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La pretensión de sujetar al niño a un orden instituido (en este caso, el escolar) y de definir
desde allí su identidad, no llega a ser total, en la medida en que, como toda identidad, la del
niño es siempre precaria, relacional y abierta. Los niños nunca quedan absolutamente
capturados o fijados por las prescripciones adultas o por la lógica de las instituciones: están
atravesados por la historia en su carácter de sujetos en constitución.
Las miradas a la infancia han oscilado muchas veces entre proclamas de derechos del niño
y mandatos represivos, desplazándose conflictivamente durante el siglo XX por territorios de
interpretación confrontados: entre la libertad del niño y la autoridad del adulto.
Recorriendo el siglo XX partiendo de la hipótesis acerca de la tensión entre permisión y
represión es posible que:
I. Algunos períodos del siglo se han caracterizado por una ubicación del niño en el
centro de la escena educativa, con argumentos relacionados con la valorización de “la
naturaleza propia del niño”, con una notoria recuperación de la idea de libertad infantil y con
un énfasis puesto en el aprendizaje y en la imposición de límites a la autoridad del maestro.
a) El período inicial es el que corresponde a las primeras décadas del siglo. La
divulgación de las ideas y propuestas pedagógicas del Movimiento de la Escuela Nueva,
como el psicoanálisis dan lugar a un reconocimiento del niño y a un conjunto de críticas a
los adultos por oprimir su espontaneidad y sus intereses. El niño comenzó a ser objeto de
miradas disciplinarias que toman como objeto de análisis la naturaleza propia del niño y
discuten el fenómeno de la autoridad escolar, postulando la importancia del estudio del niño
y de la renovación de metodologías, planes de estudio y normas escolares. La infancia
como edad se resignifica en tanto tiempo genético de un nuevo orden social durante el
período que transcurre entre la Primera Guerra Mundial y la Segunda, al calor de la
expansión de posiciones socialistas. Esta mirada al niño y a la escuela sucede a la etapa
fundadora del sistema escolar.
b) El segundo período es el que corresponde a las décadas del ´60 y del ´70, donde se
configura un nuevo imaginario sobre la infancia a partir de la divulgación de distintas
corrientes psicológicas y psicoanalíticas, de la pedagogía de la autogestión, la psicología
genética, la psicología antiautoritaria, la literatura infantil. La infancia es analizada por un
conjunto de disciplinas frente a una sociedad que comienza a transformarse en forma
acelerada desde el punto de vista social, cultural y político. Los niños se tornan objeto del
mercado, de los medios masivos, de la publicidad, pero también de nuevas políticas.
II. Otros períodos se han caracterizado por un borramiento del niño, por una sujeción
de la población infantil a la Nación, a la raza o al Estado, mediante políticas represivas.
a) Desde esta lectura, es posible pensar el período correspondiente a la década del
´30, cuando se produce en Europa el surgimiento del nazismo. Existía una”teoría del niño”
que daba sentido a muchas de las medidas relacionadas con la selección racial de los
elementos de la población infantil del país nacional socialista. El desprecio del débil y la
obediencia al poderoso son el núcleo de toda ideología fascista, y desde esta perspectiva la
autoridad del poder se concibe como la determinante de la identidad del niño. En la
Argentina la política educativa de los gobiernos conservadores de la década del ´30 estuvo
permeada por este imaginario.
b) También es posible situar el período de los años ´70, caracterizado por la presencia
de dictaduras militares en América Latina. Como respuesta regresiva, los niños fueron
convertidos en botín de guerra (hijos de desaparecidos), se opero la sustracción de sus
identidades y se instalaron diversas formas de control privado-familiar de la vida infantil
desde el poder del Estado. En la ruptura de la cadena generacional que ligaba a los niños
con sus padres, y en la ubicación de éstos en otras cadenas (las de los apropiadores), los
niños fueron anulados como sujetos. En la actualidad encontramos esta tensión entre
represión y permisión, que es síntoma, de cómo la crianza y educación de un niño resultan
hoy un prisma para observar las dificultades de la generación adulta para construirle un
horizonte. Horizonte extensible a la sociedad en su conjunto.
