios le son indiferentes, fácilmente concluirá
en pensar y hacer otro tanto con las personas que los representan. El relativismo es una
conducta moral sumamente peligrosa, ya que indica que la persona no cuenta con ningún
tipo de solidez en creencias ni afectos.
En el ámbito político hay grupos que exhiben la bandera del relativismo con la mayor
soltura, equiparándolo con la omnímoda libertad de acción, como si en la realidad
pudieran existir mundos estables basados en la inestabilidad racional.

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En los negocios como en los países existe siempre la necesidad de contar con algo sólido,
con una base de pensamiento, de convicción, justamente aquella que constituye la
“consolidación” o base fundamental de determinada actividad.
Lo sólido se opone a lo relativo, como lo permanente a lo transitorio, como lo esencial a
lo accidental en todo orden de cosas. No hay por qué pensar que los negocios, las
inversiones, los compromisos mercantiles deban seguir una senda distinta a la que
exigimos para la permanencia de la amistad, de la familia o de la patria. Nada más ajeno
al relativismo que el patriotismo, el orden familiar o el amor de amistad. ¿Por qué,
entonces, tiene tanta aceptación en las masas, el concepto y el ejercicio del relativismo?
Las oleadas humanas parecieran moverse por empellones de líderes cambiantes en todo
orden de cosas. Se les imponen creencias con la misma fuerza con que se les cambian
hábitos conductuales o se les señalan destinos que contradicen sus propias convicciones
anteriores, cambiándolos con la misma facilidad con que se cambia de ropa o de barrio.
El relativismo moral que ha sido advertido por autoridades de distintas instancias éticas
debiera ser recogido no sólo en los niveles educacionales y, por cierto, en los políticos,
sino muy particularmente en los económicos, ya que son estos los que conforman la
trama cuantitativa principal de la conducta humana.
Buenos empresarios, produciendo buenos productos y servicios, basados en conductas
permanentes, en creencias sólidas y en modos estrictos de moral tanto pública como
privada deberán ser los baluartes de ese mundo más armónico y menos estresado al que
todos aspiramos.
El relativismo como principio no es otra cosa que el principio de la destrucción moral de
la sociedad. Cuando se enfrentan problemas de inmoralidad pública o privada y se recurre
al expediente de que “todos lo hacen”, estamos asistiendo al peor de los sistemas morales,
que no pueden prometer buen futuro. Si hoy todos dan coima para obtener beneficios,
mañana pueden terminar matando al competidor “porque todo el mundo lo hace”.
Tiempo al tiempo.

Privatizar para moralizar


No debe extrañar a nadie que en la empresa privada sea más fácil aplicar la ética que en
la pública, lo que no significa que en la empresa pública no se encuentren hombres y
mujeres igualmente urgidos por la conducta buena.
Todo teórico de la ética sabe muy bien que lo ético está siempre referido al sujeto y no al
objeto, por lo que sólo hablamos de hombres éticos y no de empresas morales o
inmorales.
¿Por qué, entonces, si la ética es asunto personal, hemos de aceptar que es más fácil la
conducta buena en una empresa privada que en una pública? Creo que hay una razón
principal. Con la propiedad y la plena libertad, el hombre es instintivamente más
responsable que ante lo ajeno o lo común y lo sometido a reglas.
Mientras el hombre que administra su propia empresa se siente afectado plenamente por
ella en las buenas y en las malas, el que administra un bien común se puede sentir
difícilmente afectado por males o bienes que no tienen rostro. Los bienes comunes, como

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son los públicos, son tan de todos como de nadie. La indefinición mata fácilmente todas
las pasiones y todos los anhelos. ¿Qué gerente de una empresa pública pierde el sueño
porque las metas propuestas no se hayan logrado, si sabe que no va a ser afectado en sus
intereses personales?
Y por otro lado, ¿qué posibilidades de viraje tiene un alto ejecutivo de empresas estatales,
si no puede aplicar con holgura su creatividad, si tiene reglamentos que lo obligan a
actuar contra su voluntad y su criterio?
¿Qué administrador público va a trasladar fondos de un ítem a otro, si por hacerlo le
puede caer encima el anatema contralor y por lo tanto el desprestigio oficial? Y si no
ejerce la libertad, ¿cómo puede seguir el dictamen de su conciencia que es lo que implica
en el fondo toda conducta ética?
Cuando en la empresa privada el gerente no es dueño, en realidad actúa como si lo fuera,
ya que en su eficiencia y coraje se encuentra depositada la confianza de quienes son los
dueños visibles y quienes han depositado su confianza en él, por lo que están dispuestos a
retribuirle si triunfa, o a despedirlo si fracasa. El estado de tensión del gerente es muy
parecido al del propietario directo, por lo que su instinto en la acción y la reacción es
similar. De igual manera funciona en el amplio rango de una libertad creadora, que es
precisamente la razón fundamental por la que ha sido elegido para conducir. Le pagan
para que aplique sus conocimientos y para que ejerza sus criterios que apuestan siempre a
lo mejor.
Distinta es la postura, por lo demás muy comprensible, del que ejerce el cargo por cuenta
de “la Sociedad o el Estado”, entes tan importantes como difusos y tan lejanos como
difícilmente dignos de ser tenidos en cuenta. En lugar de rostros humanos, el conductor
de la empresa pública se enfrenta a leyes y reglamentos, ministerios o parlamentos,
comisiones o partidos políticos. ¿Cómo encontrar un estímulo concreto a la
responsabilidad o un verdadero hueco a la libertad creadora?
Definitivamente, aunque las personas seamos iguales, tendemos a asumir formas de
comportamiento totalmente distintas cuando se trata de lo que es de uno o de unos pocos
y cuando se trata de lo de todos y por lo tanto de nadie. Es un problema de motivación
ante todo. Por eso no podemos hablar de moral pública o privada, sino de mejores
ocasiones para el ejercicio de la moralidad cuando se trata de lo privado en relación a lo
público. El hombre honesto, en abstracto, será igualmente honesto en la gestión propia o
en la ajena. Pero no cabe duda que es mucho más difícil no dejarse estar en el patrimonio
de todos que en el de uno mismo.

Civilización del envase


Cada día me convenzo más que uno de los grandes errores de nuestra cultura occidental
está en haber revertido las cosas. En lugar de ocuparnos siempre de los contenidos,
estamos privilegiando tal vez demasiado los continentes o más vulgarmente los llamados
envases.
Como que importara menos el producto que su envoltura. Cada día surgen nuevas bolsas,
cajas y otros tipos de envoltorios para las mismas cosas. Incluso creamos y vendemos
envoltorios sin cosas dentro. Cuando me pongo a “navegar” por Internet, empiezo a

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descubrir ofertas y más ofertas de espacios, páginas especiales, avisos de servicios
electrónicos más y más rápidos, mejor diseñados, con más aperturas a miles o millones de
destinos. Sigo entrando en la red mundial y me encuentro con mensajes que llegan de
distintas partes que me comunican que existen y que están ahí buscando comunicarse
para establecer una red de comunicaciones. Después de un largo periplo por las
vertiginosas y coloridas páginas, siento el más inmenso vacío, porque me veo envuelto en
envolturas sin contenido y sin sentido. Usted puede tener su propia página web, nosotros
se la diseñamos por la módica suma de unos pocos dólares, para que usted ocupe un
espacio en el ciberespacio. Sigo avanzando y no me encuentro nada más que
orientaciones hacia nuevas y nuevas formas que, ¡horror! no contienen absolutamente
nada, salvo alguna nueva oferta para que me sienta más comunicado con un mundo de
ciberespacistas que tampoco me dicen nada salvo sus siglas, apenas una reducción de su
nombre y una casilla donde podemos depositar cualquier cosa.
Tengo en mis manos un texto de E.D. Hirsch titulado “La venganza de la realidad” del
CEP, donde me encuentro con un cabo de la pista que busco o que venía sospechando. Se
me dice ahí que la educación centrada en el sujeto que propusieron hace tiempo los
educadores “progresistas” es el más solemne de los fracasos, justamente por lo mismo. Se
educa a continentes sin contenido. Se analiza a personas que no saben nada, ni quieren
saber nada, salvo que existen en el ciberespacio. ¿Qué está pasando?
Cuando veo a los asiáticos estudiando nuestros países, aprendiendo nuestras lenguas,
conociendo nuestras costumbres y tradiciones, penetrando nuestros mercados, lo están
haciendo acentuando la calidad y el servicio. El diseño de los envases nos lo dejan a
nosotros. A ellos les interesa la sustancia, el contenido, la tecnología. Pareciera que ellos,
en su cultura siguen valorando las cosas por lo que son y no por lo que parecen. A
nosotros nos respetan y nos dejan con nuestros envases. Es cierto que también nos
envuelven las cosas, pero parecieran favorecer preferentemente lo de adentro.
Algunos hablan de que estamos en un mundo en cambio, en transición. También es este
el término apreciado por los “progresistas”. Lo importante es el cambio. El hacia donde,
el hacia qué y el para qué no tienen tanta importancia.
Uno llega a pensar que nos estamos volviendo locos en la educación y en el comercio, en
las comunicaciones y hasta en los rituales sociales. Hemos llegado a la fastuosidad de
envoltorios que aparentemente no contienen nada o tal vez muy poco. ¿No será esa una
de las razones por las que el mundo se está encontrando con el aburrimiento del llamado
consumismo? ¿Cuántas cosas que no necesitamos? ¡Cuánta envoltura que, además de
contaminar el ambiente, no sirve sino para hacernos sentir verdaderamente vacíos!

Malos ricos
En un desayuno de empresarios con la conversación fijada en la “ética” recojo la
siguiente opinión de uno de los contertulios. “Cuando Chile era más pobre, éramos
menos corruptos; hoy, que somos más ricos, somos tan corruptos como puedan serlo en
otras partes. El problema está en que la riqueza ha aumentado, pero no así los valores
morales que son parte esencial de la cultura”. Si no es exacta la frase del gerente general
que la comunicó a la mesa, su esencia era la que manifiesto. Y por cierto que comparto su

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contenido, así como compartí en el momento la forma elegante y simpática en que la dijo.
Queda pendiente revelar su nombre, si el afectado lo requiere, aunque sospecho que los
empresarios son más discretos que los intelectuales y no tienen tanto interés en ser
citados como autores de frases para un frontispicio. En todo caso como sé que es lector
asiduo de esta columna, dejo pendiente la posibilidad de citarlo como autor de la misma,
si él así lo requiere.
Quiero partir de aquí para continuar el desarrollo de un razonamiento impecable. No me
cabe la menor duda que desde la pobreza es más fácil descubrir la humildad, virtud
indispensable para optar a la honestidad. No conozco un soberbio que sea honesto. Sólo
el hecho de considerarse a sí mismo siempre superior a los demás, sin tener en cuenta si
eso es real, ya es una actitud deshonesta y por tanto inmoral.
Pero viniendo nuevamente a la consideración del comportamiento generalizado en un
país con rápido crecimiento económico, como el nuestro, debemos esperar con cierto
margen de error, que al abundar la plata, sobreabunden los que quieran apropiársela. Es
absolutamente humano y corresponde al apetito semiinconsciente que todos los mortales
llevamos desde la cuna y que nos acompaña hasta el sepulcro. El problema, por cierto, no
está en el dinero, sino en el apetito desordenado por poseerlo –diría un buen moralista de
antaño.
El único dique personal que puede detener esta tendencia connatural es la buena
educación, basada en valores morales como la recta conciencia, el sentido de justicia y
también la temperancia que nos ayuda a controlar nuestros éxitos.
Pero este equipaje moral no es de fácil adquisición. No se compra ni se vende en el
mercado libre. Sólo se adquiere mediante la paciencia y el tesón, mediante la repetición
de actos buenos, que al cabo de mucho tiempo terminan por convertirse en hábitos
virtuosos y estos en el carácter de cada persona y en definitiva, de todo un pueblo.
Sin suficiente educación en valores morales permanentes es muy difícil no sucumbir a la
tentación de beneficiarse injustamente a la hora del reparto de utilidades de cualquier
naturaleza en cualquier sociedad. Si avanzáramos en los valores al mismo ritmo que en
los buenos resultados económicos, indudablemente que mantendríamos la misma
condición moral de nuestra base anterior. Pero si los bienes materiales sobrevienen con
mayor rapidez que nuestros bienes culturales, el desajuste se advertirá muy fácilmente en
términos éticos. Finalmente habría que advertir que si la cultura de valores se intensifica,
ahí es naturalmente esperable la honestidad generalizada en los negocios tanto públicos
como privados.
En buenas cuentas la cultura genera honorabilidad con o sin riqueza. Si hasta hace
relativamente poco éramos país subdesarrollado y honesto, para que alcancemos la
honestidad con riqueza, es preciso invertir fuertemente en valores morales.

Fronteras
De vez en cuando, el excesivo localismo que anida en la mayoría de los seres humanos de
cualquier nación emerge y complica la convivencia. Este fenómeno suele hacerse más
sensible a quienes viven con la frontera a cuestas, sea por razones geográficas o por
razones simplemente anímicas.

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En el último tiempo, a propósito de inversiones de extranjeros en nuestro país, sobre todo
de aquellas que lindan con alguna frontera, nos ha puesto en estado de visible
nerviosismo. Y nos hemos hecho la indefectible pregunta: ¿Hasta dónde vamos a ceder
propiedad de nuestra tierra a hombres que vienen de afuera, que no tienen nuestras
costumbres y que parecieran desear avaramente nuestro territorio? Y no me refiero sólo a
aquellos que han adquirido enormes territorios semidespoblados, sino también a aquellos
que desde los países vecinos podrían hacerse propietarios de zonas sensibles y con
perspectivas de posible conflicto futuro.
¿Donde está la frontera para cada ser humano, al que al nacer, le aseguramos que es libre
para pensar, hablar, reunirse, trasladarse, constituir familia, elegir religión y habitar?
Porque todo este listado de derechos está plenamente arraigado en nuestra conciencia
democrática, pluralista, tolerante y progresista, pero al llegar a esta situación territorial,
pareciera desvanecerse.
Mientras en el orden familiar y económico hemos llegado a establecer un sistema de
pensamiento y acción acorde con el principio de la más amplia libertad, en el orden social
y político, aún nos vemos expuestos a increíbles restricciones. El mundo cada vez más
comunicado y físicamente sin fronteras, sigue exhibiendo rígidas normas que acotan,
defienden o prohiben el ejercicio de los derechos a determinado tipo de personas. Las
fronteras no sólo se mantienen, sino que en algunos casos puntuales, se agigantan.
Estoy pensando en las fuertes restricciones que se están haciendo en los países
desarrollados al ingreso y establecimiento de personas, procedentes de lugares de menor
desarrollo económico o cultural. Las fronteras físicas, en apariencia invisibles, están
respaldadas por verdaderas murallas afectivas, culturales y sociales, que impiden el
asentamiento de quienes en ejercicio de su libertad, quieren desplazarse.
Algo nuevo está ocurriendo en esta humanidad que crece a la misma velocidad que la
ciencia y la tecnología, pero que se autolimita frente a los anhelos de libertad, dignidad y
fantasía de millones y millones de seres humanos en busca de una tierra prometida.
Si bien es cierto que hay razones que exigen de legisladores y gobernantes una buena
dosis de prudencia, también es cierto que en la mente de las autoridades debiera cundir el
esfuerzo por ir borrando la mentalidad de frontera y sustituirla por la de “aldea global”,
“tripulación del mismo navío” u otras denominaciones más acordes con la realidad del
mundo en que vivimos. ¿Donde están las fronteras del tercer milenio? Podría ser una de
las tareas igualmente válida para académicos, hombres de empresa y gobernantes en las
vísperas del tercer milenio.
La “nueva frontera” ¿no será más bien un mundo sin ellas?

