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Horizontes del relato

Lecturas y conversaciones con Paul Ricoeur

Edición al cuidado de Gabriel Aranzueque

Prólogo de
Olivier Mongin

Louis Althusser • Jacques Derrida • Michel Foucault • Ángel Gabilondo


H. G. Gadamer • Jean Greisch • Peter Kemp • Claude Lévi-Strauss
Enrique López Castellón • J. F. Lyotard • Manuel Maceiras
Juan Manuel Navarro Cordón • Jorge Pérez de Tudela
Otto Póggeler • Cario Sini • Xavier Tilliette
Gianni Vattimo • Marcelino Agís Villaverde
Paul Ricoeur

#
Cuaderno Gris
Paul RictEur (Valence, 1913) es profesor
emérito en la Universidad de Chicago y ex-
catedrático de la Universidad de París-X-
Nanteme. Su obrafilosófica,punto de encuen-
tro y conflicto de buena parte de las corrientes
de pensamiento que animan el presente siglo,
no debe sólo su importaiKia a la labor de
n^diación llevada a cabo entre tradiciones en
{vincipio divergentes, sino al desarroDo origi-
nal (te las mismas desde hace al menos cin-
cuenta años. E)eudor de su lectura de Husserl y
de Heidegger e inscrito, junto a Gadamer, en lo
que se ha venido llamando hermenéutica post-
heideggeriana, Ricceur ha sido asimismo un
punto de enlace imprescindible entre la filoso-
fía continentai y la lingüística y el pensamiento
analítico anglosajones. Sus obras, jwematura-
mente clásicas, Temps et récit, La métaphore
vive o Le conflit des interpre'tations resultan
igualmente indispensables a la hora de estudiar
tanto el fenómeno de la creatividad en el len-
guaje como las distintas derivaciones de la
«teoría de la historia» contemporánea. El
e o ^ ñ o (te Ricoeur ha (insistido en vincular el
análisis heniKnéutico (te las distintas formas
narrativas y, en comnreto, <tel relato (teficcióna
la com|»ensi(5n (te la narración histórica y (te la
identidad personal y colectiva. Dicho empeño
ha dado lugar a una fenomenología hermenéu-
tica de la ac(»ón que comporta importantes
consecuencias tanto en el plano ético como en
el ámbito áe la tecnia política.
Horizontes del relato
Lecturas y conversaciones con Paul Ricoeur

Edición al cuidado de Gabriel Aranzueque

#
Época III Cuaderno G r i s N . » 2 (1997)
Cuaderno Gris, 2
MONOGRÁFICOS

DIRECCIÓN:
Alfonso Moraleja

C O N S E J O DE REDACCIÓN:
Gabriel Aranzueque
Enrique P. Mesa

C O R R E C C I Ó N D E PRUEBAS:
Roberto Alonso
Margarita Fernández

COLABORADORES:
• Vicerrectorado de Cultura, Servicio de Publicaciones
y Servicio de Investigación de la Universidad Autónoma de Madrid
• Decanato y Vicedecanato de la Facultad de Filosofía y Letras
de la U.A.M.
• Departamentos de Filosofía y de Filología Española de la U.A.M.

IMPRESIÓN:
Gráficas Varona
Polígono «El Montalvo», parcela 49
37008 Salamanca

DISEÑO CUBIERTA:
Gabriel Aranzueque

© Cuaderno Gris, 1997


Vicedecanato de la Facultad de Filosofía y Letras de la U.A.M.
Carretera de Colmenar Viejo, Km. 15. 28049 Madrid
© de las traducciones, Gabriel Aranzueque, Ana Isabel Caballero, Alejandro del Río,
Javier Diez del Corral, Enrique López Castellón, Paloma Olmedo
© Seuil, 1986, 1992, 1994
© Aquinas, 1983, 1986; Beauchesne, 1961; CPED, 1980;
Esprit, 1963; Gallimard, 1994; Kluwer academic publishers, 1984;
Mercure de France, 1984; Poésie, 1978; Revue de l'enseignement philosophique, 1955;
Revue de métaphysique et de morale, 1993; Ruhr-Universitát Bochum, 1988-89;
Université de Bruxelles, 1986
I.S.S.N.: 0213-6872
Depósito legal: M. 4.190-1997
Impreso en España - Printed in Spain
índice

Presentación. Horizontes de la hermenéutica, Gabriel Aranzueque 7


Prólogo. Frente al escepticismo, Olivier Mongin 11

I. MEDIACIONES
(Textos de Paul Ricoeur)

Sobre un autorretrato de Rembrandt 23


Fenomenología y hermenéutica 25
Estructura y hermenéutica 49
Poder, fragilidad y responsabilidad 75
Retórica, poética y hermenéutica 79
Hermenéutica y semiótica 91

II. ENCUENTROS

El conflicto de las interpretaciones, Otto Poggeler 107


Ensayo y propósito. Sobre la objetividad de la historia, Louis Althusser 115
La hermenéutica de la sospecha, Hans-Georg Gadamer 127
El umbral de la historia, Jean-Fran^ois Lyotard 137
La retirada de la metáfora, Jacques Derrida 209

III. LECTURAS

1. Metafórica de la identidad

Sentido y estatuto de la ontologia hermenéutica, Juan Manuel Navarro Cordón. 239


Hacia una hermenéutica del sí mismo, Jean Greisch 267
Quien «<í¿¿? «¿f sí, Ángel Gabilondo 281
Metáfora y filosofía, Marcelino Agís Villaverde 301
2. Etica y acción discursiva

Eticay narratividad PeterKemp 317


Sobre lo bueno y lo justo: Rawls en Ricoeur, Enrique López Castellón 333
Violencia, lenguaje e interpretación, Manuel Maceiras 353
Retórica, política y hermenéutica, Gabriel Aranzueque 369
3. Fenómeno, signo y sentido

Reflexión y símbolo, Xavier Tilliette 389


Historia y visibilidad, Jorge Pérez de Tudela 401
La fenomenología y el problema de la interpretación. Cario Sini 411

IV. CONVERSACIONES

Ontologta, dialéctica y narratividad, Paul Ricoeur y Gabriel Aranzueque 423


Respuestas a algunas preguntas, Ciaude Lévi-Strauss, Paul Ricoeur y otros .... 437
Más allá de la hermenéutica, Gianni Vattimo y Gabriel Aranzueque 457
Filosofía y verdad, Michel Foucault, Paul Ricoeur, Jean Hyppolite y otros ... 467

Epilogo. Narratividad, fenomenología y hermenéutica, Paul Ricoeur 479

Procedencia de los textos 497


Autores 501
Presentación
Horizontes de la hermenéutica
Gabriel Aranzueque

Lafilosofíaes mirada creadora de horizonte;


mirada en un horizonte.
María Zambrano

Parece ser el momento propicio para que la hermenéutica filosófica contempo-


ránea, que experimentó en su día el desfondamiento de su conato de fiindamenta-
ción de las ciencias del espíritu, evalúe el estatus de sus presupuestos básicos y asuma
las consecuencias derivadas de la historicidad de los mismos. El carácter irreductible
del círculo hermenéutico, el reconocimiento de la determinación histórica de cual-
quier proyecto comprensivo o el rechazo explícito de toda empresa de «autofiínda-
ción» constituyen, como es bien sabido, el «núcleo duro» de los leivmotive que ani-
man buena parte del pensamiento postmetafísico o postmoderno.
Dichas premisas, esgrimidas en ocasiones como meros dogmata, han pasado a
ser los principios apodícticos de una teoría consumida por su propia deflación con-
ceptual. De aquí que Horizontes del relato trate de poner de relieve algunos de los
debates que propiciaron el surgimiento de la hermenéutica postheide^eriana, las-
trada hogaño en determinados contextos por el fantasma, siempre avizor, de la ulti-
ma ratio. Esa empresa precisa, como hemos apuntado, que la hermenéutica incor-
pore, al análisis que hace de sus propios enunciados, la historicidad que reclama a
otros modelos de pensar.
El pensamiento de Paul Ricoeur puede resultar paradigmático al respecto.
Inmerso en esta tesitura, ha logrado enlazar la noción de «pertenencia» gadameriana
con el concepto de Vermittlung, central en la productividad de la experiencia histó-
rica de la conciencia tal como la entiende Hegel. De ese modo, ha introducido en el
seno de su análisis un movimiento mediador que afecta, no sólo al modelo de la
comprensión hermenéutica (desligado de la creencia en la inmediatez abstracta del
sujeto o del objeto), sino al modo en que dicha disciplina se refleja en su propio que-
hacer. La filosofía hermenéutica de Ricoeur vive, a nuestro modo de ver, en esa «tie-
rra de nadie» —abierta por el desfondamiento de los propios presupuestos— que recla-
ma una y otra vez mediación. Es más, el recorrido de su experiencia filosófica pone
de relieve que su concepción de la hermenéutica se ha encontrado siempre abierta a
los embates de otras disciplinas e incluso, en algunas ocasiones, se ha alimentado de
los mismos, como puede constatarse en su relación con la antropología o la semióti-
ca estructurales.
Los textos de Ricoeur que hemos compilado en el presente volumen pueden ser
un buen «botón de muestra» de lo que venimos diciendo. La pregunta por el senti-
do de la hermenéutica encuentra debida respuesta en su confrontación con la estéti-
ca, la fenomenología, el estructuralismo, la ética, la retórica, la poética o la semióti-
ca. No existe, para Ricceur, un corpus teórico puramente hermenéutico ajeno a la
situación histórica del campo global de conocimiento en el que se inscribe. La her-
menéutica surge siempre de la asunción de su horizonte de sentido como espacio de
conflicto y decisión.
El objeto del ensayo, precisamente, consiste en mostrar, a través del pensamien-
to de RiccEur, que el relato hermenéutico acerca del horizonte de sentido -perspec-
tiva y ámbito de visión de la comprensión- ha de estar vinculado a la interpretación
de sus propios horizontes: de sus encuentros con otros pensadores, de las lecturas que
propicia y de las conversaciones en las que se pone a prueba su espíritu de contra-
dicción. Lo constitutivo de la hermenéutica es su estar diseminada en esa pluralidad
de mediaciones. Ése es el marco previo en el que el relato del horizonte cobra con-
ciencia de sí como horizonte posible de otros relatos.
Pero, ¿cuáles son los núcleos de sentido que articulan y vertebran dicha media-
ción?, ¿cuáles son los «temas» recurrentes que configuran el mapa en el que se diri-
me esta problemática?
La fenomenología idealista husserliana, que trataba de autofiíndarse haciendo
hincapié en la coincidencia de reflexión y vivencia en el seno de la subjetividad tras-
cendental, encontró en Francia su lectura inversa: la primacía de la reducción cedió
el paso a la idea de «intencionalidad», que traía aparejada la ruptura de la identifi-
cación existente entre conciencia y conciencia de sí. Ricoeur ha insistido en nume-
rosas ocasiones en el importante papel que ha desempeñado esta idea en su con-
cepción de la hermenéutica, pues suponía la sustitución de la apodicticidad del
cogito como reflexión ad intm por una conciencia que se encontraba ya siempre
fuera de sí, arrojada a lo externo: a lo otro de sí, al mundo como horizonte de expe-
riencia de la interpretación, a la simbólica característica de una tradición cultural,
etc. Este desplazamiento del enfoque fenomenológico posibilitó el desarrollo de la
ontología de la desproporción y de la labilidad expuesta en Finitud y culpabilidad,
pero fue igualmente decisivo en el debate posterior entre la hermenéutica filosófica
y el estructuralismo.
La ruptura de la hermenéutica con la inmediatez de la autoconciencia fenome-
nológica creaba la necesidad de analizar previamente los conjuntos de sistemas de
signos desde un enfoque estructural. Para Ricceur, la reflexión del sujeto (núcleo
fenomenológico de toda su obra) necesitaba partir del modelo explicativo que sumi-
nistraba el estructuralismo, sin caer en la filosofía implícita en el mismo. La organi-
zación sistemática de los mitos y de las estructuras lingüísticas y sociales llevada a
cabo por Lévi-Strauss no podía desembocar, a juicio de Ricoeur, en un trascendenta-
lismo en el que la búsqueda de sentido no era resultado de la iniciativa de un sujeto.
Ricoeur no podía aceptar que el lenguaje quedara reducido a un sistema de signos sin

8
anclaje subjetivo, pues este énfasis en su componente sintáctico (característico, por
ejemplo, de la semiótica estructural de A. J. Greimas), ignoraba la intencionalidad
ontológica del discurso, su dimensión referencial, es decir, su naturaleza intersubje-
tiva, su capacidad para redescribir lo real. Sin embargo, esta potencialidad referencial
del lenguaje, constitutivamente semántica, era lo que interesaba resaltar a Ricceur,
convirtiéndose en el norte referencial de La metáfora viva y Tiempo y relato. Frente a
las filosofías de la inmediatez, Ricoeur insistía en la necesidad de la mediación lin-
güística, y ello exigía pasar del análisis de la palabra al ámbito de la frase, es decir, de
la semiótica de Saussure a la semántica de Benveniste. En ese trayecto, se han ido des-
granando las principales tesis del pensamiento de Ricceur desde finales de los años
setenta: defensa de la objetividad del texto frente a la intención del autor, énfasis en
la necesidad de coligar explicación y comprensión en la intelección global del senti-
do de un signo o de un texto, primacía del carácter creativo del lenguaje sobre su
dimensión ideológica, vinculación entre la historia, la poética del relato y la herme-
néutica de la acción, y comprensión del fenómeno de la identidad personal desde el
prisma que abre el concepto de Aneignung.
Nuestra edición ha tratado de recorrer ese itinerario deteniéndose en buena
parte de sus lugares de paso e incorporando al debate aquellos elementos de discu-
sión que hasta la fecha resultaban menos explícitos: la lectura de la relación «Hus-
serl-Heidegger» llevada a cabo por Gadamer desde lo que Ricceur ha llamado «her-
menéutica de la sospecha», la confrontación de éste último con el deseo de Louis
Althusser de disociar el núcleo científico de la obra de Marx de todo «humanismo»
teórico o práctico, la controvertida relación entre la hermenéutica contemporánea y
el pensamiento deconstructivo derridiano, el papel que ha jugado la hermenéutica
en la elaboración postmoderna de la idea de «fin de la historia» implícita en los ensa-
yos posteriores de Lyotard o la relación que, a juicio de Vattimo, sigue existiendo
entre la hermenéutica de Ricoeur y la metafísica en su sentido tradicional. La con-
versación con Foucault, Badiou, Hyppolite o Canguilhem constata, en última ins-
tancia, el papel fiindamental que, para Ricoeur, sigue desempeñando en la filosofía
contemporánea el concepto de verdad. Allí donde aliente...

La historia de un ensayo es también la historia de sus gestos, de sus crisis, la his-


toria de sus idas y venidas. El resultado, sin duda, el elenco de sus colaboradores. Por
ello, se hace imprescindible la relación de nuestro agradecimiento.
Muchos de los que desde hace tiempo han vivido y estudiado la obra de Paul
Ricceur se han asociado a este volumen. Les doy las gracias a todos ellos por su
imprescindible colaboración y sus oportunos consejos. Algunas de las traducciones
que figuran en el ensayo no serían las mismas sin el escrúpulo y el cuidado que pusie-
ron en su revisión Félix Duque y Jorge Pérez de Tudela. Aproveché la amistad y el
cariño que me unen a Margarita Fernández y Roberto Alonso para que revisaran y
corrigieran las pruebas de imprenta (valga como irónica confesión). Alejandro del
Río, Ana Isabel Caballero, Javier Diez y Paloma Olmedo se unieron con acierto a la
siempre penosa labor de la traducción. Ángel Moreno, Gema Sanz, Marta Tordesi-
Uas, Philippe Guénon, Manuel Maceiras y Miguel Ángel Hernández fiíeron esencia-
les en el resultado final y un apoyo imprescindible en los distintos avatares de la coor-
dinación de este número.
Asimismo deseamos expresar toda nuestra gratitud a Enrique López Castellón
por su apoyo infatigable a la edición de Cuaderno Gris, y el esfuerzo y la generosidad
con que revisó las traducciones del editor de este ensayo.
En rigor, es imprescindible constatar el apoyo institucional que la Universidad
Autónoma de Madrid viene prestando a la publicación desde hace más de ocho años.
El Vicerrectorado de Cultura, el Servicio de Publicaciones y de Investigación, el
Decanato y Vicedecanato de la Facultad de Filosofía y Letras, y los Departamentos
de Filosofía y Filología Española siguen haciendo posible, junto a las personas que
están al frente de cada una de estas secciones, que Cuaderno Gris goce de una esta-
bilidad tan envidiable como imprescindible para garantizar su óptima edición.
Agradecemos, asimismo, a Paul Ricoeur el ánimo con que acogió cada una de
nuestras peticiones y la cordialidad con que supo atendernos en todo momento.
Finalmente, deseamos que Ángel Gabilondo sepa cuan valiosos han sido su
atención, su estímulo y su ayuda durante todos estos meses. Ex quofit, ut bonis ami-
as gratulemur...
Nuestro sincero agradecimiento a todos ellos.

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Prólogo
Frente al escepticismo
Olivier Mongin

I. UN RECONOCIMIENTO TARDÍO

Relegado de la vida intelectual francesa a finales de los años sesenta y durante


los setenta, Paul Ricoeur —al igual que Emmanuel Lévinas, con quien no ha dejado
de coincidir en ciertos aspectos desde que ambos contribuyeran a introducir en Fran-
cia el pensamiento fenomenológico- goza de cierto reconocimiento público desde
mediados de los ochenta. Un reconocimiento que contrasta radicalmente con el pe-
ríodo precedente', pero que no está exento de malentendidos, que, aunque se deben
en gran medida a las oscilaciones de la vida intelectual francesa, no siempre han sido
ajenos al estilo y al ritmo del trabajo de RiccEur.
Sería inútil insistir en los cambios continuos del «partido de los intelectuales»
en Francia, donde modas y pasiones pueden pasar sin previo aviso de una postura a
otra, o deslizarse sin esfuerzo alguno de una toma de posición a su contraria. En este
contexto, elogios y consagraciones no son la mejor garantía fi-ente a la incompren-
sión y la arbitrariedad del juicio. A diferencia de Lévinas, Ricceur no siempre estuvo
prevenido contra algunas lecturas apresuradas, y fue vulnerable a las acusaciones pro-
cedentes de la sensibilidad «antihumanista».
Ésa es la paradoja: Ricoeur se presenta hoy en día como uno de los principales
beneficiarios de la renovación contemporánea del humanismo y, sin embargo, nunca
ha concedido el menor crédito a ese ambiguo término^. Si su vuelta a la escena públi-
ca viene acompañada únicamente por la recuperación del consenso humanista o por

' Un ejemplo entre otros: con motivo de la publicación de Lectures 2en otoño de 1992 [París, Seuil], Robert
Maggiori dedicó a la obra de Ricoeur dos bellas páginas en Liberation (19 de diciembre de 1991).
En numerosas entrevistas, Ricoeur se asombra de que se le acuse de humanismo cuando casi nunca ha emplea-
do dicho término en el plano especulativo. Sin embargo, podría traerse a colación «Que signifie 'humanisme'?», en
Comprendre. Revue de la société europienne de culture, n." 15, 1956. Con todo, este texto precede históricamente a
las dos últimas manifestaciones de una «querella del humanismo» que ya es recurrente en Francia: 1) la polémica
sobre «la muerte del hombre» decretada por el estructuralismo a finales de los años sesenta y principios de los seten-
ta; 2) la oposición entre un nuevo kantismo y la corriente nietzscheana a finales de los ochenta {véase Pourquoi nous
ne sommespos nietzschéens?, París, Grasset, 1991).