La historia de la educación y de la pedagogía está vertebrada por tesis acerca del niño que
tienen la versatilidad, de permanecer en el tiempo como residuos de concepciones
sustancialistas que están en la base de muchas prácticas educativas, pero que a la vez
cristalizan y sedimentan un tipo de relación histórica entre las generaciones.
La pedagogía moderna impugnó una tesis clásica, la que se refería al niño como un “adulto
en miniatura”. Acompañando la controversia acerca de la condición infantil o adulta del niño,
se reeditan otras tesis relacionadas con la maldad o inocencia y con la autonomía o
heteronomía del niño.
Un recorrido brinda un recorrido histórico por estas tesis permite para dar cuenta de los
conceptos. Rousseau es el referente en la historia de la infancia por haber afirmado e el
siglo XVIII el mito de la inocencia infantil, tesis a partir de la cual se enfrentó a las
posiciones eclesiásticas y a la pedagogía de los jesuitas, que partían de la concepción de la
existencia del pecado original en el niño. El Movimiento de la Escuela Nueva y otras
corrientes recuperaron la idea roussoniana sobre la bondad infantil para cuestionar la
excesiva autoridad del maestro y para reclamar una urgente renovación de la educación.
La tesis acerca de la maldad del niño nos remite a la criminología del siglo XIX, que
encontró Lombroso un anatema de la tendencia del niño al delito, y a las posiciones de los
pedagogos positivistas, que definían su naturaleza como la del salvaje de las sociedad
primitivas.
Tema permanente de la historia de la infancia, la bondad o maldad del niño, moduló
vínculos educativos de confianza o de control, fue argumento para distintas lógicas de
enseñanza y permea aún los perjuicios sobre el niño-alumno.
En algunas interpretaciones actuales del delito infantil y juvenil persiste esta visión sobre la
naturaleza maligna del niño, que se acentúa en el caso de los pobres y los marginales, y se
convierte en fundamento para la defensa del descenso de la edad de imputabilidad del
menor. Está presente también en el debate sobre los castigos corporales, reeditado en esta
última década, en el que se proclama el retorno a prácticas medievales.
Como reverso, la presunción de la inocencia infantil ha sido argumento jurídico para
justificar la institucionalización del niño en las políticas de minoridad; la idea de “protegerlo”
implicaba su encierro de por vida, según la Ley de Patronato de Menores (1919), hoy en
proceso de derogación.
La tesis de Rousseau, sobre la inocencia infantil permitió ubicar históricamente al niño en un
lugar diferencial respecto del adulto, cuestionando el castigo y reclamando un mayor
respeto, en una época en la cual las prácticas vigentes impedían la expresión y
espontaneidad de los niños.
La tesis de Freud acerca de la existencia de la sexualidad infantil, más que apelar a un mito
diferenciador permitió ubicar al niño en un lugar de mayor paridad respecto del adulto y
afirmar la presencia de lo infantil en este último.
La construcción teórica y social de la infancia denuncia más que nunca en este fin de siglo
los pensamientos, deseos y temores de una sociedad.
Otra de las tesis acerca del niño que han atravesado la historia de la educación se refiere a
su autonomía o heteronomía, tesis que se articula con el problema de la autoridad, con los
lazos entre las generaciones y con el papel de la educación frente a un sujeto en
constitución.
Castoriadis señala que la imposibilidad de la educación radica en “apoyarse en una
autonomía aún inexistente a fin de ayudar a crear la autonomía del sujeto”, en promover las
decisiones del sujeto partiendo de su inscripción en la cultura instituida. Esta oposición entre
la libertad y autoridad, entre “necesidades” del niño y “mandatos” del adulto, sigue
permeando los debates del siglo XX.