Cuidado con la lengua


No me refiero al órgano del hablar, sino al hecho cultural del lenguaje que hace posible
que nos entendamos con los demás y que es tan necesario en el mundo de los negocios. Si
decimos que hay que tener cuidado con la expresión hablada, es porque en ella y por ella
damos cuenta de nuestra propia cultura. Y el dominio de la cultura es, por cierto, el que
construye al hombre en el tiempo y el espacio.

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Ciertamente que los negocios requieren del entendimiento mutuo y éste solamente se
opera por medio de lenguajes comunes, tanto de palabras como de gestos. En la
actualidad, el lenguaje común de los negocios internacionales ha sido el de los ingleses y
sus herederos los americanos del norte, debido a su penetración en los mercados del
mundo y en su consiguiente liderazgo en los temas políticos y en gran parte culturales de
la humanidad. Ante esta realidad no valen llantos ni romanticismos desde otras culturas
como pudieran ser las de hispanos, franceses, alemanes, japoneses, chinos o árabes. Hoy
por hoy, en el mundo de los intercambios de productos y servicios, el inglés impera. Y
desde todo imperio sólo cabe esperar el sometimiento y el tributo de los imperados.
Reconocida esta realidad caben distintas posturas por parte de los otros actores, que nos
vemos obligados a inclinar la cerviz intelectual, haciendo el esfuerzo de entender y
pronunciar adecuadamente lo que pensamos y sentimos, en un molde cultural que no es el
nuestro. Desventaja para nosotros, ventaja para ellos.
Salvo muy contadas excepciones, ha sido común entre nuestros pueblos hispanoparlantes
la tendencia hacia la servidumbre; tanto en lo económico como en lo político y cultural.
Aunque nos duela reconocerlo, no nos hemos distinguido por defender en el mundo
nuestros valores materiales o espirituales. Una extraña tendencia a la valoración de lo
ajeno, nos ha llevado a desarrollar un espíritu de autocrítica y como consecuencia de
cierta dependencia. Las cadenas de noticias de origen sajón nos imponen las agendas, las
superproducciones fílmicas nos traspasan los valores antropológicos y la ciencia y
tecnología que ellos desarrollan con más eficiencia nos imponen los usos y las
costumbres. El lenguaje no es otra cosa que el vehículo adecuado por el que discurren
todos los productos que configuran la cultura. En el tema del uso del idioma inglés no ha
habido una excepción. Al contrario, es aquí donde hemos podido observar la más fuerte
de las dependencias. Son nuestros intelectuales, nuestros empresarios y políticos los que
más han insistido en la necesidad de desmontar el idioma patrio en aras del extranjero.
Nuestro nacionalismo se encuentra a niveles muy bajos. Hablamos, cantamos,
negociamos en inglés. ¡Somos cultos de la cultura ajena! Lo que puede hacernos
desatender la cultura propia.
Sin embargo, no dejamos de reconocer al mismo tiempo, la importancia del lenguaje
propio, que no es otra cosa que la expresión de nuestros contenidos ideológicos, de
nuestros sentimientos afectivos y de nuestras convicciones morales y religiosas. Con el
idioma, el hombre se vuelca en su ser propio y distinto. Con el idioma ajeno, nos
vestimos de la cultura que representa.
Está bien que conozcamos el idioma universal de hoy, pero sería muy peligroso que
perdiéramos nuestra identidad cultural en aras de buenos negocios o de buenos servicios.
El hombre es algo más que negocio y servicio.
Una vez más deberíamos volver los ojos y los oídos hacia la renaciente Asia, donde la
valoración del lenguaje propio se hace cada día más y más consciente. Aunque también
han aprendido el idioma universal, son más fuertes que nosotros para exigir un poco de
comprensión para el propio. Al menos es lo que se viene advirtiendo entre sus líderes en
el último tiempo. La cultura no se inmola al dios de los negocios.

59
Vitrinas
El comercio sin vitrina es hoy día inconcebible. Todos los bienes y servicios que se le
ofrecen al cliente deben ser bien presentados en sus variadas formas en un espacio
también variable que llamamos vitrina. Aunque la palabra implica un vidrio protector y
transparente, hoy se han creado otras vitrinas de papel o celuloide, de realidad consistente
o virtual, pero que en definitiva llevan a penetrar en nuestras retinas. Más aún, existen
vitrinas móviles que nos persiguen por la calle, en los caminos y que penetran en nuestros
hogares principalmente a través de la pantalla pequeña.
Mientras las antiguas vitrinas eran inocuas a nuestra decisión, ya que requerían de un acto
formal de voluntad para aproximarse a ellas, hoy día la mayor parte de las vitrinas
comerciales nos acosan incansablemente a través de múltiples medios, sin dejarnos
tiempo a seleccionar o a decidir la orientación de nuestra mirada. Una vez más, los
pobres seres humanos estamos cuasi indefensos ante la persecución de ofertas y gangas.
¿Quién es capaz de resistir a tanta tentación de consumo?
Una vez más el planteamiento ético surge ante tan tremendo acoso. Por una parte la
convivencia humana exige la comunicación para que se produzca el intercambio. Por otra
parte, la necesidad de privacidad y silencio son indispensables para que ese mismo ser
humano se equilibre en su interior. ¿Cómo armonizar una y otra necesidad? Una vez más
deberemos volver sobre uno de los principios sustentadores de la ética: la libertad del
acto de voluntad dirigido por el entendimiento.
La vitrina es en sí un acto de bondad por parte de quien produce y ofrece. Quien decide
sobre la aceptación o rechazo del producto o servicio es el ser libre que la contempla. Si
la inteligencia de quien observa es equilibrada al plantear una posibilidad de aceptación o
rechazo, estará en la voluntad informada el acto bueno o malo correspondiente. En la
creación humana no hay otra cosa que bondad proyectada. El que un objeto cualquiera
pueda originar actos de avaricia, de soberbia o de lujuria depende única y exclusivamente
del cliente que se determina a adquirirlos cuando tal vez no lo necesita o cuando
probablemente puedan acarrearle algún mal.
El mundo de los negocios está lleno de ocasiones que ponen en juego a la inteligencia y
la voluntad. El mundo de la ética no se mueve entre los objetos inanimados que se nos
ofrecen a los sentidos, sino en el interior de nuestro espíritu que los desea o aprisiona con
irracionalidad o con propósitos deliberadamente perversos. Una vez más, la naturaleza de
las cosas es siempre buena, mientras la orientación libre de nuestra naturaleza pensante y
actuante, puede dejar de serlo.
Las vitrinas no “son” la ética. A lo más una objetiva insinuación a apartarnos de ella en
determinadas circunstancias. Aun así, el hombre moderno, tan acosado por las imágenes
y los reclamos audiovisuales, sigue teniendo la condición de racionalidad y goza de la
misma libertad que tuvieron sus antepasados. La vitrina es naturaleza convertida en
cultura, en cierto sentido es un don del Creador a través de criaturas creadoras de nuevos
bienes y servicios que pueden tomarse o dejarse. La recta conciencia de cada cual
decidirá tomar lo que necesita y dejar de lado lo que no necesita o lo que podría hacerle
algún daño.

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Transplante o injerto
Una de las decisiones de carácter ético que un buen empresario “globalizado” debe tomar
con cierta frecuencia es si opera su empresa con el fácil sistema de los trasplantes o el de
los injertos. Dicho en otra forma, si importa los productos elaborados o si le pone
creatividad de la casa. Mientras el sistema de trasplante es rápido y seguro, el de injerto
es lento, un poco menos seguro, aunque a la larga beneficioso para el país y también para
la propia empresa, entendiendo en ella a sus trabajadores, sobre todo a los más jóvenes.
En ambos casos, el empresario puede tener la conciencia tranquila. Con trasplante o con
injerto, él está sirviendo bien a la clientela. Solamente que en la segunda instancia, –la del
injerto– sirve además al país del futuro en la formación de sus hombres en vistas a la
calidad y a la competencia. El problema moral que se le plantea es complejo y por lo
mismo de complicada solución. Se trata de optar entre el corto y el largo plazo. Entre el
bien de hoy y el mayor bien de mañana.
Dada la mentalidad más bien cortoplacista, que en general es más común entre nosotros,
las ideas de injertar son más escasas que las de trasplantar. El menor esfuerzo y al mismo
tiempo la mayor seguridad de éxito económico está en el trasplante de lo que ya otros han
realizado antes. Sin embargo, la visión de futuro, que es precisamente lo que califica en el
orden ético, nos indica que hay que optar por lo más perfecto, siempre que nos sea
humanamente posible.
Nuestro país se encuentra hoy día frente a este tipo de desafíos. Se nos impone
moralmente la tarea de ir entrando en el mundo global de los productos y servicios sobre
bases cada vez más sólidas para el bien de nuestras generaciones futuras. También en el
ámbito de la empresa debemos admitir que hay medidas “politiqueras” o de “alta
política”. Mientras las primeras se identifican más bien con los trasplantes, las segundas
estarían en la línea de injertos que deberían dar buenos resultados a futuro.
Quien aspira en la vida siempre a lo mejor, apuesta más al futuro que al presente. En
sentido figurado deberá estar más inclinado a las labores de estilista creativo, que a la de
imitador repetitivo.
Este raciocinio tan simple puede, sin embargo, pecar por el lado del servicio a las
personas que trabajan, que ciertamente deben ser consideradas por todo buen empresario,
de modo que no basta sólo con la consideración del producto, sino que es preciso tener en
cuenta la vida de los productores. Y de los productores próximos o prójimos, que son
precisamente los hombres y mujeres de su entorno, de su empresa, de su pueblo.
Conviene advertir que el problema no se plantea bajo la perspectiva superada de la
sustitución de importaciones, que fuera el mito de los sesenta, el que resultó
históricamente en fracaso tanto económico como social. Se presenta más bien en la
positiva tarea de hacer crecer a la comunidad trabajadora, al mismo ritmo que suben las
calidades de los productos que nos llegan de todas partes. Todo lo bueno que viene de
fuera puede ser más rentable para los de adentro, si además de usar tales productos, los
acogemos como un estímulo a nuestra propia creatividad y perfeccionamiento. La
pregunta no es ¿por qué no hacerlo igual? sino más bien, ¿por qué no hacerlo mejor aun?
El mundo del intercambio futuro entre los pueblos deberá ir acompañado de esta
dimensión creadora, estimuladora, motivadora y de verdadera competencia más parecida

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al deporte que a la guerra. Hacer las cosas mejor, superando el espíritu de trasplante y
entrando en el riesgo del injerto, será sin duda una tarea de dimensión moral importante.

Amargura
Mala consejera es la amargura, esa especie de ulcera del alma que produce constante
molestia y desazón en quien la lleva encima y que con gran facilidad deteriora el
ambiente que rodea al que la padece. Es uno de esos vicios que más se hacen notar, que
menos se puede disimular y que por lo mismo producen doblemente desazón y angustia.
La gente que se deja llevar por esta enfermedad del alma difícilmente podrá realizar con
éxito una empresa, por pequeña que sea. Más vale salir de ella antes de tomar ninguna
decisión. Estando en una situación de desencanto, pocas cosas se pueden hacer con
perspectivas de grandeza y de éxito.
Toda empresa o emprendimiento humano requieren de un estado de ánimo compatible
con el objetivo de producir o servir. ¿Cómo va a salir bien una conversación amable, si el
espíritu se encuentra bajo el influjo de la angustia, el miedo o la rabia contenida?
Ninguna de estas actitudes deficitarias pueden garantizar buen desempeño en nada.
“Permanecer libre de amargura aun cuando a uno no se le reconozca, es la nobleza”,
sentenciaba Confucio en relación a la conducta deseable de príncipes, nobles y hombres
de mando. Si aspiramos a conducir noblemente, tenemos que ser capaces de controlar
cualquier emanación de amargor. Porque la experiencia indica que la amargura actúa de
todos modos sobre la conducta de la persona, aunque ésta haga esfuerzos por disimularla.
Para lograr una conducta noble, sólo vale el camino del desarraigo de los malos
sentimientos.
En nuestro mundo contemporáneo, sobre todo en las grandes aglomeraciones humanas, el
mal de la amargura es un virus que podemos adquirir fácilmente. Y los que tienen las
defensas bajas, suelen contagiarse con bastante facilidad. Puede darse la amargura por
muchas causas diferentes, unas radicadas en la misma persona y otras favorecidas desde
el exterior, en ambientes muy sobrecargados de pasión. La muestra más fehaciente de
este trauma colectivo lo encontramos en los espectáculos deportivos masivos, donde la
muchedumbre contrariada por el infortunio o el mal desempeño en el juego, por la
sentencia equivocada o simplemente adversa del árbitro, se traduce en amargura colectiva
que desencadena gritos, actos vandálicos y violencia irracional.
Cuando la amargura es muy profunda en la persona aislada, contrariada, descontenta
consigo misma, puede conducir al deseo de autodestrucción tan irracional como el alarido
de las turbas descontroladas. Una vez más hay que advertir que una postura de esta
naturaleza es lo más contrario al estado de ánimo que la dirección de cualquier empresa
requiere.
Lo que para Confucio es manifestación de falta de nobleza, nosotros podemos traducirlo
como falta de calidad para ejercer cualquier tipo de mando, válido en los ámbitos de lo
económico e igualmente aplicables a lo político.