11
el resurgimiento de la ética o de la moral (términos alegremente confijndidos), dicho
regreso puede prestarse a confusión.
Su obra presenta, asimismo, dificultades internas que no favorecen una inter-
pretación coherente, ni siquiera una visión de conjunto, como sí sucede en el caso
de la obra de Lévinas, que ha dado lugar a trabajos que la aclaran a fondo^. En efec-
to, la trayectoria de Ricoeur ha sufrido cambios de ritmo inesperados, desplazamien-
tos geográficos difíciles de seguir, y su filosofía se presenta, en las obras que siguen al
período «hermenéutico»"*, como una confrontación entre el pensamiento continen-
tal francés y germánico, por una pane, y la filosofía analítica anglosajona, por otra.
Dicha confi-ontación no ha dejado de sorprender a buena parte de susfieleslectores.
Después de La metáfora viva, la trilogía Tiempo y relato y Sí mismo como otro, las
publicaciones de Ricoeur han sido acogidas con timidez por parte de aquellos que
apreciaban con anterioridad los textos recogidos en Historia y verdad o en El conflic-
to de las interpretaciones'. Se tiene la impresión, compartida por muchos, de que los
escritos de Ricoeur se han vuelto más profesorales, más universitarios, y de que, por
ello, reclaman ahora de su lector un conocimiento previo de la producción filosófi-
ca contemporánea.
Ese sentimiento, por legítimo que sea, ha de ser matizado: los artículos acom-
pañaron siempre la elaboración de los volúmenes. El rigor y la densidad de los tex-
tos publicados en El conflicto de las interpretaciones no tienen nada que envidiar, por
ejemplo, a la seriedad de Tiempo y relato. Además, esa impresión de que existe una
densidad creciente es tremendamente paradójica, pues simultáneamente se reconoce
-ese fiíe uno de los leitmotive que celebraron la publicación de Lectures 1 en 1991—
que el Ricoeur «imiversitario» no ha renunciado —pese a lo que él mismo diga— a
intervenir en el espacio público, ni a inquietarse tanto por la evolución de las demo-
cracias contemporáneas o de los países del Sur como por la ecología. Dicha impre-
sión es tanto más sorprendente, si cabe, cuanto que numerosos profesionales de la
filosofía continúan, por su parte, reprochando implícitamente a Ricoeur ser un lec-

^ Véanse, por ejemplo, los trabajos de Silvio Petrosino, Jacques RoUand, Étienne Feron, Guy Petitdemange,
Stéphane Mosés, Catherine Chalier...
^ Sin ignorar el papel central que desempeña la reflexión hermenéutica en Ricoeur, subrayado recientemente
por una obra colectiva {Paul Rictrur. Les métamorphoses de la raison herméneutiqtte, dirigida por Jean Greisch y
Richard Keamey, París, Cerf, 1992), hay que evitar, sin embargo, reducir toda su obra únicamente a su dimensión
hermenéutica, que, por otra parte, es la más evidente. En cualquier caso, uno de los objetivos de dicha obra consis-
te en obtener lo que la etapa explícitamente hermenéutica —simbolizada por El conflicto de las interpretaciones- hizo
posible, a saber, una «hermenéutica del sí mismo» que parte de los recursos de la tradición reflexiva y de la filosofía
analítica. Hay que señalar, asimismo, que se estudia mucho más a Ricoeur en Italia que en Francia {véase, por ejem-
plo, el libro de Domenico Jervolino La questione del sogetto in Ricoeur. Ñapóles, Procaccini, 1984) y que los exege-
tas del mismo a menudo son extranjeros (Richard Keamey es irlandés; Peter Kemp, danés; Villaverde, español; Char-
les E. Reagan, americano; D. Jervolino, italiano; Páll Skúlagon, islandés). Es decir, Ricoeur tiene más discípulos (en
el sentido de discípulos que hacen escuela) en el extranjero que en Francia... Podemos referirnos, sin embargo, a Jean
Greisch -L'Age hermenéutique de la raison, París, Cerf, 1985- de quien esperamos Le cogito hlessé, una introducción
a la filosofía de Ricoeur. Asimismo, hay que señalar el papel desempeñado por Jean Ladriére y los belgas de Lovaina
y de la Universidad Libre de Bruselas a la hora de sensibilizar a la gente frente al trabajo de Ricoeur.
^ P. Ricoeur, La métaphore vive, París, Seuil, 1975; trad. cast.: La metáfora viva, Madrid, Europa, 1980. Temps
et récit, París, Seuil, 1983-1985; trad. cast.: Tiempo y narración, Madrid, Cristiandad, 1987 (vol. I y II). Soi-méme
comme un autre, París, Seuil, 1990; trad. cast.: 5/ mismo como otro, Madrid, Siglo XXI, 1996. Histoire et vérité, París,
Seuil, 1967; trad. cast.: Historia y verdad, Madrid, Encuentro, 1990. Le conflit des interprétations, París, Seuil, 1969;
trad. cast.: Hermenéutica y estructuralismo. Hermenéutica y psicoanálisis e Introducción a la simbólica del mal (Buenos
Aires, Megápolis, 1975-1976) (N. delX).

12
tor más que un creador de conceptos originales, o ven insidiosamente en su obra una
teología encubierta.
Objeto, tras la polémica provocada por su obra sobre Freud^, de una cuádruple
sospecha, que pone por delante la figura del pedagogo, del universitario, del huma-
nista o del creyente, Ricoeur -cuya discreción biográfica es tan antigua como tenaz—''
no siempre ha ocultado su decepción. Tiene la impresión, no sin motivo, de que los
acontecimientos del 68 y la controversia del humanismo -doblemente enconada por
la ideología estructuralista y el pensamiento radical- fueron el principio de una sos-
pecha ritual y obsesiva que lastra desde entonces la recepción de sus escritos. Piensa
que fue apartado de la escena filosófica firancesa, y, a pesar de ello, se le reprocha,
paradójicamente, el haberse «desviado» hacia el pensamiento norteamericano; rela-
ción iniciada, no obstante, a partir de 1952.
Pero esta retirada no es fi-uto de la casualidad. Más nómada, curioso y viajero
que muchos de los pensadores que teorizan sobre el nomadismo y la «diferencia»,
Ricoeur veía con desazón su puesto en la universidad después del 68 y en un ámbi-
to intelectual cada vez más sometido al ritmo de los medios de comunicación. Al
rechazar cualquier demagogia o situación acomodaticia, ha ocupado siempre con
naturalidad un lugar intermedio entre el pensamiento crítico y el discurso académi-
co de la universidad.

II. DOBLEMENTE CONTEMPORÁNEO

Pero le concederíamos demasiada importancia a la psicología o a la sociología


de la clase intelectual si nos contentáramos con esto. Si queremos conocer la verda-
dera dimensión del pensamiento de Ricoeur, hay que poner por delante su originali-
dad filosófica. Consiste en considerar a la inversa las dos tendencias principales del
pensamiento francés: por una parte, apuesta por el hecho de que la crítica a Hegel
no ha de desembocar inevitablemente en un escepticismo sobre la posibilidad misma
de la acción histórica, y desarrolla una «ética»^ sin la que la historia perdería todo sig-

^ Véase De l'interpTétation [París, Seuil, 1965. Trad. cast.: Freud: una interpretación de la cultura, México, Si-
glo XXI, 1970]. Esta obra, dedicada a Freud, fiíe acogida violentamente por el entorno de Lacan y de Althusser, y
jfiíe ignorada por el primero, con quien Ricceur, sin embaído, había tenido relaciones con anterioridad. Afectado por
ese rechazo inesperado que prefiguraba el 6Jso debate entre htunanismo y estructuralismo -y sorprendido igual-
mente por la respuesta de Derrida tras la aparición de La metáfora viva (véase «Le retrait de la métaphore», en Poé-
tique, n.° 7, 1978)-, Ricoeur nunca intentará reanudar la discusión en el ámbito intelectual francés.
^ En una entrevista reciente con Gwendolyne Jarczyk (en Rué Descartes, nP 1, París, Albin Michel, 1991),
Ricoeur expresa su desconfianza ante los intentos de comprender la obra de alguien a través de su vida. «En primer
lugar, cuando se trata de otros autores, dudo mucho que este modo de llevar a cabo el análisis literario o el análisis
filosófico dé buenos fi-utos. Creo que las obras hablan por sí mismas. La fiíerza de una obra reside en que sobrevive
a su autor. Y, por ello, en cierto modo, el autor es borrado por su propia obra» (p. 229). Con el objeto de evitar
malentendidos, RicoeiU' ha escrito ima «autobiografía intelectual» que ha sido publicada en Estados Unidos en la
célebre colección «The libraiy of living philosophers» [trad. fr.: Reflexión faite, Autobiographie intelUctuelle, París,
Esprit, 1995]. Charles E. Reagan elabora en la actualidad una biografía sobre Ricoeur, y el historiador Fran^ois Dosse
prepara para la editorial «La Découverte» una biografi'a intelectual del mismo.
^ Por «ética» entiende Ricoeur, precisamente, «la orientación hacia ima vida vivida bajo la influencia de las
acciones que se estiman buenas». Esta acepción aristotélica (teleológica) se distancia tanto de la mora] kantiana de
la obligación (deontológica) como de la intetpretación de Lévinas, que pone el acento en la dimensión «pasiva» de
la ética.

13
nificado. Por otra parte, su negativa a romper tanto con la fenomenología como con
la tradición reflexiva procedente de Fichte, y sus excesivas concesiones a la «sección
estructuralista», le han permitido bosquejar paulatinamente la «fenomenología her-
menéutica del sí mismo» que encuentra su cumplimiento en 5/ mismo como otro.
Ricoeur reflexiona sobre las condiciones de la acción en un contexto histórico y espe-
culativo posthegeliano, lo cual le distancia, paradójicamente, del enfoque ético con-
temporáneo (Emmanuel Lévinas) -así como de los pensamientos del afuera (Gilíes
Deleuze) o de la corriente postmoderna (Jean-Fran^ois Lyotard, Gianni Vattimo)- y
le aproxima simultáneamente a la tradición merleau-pontiana que, desde la posgue-
rra, es uno de los principales fermentos de la crítica del totalitarismo y del desarro-
llo de un pensamiento histórico'.
Actor privilegiado de una escena filosófica en la que interviene «al margen»
entre 1975 y 1985, Ricoeur es un valioso exponente de la misma. En primer lugar,
por el modo original en que instruye el proceso de Hegel y del sentido de la histo-
ria'". Sin duda alguna, los «crímenes del siglo XX» 0an Patocka) han trastornado el
sentido y los sentidos, los han desorientado hasta perturbar la relación con el mundo
y con la historia. Una vez sacrificado en aras de la historia, el sentido se ha converti-
do de nuevo en una apuesta. Pero, ¿en qué tipo de apuesta?, ¿existencial, teológica,
ética? Por sensible o crítico que se sea frente a los argumentos desarrollados por el
pensamiento mesiánico, que simbolizan las figuras de Franz Rosenzweig, Walter
Benjamín y Emmanuel Lévinas, por la réplica de la escuela kantiana a Hegel o por
el nietzscheanismo antihegeliano de un Gilíes Deleuze, se ha de reconocer forzosa-
mente que estos pensamientos heterogéneos tienen un punto en común. Al invocar
la Ley o el Afuera, al volverse hacia un universal, hacia el Otro o hacia lo Singular,
apartan la vista —a pesar de sus profundas divergencias- de la historia presente, es
decir, de una descripción crítica o de una fenomenología de la historia. Ésta queda
rebajada a lo negativo, pues representa la guerra, lo falso o el simulacro; términos que
indican además que la historia ha de volver a sus raíces profiíndas, que su energía le
es «ajena» y que proviene de «más allá del mundo» (en un sentido religioso o n o ) ' \
En resumen, cuando la «desincorporación» (Tocqueville) de las sociedades
democráticas crea interrogantes, estas corrientes de pensamiento —muy polémicas
entre sí, e incluso contradictorias— confiesan generalmente que la historia no tiene ni

' Sólo puedo referirme aquí a los trabajos de Ciaude Lefort, Miguel Abensour y Marcel Gaucher, y a ias dos
revistas que ellos mismos han animado junto a otros: Textures y Librr. En la primera, los artículos dedicados a Mer-
leau-Ponty van imidos a menudo al análisis del fenómeno totalitario.
'" Véase en Temps et récit (vol. 3) el capítulo titulado «Renoncer a Hegel», París, Seuil, 1985, pp. 280 y ss.
' ' Ésa es la lección principal de los «pensamientos del afuera» -cuya temática viene dada por la obra de Mau-
rice Blanchot—, que coinciden entre sí a pesar de sus numerosas variantes. «Existe, pues, un devenir de las fuerzas
—escribe Deleuze a propósito de Foucault— que no se confunde con la historia de las formas, pues actúa en otra
dimensión. Un afuera más lejano que cualquier mundo exterior e incluso que cualquier forma de exterioridad, y, por
ello, infinitamente más próximo. [...] Si el afiíera, más lejano que cualquier mundo exterior, se encuentra también
más próximo que cualquier mundo inrerior, ¿no es ése el signo de que el pensamienro se dirige a sí mismo al des-
cubrir el añiera como su propio impensado?», en Foucault, París, Minuit, 1986, pp. 92 y 126. [Hay traducción cas-
tellana: Barcelona, Paidós, 1987, pp. 116 y 153.] En un artículo dedicado a Merleau-Ponty {«Merleau-Ponty et la
pensée du dedans», en Merleau-Ponty. Phénoménologie et expériences, dirigido por Marc Richir y Étienne Tassin, Gre-
noble, Jéróme Millón, 1992), Fran^oise Dastur propone como contrapunto la expresión «pensamiento del adentro»,
que puede aplicarse fácilmente a Ricoeur «El pensamiento del 'adentro' es, por excelencia, un pensamiento del hori-
zonte y de lo lejano, un pensamiento de la proximidad como distancia [...] y, sobre todo, un pensamiento de la pro-
fundidad, a la que nunca podremos acceder desde 'fuera'» (p. 54).

14
cuerpo ni sentido o, al menos, defienden que no tiene otro sentido que el que le con-
fieren -exteriormente— la Ley o la ética. Requerido en sumo grado, considerado
siempre insuficiente o excesivamente expuesto, el sentido se ha retirado de la histo-
ria. Aunque los enfoques kantiano o ético son legítimos, el hecho de regresar a la Ley
no puede disipar la niebla del nihilismo, el relativismo de los valores o la indetermi-
nación del sentido de la que se alimenta la democracia. Éste es el clima paradójico
en el que se desarrolla el importante trabajo de Ricceur: contrariamente a los que tra-
zan con seguridad una frontera entre el nihilismo y la Razón, toma nota del nihilis-
mo contemporáneo, del politeísmo de los valores (Max Weber) y de la indetermina-
ción democrática (Claude Lefort). Cuando «la voluntad se presenta como el origen
de los valores y el mundo retrocede a un segundo plano como simple hecho, des-
provisto de valor, el nihilismo no se encuentra lejos»'^.
Pero, ¿cómo evitar, entonces, conceder un crédito demasiado sustancial al escep-
ticismo contemporáneo frente a la posibilidad de actuar en el seno de la historia? No
dejando a un lado apriorila. dimensión histórica de la dialéctica hegeliana. Hay que
«recuperar, nuevamente, la tarea asumida en el siglo pasado por Hegel cuando se pro-
ponía desarrollar una filosofía dialéctica que agruparía la diversidad de los planos de
la experiencia y de la realidad en una unidad sistemática»'^. Al conservar el signifi-
cado profiíndo de la filosofía hegeliana, Ricoeur sienta las bases de una construcción
ética, cuya discreta ambición consiste en tejer nuevos vínculos entre «teleología» y
«deontología», así como en reflexionar sobre las condiciones de la experiencia histó-
rica. Lo cual le lleva a leer a Hegel a través de Kierkegaard'''. Le toma la medida al
nihilismo con el propósito de ir a contracorriente, de abrir indefinidamente el aba-
nico de los significados. En ese sentido, Ricceur renuncia más al Saber Absoluto que
al espíritu hegeliano de la dialéctica.
La ética no se confiínde aquí con la figura kantiana de la ley moral, ni se asume
pasivamente como en Lévinas, sino que remite, en un sentido aristotélico, al v-éthos»
previo al «momento terminal de la ley». «La razón es práctica. Sólo en la medida en
que podamos aplicar a nuestros deseos, a nuestros valores o a nuestras normas el
sello de la universalidad, se pondrá de manifiesto el aire de familia que existe entre
el ser histórico y el ser natural... Pero reconocer la legitimidad de esta regla de uni-
versalización no impide volverse en contra de toda pretensión de hacer de la legis-
lación el primer paso ético»'^ Este paso ético nunca desmentido, que no puede
separarse de la idea de conatus (Spinoza) o de «apetición» (Leibniz), adopta en los
últimos escritos la forma de una estructura triádica, de una terna (cuidado de

'^ P Ricoeur, Le conflit des interprétations. Essais sur Vherméneutique /, op. cit., p. 453.
" íbid, p.4S6.
"• «Creo que la oposición entre Hegel y Kierkegaard ha de introducirse como tal en la fdosofia. Por un lado, la
distancia entre lo totalmente otro y el hombre no puede pensarse sin la idea de una relación inclusiva que ponga fin
a ia idea de la pura trascendencia. Desde el momento en que se habla de trascendencia, se piensa en una totalidad que
abarca la relación entre lo otro y yo mismo. En ese sentido, la idea de trascendencia se niega a sí misma. Hegel siem-
pre tendrá razón frente a cualquier pretensión de pensar la distancia infinita entre lo absolutamente otro y el hombre
[...). Por otro lado, ese punto de vista sin punto de vista, desde el que se vería la identidad profunda de lo real y de lo
raciona!, de lo existente y de! significante o del individuo y de! discurso, no se da en ninguna pane. Hay que reco-
nocer siempre, con Kierkegaard, lo siguiente: no soy el disciurso absoluto; existir consiste en no saber en el sentido
fuerte de la palabra; la singularidad renace siempre al margen del discurso» (Lectures 2, París, Seuil, 1992, p. 43).
''' Véase «Avant la loi morale: l'cthique», en Encyclopaedia Universalis, Symposium. Les enjeux, 1988.

15
sí/autoestima, cuidado del otro/solicitud, cuidado de la institución/instituciones
justas) que va madurando al desarrollarse sucesivamente en los registros del lengua-
je, de la acción, de la narración y de la ética. En esas condiciones, la ética no es un
«don» que venga generosamente desde fuera a «dar sentido» a una historia mortal:
se inscribe y se desarrolla dentro de una historia, posee una «corporeidad» indivi-
dual, social e histórica'^.
Pero, ¿cómo procede dicha filosofía de la acción para responder al escepticis-
mo contemporáneo? Ricoeur apenas tiene elección, y, por ello, se pregunta por las
condiciones que todavía permiten tener «confianza» en la posibilidad de una
acción, es decir, tener confianza en uno mismo, en el otro y en la historia. En resu-
men, se pregunta por las condiciones que permiten creer, en un sentido no religio-
so, que la historia aún es posible. Sin esta confianza, la posibilidad de una acción
histórica se viene abajo y, con ella, la idea de promesa, sin la que la historia se des-
vanece. Como huérfanos del Saber Absoluto, no podemos renunciar, hoy menos
que nunca, a la historia.

III. EL DOXÁZEIN: ENTRE EL CONCEPTO Y LA VIVENCL\

El propósito de Ricoeur consiste en fundar una «fenomenología» de la acción


que no renuncie al espíritu de la dialéctica. Su negativa a romper con la corriente
fenomenológica le permite llevar a término ese proyecto.
Ricoeur acompañó y favoreció desde un principio la expansión de la fenomeno-
logía en Francia gracias a sus traducciones y a sus artículos, reagrupados ahora en A
l'école de la phénoménologi^^. Pero, a diferencia de la mayor parte de sus contempo-
ráneos, no se distanció de esta corriente a finales de los años cincuenta y principios
de los sesenta, como sucedió con muchos otros filósofos, que sucumbieron por aquel
entonces a los encantos de las ciencias humanas y contribuyeron, a un tiempo, a
enterrar la filosofía'^. Y aunque durante algunos períodos ha discutido la evolución
de la fenomenología husserliana, Ricoeur siempre ha reconocido, incluso reciente-
mente, su deuda con ella: el término «fenomenología» sigue estando aún explícita-
mente presente en 1990 en Sí mismo como otro.
¿Cómo interpretar esta fidelidad? Como se ve inmediatamente en los textos
dedicados a Husserl, la fenomenología delimita, para Ricoeur, los «contornos del
verdadero problema», que él mismo formula del siguiente modo: «¿Cómo eludir el
solipsismo de Descartes apreciado por Hume para pasar a tomar en serio el marco
histórico de la cultura, su verdadera capacidad de formar al hombre? ¿Y cómo evi-
tar, al mismo tiempo, caer en la trampa hegeliana de la historia absoluta, alabada

'^ Véase, en Lectures 2, el artículo sintético «Approches de ia personne», pp. 203 y ss. [Hay traducción caste-
llana; «Aproximaciones a la persona», en P. Ricoeur, Amor y justicia, Madrid, Caparros, 1993, pp. 105-124.]
'^ Ha traducido, asimismo, leUen / d e Husserl {París, Gallimard, 1950) y numerosos artículos de éste último.
" Para comprender el contexto inteleaual de esa época, la lectura de Signes (1960) de Merleau-Ponty [París,
Gallimard, 1960. Trad. cast.: Signos, Barcelona, Seix Barral, 1964] puede ser ilustrativa. Sus artículos dedicados a
Marcel Mauss y Claude Lévi-Strauss muestran claramente que la aponación de las ciencias humanas no dependía
exclusivamente de ima interrogación de carácter fiJosófico. Pierre Bourdieu ofrece un testimonio interesante sobre
este período en «Aspirant philosophe», en Les enjeuxphilosophiques des années 50, París, Espace international de phi-
losophic. Centre Georges Pompidou, 1989.

