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La Crítica de la Razón como posibilidad de una fe adulta

1. Por qué pareció imposible optar antes de pensar


2. Un error sumamente fecundo
3. La fe como presupuesto para pensar
4. Las nuevas coordenadas de la confesionalidad

1. Por qué pareció imposible optar antes de pensar


El ideal de la razón, en Occidente, puede resumirse en objetividad y claridad, análisis y
totalidad. La objetividad implica o pretende una distancia, y en ese sentido se contradistingue
de la opción. Optar es acercarse, y por eso la razón moderna, como diosa celosa, ha
desconfiado de toda opción previa o paralela al uso consecuente y exclusivo de ella misma.
Con otras palabras: ser razonable ha parecido incompatible con ser creyente. Creer es optar
antes de, o por lo menos sin, la construcción que la razón alcanza con su propia claridad.
Según esto, no se puede ser un interlocutor racional desde una postura confesional.
Semejante conclusión cobra toda su fuerza allí donde la sociedad espera que la construcción
racional sea más compacta y extensa, esto es, con mayor unidad interior y cohesión de
discurso exterior. Hablamos de la universidad, que, desde su mismo nombre, alude a un
"todo" comprendido y comprehendido.
Así pues, videtur quod... parece que es imposible una cátedra confesional, y mucho menos
una universidad confesional.
Frente a esta conclusión, inexpugnable en su propia lógica, poco puede hacerse, a menos que
se revisen los presupuestos que han servido de punto de partida. Con todo, en una especie de
ironía de la historia, han sido los paraísos de la razón quienes han ayudado a destronar a su
señora.
Pues, si es verdad que las críticas externas poco han logrado contra el racionalismo, aparte
de levantar más los muros del prejuicio y el mutuo desprecio, también es cierto que la crítica
de la razón, diríamos "desde sí misma", ha mostrado límites que permiten, hoy mejor que
nunca, abordar la "aconfesionalidad" metodológica como un mito del que conviene empezar
a despedirse.
El hecho es que el mismo recurso que arrumó en calidad de "fábulas" a todas las creencias
anteriores o paralelas a la razón, hoy nos invita a desconfiar de esa nueva mitología, la que
supone un saber aséptico, impersonal, autocontenido y totalizante.
Es ilustrativo repasar un poco cómo se llegó a tal crítica racional del razonar y de la razón.
2. Un error sumamente fecundo
La cosa empezó cuando los frutos más preciados de la razón, aquellos de la naciente físico-
matemática, obligaron a plantearse la cuestión de la distancia entre la razón humana y su
propio quehacer. Fue Kant, a la sazón, quien abordó semejante problema, aunque los
términos en que lo propuso no revelaban de inmediato su contexto. Debemos a Popper el
desvelamiento de la génesis de la pregunta kantiana por los juicios sintéticos a priori.
En efecto, esta pregunta no era para Kant un interrogante abierto a cualquier respuesta sino
algo que él consideraba ya cumplido en el espectacular acierto de Isaac Newton, que pudo
elaborar un constructo racional coherente en sí mismo, en cuanto sistema matemático,
anterior a la experiencia (y que por ello es a priori), que sin embargo dice algo sobre el mundo
más allá del análisis de su propio contenido semántico (y que por ello es sintético).
La obra cumbre de Newton, los Principia Mathematica, era, ante los ojos ilustrados del
filósofo de Königsberg, la demostración de la riqueza y las posibilidades de aquello que la
razón "pura" —esto es, antes del conocimiento del mundo— podía alcanzar. La apuesta de
Kant, entonces, a favor de los juicios sintéticos a priori, lo mismo que su monolítica confianza
en un sistema de categorías mentales, no nacieron "a priori", paradójicamente, sino "a
posteriori", a saber, después de ver el gran triunfo de la razón que, desde sí misma, podía
enseñorearse no sólo de la tierra sino incluso de los astros lejanísimos.
Esta explicación sobre el origen de la gran pregunta kantiana nos ayuda a entender también