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Progresistas
Hay palabras que hacen época, más por su reiteración que por su sustancia. Las palabras
que duran en el tiempo se convierten en cultura, mientras las que son llevadas por el
viento, no alcanzan a herir sino la epidermis de la inteligencia. Hay palabras que surgen y
se van con la misma liviandad con la que pasan las nubes, retornando siempre a las
claridades del día o a la oscuridad de la noche que son las constantes.
Las que duran, normalmente permanecen porque tienen contenido universal, como la fe,
la esperanza o el amor. Al tiempo que universales son conocidas como virtudes
teologales, es decir que tienen su anclaje eterno en Dios. La duración de éstas, al decir de
San Pablo, es que las dos primeras se acabarán con el tiempo del hombre, mientras la
última, el amor, durará para siempre. Porque en buenas cuentas el mundo no es otra cosa
que la obra del amor y el amor en definitiva es Dios.
Pero hoy quiero referirme a una palabra que reverdece en el último tiempo con una
connotación de paradigma semidivino. Me refiero a “progresismo” que es el ismo
correspondiente a la voz progreso, que en semántica pura significa escalada, subida de
gradiente, es decir ascenso en cualquier línea. Para que la palabra pueda ser entendida en
su significación más metafísica que física, hay que partir de algún tipo de quietud.
Quienes la utilizan, suelen proyectarse como personas o instituciones que ascienden, que
suben de nivel, que se destacan sobre la masa informe, sobre la muchedumbre
somnolienta y adocenada. Y así se aplica el adjetivo de progresista al innovador
científico, al creador de novedades tecnológicas, al descubridor de fórmulas de expresión
dramática o artística. Por acomodación simplemente nominal, algunos políticos también
la utilizan para expresar su despegue de la quietud gubernativa y legislativa, así como
algunos empresarios se la adjudican para expresar ciertos arranques de innovación que
conducen, en el primer caso al éxito en las urnas y en el segundo en las arcas.
¿Es en realidad el progresismo una de esas verdades con categoría de permanencia o más
bien se trata de una ventolera verbal que así como llega, también se va y desaparece en el
tiempo?
Si uno analiza lo que empíricamente entienden algunos de los políticos y algunos de los
empresarios en relación al progresismo, más bien se trata de ciertos síntomas de cambio
estratégico frente a la humanidad que se resiste a mudar bruscamente cada día al ritmo de
ciertas “geniales” percepciones. Tomando en cuenta que entre los fundamentos del
progresismo político se encuentra involucrado el relativismo moral, el igualitarismo
rasante de los ciudadanos y la “superación” de ciertos valores “tradicionales” como la
religión, la familia, la patria, el perdón, la humildad, la jerarquía y otras “menudencias”
de este mismo calibre, uno se encuentra tentado a pensar que en el uso de esta palabra
hay gato encerrado. Más bien pareciera expresar lo contrario de lo que significa en su
origen.
¿Cómo va ser progreso humano el regreso en la escala de lo económico, de lo social, de
lo moral o de lo religioso? Hay que ser muy desfachatado para sostener que el fomento
del aborto, el fomento de la quiebra familiar, de la homosexualidad o de la omnímoda
libertad sin contrapesos pueda significar algún ascenso o progreso para el ser humano. O
también exagerando la nota por el costado ecológico, dar más valor de permanencia a los

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árboles y a los animales por sobre el hombre, pareciera más bien descenso que ascenso.
El progreso en este caso sería para los cuadrúpedos y para las plantas –que, dicho de paso
está muy bien que las tratemos con elegancia y dignidad.
A la hora de la verdad sólo entenderemos como progresista a una política –que, no es otra
cosa que la gran empresa de todos– que fomente una vida mejor en todas las
dimensiones. Mantenerse sólo en lo físico o en lo afectivo es tan soberanamente ridículo
como proyectar al hombre hacia un mundo de ideas y contemplaciones que no tienen
asidero, si no están al mismo tiempo encarnadas. Y una vez más por la vía de la razón
ética nos encontramos con la dimensión religiosa que avala más fuertemente al hombre,
que es la de su condición humano–divina, temporal–eterna, inmanente–trascendente.
Un progresismo que sólo dimensiona uno de los polos no puede ser sino retrógrado, así lo
practiquen los políticos, los empresarios o los maestros.

Ecología espiritual
Si los ecólogos, en general, profetas y mártires de la naturaleza sensible, llevaran su
argumento validante al amplio mundo de la naturaleza espiritual del hombre, deberían
convertirse en misioneros de la causa ética en su total dimensión.
Me refiero a una parte de la ecología que podríamos llamar provisionalmente espiritual,
es decir a aquella parte de la nueva ciencia que se refiere al cuidado del medio ambiente
moral que todo hombre necesita para no quedarse al nivel de la bioquímica.
Ciertamente que además de contaminación atmosférica y acuática, acústica y visual, los
habitantes de las ciudades, sobre todo, nos vemos afectados por esas otras
contaminaciones que llegan por los cables y que al convertirse en mensajes liminares o
subliminares, provocan en nuestro espíritu efectos muy similares, pero más graves, que
los provocados por las partículas o las bocinas.
En nombre de la libertad, hay algunas voces que reclaman el derecho a esta última
contaminación, que nos viene servida en fascinantes tecnologías y que nos enseñan a
delinquir, a desviar las conductas racionales y a revestirnos de costumbres y modos de
actuar que en lugar de elevarnos, nos sumergen cada vez más en la vulgaridad o en la
morbosidad.
¿No sería bueno buscar aliados entre todos los partidarios de la ecología total, que abarca
el cuerpo y el espíritu, la tierra y el cielo? ¿Entre aquellos que han puesto su esperanza en
un mundo nuevamente verde, natural, primigenio, y todos aquellos que quisieran también
aspirar a un mundo de mejores pensamientos, palabras y conductas?
Tal vez esté por desarrollarse la ciencia madre de toda ecología, que no fraccione al
hombre en salvaje y espiritual. Si nos preocupa hacer de él un buen salvaje, que no
destruya su entorno físico, quizá pudiéramos insinuar humildemente la acogida a esta
parte de la ecología –realmente profunda– que responda a nuestras perspectivas
trascendentes, morales, religiosas, estéticas. ¿Donde está la preocupación por mantener
una atmósfera del espíritu que mejore los pulmones más sensibles del hombre, los que
residen en su afectividad, en su capacidad de amar, de contemplar y de admirar lo
sobrenatural?

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Cuando en los niveles más lúcidos de la sociedad se insinúan debates sobre el entorno del
hombre y se hace esa vivisección de materia y espíritu, uno llega a pensar si no estaremos
retrocediendo en la historia, si no nos estaremos mimetizando tanto con el paisaje, si no
nos iremos a convertir antes de tiempo en “polvo, ceniza y nada”.
Al menos para quienes tenemos la idea de un hombre espiritual, peregrino de la bondad,
hijo de Dios y señor del universo material, nos parece importante pedir una reflexión más
amplia y comprensiva del problema ecológico. No basta con limpiar la atmósfera y las
aguas; también es preciso que las ondas sonoras y visuales en las que estamos
sumergidos, se purifiquen, aunque esto implique ejercer medidas de urgencia,
restricciones de señales, dolorosas para algunas mentes, pero muy sanas para la inmensa
mayoría de los habitantes normales del planeta.
A todas las empresas del hombre debiera igualmente afectar esta doble preocupación y
propósito, que podría formularse así: “No contaminarás el medio ambiente del hombre en
ninguna de sus dimensiones, la de su cuerpo y la de su espíritu”.

Educación como empresa


Si el concepto empresa es equivalente a creación, dinamismo, producción y retribución
como consecuencia de las tres primeras acciones, no hay duda que la educación es
probablemente una de las mejores empresas que pueda realizar el ser humano. Puesto este
argumento en la colectividad debemos admitir que la educación de la comunidad se
encontraría entre las mejores empresas posibles.
El hombre bien educado desarrolla la creatividad al hacerse responsable de sus propias
acciones y decisiones, se convierte en dinámico, al adquirir múltiples herramientas para
desenvolverse en la vida y naturalmente es una persona potencialmente productiva, ya
que con su educación no hará otra cosa que aplicar creatividad y dinamismo a distintas
instancias de conducta innovadora. Y como consecuencia de toda esta capacidad,
actividad y resultados, la persona se verá naturalmente retribuida por aquellos a quienes
sirve con tanta calidad y eficiencia.
Si bien todo lo anterior es impecable desde el punto de vista teórico y fácilmente
demostrable, sigue siendo un misterio de difícil comprensión el por qué tanto los
educadores como las instituciones educacionales no revelan en la práctica que sean las
empresas que generan al menos buenas retribuciones, si es que no las mejores del
mercado. La lógica diría que a mejor producto mejor precio o a mayor demanda, más alta
cotización en el mercado.
Si le preguntan a cualquier persona común y corriente que defina sus intereses
fundamentales y por tanto señale sus necesidades por las que estará dispuesto a pagar
más, éstas deberían ser –después de la comida y el vestido–, la educación que le permita
trabajar con buenos resultados, tanto para sí como para los suyos. Habría que ser un
monstruo de padre para no querer la mejor educación para sus hijos ¿Por qué, entonces,
en un país como el nuestro, que exhibe cada día un más alto nivel de desarrollo
económico, la educación sigue siendo un verdadero “nicho” postergado, preterido y
desechado por los futuros empresarios? ¿Cuántos de nuestros hijos optan por la carrera
docente, previendo como es lógico, que la demanda por educación será creciente en el

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inmediato futuro? ¿Será tal vez porque vivimos en una sociedad dislocada en materia de
valoraciones o existirá alguna razón perversa por la que a lo que es mejor damos peor
retribución en virtud de una contradicción irracional?
En los países de mayor desarrollo, los maestros en todos los rangos de la escala
educacional son considerados en un destacado lugar de la escala social y por lo mismo
reciben por este encargo una retribución acorde con dicho prestigio. Ser profesor en
Alemania o Japón, en Corea o Estados Unidos es, por cierto, un signo de dignidad y
existe para los que ejercen su vocación docente un adecuado reconocimiento también
material. ¿Será porque en esos países han estimado que la educación es una gran
empresa, mientras en el nuestro seguimos pensando que es una institución limosnera que
debe ser sostenida por el Estado o por instituciones de piedad o misericordia?
Naturalmente que mientras advertimos que la empresa educacional secundaria de nuestro
país no alcanza sino al 7% en manos de corporaciones privadas y que la inmensa mayoría
es detentada directa o indirectamente por el Estado, es sencillamente porque hasta hoy, el
concepto de empresa no es adjudicado por la población a la gran tarea educativa. Ni los
padres de familia, ni los profesores ni el Estado docente parecieran haberse percatado aún
que es por ahí por donde nos falla la educación. Seguimos con visiones de beneficencia
en algo que es, definitivamente, una de las mejores y más brillantes empresas del presente
y del futuro; la educación de nuestros hijos.
Solamente en la cúspide de la educación –la universitaria– se ha iniciado el proceso de
cambio serio en nuestro país. Aunque aún abundan los detractores del modelo
universitario privado como empresa y todavía algunos se manifiestan proclives para
volver atrás, pareciera que el nuevo estilo se abre paso muy lejos ya de la beneficencia
estatal. ¡Ojalá que, al menos en este sector, los vientos estén cambiando en la dirección
correcta!
El tiempo y la cordura nos harán percatarnos de algo tan lógico y natural como que las
mejores empresas debieran estar en la educación o si lo queremos expresar de otra
manera, digamos que la educación es la mejor empresa que puede soñarse un país. Y esto
sea dicho con todas sus consecuencias.

Imitaciones
Para un empresario escrupuloso la imitación de productos y servicios hace pensar en el
plagio, la copia indebida, la falta de originalidad e incluso en el robo de la creatividad
ajena.
Para el empresario relajado, copiar, imitar, reproducir y, por tanto ahorrarse un poco de
esfuerzo, es más bien un buen modo de hacer las cosas más fáciles y la competencia más
liviana.
¿Copiar o no copiar? He ahí una de las cuestiones morales que se le presentan a los
ejecutivos de empresa a la hora de enfrentar la cada vez más feroz competencia en el
mercado.
Antes de emitir un juicio de validez universal en esta materia de cotidiana incidencia,
conviene distinguir y precisar. Antes que nada establecer una línea divisoria clara entre lo

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que es originalidad y lo que es imitación, para, enseguida precisar lo que es debido al
esfuerzo personal y lo que es simplemente usufructo del trabajo ajeno en beneficio
propio.
En términos formales, la originalidad a secas es prácticamente imposible. Desde el
inventor de la rueda para adelante, los hombres nos enrolamos en el proceso creador,
asumiendo toda la historia científica y técnica que nos precede. En este sentido, nadie es
tan original que haya comenzado de cero en sus productos o servicios. No existe la tal
originalidad o creatividad radical. La imitación es solamente un modo de continuar en la
carrera perfectiva del ser humano. Es propio del ser humano, desde la infancia a la vejez,
el proceder por imitación en sus conductas, modos de expresión y sistemas de relación
¿Quién puede señalar al inventor del idioma chino, el español o el inglés? ¿Quién creó el
automóvil, la bicicleta o el avión? Habría que responder que fueron artefactos elaborados
imitando a la naturaleza, al rodar de los guijarros, de los troncos redondos y al
desplazarse de las aves. Lo inventaron muchos, después de observar, estudiar y aplicar a
otros muchos en el pasado.
La vida toda del hombre es una imitación, incluida la de los más sabios y los más santos.
Y es una honra para el hombre que es imitado, así como para el imitador que va dejando
un modelo cada vez más perfecto para las futuras generaciones.
En un mundo definitivamente globalizado como el nuestro, la imitación se hace cada vez
más patente y necesaria y por lo mismo menos sospechosa de ser inmoral o prohibitiva.
Académicos, políticos y empresarios procedemos por vía de imitación de modelos
cambiantes a potenciar nuestras actuales cualidades, dejando a nuestra vez nuevos
modelos y cualidades a disposición de quienes nos observan.
¿Es bueno o malo imitar? Creo sinceramente que no es pertinente la interrogación en
términos morales. La imitación es el camino común del hombre en pequeñas o grandes
asociaciones por medio de las cuales se expresa, se viste, se alimenta y se divierte. Así es
como ha sido, es y será el progreso de la humanidad hacia una mejor forma de vida
entrelazada y orientada hacia el mismo destino.
En lugar de plantearnos el tema entre originalidad e imitación debiéramos más bien
situarnos en la perspectiva de avanzar todos y cada uno en pos de un mejor modo de
vivir, de expresarnos y de servirnos. Todos imitamos, pero también conscientemente
tratamos de mejorar lo que imitamos.

El milagro de Asia
La revista asiática “Far Eastern Asian Review” resume editorialmente el llamado milagro
económico de la región en un conjunto de actitudes éticas radicado en “familias sólidas,
trabajo honrado y preclaras virtudes”.
Nadie mejor que los mismos asiáticos para conocer sus valores y dar cuenta de su
conducta. Para quienes venimos observando el fenómeno de su dinamismo de las últimas
décadas, nos parecería advertir otras razones, como más poderosas, tales como su
paciencia y persistencia en el trabajo, su austeridad y su carácter amable en toda la
relación comercial.