16
como una divinidad desconocida?»'^. Esta inmersión en la historia de la fenome-
nología tiene lugar en un marco de pensamiento -Ricoeur lo comenta al final de un
artículo dedicado a Fenomenología y materialismo dialéctico de Tran Duc Thao—^'^
que sólo puede ser «fundado por lo que lo limita»: «Se puede uno preguntar si la
fenomenología no requiere, para fundamentar su propio derecho a reinar en el
imperio de lo que aparece, una crítica de lo que aparece»^'. Esta evaluación de las
contradicciones de la fenomenología —que oscila entre una vía regresiva, que «des-
hace el objeto» al describir el «flujo vivencial» a cambio de una inflación de las tem-
poralidades, y una vía progresiva que pone el acento en el papel del ego trascen-
dental en la constitución del mundo— le permite apreciar, en su justa medida, la
crítica del idealismo husserliano y no confundir la denuncia de las filosofías del
sujeto con la filosofía misma.
Además, su negativa a romper con la herencia husserliana es una invitación a no
ceder a las seducciones del concepto o, al menos, a lo que conviene llamar la supre-
macía del concepto y de los pensamientos del afuera en Francia: desde finales de los
años cincuenta, éstos se han distanciado violentamente de la fenomenología, polari-
zada entonces por una reflexión sobre lo sensible y lo vivido más que por la consti-
tución trascendental. En Francia, esta insistencia en la separación epistemológica
entre el concepto y lo sensible es proteiforme y difícil de interpretar: el concepto
tiene la pretensión de delimitar rigurosamente el discurso especulativo frente a los
posibles enmascaramientos de la fenomenología, pero en este ámbito contribuye a
aproximar entre sí los trabajos filosóficos de la historia de las ciencias, de la lógica y
de la epistemología procedente de Jean Cavaillés, y cuyos herederos son Jean Tous-
saint Desanti y Suzanne Bachelard. En cierto modo, la doble crítica de Hegel y de
Husserl desemboca en una epistemología que concuerda, paradójicamente, con con-
figuraciones de pensamiento muy heterogéneas.
Pero esta valoración excesiva del concepto es el principio de su derrumbe
posterior: aunque la oposición entre el concepto y la vivencia es legítima y con-
diciona la posibilidad del discurso científico o especulativo, se revela discutible
cuando se impone como una regla absoluta y se extiende a los campos más diver-
sos. Esta generalización favoreció el surgimiento de una ideología estructuralista
que, al reducirse a menudo a una metodología, no se preguntó suficientemente
por la triple muerte del sentido, de la historia y del sujeto que ésta constataban'^.
La voluntad de distanciarse del idealismo de la conciencia husserliana, e incluso
de todos los pensamientos entendidos como ismos, no dejó de tener consecuen-
cias. En el contexto del «extraño trípode francés», formado por tres hermanos
enfrentados entre sí (marxismo, personalismo y existencialismo), «el estructura-
lismo conllevaba un modo de pensar conforme a la idea de sistema y no a la de
historia, el establecimiento de conjuntos de diferencias articuladas y, sobre todo,

" «Husserl et le sens de l'Histoire», en A l'école de Lt phénoménologie, París, Vrin, 1986, p. 57.
^^ «Sur la phénoménologie», en A l'écoU de Uphénoménologie, op. cit., pp. 141-159- La obra de Tran DucThao
se publicó en 1951 [Phénoménologie et matérialisme dialectique, París, Minh-Tan. Hay edición castellana: Fenomeno-
logía y materialismo dialéctico, Buenos Aires, Nueva Visión, 1971 (N. del T)].
-' /¿¿¿, p. 158.
-- Véase F. Dosse, Histoire du structuralisme, 2 vol., París, La Découverte, 1991-1992.

17
un pensamiento operativo que pretendía no recurrir a sujeto alguno para dar sen-
tido a cualquier cosa»^^.
Aunque Ricoeur insiste en la autonomía del discurso filosófico respecto al dis-
curso metafórico, se niega a batirse en retirada y a replegarse, ya sea hacia una onto-
logía fundamental (Heidegger) o hacia el discurso epistemológico a secas. De ahí su
voluntad de poner en escena lo que llama «mediaciones imperfectas», lo cual se tra-
duce en un esfiíerzo dialéctico, en una tensión sin la que la divergencia existente
entre la vivencia y el concepto se estabiliza en detrimento de un análisis antropoló-
gico de los diversos planos de la experiencia. Mientras que el pensamiento contem-
poráneo (kantiano, hegeliano o nietzscheano) esgrime el concepto (o la norma uni-
versal) contra lo sensible o la historicidad, y concede valor a la oposición entre la
¿¿óxa, la opinión, por una parte, y la epistéme, el saber, por otra, Ricceur elabora los
términos de una «dialéctica inacabada» que aprecia el espacio intermedio entre la
dóxa y la epistéme, entre «la sensación fugitiva y contingente y la ciencia estable y
necesaria», es decir, el ámbito del doxázein, que corresponde en Aristóteles, precisa-
mente, a la «dialéctica» y que expresa la esfera de la recta opinión, que no se con-
fijnde ni con la dóxa ni con la epistéme, sino con lo probable y lo verosímil. En efec-
to, «lo probable presenta grados de certeza, de estabilidad y, por ello, de semejanza
con lo verdadero; se trata de lo verosímil. Es el caso de las opiniones que se forman
la mayoría de los hombres o los más sabios. Dichas opiniones se encuentran a medio
camino de lo necesariamente verdadero y de lo evidentemente falso»'^''.
Esa es la principal originalidad de este periplo filosófico: de la crítica a Hegel,
Ricoeur conserva el proyecto de una dialéctica inacabada que se hace eco de la dia-
léctica aristotélica; de Husserl, conserva la paciencia fenomenológica; de ambos,
aprecia el cuidado con que describen la complejidad de la experiencia. Al imaginar
vínculos inéditos entre la fenomenología y la dialéctica, al no sacrificar a Aristóteles,
Husserl o Hegel en aras de la historia de la filosofía, se aparta del pensamiento con-
temporáneo más iconoclasta, pero obtiene, al mismo tiempo, los medios para fun-
dar una filosofía de la acción. Frente a aquellos pensamientos que valoran excesiva-
mente el concepto o la norma para acabar ignorando la dóxa y el mundo sensible,
desarrolla una dialéctica quebrada que explora las dimensiones más inconfesables e
invisibles de la intención ética.
La muerte del Sentido de la Historia y del Sujeto no le lleva, pues, a renunciar
a ninguno de ambos. Si la verdad no es algo seguro, tampoco tiene por qué serlo
el sinsentido: falta por llevar a cabo una recuperación del sentido que exija respetar
el doxázein, las convicciones, y no contentarse con el antagonismo existente entre el
concepto y la vivencia. Pero si el Sistema no puede ser «cerrado» por el saber abso-
luto, la fenomenología no puede, por su parte, quedar reducida a una antropología.
Por ello, Ricoeur no deja de relacionar la antropología con la ontología, o la Feno-
menología con la Lógica, por emplear los términos de Jean Hyppolite^'.

'^ Véase «Mcurt le personnalisme, revient ia personne...», en Lectures 2, op. cit., p. 196. [Hay traducción en cas-
tellano: «Muere el personalismo, vuelve la persona...», en P. Ricoeur, Amor y justicia, op. cit, p. 96.]
^'* Artículo «Croyance», en Encyclopaedia Universalis.
^^ Véase el artículo dedicado ajean Hyppolíte «Retour á Hegel», en Lectures 2, pp. 173-187.

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Pero, al mismo tiempo, las consecuencias negativas para la comunidad filosófi-
ca de su ruptura con la fenomenología se ponen de relieve con toda crudeza: al rom-
per con ella, el pensamiento fi-ancés prescinde de un «método» que descansa en el
doble postulado de una sensibilidad -de una corporeidad previa— y de una subjeti-
vidad, es decir, de lo que mantiene y sostiene una historia individual o colectiva. Sin
un cuerpo sensible que nos sostenga como alguien digno de estima (de su propia esti-
ma y de la estima de los demás) no se puede imaginar una acción justa. Esta posi-
ción, que parece sobrevolar su objeto, ya había sido denunciada por Merleau-Ponty
en un texto que abordaba el racionalismo moral del período anterior a la guerra^*'.
En el caso de Ricoeur, hay una profijnda diferencia —y un malentendido poten-
cial— entre un pensamiento que se siente, con razón o sin ella, «exiliado» y lo que él
mismo trata de pensar. Se presenta como un pensamiento desplazado, desorbitado y
exorbitante, en un país en el que el pensamiento no deja de enunciar, a excepción de
lafilosofíapolítica procedente de la fenomenología, la incapacidad de actuar por uno
mismo. No responde directamente al escepticismo contemporáneo, sino que se
enfrenta a él mediante una ética que trata de apartarse de los senderos agitados y bru-
mosos de la historia. De ahí esa voluntad, tan esquiva como discreta, de mantenerse
al margen de las variantes de la reflexión que entierran al sujeto con la historia, así
como la elección paradójica y sorprendente de discutir preferentemente con pensa-
dores extranjeros. Por ello, el recorrido de su filosofía desorienta: desde finales de los
años sesenta, contesta a interrogantes de origen francés, discutiendo con pensadores
procedentes de la tradición analítica anglosajona, así como con autores alemanes
que, de Rosenzweig a Habermas, piensan entre las ruinas del hegelianismo.

Traducción: Gabriel Aranztieque

•^'' Véase «La guerre a eu lieu», en Sens et non-sem, París, Nagel, 1948. [Hay tradución castellana; Sentido y ¡in-
sentido, Barcelona, Península, 1977.]

19
I

Mediaciones
Sobre un autorretrato de Rembrandt
Paul Ricceur

He aquí ante nuestros ojos, escogido entre los numerosísimos autorretratos de


Rembrandt —tan magníficamente reproducidos en Rembrandt, autoportrait-,^ el que
el maestro pintó en 1660, ocho años antes de su muerte.
Contemplo este rostro. Y súbitamente, mirándole mirarme, me planteo una
pregunta descabellada: ¿qué me hace decir que este rostro es el del propio pintor?
¿Cómo he sabido que el personaje aquí representado es el mismo que el que lo pintó?
Sólo me lo indica una inscripción externa al cuadro, un texto que hay que leer —una
leyenda, como se dice tan acertadamente—. Sin esa leyenda, no sabría que el hombre
pintado y el hombre que lo pintó tienen el mismo nombre: Rembrandt. Leemos cla-
ramente, en el cuadro, en el interior del marco, la firma y la fecha. Pero éstas indi-
can el nombre del pintor. El personaje representado, en cambio, no lleva su nombre
en la fi-ente. Para identificar ambos nombres, necesito una información externa,
extraída de la biografía del pintor, que me asegura que en esa fecha el hombre Rem-
brandt se pintó a sí mismo una vez más. Necesito además la garantía de la escuela de
Bellas Artes, de coleccionistas, directores de galerías y conservadores de museos para
confirmar que éste es el autorretrato en cuestión.
¿No ves, diréis, algo maravilloso en este bello hallazgo? Sin embargo, este auto-
rretrato, como todos los de su género, hace que no se cumpla una regla ascética
admitida por muchos críticos de arte, tanto en pintura como en literatura, según la
cual el acercamiento puramente estético exige que olvidemos al autor real, de carne
y hueso, y permitamos que la obra, a la que hemos dejado huérfana, se defienda por
sí sola. Ahora bien, el autorretrato, para responder a su título, me exige que identi-
fique al personaje representado con el que lo pintó. Me pide, pues, que considere
idénticos a dos seres ausentes: uno es el personaje irreal, a quien vislumbramos más
allá del lienzo material; otro es el pintor real, pero ya muerto. Hay un abismo entre
el personaje sin nombre del cuadro y el autor cuyo nombre atestigua la firma. Como
ya no tiene una identidad manifiesta, he de construirla.
Para hacerlo, debo proyectar en los rasgos del personaje representado lo que sé
de Rembrandt en esa fecha, e incorporar a la biografía del artista lo que sólo puede
mostrarme el análisis pictórico.

' P. Bonafoux, Rembrandt, autoportrait, Ginebra, Álbum Skira, 1985 (N. delT.).

23
Por una parte, la biografía me dice que en 1660 Rembrandt no era viejo aún
—tenía cincuenta y cuatro años—, pero ya estaba envejeciendo; que a los ojos de sus
contemporáneos era un artista en declive, un pintor desautorizado: cuatro años
antes, se había librado por poco de una quiebra infamante; hacía dos años que había
tenido que vender su casa y sus muebles, sus dibujos y sus grabados; a finales de ese
año de 1660, habrá de ceder su casa a su segunda compañera, Hendrickje Stoffeis, y
a su hijo Titus, y buscar refugio en el albergue al que había vendido sus bienes. Pro-
visto de este conocimiento biográfico, intento reencontrarlo en el rostro pintado. Por
otra parte, limitándome al estudio del cuadro, descubro cómo resolvió el maestro
determinados problemas de escritura pictórica en esa época de su carrera, dándoles
esa solución única que llamamos estilo; cómo, gracias a ese estilo singular, la expre-
sión del rostro deja que se transparente la interioridad de un alma; cómo se prescin-
dió del humor momentáneo del sujeto para insistir en un carácter, más allá de toda
anécdota; cómo, por último, el relato de un trozo de vida se halla condensado en el
espacio inmóvil de un retrato.
Esos son los dos cabos de la cadena que he de tener en cuenta.
Ahora bien, ¿cómo obtendré esta feliz conjunción entre el conocimiento bio-
gráfico y el análisis pictórico? El único recurso que tengo para salvar la brecha abier-
ta entre la firma del pintor y el nombre del personaje pintado consiste en rehacer con
la imaginación el propio trabajo del artista al pintarse a sí mismo.
Una vez más, en 1660, este hombre de quien se dice que está envejeciendo,
arruinado y abandonado por su público, recurre al artificio del espejo para obtener
una im^en óptica de sí; después, olvidando el espejo, evitándolo incluso, ya que no
lo pinta, considera esa imagen especular idéntica a sí mismo. Ahí está, pues, enfren-
tándose a sí mismo, preguntando a ese rostro qué hombre es: ¿más interesado por
conocerse que inquieto por envejecer? ¿Orgulloso todavía o ya agotado? ¿Mejor
representado con un disfraz de gran señor o con una prenda de ropavejero? Aquí
irrumpe, en la vía de la respuesta, la diferencia con Narciso. Narciso ama erótica-
mente su propia imagen en las aguas. Al abrazarla, la rompe. Rembrandt, por el con-
trario, mantiene la distancia y prefiere, sin odio o complacencia aparentes, exami-
narse. A las preguntas que se plantea sobre sí mismo, ofrece como única respuesta
este cuadro que expone a nuestros ojos. Para él examinarse es pintarse en el sentido
Üteral de la palabra (a este respecto, se debería poder hablar de «examen de pintura»,
como hablamos de «examen de conciencia»). He aquí, pues, el principio de la solu-
ción del enigma. Rembrandt interpretó su imagen en el espejo recreándola en el lien-
zo. Pintarse, en el sentido que acabamos de decir, constituye el acto creador que esta-
blece, para nosotros, espectadores y aficionados, la identidad de ambos nombres, el
del artista y el del personaje. Entre el yo, visto en el espejo, y el sí mismo, leído en el
cuadro, se insenan el arte y el acto de pintar, de pintarse.
Es inútil, pues, tratar de saber si esos rasgos corresponden exactamente a los del
artista en dicha época. No lo sabremos nunca. O, más bien, la cuestión carece de sen-
tido: porque lo que pudo descubrir en su rostro es exactamente lo que plasmó en su
retrato. A la imagen especular desaparecida sobrevive un retrato que el pintor dejó
de mirar; pero que tiene para siempre el poder de mirarnos.

Traducción: GabrielAranzueque

24
Fenomenología y hermenéutica
Paul Ricceur

Este estudio no pretende ser una contribución a la historia de la fenomenolo-


gía, a su arqueología, sino una interrogación sobre el destino de la fenomenología
hoy en día. Y el que haya escogido como piedra de toque, y como instrumento de lo
que someto a discusión, la teoría general de la interpretación o hermenéutica, no
quiere decir tampoco que vaya a sustituir una monografía histórica por un capítulo
de historia comparada de la filosofía contemporánea. Pues tampoco con la herme-
néutica pretendo hacer de historiador, ni siquiera del presente: al margen de la
dependencia que tenga la siguiente meditación respecto a Heidegger, y sobre todo a
Gadamer, lo que está en juego es la posibilidad de seguir haciendo filosofía con ellos
y después de ellos —sin olvidar a Husserl-. Mi ensayo será, pues, un debate con lo
más vivo de ambas posibilidades de filosofar y de continuar filosofando'.

Propongo discutir las dos tesis siguientes:


Primera tesis: Lo que la hermenéutica ha arruinado no ha sido la fenomenolo-
gía, sino una de sus interpretaciones, a saber, la interpretación idealista que hizo de
la fenomenología el propio Husserl; por ello, hablaré de ahora en adelante del idea-
lismo husserliano. Tomaré como orientación y guía el Nachwort de Ideerf- y somete-
ré las tesis principales a la crítica de la hermenéutica. Esta primera parte será, pues,
pura y simplemente antitética.

Segunda tesis: Más que una simple oposición, lo que se da entre la fenomenolo-
gía y la hermenéutica es una dependencia mutua que es importante explicar. Esta

^ Este ensayo hace balance de los cambios de método implicados por mi propia evolución, desde una feno-
menología eidética, en Le voíontaire et l'involontaire (1950) [París, Aubier/Montaigne (N. del T.)], hasta De l'inter-
prétation: Essai sur Freud (1965) [París, Seuil; trad. case: FreMÍ una interpretación de la cultura, Buenos Aires, Si-
glo XXI, 1970] y Le conflit des interprétations (\970) [París, Seuil).
^ Este texto, publicado por vez primera en Jahrbuch fiir Phii u. Phan. Forschung (1930), ha sido editado por
Walter Biemel y publicado por el hoy difunto H. L. van Breda, director de los Archives Husserl en Lovaina, en Hus-
serliana, Edmund Husserl Gesammelte Werke, La Haya, NijhofF, 1952, vol. V, pp. 138-162; trad. fr.: «Post-face á mes
Idees Directrices», por L. Kelkel, en Revue de mitaphysique et de morale, X'iyí, n.° 4, pp. 369-398; [trad. cast.: «Epí-
logo», en ¡deas relativas a una fenomenología pura y una filosofia fenomenológica, México, EC.E., 1962, 2.» ed., pp.
372-395 (N. del T.)].

25
dependencia puede percibirse tanto a partir de una como de otra. Por una parte, la
hermenéutica se construye sobre la base de la fenomenología y, de este modo, con-
serva aquello de lo que, sin embargo, se aleja: la fenomenobgia sigue siendo el presu-
puesto insuperable de la hermenéutica.
Por otra parte, la fenomenología no puede constituirse a sí misma sin un presu-
puesto hermenéutica. Esta posición hermenéutica de la fenomenología ocupa el
mismo lugar que la Auslegung en la puesta en marcha de su proyecto filosófico.

I. LA CRÍTICA HERMENÉUTICA DEL IDEALISMO HUSSERLL\NO

La primera parte de este ensayo pretende cobrar conciencia, no ya de la separa-


ción, sino del abismo que separa el proyecto de una hermenéutica de toda expresión
idealista de la fenomenología. Sólo encontraremos aquí, por tanto, el desarrollo de
la posición antitética de dos proyectos filosóficos opuestos. Sin embargo, entende-
mos que cabe la posibilidad de que la fenomenología como tal no se reduzca por
entero a los límites de una de sus interpretaciones, aunque sea la del propio Husserl.
Quien no resiste, a mi juicio, la crítica de la filosofía hermenéutica es el idealismo
husserliano.

1. Las tesis esquemáticas del idealismo husserliano

Debido a la necesidad de una exposición esquemática, he considerado como


documento característico del idealismo husserliano el Nachwort de Ideen. Constitu-
ye, con las Meditaciones cartesianas, la expresión más avanzada de este idealismo.
Algimas de las siguientes tesis, que someteré a continuación a la crítica de la herme-
néutica, las he extraído de este texto.

a) El ideal de cientificidad que reivindica la fenomenología no guarda continuidad


con las ciencias, con su axiomática o con su empresa fundacional: la «justificación últi-
ma» que la constituye es de otro order?. Esta tesis, que expresa la reivindicación de radi-
calismo de la fenomenología, se afirma en un estilo polémico; es la tesis de una filo-
sofía combativa que siempre tiene un enemigo a la vista, ya sea el objetivismo, el
naturalismo, la filosofía de la vida o la antropología. Esta filosofía combativa arran-
ca de un punto que no puede inscribirse en una demostración, pues, ¿de dónde la
deduciríamos? De aquí el estilo autoafirmativo de la reivindicación de radicalismo
que sólo se atestigua en el rechazo de lo que podría negarla. La expresión aus letzter
Begründung es la más típica al respecto. Recuerda tanto la tradición platónica de la
ausencia de hipótesis como la tradición kantiana de la autonomía del acto crítico;
muestra también, como Rückfrage^, una cierta continuidad con las preguntas princi-
pales que las ciencias plantean sobre sí mismas. Y, sin embargo, el proceso de ascen-
so al fiíndamento es absolutamente heterogéneo en comparación con toda ftinda-

* Nachum% «Preliminar» y § 7 [«Epílogo», ihid., pp. 372-374 y 393-395 (N. del T.)].
•* Husserliano, op. cit., vol. V, p. 139, In. 27; trad. fr.: p. 373; [trad. cast.: p. 373].