los términos de la crítica que de allí se siguió al quehacer racional. Para Kant era obvio que
Newton había alcanzado un resultado tan verdadero como definitivo, y precisamente por su
carácter de "definitivo" podía servir de indicación en la búsqueda de las estructuras mentales
anteriores a la experiencia que habían servido para conseguir tan brillante logro. No es lo
único que participa de la inmovilidad de lo eterno, según el pensamiento del filósofo alemán.
Es sabido que para él la lógica poco o nada había avanzado después del genial planteamiento
de Aristóteles.
De estos resultados "inmóviles" y "definitivos" casi nada queda en el concepto mismo de
ciencia que hoy nos resulta común. Newton ha sido mejorado por Einstein y Aristóteles
aprendería con gusto muchas cosas nuevas en la lógica matemática o las lógicas no discretas.
No recordamos estos hechos como simples errores de un pensador genial sino como hitos
importantes en la comprensión del hecho mismo de razonar. Kant quería "poner orden" en la
actividad racional por excelencia, es decir, según su criterio, la filosofía, de modo que, así
como se veía despegar a la ciencia con vigor sostenido hacia las alturas de los astros y la
gravitación universal, así también el pensar mismo pudiera encontrar por fin su camino
propio, a partir de sus estructuras más básicas e inconmovibles. Pero resulta que eso básico
e inconmovible recibía su fuerza de una constatación que a Kant le pareció indubitable pero
que no resultó tal. Es decir: el problema quedó planteado con acierto pero la respuesta no fue
acertada.
3. La fe como presupuesto para pensar
Descubramos el punto: la razón pide credenciales a todo conocimiento, se erige como árbitro
de toda discusión y declara que tiene la distancia "objetiva" necesaria y suficiente para
elevarse como señora, si no es como diosa. Pero cuando se le pregunta por su propia
constitución y la razón de su autoridad, un primer intento, notable pero fallido, nos deja
perplejos.
La brecha abierta por Kant —digámoslo con valor, aun a riesgo de simplificar demasiado los
hechos—, no ha podido ser del todo sanada. ¿Cuál es el método que permite llegar a la razón
antes de que ella misma nos informe del mundo? ¿Existe de hecho tal método? Hegel acude
a una especie de ley dialéctica de carácter necesario, en la que unos mismos ritmos permiten
hablar de la historia, la estética, la lógica y la ontología. Husserl, por mencionar sólo a otro
gigante, decide nada menos que refundar el saber de Occidente sobre las bases de un
conocimiento anterior a la díada trágica sujeto-objeto y establece la fenomenología. ¿Está
resuelto el problema? Husserl creía que Hegel no lo había conseguido; Heidegger y con él
una buena parte de los pensadores del siglo XX creen que a Husserl se le escapó algo
esencial...
Y bien, ¿es esa la razón robusta, fiable y venerable que va a juzgar de todo otro conocer en
la raza humana? ¡Si ni siquiera sabemos si hay una razón!
Por ahora quedémonos con ese resultado "negativo" para volver a los planteamientos
iniciales. Razonar y optar parecían incompatibles desde la presuposición de completa
objetividad de la razón. Pero una razón así separada (y sólo podía ser objetiva tomando
distancia) resultó incapaz de explicar la fuente de su propia verdad y de revelar el principio
de su propia claridad.
O dicho de un modo más drástico: para aceptar semejante autoridad de la razón hay que hacer
un gran acto de fe. No se ve entonces por qué quienes hacen esta opción, a la que en justicia
habría que llamar "racionalista", luego quedan autorizados para prohibir otras opciones
posibles. Si el racionalismo es una fe —con un extenso credo, además— el diálogo fe-razón
es en realidad un diálogo fe-fe, o mejor, un diálogo al interior de la indigencia y a la vez
grandeza de la inteligencia humana, que en sus calados más íntimos se roza con el misterio.
En tal profundidad, de otra parte inexorable para quien quiera llegar hasta el fondo en su