Más que aferrarse a tesis ideológicas, una renovación de la educación infantil debe atender
tanto al debilitamiento de las tareas de transmisión cultural de los educadores como a las
nuevas identidades de los niños. Desde allí, será importante construir una posición más
compleja del educador frente a las situaciones cotidianas que se presentan en las aulas
entre los deseos del niño y las normas instituidas hay decisiones autónomas del adulto que
deben poder equilibrar consenso y coerción y que no deben obviar la posición diferencial
que ocupa, en el proceso de transmisión, su lugar de educador.
A partir del siglo XVIII, con el advenimiento de las revoluciones burguesas, la caída del
Antiguo Régimen en la Europa continental y la migración campo-ciudad en torno a la Gran
Industria, se imponen algunas cuestiones que producen un cambio en la configuración
social, política, económica y jurídica y cultural de estas sociedades en el “mundo
occidental”. Se trataba de una sociedad que debía reorganizarse en torno a un nuevo modo
de producción, el capitalista, que implicaba no sólo nuevas formas de “hacer” y saber hacer
bienes, sino más bien una modalidad de organización social totalmente opuesta a la
preexistente, el feudalismo. Estos pobladores que venían del trabajo en el campo,
representaban para las clases dominantes el germen de la desorganización, los vicios, el
descontrol y la delincuencia, y según el pensamiento de ese tiempo, esto implicaba la
necesidad de un tipo de organización social e institucional que “encauzara” los
comportamientos, que no amenazara la integración de esta “nueva sociedad”. Se promovía
un tipo de disciplinamiento de la sociedad que aseguraba la producción en masa y la
reproducción social sin demasiados costos para el incipiente capitalismo. Uno de los
problemas centrales era el de buscar estrategias que permitieran el reaseguro del orden
para el progreso “y la estabilidad social de las clases dominantes”. En este contexto nacen y
coexisten dos escuelas de pensamiento antitéticas, en los cuales se encuentran los
supuestos teóricos, epistemológicos y metodologías de los que se nutren las ciencias
sociales. Ambas corrientes son el positivismo y el materialismo histórico.
El positivismo toma elementos de las ciencias naturales, equiparando prácticamente lo
social a un organismo, de modo que la observación y el análisis de la sociedad serán
orientados por esta asimilación. Los fenómenos sociales son pasibles de ser explicados a
partir de leyes generales o universales.
Para el positivismo, la sociedad podía incluir procesos de cambio, pero éstos debían ser
introducidos en el marco del orden. La tarea a cumplir era observar y corregir todas aquellas
desviaciones que se produjeron en la búsqueda y establecimiento de ese orden. Así,
cualquier conflicto que tendiera a destruirlo, debía ser prevenido y combatido.
La sociedad y sus instituciones estaban por encima de los hombres. Una de las
instituciones positivas encargadas de prevenir el conflicto y mantener el orden era, por
excelencia la familia.
Una de las maneras de regular el conflicto de esta sociedad fragmentada en la económico-
social es hacerlo en un doble sentido: primero, reorientando los comportamientos adultos, y
segundo, en torno al eje de la prevención en la transmisión y orientación de valores de la
prole, o sea la socialización. El ámbito de ejercicio de este tipo de controles es la familia. La
mano ejecutora será entonces la mujer, quien se encargará con “amor y devoción” de la
contención y atención de su marido y de la socialización de los niños.