26
mentación interna de una ciencia: en una ciencia de los fundamentos «ya no puede
haber, entonces, conceptos oscuros, problemáticos, ni paradojas»'. Esto no quiere
decir que no haya otras «vías» que respondan a esta única Idea; la idea de flinda-
mentación es, más bien, lo que asegura la equivalencia y la convergencia de las vías
(lógica, cartesiana, psicológica, histórico-teleológica, etc.)- Hay «inicios reales» o,
más bien, «caminos hacia el inicio», suscitados por «la ausencia total de presupuestos».
Por consiguiente, es inútil interrogarse acerca de la motivación de este comienzo radi-
cal; dentro de un ámbito, no hay razón alguna para que salgamos de él y planteemos
el problema de origen. En este sentido, la justificación es una Selhst-Begründung.

b) Lafimdamentaciónprincipal es del orden de la intuición:,fiíndares ver. De este


modo, el Nachwort confirma la prioridad, afirmada por la sexta Investigación lógica,
del papel exclusivo que desempeña la intuición respecto a toda filosofía de la deduc-
ción o de la construcción^.
El concepto clave, a este respecto, es el de Erfahrungsfeld. La singularidad de la
fenomenología se reduce a esto: el principio es, sin más, un «ámbito», y la primera
verdad es, sin más, una «experiencia». En contra de toda «construcción especulati-
va», cualquier cuestión principal se resuelve con la visión. Acabo de hablar de singu-
laridad: no es de extrañar, en efecto, que a pesar de (y gracias a) la crítica del empi-
rismo, la experiencia, en sentido empírico precisamente, sólo se supere mediante una
«experiencia». Esta sinonimia de la Erfahrung significa que la fenomenología no se
dirige a un más allá, a otro mundo, sino al lugar mismo de la experiencia natural, en
la medida en que ésta ignora su sentido. Consiguientemente, por mucho que pon-
gamos el acento en el carácter a priori, en la reducción al eidos, en el papel de las
variaciones imaginativas e incluso en la noción de «posibilidad», estaremos subra-
yando una y otra vez el carácter de experiencia (que se considera la única expresión
de las «posibilidades intuitivas»)^.

c) El lugar de la intuición plenaria es la subjetividad. Toda trascendencia es dudo-


sa, sólo la inmanencia es indudable.
Es la tesis misma del idealismo husserliano. Cualquier trascendencia es dudosa
porque al proceder mediante Abschattungen, mediante «esbozos» o «perfiles», se da
siempre por sentada la convergencia de esas Abschattungen, y esa presunción puede
verse frustrada por la discordancia; en última instancia, porque la conciencia puede
formular la hipótesis hiperbólica de una radical discordancia de las apariencias, lo
que constituye la hipótesis misma de la «destrucción del mundo». La inmanencia no
es dudosa porque no se da a través de «perfiles», a través de «esbozos», luego no pre-
sume nada, sino que sólo permite la coincidencia de la reflexión con lo que «acaba»
de vivirse.

d) La subjetividad, ascendida de este modo al rango de lo trascendental, no es la con-


ciencia empírica, objeto de la psicología. No obstante, fenomenología y psicología

Husserliana, op. cit., vol. V, p. 160, In. 25; trad. fr.: p. 396; ¡trad. cast.: p. 393].
Ibid., §§ 1 y 2; (trad. cast.: pp. 374-377].
Husserliana, op. át., vol. V, p. 142, in. 7; trad. fr.: p. 378; [trad. cast.: p. 375].

27
fenomenológica son paralelas y constituyen un «doblete» que, sin cesar, suscita con-
fusión entre ambas disciplinas, una trascendental y otra empírica. Sólo la reducción
las distingue y las separa.
La fenomenología debe enfrentarse aquí a un malentendido que siempre reapa-
rece y que ella misma provoca. En efecto, el «ámbito de la experiencia» de la feno-
menología tiene una analogía estructural con la experiencia no reducida; la razón de
este isomorfismo reside en la propia intencionalidad (Brentano había descubierto la
intencionalidad sin conocer la reducción y la quinta Investigación lógica seguía defi-
niéndola en términos que cabe aplicar tanto a la fenomenología propiamente dicha
como a la psicología intencional). Además, la reducción opera «a partir de la actitud
natural»: la fenomenología trascendental presupone, pues, en cierto modo, lo que
supera y reitera como lo mismo, aunque con otra actitud. La diferencia no está, con-
siguientemente, en los rasgos descriptivos, sino en el valor ontológico, en la Seinsgel-
tung, hay que «perder»^ la validez ais Reales, en resumen, abatir el realismo psicoló-
gico. Ahora bien, esto no se logra sin dificultades, a no ser que debamos entender
que hay que perder el mundo, el cuerpo y la naturaleza, lo que haría de la fenome-
nología un acosmismo. La paradoja es que, a costa de esa pérdida, el mundo se reve-
la, precisamente, como algo dado previamente, el cuerpo «existe» verdaderamente, y
la naturaleza se presenta como «ente». La reducción no tiene lugar, pues, entre el yo
y el mundo, entre el alma y el cuerpo, entre el espíritu y la naturaleza, sino a través
de lo previamente dado, lo existente y lo ente, los cuales dejan de ser evidentes, de
considerarse en la Seinsglaube opaca y ciega, para convertirse en Sentido: sentido de lo
dado previamente, sentido de lo existente, sentido de lo ente. De este modo, el radi-
calismo fenomenológico, que duplica la subjetividad trascendental y el yo empírico,
es el mismo que trasmuta la Seinsglaube en correlato noemático de la noesis. Una
noética, una noología, se distingue, de este modo, de una psicología. Su «contenido»
(Gehalt) es el mismo: lo fenomenológico es lo psicológico «reducido». Aquí reside el
principio del «paralelismo» o, mejor, de la «correspondencia» entre ambas discipli-
nas. Aquí reside también el principio de su diferencia, pues una «conversión» —la
conversiónfilosófica—las separa.

e) La toma de conciencia que sustenta la tarea de reflexión tiene implicaciones éti-


cas propias: la reflexión es, por ello, el acto inmediatamente responsable de sí.
Este matiz ético que la expresión aus letzter Selbstverantwortun^ parece intro-
ducir en la temática fundacional no es el complemento práctico de una empresa que,
en cuanto tal, sería puramente epistemológica: la inversión por la que la reflexión se
aleja de la actitud natural es, al mismo tiempo -con un mismo aliento, por así decir-
lo-, epistemológica y ética. La conversión filosófica es el acto supremamente autó-
nomo. Lo que llamamos matiz ético está, pues, inmediatamente implicado en el acto
fundacional, en la medida en que éste sólo puede ser autoposicional. En este senti-
do, es, en última instancia, responsable de sí.

^ La palabra veriiertsc repite rres veces: Husserliana, op. cit, vol. V, p. 145, In. 4, 6 y 9; trad. fr: p. 379; [trad.
cast.: p. 378],
•* HusserUana, op. cit., vol. V, p. 139, In. 7; trad. fr.: p. 372; [trad. cast.: p. 372].

28
El carácter autoafirmativo de la fiíndamentación convierte al sujeto filosófico en
sujeto responsable. Este sujeto es el sujeto que filosofa en cuanto tal.

2. La hermenéutica contra el idealismo husserliano

Es posible oponer la hermenéutica, tesis a tesis, no a la fenomenología en su


conjunto y en cuanto tal, claro está, sino al idealismo husserliano. Esta «antitética»
es el camino necesario de una verdadera relación «dialéctica» entre ambas.

a) El ideal de cientificidad, que el idealismo husserliano entiende como justifica-


ción última, encuentra su límite fiíndamental en la condición ontológica de la com-
prensión.
Esta condición ontológica puede expresarse como finitud. Sin embargo, no es
éste el concepto que consideraré primero, pues designa, en términos negativos, una
condición enteramente positiva, que se expresaría mejor mediante el concepto de per-
tenencia. Este designa directamente la condición insuperable de toda empresa de jus-
tificación y de fiíndamentación, a saber, que dicha empresa está siempre precedida por
una relación que la incluye. ¿Hablamos de una relación con el objeto? No precisa-
mente. Lo que la hermenéutica cuestiona en primer lugar del idealismo husserliano
es que haya inscrito el descubrimiento inmenso e insuperable de la intencionalidad en
una conceptualización que reduce su alcance, a saber, la relación sujeto-objeto. La
exigencia de buscar lo que da unidad al sentido del objeto y la de fundar esta unidad
en una subjetividad constituyente resultan de esa conceptualización. La primera afir-
mación de la hermenéutica consiste en decir que la problemática de la objetividad
presupone antes de ella una relación de inclusión que engloba al sujeto supuesta-
mente autónomo y al objeto presuntamente opuesto. Esta relación inclusiva o abar-
cante es lo que llamo aquí pertenencia. Esta preeminencia ontológica de la perte-
nencia implica que la cuestión de la fiíndamentación no puede ya coincidir
simplemente con la de la justificación última. Ciertamente, Husserl es el primero en
subrayar la discontinuidad, instituida por la epoché, entre la empresa trascendental de
fiíndamentación y el trabajo interno propio de cada ciencia con objeto de elaborar
sus propios fundamentos. Más aún, no deja de distinguir entre la exigencia de justi-
ficación planteada por la fenomenología trascendental y el modelo preestablecido de
la mathesis universalis. Como diremos más tarde, con esto plantea las condiciones
fenomenológicas de la hermenéutica. Pero la hermenéutica quiere radicalizar, preci-
samente, la tesis husserliana de la discontinuidad entre fiíndamentación trascenden-
tal y fundamento epistemológico.
Para ella, mientras que no se cuestione el ideal de cientificidad en cuanto tal, la
cuestión de la fundamentación última continuará perteneciendo a la misma esfera
del pensamiento objetivador. Este radicalismo de la cuestión es el que nos eleva de la
idea de cientificidad a la condición ontológica de pertenencia, por la que quien pre-
gunta forma parte de la cosa misma por la que pregunta.
Esta pertenencia es aprehendida a continuación como finitud del conocer. Sin
embargo, el matiz negativo que connota el término mismo de finitud sólo se intro-
duce en la relación totalmente positiva de pertenencia -que es la experiencia herme-
néutica mismor- porque la subjetividad ha elevado ya su pretensión de ser el ftinda-

29
mentó último. Esta pretensión, esta desmesura, esta hybris, hace aparecer entonces,
por contraste, la relación de pertenencia como finitud.
Heide^er ha expresado esta pertenencia en el lenguaje del ser-en-el-mundo.
Ambas nociones son equivalentes. La expresión ser-en-el-mundo expresa mejor la
primacía del cuidado sobre la mirada y el carácter de horizonte de aquello a lo que
estamos ligados. El ser-en-el-mundo es el que precede a la reflexión. Al mismo tiem-
po, se constata la prioridad de la categoría ontológica del Dasein que somos sobre la
categoría epistemológica y psicológica del sujeto que se establece. A pesar de la den-
sidad de sentido de la expresión ser-en-el-mundo, he preferido, siguiendo a Gada-
mer, la noción de pertenencia, que plantea de inmediato el conflicto con la relación
sujeto-objeto y prepara la introducción ulterior del concepto de distanciamiento,
que es dialécticamente solidario con dicho conflicto.

h) A la exigencia husserliana del retomo a la intuición se opone la necesidad, para


toda comprensión, de estar mediatizada por una interpretación.
No hay duda de que este principio está tomado de la epistemología de las cien-
cias históricas. Por esta razón, pertenece al campo epistemológico delimitado por
Schleiermacher y Dilthey. Sin embargo, si la interpretación sólo fuera un concepto
histórico-hermenéutico, éste seguiría siendo tan regional como las propias «ciencias
del espíritu». Pero el uso de la interpretación en las ciencias histórico-hermenéuticas
es sólo el punto de anclaje de un concepto universal de interpretación que tiene la
misma extensión que el de comprensión y, finalmente, que el de pertenencia. Por
esta razón, supera la simple metodología de la exégesis y de la filología, y designa la
tarea de explicitación vinculada a toda experiencia hermenéutica. Según la observa-
ción de Heidegger en Sein undZeit, la Auslegung es el «desarrollo de la comprensión»
según la estructura del «como» {Als)^". Pero, al operar de este modo la mediación del
«como», «la explicitación no transforma la comprensión en otra cosa, sino que la
hace ser ella misma»".
Esta dependencia de la interpretación respecto a la comprensión explica que la
explicitación también preceda siempre a la reflexión y adelante toda constitución del
objeto mediante un sujeto soberano. Este antecedente se expresa en el nivel de la
explicitación mediante la «estructura de anticipación» que impide siempre que la
explicitación sea una captación sin supuestos de un ente simplemente dado con ante-
rioridad; adelanta su objeto con la forma del Vorhabe, de la Vor-sicht, del Vor-Griff,
de la Vor-Meinun¿^. No comentaré aquí estas expresiones de Heidegger sobrada-
mente conocidas. Lo importante es subrayar que no es posible poner en juego la
estructura del «como» sin poner también en juego la de la anticipación. La noción
de «sentido» obedece a esta doble condición del Ais y del Vor- : «El sentido, estruc-
turado por lo adquirido, la impresión previa y la anticipación, forma para todo pro-
yecto el horizonte a partir del cual cada cosa será comprendida en cuanto tal»'^. De

"• M. Heide^er, Sein undZeit, § 32, p. 149 [Tübingen, Niemeyer, 1927]; trad. fr.: p. 185 [París, Gallimard,
1964]; [trad. cast.: El ser y el tiempo. México, F.C.E., 1971, 2.» ed., p. 167).
" Ibid., id.; [trad. cast.: p. 166].
'- Ibid.. p. 150; trad. fr.: p. 187; [trad. cast.: pp. 168-169].
" Ibiá., p. 151; erad, fr.: p. 188; [trad. cast.: pp. 169-170].

30
este modo, el campo de la interpretación es tan amplio como el de la comprensión,
que abarca toda proyección de sentido en una situación.
La universalidad de la interpretación se constata de varias maneras. La más
común de estas aplicaciones es el uso mismo de las «lenguas naturales» en la con-
versación. A diferencia de las «lenguas bien hechas», construidas según las exigen-
cias de la lógica matemática, y cuyos términos básicos se definen en su totalidad de
modo axiomático, el uso de las lenguas naturales se basa en el valor polisémico de
las palabras. Las palabras de las lenguas naturales contienen en su campo semánti-
co un potencial de sentido que no se agota mediante ningún uso actual, pero que
requiere cribarse y determinarse constantemente por el contexto. A esta función
selectiva del contexto va unida la interpretación, en el sentido más primitivo de la
palabra. La interpretación es el proceso mediante el cual, en el juego de preguntas
y respuestas, los interlocutores determinan en común los valores contextúales que
estructuran su conversación. Antes, pues, de toda Kunstlehre, la cual erigiría en dis-
ciplina autónoma a la exégesis y a la filología, hay un proceso espontáneo de inter-
pretación que pertenece al ejercicio más primitivo de la comprensión en una situa-
ción dada.
Pero la conversación descansa en una relación demasiado limitada como para
abarcar por completo el campo de la explicitación. La conversación, es decir, la rela-
ción dialogal, en última instancia, está contenida en los límites de una relación direc-
ta, de un cara a cara. La conexión histórica que la engloba es singidarmente más
compleja. La relación intersubjetiva corta se encuentra coordinada, en el interior de
la conexión histórica, con diversas relaciones intersubjetivas largas, mediatizadas por
instituciones diversas, papeles sociales e instancias colectivas (grupos, clases, nacio-
nes, tradiciones culturales, etc.). Lo que sostiene esas relaciones intersubjetivas largas
es una transmisión, una tradición histórica, de la que el diálogo constituye sólo un
segmento. De ese modo, la explicitación va singularmente más lejos que el diálogo
para equipararse a la conexión histórica más amplia*'*.
A este uso de la explicitación en el nivel de la transmisión de una tradición his-
tórica está vinculada la mediación a través del texto, es decir, a través de expresiones
fijadas mediante la escritura, y también a través de todos los documentos y monu-
mentos que tienen con la escritura un rasgo fundamental en común. Este rasgo
común, que constituye el texto en cuanto texto, consiste en que el sentido incluido
en el texto se vuelve autónomo respecto a la intención del autor, respecto a la situa-
ción inicial del discurso y respecto a su primer destinatario. Intención, situación y
destinatario original constituyen el Sitz-im-Leben del texto. Entonces se abre la posi-
bilidad de interpretar de múltiples formas un texto que, de este modo, se ha libera-
do de su Sitz-im-Leben. Más allá de la polisemia de las palabras en la conversación se
descubre una polisemia del texto que invita a una lectura plural. Es el momento de
la interpretación en el sentido técnico de exégesis de textos. Es también el momento
del círculo hermenéutico entre la comprensión que pone en juego al lector y las pro-
puestas de sentido que abre el propio texto. La condición fundamental del círculo

" H. G. Gadamer, Wahrheit und Methode, pp. 250 y ss. [Tübingen, Mohr, 1975; trad. cast.T Verdad y método.
Salamanca, Sigúeme, 1977, pp. 331 y ss.].

31
hermenéutico se encuentra en la estructura precomprensiva que pone en relación
toda explicitación con la comprensión que la antecede e incluye.
¿En qué sentido este desarrollo de toda comprensión en interpretación se opone
al proyecto husserliano de fundamentación última! Esencialmente en que toda inter-
pretación sitúa al intérprete in medias res y nunca al comienzo o al final. Llegamos,
en cierto sentido, exactamente a mitad de una conversación que ya ha comenzado y
en la que intentamos orientarnos para poder aportar, cuando nos llegue el turno,
nuestra contribución. Ahora bien, el ideal de una fundamentación intuitiva es el de
una interpretación que, en un determinado momento, tendría lugar en la visión.
Esta hipótesis es lo que Gadamer llama «mediación total». Sólo una mediación total
sería equivalente a una intuición a la vez primera y última. La fenomenología idea-
lista no puede mantener desde ese momento su pretensión de una fiíndamentación
última más que haciendo suya la reivindicación hegeliana del saber absoluto, no ya
de un modo especidativo sino intuitivo. Ahora bien, la hipótesis misma de la her-
menéutica filosófica es que la interpretación constituye un proceso abierto que nin-
guna visión concluye.

c) Que el lugar de la fundamentación última sea la subjetividad, que toda trascen-


dencia sea dudosa y sólo la inmanencia indudable, resulta a su vez eminentemente dudo-
so, desde el momento en que también puede someterse al Cogito a la crítica radical que
la fenomenología aplica a su vez a todo aparecer. La astucia de la conciencia de sí es
más retorcida que la de la cosa. Recuérdese la duda que, en Heidegger, acompaña a
la pregunta «¿Quién es el ser-ahí?» {Ser y tiempo, § 25): «¿Parece 'evidente' a priori
que el acceso al ser-ahí deba consistir en una reflexión puramente especulativa del yo
como polo de los actos que establece? ¿Y si resultara que esta forma de 'darse a sí
mismo' el ser-ahí fuese para la analítica existenciaria un engaño, e incluso un enga-
ño que encuentra su fiíndamento en el ser del ser-ahí? Tal vez sea cierto que el ser-
ahí responde a las interpelaciones más comunes que se dirige a sí mismo afirmándo-
se sin descanso: 'yo lo soy', y sin duda más ruidosamente cuando 'no es' ese ente. ¿Y
si el rasgo constitutivo del ser-ahí, el ser siempre mío, fuese el fundamento de que el
ser-ahí, de buenas a primeras y la mayoría de las veces, no sea él mismói ¿Y si la ana-
lítica existenciaria, al partir del yo como algo dado, cayese en la trampa que le tien-
de el propio ser-ahí con la forma de una interpretación falsamente evidente y falsa-
mente inmediata de sí mismo? ¿No podría comprobarse que el horizonte ontológico
necesario para la determinación de lo que se nos ofrece como un mero dato estuvie-
se, a su vez, fundamentalmente indeterminado?»".
Tampoco seguiré aquí al pie de la letra la filosofía de Heidegger, sino que la pro-
longaré por mi cuenta. Buscaré en la crítica de las ideologías, tanto y quizás más que
en el psicoanálisis, la documentación de la duda que refleja la pregunta de Heideg-
ger «¿Quién es el ser-ahí?». La crítica de las ideologías y el psicoanálisis nos propor-
cionan hoy en día los medios de completar la crítica del objeto con una crítica del
sujeto. La crítica del objeto, en Husserl, es coextensiva a la Dingkonstitutiorr, se basa,
como hemos dicho, en el carácter supuesto de la síntesis de los esbozos. Pero Hus-

" Sein undZeit, pp. 115-116; trad. fr.: pp. 146-147; [trad. cast.: pp. 131-132].

32
serl creyó que el conocimiento de sí podía no ser un presunto conocimiento, porque
no procede mediante «esbozos» o «perfiles». Ahora bien, el conocimiento de sí puede
ser un presunto conocimiento por otras razones. En la medida en que el conoci-
miento de sí es un diálogo del alma consigo misma y en que el diálogo puede verse
sistemáticamente distorsionado mediante la violencia y mediante todas las intrusio-
nes de las estructuras de la dominación en las de la comunicación, el conocimiento
de sí, como comunicación interiorizada, puede ser tan dudoso como el conocimien-
to del objeto, aunque sea por razones diferentes y específicas.
¿Se dirá que el ego meditans de la fenomenología escapa, merced a la reducción,
a las distorsiones del conocimiento empírico de uno mismo? Esto supondría olvidar
que el ego husserliano no es el yo pienso kantiano, cuya individualidad es, cuando
menos, problemática, por no decir desprovista de sentido. Hay que fiíndar la objeti-
vidad de la naturaleza y la objetividad de las comunidades históricas en la intersub-
jetividad y no en un sujeto impersonal porque el ego puede y debe ser reducido a la
«esfera de pertenencia» -en un sentido diferente, claro está, de la palabra pertenen-
cia, que no significa ya pertenencia al mundo sino pertenencia a uno mismo—. Desde
ese momento, las distorsiones de la comunicación afectan inmediatamente a la cons-
titución de la red intersubjetiva en la que pueden constituirse una naturaleza común
y unas entidades históricas comunes, como las «personalidades de tipo elevado» que
se tratan en el parágrafo 58 de las Meditaciones cartesianas. Las distorsiones funda-
mentales de la comunicación deben ser consideradas por la egología del mismo tipo
que las ilusiones de la percepción en la constitución de la cosa.
Creo que sólo una hermenéutica de la comunicación puede asumir la tarea de
incorporar la crítica de las ideologías a la comprensión de sí'*. Y ello de dos modos
complementarios. Por una parte, puede mostrar el carácter insuperable del fenóme-
no ideológico a partir de su meditación sobre el papel de la «precomprensión» en la
captación de un objeto cultural en general. Le bastaría con elevar esta noción de
comprensión, que se aplica en primer lugar a la exégesis de textos, al rango de una
teoría general de los prejuicios, que sería coextensiva a la propia conexión histórica.
Del mismo modo que la comprensión equivocada es una estructura fiíndamental de
la exégesis (Schleiermacher), el prejuicio es una estructura fiindamental de la comu-
nicación en sus formas sociales e institucionales. Por otra parte, la hermenéutica
puede mostrar la necesidad de una crítica de las ideologías, aunque esta crítica no
pueda ser nunca total, debido a la estructura de la precomprensión. Esta crítica se
basa en el elemento del distanciamiento, del que no hemos hablado todavía, que per-
tenece a la conexión histórica en cuanto tal.
Este concepto de distanciamiento es el correctivo dialéctico del de pertenencia,
de modo que nuestra manera de pertenecer a la tradición histórica es de suyo perte-
necer a ella, a condición de mantener una relación de distancia que oscila entre el
alejamiento y la proximidad. Interpretar es hacer próximo lo lejano (temporal, geo-
gráfico, cultural y espiritual). La mediación a través del texto es, en este aspecto, el

"^ P Ricceur, «Herméneutíque ec critique des idéologies», en E. Castelli (ed.), Démythisation et idéolügie, París,
Aubier, 1973, pp. 25-61. [Previamente en Archivio di filosofía fDemitizzazione e ideología). Atti del Colloquio inter-
nazionale, Roma, 1973,vol.43, 1973, n» 2-4, pp. 25-61. Hay edición castellana en Tíor/a, Santiago de Chile, 1974,
n.o 2, pp. 5-43.]