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La primera de las características propuestas por el editorialista contrasta con nuestra
visión occidental de hacer negocios, que separa con naturalidad el orden de lo familiar y
el orden empresarial, al menos en términos globales. Es nuestra costumbre manejar en
forma distinta el ámbito de los negocios y el de la vida afectiva, propia del hogar o el
grupo familiar. Para los asiáticos pareciera que ambos mundos que afectan a la persona,
son perfectamente interactuantes. Algunos observadores del mundo chino han destacado
la fuerza que ejerce el vínculo familiar entre los chinos de la diáspora y sus compatriotas
continentales o insulares. Lo poco o nada que conocemos del comportamiento de las
minorías asiáticas en nuestro país, tanto china como coreana, nos confirma de alguna
manera esta conducta. Sociológicamente parece muy explicable esta conducta, por razón
de una solidaridad indispensable en quienes se saben diferentes. .Pero parece que este
talante es particularmente destacado en la conducta de los asiáticos.
La segunda característica que se refiere al ”trabajo duro” es tan evidente en el medio
asiático, que no requiere mayor explicación. Empíricamente se puede comprobar en
distintas latitudes que tanto el pueblo chino, como el japonés y el coreano se destacan por
una tenacidad laboral de naturaleza superior. Parecieran hombres particularmente
habilitados por la naturaleza para el trabajo. Lo que es para nosotros occidentales el ocio
–como categoría de perfección social– es para ellos el trabajo. Parecieran advertirnos con
su conducta que el hombre nace y vive para trabajar, sin que esta condición implique
cualquier tipo de infortunio moral. Por el contrario, el hombre que no trabaja es más bien
considerado como un ser deprivado de su más alta dignidad y destino.
Dentro de los trabajos preferenciales del pueblo chino se encuentra el comercio, con
resultados siempre destacables en el medio donde actúan. Sin salir de la región asiática
encontramos la significativa presencia de las familias chinas en Indonesia, Malasia y
Singapur, donde el comercio y la Banca se encuentran mayoritariamente en manos de
origen o en estrecha vinculación con chinos.
La tercera característica que el editorialista destaca en el comportamiento empresarial de
los asiáticos es una gama no especificada de “sólidas virtudes”, donde cabe destacar las
que señaláramos al principio. A su laboriosidad y tenacidad tendremos que añadir
honorabilidad, servicialidad y otras derivadas del conjunto señalado.
Un estudio más profundo de cada una de estas características que fundan el éxito
comercial de los países asiáticos nos llevará a configurar el substrato ético que impulsa a
actuar a nuestros cada vez más cercanos socios...
Nobleza obliga a reconocer que estas buenas características, al mismo tiempo que son su
arma secreta, son una invitación para nosotros, en la seguridad que el seguimiento y
adaptación de tales cualidades, no constituyen humillación para nuestra cultura, sino por
el contrario, enriquecimiento y fortaleza para nuestra relación.

Seishin Kyooiku
Si le resulta difícil tanto pronunciar como interpretar esta expresión japonesa, la podemos
traducir de inmediato por “educación espiritual”. Y si siente curiosidad por conocer su
contenido, le diré que se trata de un tipo de entrenamiento que muchas empresas

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medianas y grandes han utilizado desde hace siglos y que después de un periodo de
relajamiento en la posguerra, hoy vuelve a surgir en el país del sol naciente.
Educación espiritual es para los japoneses una tarea que consiste en desarrollar hábitos de
cooperación social, responsabilidad, aceptación de la realidad y perseverancia. Todas
ellas virtudes eminentemente sociales o aplicables a la convivencia laboral con resultados
de perfeccionamiento personal.
El “seishin” es un método de capacitación que se desarrolla normalmente en un periodo
de tres meses, que se hace en la misma empresa y que tiene como resultado el de
favorecer una óptima relación humana entre los trabajadores, administrativos y gerentes,
al desarrollar técnicas, rituales que provocan actitudes favorables y que al mismo tiempo
hacen crecer interiormente al trabajador.
Una entidad bancaria con tres mil empleados en todo Japón desarrolla esta actividad de
entrenamiento espiritual con los nuevos empleados que vienen saliendo de la educación
superior. El trabajo con ellos se realiza en un régimen de semiinternado, en edificio
aparte con un horario de entre diez y dieciséis horas por día durante seis días en la
semana, por tres meses de duración total.
El método “seishin” responde por cierto a la ética de trabajo que el pueblo japonés tiene
prácticamente incorporado a su existencia. Para ellos, la capacitación más importante es
esta, muy superior por cierto a la técnica misma, ya que mientras la calidad técnico–
administrativa se adquiere lentamente en el trabajo de cada día y a lo largo de los años, la
“educación espiritual” es concentrada en un periodo acotado, reglamentado y
enormemente exigente, desde el comienzo mismo de la incorporación a la empresa.
De este modo, la sabiduría japonesa, una vez más, entrega una lección de buena gestión a
nuestro “bárbaro Oeste”. En buenas cuentas, los profanos japoneses nos indican que el
desarrollo del espíritu está en la base misma tanto de la realización personal, como del
éxito de la empresa. Simple y llanamente nos dicen que un buen “ejercicio o retiro
espiritual” facilita enormemente las cosas.
Para la tradición cristiana en la educación espiritual es plenamente comprensible esta
forma japonesa de acercarse a la perfección humana. Con la salvedad, eso sí, de que este
tipo de tareas nosotros las reservamos a los monjes, a los religiosos de vida consagrada o
como por extensión y en formas muy relajadas, al laicado más o menos comprometido
con su Iglesia.
Desde el punto de vista de la globalización de los mercados y en vista de las permanentes
transferencias tecnológicas, no estaría mal que fuéramos incorporando en nuestras
empresas, como algo habitual, algún sistema de seishin, que las haría sin duda más
eficientes y acogedoras.
Mientras entre nosotros cunde la idea de que hay que trabajar sin descanso para obtener
resultados económicos satisfactorios, pareciera que para los hombres de negocio
japoneses, el éxito del trabajo culmina en la satisfacción espiritual. Para eso se preparan,
se disciplinan y proyectan .

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Espionaje
¿Es posible conciliar el espionaje con la moral? El acto de espiar, tan propio de la guerra
e igualmente aplicable a la “guerra de empresas” tiene pésima fama para decir lo menos.
¿Es necesariamente y siempre el espionaje una actitud deshonesta y por lo tanto
incompatible con la conciencia moral propia del hombre virtuoso?
En términos lingüísticos, espiar es observar algo sin ser observado, con disimulo o
protección, con el ánimo de darlo a conocer a otros interesados. Otros posibles
ingredientes adicionales como el engaño, la mentira o el ánimo de injuriar son derivados
históricos del espionaje, que añaden a un simple acto humano natural, algunos elementos
de malicia, que son precisamente los que convierten al espionaje en acto inmoral.
Hay mucha gente que confunde el espionaje a secas con el otro, que está cargado de
intenciones aviesas o que utiliza medios ilícitos para la obtención de secretos que la gente
tiene derecho a guardar. En general, en el mundo de los negocios se da muy
frecuentemente el espionaje abierto, sin intencionalidad perversa, al que no habría que
lanzar anatemas precipitados.
Recuerdo haber visto personalmente a ciudadanos asiáticos con cámaras fotográficas
tomando instantáneas de vitrinas de distintos productos manufacturados en locales
comerciales de ciudades europeas. Y también recuerdo el indignado comentario de mi
acompañante al comprobar tal hecho no común para otros turistas nacionales o
extranjeros. Tales orientales, a juicio de mis interlocutores europeos, hacían espionaje a
vista y paciencia de sus víctimas. Sin embargo, los prolijos fotógrafos no pensaban lo
mismo, ya que lo que hacían era simple y llanamente llevarse un “souvenir” distinto.
Mientras los occidentales fotografiaban monumentos y personas, los orientales
fotografiaban bolsos, zapatos y joyas.
La pregunta moral es la siguiente: ¿Cuándo es inmoral el espionaje y cuando no lo es?
Tal vez la respuesta se pueda dar desde otras preguntas, como: ¿Acaso no es bueno para
el hombre conocer todo lo que hacen otros hombres con el fin de reproducirlo y
mejorarlo si es posible? ¿Acaso hay alguna razón que prohiba fotografiar lo que está a la
vista de los consumidores en una vitrina o en un estante? ¿Es diferente la actitud del
novel escritor que busca buenos modelos en los consagrados con el fin de mejorar sus
contenidos y su estilo?
Una vez más, el problema ético se encuentra en la intencionalidad de nuestros actos y no
en el acto mismo. ¿Con qué intención y destino se observa acuciosamente? Porque si
observamos cuidadosamente, más que espionaje, lo que estamos haciendo es ciencia. Y
eso no puede ser inmoral. La inmoralidad viene después. Depende de lo que hagamos con
esa información que adquirimos tan honestamente. Si la reproducimos y nos la
adjudicamos, estará mal. Pero si hacemos algo diferente, a partir de lo observado,
estamos colaborando con el bien de la humanidad que consiste en avanzar, en recrear y
mejorar lo creado.

70
6. Ética del Poder

La conquista oriental
Si alguien nos dijera que Occidente como cultura está muriendo y que está siendo
sustituida por la cultura de Oriente, lo más probable es que respondiéramos
unánimemente con un rotundo rechazo. Porque Occidente es Grecia, Roma, Europa y por
sucesión y herencia América. Y todos esos pueblos que son cultura y civilización siguen
enhiestos, a pesar de los vaivenes de los nuevos tiempos.
Si nos dijeran que el futuro centro cultural de la humanidad está en el Pacífico y que el
Pacífico está conducido por Asia y Estados Unidos de América, tal afirmación ya sería
más tolerada, aunque los espíritus más selectos del llamado mundo Occidental se
resistirían a confesarlo en voz alta.
Si, finalmente, alguien osara augurar para un futuro no muy lejano, algún tipo de
conquista espiritual por parte de los países de Asia, al modo como ayer fueran las
conquistas sucesivas de persas, griegos, romanos, árabes, españoles e ingleses, todavía
encontraríamos una suerte de duda o seguramente una actitud de indiferencia o silencio.
Sin embargo, y a juzgar por una serie de acontecimientos económicos, políticos y
culturales, que nadie hoy podría desconocer, una cierta conquista ya se está operando en
esta enorme y decisiva porción de la humanidad que se llama Cuenca del Pacífico. Este,
que es el escenario del siglo XXI, está siendo dinamizado por el hasta ayer lejano
Oriente: Japón y China– en sus versiones de Hong Kong y Taiwan–, acompañados por
una corte de tigres y jaguares hace tiempo que irrumpieron en nuestros mercados con una
catarata de productos de alta tecnología. ¿Quién dudaría hoy de la calidad de los
productos electrónicos que proceden del área asiática?
Es una ley de la historia que después o al mismo tiempo que los mercaderes, lleguen los
misioneros y conquistadores con el ánimo de asentarse en las nuevas tierras descubiertas.
Y con unos y otros se hacen presentes los usos y costumbres, los modos de pensar y de
sentir que son la base de la cultura.
Las formas éticas se plasman en la calidad de los productos, así como se hacen profundas
en la calidad virtuosa de las personas.
¿No es acaso signo de una nueva cultura la austeridad y laboriosidad de los trabajadores,
la constancia en la tarea, así como la suprema cortesía en las formas de relación

71
comercial, que los orientales ponen en práctica cada día frente a nosotros? ¿No estamos
ya inmersos en un nuevo paradigma ético en el mundo globalizado, cuya fuerza mayor
está en el Pacífico?
¿Será el comienzo de una nueva era, que estaría girando la historia a contrapelo del sol?
Naturalmente que las invasiones de hoy ya no requieren ejércitos, ni proyectos imperiales
para su ejecución. Los modernos mercaderes junto a la legión de turistas son las nuevas
huestes que harán posible el cambio presumible. No es cosa de días, ni de meses, ni tal
vez de unos pocos años. Pero basta mirar el influjo que ejerce en nuestro medio el modo
de hacer negocios que traen consigo nuestros amigos de Oriente, para poder adivinar lo
que sucederá en las próximas generaciones. La perfección del trabajo, la honorabilidad en
las relaciones y el respeto por la palabra empeñada son algunos de los indicadores
sintomáticos de esta transformación cultural, de esta nueva cultura.
Algún analista sagaz pudiera argumentar que esos mentados valores son fontalmente
“occidentales”, lo que es sin duda correcto. Pero más correcto aún sería decir que lo
fueron. Occidente perdió buena parte de su condición moral grecorromana y judeo–
cristiano–musulmana, dejando el escenario abierto a quienes viven lo que nosotros aún
decimos creer, pero que ya no practicamos en forma consistente.
A la hora de la verdad se imponen las culturas por lo que hacen y no por lo que dicen
creer. De momento, hay que reconocer que los asiáticos hacen más y hablan menos.

¿Dónde está su conciencia?


“¿Con qué derecho utilizan la droga a cambio para envenenar al pueblo chino? ¿Dónde
está su conciencia?” Con estas palabras concluía la carta que el emperador chino Lin Tse
Hsu envió a la Reina Victoria en 1839. En un tono que más parece una exhortación
apostólica que un documento jurídico de cancillería, el tradicional espíritu chino,
refinado, armónico y moralmente impecable, se revela con toda su fuerza en un
pensamiento que mantiene hasta hoy día su autoridad moral.
Como en todos los negocios, en los que hicieron los ingleses con el pueblo chino durante
las primeras décadas del siglo XIX, había un gran porcentaje de intercambios
mutuamente beneficiosos y otro porcentaje de productos dañinos. El del opio –la droga
de la época– pertenecía a estos últimos. Y para el emperador, que era tenido como padre
y no sólo señor de su pueblo, este tipo de mercaderías era inaceptable por las
consecuencias morales que afectaban a su pueblo. Así se lo hace ver a la que él
consideraba como la madre de los buenos mercaderes y de los traficantes indeseados,
pidiéndole su intervención para evitar el daño que se estaba produciendo en el ya enorme
país en población y riquezas.
En su detallada misiva, el emperador recurre más a los argumentos éticos que a las
amenazas o exigencias del derecho de gentes o universal, el que teóricamente regía a la
potencia europea. Más aun, Lin Tse Hsu, invoca los más altos valores, que supone
también inspiran a las autoridades inglesas, las que “contrabandean el opio para seducir al
pueblo chino y de esta forma extender el veneno por todas las provincias. Esas personas,
–continúa el Emperador–, solo se preocupan de obtener beneficios y no prestan atención

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al daño de los demás, no son tolerados por las leyes del Cielo y son odiados
unánimemente por los seres humanos”.
Después de invocar el argumento de lo más trascendente, seguramente a la espera de
conmover a través de la Reina a sus oficiales y hombres de negocios, termina invocando
el derecho que debe imperar en toda la humanidad: “¿Con qué derecho, pues, –concluye
el emperador– utilizan la droga a cambio para envenenar al pueblo chino? ...Al
ambicionar las ganancias hasta ese extremo, no se andan con miramientos para herir a los
demás. Nos preguntamos ¿dónde está su conciencia?”
Ciento cincuenta años después, estas palabras resultan proféticas. Y no sólo por cuanto
concierne al opio, sino a toda una nueva serie de drogas por medio de las cuales se ha
envenenado y se sigue envenenando a los pueblos todos del planeta. ¿No habría que decir
lo mismo del tráfico de pornografía que hoy ya no necesita los barcos del opio, sino que
se remite por los canales electrónicos que se apoyan en el espacio?
Con el emperador chino podemos hacernos la misma pregunta: “¿Dónde está su
conciencia? ¿No se dan cuenta que con sus actitudes ofenden al cielo y provocan el odio
de toda la tierra?

