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En el análisis, son “esas pequeñas cosas” lo sustancial, aunque para llegar a ellas
haya que hacer un largo recorrido. Incluso cuando el azar o un terrible destino nos
impactan, con los sentimientos más crudos, nos lleva años, si es posible, despejar de
semejante ruido los sonidos que se esconden en repeticiones siniestras. Reconocemos
siempre tarde, cuando podemos, el rasgo de la mirada de espanto o dolor, de frialdad o
vacío, lo esquivo del contacto –de mirada, de tacto o de voz-, la entonación que nos
acompaña en la congoja o nos rechaza en nuestras miserias, pero siempre son pequeños
rasgos enigmáticos escondidos dentro de un gran ruido de imágenes. Tras ellos se nos
abre una dimensión de lo invisible, o lo imposible de la mirada deseante de los otros, que
nos ubica como unos ocelos en el mundo y en un lugar esquivo al conocimiento de uno
mismo. Es el lugar del sujeto.
Esas pequeñas cosas, esos rasgos, no aparecen solos ante nuestra percepción
exterior e interior. No vemos siluetas ni signos en el mundo ni en nuestras fantasías y
recuerdos. Estamos llenos y rodeados de palabras, de imágenes y vivimos entre ellas con
los otros, que también se nos aparecen a su través. A veces en historias calmas, a veces
dramáticas o trágicas. Nada más intenso que estas vivencias, jaqueadas en sus
posibilidades de placer, a veces fisuradas en angustia o por sordas y machaconas culpas,
que constituyen el escenario de nuestro yo, es decir, nuestra subjetividad.
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de quien me habla se tejen con los sonidos de mi historia. ¿Cómo es posible establecer allí
la frontera entre yo y otro? ¿Cómo establecer el límite entre el golpe o la caricia de las
manos que tocan un tambor y el sonido que se desprende de la lonja? Puede parecer fácil
en frío y tomando distancia, pero no lo es en el fragor de la comparsa, ni de la vida, ni de
la transferencia, aun con oficio. La subjetividad, como fenómeno yoico, preconsciente o
inconsciente descriptivo, tiene límites muy precarios con los otros y sus rasgos, con
quienes nos identificamos o nos vemos en ellos para sentirnos, paradojalmente, en
propiedad. Es lo que se ha descrito como alienación del yo en el otro por su constitución
especular. No corresponde sólo a un momento evolutivo sino a una estructura de
funcionamiento del yo siempre posible.
El analista me dijo que sintió que en la sesión la confusión parecía sentirla más él
que el paciente. Podemos imaginarnos también lo que transpiró el analista para intentar
acercarse a esa forma tan humana e intensa de incorporación, como de difícil racionalidad
cuando uno parte de la separación “yo”-“otro”. Su pensamiento por momentos de tipo
filosófico, abstracto –lo cual hacía desconfiar al analista respecto a su veracidad- sin
embargo iba acompañado de una reacción corporal de sudor. Él tiene realmente hambre,
avidez de búsqueda de conocimientos, experiencias y rasgos para incorporar. Incorpora y
transpira como los bebés cuando maman y miran como son mirados.
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Palabras o ideas están en la sesión, en imaginarios cuya autoría no es claramente
separable en la dupla, pues viene desde lugares de enunciación de discursos que
claramente nos exceden.
Es habitual que un analizando descubra algo que ya le habíamos dicho. “Me estoy
dando cuenta –dice un paciente joven- nunca lo había sentido así, pero mi vacío debe
tener algo que ver con esta necesidad de decir todo todo y no quedarme con nada y con
esta velocidad con la que tengo que hablar todo. Después termino vacío y siento que lo
que dije no es algo mío ni verdadero”. Esto podemos escucharlo como la descripción de un
vaciamiento de contenidos internos, una incontinencia respecto a sentimientos e ideas
pero, también como un reconocimiento de un discurso sin sujeto. El sujeto queda
desaparecido en este “decir todo” con palabras desamarradas de sus representaciones
inconscientes, en una especie de parloteo. “Tomar la palabra”, en su verdadero sentido
que implica ser tomado por palabras que tienen su anclaje en huellas inconscientes, por
alguna razón importante en mi paciente no estaba pudiendo darse.