33
modelo de un distanciamiento que no sería simplemente alienante, como la Ver-
fremdungque combate Gadamer en toda su obra''', sino auténticamente creador. El
texto es, por excelencia, el soporte de una comunicación en y merced a la distancia.
De ser así, la hermenéutica tiene que informar, a partir de sí misma, del carác-
ter insalvable del fenómeno ideológico y, a la vez, de la posibilidad de comenzar una
crítica de las ideologías sin poder acabarla nunca; la hermenéutica puede hacer tal
cosa porque, a diferencia del idealismo fenomenológico, el sujeto del que habla se
ofrece desde siempre a la eficacia de la historia (por hacer alusión a la famosa noción
de Gadamer: Wirkungsgeschichtliches Bewujítseirí)^^. La crítica de las ideologías puede
ser incorporada, como un segmento objetivo y explicativo, al proyecto de ampliar y
restaurar la comunicación y la comprensión de uno mismo porque el distancia-
miento es un momento de la pertenencia. La extensión de la comprensión median-
te la exégesis de textos y su constante rectificación mediante la crítica de las ideolo-
gías pertenecen, por derecho propio, al proceso de la Auslegung. La exégesis de los
textos y la crítica de las ideologías son las dos vías privilegiadas en las que la com-
prensión se convierte en interpretación y, de este modo, llegan a ser ellas mismas.

d) Un modo radical de cuestionar el primado de ht subjetividad es tomar como eje


hermenéutico la teoría del texto. En la medida en que el sentido de un texto se vuelve
autónomo respecto a la intención subjetiva de su autor, la cuestión esencial no es reen-
contrar, tras el texto, la intención perdida, sino desplegar, ante el texto, el «mundo» que
abre y descubre. Dicho de otro modo, la tarea hermenéutica consiste en discernir la
«cosa» del texto (Gadamer) y no la psicología del autor. La cosa del texto es a su
estructura lo que, en la proposición, es la referencia al sentido (Frege). Del mismo
modo que en la proposición no nos contentamos con el sentido, que es su objeto
ideal, sino que nos preguntamos además acerca de su referencia, es decir, acerca de
su pretensión y de su valor de verdad, en el texto no podemos detenernos en la
estructura inmanente, en el sistema interno de dependencias surgidas del entrecru-
zamiento de los «códigos» que el texto pone en marcha; queremos, además, explici-
tar el mundo que el texto proyecta. No ignoro, al decir esto, que una importante
clase de textos, que llamamos literatura -a saber, la ficción narrativa, el drama y la
poesía—, parece abolir toda referencia a la realidad cotidiana, hasta el punto de que
el lenguaje mismo parece atesorar la dignidad suprema, como para glorificarse a sí
mismo a expensas de la fiínción referencial del discurso ordinario. Pero, precisamen-
te, en la medida en que el discurso de la ficción «suspende» esta función esencial de
primer grado, libera una referencia de segundo grado en la que el mundo ya no se
manifiesta como un conjunto de objetos manipulables, sino como un horizonte de
nuestra vida y de nuestro proyecto, en resumen, como Lebenswelt, como ser-en-el-
mundo. Esta dimensión referencial, que sólo alcanza su desarrollo pleno con las
obras de ficción y de poesía, plantea el problema hermenéutico fundamental. La
cuestión no es ya definir la hermenéutica como una investigación acerca de las inten-
ciones psicológicas que se ocultarían bajo el texto, sino como la explicitación del ser-

' ' H. G. Gadamer, op. cit., pp. 11, 80, 156, 159, 364 y ss.: [trad. cast.: pp. 43, 124, 216, 220, 464 y ss.)
" Ihid., p. 284; [trad. cast.: p. 370].

34
en-el-mundo mostrado por el texto. Lo que se ha de interpretar, en un texto, es la
propuesta de un mundo, el proyecto de un mundo que yo podría habitar y en el que
podría proyectar mis potencialidades más propias. Retomando el principio del dis-
tanciamiento al que antes me refería, se podría decir que el texto ficticio o poético
no se limita a distanciar el sentido del texto de la intención del autor, sino que dis-
tancia, además, la referencia del texto del mundo expresado por el lenguaje cotidia-
no. La realidad es, de este modo, metamorfoseada por medio de lo que llamaré las
«variaciones imaginativas» que la literatura opera en lo real.
¿Qué efecto tiene en el idealismo husserliano esta hermenéutica centrada en la
cosa del texto?
Esencialmente éste: que la fenomenología, a pesar de haber nacido con el des-
cubrimiento del carácter universal de la intencionalidad, no ha seguido el consejo de
su propio hallazgo, a saber, que la conciencia riene su sentido fuera de sí misma. La
teoría idealista de la constitución del sentido en la conciencia ha desembocado, así,
en la hipóstasis de la subjetividad. Las dificultades, a las que antes aludía, que plan-
tea el «paralelismo» entre fenomenología y psicología se deben a esta hipóstasis. Estas
dificultades muestran que la fenomenología corre siempre el peligro de quedar redu-
cida a un subjetivismo trascendental. El modo radical de poner término a esta con-
fusión, en la que se incurre una y otra vez, consiste en desplazar el eje de la inter-
pretación de la cuesrión de la subjetividad a la del mundo. Es lo que obliga a hacer
la teoría del texto al subordinar la cuestión de la intención del autor a la de la cosa
del texto.

e) Al oponerse a la tesis idealista de la última responsabilidad de sí del sujeto que


medita, la hermenéutica invita a hacer de la subjetividad no la primera sino la última
categoría de una teoría de la comprensión. La subjetividad ha de perderse como origen
para que pueda recuperarse en un papel más modesto que el del origen radical.
También aquí la teoría del texto es una buena guía. Muestra, en efecto, que el
acto de la subjetividad no es tanto lo que inaugura la comprensión como lo que la
acaba. Este acto terminal puede ser enunciado como apropiación {Zueignun^^"^. No
pretende, como en la hermenéutica romántica, recuperar la subjetividad original que
daría sentido al texto. Responde, más bien, a la cosa del texto y, consiguientemente,
a las propuestas de sentido desplegadas por el texto. Es, pues, la contrapartida del dis-
tanciamiento la que establece el texto en su autonomía respecto al autor, respecto a
su situación y a su destino original. Es también la contrapartida del otro distancia-
miento por el que un nuevo ser-en-el-mundo, proyectado por el texto, se sustrae a
las falsas evidencias de la realidad cotidiana. La apropiación es la respuesta a este
doble distanciamiento unido a la cosa del texto, en cuanto a su sentido y en cuanto
a su referencia. De este modo, la apropiación es un momento de la teoría de la inter-
pretación, sin reintroducir nunca por ello fraudulentamente el primado de la subje-
tividad, que es abolido por las cuatro tesis anteriores.
El hecho de que la apropiación no implique el regreso subrepticio de la subjeti-
vidad soberana puede constatarse del siguiente modo: aunque es cierto que la her-

M. Heidegger, Sein undZeit, p. 150; trad. fr.: p. 187; [trad. cast.: p. 199].

35
menéutica acaba en la comprensión de sí, hay que rectificar el subjetivismo de esta
propuesta diciendo que comprendería es comprenderse ante el texto. Desde ese
momento, lo que es apropiación desde un punto de vista es desapropiación desde
otro. Apropiarse es hacer que lo que era extraño se convierta en propio. Lo que nos
apropiamos es siempre la cosa del texto. Pero la cosa del texto sólo se convierte en
algo propio si me desapropio de mí mismo para dejar que sea la cosa del texto.
Entonces cambio el yo, dueño de sí mismo, por el si, discípulo del texto.
Podemos además expresar este proceso en los términos del distanciamiento y
hablar de un distanciamiento de si respecto de uno mismo, inherente a la apropiación
misma. Este distanciamiento pone en práctica todas las estrategias de la sospecha,
entre las que la crítica de las ideologías, ya aludida, constituye una de las principales
modalidades. El distanciamiento, bajo todas sus formas y en todos sus aspectos,
representa el momento crítico por excelencia de la comprensión.
Esta forma última y radical de distanciamiento echa por tierra la pretensión del
ego de constituirse en origen último. El ego debe asumir para sí las «variaciones ima-
ginativas» mediante las que podría responder a las «variaciones imaginativas» acerca
de lo real que generan la literatura de ficción y la poesía, más que ninguna otra forma
de discurso. La hermenéutica opone al idealismo de la última responsabilidad de sí
este estilo de «^respuesta a».

IL PARA UNA FENOMENOLOGL\ HERMENÉUTICA

La crítica hermenéutica del idealismo husserliano no es, a mi juicio, el reverso


negativo de una investigación orientada en un sentido positivo y que sitúo aquí bajo
el título, programático y exploratorio, de «Fenomenología hermenéutica^^. El presen-
te ensayo no pretende poner en práctica —«llevar a cabo»- esta fenomenología her-
menéutica; se limita a mostrar su posibilidad, estableciendo, por una parte, que,
más allá de la crítica del idealismo husserliano, la fenomenología es siempre el
supuesto insalvable de la hermenéutica, y, por otra parte, que la fenomenología no
puede llevar a cabo su programa de constitución sin constituirse en interpretación de
la vida del ego.

1. El supuesto fenomenológico de la hermenéutica

a) El supuesto fenomenológico fundamental de una filosofía de la interpreta-


ción es que toda pregunta sobre un «ente» cualquiera es una pregunta sobre el sentido de
ese «ente».
De este modo, desde las primeras páginas de Sein undZeit, leemos que la pre-
gunta olvidada es la pregunta por el sentido del stt. La pregunta ontológica es aquí
una pregunta fenomenológica. Sólo es una pregunta hermenéutica en la medi-
da en que ese sentido está encubierto, no ciertamente en sí mismo, sino en to-
do lo que nos impide acceder a él. Pero para que se convierta en una pregunta
hermenéutica —en una pregunta sobre el sentido encubierto- es preciso que se
reconozca que la pregunta central de la fenomenología es una pregunta acerca del
sentido.

36
De este modo, se presupone ya la elección de la actitud fenomenológica en lugar
de la elección de la actitud naturalista-objetivista. Optar por el sentido es, pues, el
supuesto más general de la hermenéutica.
Cabe objetar que la hermenéutica es más antigua que la fenomenología; antes
incluso de que la palabra hermenéutica volviera a ocupar un lugar de honor en el si-
glo XVIII, existían una exégesis bíblica y una filología clásica, y tanto una como otra
ya habían tomado partido «por el sentido». Esto es cierto; pero la hermenéutica sólo
se convierte en una filosofía de la interpretación —y no simplemente en una metodo-
logía de la exégesis y de la filología- cuando, superando las condiciones de posibili-
dad de la exégesis y de la filología, más allá incluso de una teoría del texto en general,
se dirige a la condición lingüística -es decir, a la Sprachlichkeit- de toda experiencia^*'.
Ahora bien, esta condición lingüística presupone una teoría general del «senti-
do». Hay que presuponer que la experiencia en toda su amplitud (según la concep-
ción de Hegel que encontramos en el famoso texto de Heidegger sobre «El concep-
to de experiencia en Hegel»)^' no es por principio inefable. La experiencia puede ser
dicha, requiere ser dicha. Plasmarla en el lenguaje no es convertirla en otra cosa, sino
hacer que, al expresarla y desarrollarla, llegue a ser ella misma.
Este es el supuesto del «sentido» que exégesis y filología ponen en práctica en el
plano de una determinada categoría de textos: los que han contribuido a formar nuestra
tradición histórica. La exégesis y la filología pueden preceder históricamente a la toma
de conciencia fenomenológica, pero ésta las precede en el orden de la fiíndamentación.
Es ciertamente difícil formular este supuesto en un lenguaje no-idealista. El
corte que se da entre la actitud fenomenológica y la actitud naturalista - o , como
hemos dicho, la elección del sentido— parece en efecto identificarse sin más con la
elección de la conciencia «en» la que aparece el sentido. ¿No se accede a la dimen-
sión del sentido «suspendiendo» toda Seinsglaubéí ¿No se presupone la epochéáú ser-
en-sí cuando optamos por el sentido? ¿No es idealista toda filosofía del sentido?
Creo que estas implicaciones no son, en modo alguno, embarazosas. Ni de
hecho ni de derecho. No lo son de hecho —es decir, desde un punto de vista mera-
mente histórico—. Efectivamente, si pasamos de las Ideas y de las Meditaciones carte-
sianas de Husserl a las Investigaciones lógicas, encontramos la fenomenología en un
estado donde se elaboran las nociones de expresión y de significado, de conciencia y
de intencionalidad, de intuición intelectual, sin que se introduzca la «reducción» en
su sentido idealista. Por el contrario, la tesis de la intencionalidad establece explíci-
tamente que si todo sentido es para una conciencia, ninguna conciencia es concien-
cia de sí antes de ser conciencia de algo hacia lo cual se desborda, o, como decía Sar-
tre en un artículo notable de 1937^^, de algo hacia lo cual «estalla». ¿No constituye

''* H. G. Gadamer, op. cit., pp. 367 y ss,; [trad. cast.: 468 y ss.].
^' M. Heidegger, «Hegels BegrifFder Erfahrung», en Holzivege, pp. 105-192 [Frankfiírt, íQostermann, 1950.
Reeditado en Gesamtausgabe. Band 5, Frankfun, Vittorio Klostermann, 1984, pp. 115-208]; trad. fr.: «Hegel et son
concept d'expérience», en Chemins qui ne menent nuílepan, pp. 101 y ss. [París, Gallimard, 1962]; [trad. cast.: «El
concepto de experiencia en Hegel», en Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 1995, pp. 110-189].
^- J. P Sartre, «Une idee fondamcntale de la phénoménologie de Husserl: rintentionalité», en Situations I, 1947
[París, Gallimard. El ensayo había aparecido previamente en enero de 1939 en La nouvelU revue fran^aise, n.° 304,
pp. 129-131, y no en 1937 como señala Ricoeur en el texto. La redacción de este attícuio de Sartre data de su estan-
cia en Berlín hacia 1933-1934. Trad. cast.: «Una idea fundamental de la fenomenología de Husserl», en Situaciones
L El hombre y Us cosas, Buenos Aires, Losada, 1960, pp. 25-27].

37
la aportación básica de la fenomenología descubrir que la conciencia está Riera de sí
misma, que está hacia el sentido, antes de que el sentido sea para ella, y sobre todo
antes de que la conciencia sea para sí misma^. De este modo, remontarse al sentido
no-idealista de la reducción es ser fiel al mayor hallazgo de las Investigaciones lógicas,
a saber, que la noción lógica de significado -como Frege, por ejemplo, la introduje-
ra— deriva de una noción más amplia de significado que se extiende tan lejos como
la de intencionalidad. De este modo, se conquista el derecho a hablar del «sentido»
de la percepción, del «sentido» de la imaginación, del de la voluntad, etc. Esta subor-
dinación de la noción lógica de significado a la noción universal de sentido, guiada
por el concepto de intencionalidad, no implica en modo alguno que una subjetivi-
dad trascendental tenga el dominio soberano de ese sentido hacia el que se dirige. Al
contrario, la fenomenología podía encaminarse en la dirección opuesta, es decir,
tomar partido por la tesis de la preeminencia del sentido sobre la conciencia de sí.

b) La hermenéutica remite de otro modo a la fenomenología, a saber, mediante


su recurso al distanciamiento en el corazón mismo de la experiencia de pertenencia. En
efecto, el distanciamiento, según la hermenéutica, no guarda relación con la epoché
según la fenomenología, sino con una epoché interpretada en un sentido no idealista,
como un aspecto del movimiento intencional de la conciencia hacia el sentido. A toda
conciencia de sentido pertenece, en efecto, un momento de distanciamiento, de
poner a distancia lo «vivido», en la medida en que nos adherimos a ello pura y sim-
plemente. La fenomenología comienza cuando, no contentos con «vivir» - o «revi-
vir»—, interrumpimos la vivencia para significarla. Por ello, epoché y orientación de
sentido están estrechamente ligadas.
Esta relación es fácil de discernir en el caso del lenguaje. El signo lingüístico, en
efecto, sólo puede valer para algo si no es la cosa. El signo, de este modo, comporta
una negatividad específica. Todo sucede como si, para entrar en el universo simbóli-
co, el sujeto hablante debiera disponer de un «compartimento vacío» a partir del cual
pudiese comenzar a usar los signos. La epoché es el acontecimiento virtual, el acto fic-
ticio que inaugura todo el juego mediante el que cambiamos signos por cosas, sig-
nos por otros signos, la emisión de signos por su recepción. La fenomenología es
como la recuperación explícita de este acontecimiento virtual que ella eleva a la dig-
nidad del acto, del gesto filosófico. Hace temático lo que sólo era operatorio. Por eso
mismo, hace aparecer el sentido como sentido.
Este es el gesto filosófico que la hermenéutica prolonga en el ámbito que le es
propio: el de las ciencias históricas y, de modo más general, el de las ciencias del espí-
ritu. La «viveHcia», que la hermenéutica se esfuerza por llevar al lenguaje y por ele-
var al sentido, es la conexión histórica, mediatizada por la transmisión de los docu-
mentos escritos, de las obras, de las instituciones y de los monumentos que hacen
presente, para nosotros, el pasado histórico. Lo que hemos llamado «pertenencia» no
es sino la adhesión a esa historia vivida, a lo que Hegel llamaba la «sustancia» de las
costumbres. A la «vivencia» del fenomenólogo corresponde, por parte de la herme-
néutica, la conciencia expuesta a la eficacia histórica. De ahí que el distanciamiento
hermenéutico sea a la pertenencia lo que, en la fenomenología, la epoché es a la viven-
cia. La hermenéutica comienza también cuando, no contentos con pertenecer a la
tradición transmitida, interrumpimos la relación de pertenencia para significarla.

38
Este paralelismo tiene una importancia considerable, de ser cierto que la herme-
néutica deba asumir en sí misma el momento crítico, el momento de la sospecha, a
partir del que se constituyen una crítica de las ideologías, un psicoanálisis, etc. Este
momento crítico sólo puede ser incorporado a la relación de pertenencia si el distan-
ciamiento es consustancial a la pertenencia misma. La fenomenología muestra que esto
es posible, cuando eleva al rango de decisión filosófica el acontecimiento virtual de la
instauración del «compartimento vacío» que da a un sujeto la posibilidad de significar
su vivencia, su pertenencia a una tradición histórica y, en general, su experiencia.

c) La hermenéutica comparte también con la fenomenología la tesis del carácter


derivado de los significados del orden lingüístico.
Es fácil, al respecto, remitir las tesis más conocidas de la hermenéutica a su raíz
fenomenológica. Partiendo de las tesis más recientes, las de Gadamer, podemos ver
que hasta la composición de Wahrheit und Methode refleja esta constatación del
carácter secundario de la problemática del lenguaje. Si bien es cierto que toda expe-
riencia tiene una «dimensión lingüística», y que esta Sprachlichkeit imprime y reco-
rre toda experiencia, una filosofía hermenéutica, sin embargo, no debe comenzar por
la Sprachlichkeit. En primer lugar, ha de decir lo que llega al lenguaje. Por ello, la filo-
sofía comienza por la experiencia del arte, que no es necesariamente lingüística. Más
aún, en esta experiencia, la filosofía privilegia los aspectos más ontológicos de la
experiencia ác\ jtiego—iznto en el sentido lúdico como en el sentido teatral de la pala-
bra-^'. Efectivamente, la filosofía ve en la participación de los jugadores en el juego
la primera experiencia de pertenencia susceptible de ser interrogada por el filósofo.
Y en el juego ve constituirse la fiínción de exhibición o presentación (Darstellung) a
la que, sin duda, apela el medio lingüístico, pero que en justicia precede y conduce
al discurso. Tampoco el discurso es lo primero en el segundo grupo de experiencias
interpretadas en Wahrheit und Methode. La conciencia de estar expuesto a los efectos
de la historia'^^, que hace imposible la reflexión total sobre los prejuicios y precede a
toda objetivación del pasado por parte del historiador, no es reductible a los aspec-
tos propiamente lingüísticos de la transmisión del pasado. Textos, documentos y
monumentos sólo representan una mediación entre otras, por muy arquetípica que
sea en fiínción de las razones que antes aludíamos. El juego de la distancia y de la
proximidad, que constituye la conexión histórica, es algo que llega al lenguaje y no
algo que éste produce.
Este modo de subordinar la Sprachlichkeit a la experiencia que llega al lenguaje
es perfectamente fiel a la postura de Heidegger en Sein und Zeit. Recordemos que la
analítica del Dasein subordina el plano del enunciado (Aussagé), que es también el de
los significados lógicos, es decir, el de los significados propiamente dichos (Bedeu-
tungen), al plano del discurso (Rede) que es —dice— «co-originario» con el orden de la

^^ H. G. Gadamer, op. cit., pp. 97 y ss.; [trad. cast.: 143 y ss. En francés, ^OMÍT posee una serie compleja de aso-
ciaciones semánticas que no nene correíato en castellano. Significa tanto jugar como representar o interpretar un
papel en una obra de teatro. Ricoeur, siguiendo a Gadamer en este punto, conserva la riqueza de significado que das
Spielijuego) tiene en Wahrheit und Methode, aprovechando ia ambigüedad de dicho concepto para relacionar el juego
con la interpreración (N. de! T.)].
^'* Con esta expresión propongo un equivalente en castellano [en francés: les ejfets de l'histoire] para el concep-
to Wirkungsgeschichtliches Beumsstsein mencionado supra, nota 18; [trad. cast.: p. 370].