La otra corriente teórica, el materialista histórico o marxismo, entiende que el conflicto es el
motor del cambio social. Parte de la concepción del hombre y sus potencialidades, sostiene
que estas se encuentran cada vez más restringidas por la alineación que provoca la
explotación de la fuerza de trabajo humano. El hombre y sus potencialidades estarían por
encima de las estructuras de la sociedad, y él es el único capaz de cambiar su historia y la
historia. La transformación de la sociedad en manos de ese hombre con tanta potencialidad
es lo que define en cierto sentido a esta teoría, es decir, tiene una mirada dinámica y
contextuada en el tiempo y en el espacio. La relación familiar es la sede de un conflicto que
se origina en la naturaleza material de sus miembros. Es el lugar donde se generan la
totalidad de los sentimientos humanos: odio, amor, altruismo, egoísmo. Es el ámbito en el
que se construyen la relación familiar y las relaciones sociales.
Esquema 1
Proceso de socializaron estático- funcionalista
La unión casi simbiótica con la madre en primer lugar, la aparición del padre en un rol
complementario y más tarde, la de otros agentes socializadores son las que en la relación
“cara a cara” y cotidiana con el niño le atribuirán una ubicación social primero dentro del
grupo y luego en el mundo social.
Este proceso es mucho más complejo, ya que el niño irá aprendiendo e internalizando
situaciones particulares para construirlas progresivamente como generales. Para esta teoría
este proceso es unidireccional –donde el adulto referente enseña qué está bien y qué no.,
qué es lo apropiado y qué, lo inapropiado – el niño aprende a identificarse y, casi
simultáneamente, a diferenciarse por sexo y edad de los adultos y de sus pares. Esto es,
aprende de sus padres los roles de lo femenino y lo masculino, identificándose con uno y
diferenciándose del otro, por la interacción con ellos y a partir de roles complementarios de
estos agentes socializadores.
Para esta teoría es el padre el que impone una fuerte presión, para que el niño renuncie al
infantilismo y se desprenda del fuerte vínculo que lo une a la madre y crezca. Es el
momento de la definición social del rol sexual. Para este enfoque, lo que predomina dentro
del proceso de socialización es la posibilidad de que el niño asuma la identificación del rol
(sexual) adulto, a partir de lo que es cultural y socialmente aceptado.
Para este enfoque, en este momento de la primera socialización la identificación social del
rol sexual no es una cuestión menor, ya que la familia y la distribución social y sexual del
trabajo son uno de los aspectos más relevantes para que esa sociedad tenga continuidad,
para que no emerjan conflictos en el interior de la familia.
En síntesis, el sujeto es portador de roles determinados por las estructuras sociales, y tanto
la socialización como el aprendizaje se conciben como aquello que permite la integración
del organismo en el sistema de roles existentes. El niño aprende a ser niño, hijo, alumno,
etc., y lo es en tanto tiene frente a sí otro que es adulto, es madre o padre, es maestro, etc.
Cuando el niño aprende o internaliza al otro generalizado, ha terminado su etapa de
socialización primaria.
La segunda etapa de socialización, o socialización secundaria, es aquella en la que se
produce la internalización de la sociedad compleja y sus instituciones. Es la adquisición del
conocimiento específico de roles que están vinculados con la división social y sexual del
trabajo y con “cierta” distribución del conocimiento. Es, por otro lado, la identificación
subjetiva del “rol” y sus normas, el mundo material y sus mecanismos legitimadores.
En esta etapa, los agentes socializadores son “funcionarios institucionales”, como maestros,
profesores, compañeros de trabajo, el jefe en la oficina, el presidente del club de fútbol o los
miembros de un club de fans, etc. Mientras que en la socialización primaria, para que se
produzca la identificación debe prevalecer una fuerte relación afectiva, en la socialización
secundaria se puede prescindir de esta carga emotiva. El pasaje de una etapa a otra va
acompañando las primeras salidas del hogar hacia el sistema educativo.
Las décadas del ´60 y del ´70 han sido simultáneamente momentos de creatividad y
convulsión. En estas épocas la crisis del Estado de bienestar y la economía en los países
centrales, las relaciones de dependencia externa y la marginalidad social producida por una
segunda etapa de migración campo – ciudad en torno al proceso de sustitución de
importaciones, primero, y al agotamiento del impulso de la inversión local del capitalismo
latinoamericano, después, hacen que se cambien las condiciones y los estilos de vida.
