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SUJETO a RELATO de OFICIO

Javier García1[1]

Quizás puedan pensar en la oscuridad metafórica de este título. Sin


embargo es literal y en cierto modo a-gramatical. Literal porque remite a que
hablaré sobre subjetivación, subjetividad y sujeto bajo la forma de un relato. Me
resulta más cómodo aclarar que tiene este estilo, no para situarlo dentro de un
ámbito literario, sino para colocar el énfasis en un intento de transmisión más
que de información de conocimiento o propuesta dentro de un campo de la
ciencia. Relato que se armará desde reflexiones de mi práctica como analista y
que nombro “oficio” en homenaje al concepto de “artesanías” que Willy
Baranger utilizó tan ajustadamente, en momentos de exigencia de un discurso
positivista del Psicoanálisis y de academización de la formación de analistas.
Finalmente, y aquí sí recurro a otro sentido que evoca el título, elegí quedar
sujeto a un relato desde mi oficio, por razones que sobre el final referiré.

En el análisis, son “esas pequeñas cosas” lo sustancial, aunque para llegar


a ellas haya que hacer un largo recorrido. Incluso cuando el azar o un terrible
destino nos impactan, con los sentimientos más crudos, nos lleva años, si es
posible, despejar de semejante ruido los sonidos que se esconden en
repeticiones siniestras. Reconocemos siempre tarde, cuando podemos, el rasgo
de la mirada de espanto o dolor, de frialdad o vacío, lo esquivo del contacto –de
mirada, de tacto o de voz-, la entonación que nos acompaña en la congoja o nos
rechaza en nuestras miserias, pero siempre son pequeños rasgos enigmáticos
escondidos dentro de un gran ruido de imágenes. Tras ellos se nos abre una
dimensión de lo invisible, o lo imposible de la mirada deseante de los otros, que
nos ubica como unos ocelos en el mundo y en un lugar esquivo al conocimiento
de uno mismo. Es el lugar del sujeto.

Esas pequeñas cosas, esos rasgos, no aparecen solos ante nuestra


percepción exterior e interior. No vemos siluetas ni signos en el mundo ni en
nuestras fantasías y recuerdos. Estamos llenos y rodeados de palabras, de
imágenes y vivimos entre ellas con los otros, que también se nos aparecen a su
través. A veces en historias calmas, a veces dramáticas o trágicas. Nada más
intenso que estas vivencias, jaqueadas en sus posibilidades de placer, a veces
fisuradas en angustia o por sordas y machaconas culpas, que constituyen el
escenario de nuestro yo, es decir, nuestra subjetividad.

Como analista es lo que se ha llamado “vida interior”, que incluye mis


pensamientos y mi interiorización de teorías, la caja de resonancia de lo que
escucho de mis analizandos, es decir, un tamiz inexorable en el que las

1[1]
Médico Psiquiatra, Psicoanalista, Miembro Titular de la Asociación Psicoanalítica del Uruguay. E-mail:
gp@adinet.com.uy

1
entonaciones y asociaciones de quien me habla se tejen con los sonidos de mi
historia. ¿Cómo es posible establecer allí la frontera entre yo y otro? ¿Cómo
establecer el límite entre el golpe o la caricia de las manos que tocan un tambor
y el sonido que se desprende de la lonja? Puede parecer fácil en frío y tomando
distancia, pero no lo es en el fragor de la comparsa, ni de la vida, ni de la
transferencia, aun con oficio. La subjetividad, como fenómeno yoico,
preconsciente o inconsciente descriptivo, tiene límites muy precarios con los
otros y sus rasgos, con quienes nos identificamos o nos vemos en ellos para
sentirnos, paradojalmente, en propiedad. Es lo que se ha descrito como
alienación del yo en el otro por su constitución especular. No corresponde sólo a
un momento evolutivo sino a una estructura de funcionamiento del yo siempre
posible.