39
situación {Befindlichkeií) y el de la comprensión {Verstehen), que constituye también
el del proyecto^^. De este modo, el orden lógico se halla precedido por un «decir»
que es inherente a un «encontrarse» y a un «comprender». El orden de ios enunciados
no puede pretender, pues, ninguna autonomía. Éste remite a las estructuras existen-
ciarias constitutivas del ser-en-el-mundo.
Esta remisión del orden lingüístico a la estructura de la experiencia (que en el
enunciado llega al lenguaje) constituye, a mi modo de ver, el supuesto fenomenoló-
gico más importante de la hermenéutica.
Desde la época de las Investigaciones lógicas, efectivamente, es posible captar el
movimiento que permite encuadrar el significado lógico y, en consecuencia, con-
temporáneo de las «expresiones» lógicas de nuestro lenguaje en una teoría general de
la intencionalidad. Ese movimiento implicaba que el modelo de la relación inten-
cional pasa del plano lógico al plano perceptivo, donde se forma nuestra primera rela-
ción significativa con la cosa. Al mismo tiempo, la fenomenología pasa del plano pre-
dicativo y apofántico del significado, donde siguen situándose las Investigaciones
lógicas, a un plano propiamente antepredicativo, en el que el análisis noemático pre-
cede al análisis lingüístico. De este modo, en Ideen I, Husserl llega a decir que el terre-
no de la expresión es un terreno esencialmente «improductivo»^^. Y, en efecto, el aná-
lisis de las correlaciones noético-noemáticas puede llevarse muy lejos sin que haya que
considerar la articulación lingüística en cuanto tal. El nivel estratégico propio de la
fenomenología lo constituye, entonces, el noema con sus modificaciones (presencia,
acto de traer a presencia, recuerdos, fantasía, etc.), sus modos de creencia (certeza,
duda, cálculo, etc.), y sus grados de actualidad y de potencialidad. Esta constitución
del noema completo precede al plano propiamente lingüístico en el que se articulan las
funciones de denominación, de predicación, de conexión sintáctica, etc.
Este modo de subordinar el plano lingüístico al plano prelingüístico del análisis
noemático es, a mi juicio, ejemplar para la hermenéutica. Cuando ésta subordina la
experiencia lingüística al todo de nuestra experiencia estética e histórica, continúa,
en el plano de las Ciencias del Espíritu, el movimiento iniciado por Husserl en el
plano de la experiencia perceptiva.

d) El parentesco entre el antepredicativo de la fenomenología y el de la herme-


néutica es tan estrecho que \í fenomenología husserliana comenzó a desarrollar la feno-
menología de la percepción en la dirección de una hermenéutica ele la experiencia histó-
rica. Sabemos cómo se produjo dicho desarrollo.
Por una parte, Husserl no cesó de desarrollar las implicaciones propiamente
temporales de la experiencia perceptiva. De este modo, se situó, mediante sus propios
análisis, en la vía de la historicidad de la experiencia humana en su conjunto. En par-
ticular, se hizo cada vez más evidente que el carácter presunto, inadecuado e inaca-
bado que resulta, en el caso de la experiencia perceptiva, de su estructura temporal
podía caracterizar poco a poco la experiencia histórica en su conjunto. Surgía, así, de
la fenomenología de la percepción un nuevo modelo de verdad, que podía ser tras-

"^ M. Heidegger, Setn undZeit, op. cit., § 34; [trad. cast.: pp. 179-185].
'•'' E. Husserl, Ideen I. op. cit., § 124; [trad. cast.; pp. 295-299].

40
ladado al ámbito de las ciencias histórico-hermenéuticas. Fue la consecuencia que
Merieau-Ponty extrajo de la fenomenología husserliana.
Por otra parte, la experiencia perceptiva aparecía cada vez más como un seg-
mento, artificialmente aislado, perteneciente al «mundo de la vida», que comporta-
ba inmediatamente un carácter histórico y cultural. No insistiré aquí en esta filoso-
fía de la Lebenswelt de la época de la Krisis, contemporánea, por otra parte, de la
analítica del Dasein de Heidegger. Básteme decir que el retorno de la naturaleza obje-
tivada y matematizada por la ciencia galileana y newtoniana a la Lebenswelt es el
principio mismo del retorno que la hermenéutica trata de llevar a cabo, por otro
lado, al plano de las ciencias del espíritu, cuando se propone pasar de las objetiva-
ciones y de las explicaciones de la ciencia histórica y sociológica a la experiencia artís-
tica, histórica y lingüística que lleva y precede a estas objetivaciones y estas explica-
ciones. El retorno a la Lebenstoelt puede desempeñar mejor este papel paradigmático
para la hermenéutica, siempre que la Lebenswelt no se confiínda con no sé qué inme-
diatez inefable o se identifique con la envoltura vital y emocional de la experiencia
humana, sino que designe esta reserva de sentido, este excedente de sentido de la
experiencia viva, que hace posible la actitud objetivadora y explicativa.
Pero estas últimas observaciones nos han conducido ya al punto donde la feno-
menología sólo puede ser el supuesto de la hermenéutica en la medida en que, a su
vez, comporta un supuesto hermenéutico.

2. El supuesto hermenéutica de la fenomenología

Por «supuesto hermenéutico» entiendo, esencialmente, la necesidad que tiene la


fenomenología de concebir su método como una Auslegung, como una exégesis, como
una explicación, como una interpretación.
La demostración será mucho más sorprendente si nos dirigimos, no a los textos
del ciclo de Krisis que acabamos de mencionar, sino a los textos del período «lógico»
y del período «idealista».

a) El recurso a la Auslegung en las Investigaciones lógicas.


El momento de la Auslegung en la primera Investigación lógica es contemporá-
neo del esfuerzo por llevar a la intuición los «actos que confieren significado»-^''. Esta
investigación comienza con una declaración muy firme dirigida contra la intromi-
sión de las imágenes en la comprensión de una expresión (en el sentido lógico de esta
palabra). Comprender una expresión, dice Husserl, es distinto a recuperar las imá-
genes que están relacionadas con ella. Las imágenes pueden «acompañar» e «ilustrar»
la intelección, pero no la constituyen y son siempre inadecuadas para ella.
Este radicalismo de la intelección sin imágenes es muy conocido: es mucho más
interesante señalar sus fallos.
Dejaremos a un lado el caso de los significados fluctuantes que Husserl exami-
nó mucho después^^, aunque supondría una contribución importante a nuestra

^' E. Husserl, Logische Untenuchungen /, cap. II, §§ 17 y ss. [Halle, Niemeyer, 1900. También en Husserliana,
op. cit., 1975, vol. XVIIl; trad. fr.: París, P.U.F., 1962; trad. case; Investigaciones lógicas I, Madrid, Alianza, 1982,
pp. 259 y ss.].
^' Ihid., cap. III, §§ 24 y ss.; [trad. cast.: pp. 271 y ss.¡.

41
investigación sobre los comienzos hermenéuticos de la fenomenología. Husserl sitúa
en el primer puesto de estos significados fluctuantes los significados ocasionales, los
de los pronombres personales, los demostrativos, las descripciones introducidas por
el artículo determinado, etc. Estos significados sólo pueden determinarse y actuali-
zarse a la luz de un contexto. Es esencial para comprender una expresión de este
género «orientar en cada momento su significado actual según el caso, según la per-
sona que habla o su situación. Sólo atendiendo a las circunstancias fácticas del enun-
ciado puede, en general, constituirse aquí para el oyente un significado determinado
entre los significados afines» (81, 95, 274)^^. Es cierto que Husserl no habla enton-
ces de interpretación, sino que concibe la determinación actual de los significados
ocasionales como un caso en que se mezclan la fiínción indicativa (83, 97, 276) y la
fiínción significativa. Pero el fiíncionamiento de tales significados coincide, excepto
en la palabra, con lo que se nos ofreció antes como la primera intervención de la
interpretación en el nivel del lenguaje ordinario, en relación con la polisemia de las
palabras y con el uso de los contextos en la conversación. Sin embargo, será mucho
más demostrativo para nuestro propósito señalar el lugar de la interpretación en el
tratamiento de los significados no ocasionales a los que Husserl pretende reducir
todas las formas de significado.
En efecto, la aclaración de los significados no ocasionales es lo que apela de
forma más sorprendente a la Auslegung. En efecto, estos significados, susceptibles en
principio de univocidad, no la muestran a primera vista. Hay que someterlos, según
una expresión de Husserl, a una labor de aclaración (Aufklarun^. Ahora bien, esta
aclaración no puede llevarse a cabo si no se basa en un contenido mínimo y, en con-
secuencia, si no se da alguna intuición «correspondiente» (71, 83, 266). Es el caso de
los significados que se superponen entre sí. Husserl se asombra de ello. Introduce el
análisis con una interrogación: «Podría plantearse la pregunta siguiente: si el signifi-
cado de la expresión que actúa de modo puramente simbólico reside en el carácter
de acto que distingue la captación comprensiva del signo verbal de la captación de
un signo carente de sentido, ¿cómo es que, para establecer diferencias de significado,
para destacar con evidencia las ambigüedades o eliminar las fluctuaciones de la inten-
ción de significado, regresamos a la intuición?» (70, 82, 265). Aquí está, pues, plan-
teado el problema de una expresión «aclarada por la intuición» (71, 83, 266). De
repente, se difijmina la frontera entre las expresiones fluctuantes y las expresiones
fijas: «Para reconocer las diferencias de significado, como la diferencia entre mosca y
elefante, no se necesitan dispositivos especiales. Pero cuando los significados, como
captados en una corriente continua, se interpenetran, y cuando sus fluctuaciones
imperceptibles borran los límites que la seguridad del juicio exige mantener, el recur-
so a la intuición constituye el procedimiento normal de aclaración. En tal caso, la
intención de significado de la expresión que se llena de contenido merced a intui-
ciones diversas que no dependen de un mismo concepto resurge con nitidez, junto
con la orientación claramente diferente de esa recepción de contenido, es decir, junto
con una diferencia en la intención de significado» (71-72, 84, 266). De este modo,
la aclaración (o la ilustración) requiere una verdadera labor sobre el significado en

-'' La primera cifra remite a la edición original alemana; la segunda, a la trad. fr.; [la tercera, a la trad. cast. cita-
da en nota 27].

42
donde lo que se hace presente desempeña un papel mucho menos contingente que
el del simple «acompañamiento», que, en principio, es el único que admite la teoría
del significado.
Se dirá que esta aclaración está muy lejos de lo que la hermenéutica llama inter-
pretación. Sin duda, los ejemplos de Husserl están tomados, en efecto, de ámbitos
muy alejados de las ciencias histórico-hermenéuticas. Pero la aproximación es mucho
más sorprendente, cuando, tras un análisis de las Investigaciones lógicas, aparece el
concepto de Deutung, que es claramente una interpretación. Ahora bien, esta expre-
sión aparece precisamente para caracterizar una fase de la labor de aclaración o de
clarificación de los significados lógicos, cuyo atractivo acabamos de mostrar. El pará-
grafo 23 de la primera Investigación lógica, titulado «La apercepción {Aujfassung) en
la expresión y la apercepción en la representación intuitiva», comienza haciendo la
siguiente observación: «La apercepción comprensiva en donde se realiza la operación
de significar está emparentada, en cierto sentido, en la medida precisamente en que
lo está toda apercepción, con un acto de comprensión o de interpretación (Deutung),
con las apercepciones objetivadoras (que se llevan a cabo de diversas formas), en las
que se forma para nosotros la representación intuitiva (percepción, imaginación,
reproducción, etc.) de un objeto (por ejemplo, de una cosa 'exterior') en medio de
un conjunto de sensaciones vividas» (74, 87, 268). De este modo, se habla de paren-
tesco donde habíamos observado una diferencia radical. Ahora bien, el parentesco se
refiere, precisamente, a la interpretación que ya está actuando en la simple percep-
ción y que la distingue de los simples data de la sensación. El parentesco reside en la
actividad significativa que permite llamar Auffassung a la operación lógica y a la ope-
ración perceptiva. Se puede pensar que la tarea de aclaración sólo puede recurrir a la
intuición «correspondiente» (aludida en el § 21) gracias a este parentesco entre las
dos variedades de Auffassung.
Un parentesco del mismo orden es el que explica que Husserl conserve el tér-
mino V&rsíí'//««g'—«representación»- para abarcar la conciencia de la generalidad y la
conciencia de la singularidad que la segunda Investigación lógica se esfuerza en dis-
tinguir; ambas conciencias se refieren, respectivamente, a «representaciones específi-
cas» y a «representaciones singulares» (131, 157, 313). En ambos casos, en efecto, se
trata de un meinen mediante el cual algo es «situado-delante» («es cierto que siempre
que hablamos de lo general nos estamos refiriendo a algo pensado por nosotros»)
(124, 150, 308-309). Por ello, Husserl no se declara a favor de Frege, que cortó los
vínculos entre Sinn y Vorstellung, y reserva la primera denominación para la lógica y
la segunda para la psicología. Husserl continúa usando el término Vorstellung para
referirse tanto a la mención de lo específico como a la mención de lo individual.
Pero, sobre todo, la captación de lo genérico y la captación de lo individual par-
ten de ese núcleo común que es la sensación interpretada: «Las sensaciones repre-
sentan, en las percepciones correspondientes de las cosas, en virtud de las interpre-
taciones que las animan, las determinaciones objetivas, pero nunca son esas mismas
determinaciones. El objeto fenomenal, tal como aparece, trasciende la aparición en
tanto que fenómeno» (129, 155-156, 312). Lejos, pues, de poder sostener sin mati-
ces una brecha entre la mención de lo específico y la mención de lo individual, Hus-
serl coloca en el origen de esta biftircación lo que llama «un aspecto fenomenal
común». «Hay también, seguramente, en ambos lados, un determinado aspecto

43
fenomenal común. Tanto en un caso como en otro, lo que aparece es la misma rea-
lidad concreta, y, mientras que aparece, son los mismos contenidos sensibles los que
nos son dados de una y otra parte, en el mismo modo de aprehensión, es decir, que
es la misma suma de contenidos sensoriales e imaginativos actualmente dados la que
es sometida a la misma 'aprehensión' o 'interpretación', en la que se constituye para
nosotros el fenómeno del objeto con las propiedades que presentan esos contenidos.
Pero el mismo fenómeno comporta de una y otra parte actos diferentes» (108-109,
132, 297). Esto explica que el mismo dato intuitivo pueda ser «mentado unas veces
como este dato de aquí y otras como soporte de algo general» (131, 157, 313). «En
todos estos modos de aprehensión, la base puede ser una sola y misma intuición sen-
sible, si las circunstancias se prestan a ello» (131, 158, 313). Este núcleo interpreta-
tivo es el que asegura la comunidad «representativa» de ambas menciones y el trán-
sito de una «aprehensión» a otra. Consiguientemente, como la percepción es ya la
sede de la labor de interpretación que ella «representa» y como, a pesar de su singu-
laridad, representa, puede servir de «apoyo» a la representación específica.
Ésta es la primera manera en que la fenomenología recupera el concepto de
interpretación. Lo encuentra inscrito en el proceso mediante el cual mantiene el ideal
de logicidad, de univocidad, que preside la teoría del significado en las Investigacio-
nes lógicas. Husserl enuncia este ideal en los términos siguientes en la época de las
Investigaciones lóceos: «Está claro que, cuando afirmamos que toda expresión subje-
tiva puede ser reemplazada por una expresión objetiva, lo único que hacemos, en el
fondo, es enunciar así hi falta de límites de la razón objetiva. Todo lo que es, es cono-
cimiento 'en sí' y su ser es un ser determinado en cuanto a su contenido, un ser que
se apoya en tales o cuales 'verdades en sí'. Lo que es claramente determinado en sí
debe poder ser determinado objetivamente y lo que puede ser determinado objetiva-
mente puede, idealmente hablando, ser expresado con significados claramente deter-
minados. Al ser en sí le corresponden verdades en sí, y a éstas, a su vez, les corres-
ponden enunciados fijos y unívocos» (90, 105, 280). Ésta es la razón de que haya
que sustituir las unidades de significados fijos, los contenidos de expresiones estables,
por significados fluctuantes, por expresiones subjetivas. Esta tarea la impone el ideal
de univocidad y está dominada por el axioma de la. falta de límites de la razón objeti-
va. Ahora bien, es precisamente la ejecución de la tarea de aclaración la que revela
sucesivamente la separación entre significados esencialmente ocasionales y significa-
dos unívocos, después, la función de acompañamiento de las intuiciones ilustrativas,
y, por último, el papel de apoyo de las interpretaciones perceptivas. Poco a poco, se
va produciendo la inversión de la teoría de la intuición en teoría de la interpretación.

b) El recurso a la Auslegung en las Meditaciones cartesianas.


Las Investigaciones lógicas no podían desarrollar más estos inicios hermenéuticos,
debido al proyecto lógico de la fenomenología en esa época. Por este motivo, sólo
hemos podido hablar de ello como de un residuo que revela la exigencia misma de
univocidad que preside estos análisis.
Ocurre de modo completamente distinto en las Meditaciones cartesianas, donde
la fenomenología ya no pretende sólo dar cuenta del sentido ideal de las expresiones
bien formadas, sino del sentido de la experiencia en su conjunto. Si la Auslegung, pues,
debe ocupar aquí un lugar, ya no será en una medida limitada (en la medida en la que

44
la experiencia sensible debe ser interpretada para que sirva de base a la aprehensión de
lo «genérico»), sino a la medida de los problemas de constitución en su conjunto.
Está bien así. El concepto de Auslegung—o^viÁ no lo hemos subrayado suficien-
temente- interviene de forma decisiva en el momento en el que la problemática
alcanza su punto crítico álgido. Este punto crítico es aquel en el que la egología se
erige en tribunal supremo del sentido: «el mundo objetivo que existe para mí (fiir
miclj), que ha existido y existirá para mí, ese mundo objetivo con todos sus objetos
en mí, extrae de mí mismo {aus mir selhsi) todo su sentido y toda la validez de ser
que tiene para mí» (Meditaciones cartesianas, 130, 82, 160)^". Esta inclusión de toda
Seinsgeltung «en» el ego, que se expresa en la reducción del fiir mich al aus mir, halla
su realización en la cuarta Meditación cartesiana. Su realización, es decir, su acaba-
miento y, a la vez, su crisis.
Su acabamiento: en este sentido, sólo la identificación entre fenomenología y
egología asegura la reducción completa del sentido-mundo a mi ego. Sólo una ego-
logía satisface la exigencia de que los objetos sólo son para mí si extraen de mí todo
su sentido y toda su validez de ser.
Su crisis: en el sentido de que la posición de otro ego y, a través de él, la posición
de la propia alteridad del mundo se vuelven completamente problemáticas.
En este momento preciso de acabamiento y de crisis, es cuando la Auslegung
interviene. Leo en el parágrafo 33: «Puesto que el ego monádico concreto contiene el
conjunto de la vida consciente, real y potencial, está claro que el problema de la expli-
citación [Auslegung fenomenológica de ese ego monádico (el problema de su autocons-
titución) debe abarcar todos los problemas constitutivos en general Y, a fin de cuentas,
la fenomenología de esta constitución de sí por uno mismo coincide con la fenome-
nología en generala (102-103, 58, 123).
¿Qué entiende Husserl aquí por Auslegung. ¿Y qué espera de ella?
Para comprenderlo, dejemos atrás la cuarta Meditación y situémonos en el cora-
zón de la quinta y de la paradoja que, sin recurrir a la Auslegung, quedaría sin solu-
ción. Después, volviendo sobre nuestros pasos, intentaremos comprender el papel
estratégico de la Auslegung en el punto de inflexión de la cuarta a la quinta Medita-
ción cartesiana.
La paradoja en apariencia insoluble es ésta: por un lado, la reducción de todo
sentido a la vida intencional del ego concreto implica que el otro se constituye «en
mí» y «a partir de mí»; por otro lado, la fenomenología debe dar cuenta de la origi-
nalidad de la experiencia del otro, precisamente en tanto que es la experiencia de
alguien distinto a mí. La quinta Meditación está dominada, enteramente, por la ten-
sión que se produce entre estas dos exigencias: constituir al otro en mí, constituirle
como otro. Esta formidable paradoja estaba latente en las otras cuatro Meditaciones:
ya la «cosa» se alejaba dramáticamente de mi vida como algo distinto a mí, como algo
frente a mí, aunque sólo fiíese una síntesis intencional, una unidad presumida; pero
el conflicto latente entre la exigencia reductora y la exigencia descriptiva se convier-
te en un conflicto abierto desde el momento en que el otro ya no es una cosa, sino

" La primera cifra remite a Huiserliana, op. cit., vol. I, 1963; la segunda, a la rrad. fr.: París, Vrin, 1947; [la ter-
cera, a la trad. cast.: Meditaciones cartesianas, México, EC.E., 1985].