Durante la década del ´70, aparecía la necesidad de ordenamiento e intervención pública a
partir de dos tipos de sistemas de control socio penal: con el sistema tutelar, en casos de
abandono, de asistencia por pobreza, trabajo infantil, drogodependencia, etc., o con la
fuerza represora del Estado, que con el justificativo de “romper con los núcleos de la
subversión” destruía familias enteras o se apropiaban de niños, a los que arrancaba del
seno materno para someterlos a procesos de “re-socialización”.
En tanto se llevaba a cabo el disciplinamiento social, la economía se orientaba hacia el
sector externo tradicional y el Estado se convertía en subsidiario, subordinando su
participación en la economía, y así se facilitaba el endeudamiento externo que traería
consecuencias sociales importantes en las décadas siguientes.
En la década del ´80, a nivel macroeconómico y social, los efectos de las políticas de ajuste
ampliaron los márgenes de la pobreza, la desocupación y la falta de generación de empleo
genuino. Uno de los efectos más importantes fue la incorporación compulsiva de mujeres y
niños al mercado de trabajo. A nivel político, la desarticulación de las dictaduras militares y
los incipientes procesos de democratización en América latina significaron una redefinición
en los estilos de vida de la sociedad.
Así las prácticas sociales comenzaron a constituirse en modos de acción social, y estilos de
vida que los propios miembros de la sociedad fueron definiendo a partir de estas nuevas
realidades.
Entre las perspectivas sociológicas de estas últimas décadas puede advertirse que no
existe una sola dirección y, que tampoco existe una teoría de la socialización, a diferencia
de lo que se planteaba en las épocas del funcionalismo. La riqueza de los nuevos aportes
es la de retomar una concepción diferente del hombre y de la sociedad. A la sociedad se la
concibe en una contínua retroalimentación de acciones e interacciones entre miembros
competentes y las formas de identidad individual. En este caso se trata de sociedades que
son construidas y reconstruidas por sujetos participantes y lo social, como lo cultural, no es
algo impuesto desde fuera por un sistema institucionalizado; sino que está en la esencia de
las prácticas de la vida cotidiana, en la doble hermenéutica de la construcción y
reconstrucción de una sociedad dada en un tiempo y un espacio acotados. Aunque no se
propone una ruptura con la tradición cultural, con la tradición el individuo puede tener
acciones que son productos de deseos y de un control reflexivo – acorde con ciertas reglas,
costumbres, hábitos, que no forman parte de conductas intencionales –. Puede que éstas
se conviertan en conductas no esperadas, pero esto no provoca una situación de desviación
o de acción lesiva contra el resto de lo social, sino que pueden dar origen a nuevas
tradiciones e incluso manifestarse en forma de conflictos. Se trata de una continuidad
histórica a partir de fluir constante entre individuos y estructuras, aunque debido a esta
misma acción aparezca el conflicto.
“Niños sujetos” Socialización, una transformación y resignificación simultánea entre niños y
adultos. Mientras el positivismo y el funcionalismo consideran a la socialización como el
ámbito disciplinador de acciones, actitudes, emociones y decisiones, a la familia como la
herramienta coercitiva para prevenir “disfuncionalidades o desviaciones” y al niño como un
objeto depositario de descripciones orientadoras., los nuevos aportes teóricos recuperan la
posibilidad de un “hombre” y con ello a un niño sujeto que, tiene la capacidad autónoma de
elegir desde formas de “ser” hasta modos de “hacer” , de emanciparse y, de ejercer una
transformación en el otro social, se trate de un adulto – agente socializado – o de otro niño.
Esquema 2
Proceso de socializaron dinámico y de retroalimentación permanente
Reflexiones finales
Capítulo IV
Escolaridad y rituales
(Amuchástegui, M.)