Hace ya unos años un colega me consultaba en relación a un paciente que


en una sesión lo había hecho sentir confundido. El paciente, un adolescente, le
comenzó diciendo que no tenía ganas de ir a esa sesión porque se sentía bien.
Decía: “Es más fácil cuando uno está en el fondo y pegando el grito”. Sin esa
raíz dolorosa que le permitía saber desde dónde hablaba parecía serle difícil
estar allí. Siguió diciendo: “En un momento que fui al baño encuentro a “N”
mirándose al espejo haciendo gestos. Como si practicara para los otros. Yo
había estado en lo mismo, practicando en el espejo antes de que vinieran, como
cuando bailo. (Pausa) Empecé a transpirar (en sesión)... Ahora puedo decir
porqué me deprimo. Veo el miedo que le tengo a la adultez. Miedo a los
cambios de vista. Que lo que tiene validez en un momento, en otro no. Algo
que me está pareciendo interesante es poder compartir con los otros esas
oscuridades. A “N” le planteé hablar de vos.” –¿Hablar de mí? “No! De mí. De mi
historia. Como desprendiéndome de mi... Leyendo a San Agustín lo pensé. Es
como desligarse de lo de uno… Hablar de mí como si fuera otra persona. Como si
hablara en tercera persona, de vos.... Como una forma de poder compartirte
vos... Es un poco perder el Yo, porque el Yo es cadenas, miedo. Es más fácil
contar algo en tercera persona que en primera persona. ¿Cuántos poemas y
libros contados en tercera persona son autobiográficos? Aquí puede servir. ¿No
sé si a ti te sirva?” – A ti te sirve...¿Tendrá que ver con apropiarte de San Agustín? “Es como
una confesión y San Agustín dice que para confesarse tiene que desprenderse de
su conciencia. Él habla de depositar su ser en Dios y poder verse él desde arriba.
Me llamó la atención eso. Verse desde arriba.–Hablás de cómo incorporar esas cosas … Leer,
escuchar, como en el espejo…. Incorporar algo así. “Es bastante cierto eso que dijiste. Hubo
algo que me resultó amargo y es buscar un modelo, para incorporar cosas. ..
Ahora estoy transpirando. Al incorporar cosas me desligo de otras.” –Algo que sentís
hoy acá...incorporar, te produce transpiración y te hace sentir que es bueno..

El analista me dijo que sintió que en la sesión la confusión parecía sentirla


más él que el paciente. Podemos imaginarnos también lo que transpiró el
analista para intentar acercarse a esa forma tan humana e intensa de
incorporación, como de difícil racionalidad cuando uno parte de la separación
“yo”-“otro”. Su pensamiento por momentos de tipo filosófico, abstracto –lo cual
hacía desconfiar al analista respecto a su veracidad- sin embargo iba
acompañado de una reacción corporal de sudor. Él tiene realmente hambre,
avidez de búsqueda de conocimientos, experiencias y rasgos para incorporar.
Incorpora y transpira como los bebés cuando maman y miran como son mirados.

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Me preguntaba una paciente: “¿Eso lo dije yo o lo dijiste vos?” Se
entiende que el analista sabe o puede saber quién lo dijo, pero esto no siempre
es totalmente así. Palabras o ideas están en la sesión, en imaginarios cuya
autoría no es claramente separable en la dupla, pues viene desde lugares de
enunciación de discursos que claramente nos exceden.

Es habitual que un analizando descubra algo que ya le habíamos dicho.


“Me estoy dando cuenta –dice un paciente joven- nunca lo había sentido así,
pero mi vacío debe tener algo que ver con esta necesidad de decir todo todo y
no quedarme con nada y con esta velocidad con la que tengo que hablar todo.
Después termino vacío y siento que lo que dije no es algo mío ni verdadero”.
Esto podemos escucharlo como la descripción de un vaciamiento de contenidos
internos, una incontinencia respecto a sentimientos e ideas pero, también como
un reconocimiento de un discurso sin sujeto. El sujeto queda desaparecido en
este “decir todo” con palabras desamarradas de sus representaciones
inconscientes, en una especie de parloteo. “Tomar la palabra”, en su verdadero
sentido que implica ser tomado por palabras que tienen su anclaje en huellas
inconscientes, por alguna razón importante en mi paciente no estaba pudiendo
darse.

En los dos ejemplos relatados, tras la identificación especular, aparece


este pequeño movimiento de interiorización transitiva simbólica que resulta
auspicioso. No se trata de una confusión sino de una interiorización –
introyección-.

A los encierros de subjetividades resonantes el análisis ofrece un quiebre


desde el lugar del analista que, poblado de imágenes por el analizando y por sus
propias vivencias, pone en entredicho con su oficio esa certeza de propiedad o
esa confusión de sujetos, para que algo allí trastabille permitiendo un
interrogante y la chance de asumirlo como propio.