Negocio de imágenes
Cada vez se nos hace más evidente que los grandes negocios de imágenes dominan
nuestra vida desde el hogar al trabajo, desde la calle al campo. Nos siguen a todas partes.
Nos interpelan, nos sugieren y en ciertas ocasiones nos drogan. Y si no, que lo digan los
fanáticos del fútbol; qué no estarían dispuestos a dar por no perderse el partido del año,
de la década o del siglo.
Cuando uno reflexiona acerca de la bondad o malicia de las acciones humanas no puede
dejar de referirlas a ofertas de productos y servicios que le bombardean desde muchas
empresas. En el caso de las fábricas de imágenes, el mercado es abundante sobremanera.
Tal vez el más abundante de todos los que conocemos en la humanidad. Vender y
comprar imágenes es una de las ocupaciones de que más gente disfruta o lucra.
En realidad ¿qué tienen que ver las imágenes con la ética? En una ocasión un alumno le
preguntaba a un compañero de curso ¿qué tiene que ver la ética con la publicidad? A eso
mismo me refiero. ¿Hay o puede haber imágenes inmorales en sí o per se?
Si todo el interrogatorio moral terminara ahí, habría que responder negativamente.
Ninguna imagen puede ser considerada “mala”, puesto que el orden de la naturaleza –y
las imágenes no son otra cosa que naturaleza congelada– no puede ser malo. Por el
contrario. Todo en la naturaleza es “moralmente” bueno.
Entonces, ¿por qué hablamos de imágenes malas, obscenas, degra–dantes, inaceptables,
inmorales? Simplemente porque estamos demasiado acostumbrados a hablar con muy
poca propiedad. Lo único malo está en la acción del hombre, quien es capaz de realizar
malas acciones apoyándose en las más inocentes imágenes de la naturaleza de las cosas y
de las personas.
Quien controla las imágenes es dueño de la realidad. Así es como lo venimos
descubriendo desde que los mercaderes de imágenes inundan el mercado sumando o

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restando, ampliando o disfrazando a su antojo. Está en la relación de imágenes, donde el
mensaje es orientado a la conducta. Por ejemplo, el que en determinadas películas de
horror, de violencia o de sexo aparezcan imágenes religiosas, como un crucifijo o una
imagen de la Virgen, significa que lo divino se asimila a lo terrorífico, a lo violento o a lo
degradante. Las imágenes aisladas son todas buenas. Es su mezcla deliberada, emitida
como mensaje, lo que las constituye en malas, inmorales, despreciables.
El negocio de las imágenes no es, entonces, neutro. Ninguna acción humana cargada de
intención o propósitos es neutra. Por el contrario. Toda acción consciente de los seres
humanos se encamina hacia el bien o el mal. Y, ciertamente, que las acciones que pasan
por las imágenes masivas, universales, cautivas a través de las cadenas de receptores
tienen mucho que ver con la ética.
El que controla las imágenes, finalmente controla, dirige, estimula y premia o castiga las
acciones de los que se someten voluntaria o involuntariamente a ellas. Si esto es así, no
cabe duda que poner las manos sobre los grandes medios de comunicación es de la más
alta responsabilidad en relación al destino del mundo. Tal vez por eso, los que buscan el
poder se apoderan de las imágenes y los que ya tienen las imágenes saben que tienen
mucho poder.

Derecho de autor
Una de las grandes batallas de corte ético entre empresas y sobre todo entre países es esta
del pago de derechos de autor a quienes con sus ideas innovadoras generan productos o a
los productores de novedades que han tenido su alto costo en la preparación previa. No es
lógico pagar lo mismo a un imitador que a un original. Y lo afirmamos en términos
personales porque objetivamente la imitación puede muchas veces sobrepasar al modelo.
Es bastante racional aceptar que el hombre que ha dedicado un tiempo grande en generar
novedades reciba como retribución un precio que, en general, el mercado suele asignar
con relativa prudencia.
Lo que es más difícil calcular y por lo mismo formular ajustadamente a la conciencia
moral de la gente, es el cuánto y hasta cuándo de tal ventaja económica para el inventor
primero. No basta aquí referirse a lo “estipulado en las leyes”, para deducir de ello una
obligación moral, ya que los grupos humanos asociados por el interés común tratarán de
maximizar los beneficios que se refieran a su propia colectividad. Los países o los grupos
regionales pueden llegar a determinados acuerdos legales, que no siempre calzarán con la
prudencia.
No existiría el derecho sin la obligación correspondiente. Si el derecho de autor se puede
exigir, es porque existe una obligación moral de parte de los beneficiarios. Pero la cuantía
y pervivencia de ese derecho es, por lo menos, un problema tremendamente complejo y
discutible. ¿Deberíamos seguir pagando derechos de autor a la familia de Cervantes, por
las constantes reediciones de El Quijote? Y ¿a la familia de Fleming por la penicilina o a
la de Agustín Lara por sus canciones románticas? ¿Cuánto y hasta cuándo?
En la antigüedad, el derecho de autor ni siquiera era planteado como problema ético. Y
hasta hace muy poco tiempo, algunos pueblos orientales consideraban los adelantos de
otros como patrimonio de la común sabiduría de la humanidad, por lo que imitar, repetir

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y perfeccionar a partir de modelos ajenos era considerado como una acción plenamente
legítima, sin ningún tipo de obligatoriedad al respecto.
La tendencia actual, capitaneada por los países de mayor desarrollo relativo, y que es
exigida a todos los países en desarrollo o subdesarrollados, pareciera ser un tanto
excesiva, si se tienen en cuenta algunas consideraciones generales, que plantean
interrogantes dignos de profundizarse. He aquí algunos de ellos:
¿Son realmente originales la mayoría de los productos electrónicos, que se suceden
vertiginosamente encadenados a una ciencia y tecnología cada vez más extendidas en el
mundo?
¿Son producidas realmente estas novedades por miembros “originarios” de la misma
comunidad que los exige, o más bien son el resultado de muchos “inmigrantes” que
recibieron sus primeras fundaciones en los países que después serán exigidos?
Y finalmente ¿es tanta la originalidad del ser humano como para cobrar por ella en forma
tan reiterada? De seguir así, nuestros nietos van a tener que pagar por cada paso que den
y por cada objeto que toquen.
Desde un punto de vista estrictamente económico no cabe duda que debe cobrarse a los
usuarios por aquello que implica un costo. Desde el punto de vista jurídico, los pactos
deben ser respetados. Pero desde el punto de vista moral, muchas dudas quedan en el aire
cuando se trata el tema de los derechos de autor en particular. Y este es el punto que
debiéramos profundizar en nuestros derechos y deberes entre inventores, productores y
consumidores.

Supermercados
Para algunos políticos de viejo cuño, los supermercados son el escenario del
consumismo. Aun más digno de rechazo les parece el conjunto de supermercados y
tiendas que configuran el “mall” o el “mercatus mercatorum” como podría llamarlos un
viejo romano, si es que en Roma se hubiera dado alguna vez este fenómeno de fines del
siglo XX.
Públicamente hemos escuchado denuestos contra estos modernos conglomerados
mercantiles a donde la gente acudiría como a un nuevo “templo” de la religión
materialista. Esta expresión de una autoridad comunal de la metrópoli, fue vertida con
fuerza de anatema ante cámaras y micrófonos de los grandes medios de comunicación
local.
Frente a esta hiperherejía urbana, la autoridad proponía la revitalización del pequeño
comercio, del almacén de la esquina a lo largo del distendido paseo de la vieja calle del
barrio.
Si bien esto último es plenamente razonable y por lo mismo aceptable, no es por cierto
exclusivo, ni menos aun excluyente. Puede causar incluso extrañeza que la competente
autoridad edilicia lance tan adusto anatema al megamercado o conjunto específico de
grandes y pequeñas tiendas en un recinto creado funcionalmente para este solo efecto.

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El hombre ha encontrado siempre en los mercados de sus viejas ciudades un estímulo
fuerte para satisfacer sus múltiples necesidades materiales y culturales. ¿Quién ha dejado
de admirar en las viejas ciudades europeas o en las antiguas y evocadoras urbes del
Oriente aquellos interminables recintos y aún barrios que exhibían al viajero curioso, una
muestra viviente de todo lo que pudiera imaginar y expuesto ahí para su compra o al
menos para su admiración contemplativa? Bien podríamos decir que el mercado de la
ciudad era al mismo tiempo lugar de abastecimiento, centro cultural y museo viviente del
pueblo.
Acudir al mercado, como visitar los templos y recorrer las calles con sus palacios y
plazas ha sido el modo común de conocer y gozar la experiencia enriquecedora del
turismo o peregrinaje de todos los tiempos.
¿Qué tiene de malo el megamercado, el mall o la ciudadela de las vitrinas? ¿No es acaso
una continuidad lógica del mismo espíritu humano, que además de necesitar objetos
materiales, siente la imperiosa urgencia de conocer las habilidades, estilos y proyecciones
de agricultores, artistas, creadores y proporcionadores de servicios de alimentación y
diversión?
¿Qué puede haber de inhumano, de antiético en un espacioso, agradable y estético lugar
de compras, en que los ciudadanos encuentran a la mano toda clase de mercancías, que le
permiten compartir socialmente con otros ciudadanos, que se constituye en centro
adicional de recreación y pasatiempo, si el hombre es multifacético en sus necesidades,
aspiraciones y contentamientos?
El que para algunos pueda constituirse este lugar como el supremo centro de aspiración
espiritual, no es un problema del “mall”, sino de aquellos que en su vida no son capaces
de descubrir tantos y tantos centros de convergencia del espíritu entre los que sin duda
seguirán estando los templos, los palacios o los parques, plazas y calles de cualquier
hermosa ciudad.
Creo que lo mejor es que en nuestras grandes ciudades se siga proyectando el espíritu de
sus hombres y mujeres en todas las direcciones que el espíritu humano sea capaz de
abrirse. Los megamercados pueden perfectamente ser, al menos, parte de esa variada
sinfonía creativa humana.
Siempre cabe la posibilidad filosófica del visitante que al contemplar tantos bienes a su
alcance, pueda expresar como el viejo filósofo ateniense. ¡Qué cantidad de cosas que no
necesito!
¿En qué categoría moral podríamos situar aquellos actos, opiniones y corrientes de
pensamiento que en nuestro tiempo se ponen repentinamente de moda? Se me ocurre
proponer como disparates a aquellas afirmaciones que, vengan de quien vengan, no
tienen otro destino que el desatino.
Si la humanidad no tuviera la fortaleza de reaccionar contra estas posturas que señalamos
a continuación, significaría que la decadencia moral viene con fuerza. Cada día es más
notorio que ciertas posturas, por generalizadas que sean, no pueden ser otra cosa que
disparates, barbaridades, falacias, o como queramos nombrarlas.
En una amplia reflexión ética sobre la vida de nuestros empresarios o dirigentes de la
cosa pública, no está de más, detenerse, aunque sea solo un momento a señalar algunos

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tipos de disparates que convendría poner en remojo, salvo que sigamos la cómoda
opinión de que “en materia de moral, cada cual tiene la suya”, afirmación que en sí
misma constituye el más grande de todos los disparates que circulan a nuestro alrededor.
Una vez más, he tratado de seguir la pista a los hechos contingentes para, desde ellos,
ascender a la consideración más racional posible en su relación al bien moral que nos
ocupa en este texto. He aquí algunas muestras de disparates.

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7. Disparates

Todos lo hacen
Cuando los adolescentes quieren convencer a sus padres acerca de la bondad de una
acción, suelen argumentar con el consabido “todos lo hacen”. De este modo creen
apoyarse en un axioma jurídico y moral impecable. Al menos así lo deben pensar ellos,
cuando recurren como última instancia de bien a dicho aserto.
Sus acciones, puestas en tela de juicio por sus padres, son respaldadas por el argumento
“democrático”, confiando en que los mayores no serán capaces de contradecir tan común
presupuesto.
El que los adolescentes recurran a este poco sólido argumento, puede ser comprensible
por parte de los adultos, aunque en ningún caso justificable desde un punto de vista
estrictamente racional. Curiosamente muchos adultos, sobre todo aquellos que invocan la
conducta “progresista, moderna o actual”, suelen también recurrir tácita o abiertamente al
mismo argumento. Es lo que también acostumbran a decir algunos empresarios, cuando
se trata de aclarar conductas morales de común incidencia. “Si todos lo hacen ¿por qué
voy a ser la excepción?”
Siguiendo esta fórmula algunos piensan que si lo normal es dar un “estímulo pecuniario”
para obtener una licitación, ofrecer un suplemento a un profesional destacado de otra
empresa para sacarlo y ponerlo a su servicio o confiar una gestión delicada a un político
influyente o a un empresario “agresivo”, ¿qué puede haber de incorrecto en ello? ¡Todo
el mundo lo hace!
El gran moralista romano, Séneca, solía decir que la conducta buena era precisamente la
contraria, la dificultosa, la que normalmente tienen los menos. “Lo que hace y quiere la
mayoría, –escribía en sus Tratados morales– suele ser más bien contrario al verdadero
bien. Porque la muchedumbre busca principalmente su conveniencia o su placer”.
En el mundo actual, igual que en el pasado, los hábitos de la mayoría, suelen no ser los
más morales. La gente sigue haciendo y queriendo lo que le conviene o agrada, sin fijarse
mucho en la rectitud o malicia objetiva de los actos concretos. Es decir, que la ética no
suele ser el patrimonio de las mayorías, sino más bien la ardua tarea de las minorías.

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El trabajo ético es, a no dudarlo, un camino a contrapelo, que se recorre de la mano de
una mente equilibrada o prudente, que se traduce en un ejercicio constante de lo que es
justo, y que sabe enfrentar moderadamente tanto la adversidad como el éxito.
A la hora del Balance moral de una empresa, no habría que buscar el paradigma de lo que
“se hace en general”, sino más bien de lo que no se hace en general. Es más seguro que,
con este criterio lleguemos más cerca del bien que siguiendo la ruta transitada por la
mayoría.
En los negocios, como en política, muchas veces, la pertenencia a la minoría suele ser
más admirada, aprobada y a veces hasta premiada, pero solamente por los espíritus más
prudentes, justos y fuertes.
Cuando uno acepta este alto honor, tiene que estar dispuesto a todas las consecuencias,
incluso hasta entrar en la sospecha de la mayoría, por andar siendo diferente. No hacer lo
que hacen todos, es propio de los líderes. La masa hace lo que hacen todos.