45
otro yo, otro distinto a mí. Cuando —hablando en términos absolutos— sólo uno es
sujeto -yo— el otro no se da simplemente como un objeto psicofísico, situado en la
naturaleza; es también un sujeto de experiencia con el mismo título que yo; en cuan-
to tal, me percibe como perteneciente al mundo de su experiencia. Más aún, sobre
la base de esta intersubjetividad se constituyen una naturaleza y un mundo cultural
«comunes». Con respecto a esto, la reducción a la esfera de pertenencia —verdadera
reducción en la reducción-, puede ser comprendida como la conquista de la para-
doja como paradoja: «En esta particularísima intencionalidad se constituye un sentido
existencial nuevo que rebasa {überschreitei) el ser de mi ego monádico; se constituye
entonces un ego, no como 'yo-mismo', sino como reflejándose {spiegelndens) en mi ego
propio, en mi mónada» (125, 78, 154). Ésta es la paradoja de la dramática separación
de mi existencia de otra existencia en el momento mismo en que establezco que la
mía es la tínica existencia.
Recurrir a las nociones de «captación analógica» y de «emparejamiento» {Paa-
run^, no disminuye en modo alguno esta paradoja, por lo menos mientras no se lle-
gue a discernir la Rmción de la Auslegung, aludida en la cuarta Meditación. Decir que
el otro es «apresentado» y nunca propiamente «presentado» parece un modo de alu-
dir a la dificultad en lugar de resolverla. En efecto, decir que la captación analogi-
zante no es un razonamiento por analogía, sino una transferencia inmediata, funda-
da en un acoplamiento, en un emparejamiento de mi cuerpo con este otro cuerpo
que está ahí, es señalar el punto de unión de la exigencia de descripción y de la exi-
gencia de constitución, dando un nombre al conjunto mixto en donde la paradoja
debería resolverse. Pero, ¿qué significa esta «transposición aperceptiva», esta «aper-
cepción analogizante»? Si no se da primero la configuración en pareja del ego y del
alter ego, nunca se producirá. Este «acoplamiento», en efecto, hace que el sentido de
toda mi experiencia remita al sentido de la experiencia del otro. Pero si el acopla-
miento no pertenece de un modo originario a la constitución del ego por él mismo,
la experiencia del ego no comportará referencia alguna a la del otro. Y, de hecho, lo
más notable de la quinta Meditación son todas las descripciones que hacen que
irrumpa el idealismo, ya se trate de las formas concretas de acoplamiento, o del dis-
cernimiento de una vida psíquica extraña, sobre la base de la concordancia entre los
signos, las expresiones, los gestos, las posturas que vienen a completar la suposición,
la anticipación de la vivencia de un extraño, o se trate del papel de la imaginación en
la apercepción analogizante: allí es donde podría estar si me trasladase a ese lugar.
Pero hay que reconocer que sigue siendo enigmático, en estas admirables des-
cripciones, que la trascendencia del alter ego sea al mismo tiempo una modificación
intencional de mi vida monádica: «Gracias a la constitución de su sentido, el otro
aparece de un modo necesario en mi 'mundo' primordial, en calidad de modificación
intencional de mi yo, objetivado en primer lugar. [...] Dicho de otro modo, otra
mónada se constituye, por apresentación, en la mía» (144, 97, 178-179).
Recurrir a la Auslegung permite vislumbrar la solución de este enigma, de esta
paradoja e, incluso, de este conflicto latente entre dos proyectos -un proyecto de des-
cripción de la trascendencia y un proyecto de constitución en la inmanencia-.
Regresemos, pues, al momento en que la cuarta Meditación define toda la
empresa fenomenológica como Auslegung. El parágrafo 41, que cierra la cuarta Medi-
tación, define expresamente el idealismo trascendental como «la explicitación feno-

46
menológica de mí mismo llevada a cabo en mi ego¡> (117, 71, 142). Lo que caracte-
riza al «estilo» de la interpretación es el carácter de «tarea infinita», que está ligado a
la ampliación de los horizontes de las experiencias actuales. La fenomenología es una
meditación «indefinidamente continuada», pues la reflexión es desbordada por los
significados potenciales de lo subjetivamente vivido. Este mismo tema se recoge al
final de la quinta Meditación. El parágrafo 59 se titula: «La explicitación ontológica
y su lugar en el conjunto de la fenomenología constitutiva trascendental». Lo que
Husserl llama explicitación ontológica consiste en el despliegue de los estratos del
sentido (naturaleza, animalidad, psiquismo, cultura y personalidad), cuyo escaloña-
miento constituye el «mundo como sentido constituido». De este modo, la explici-
tación está a medio camino entre una filosofía de la construcción y una filosofía de la
descripción. Frente al hegelianismo y sus secuelas, frente a toda «construcción meta-
física», Husserl sostiene que la fenomenología no «crea» nada, sino que «encuentra»
(168, 120, 209); se trata del lado hiperempírico de la fenomenología; la explicitación
es una explicitación de la experiencia: «La explicitación fenomenológica no hace sino
explicitar -y nunca podremos ponerlo de relieve suficientemente- el sentido que el
mundo tiene para nosotros, con anterioridad a toda filosofía, y que manifiestamen-
te le confiere nuestra experiencia; este sentido puede ser extraído {enthülli} por la
filosofía, pero nunca puede ser modificado (gednderi) por ella. Y, en cada experien-
cia actual, está rodeado —por razones esenciales y no a causa de nuestra debilidad— de
horizontes que es preciso aclarar (Klaren)» (177, 129, 221). Pero, por otra parte,
ligando así la explicitación a la aclaración de los horizontes, la fenomenología pre-
tende superar la descripción estática que haría de ella una simple geografía de los
estratos del sentido, una estratigrafía descriptiva de la experiencia; las operaciones de
transferencia que hemos descrito del yo hacia el otro, después, hacia la naturaleza
objetiva y, por último, hacia la historia realizan una constitución progresiva, una
composición gradual y, en última instancia, una «génesis universal» de lo que vivi-
mos ingenuamente como «mundo de la vida».
Esta «explicitación intencional» incluye las dos exigencias que nos ha parecido
ver enfrentadas a lo largo de toda la quinta Meditación: por un lado, el respeto a la
alteridad del otro, por otro, el arraigo de esta experiencia de trascendencia en la expe-
riencia primordial. La Auslegung, en efecto, no hace sino manifestar continuamente
el aumento de sentido que, en mi experiencia, designa el lugar vacío que correspon-
de al otro.
Una lectura menos dicotómica de toda la quinta Meditación es posible desde
este momento. La Auslegung está ya en acción en la reducción de la esfera de perte-
nencia, pues ésta no es un dato a partir del cual yo pueda avanzar hacia ese dato que
sería el otro. La experiencia reducida al cuerpo propio es el resultado de una elimi-
nación abstractiva de todo lo que es «extraño»; mediante esta reducción abstractiva,
dice Husserl, he «puesto de manifiesto mi cuerpo reducido a mi pertenencia» (128,
81, 158). Esta Herausstellung signiñcn, a mi juicio, que lo primordial es siempre el
término «cuestionado al revés». Gracias a esta Rückfrage, la reflexión percibe, en el
espesor de la experiencia y a través de los estratos sucesivos de la constitución, lo que
Husserl llama una «ftindamentación originaria» -una Urstijiung- (141, 93, 174) a la
que esos estratos remiten. Lo primordial, consiguientemente, es el término intencio-
nal de esa remisión. No hay que buscar, pues, bajo la denominación de esfera de per-

47
tenencia, una determinada experiencia en bruto que estaría conservada en el corazón
de mi experiencia cultural, sino algo anterior nunca dado. Por eso, a pesar de su
núcleo intuitivo, esta experiencia sigue siendo una interpretación. «Lo que me es
propio se revela, también, mediante la explicitación, y en ella y por obra de ella reci-
be su sentido original» (132, 85, 163). Lo propio sólo se revela «a través de la expe-
riencia de explicitación» {ibid). No se podría decir mejor: en la misma interpretación
se constituyen polarmente lo propio y lo ajeno.
En efecto, el otro se constituye a la vez en mí y como otro, como Auslegung. Es
propio de la experiencia en general, dice el parágrafo 46, no determinar su objeto
más que «interpretándolo mediante él mismo; dicha experiencia se lleva a cabo, pues,
como explicitación pura» (131, 84, 162). Toda determinación es explicitación: «Este
contenido esencial y propio sólo está todavía anticipado de un modo general y bajo
la forma de un horizonte; sólo se constituye originariamente (con el signo que indi-
ca lo interno, lo propio, lo esencial y, muy especialmente, la propiedad) mediante la
explicitación» (132, 84-85, 162).
La paradoja de una constitución que sería a un tiempo constitución «en mí» y
constitución de «otro» cobra un significado totalmente nuevo si se aclara mediante
el papel de la explicitación; el otro está incluido, no en mi existencia como algo dado,
sino en la medida en que ésta última comporta un «horizonte abierto e infinito»
(132, 85, 163), un potencial de sentido, que no abarco con la mirada. Puedo afir-
mar, desde ese momento, que la experiencia del otro se limita a «desarrollar» mi pro-
pio ser idéntico; pero lo que desarrolla era ya más que yo mismo, puesto que lo que
aquí llamo mi propio ser idéntico es un potencial de sentido que desborda el alcan-
ce de la reflexión. La posibilidad de la transgresión del yo hacia el otro se encuentra
inscrita en esta estructura de horizonte que llamo explicitación, o con palabras del
propio Husserl, una «explicitación de los horizontes de mi propio ser» {ibid).
Husserl observó, sin sacar todas las consecuencias, que la intuición y la explici-
tación coinciden. Toda la fenomenología es una explicitación en la evidencia y una
evidencia de la explicitación. La experiencia fenomenológica es una evidencia que se
explicita, una explicitación que despliega una evidencia. En este sentido, la fenome-
nología sólo puede llevarse a cabo como hermenéutica.
Pero la verdad de esta proposición sólo puede captarse si, al mismo tiempo, asu-
mimos enteramente la crítica de la hermenéutica al idealismo husserliano. Aquí es
donde la segunda parte de este ensayo remite a la primera: fenomenología y herme-
néutica sólo se presuponen mutuamente si el idealismo de la fenomenología husser-
liana queda sometido a la crítica de la hermenéutica.

Traducción: GabrielAranzueque

48
Estructura y hermenéutica
Paul Ricceur

En primer lugar, quisiera precisar el ángulo de ataque de mi contribución a este con-


junto de ensayos dedicado a la obra de Claude Lévi-Strauss.
Mi propósito es confrontar el estructuralismo, considerado como ciencia, con la her-
menéutica, entendida como interpretación filosófica de los contenidos míticos, recogidos
dentro de una tradición viva y recuperados mediante una reflexión y una especulación
actuales.
Veremos que esta comparación lleva a reconocer tanto las razones fundadas del
estructuralismo como los límites de su validez.
De modo aún más preciso, quisiera tomar como piedra de toque de esta confronta-
ción el sentido que ambas partes reconocen ¿z/tiempo histórico. El estructuralismo habla
en términos de sincronía y de diacronia; la hermenéutica, en términos de tradición, de
herencia, de recuperación (o «renacimiento») de un sentido viejo en un sentido nuevo, etc.
¿Qué se esconde tras esta diferencia de lenguaje?, ¡qué hace hablar a uno en térmi-
nos de sincronía y de diacronia, y ala otra en términos de historicidad? Mi intención no
es, en absoluto, oponer la hermenéutica al estructuralismo, la historicidad de una a la
diacronia del otro. El estructuralismo pertenece a la ciencia, y no encuentro actualmente
un enfoque más riguroso y fecundo que el estructuralismo en el nivel de intelección que le
corresponde. La interpretación de la simbólica sólo merece llamarse hermenéutica en la
medida en que constituye un segmento de la comprensión de uno mismo y de la com-
prensión del ser; fuera de esta labor de apropiación del sentido, no es nada. La herme-
néutica, en este sentido, es una disciplina filosófica. Mientras el estructuralismo tiende a
guardar las distancias, a objetivar, a separar de la ecuación personal del investigador la
estructura de una institución, de un mito o de un rito, el pensamiento hermenéutica se
sumerge en lo que se ha dado en llamar «el círculo hermenéutico» del comprender y del
creer, lo cual lo descalifica como ciencia y lo cualifica como pensamiento meditativo. No
hay, pues, por qué yuxtaponer dos maneras de comprender; la cuestión es más bien enla-
zarlas, como lo objetivo y lo existencial (¡o lo existenciario!). Al ser la hermenéutica una
fase de la apropiación del sentido, una etapa entre la reflexión abstracta y la reflexión con-
creta, al ser una recuperación mediante el pensamiento del sentido que se halla en sus-
penso en la simbólica, sólo puede considerar que la labor de la antropología estructural es
un apoyo, y no algo rechazable; sólo nos apropiamos de aquello que antes hemos mante-

49
nido a distancia para considerarlo. Esta consideración objetiva, que los conceptos de sin-
cronía y de diacronía ponen en práctica, es la que quiero llevar a cabo con la esperanza
de hacer que la hermenéutica pase de una intelección ingenua a una intelección madu-
ra, mediante la disciplina de la objetividad.

No me parece oportuno partir de El pensamiento salvaje, sino llegar a él El pen-


samiento salvaje representa la última etapa de un proceso gradual de generalización. En
un principio, el estructuralismo no pretende definir la constitución entera del pensa-
miento, ni siquiera en el estado salvaje, sino delimitar un grupo muy especifico de pro-
blemas que tienen, si se me permite decir, cierta afinidad con el enfoque estructuralista.
El pensamiento salvaje representa una especie de llegada al limite, de sistematización
definitiva, que invita demasiado fácilmente a considerar que la elección entre varias
maneras de comprender, entre varias inteligibilidades, es una falsa alternativa. Ya he
dicho que en principio esto era absurdo. Para no caer de hecho en la trampa, hay que
considerar el estructuralismo como una explicación en principio limitada, que luego se
extiende progresivamente siguiendo el hilo conductor de los propios problemas. La con-
ciencia de la validez de un método no puede separarse nunca de la conciencia de sus lími-
tes. Para hacer justicia a este método y, sobre todo, para aprender de él, lo retomaré en su
movimiento de expansión a partir de un núcleo indiscutible, en lugar de recogerlo en su
estadio final, más allá de un determinado punto crítico donde, tal vez, pierde el sentido
de sus límites.

I. EL MODELO LINGÜÍSTICO

Como sabemos, el estructuralismo procede de la aplicación de un modelo lin-


güístico a la antropología y a las ciencias humanas en general. En el origen del estruc-
turalismo encontramos primero a Ferdinand de Saussure y su Curso de lingüística
general y, sobre todo, la orientación propiamente fonológica de la lingüística que
adoptaron Trubetzkoy, Jakobson y Martinet. Con ellos asistimos a una inversión de
las relaciones entre sistema e historia. Para el historicismo, comprender es encontrar
la génesis, la forma anterior, las fuentes y el sentido de la evolución. Con el estruc-
turalismo, lo que se considera inteligible, antes que nada, son los ordenamientos, las
organizaciones sistemáticas en un estado dado. Ferdinand de Saussure comienza a
introducir esta inversión al distinguir en el lenguaje lengua y habla. Si entendemos
por lengua el conjunto de convenciones adoptadas por un cuerpo social para permi-
tir el ejercicio del lenguaje entre los individuos, y por habla la operación misma de
los sujetos hablantes, esta distinción capital da lugar a tres reglas cuya generalización,
fuera del ámbito inicial de la lingüística, veremos de inmediato.
En primer término, la idea misma de sistema: separada de los sujetos hablantes,
la lengua se presenta como un sistema de signos. Ciertamente, Ferdinand de Saus-
sure no es un fonólogo: su concepción del signo lingüístico como relación entre el
significante sonoro y el significado conceptual es mucho más semántica que fonoló-
gica. No obstante, lo que, a su juicio, constituye el objeto de la ciencia lingüística es
el sistema de signos, surgido de la determinación mutua entre la cadena sonora del
significante y la cadena conceptual del significado. En esta determinación mutua, lo

50
que cuenta no son los términos, considerados individualmente, sino las separaciones
diferenciales; las diferencias de sonido y de sentido, y las relaciones entre unas y otras
son las que constituyen el sistema de signos de una lengua. Se comprende, entonces,
que cada signo sea arbitrario, como relación aislada de un sentido y de un sonido, y
que todos los signos de una lengua formen un sistema: «en la lengua, sólo hay dife-
rencias» {Curso de lingüística general, 166, 168)'.
Esta idea firme remite al segundo tema, que se refiere precisamente a la relación
de la diacronía con la sincronía. En efecto, el sistema de diferencias sólo se presenta
sobre un eje de coexistencias completamente distinto del eje de sucesiones. Nace así
una lingüística sincrónica, como ciencia de los estados en sus aspectos sistemáticos,
distinta de una lingüística diacrónica, o ciencia de las evoluciones, aplicada al siste-
ma. Como vemos, la historia es secundaria y figura como alteración del sistema. Más
aún, en lingüística, estas alteraciones son menos inteligibles que los estados del sis-
tema: «Nunca -escribe Saussure— el sistema se modifica directamente; en sí mismo
es inmutable; sólo ciertos elementos son alterados sin que ello afecte a la solidaridad
que los une al todo» {ibid., 121, 124). La historia es más bien responsable de desór-
denes que de cambios significativos; Saussure lo enuncia claramente: «Los hechos de
la serie sincrónica son relaciones, los hechos de la serie diacrónica, acontecimientos
que se dan en el sistema». Por consiguiente, la lingüística es, en primer lugar, sin-
crónica, y la diacronía sólo es inteligible como comparación entre los estados ante-
riores y posteriores del sistema. La diacronía es comparativa; por eso, depende de la
sincronía. Finalmente, los acontecimientos sólo son aprehendidos en cuanto realiza-
dos en un sistema, es decir, en cuanto que reciben también de él un aspecto de regu-
laridad. El hecho diacrónico es la innovación surgida de la palabra (de una sola, de
algunas, poco importa), aunque «convertida en hecho lingüístico» {ibid., 140, 147).
El problema central de nuestra reflexión será saber hasta qué punto el modelo
lingüístico de las relaciones entre sincronía y diacronía nos lleva a la intelección de
la historicidad propia de los símbolos. Digámoslo ya: llegaremos al punto crítico
cuando estemos frente a una verdadera tradición, es decir, frente a una serie de recu-
peraciones interpretativas que ya no puedan ser consideradas como la intervención
del desorden en un estado sistémico.
Entendámonos bien: no atribuyo al estructuralismo, como algunos de sus críti-
cos, una oposición pura y simple entre diacronía y sincronía. Lévi-Strauss tiene razón
en este aspecto al oponer a sus detractores {Antropología estructural, 101-103, 81-83)
el gran artículo de Jakobson sobre los «Principios de la fonología histórica»^, donde
el autor distingue expresamente entre sincronía y estática. Lo que importa es la
subordinación, no la oposición, de la diacronía a la sincronía. Esta subordinación es
lo que pondrá en tela de juicio la intelección hermenéutica. La diacronía sólo es sig-
nificativa por su relación con la sincronía, y no a la inversa.
Y aquí tenemos el tercer principio, que no afecta menos a nuestro problema de
la interpretación y del tiempo de la interpretación. Ha sido puesto de relieve sobre

' La primera cifra hará alusión de ahora en adelante a la versión original citada en la bibliografía. La segunda,
a la página de la edición castellana correspondiente (N. del T ) .
" R. Jakobson, «Prinzipien der historischen Phonologie», en Trabajos del Circulo Lingüístico cU Praga, vol. IV,
1931,pp. 247-267 (N. del T).

51
todo por los fonólogos, aunque está ya presente en la oposición saussuriana entre
lengua y habla: las leyes lingüísticas designan un nivel inconsciente y, en este senti-
do, no-reflexivo, no-histórico, del espíritu. Este inconsciente no es el inconsciente
freudiano de la pulsión, del deseo, con su poder de simbolización. Se trata de un
inconsciente kantiano más que freudiano, de un inconsciente categorial, combina-
torio, de un orden finito o del finitismo del orden, que se ignora a sí mismo. Le
llamo inconsciente kantiano, aunque sólo en relación a su organización, porque se
trata más bien de un sistema categorial sin referencia a un sujeto pensante. Por eso,
el estructuralismo, como filosofía, desarrollará un tipo de intelectualismo profijnda-
mente antirreflexivo, antiidealista y antifenomenológico. Además, puede decirse que
este espíritu inconsciente es homólogo de la naturaleza; tal vez incluso sea naturale-
za. Volveremos a esto con El pensamiento salvaje, pero, ya en 1956, refiriéndose a la
regla de economía de la explicación de Jakobson, Lévi-Strauss escribía: «La afirma-
ción de que la explicación más económica es también aquella que -de todas las con-
sideradas— se acerca más a la verdad, se basa, en el fondo, en el postulado de la iden-
tidad de las leyes del mundo y del pensamiento» {Antropología estructural, 102, 81).
Este tercer principio, no nos concierne menos que el segundo, pues establece
entre el observador y el sistema una relación que es en sí misma ahistórica. Com-
prender no es recuperar el sentido. A diferencia de Schleiermacher en Hermeneutik
und Kritik (1828), de Dilthey en su gran articulo Die Entstehung der Hermeneutik
(1900) y de Bultmann en Das Probkm der Hermeneutik (1950)^, no hay «círculo her-
menéutico»; no hay historicidad en la relación de comprensión. La relación es obje-
tiva, independiente del observador; por eso, la antropología estructural es ciencia y
no filosofía.