Introducción
Así como el niño se incorpora a la mesa como parte del proceso de integración
social, y participa de este ritual después de algunos aprendizajes y destrezas, y en ese
espacio aprende las modalidades y normas de ese grupo, de manera similar podemos decir
que ese niño se incorpora a la escuela, y en ese espacio y tiempo de su vida aprenderá
diversas prácticas en las cuales se transmite, mediante rituales, normas de comportamiento
social.
El estudio de los rituales fue abordado desde la antropología, como práctica ceremonial
religiosa propia de las sociedades a las que esa misma disciplina llamó primitivas o
“salvajes”, por considerar que en su organización predomina un pensamiento regido por el
inconsciente, mientras que en las sociedades con historia, su devenir aparece signado por
expresiones conscientes de la vida social.
Desde esta perspectiva, un antropólogo y pedagogo norteamericano, Peter Mclaren, analizó
la práctica escolar desde la vinculación entre rituales, cultura y escuela, en particular desde
lo que él mismo denominó las “dimensiones rituales de la escolaridad”. De acuerdo con este
autor, la cultura se manifiesta en un conjunto de símbolos transmitidos históricamente de
generación en generación a través de los cuales se comunican percepciones y se
desarrollan conocimientos.
Mclaren estudia los rituales socialmente construidos, poniendo énfasis en el análisis de los
procedimientos y actitudes de transmisión de valores e ideología, así como en las distintas
formas de producción de sentidos vinculados con la dominación y la reproducción de
desigualdades sociales en el marco de las instituciones escolares.
El estudio de este capítulo parte del interés inicial por los actos escolares y las normas de
comportamiento que se enseñan en la escuela. Asimismo, se analizan los aportes de
Mclaren, y otras investigaciones antropológicas en particular aquellos desarrollos teóricos
que permiten distinguir elementos constitutivos de una escena ritual, intentando caracterizar
y reconocer con mayor precisión “la ritualidad”, lo específicamente ritual de algunas
prácticas escolares. La búsqueda de estos aspectos relacionados con la especificidad del
ritual tiene por objeto diferenciarlos de otras prácticas educativas que se consideran más
vinculadas con los procesos rutinarios, donde predomina la repetición de las mismas
prácticas, que con la representación de símbolos y significaciones sociales.
Turner, antropólogo contemporáneo. Concibe el ritual como una conducta formal prescripta
en ocasiones no dominadas por la rutina tecnológica y relacionada con la creencia en seres
o fuerzas místicas”. En relación con el ritual, distingue en primer lugar la importancia de los
símbolos y su reconocimiento social, en segundo término, la pluralidad de significaciones
que se articulan en el ritual y por último destaca la importancia que tienen los rituales por su
función social, en tanto permiten vincular el simbolismo representado con la funcionalidad
de la norma.
Los desarrollos teóricos sobre el ritual que señalan como elementos estructurantes la
representación de significaciones simbólicas y la articulación de sentidos y símbolos para la
transmisión de valores relacionados con la cohesión social permiten analizar como rituales
algunas prácticas escolares en las que se transmiten normas de comportamiento.
Algunos actos escolares tradicionales (como el izamiento de la bandera, o el ponerse de pie
cuando entraba la maestra) pueden analizarse desde su relación con sentidos vinculados
simbólicamente al orden social y político. La representación de ese vínculo con un orden
simbólico y el carácter “histórico” de esas significaciones (el sentido de ponerse de pie, por
ejemplo), determinan la posibilidad o imposibilidad de esas prácticas. Los símbolos se
“crean” y se transforman en una trama social (en un tejido de relaciones sociales) que se
expresa en lenguajes y prácticas relacionadas y sus sentidos no son nunca fijos sino que
están sujetos a los cambios históricos y políticos.