Ejemplos de quiebres de este tipo hay muchos y difíciles de trasmitir des-


contextuados. Traeré uno que recuerdo por haber sido en los inicios de un
análisis y por la sorpresa que nos causó a ambos. El paciente que esperaba un
comentario mío, hace un silencio. Al rato, lo escucho decir:
“Holáaa…holá….holá..holáaa..” Se ríe, yo también pero en reserva, quizás por
estar en los comienzos del análisis o por seguir desaparecido de su “sí mismo” y
su seducción. Pero en algún lugar de ambos hubo una comunión de
subjetividades enfrentadas al enigma de saber quién diablos estaba del otro
lado de la línea. Quiero decir que no es un artificio, un truco del analista, sino
algo donde el analista también cae, en sorpresas o en ocurrencias que quiebran
la línea del pensamiento y el clima emotivo. A través de esos puntos se abren
otros relatos.

Durante mucho tiempo se ha puesto el acento en una función


hermenéutica que centra su tarea en buscar sentidos respecto al relato del
paciente. En cierta medida esto está presente en todo análisis cuando
trabajamos los distintos sectores del yo. Pero aun así pienso que corresponde
tener en nuestro horizonte la atención respecto a lo inesperado.

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En otra oportunidad y con una paciente luego de traer dudas que la
consumían, desorientada, tras una pausa dice: “...y ¿dónde está el piloto?..”
Humor desde la angustia que, refiriéndose a una comedia convocaba también a
tantas otras películas de suspenso y desesperación. El analista no tiene una
respuesta pronta, no dispone de un manual técnico al cual recurrir en cada caso
para intervenir. Pero algo sabemos con firmeza y es que el paciente no está solo
ni con alguien inocente respecto al análisis. Le hacemos saber de alguna forma
que su pregunta fue escuchada y que lo reconocemos en el núcleo de ella.
Quizás también, apuntemos a transformar esa desesperación en algo más
esperanzador, es decir, a tolerar la espera y su incertidumbre. Pero lo que no
hacemos es ocupar el lugar del “piloto” demandado. Esta posición es
especialmente importante en nuestros días porque son muy intensas las
demandas para que un técnico resuelva los problemas, eludiendo al sujeto en
juego. Situación que no implica sólo a los pacientes sino también a los analistas
cuando intervienen de manera muy cercana al consejo. Si bien esta actitud
depende del momento del análisis y especialmente de la estructura del
paciente, me estoy refiriendo a una meta del analista en su oficio: no
responder a demanda.

Luego de terminado el análisis con esta paciente que era artista plástica,
me encuentro con una obra de ella que consistía solo en un diván y cuyo título
era: “¿Dónde está el piloto?”. Me interesa señalar el cambio de posición
respecto a quién va dirigida la pregunta. En una mezcla de soledad, des-
habitación, terminación y horizonte de muerte, ¿quién de nosotros no se
reconoce ahí en el lugar de quien pregunta? Por cierto, un lugar difícil.

Pero convengamos que las pequeñas historias siempre son como


caricaturas. Sabemos que la mayor parte del tiempo de un análisis no está
ocupado por este tipo de ocurrencias, sino por relatos de sueños, de fantasías,
de recuerdos, de historias.

Pensar la sesión como metáfora de la mente del paciente, tiene sus


insuficiencias, pero nos evoca bien una “habitación”, en el sentido de que algo
empieza a habitar en ese espacio, donde quedamos incluidos de múltiples
formas no frecuentemente previsibles. El analista está adentro de ese clima de
subjetividad naciente y al mismo tiempo mantiene algo fuera como referente.
Este referente simbólico o lugar excéntrico necesita de todos los recursos
múltiples con los que uno se ha transformado en analista: el análisis y lo que él
nos permitió avistar más allá de nuestros atrapamientos subjetivos, las teorías
pero como instrumentos desagregadores de la impregnación de los relatos, el
dispositivo analítico que nos quita del campo visual especialmente pregnante en
los fenómenos subjetivos, que nos limita a abstenernos de la inmediatez
subjetiva y nos permite hablar casi desde dentro mismo de la subjetividad que
habitamos. A veces hablar para ayudar a construirla hospitalariamente, a veces
para reconocerla en su legitimidad aunque sea difícil, otras veces para airear el
encierro o para rescatar un indicio que pasó desapercibido o un posible nexo.
Durante el análisis la subjetividad se enriquece y cambia. Se produce también,
aunque lleve más tiempo, un acotamiento subjetivo. Porque toda peripecia
analítica encuentra los pretiles del yo, las sepulturas o re-signaciones que
sustentan los ideales y los enigmas en las miradas de los otros.