Discriminando
Dicen las malas lenguas que Chile es un país discriminador de razas, o sea racista, al
menos a juzgar por las políticas de visados que presenta en la actualidad en relación a
algunos países a los que se les permite la entrada con holgura, mientras a otros se les
tramita o dificulta más allá de lo prudente. Hay constancia de que a ciudadanos de ciertas
regiones del otro lado de la Cuenca del Pacífico les cuesta conseguir el permiso para
venir a vernos, ya sea para comerciar, estudiar o simplemente pasearse por estos lados.
¿Será verdad?
Después de averiguar un poco, he llegado a la triste conclusión de que es al menos, una
sospecha fundada. Pareciera que la mirada más permisiva está fija en el Atlántico,
mientras la otra, la mirada de soslayo es la que mira hacia el Oeste, más concretamente
hacia el Asia.
Este hecho, que es ahora más advertido por nuestros mentados “socios” de la Cuenca del
Pacífico, no deja de preocupar a los hombres de negocios que se aventuran a seguir las
flechas que marca el reloj de la historia en la dirección del sol poniente. Mientras los
hombres de negocios se desconciertan y los académicos no entienden, otros que
conducen las relaciones políticas parecieran andar distraídos mirando de soslayo.
¡Contradicción lamentable es esta que pudiera jugarnos malas pasadas en el futuro¡ ¿Por
qué discriminamos? ¿Por qué hemos llegado a la conclusión que los hombres y mujeres
de determinada pigmentación son mejores candidatos a visitarnos o a establecerse, que
los otros, que muestran por lo demás algún interés por descubrirnos?
Es este un problema ético de mayor calibre que otros que en estos momentos nos aquejan
y de los que con mucha razón tratamos de superar. No podemos dejar de reflexionar
seriamente sobre el tema, si por otro lado estamos diciéndole al mundo que tenemos una
economía abierta y que estamos dispuestos a relacionarnos con todos los países del
planeta.

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¿Es compatible una economía abierta con una política discriminante? ¿Se puede hacer
negocios rentables a largo plazo, si somos miopes en el tratamiento de corto plazo en
relación a algunos de nuestros interlocutores?
¿Será posible que, en las postrimerías del siglo XX, en un país tan liberal como el
nuestro, alguien pudiera acusarnos de discriminación por causas de raza, color, olor u
otras variantes biológicas?
Corresponde, sin duda a los hombres de la academia y de los negocios dirigirse a los
legisladores y ejecutivos gubernamentales a que revisen algunas políticas que, sin estar
escritas, pareciera que están lamentablemente vigentes en la práctica. ¿Por qué tanta
dificultad para algunos y tanta facilidad para otros? ¿No es acaso esto incorrecto y, por
cierto, posible origen de futuros desencuentros?
La condición “ética” de mi columna no me permite presentar más evidencias sobre el
tema, que ciertamente es delicado y que nos afecta por igual a los que quisiéramos actuar
en forma un poco menos discriminatoria y humana con nuestros buenos socios que
vienen de la otra orilla del Pacífico.

Manuales
¿Puede un manual de referencia para pilotos convertirse en un instrumento reñido con la
ética? Al parecer, sí, puesto que la misma firma que lo editó y distribuyó, pidió disculpas
a los ofendidos por algunos de sus informes. La nota la ha difundido la prensa
latinoamericana, pues los ofendidos eran los pasajeros de nuestro continente, mientras los
ofensores eran los directivos de una conocida empresa aérea de Estados Unidos de
Norteamérica.
Actuando con ética se llega a tener éxito más temprano que tarde. Este principio no es
siempre observado por algunos hombres de negocios y más temprano que tarde suelen
arrepentirse por ello. Este es el caso del “manual” en cuestión, retirado de circulación, en
vista de que su redacción fue considerada lesiva para los usuarios de esta parte del
planeta.
En general los pueblos latinos hemos soportado con increíble estoicismo las arremetidas
poco gratas de nuestros vecinos del norte, conocidos injustamente como anglosajones. Y
digo, injustamente, puesto que su composición étnica tiene sólo de sajona una parte, ya
que está constituida por un conjunto de nacionalidades, etnias y culturas de la más amplia
y variopinta gama humana. En Estados Unidos hay más chinos, judíos, africanos,
latinoamericanos y otros componentes raciales que los originales anglos o sajones. ¿De
dónde surge, entonces, esta fobia casi emblemática que de tiempo en tiempo se revela con
particular desenfado por parte de los distintos exponentes de las comunicaciones, de la
política y de los negocios de procedencia norteamericana?
En el caso del “manual” nos encontramos con uno más de estos arranques de olímpico
desprecio, que en este caso llega a resultar incomprensible desde el punto de vista del
marketing empresarial. ¿A quién se le puede ocurrir injuriar a sus clientes con tanta
facilidad y desatino? Más bien, un hecho de esta naturaleza sólo podría responder a una
mente descriteriada o muy cercana a una cierta patología social.

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El Manual advertía a pilotos y azafatas sobre algunas malas costumbres de los latinos que
piden copas antes de tiempo, que llegan tarde y que hasta son capaces de amenazar con
una bomba en caso de que se vean con la posibilidad de perder el vuelo por atraso
culpable.
No hay duda que a quienes no nos ataca el complejo de inferioridad por el hecho de
nuestras raíces latinas y que por nada despreciamos a otras idiosincrasias, nos molestan,
sorprenden y desagradan actitudes de esa naturaleza. ¿Hasta cuando debiéramos aguantar
esos pequeños o grandes actos de prepotencia que implican generalizar sobre pueblos lo
que pueden ser transgresiones de algunos individuos? ¿No es injusto, acaso, que se
emitan opiniones despectivas, cuando se trata de los clientes que concurren a mantener el
trabajo y el sustento de trabajadores norteamericanos? ¿Qué tipo de seguridad creerán
tener los editores de tales consejos?
En realidad, la empresa aérea podría haberse ahorrado el bochorno de retirar el folleto en
cuestión. Le hubiera bastado proyectar a sus trabajadores un par de películas de las que se
exhiben todos los días en el cable o incluso en la televisión abierta. Ahí se muestran sus
mejores opiniones acerca de los latinos: borrachos, feos, flojos, violentos, crédulos y
cretinos. ¿Para qué necesitaban hacer un manual, si ya tenían más que suficiente con estas
manifestaciones “artísticas” en que se refleja lo que sus elites comunicacionales piensan y
sienten acerca de nosotros?
Definitivamente lo del manual es solamente una torpeza que le resultará muy cara a la
compañía, si es que los latinos aun tenemos una gota de legítimo orgullo por lo que
somos. Las faltas a la ética en los negocios, se pagan.

Rating
Rating es un neologismo que ya pertenece al lenguaje universal. En sustancia no es otra
cosa que el grado de participación que nuestra oferta tiene en el mercado o dicho en
términos más caseros, qué lugar ocupamos en las ventas de nuestros productos y en la
aceptación actual de nuestros servicios. Podemos ser primeros, segundos o últimos.
Encabezar el rating es obsesión de gerentes de medios, de publicistas e incluso de parte
del público que se siente satisfecho por pertenecer a la mayoría, el gran e increíble
orgullo de sentirse “masa”.
Para todo empresario el éxito es meta indiscutible. Y sería muy absurdo que no fuera así.
Producimos para vender y vendemos para ganar. No hay empresa que tenga como destino
secundar y menos aún vegetar en medio de la selva competitiva, al menos en la empresa
privada, porque en la empresa pública esto es aun tolerado por irracional que parezca. Y
puesto que uno de los indicadores del éxito es el mentado “rating”, resulta lógico que
empresarios y publicistas se desvivan por situarse en la cabeza y no en la cola.
Siendo esto verdadero, noble y por tanto deseable –es decir ético–, no lo es tanto el modo
como algunos pretenden encabezar la cordada competitiva. En vista de que el fin es
bueno, piensan algunos, cualquier medio es bueno para alcanzar tan codiciado fin. Y ahí
comienzan las tareas destinadas no tanto a ennoblecer el producto o el servicio, sino a
complacer el ego, la sensibilidad o la irracionalidad afectiva de los clientes. Cuando se
hace difícil ennoblecer el producto, algunos optan por complacer al que lo solicita. Si lo

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que quiere es violencia, ¡venga violencia!, si lo que desea es sexo explícito, ¡venga carne
fresca aunque sea de niños o adolescentes!, si lo que le gusta es llorar, le damos lágrimas
y si risas, le daremos un verdadero chaparrón de carcajadas. El rating nos manipula a
nosotros por el clamor de la gente. Si la gente lo pide, reflexionará el productor, hay que
satisfacerla, aunque esto lleve consigo el deterioro, la irracionalidad e incluso el posible
daño moral. Si la gente paga por suicidarse, ¡allá la gente!
No es, por cierto, el sistema computarizado del rating televisivo el único culpable de
muchas mediocridades, de insulsas repeticiones de estilos y modas, sino que aquellos que
sólo viven pendientes del mismo, llegando a mirar más el oscilador de sintonía que el
trabajo profesional que se pretende presentar.
A lo mejor nos encontramos ya en el borde mismo del paroxismo frente a la dictadura de
este conteo de alta tecnología y las cosas pueden empezar a cambiar. De hecho la
existencia del sistema de cable, del satélite, de la tecnología digital u otras que vendrán,
pueden ocasionar cambios al respecto. Me temo que aun tenemos para rato con esta
manía del termómetro instantáneo. A lo mejor, de tanto tomar la fiebre, se nos olvida que
estamos enfermos. Y hasta nos morimos sin saberlo.
Después de todo, a lo mejor llegamos a descubrir que la mejor forma de publicidad será
siempre la directa. Y así en lugar de avisar en los medios de masas, volvemos a las
campañas puerta a puerta, a las entrevistas personales, a los mítines y a los actos gigantes
en los estadios. Al estilo de los antiguos políticos. Por algo parece que también los
nuevos candidatos a los cargos públicos han redescubierto la lógica de la acción
interpersonal. ¿Será que los políticos no creen en la omnipotencia del rating?

Los que no se arrepienten de nada


Sólo conozco a dos tipos de personas que no se arrepienten de nada: los que se creen
sinceramente santos y los deficientes mentales. Los demás, que sin duda deben ser
mayoría en el mundo, nos consideramos falibles, débiles y pecadores, por lo que no
tenemos inconveniente en reconocer que cada día somos capaces de arrepentirnos de
algo, sin por ello caer en angustia ni aflicción enfermiza. Simplemente nos conformamos
con nuestra condición de seres inacabados, imperfectos, es decir, comunes y corrientes.
De un tiempo a esta parte, tal vez por insistencia de los periodistas investigadores, nos
hemos percatado que hay personas de distintos ámbitos de la humana actividad que dicen
no arrepentirse de nada, o sea que se consideran absolutamente perfectos en la especie.
Pensar que se trata de personas con alguna deficiencia mental podría ser aventurado y
hasta temerario en determinadas circunstancias.
No sabemos si es que estamos llegando a un nivel de perfección tan increíble, que cada
día en más partes van apareciendo más humanos con calidad moral total. Puede que la
aspiración científico técnica de la calidad total nos esté afectando más allá de lo
predecible. Porque debemos suponer que cuando de arrepentimientos se trata, nos
referimos única y exclusivamente al orden moral. Nadie se arrepiente de medir un metro
setenta o de tener ojos castaños o cosas similares en el ámbito físico. Simplemente nos
arrepentimos sólo de aquello de lo que somos responsables. O sea que, porque nos
reconocemos libres, nos podemos arrepentir al no actuar racional y correctamente.

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¿A qué podrán referirse aquellos “notables” de las finanzas o la política, del deporte o las
profesiones liberales cuando dicen tan sueltos de lengua que no tienen nada de qué
arrepentirse? ¿De qué nos arrepentimos, en general los simples mortales, cuando
reconocemos tan fácilmente nuestra fragilidad?
Yo creo que uno, en la intimidad de su soledad, se arrepiente de muchas cosas: De sus
pensamientos y deseos incorrectos, de sus desaciertos profesionales, científicos o
técnicos, de sus deslices psicológicos en su trato con los demás, de sus “lapsus linguae o
calami” y de algunas actitudes que terminan por hacerse públicas en distintos medios de
comunicación. Y otro tanto es capaz de hacer el que ama, si advierte que con motivo de
su conducta, alguno de sus seres queridos sufre. Más allá de la culpabilidad reconocida,
siempre queda un espacio para el arrepentimiento. Cuando le decimos a alguien que
lamentamos la interpretación dada a nuestros gestos o palabras, de alguna manera
estamos mostrando un cierto arrepentimiento. En fin, creo que es tan connatural al
humano mortal advertir la cadena de sus errores, que solamente los ciegos pueden decir
lo contrario.
Naturalmente oímos a los sabios reconocer sus limitaciones y a los santos sus pecados, a
los buenos maestros sus impaciencias y a los mejores empresarios sus equivocaciones, a
los buenos políticos sus angustias por no ser consecuentes en todo. ¿Cómo podemos
entender entonces a tantos entrevistados que se suponen superiores al resto de la
humanidad hasta el punto de enfrentarse a una muchedumbre de seres comunes que no
alcanzan a entender tanta perfección?
Entre los hombres de empresa puede existir una cierta arrogancia, algún que otro dejo de
prepotencia, pero nunca un cinismo tan grande como para decir que nunca jamás ha
habido en la vida un pequeño motivo de arrepentimiento. Pedir disculpas o reconocer
alguna equivocación no es un signo de debilidad. Es simplemente un reconocimiento de
racionalidad y realismo. La ética es, como dice Aristóteles, la práctica de la filosofía. Y
también añade que el hombre no debe estudiar la ética para saberla, sino para ejercitarla.
Si no hubiera nada de qué arrepentirse, la ética sería una ciencia perfectamente inútil.