Cuando se afirma que los actos escolares tradicionales, como el saludo diario a la bandera,
fueron durante décadas rituales cívicos o patrióticos; significa que esas prácticas
representaban diversos símbolos con los cuales el alumno y el ciudadano actuaban la
norma exigida como conducta patriótica. El cumplimiento de esas formas simbólicas
(guardar silencio, pararse en posición de firme, ponerse de pie), representaba el
acatamiento de normas de obediencia, respeto y buena conducta. Esos símbolos y esas
significaciones fueron transmitidos como parte de la enseñanza escolar, ya que uno de los
mandatos de la escuela era formar y enseñar las normas de comportamiento del ciudadano,
del ciudadano como súbdito de la Patria.
La formación cívica se transmitió en las escuelas mediante normas de comportamiento que
articulaban sentidos referentes a la sociedad, la cultura y los vínculos políticos, y esas
prácticas en las que se ponían en escena los símbolos nacionales, el ordenamiento
jerárquico y el cumplimiento de la norma constituyeron durante décadas rituales en los que
se actuaban comportamientos vinculados al orden social del que se formaba parte.
Hoy en día, aunque en muchos casos se realizan ceremonias similares, en las que
participan del escenario, los mismos emblemas y se trata de reproducir un comportamiento
semejante a las tradicionales, estas prácticas y representaciones no logran constituirse en
rituales.
Los actos escolares repetían –como lo hacen a veces en la actualidad- los ejes temáticos
del discurso de la historia nacional incluido en los programas de historia de principios de
siglo. En cada una de estas fechas se representaban aspectos de la versión que se
enseñaba en clase y que se reproducía en láminas y en textos. Esas imágenes no sólo
fijaron aquella versión de la historia sino que impusieron una estética escolar; que se
mantiene hasta la actualidad. El relato histórico convertido en leyenda, se representó y
transmitió como ritual.
Asimismo esas representaciones estaban reglamentadas desde el gobierno escolar, y
periódicamente, mediante disposiciones que llegaban a las escuelas, se exaltaba la
importancia de la enseñanza de la historia, así como su fuerza disciplinadota. Estas
representaciones establecen una vinculación de los actos escolares con la formación del
espíritu patriótico, y de este con la disciplina social.
Las normas enseñadas para manifestar el comportamiento disciplinado y patriótico
corresponden a símbolos ligados con la obediencia y la subordinación al orden jerárquico.
En la escuela, ese orden en el que el niño obedece a la maestra, a la directora, a las
autoridades… y, por encima de todo, a la patria representada por sus emblemas, articuló los
significados de su acatamiento a ese orden como expresión de respeto.
La bandera representa a la patria, a la que debemos respeto (cabe destacar que en el
proceso de formación del sentido de patria, su simbolismo alude al lugar donde nacimos,
donde nacieron nuestros padres, nuestros antepasados). El significado de respeto alude
tanto a la obediencia como a la subordinación, un niño que respeta a la patria lo manifiesta
obedeciendo a los mayores, en el pensamiento (no contradiciendo) y en el gesto
(manteniendo silencio y control corporal).
El silencio como señal de obediencia fue durante décadas una norma indiscutida de la vida
escolar. La obediencia se refiere al vínculo entre los miembros del grupo, y de cada alumno
con el maestro y superior. El ordenamiento jerárquico se asienta en la subordinación al
maestro, condición que alude a la diferencia de derechos de los sujetos. Estos sentidos
definen la constitución del escenario del aula, donde la norma está respaldada por el
castigo, y ambas, por el reconocimiento del orden establecido por parte del sujeto.
El silencio como acatamiento de las instrucciones de la maestra, aparece como condición
necesaria para la enseñanza, y para lograrlo, aquélla sólo necesitaba decir dos palabras
imperativas, que actualizaban la norma: Niños, silencio. Es la voz de la norma la que habla,
marca a los niños sus obligaciones y recuerda, a su vez, el castigo a la trasgresión y el lugar
de la escuela.