En otra oportunidad y con una paciente luego de traer dudas que la consumían,
desorientada, tras una pausa dice: “...y ¿dónde está el piloto?..” Humor desde la angustia
que, refiriéndose a una comedia convocaba también a tantas otras películas de suspenso
y desesperación. El analista no tiene una respuesta pronta, no dispone de un manual
técnico al cual recurrir en cada caso para intervenir. Pero algo sabemos con firmeza y es
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que el paciente no está solo ni con alguien inocente respecto al análisis. Le hacemos saber
de alguna forma que su pregunta fue escuchada y que lo reconocemos en el núcleo de
ella. Quizás también, apuntemos a transformar esa desesperación en algo más
esperanzador, es decir, a tolerar la espera y su incertidumbre. Pero lo que no hacemos es
ocupar el lugar del “piloto” demandado. Esta posición es especialmente importante en
nuestros días porque son muy intensas las demandas para que un técnico resuelva los
problemas, eludiendo al sujeto en juego. Situación que no implica sólo a los pacientes
sino también a los analistas cuando intervienen de manera muy cercana al consejo. Si
bien esta actitud depende del momento del análisis y especialmente de la estructura del
paciente, me estoy refiriendo a una meta del analista en su oficio: no responder a
demanda.
Luego de terminado el análisis con esta paciente que era artista plástica, me
encuentro con una obra de ella que consistía solo en un diván y cuyo título era: “¿Dónde
está el piloto?”. Me interesa señalar el cambio de posición respecto a quién va dirigida la
pregunta. En una mezcla de soledad, des-habitación, terminación y horizonte de muerte,
¿quién de nosotros no se reconoce ahí en el lugar de quien pregunta? Por cierto, un lugar
difícil.
Pero convengamos que las pequeñas historias siempre son como caricaturas.
Sabemos que la mayor parte del tiempo de un análisis no está ocupado por este tipo de
ocurrencias, sino por relatos de sueños, de fantasías, de recuerdos, de historias.
Pensar la sesión como metáfora de la mente del paciente, tiene sus insuficiencias,
pero nos evoca bien una “habitación”, en el sentido de que algo empieza a habitar en ese
espacio, donde quedamos incluidos de múltiples formas no frecuentemente previsibles. El
analista está adentro de ese clima de subjetividad naciente y al mismo tiempo mantiene
algo fuera como referente. Este referente simbólico o lugar excéntrico necesita de todos
los recursos múltiples con los que uno se ha transformado en analista: el análisis y lo que
él nos permitió avistar más allá de nuestros atrapamientos subjetivos, las teorías pero
como instrumentos desagregadores de la impregnación de los relatos, el dispositivo
analítico que nos quita del campo visual especialmente pregnante en los fenómenos
subjetivos, que nos limita a abstenernos de la inmediatez subjetiva y nos permite hablar
casi desde dentro mismo de la subjetividad que habitamos. A veces hablar para ayudar a
construirla hospitalariamente, a veces para reconocerla en su legitimidad aunque sea
difícil, otras veces para airear el encierro o para rescatar un indicio que pasó
desapercibido o un posible nexo. Durante el análisis la subjetividad se enriquece y cambia.
Se produce también, aunque lleve más tiempo, un acotamiento subjetivo. Porque toda
peripecia analítica encuentra los pretiles del yo, las sepulturas o re-signaciones que
sustentan los ideales y los enigmas en las miradas de los otros.
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en otras experiencias posibles. Es en ese lugar donde vivimos aunque necesitemos de
nuestra carne para que sea posible.
