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El negro en el Río de la Plata (parte 2)

Por Ricardo Rodríguez Molas

Decadencia de la trata de esclavos

Los acontecimientos militares anteriores a 1810, la situación internacional y otros factores de


carácter interno interrumpirán prácticamente el comercio infame en el Río de la Plata. Los
precursores de los sucesos de Mayo y los ideólogos de la Revolución no plantean en sus escritos, o
lo hacen tangencialmente, aquella temática. Tengamos en cuenta de que recién el 9 de abril de
1812 la Junta de Gobierno de Buenos Aires prohíbe el ingreso de las naves negreras al Río de la
Plata, y tampoco olvidemos que, debido a la segregación del Virreinato y a la ocupación española
del Alto Perú, se interrumpe el envío de mano de obra servil a Chile, Potosí y Lima, centros
principales de la actividad negrera. Por otra parte, Buenos Aires, suficientemente abastecida
durante los últimos veinte años, sin manufacturas importantes, sin industrias, sin plantaciones, no
tiene en aquel momento mayor interés en la importación de negros.

Las ideas abolicionistas y las de la Revolución Francesa tendrán su expresión más clara en las
determinaciones de la Asamblea de 1813. En la sesión del 4 de febrero se decide “Que todos los
esclavos que de cualquier modo se introduzcan desde ese día, de países extranjeros, queden libres
por el solo hecho de pisar el territorio de las Provincias Unidas”. Pero la determinación tiene
escasa vigencia. Un vecino poderoso, el Imperio del Brasil, con aproximadamente un millón y
medio de esclavos y una producción agrícola sustentada en la mano de obra servil, no ve con
buenos ojos aquella intromisión en la propiedad de sus súbditos.

La monarquía teme que la legislación abolicionista del Río de la Plata perjudique a los colonos
fronterizos y que los esclavos, alentados por la medida, huyan hacia las Provincias Unidas. Y en
Buenos Aires, el 29 de diciembre dejan sin efecto lo obrado por la Asamblea a pedido, según lo
señalan, de Su Alteza el Príncipe Regente de Portugal, y establecen que “todo esclavo
perteneciente a los Estados del Brasil que hubiese fugado o fugase en adelante sea devuelto
escrupulosamente a sus amos...”. Días más tarde (21 de enero de 1814) permiten que cualquier
viajero que llegue al Río de la Plata introduzca libremente los esclavos que conduce en calidad de
sirvientes.

La participación de los esclavos en los ejércitos libertadores de Chile y del Perú, como
posteriormente en la guerra que sostendrá el país contra las pretensiones expansionistas del
Imperio del Brasil, contribuye, junto con otros factores, a la disminución de la población negra
tanto en Buenos Aires como en el interior. El alejamiento de los hombres permite asimismo el
mestizaje y detiene el crecimiento vegetativo de los elementos racialmente considerados africanos
puros. En determinado momento, aproximadamente en 1817, los hechos señalados crearán una
fuerte escasez de mano de obra servil, oportunidad de inmediato aprovechada por viajeros
arribados del interior para obtener buenas ganancias con la venta de esclavos introducidos en
calidad de sirvientes. Sin llegar a los extremos anteriores a 1810, el interés por el lucro fácil origina
abusos de toda índole: contrabandos, falsificación de documentos y otros fraudes similares son
tan frecuentes que el 3 de setiembre de 1824 se prohíbe la venta de los esclavos que introducen
los viajeros (“Constando al gobierno los abusos que comienzan a hacerse”). El 15 de octubre de
1831 el gobernador Juan Manuel de Rosas permite nuevamente la enajenación de los esclavos que
introducen los viajeros y deroga el decreto de 1824 (Archivo General de la Nación, Buenos Aires,
Policía, 1831-33, libros 62-64). Dos años más tarde, debido a la crítica periodística, se anula la
medida (27 de diciembre de 1833). En el ínterin se venden en Buenos Aires gran cantidad de
negros bozales que transportan las naves extranjeras que arriban a la ciudad. La ley sancionada en
1833 establece que los esclavos decomisados queden en poder de aquellos que denunciaron su
ingreso y puedan usufructuar el trabajo de éstos teniéndolos en custodia (patronato). Asimismo es
conveniente aclarar que el derecho de patronato es transferible mediante venta.