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Estoy hablando así de subjetivaciones y éstas tienen algo de apropiación a
través de la aventura analítica y de la vida, pero en un nivel donde lo propio es
re-signado, es decir, es signo y es signo entre signos 2[2], aun en el ardor del dolor
y de las pasiones amor-odio. La efectividad de las palabras, de los relatos, tiene
su razón de ser en las encarnaduras que nos hacen sentir propio lo que es signo y
por eso puede re-significarse en otras experiencias posibles. Es en ese lugar
donde vivimos aunque necesitemos de nuestra carne para que sea posible.

En la relación de esos signos y en los efectos que producen es donde


podemos saber algo de lo que en Psicoanálisis se nombra como sujeto del
inconsciente. En realidad sí estamos sujetos a esos signos que nos representan.
Es allí donde podemos avizorar algo de nuestros deseos. Solo parcialmente y
transitoriamente, cuando es posible, subjetivamos algo de Ello.

El saber del analista es un saber sobre la precariedad del saber,


contrastado con la convicción del síntoma o la fantasía que expresan la
subjetividad del analizando. Es un saber de oficio vivido como paciente y como
analista, de que sólo las “pequeñas muertes”, la angustia y sus
desfallecimientos, nos dejan acceder a los placeres de la vida. Cuando esto no
es posible es la Gran Muerte la que aparece en los diferentes goces, desde los
limitados al síntoma hasta los que de diferentes formas embriagan al yo.

Me he referido hasta aquí a cómo el analista oficia para favorecer a que lo


inconsciente interrogue a la subjetividad con la aparición de lo inesperado.

Pero en muchas situaciones esa subjetividad del analizando no es


consistente y está en mayor o menor medida puesta en duda. En esta
inconsistencia, diseminación y vacío interior podemos reconocer en la actualidad
un cierto isomorfismo con los imaginarios culturales prevalentes.

El joven del sentimiento de vacío interior al que me referí se había


intentado matar con su auto desplomándose desde un barranco y solo el azar
impidió su muerte. Un impulso incoercible y ciego lo llevó hasta allí y a
precipitarse. Por un momento le apareció la pregunta “¿Porqué?”, pero
rápidamente la desechó, aceleró y se lanzó. Previo a verlo yo había sido
informado de esto. Pero a su encuentro, cuando se apareció con sus yesos y
ortopedias no pude evitar la sorpresa y decirle: “¡Ah! ¡¿Qué te pasó?!”. Respondí
como si estuviera con alguien conocido pero enterándome de lo sucedido en ese
instante, sorprendido por lo que veía. El no tenía ni tiene ninguna explicación ni
fantasía de lo que lo llevó a ese acto. Estrictamente: pasaje al acto.

No sentía dolores en su cuerpo y mucho menos dolor psíquico. Estaba


contento de haber sobrevivido a la Gran Muerte. Era como
empezar un viaje en el medio de una espesa niebla que no permitía ver ni donde
pisábamos. Estábamos lejos de trabajar las siluetas que pudieran orientarnos en
fantasías o lo inesperado en el relato. Toda su subjetividad estaba ensombrecida

2[2]
Refiero a “signo” en un sentido general, pero teniendo en cuenta el aporte de Jacques Lacan sobre el
significante psicoanalítico.

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si no desaparecida. Sentía “Nada”. El desafío fue empezar a construirla, aun
contra las fuerzas que la habían desbastado y quizás, muy especialmente, desde
el transitivismo que me surgió al verlo así. Él no tenía una vivencia de
interioridad. La idea de construcción de una subjetividad, que no es sino a partir
del rescate de rasgos desaparecidos, apoyándonos en los fenómenos
especulares y en el transitivismo, era un punto de partida imprescindible y de
muy largo aliento.

Quiero decir que la posición del analista necesita la plasticidad de


ubicación que la singularidad del paciente requiere. Por ello el abordaje en
torno a la subjetividad no tiene un encare unívoco. Sí podemos afirmar que para
salir de los atrapamientos subjetivos es necesario poder entrar en ellos, en
transferencia imaginaria. La construcción de la transferencia imaginaria lleva en
estos casos mucho tiempo en un análisis. No se trata, entonces, de situaciones
excluyentes pues estamos construyendo y des-construyendo transferencia
imaginaria cuando subjetivamos.