Pedir cuentas
Una vieja expresión que acostumbran a usar los políticos, los hombres de negocios y en
general toda persona revestida de alguna autoridad sobre otros es la que se refiere a la
petición de cuentas. Con una cierta ironía se suele hablar también de “pájaro de cuentas”,
cuando nos referimos a aquellos personajes que no las tienen muy claras para los demás,
porque sencillamente ignoran o aparentan ignorar la conciencia moral en los negocios de
cualquier especie.
Se puede pedir cuentas a quien se ha hecho entrega de autoridad o administración de
fondos, a quien se le ha confiado una misión delicada o a quien, por no tenérsele mucha
confianza, conviene someterle a evaluación en algún momento más o menos cercano al
objetivo planteado.
Ni en el ámbito familiar, ni en la sociedad amistosa profunda se oirá jamás un pedido de
cuentas, como cosa normal. Sólo en casos muy extraordinarios se podrá encontrar a un
padre, esposo o amigo que llamen a cuentas a su hijo, esposa o amigo. Porque, a fin de

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cuentas, tal exigencia implicaría una desconfianza que no corre con aquellos a quienes se
quiere y de quienes somos queridos.
Pero cuando nos encontramos en esa otra relación más funcional y menos afectiva en que
se desarrollan los negocios y la política, la petición de cuentas no sólo se hace posible,
sino también muchas veces necesaria.
En la Isla de Formosa, hoy conocida como Taiwan y por sus habitantes como República
de China, existe una simpática costumbre hecha norma legal en que la petición de cuentas
no se hace desde arriba, sino más bien desde la parte baja de la sociedad. En lugar de que
las autoridades pidan cuentas a los súbditos, son estos los que ejercen el derecho y
obligación de pedir cuentas a sus mandatarios.
En forma muy razonable, cualquier ciudadano taiwanés que ha emitido libremente su
voto en favor de un diputado, tiene pleno derecho a retirárselo, en caso de que juzgue que
su elegido no cumplió con las promesas anunciadas o bien si su comportamiento en
general no es del agrado del elector. Cuando esta retirada de voto se produce en un
número apreciable de los votantes, el representante popular deja de serlo por la fuerza de
la ley. De este modo, los ciudadanos taiwaneses ejercen un tipo de democracia, que al
menos por ahora no conocemos se practique en ningún país de occidente.
Pedir cuentas podría ser una buena norma en nuestras sociedades laborales, políticas,
académicas y aun religiosas, sin que nadie pudiera sentirse ofendido, ya que la naturaleza
humana, cuando no es por vínculos afectivos, suele ceder fácilmente a la tentación de
agrandar o acortar las cuentas más en beneficio propio que en el interés común.
Ultimamente, la gente se ha puesto muy exigente al pedir cuentas a servicios públicos y
privados de carácter semimonopólico, así como a los partidos políticos, a los educadores,
a los médicos, a los comerciantes y hasta a los carteros.
¿Qué tal vendría una asesoría de la sabiduría china al respecto? ¿Qué efectos podrían
producirse en nuestra sociedad, si en lugar de permanecer mudos ante las promesas
incumplidas de unos y otros, comenzáramos a imitar a los taiwaneses y le fuéramos
exigiendo algunas cuentas a quienes tienen autoridad, dominio o simplemente ganas de
orientar, mandar y corregir?
La ética tiene la gracia de que llega a todos por igual. Y en definitiva es la única
instancia, radicada en nuestra conciencia, que nos pide cuentas a cada instante. Hay,
ciertamente, gente que le hace poco caso. También nos damos cuenta.

Mercenarios
A diferencia del Buen Pastor que es el dueño de las ovejas en la parábola evangélica, se
presenta al mercenario como aquel hombre al que no le preocupa el rebaño, sino
solamente la paga. También se habla, a veces, de ejército mercenario, cuando los
soldados y oficiales que lo integran no responden a criterios de patriotismo, sino
solamente a intereses económicos.
Naturalmente que ante esta perspectiva limitada, el nombre de mercenario no puede tener
buena prensa.

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Cuando estábamos en vacaciones, al menos el que escribe y millones de compatriotas
más, pudimos leer en la prensa el apelativo de “mercenarios” otorgado por la crónica a un
grupo de pilotos mexicanos que habrían osado concursar a otros tantos puestos de trabajo
ofrecidos por una compañía aérea chilena. La sentencia fue perentoriamente dictada tanto
en México como en Chile por sendas asociaciones de profesionales que esgrimían como
principales argumentos el peligro que podrían sufrir los aerotransportados por tan
“peligrosos” aspirantes.
Mi perplejidad continúa hasta el día de hoy, en que prácticamente habría sido rechazada
la audacia de optar a un trabajo para el que supuestamente estarían bien preparados, pero
que por su condición de “mercenarios”, no debieran acceder al concurso público e
internacional. Su carácter “mercenario” constituiría una causal dirimente, a juicio de los
juzgadores de uno y otro país. Al analizar lo que el vocablo significa así como el aplomo
y seguridad con que los aspirantes fueron calificados por sus pares, me reconozco
simplemente confuso.
¿Habrá algo de sacro o patriótico en gobernar una nave del espacio, que conduce a
ciudadanos de una parte a otra del planeta? ¿Será muy diferente guiar un avión de lo que
pueda ser gobernar una nave por el mar o una locomotora o autobús por la tierra firme?
Ciertamente que volar es un poco más complejo que marear o llanear, para decirlo en
términos equivalentes.
Hay otro motivo que me lleva a redoblar mi perplejidad. ¿Acaso los pilotos asociados
trabajan por vocación trascendente ya sea religiosa o civil–patriótica, dejando a un lado el
vil interés de una paga? ¿Por qué los no asociados, a quienes simplemente no agrada o
interesa pertenecer a una cofradía secular deberán ser tachados de mercenarios en
contraste con los “buenos pastores” que sí se asocian en Chile, México o en cualquier
otro rincón de la tierra?
Con los datos entregados por la prensa y aun por las autoridades contratantes no logro
entender la diferencia. Me imagino que para los dueños de la empresa chilena, el interés
por tener buenos pilotos debe ser primordial.
Aunque se puedan exhibir algunas otras razones de bien colectivo –naturalmente que
reducido al grupo de los asociados–, me parece que las razones de orden ético elemental
exigen mejores explicaciones. En la conducción de las naves, como en las de autobuses,
ferrocarriles u otras, no puede haber otra distinción que la de los hábiles y prudentes
frente a los que no tienen lo uno o lo otro. Si los llamados mercenarios reúnen ambas
condiciones, ¿por qué podrían ser discriminados?
En un mundo de libertad de mercado, de trabajo, de pensamiento y expresión, esta
connotación de mercenario para quien no se encuentra en corporaciones contingentes me
parece, por lo menos, sospechosa de injusticia.

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8. Agregados del siglo XXI

El mundo cambia. En cuatro años ha cambiado bastante. Desde el inicio del siglo XXI
hemos asistido a una serie de acontecimientos económicos, culturales y políticos que han
puesto en la mesa nuevos interrogantes morales. No es que la moral cambie. Pero el
modo de enfrentarse a la moral por parte de los ciudadanos ¡caramba que cambia!
Por eso es conveniente seguir reflexionando sobre los acontecimientos y sobre las
posturas que los dirigentes políticos, económicos y culturales de la humanidad van
tomando frente a ellos. Es papel de los profesionales de la ética ir siguiendo el pulso del
tiempo y las fuerzas racionales del ser humano en constante progreso. ¿Qué hay de
nuevo?
He aquí algunas pinceladas de lo que he venido escribiendo para la cátedra y el periódico
reflexionando al pasar de los días en nuestro entorno, cada vez más globalizado y
también, cada vez más confuso y aparentemente más irracional en nuestro entorno. Creo
que hoy se justifica más que ayer, seguir iluminando el camino con las luces de la
conciencia moral, tanto la que procede del hombre como la que viene de Dios. Que
aunque la ética se mantenga a nivel de las categorías humanas, el hombre no dejará por
eso de ser el fruto sagrado de un origen divino.

Ciencia y conciencia

Pareciera un sentir común entre los científicos y tecnólogos actuales que la ciencia y la
conciencia caminaran por distintos rieles. Mientras la primera se mueve a campo abierto
sin rutas preestablecidas, la segunda es por naturaleza regulada, ajustada a normas,
preceptos o leyes. Mientras la ciencia pareciera ir al asalto de la naturaleza, optando por
desentrañarla, la segunda se siente afectada por un conjunto de leyes y normas que la
impiden desmandarse. Comenzando por la ley natural y moviéndose al ritmo de las leyes
positivas, la conciencia personal se circunscribe a límites y fronteras que la ciencia y
tecnología ignoran o demuestran prácticamente ignorar.

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En el nivel más alto de la trascendencia como es la fe religiosa, la misma disociación se
advierte también entre los cultivadores de la investigación sobre lo sensible y los que
reflexionan sobre los datos de la Revelación divina. Se produce así un fenómeno que en
definitiva corta la relación armoniosa entre el hombre de ciencia y el hombre de
conciencia, ya sea esta morigerada por la razón filosófica o por la razón teológica o por
ambas a la vez.

En términos prácticos, dicen los primeros: Si soy científico o técnico, observador de


células, analizador de genomas o probador de tubos de ensayo, no tengo por qué
mezclarme con la filosofía, que sigue carriles mentales de difícil, insegura y subjetiva
especulación. En ese ámbito es donde se mueven la conciencia moral o la creencia
religiosa. El científico se siente a gusto en el ámbito infinito de la ciencia, mientras
ignora o trata de ignorar el restringido campo de la moral filosófica o teológica.

Si esta postura no tuviera consecuencias personales, familiares y sociales, probablemente


habría hombres y mujeres dedicados en exclusividad a la ciencia, mientras otros podrían
ser exclusivamente dedicados al desarrollo de la conciencia y de la fe. Lamentablemente
esto no es posible, por una muy simple razón. Todo ser humano es al mismo tiempo
científico o técnico y moral o religioso. Y como dijera el antiguo Terencio: “Nada de lo
humano puede sernos ajeno”. No es ajena la conciencia para el científico, ni la ciencia
para el religioso o moral.

Hay un gran debate en nuestro tiempo, que trasciende todas las fronteras nacionales y que
ha adquirido proporciones morales y religiosas de gran envergadura. El tema central es
nada más y nada menos que el futuro de la vida y de la muerte. Puesto que la ciencia le
permite controlar la vida y en cierto modo la muerte, ¿tiene este hombre derecho a
determinar el número de los vivientes, seleccionando el número, sexo y calidad de los
que han de vivir, prolongar su vida o abortarla y extinguirla?

Es el problema de la ciencia y de la conciencia. Es, por cierto el gran problema de la fe,


que se manifiesta como natural aliada tanto de la creación, que es el origen de la ciencia,
como de la dirección y finalidad del hombre, que es el origen y el destino de la
conciencia.

No es un simple problema que se agote en una píldora que se ofrece antes o después del
encuentro hombre-mujer, que tiene como destino la vida y como sustrato el amor. ¿Qué
puede saber la ciencia, de la vida en su integración personal y qué más puede saber
acerca del amor? Tanto la vida humana como el amor pertenecen al ámbito de la
conciencia y de la fe en mayor medida que lo que son percibidas desde la ciencia y la
técnica. Y esta es la principal razón por la que un debate simplemente en paralelo y no en
convergencia no tiene ni tendrá destino.

El problema no está en la efectividad de la pastilla, sino en la moralidad del acto que se


realiza personalmente o se impulsa a realizar desde la dirección de un Estado. ¿Quién
puede afirmar que la ciencia es autónoma frente a la vida? ¿Quién puede negar que la
conciencia dirige a la ciencia en virtud de su jerarquía natural?

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Por algo aceptamos, desde que el hombre es racional sobre la tierra, el “No matarás”
como una ley natural enraizada en la misma naturaleza. Aunque la ciencia nos haya
proporcionado infinitas variaciones de cómo matar, sigue siendo para nosotros un
precepto indeclinable el de no hacerlo. Si la ciencia nos permite averiguar el modo más
refinado de matar, la conciencia nos invita a no hacerlo. Ciencia y conciencia no caminan
por distintos rieles; solamente lo hacen en apariencia, puesto que es la misma persona la
que hace ciencia y la que tiene conciencia.

Lo que más asombra en la actual discusión entre los hombres es que siga aceptándose
como posible una “cultura de muerte”, mientras vemos con mayor claridad y lógica la
“cultura de la vida”. Mientras hoy todos nos identificamos con los “derechos humanos”,
sin desfallecer un instante, estamos propiciando una distinción simplemente retórica para
poner una excepción que es solo una actitud de ilógica frente al derecho humano de los
más débiles.

¿Vale siquiera hacer una distinción sobre cuándo comienza el llamado embarazo y
cuando comienza la vida? ¿Es posible que a estas alturas de la humana racionalidad
podamos aceptar el uso del probabilismo frente a un hecho que resulta por lo menos
gravemente dudoso? ¿Cómo podremos disculparnos ante las futuras generaciones, que
tenderán a ser más racionales aún que nosotros, si nuestras acciones ilógicas de hoy traen
como consecuencia el mayor de los holocaustos de la humanidad?

Seamos racionales y sinceros con nosotros mismos. Ejerzamos la ciencia con plena
conciencia y dejemos de lado debates precarios, marginales, indignos de hombres y
mujeres del tercer milenio.

Por las dudas, no matar

Unos dicen que es abortiva, otros que no lo es. Los primeros sacan de inmediato la única
conclusión posible: No debe tomarse, ni ser recomendada, ni comercializada, ni
fabricada. Los segundos reconocen, al menos, que en la ciencia no se ha dicho la última
palabra y por tanto, afirman con cierta soltura que se puede actuar, como si no matara.
Nos referimos naturalmente a la píldora del día después, aunque también pudiéramos
hacerlo con otros mecanismos mecánicos o químicos que, a juicio también de expertos,
mantienen un margen razonable de duda, es decir que también podrían ser abortivos. Esto
lo añadimos aquí, para no escurrir el bulto al problema que es, evidentemente grave, aun
cuando no sea el que ocupa ahora el interés común. Todo lo que diga relación a la vida o
a la muerte, lo es de extraordinario valor para toda persona que se ufane de serlo, sin
distinguir entre estos a un médico, un abogado o un diputado. La vida y la muerte son
para ellos exactamente lo mismo que para un futbolista, un carnicero o un lustrabotas. Es
la vida. Es la muerte.

Para abordar la bondad o malicia de la píldora, hay que dejar a un lado toda pasión. Por el
contrario, es la cabeza fría la que debe mantenerse ante la duda. Porque de esto se trata;

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de la duda. ¿Habrá alguien que hoy, ante la avalancha de literatura científica, se atreva a
decir que aquí no pasa nada, que está más claro que el agua, que el tema importa poco y
que en definitiva da lo mismo adoptar una postura u otra? Evidentemente que no. Me
parece que una postura de esta naturaleza no merece siquiera tenerse en cuenta. Es un
simple pecado de ignorancia o de cinismo.