El 24 de mayo de 1839, el ministro de relaciones exteriores firma un tratado con Gran Bretaña por
el cual el país se compromete a cooperar en la campaña emprendida contra el tráfico infame.
Cooperación que determina la ayuda que deben prestar las naves de guerra argentinas en la
captura de mercantes negreros.

Discriminación y prejuicio racial

Algunos hispanistas como Richard Konetzke sostienen la preeminencia del pensamiento


estamental de la Edad Media en las posesiones del Nuevo Mundo. En las colonias de España los
blancos desprecian los trabajos manuales que, sostienen, sólo competen a las poblaciones
sometidas. Para los peninsulares y sus descendientes, ser indiano significa, en relación con los
mestizos, negros e indios, tener calidad de noble. Influye en ello la motivación que impulsó a
cientos de miles de inmigrantes a trasladarse al Nuevo Mundo y que puede resumirse en una sola
frase: adquisición de riquezas con el menor trabajo posible. A muchos la realidad de la geografía
del Río de la Plata, la inmensidad de su llanura y la rebeldía del indio, los pondrá en contacto con
un mundo muy distinto del que se habían imaginado.

En Buenos Aires, la pampa y las distancias que la separan de los centros poblados del interior,
estrecha a sus vecinos en el siglo XVII y gran parte del siguiente, en miserables ranchos de paja y
barro; la llanura es uno, y no el menor, de los obstáculos que se deben vencer para alcanzar
Córdoba, Chile o el Alto Perú. Y más allá, la cordillera y las travesías interminables. Ni siquiera un
río que facilite la comunicación con aquellos centros.

La mayor parte de los inmigrantes españoles pertenecen a los estratos más bajos de la Península.
Miguel Herre, miembro de la Compañía de Jesús, retrata con la mayor justeza la realidad porteña a
comienzos del siglo XVIII: “En esta parte del Nuevo Mundo –escribe– son tenidos como nobles
todos los que vienen de España, o sea todos los blancos; se los distingue de las demás gentes en el
lenguaje, en e! vestido, pero no en la manutención y habitación, que es la de mendigos; no por eso
dejan su ufanía y su soberbia; desprecian todas las artes; el que algo entiende y trabaja con gusto,
es despreciado como esclavo; por el contrario, el que nada sabe y vive ociosamente, es un
caballero, un noble”. Y con posterioridad a 1810 encontramos opiniones semejantes en los
testimonios de los viajeros que visitan el interior. Los hermanos Robertson, comerciantes ingleses
afincados en el litoral en las primeras décadas del siglo XIX, describen detenidamente las
condiciones imperantes en la ciudad de Corrientes y califican a la autodeterminada “gente
decente” como a miembros de una sociedad atrasada y supersticiosa, cerrada a cualquier
influencia renovadora a pesar de hallarse en la mayor barbarie.

Para el español, tanto el peninsular como el indiano, nobles son quienes no tienen entre sus
descendientes a moros, judíos o negros. Para la obtención de cargos públicos presentarán testigos
y árboles genealógicos que demuestren su nobleza y la ausencia de mala raza entre sus
antecesores de tres generaciones. Esta preocupación racista se asocia con prejuicios religiosos
heredados por los descendientes de la clase social dominante. El historiador contemporáneo Julio
Caro Baroja (miembro de la Real Academia de la Historia de España) sostiene: la existencia de un
germen y, más de un germen, de una preocupación típicamente racista y concretamente
antisemita insertada dentro de la noción de “limpieza de sangre”. Concepto este último que
tampoco significa, y de manera especial para el español americano, absoluta pureza de sangre
blanca.

La estructura social en el Río de la Plata presenta características similares a las de otros ámbitos de
Hispanoamérica. Una estructura asociada íntimamente con los prejuicios raciales que sitúa al
blanco en la cima de la escala y al negro en último lugar. Para el negro la movilidad social por
medio del matrimonio era prácticamente imposible y menos por línea materna. En algunos casos –
como lo señalan testamentos del siglo XVIII– el blanco toma a su cargo al hijo habido con una
mulata o una negra. Pero el mestizaje será más frecuente en la campaña, donde la barraganía es
un hecho común.