Las significaciones que articulan la escena indican el lugar de los sujetos y de la escuela, el
valor del cumplimiento de la norma, cuya trasgresión, será castigada: los chicos obedecen
un mandato familiar que acepta el juego.
Por su parte, los métodos de enseñanza también articulan con los sentidos de la
obediencia, en la escuela se aprende a obedecer y se aprende obedeciendo normas de
aprendizaje. Sentados en sus bancos, quietos y atentos a las indicaciones del maestro, los
niños debían incorporar los conocimientos que se les impartían y debían aprender a
reconocer y aplicar esas normas de enseñanza.
La cita anterior permite ilustrar un método de lectura con el cual aprendieron varias
generaciones. El contenido del texto y sus pormenores de puntuación reproducen, hasta el
último detalle, los signos con los cuales se mide el aprendizaje de una manera de leer, la
única correcta, y se ofrece al alumno un ejercicio para memorizar los aspectos señalados.
Los requisitos no incluyen el saber, por ejemplo si Alicia entiende lo que está leyendo
La ruptura de aquellos rituales que permitían señalar el lugar simbólico del maestro y
de los alumnos como consecuencia de la desarticulación de los sentidos simbólicos que
ligaban al docente, el estado, la escuela, la sociedad y la familia deja desprovista de normas
un conjunto de actividades escolares que las requieren. El reconocimiento del rol del
maestro por parte de sus alumnos no es una significación que pueda construirse con una
frase, es un largo trabajo que necesita el reconocimiento, por parte de los alumnos, de su
propio lugar en la escuela y del sentido que otorgue la sociedad a los saberes que se
enseñan, entre otros.
Hoy en día, a diferencia de lo que sucedía en otras épocas, los niños demandan
explicaciones, buscan respuestas comprensibles para ellos. Para que algo se entienda tiene
que ser explicado, argumentado, y esto supone un trabajo recíproco de aceptación y
respeto; respeto no como sumisión sino como reconocimiento de la tarea del otro y de la
propia en ese espacio que es el aula; además, la escuela requiere su conocimiento y
aceptación, con reglas claras y acordes con los cambios culturales y políticos.
Los comportamientos que se les enseñan y exigen a los niños deben guardar relación con
los sentidos que la sociedad, aún en tiempos de crisis, espera de ellos, y la escuela debe
tomar en cuenta estos aspectos para hacer un aporte activo a la construcción de sentidos
nuevos de la cultura y de la sociedad a la que pertenece.
Desde esta perspectiva, el espacio y el tiempo de la escuela deberán dar respuesta, poblar
de significaciones el hecho de asistir a ella para que este período de la vida ayude a los
niños a incorporarse, real e imaginariamente, como miembros de la sociedad de la que
forman parte. La realización y cumplimiento de las normas claras irán construyendo nuevos
rituales escolares en los cuales los niños pondrán en práctica el comportamiento que se
espera de ellos.
El acto del primer día de clases es el inicio de una nueva etapa, con promesas y
obligaciones que se traducen en emociones diversas. En ese encuentro alumnos, docentes
y familias recrean la importancia de la escuela en la vida social, el hecho de pertenecer al
mundo escolar.
Ese ritual tradicional que permanece permite enunciar y representar los sentidos de esa
etapa que se renueva cada año.
El aula como escenario educativo en el que se actúa el vínculo pedagógico es una escena
en la que se representa diariamente el lugar que le corresponde a cada sujeto. Es decir que,
para que se produzca la articulación de significados que permitan la constitución de ese
escenario ritual, los participantes deberían creer, aceptar los códigos de ese encuentro, y
las normas de constitución y participación. Así como en la mesa hay reglas que en la mesa
nos fueron enseñados, en esta escena que se representa cada día, las formas, costumbres
y límites tienen que ser establecidos por los adultos, con la participación permanente de los
alumnos. Si este escenario no se constituye, será difícil realizar la tarea del día y la hora.
A modo de síntesis