Anteriormente me referí a un cierto isomorfismo entre funcionamientos


psíquicos y funcionamientos prevalentes en la cultura, en referencia al clásico
concepto utilizado por Levy-Strauss. Las experiencias subjetivas marcadas por la
inefabilidad de su registro inconsciente, como las refiere Agamben en “Infancia
e historia”, están amenazadas si no avasalladas -junto con la historización- por
la aceleración, diseminación y bombardeo informativo desligado que vivimos en
nuestra época. Este clima habita igualmente al Psicoanálisis e involucra
inevitablemente a los pensamientos de los analistas. La práctica psicoanalítica,
por el contrario, requiere ubicarse a “contrapelo” de estas tendencias. Por esta
razón me resultaba incómodo hablar de ese espacio macro, múltiple y
diseminado del problema del sujeto y la subjetivación sin partir desde los rasgos
minimalistas de mi experiencia como analista.

Los pequeños gestos, “esas pequeñas cosas” nos rescatan, a veces, del
vértigo de imágenes e ideas que nos rodean y con el cual nos identificamos con
tanta facilidad. Nos identificamos no sólo a esas imágenes sino a cómo son
tratadas, a su velocidad, a cómo funcionan y cohabitan tantas veces sin
contactos. La diseminación y la aceleración son modos de nuestros tiempos y es
en esos modos que nuestras mentes habitan y funcionan. En el Psicoanálisis de
pronto los relatos se llenan de todas las imágenes, las que vienen del
Psicoanálisis, las de la sociología, la política, la historia, la literatura, las
neurociencias y uno podría también preguntarse: ¿dónde está el piloto? ¿Dónde
está el sujeto que habla desde algún lugar de amarre de la experiencia
psicoanalítica? La impregnación de esta subjetividad acelerada cuando
intentamos entenderla, funcionando en su misma diseminación, nos puede llevar
rápidamente a descartar aquellos amarres fuertes donde los discursos del
Psicoanálisis se armaron y, en consecuencia, a que junto con el agua de la
bañera también se tire al bebé o parte de él. O, por el contrario, a agarrarnos a
una estructura teórica desligada de su experiencia, sostenida en su propia
relación interna de ideas. Son riesgos actuales.

Por eso no nos es fácil trasmitir esta singularidad y pausa que se requiere
para la subjetivación cuando un efecto de significación al sujeto se produce. La

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tarea de conocer desde la experiencia humana, como lo es la sexualidad infantil
y el deseo en Psicoanálisis, es una tarea lenta, caprichosa, con sectores lineales
y otros de quiebres o mutaciones.

Los discursos prevalentes excluyen al sujeto de la enunciación. En el caso


de algunas ciencias y de la tecnología es una exclusión necesaria para ese tipo
de conocimiento. Pero tal tendencia fue invadiendo todas las formas de
conocimiento y la información. Los sujetos se transforman en usuarios que
operan con manuales técnicos y, los consultados, nosotros, en servicios técnicos
a los que se demandan soluciones que también sorteen al sujeto en cuestión.
Nuestra “artesanía” está amenazada por el aplastamiento de las subjetividades
y el desarraigo de los discursos respecto a la experiencia humana. “Hacer pie”,
“tomar apoyo” en ese borde fino y profundo del “grito” referido por el primer
paciente o por el endeble “¿Porqué?” del paciente que se lanzó al vacío, eso que
tiene la función de un signo interrogativo o silueta gráfica de lo enigmático,
hace anclaje en la experiencia del sujeto. La pausa, la tolerancia de la
incertidumbre interrogativa, implica espera y esperanza. La ausencia de espera,
la desesperación frente a la espera lo llevó a lanzarse, al pasaje al acto.

Todo discurso, en cualquier época y cultura, requiere en algún lugar su


amarre. En Psicoanálisis este enganche está en las huellas inconscientes que
quedaron de experiencias sexuales infantiles con los otros significativos, no son
más que pequeños rasgos dentro de las producciones humanas. Nuestra atención
a ellos constituye una meta en el horizonte de la escucha analítica en cualquier
época y esto es parte de nuestra posición ética, es decir, en relación al
inconsciente. Finalmente, es por estas razones que he preferido tomar el camino
del relato desde algunos apuntes de mi oficio para terminar con la esperanza
fundada de que ciertas pausas, cierta espera frente al torbellino de ideas y
demandas se re-signa en esperanza de sujeto en búsqueda.

Montevideo, Julio de 2006

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