A partir de la segunda mitad del siglo xVIII la población de la campaña aumenta


considerablemente; mestizos del norte y centro del actual territorio del país migran hacia la
llanura de Buenos Aires, las cuchillas de la Banda Oriental y las estancias de Entre Ríos, Santa Fe y
Córdoba. Muchos descienden de los primeros pobladores españoles y racialmente abarcan el
amplio espectro que separa a los mestizos de los españoles. Estos blancos marginados trabajan
periódicamente en faenas rurales y forman parte de una población con características especiales.

Como decíamos, el mestizaje se produce fuera de la ley. Y el hecho será total durante el siglo XVIII
al hacerse más estricto el concepto de superioridad racial. En 1762, en un documento eclesiástico
de Buenos Aires se decía: “No sólo son muchos los extravíos que hace el pueblo echando los
párvulos y dándolos a algún confidente en las iglesias... en los patios y puertas de las casas
cometen muchas culpas de pensamientos, palabras y acciones, sino a veces también en los
cementerios y puertas de las iglesias, mientras están haciendo los entierros” (citado por Carlos
Correa Luna en Don Baltazar de Arandía. Buenos Aires, 1918, pág. 29).

En Córdoba plantean en varias ocasiones a las autoridades los excesos sexuales que se cometen
durante las procesiones nocturnas de Semana Santa y solicitan la prohibición de las mismas.
Aluden a las relaciones entre personas de diferentes condiciones sociales. Y en Buenos Aires una
“Satirilla festiva” les recuerda entre otras cosas a los porteños de 1802: “Que en esta tierra muy
pocos se quieren matrimoniar y en la Cuna, diariamente vayan niños a botar”.

Carlos III establece por una pragmática que los parientes de una pareja de novios pueden
oponerse al matrimonio de éstos si por considerar dudosos los antecedentes de cualquiera de los
cónyuges crean que la unión sería perjudicial para el honor de la familia.

Se legisla en aquel momento algo que está íntimamente unido a las ideas de la clase dominante.
Muchos años más tarde seguirá considerándose como infame a quien posea antecesores africanos
en la familia. Esta concepción racista tendrá plena vigencia tanto en la sociedad tradicional como
en las clases desposeídas.

Todos aquellos con caracteres físicos que acusen rasgos africanos son considerados personas viles.

Un falso rumor cuestionando el origen español de una familia bastaba para difamarla. Los
términos empleados para señalar a los “hombres de color” y a sus descendientes delatan
asimismo el desprecio racista. Solórzano Pereyra (jurista del siglo XVII) al sostener la necesidad
que tienen las Indias de mano de obra esclava, aconseja que se valgan de negros, mestizos y
mulatos libres de los cuales –escribe– “hay tanta canalla ociosa en estas provincias” (Política
Indiana libro II, cap. III, nº 11). Los mulatos, opina luego, “toman este (nombre) en particular,
cuando son hijos de negra y de hombre blanco o al revés, por tenerse esta mezcla por más fea y
extraordinaria y dar a entender con tal nombre, que le comparan a la naturaleza del mulo”.
Aunque libres, los negros están regidos por rígidas normas legales. “Tienen la obligación de
permanecer bajo las órdenes de un amo; de convivir bajo la tutela de personas conocidas; no
pueden andar libremente de noche; les está prohibido llevar armas; las mujeres no pueden
adornarse con joyas ni vestido de seda.4 El sistema de castas determina asimismo diferencia en las
penas ante un mismo delito. Los castigos corporales tendrán exclusiva vigencia entre los
pobladores socialmente menos considerados y con mayor intensidad para negros y mulatos. Al
consultarse en 1785 si era permitido azotar a los culpables de delitos leves, responde cierto asesor
jurídico que sí podría corregírselo mediante azotes en un sitio público siempre que el acusado
fuera persona de “baxa suerte”. En 1758 el gobernador de Córdoba establece la aplicación de una
marca de hierro candente sobre el cuerpo de quienes, por ser vagos, jugadores y enviciados
considera como rebeldes, pero siempre que los inculpados sean indios, negros o mulatos “...
doscientos azotes y sean marcados con una erre de a geme”,5 escribe. (Citado por Ernesto
Quesada, La vida colonial argentina, Buenos Aires, 1917, p. 35)

En muchos casos los castigos (treinta, cincuenta, doscientos o más azotes se aplican sin la
confección del correspondiente sumario, pues no era necesaria la actuación de jueces ni la
exposición de testigos. El Cabildo de Córdoba recuerda en 1789 que a los ladrones, siendo mulatos
o negros, siempre se los azotó “sin más figura de juicio ni perder tiempo en procesarlos”.6 Los
bandos de los gobernadores y virreyes en todos los casos ordenan la flagelación de los reos
considerados de “color baxo” como denominan a negros y mulatos.