El saber del analista es un saber sobre la precariedad del saber, contrastado con la
convicción del síntoma o la fantasía que expresan la subjetividad del analizando. Es un
saber de oficio vivido como paciente y como analista, de que sólo las “pequeñas
muertes”, la angustia y sus desfallecimientos, nos dejan acceder a los placeres de la vida.
Cuando esto no es posible es la Gran Muerte la que aparece en los diferentes goces,
desde los limitados al síntoma hasta los que de diferentes formas embriagan al yo.
El joven del sentimiento de vacío interior al que me referí se había intentado matar
con su auto desplomándose desde un barranco y solo el azar impidió su muerte. Un
impulso incoercible y ciego lo llevó hasta allí y a precipitarse. Por un momento le apareció
la pregunta “¿Porqué?”, pero rápidamente la desechó, aceleró y se lanzó. Previo a verlo yo
había sido informado de esto. Pero a su encuentro, cuando se apareció con sus yesos y
ortopedias no pude evitar la sorpresa y decirle: “¡Ah! ¡¿Qué te pasó?!”. Respondí como si
estuviera con alguien conocido pero enterándome de lo sucedido en ese instante,
sorprendido por lo que veía. El no tenía ni tiene ninguna explicación ni fantasía de lo que
lo llevó a ese acto. Estrictamente: pasaje al acto.
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Quiero decir que la posición del analista necesita la plasticidad de ubicación que la
singularidad del paciente requiere. Por ello el abordaje en torno a la subjetividad no tiene
un encare unívoco. Sí podemos afirmar que para salir de los atrapamientos subjetivos es
necesario poder entrar en ellos, en transferencia imaginaria. La construcción de la
transferencia imaginaria lleva en estos casos mucho tiempo en un análisis. No se trata,
entonces, de situaciones excluyentes pues estamos construyendo y des-construyendo
transferencia imaginaria cuando subjetivamos.
Los pequeños gestos, “esas pequeñas cosas” nos rescatan, a veces, del vértigo de
imágenes e ideas que nos rodean y con el cual nos identificamos con tanta facilidad. Nos
identificamos no sólo a esas imágenes sino a cómo son tratadas, a su velocidad, a cómo
funcionan y cohabitan tantas veces sin contactos. La diseminación y la aceleración son
modos de nuestros tiempos y es en esos modos que nuestras mentes habitan y funcionan.
En el Psicoanálisis de pronto los relatos se llenan de todas las imágenes, las que vienen del
Psicoanálisis, las de la sociología, la política, la historia, la literatura, las neurociencias y
uno podría también preguntarse: ¿dónde está el piloto? ¿Dónde está el sujeto que habla
desde algún lugar de amarre de la experiencia psicoanalítica? La impregnación de esta
subjetividad acelerada cuando intentamos entenderla, funcionando en su misma
diseminación, nos puede llevar rápidamente a descartar aquellos amarres fuertes donde
los discursos del Psicoanálisis se armaron y, en consecuencia, a que junto con el agua de la
bañera también se tire al bebé o parte de él. O, por el contrario, a agarrarnos a una
estructura teórica desligada de su experiencia, sostenida en su propia relación interna de
ideas. Son riesgos actuales.
Por eso no nos es fácil trasmitir esta singularidad y pausa que se requiere para la
subjetivación cuando un efecto de significación al sujeto se produce. La tarea de conocer
desde la experiencia humana, como lo es la sexualidad infantil y el deseo en Psicoanálisis,
es una tarea lenta, caprichosa, con sectores lineales y otros de quiebres o mutaciones.
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experiencia humana. “Hacer pie”, “tomar apoyo” en ese borde fino y profundo del “grito”
referido por el primer paciente o por el endeble “¿Porqué?” del paciente que se lanzó al
vacío, eso que tiene la función de un signo interrogativo o silueta gráfica de lo enigmático,
hace anclaje en la experiencia del sujeto. La pausa, la tolerancia de la incertidumbre
interrogativa, implica espera y esperanza. La ausencia de espera, la desesperación frente a
la espera lo llevó a lanzarse, al pasaje al acto.