Frente a la duda, dice el sabio axioma moral ancestral, hay que abstenerse y en lo posible
salir de ella, antes de actuar. De lo contrario, estaríamos aceptando la posibilidad de un
mal objetivo, con la misma fuerza con que aceptaríamos un bien también objetivo.
Pongamos un ejemplo que venga a aclarar la sentencia axiomática que ordena la quietud
frente a la duda. Si usted dispara un fusil contra un blanco preestablecido con el fin de
hacer diana, para ejercitar la puntería, nadie podría decirle a usted que eso esté mal o
haga mal a nadie. Pero si a usted le entra la sospecha de que, detrás de esa diana pudieran
circular personas, naturalmente que su conciencia le apremiará a comprobar previamente
la cosa, no sea que por descuido suyo, pueda producirse un mal tan grave como quitarle
la vida a un transeúnte. Si, no obstante la duda, usted sigue disparando, se hace
responsable ante su conciencia de las consecuencias de muerte que sobrevengan. Esa es
la duda y la abstención de disparar es la única postura legítima, moral frente al hecho del
entrenamiento.

En el caso de la píldora se da una circunstancia similar. Puede que mate y puede que no
mate. ¿Podremos seguirla tomando, recomendando, vendiendo y fabricando, mientras se
comprueba el resultado? ¿Habrá que esperar la presencia de cadáveres para detener su
acción?. Pero en el caso de la dicha píldora puede haber aún agravantes. Parece ser que su
uso masivo, recomendado y bien servido por la autoridad pudiera producir no una, sino
millones de ejecuciones de seres humanos viables, puesto que su efecto, según algunos
prudentes y sabios investigadores, sería efectivamente una muerte segura del embrión o
de lo que sea, pero que es una vida en simiente.

El que la resolución moral provenga de un médico, de un juez, de un pastor o de un


político no añade al asunto más que un nuevo ingrediente para formar nuestra conciencia
personal frente al uso o no uso de la píldora en cuestión.

¿Habrá algún poder humano que pueda saltarse este principio moral, basándose en otras
consideraciones laterales de carácter demográfico, asistencial o de otra índole?
Francamente, creo que no. Es en la práctica imposible ser al mismo tiempo racional y
obrar irracionalmente, ser autoridad y actuar bajo presiones de mayorías o minorías,
cuando se trata de un bien o un mal moral posibles. En relación a la vida y la muerte no
cabe el juego. Ningún tipo de juego, ni de apuesta de ruleta, invocando el manoseado mal
menor, que en este caso no puede siquiera existir, ya que la vida siempre será tenido
como un bien mayor. ¿Acaso hay un mal mayor que el de la muerte violenta, masiva,
hecha a conciencia y bajo la conducción de autoridad legítima?

Creo que es hora de volver a la simple racionalidad de esa ética objetiva, permanente,
natural, igual para chicos y grandes, negros y blancos, creyentes o agnósticos. Frente a la
vida no hay dos morales. Solamente la que la defiende. Y ¡ojalá que en este tema no se

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mezcle ningún otro! Lejos de la pasión, aquí hay que poner cerebro. Aquí no hay
mayorías o minorías. Aquí solo cuenta la verdad, el bien y la vida.

Higiene del alma

Preocupa mucho la higiene del cuerpo. Nuestra época es particularmente sensible a la


asepsia, a la limpieza, al aire incontaminado, al ambiente limpio. Es natural. El ser
humano ha superado épocas de ignorancia y desidia. La calidad de vida se nos impone
como una tarea rigurosa a la que todo ser desarrollado aspira y en la medida en que sus
fuerzas se lo permiten, trata de hacer sensible a su alrededor. ¡Fuera la inmundicia!
¡Muerte a la suciedad! Tal vez el grito colectivo frente a los basurales en el gran Santiago
sea la mejor expresión de ese espíritu de limpieza que nos acompaña, nos asiste y nos
identifica.

Hay también una higiene del alma, invisible, sutil, de corte más bien profundo que afecta
por igual a todos y que, sin embargo, no es tan perceptible como la otra. La limpieza así
como la inmundicia del alma tiene que ver con la imaginación, la fantasía, la palabra, los
gestos, las representaciones que muestran el espíritu interior de las personas y los grupos.
A ella pertenecen otras limpiezas que merodean los universales de la verdad, de la
unidad, del bien y de la belleza, para concretarlas en los universales filosóficos que todos
tácitamente compartimos.

Hay mucha fantasía desatada en imágenes, que chocan contra las sensibilidades finas, hay
mucha palabra desembozada que rastrea en los basurales de la coprolalia, hay mucha
acción y hábito que se van haciendo costumbre, procedentes de la misma inclinación
poco veraz, poco buena y poco bella. No es exagerado afirmar que nuestro mundo
globalizado, el de las comunicaciones instantáneas y pluriformes, está infectado de
inmundicia de muchos órdenes. ¡Cuánta basura a nuestro alrededor, presentada, sugerida
o servida, sin posibilidad de escape, en la calle, en la casa a través de cables y señales
inalámbricas.

Decir la verdad y actuar de acuerdo a lo que decimos, preferir el bien y actuar en


conformidad a lo bueno, favorecer la unidad y no la división y finalmente optar por la
belleza en vez de hacerlo por lo feo, son las manifestaciones que distinguen un alma
limpia de una sucia. Son, en su conjunto, las opciones libres del hombre que manifiestan
la higiene del alma.

Un conocido autor americano – Soglow – ha consagrado una frase proverbio de validez


universal que bien pudiera ser el test de la higiene del alma a la que nos referimos, como
contrapartida de la más conocida higiene del cuerpo. Dice así: “Cuida tus pensamientos,
que se convierten en palabras; cuida tus palabras, porque se convierten en actos; cuida
tus actos, porque se convierten en hábitos; cuida tus hábitos, porque se convierten en
carácter; cuida, finalmente tu carácter porque en él te juegas tu destino”. En jerga moral
podríamos traducirlo como una invitación a limpiar o purificar desde adentro la
intención, con el fin de suscitar buenas acciones. Certeramente, Soglow ha dispuesto una

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secuencia lógica que pertenece a la sabiduría universal y que por su lógica racional puede
ser suscrita por toda filosofía humana de cualquier procedencia: Toda ella nos asegura
que la higiene del alma tiene su raíz en el pensamiento y culmina en el carácter de la
persona. Correspondencia que nos lleva a predecir en nosotros mismos la conducta que
tendremos y anticipar los resultados positivos o negativos de nuestra conducta.

Pensar bien, pensar rectamente, pensar positivamente, pensar limpiamente, he ahí el


secreto de palabras, acciones y hábitos buenos, rectos, positivos y limpios. Las acciones y
los hábitos siguen al pensamiento y a las palabras que los enuncian como la carreta a los
bueyes, como la sonrisa al gozo interior, como la rigidez facial a la ira.

Habría que añadir, por cierto, que los pensamientos se alimentan con imágenes, con
palabras y acciones ajenas, con propuestas que vienen de nuestros maestros de cada día;
padres, amigos, líderes, profesores, comunicadores, artistas, políticos, consejeros,
críticos, aduladores y en general de todos los que nos rodean cada día..

En la contingencia de cada día, la que nos toca vivir que no es ni mejor ni peor que la de
ayer, cabe preguntarse por esta higiene del alma, un poco menos percibida y sentida que
la del cuerpo, pero tan necesaria para la convivencia saludable, como la estrictamente
corporal.

Frente a las enormes inmundicias en el ámbito del espíritu, como pueden verse, por
ejemplo en nuestros medios masivos de entretenimiento y a veces en nuestra convivencia
ciudadana, ¿podremos esperar que haya una voluntad unánime de la muchedumbre, que
se oponga con la misma tenacidad a los basurales del espíritu? ¿Cuántas poblaciones
estarían dispuestas a salir a la calle para exigir que la suciedad que nos llega hasta el
alma, de adultos y de niños, de mujeres y hombres, sea rechazada con igual vigor y
persistencia?

Es una reflexión que se me ocurre plantear a propósito de vertederos, basurales y otras


inmundicias que atentan contra la higiene del cuerpo. Es muy sano cuidar nuestro cuerpo.
El antiguo aforismo decía: “Mens sana in corpore sano”, porque presuponía que el interés
más perseguido por el hombre decía relación a su mente, a su espíritu. Hoy, los hechos
parecen contradecir esta sentencia. Al acentuar tanto el “corpus sanum”, pareciera
advertirse un descuido en cuanto a la sanidad del espíritu. Tal vez sea necesario insistir en
esta tarea. Es preciso insistir en la higiene del alma.

Fármacos, armas o bionegocio

En la moderna medicina, todo pareciera orientarse hacia la investigación y aplicación de


técnicas relacionadas con la cirugía y la farmacología, o más precisamente a la
intervención genética o biotecnológica, por distintos productos y por la aplicación de
complejas técnicas.. Mientras el médico medieval asistía a la persona enferma como un
maestro de la salud o un buen padre y consejero de la vida, los cirujanos eran totalmente
ajenos a la actividad propiamente médica. Los boticarios eran los que entendían de

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preparados que el médico podía recomendar o aplicar. Los que operaban eran los
barberos; eran los técnicos en cortar, amputar y coser miembros dañados. Hoy día, sin
embargo, es la cirugía guiada por la genética, la que manda en el quehacer que
conocemos como tecnología médica.

En virtud de esta evidente diferencia de rol que se ha producido en el ámbito de la


profesión médica, pareciera encontrarse una de las razones que llevan a la fuerte
discusión que sobre la vida humana, se ha venido acrecentando en todo nuestro mundo
académico, científico y tecnológico. Lo que hasta ayer era obvio sobre la profesión
médica, hoy pareciera desvanecerse. El de ayer se ocupaba de los enfermos; hoy se ocupa
de los casos clínicos, de los pacientes o más directamente de los clientes. Ayer se operaba
a un hombre, hoy se operan vesículas o se hacen exámenes de laboratorio. Ayer el
médico era un personaje más parecido al padre y la madre con el agregado de la sabiduría
sobre la salud y hoy pareciera tornarse más bien en un ingeniero de alta especialización
en genes, fármacos y reactivos. Ayer era un maestro y hoy es un técnico.

Es muy posible que la especialización médica haya conducido a muchos profesionales de


la salud al ejercicio de la investigación y la técnica como un fin en sí, dejando para mejor
ocasión, la vuelta a una medicina general que se encuentra con la persona que está
enferma y que busca volver a la salud.

Al mismo tiempo que la medicina como técnica avanza, la comunidad académica de


visión integrada, o sea la Universidad principalmente, ha ido precisando algunos campos
que no pueden disociarse entre sí, sin un grave peligro para el ejercicio moral de esta
profesión. A la biotecnología y a la biogenética se le están añadiendo otros campos de
preocupación como el de la bioindustria o como la llama Daryl Koehn “el bionegocio”
(Ética de los bionegocios, de la tecnología y de la ingeniería genética, Universidad de
Santo Tomás, de Houston, USA 2001). Este neologismo viene a completar el elenco más
complejo de las distintas actividades sobre el tema universal de la vida Es un nuevo
referente para que el estudio sobre la vida humana se vaya haciendo más enciclopédico.

Al desarrollar el concepto, la profesora de Texas propone una tesis que va haciendo


camino en el último tiempo: La biotecnología por medio de sus cultores ha exigido su
autonomía de cualquier otra connotación de carácter “no científica”, asegurando que la
libertad de investigación no tiene límites y que en la práctica del laboratorio todo es
posible y por lo mismo realizable. La libertad de investigación no podría ponerse en
discusión a estas alturas de la historia. Pero desde el punto de vista ético, esta postura no
puede tener destino razonable..A partir de esta postura, los biotecnólogos pueden dar un
salto cuantitativo que proyecte su estudio al más alto nivel de desarrollo de nuevas
industrias cuya proyección económica es fácilmente predecible. Las expectativas no
quedarán por debajo de lo que producen los grandes negocios de la informática, la droga,
la aeronáutica, los armamentos y la pornografía. Simplemente con apreciar lo que
significan los negocios proyectables de la cirugía plástica, del aborto y de los
anticonceptivos, de las clonaciones o intervenciones genéticas, no hay duda que estamos
frente al “bionegocio”, como uno de los nuevos fenómenos que más abren el apetito a los
buscadores de riqueza. El problema será siempre el mismo: ¿Tiene la misma validez

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moral un negocio de informática que el de la droga o la pornografía?. En relación a la
medicina habrá que preguntarse otro tanto ¿Da lo mismo el negocio de la cirugía plástica
que el del aborto, la clonación o la intervención genética?.

Y es aquí donde el problema moral se hace verdadera cuestión o interrogante para la


clase médica y para todos aquellos que en nombre de la medicina pretenden desgajar lo
que nunca puede ser desgajado; la ciencia y la conciencia, la tecnología y el hombre, la
investigación y su aplicación por el hombre.

Bastaría una simple consideración racional para advertir el alcance que una separación de
esta naturaleza pudiera producir en el futuro de la humanidad. Si es que la tecnología
debe ser independiente de la moral ¿en virtud de que razón vamos a desautorizar la
creación de homínidos para hacerlos esclavos o la aplicación de humanicidas, así como
ahora aplicamos pesticidas, hormiguicidas o herbicidas?. Si lo anterior es posible
tecnológicamente hablando y la moral no puede interferir en el camino de la ciencia
¿quién podrá oponerse a su aplicación?

El problema que la humanidad se plantea ante los innegables progresos de las ciencias
biológicas es sencillamente este: Que no todo lo que es posible hacer, se puede hacer. So
pena de que estemos dispuestos a aceptar cualquier tipo de acción destructiva sobre la
humanidad o el planeta, simplemente basados en la autonomía total de la ciencia.

Ante el advenimiento de los bionegocios, habrá que detenerse a pensar, si estos pueden
tener algún límite ético. O si, definitivamente, el futuro de la humanidad dependerá más
de los antiguos “barberos” y no de los siempre requeridos médicos, que si bien saben de
enfermedades, actúan siempre sobre personas enfermas, más que sobre enfermedades.

Por último habrá que hacerse otra pregunta: ¿En qué categoría racional deberán colocarse
las llamadas píldoras abortivas?, ¿Entre los fármacos, las armas químicas o los
bionegocios?

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Textos de Ética UST

La Universidad Santo Tomás atribuye una importancia especial a los cursos de ética
general y especial que imparte en todas sus carreras y que son objeto de investigaciones
por parte de sus profesores, asociados bajo el Centro de Estudios Tomistas y el Instituto
BERIT de la Familia.
El profesor Jesús Ginés Ortega ha venido ejerciendo la cátedra de Ética desde hace ya
varios lustros en varias Universidades del país, contribuyendo con sus textos, columnas y
artículos especializados a crear una pequeña “Biblioteca ética”, de la que este texto es
solamente una muestra.
Entre los textos publicados “ad usum scholarum” y disponibles en la Universidad Santo
Tomás, se encuentran:
– Ética del Maestro
– Ética del Trabajador Social
– Ética del Médico Veterinario
– Ética de la Secretaria
– Ética del Arquitecto
– Ética del Empresario
– Ética y liderazgo

El Centro de Estudios Tomistas cuenta también con una antología de textos de ética de
Santo Tomás de Aquino, así como una serie referida a las Virtudes.

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