La Real cédula de 1789 sobre el tratamiento que debe aplicarse a los esclavos, considerada por los
historiadores como un paso positivo en las relaciones entre amos y esclavos, insiste en la
necesidad de castigar con azotes a los negros ante el incumplimiento de sus deberes. Establece en
su capítulo VIII que “podrá y deberá ser castigado correccionalmente por los excesos que cometa,
ya por el dueño de la hacienda, o ya por su mayordomo, según la cualidad del defecto, o exceso,
con prisión, grillete, cadena, maza, cepo, con que no sea poniéndolo en éste de cabeza o con
azotes, que no pueden pasar de veinticinco, y con instrumento suave, que no les cause contusión
grave, o efusión de sangre”. Las penas por delitos que sus amos creyeran conveniente castigar con
mayor severidad debían ser aplicadas por la justicia.

Por esa causa muchos entregan sus esclavos a las autoridades civiles. Enviados a la cárcel pública
por determinado tiempo, los abandonan sin alimentarlos, sistema que seguirá empleándose con
posterioridad a 1810 sin diferencia alguna. Asimismo las penas corporales continúan siendo
privativas de las clases consideradas inferiores. El movimiento de 1810 no se preocupó
directamente por mejorar las relaciones entre amos y esclavos, aunque es justo señalar que la
aparición de nuevos factores económicos, sociales y militares, vinculados con el proceso
revolucionario, irán determinando cambios favorables a la condición del negro.
A pesar del espíritu de la legislación de la Asamblea de 1813, los castigos corporales continúan
aplicándose y siempre a los componentes de las antiguas castas. Tanto en Buenos Aires como en el
interior, la costumbre perdura hasta fines del siglo pasado.7

Los hombres de color, libres o esclavos, mulatos o negros “atezados”8 también están totalmente
excluidos de la enseñanza de las primeras letras, por expresa disposición de las autoridades. Sobre
el particular ordenan los cabildantes de Buenos Aires, el 8 de mayo de 1723, al maestro Alonso
Pacheco que no debe enseñarles a leer, escribir o contar. Sólo está autorizado, pero “teniéndolos
separados”, a darles nociones de religión. Y agrega que “no los saque a los actos públicos sino
apartados de los españoles para que no se junten”. En términos generales, esta disposición
perdura hasta algunos años después de 1810, y sólo se atenúa lentamente. En 1823, la Sociedad
de Beneficencia dispone la creación de una escuela para niños de color, apartados hasta aquel
momento de la enseñanza de las primeras letras. En 1833 esa y otras escuelas funcionan en
distintos barrios de Buenos Aires, y conocemos la existencia de otra instalada en 1855 en la
Catedral del Norte. Informes posteriores señalan que por falta de fondos debieron ser
clausuradas. En 1877, los morenos de Buenos Aires –calculamos su población en
aproximadamente seis mil almas– solicitan la creación de escuelas para los descendientes de los
antiguos africanos. Pero si bien la enseñanza de las primeras letras les está vedada en la época
colonial, muchos amos y especialmente congregaciones religiosas enseñan a los esclavos a
ejecutar algún instrumento.

Las limitaciones continúan: Cabello y Mesa a comienzos del siglo XIX prohíbe formar parte de la
sociedad literaria que piensa establecer en Buenos Aires a quienes define como personas de “mala
raza”, es decir que no sean cristianos viejos, sin tacha de negro, mulato, chino, zambo, cuarterón o
mestizo. Y como sostiene en El Telégrafo Mercantil (abril de 1801) “se ha de procurar que esta
Sociedad Argentina se componga de hombres de honrados nacimientos”. Posteriormente, la
segregación tendrá diversas manifestaciones más o menos ostensibles. Tal vez la más notable sea
la inmediata separación de los naturales (indios) de los pardos y morenos pertenecientes al
ejército, situación que se prolonga bajo diversas formas de prejuicio racial hasta la segunda mitad
del siglo pasado.

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