preguntar, la fe no es otra cosa sino un presupuesto para pensar.
4. Las nuevas coordenadas de la confesionalidad
Toda simplificación tiene algo de injusticia y todo resumen algo de engaño. En los
planteamientos precedentes hay, pues, algo de injusto y algo de engañoso. Pero estimo que
sus grandes trazos tiene algo que decirnos. Podemos decir que la objetividad "ingenua", esa
que suponía un sujeto cognoscente desapasionado, siempre igual a sí mismo, penetrante y
sereno, capaz de atraparlo todo en palabras... esa objetividad sencillamente ha muerto.
Lo cual, desde luego, no significa, sin más, el retroceso al mundo del mito, el animismo o el
dogmatismo cerril. El mundo no ha quedado como si nada hubiera sucedido y nada será igual
después de la crítica de la razón a todo, incluida la propia racionalidad.
Hemos aprendido, sí, que la razón crítica no es la primera palabra en el discurso racional.
Hay un "relato" primero, un algo anterior a la razón pero no contrario a ella ni analizable por
ella, que es el "desde dónde" de su primordial preguntar. Ese desde dónde hace posible el
enunciado de aquello que luego se convierte en la pregunta madre o raíz del discurso propio
de la "filosofía primera" y de las correspondientes "filosofías segundas".
En el relato primero coexisten las grandísimas y generalísimas asunciones que preparan toda
la actividad de la inteligencia, tales como la estabilidad del ser y la constancia de la capacidad
racional humana; algún grado de transparencia en el lenguaje, y otras cosas básicas,
probablemente no categorizadas ni pronunciadas aún.
A ese relato se accede propiamente a través de la experiencia vivida, única capaz de crear un
"contexto" para el "texto" de la razón. La razón, de hecho, obra haciendo un "texto" en
diálogo con el "con-texto".
Como el acervo de experiencias vividas es compartido hasta un cierto punto por un conjunto
de contemporáneos, cabe hablar de un horizonte de comprensión relativamente común, en el
cual se propagan meméticamente algunas preguntas más o menos articuladas. Al núcleo más
definible de esas preguntas se le suele llamar una problemática, atmósfera que determina qué
"viene al caso" en la correspondiente altura de la historia. Con estos términos podemos
ofrecer un resumen aproximado de lo más admitido en la hermenéutica de la segunda mitad
del siglo XX.
Una educación confesional, pues, —o, en general, una presencia confesional fuera del ámbito
privado—, no ha de consistir entonces en un retroceso al mundo precientífico, al modo de
una secta iniciática, ni puede hacer pares con el fundamentalismo huraño que en todo ve
enemigos; pero tampoco puede constituirse en tardío gueto de positivismos superados al
interior de la ciencia misma. Por cierto, estas son todas opciones que, un poco para desgracia
suya, ha tomado la Iglesia Católica, desde la "derecha" hasta la "izquierda".
No es fácil encontrar el huidizo punto medio, pero es menester buscarlo sin recetas, sin
complejos, sin descanso.
Está cerca de la sensatez que permite reconocer la validez de las propias experiencias
fundantes, sin erigirlas, en cuanto experiencias, en única verdad posible. Y, sin embargo,
cerca también —paradójicamente— de la pretensión, en cuanto contenido, de aproximación
válida a la verdad única que todos buscamos.
En efecto, así como no es posible el diálogo sin apertura, tampoco lo es sin alguna certeza
innegociable. Y quien diga que en nada es dogmático tiene dos posibilidades: admitir que los
demás no deben ser como él, o presionar, en contra de sí mismo, para que todos piensen lo
mismo del método que pregona. Además, es simplemente honesto reconocer que uno no está
dispuesto a negociarlo todo.
Aparece así el rostro, insondable pero no ambiguo, de la presencia confesional: honestidad
para no traicionar lo propio, apertura para no oprimir al otro; sinceridad en camino; diálogo
hondo; palabra densa, que anuncia, revela y libera.

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