11. LA TRANSPOSICIÓN DEL MODELO LINGÜÍSTICO


EN ANTROPOLOGÍA ESTRUCTURAL

Se puede seguir esta transposición en la obra de Lévi-Strauss apoyándose en los


artículos metodológicos publicados en Antropología estructural. Mauss ya había indi-
cado que «la sociología estaría, sin duda alguna, mucho más avanzada si hubiese pro-
cedido en todo imitando a los lingüistas» (artículo de 1945, en Antropología estruc-
tural, 37, 29)'*. Pero lo que Lévi-Strauss considera el verdadero punto de partida es
la revolución fonológica en lingüística: «Ésta no sólo ha renovado las perspectivas
lingüísticas: una transformación de tal envergadura no se limita a una disciplina en

' F. E. D. Schleiermacher, Hermeneutik und Kritik, mit besonderer Beziehung aufdas Nette Testament, BerUn,
Liicke, 1838. Hay reimp. en Frankfun, Suhrkanip, 1977. W. Dilthey, Die Entstehung der Hermeneutik, en Gesammelte
Schriften, Stuttgart, B. G. Teubner y Vanderhoeck & Ruprecht, 1964, vol. 5, pp. 317-331. Trad. cast.: «Orígenes de
la hermenéutica», en Obras de Wilhelm Dilthey. El mundo histórico, México, F.C.E., 1944, vol. VII, pp. 321-336.
R. Bulmiann, Das Problem der Hermeneutik, en Zeitschr. für Theohgie und Kirche, n.° 47, 1950, pp. 4%69. Reimp.
en Glauben und Verstehen, Tübingen, J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), 1952, vol. II, pp. lU-li'i (N. del X).
'' El artículo de Lévi-Strauss al que se refiere Paul Ricoeur es «L'analyse structurale en iinguistique et en anthro-
pologie», en Word. Journal ofthe Linguistie Circle of New York, voi. I, n.° 2, lí^. 1945, pp. 1-21. I ^ cita de Maree!
Mauss pertenece a «Rapports réels et pratiques entre la sociologie et la psychoíogie», en Sodologie et anthropologie,
París, P.U.E, 1950, pp. 281-330. Hay traducción española en Sociología y antropología, Madrid, Tecnos, 1991,
pp. 265-289 (N. del X).

52
particular. La fonología no puede dejar de desempeñar, frente a las ciencias sociales,
el mismo papel renovador que desempeñó la física nuclear, por ejemplo, en el con-
junto de las ciencias exactas. ¿En qué consiste esta revolución cuando tratamos de
examinarla en sus consecuencias más generales? N. Trubetzkoy, el ilustre maestro de
fonología, nos dará la respuesta a esta pregunta. En su artículo-programa 'La fono-
logía actual' (en Psicología del lenguaje)'', reduce, en resumidas cuentas, el método
fonológico a cuatro pasos fundamentales: en primer lugar, la fonología pasa del estu-
dio de los fenómenos lingüísticos conscientes al de su infraestructura inconsciente, se
niega a tratar los términos como entidades independientes, tomando, por el contra-
rio, como base de su análisis las relaciones entre dichos términos; introduce la noción
de sistemar. 'La fonología actual no se limita a declarar que los fonemas son siempre
miembros de un sistema, muestra sistemas fonológicos concretos y pone en eviden-
cia su estructura'; por último, se encamina hacia el descubrimiento de leyes generales,
ya sean halladas por inducción o 'deducidas lógicamente, lo cual les da un carácter
absoluto'. Así, por primera vez, una ciencia social llega a formular relaciones necesa-
rias. Tal es el sentido de esta última frase de Trubetzkoy, mientras que las reglas pre-
cedentes muestran cómo debe operar la lingüística para obtener ese resultado»
{Antropología estructural, 39-40, 31).
Los sistemas de parentesco suministraron a Lévi-Strauss el primer análogo riguro-
so de los sistemas fonológicos. Estos son, en efecto, sistemas establecidos en la zona
inconsciente del espíritu. Además, son sistemas en los que sólo son significativas las
parejas de opuestos y, en general, los elementos diferenciales (padre-hijo, tío mater-
no e hijo de la hermana, marido-mujer, hermano-hermana): por consiguiente, el sis-
tema no está en el nivel de los términos, sino en el de las parejas de relaciones.
(Recordemos la elegante y convincente solución del problema del tío materno: ibid,
en particular 51-52, 37-38; 56-57, 42-43.) Por último, son sistemas en los que el
peso de la inteligibilidad cae del lado de la sincronía: están construidos sin conside-
rar la historia, aunque incluyan una veta diacrónica, puesto que las estructuras de
parentesco vinculan una serie de generaciones^.
Ahora bien, ¿qué permite esta primera transposición del modelo lingüístico?
Esencialmente esto: que el parentesco sea también un sistema de comunicación. Por
este motivo, es comparable a la lengua: «El sistema de parentesco es un lenguaje; no
es un lenguaje universal, y pueden preferirse otros medios de expresión y de acción.
Desde el punto de vista sociológico, esto viene a decir que ante una cultura deter-
minada siempre se plantea una cuestión preliminar: ¿es el sistema sistemático? Seme-
jante pregunta, a primera vista absurda, sólo lo sería realmente si se refiriera a la len-
gua; pues la lengua es el sistema de significado por excelencia; no puede dejar de
significar, y toda su existencia reside en el significado. Por el contrario, se ha de exa-

^ N. Trubetzkoy, «La phonologie acrueile». en Psychologie du langage, París, 1933, p. 243. Hay traducción cas-
tellana en Psicolagía eUl lenguaje, Buenos Aires, Paidós, 1952, pp. 145-160 (N. del X).
^ Antropología estructural, 57, 45-46: «El parentesco no es un fenómeno estático; sólo existe para perpetuarse.
Con ello, no pensamos en el deseo de perpetuar la raza, sino en el hecho de que en la mayor parte de los sistemas
de parentesco eí desequihbrio inicial que se produce, en una determinada generación, entre el que cede una mujer
y el que la recibe, sólo puede estabilizarse mediante las contraprestaciones que tienen lugar en las generaciones ulte-
riores. Incluso ia estructura de parentesco más elemental existe simultáneamente en el orden sincrónico y en eí dia-
crónico». Es preciso cotejar esta observación con la que hacíamos anteriormente a propósito de la diacronía en lin-
güística estructural.

53
minar la cuestión con un rigor creciente, conforme nos vamos alejando de la lengua
para considerar otros sistemas que pretenden tener también significado, aunque en
ellos el valor de éste último sea parcial, fi-agmentario o subjetivo: organización social,
arte, etc.» (op. cit, 58, 46).
Este texto nos propone, pues, que ordenemos los sistemas sociales por orden
decreciente, «aunque con un rigor creciente», a partir del sistema de significado por
excelencia: la lengua. El parentesco es el análogo más próximo, porque, al igual que
la lengua, es «un sistema arbitrario de representaciones, no el desarrollo espontáneo
de una situación de hecho» (61, 49); pero esta analogía sólo se pone de manifiesto si
la organizamos a partir de los caracteres que hacen de ella una alianza, no una moda-
lidad biológica: las reglas del matrimonio «representan otras tantas maneras de ase-
gurar la circulación de las mujeres en el seno del grupo social, es decir, de reempla-
zar un sistema de relaciones consanguíneas de origen biológico por un sistema
sociológico de alianzas» (68, 55). Así consideradas, estas reglas hacen del parentesco
«una especie de lenguaje, es decir, un conjunto de operaciones destinadas a asegurar,
entre los individuos y los grupos, un cierto tipo de comunicación. La identidad del
fenómeno considerado en ambos casos no se altera por el hecho de que el 'mensaje'
esté constituido aquí por las mujeres del grupo que circulan entre los clanes, los lina-
jes o las familias (y no, como sucede en el lenguaje, por las palabras del grupo que cir-
culan entre los individuos)» (69, 56).
Todo el programa de Elpensamiento salvaje y el principio ya expuesto de la gene-
ralización están contenidos aquí. Me limitaré a citar este texto de 1945: «Nos hemos
de preguntar, en efecto, si diversos aspectos de la vida social, incluidos el arte y la reli-
gión -cuyo estudio, como ya sabemos, puede ayudarse de métodos y nociones toma-
dos de la lingüística—, no consisten en fenómenos cuya naturaleza se aproxima a la
que es propia del lenguaje. ¿Cómo podría verificarse esta hipótesis? Ya limitemos
nuestro examen a una sola sociedad o lo extendamos a varias, será preciso llevar a
cabo un análisis lo suficientemente profiíndo de los diferentes aspectos de la vida
social como para alcanzar un nivel donde sea posible el tránsito de unos a otros; es
decir, habrá que elaborar una especie de código universal, capaz de expresar las pro-
piedades que tienen en común las estructuras específicas que sean importantes en
cada aspecto. El empleo de este código deberá valer para cada sistema considerado
aisladamente, y para todos ellos cuando se trate de compararlos. Estaremos así en
condiciones de saber si hemos alcanzado su naturaleza más profunda y si consisten
o no en realidades del mismo tipo» {idem, 71, 57-58).
Lo esencial de esta intelección de las estructuras se centra, pues, en la idea de
código, entendido como una correspondencia formal entre estructuras específicas, o
sea, como una homología estructural. Sólo de esta comprensión de la fimción sim-
bólica puede decirse en rigor que es independiente del observador: «El lenguaje es,
por tanto, un fenómeno social que constituye un objeto independiente del observa-
dor, y para el cual poseemos largas series estadísticas» (65, 53). Nuestro problema
será saber cómo una intelección objetiva que decodifica puede sustituir a una inte-
lección hermenéutica que descifra, es decir, que recupera el sentido, a la vez que acre-
cienta el sentido que descifra. Una observación de Lévi-Strauss tal vez nos dé la pista:
el autor observa que «el impídso original» (70, 57) de intercambiar mujeres, al abor-
darse retrospectivamente desde el modelo lingüístico, revela quizás algo que está en

54
el origen de todo lenguaje: «Como en el caso de las mujeres, ¿no debe buscarse el
impulso original que exigió a los hombres 'intercambiar' palabras en una representa-
ción desdoblada que resulta de la fiínción simbólica cuando hace su primera apari-
ción? Desde el momento en que un objeto sonoro es aprehendido como el ofreci-
miento de un valor inmediato, tanto para el que habla como para el que oye, adquiere
una naturaleza contradictoria cuya neutralización sólo puede realizarse mediante ese
intercambio de valores complementarios al que se reduce toda la vida social» (71, 57).
¿No quiere esto decir que el estructuralismo sólo interviene sobre el fondo ya consti-
tuido de la «representación desdoblada, resultante de la función simbólica»? ¿No equi-
vale esto a apelar a otra intelección, que tienda a ese desdoblamiento, a partir del cual
se produce el intercambio? ¿No sería la ciencia objetiva de los intercambios un seg-
mento abstracto dentro de la comprensión total de la función simbólica, la cual sería,
en el fondo, comprensión semántica? La razón de ser del estructuralismo, para el filó-
sofo, sería entonces restituir esta comprensión plena, tras haberla destituido, objeti-
vado y reemplazado por la intelección estructural; el trasfondo semántico, mediatiza-
do así por la forma estructural, se tornaría accesible a una comprensión más indirecta,
pero más segura.
Dejemos el problema en el aire (hasta el final de este estudio), y sigamos el hilo
de la generalización y de las analogías.
En un principio, las generalizaciones de Lévi-Strauss son muy prudentes y están
rodeadas de precauciones (véanse, por ejemplo, pp. 74-75, 60-61). La analogía
estructural entre el lenguaje, considerado en su estructura fonológica, y los demás
fenómenos sociales es, en efecto, muy compleja. ¿En qué sentido puede decirse que
su «naturaleza se aproxima a la del lenguaje» (71, 57)? No es de temer un equívoco
desde el momento en que los signos del intercambio no son elementos del discurso.
De este modo, diremos que los hombres intercambian mujeres como intercambian
palabras; la formalización que ha hecho surgir la homología de estructura no sólo es
legítima, sino muy esclarecedora. Las cosas se complican con el arte y la religión. Ya
no tenemos aquí sólo «una especie de lenguaje», como en el caso de las reglas del
matrimonio y de los sistemas de parentesco, sino un discurso significativo edificado
sobre la base del lenguaje, considerado como instrumento de comunicación. La ana-
logía se desplaza al interior mismo del lenguaje y se refiere en lo sucesivo a la estruc-
tura de tal o cual discurso particular, comparada con la estructura general de la len-
gua. No es cierto a priori, por tanto, que la relación entre diacronía y sincronía,
válida en lingüística general, rija de manera tan dominante la estructura de los dis-
cursos particulares. Las cosas dichas no tienen forzosamente una arquitectura simi-
lar a la del lenguaje, como instrumento universal del decir. Todo lo que se puede afir-
mar al respecto es que el modelo lingüístico orienta la investigación hacia expresiones
similares a las suyas, es decir, hacia una lógica de oposiciones y de correlaciones, a
saber, en último término, hacia un sistema de diferencias: «Desde un punto de vista
más teórico (Lévi-Strauss acaba de hablar del lenguaje como condición diacrónica de
la cultura, dado que transmite la enseñanza o la educación), el lenguaje aparece tam-
bién como condición de la cultura, en la medida en que ésta última posee una arqui-
tectura similar a la del lenguaje. En ambos, el significado surge por medio de oposi-
ciones y de correlaciones, es decir, por medio de relaciones lógicas. Pero podemos
considerar el lenguaje como unos cimientos destinados a recibir las estructuras que

55
correspondan a la cultura en sus distintos aspectos; estructuras más complejas, a
veces, que las del lenguaje, pero del mismo tipo» {ibid., 79, 63). Sin embargo, Lévi-
Strauss debe reconocer que la correlación entre cultura y lenguaje no se justifica sufi-
cientemente por el papel universal del lenguaje en la cultura. El mismo recurre a un
tercer término para basar el paralelismo entre las modalidades estructurales del len-
guaje Y de la cultura: «No hemos caído suficientemente en la cuenta de que lengua
y cultura son dos modalidades paralelas de una actividad más básica. Me refiero,
aquí, a ese huésped que se halla entre nosotros, aunque nadie pensara invitarle a
nuestros debates: el espíritu humano» (81, 65). Este tercer elemento, así aludido,
plantea graves problemas, dado que el espíritu comprende al espíritu, no sólo por
analogía de estructura, sino recuperando y continuando los discursos particulares.
Ahora bien, nada garantiza que esta intelección dependa de los mismos principios
que los de la fonología. La empresa estructuralista me parece, pues, perfectamente
legítima y al abrigo de toda crítica mientras mantenga la conciencia de sus condi-
ciones de validez y, por lo tanto, de sus límites. Sea cual sea la hipótesis, hay una cosa
cierta: la correlación no debe buscarse «entre lenguaje y actitudes, sino entre expre-
siones homogéneas, ya formalizadas, de la estructura lingüística y de la estructura
social» (82, 66). Con esta condición, y sólo con ella, «se abre camino a una antro-
pología concebida como teoría general de las relaciones, y al análisis de las socieda-
des en fiínción de los caracteres diferenciales, propios de los sistemas de relaciones
que definen a unos y a otras» (110, 88).
Mi problema, por lo tanto, se concreta: ¿qué lugar ocupa la «teoría general de
las relaciones» dentro de una teoría general del sentido?^ ¿Qué comprendemos cuan-
do comprendemos la estructura, tratándose de arte y de religión? ¿De qué manera la
intelección de la estructura ilustra la intelección de la hermenéutica, orientada hacia
una recuperación de las intenciones significativas?
Nuestro problema del tiempo puede proporcionarnos aquí una buena piedra de
toque. Vamos a seguir el curso de la relación entre diacronía y sincronía en esta trans-
posición del modelo lingüístico y a confrontarlo con lo que podemos saber también
de la historicidad del sentido en el caso de aquellos símbolos para los que dispone-
mos de buenas secuencias temporales.

III. EL PENSAMIENTO SALVAJE

Con El pensamiento salvaje, Lévi-Strauss lleva a cabo una audaz generalización


del estructuralismo. Nada nos autoriza, ciertamente, a concluir que el autor ya no
tiene en cuenta colaboración alguna con otros modos de comprensión. Tampoco hay

' Lévi-Strauss puede aceptar esta pregunta, puesto que él mismo la plantea excelentemente: «Mi hipótesis de
trabajo se sitúa, pues, en una posición intermedia: ciertas correlaciones son probablemente discernibles entre ciertos
aspectos y en determinados niveles, y nuestro problema es descubrir cuáles son estos aspectos y dónde están estos
niveles» (91, 73). En una respuesta a Haudricourt y Granai, Lévi-Strauss parece aceptar que hay una zona de vali-
dez óptima para una teoría general de la comunicación: «Desde hoy, esto se puede intentar en tres niveles, pues las
reglas de parentesco y matrimoniales sirven para asegurar el intercambio de mujeres entre los grupos, como las reglas
económicas sirven para asegurar el intercambio de bienes y de servicios, y las reglas lingüísticas, el intercambio de
mensajes» (95, 76). Obsérvense también las prevenciones del autor contra los excesos de la metalingüísrica america-
na (83-84, 66-67; 97, 77-78).

56
que decir que el estructuralismo ignora sus límites. No todo el pensamiento cae den-
tro de su ámbito, sino sólo un nivel del pensamiento, el nivel del pensamiento salva-
je. Sin embargo, el lector que pase de Antropología estructúrala. El pensamiento salva-
je se queda impresionado por el cambio de frente y de tono: ya no se avanza
progresivamente, del parentesco al arte o a la religión; lo que se convierte en objeto
de investigación es todo un nivel de pensamiento, y se considera que ese nivel de
pensamiento constituye la forma no domesticada del único pensamiento. No hay
salvajes en oposición a civilizados; no hay mentalidad primitiva, ni pensamientos de
salvajes; no se da ya ese exotismo absoluto. Más allá de «la ilusión totémica» sólo hay
un pensamiento salvaje; y este pensamiento no es tampoco anterior a la lógica. No
es prelógico, sino homólogo del pensamiento lógico. Homólogo en un sentido fuer-
te: sus clasificaciones ramificadas o sus sutiles nomenclaturas son el pensamiento cla-
sificador mismo, aunque operando, como diría Lévi-Strauss, en otro nivel estratégico,
el de lo sensible. El pensamiento salvaje es el pensamiento del orden, un pensamien-
to que no piensa. En este sentido, se ajusta a las condiciones del estructuralismo
antes aludidas: orden inconsciente -orden concebido como sistema de diferencias—,
orden susceptible de ser tratado objetivamente, «independientemente del observa-
dor». Consiguientemente, los ordenamientos sólo son inteligibles en un nivel incons-
ciente. Comprender no consiste en recuperar intenciones de sentido, en reanimarlas
mediante un acto histórico de interpretación que se inscribiría, a su vez, en una tra-
dición continua. La inteligibilidad se vincula al código de transformaciones que ase-
gura las correspondencias y las homologías entre ordenamientos pertenecientes a
distintos niveles de la realidad social (organización en clanes, nomenclaturas y clasi-
ficaciones de animales y plantas, mitos y artes, etc.). Caracterizaré el método con una
sola frase: se trata de la elección de la sintaxis frente a la semántica. Esta elección es
perfectamente legítima, pues se trata de mantener con coherencia una apuesta. Des-
graciadamente, falta una reflexión sobre sus condiciones de validez, sobre el precio a
pagar por este tipo de comprensión, en suma, falta una reflexión sobre los límites,
que sin embargo aparecía con frecuencia en las obras anteriores.
Por mi parte, me asombra que todos los ejemplos sean tomados del área geo-
gráfica que se ha venido llamando totemismo, y nunca del pensamiento semítico,
prehelénico o indoeuropeo. Me pregunto qué implicaciones puede tener esta limita-
ción previa del material etnográfico y humano. ¿No habrá jugado con ventaja el
autor al ligar la suerte del pensamiento salvaje a un área cultural precisamente la de
la «ilusión totémica»- donde los ordenamientos importan más que los contenidos,
donde el pensamiento es efectivamente un bricolage, que opera sobre un material
heteróclito, sobre escombros de sentido? Según esto, jamás se plantea en este libro el
problema de la unidad del pensamiento mítico. Se da por sentada la generalización
de todo el pensamiento salvaje. Ahora bien, me pregunto si el fondo mítico en que
estamos enraizados -íondo semítico (egipcio, babilonio, arameo y hebreo), fondo
protohelénico y fondo indoeuropeo— se presta tan fácilmente a la misma operación;
o, mejor dicho, e insisto en este punto, si es cierto que lo hace, ¿se presta sin reser-
vas? Me parece que, en los ejemplos de El pensamiento salvaje, la insignificancia de
los contenidos y la exuberancia de los ordenamientos constituyen más un caso extre-
mo que una forma canónica. Nos encontramos con que una parte de la civilización,
precisamente aquella de la que no procede nuestra cultura, se presta mejor que nin-

57
guna otra a la aplicación del método estructural tomado de la lingüística. Sin embar-
go, esto no prueba que la intelección de las estructuras sea tan esclarecedora en todas
partes, y, sobre todo, que sea tan autosuficiente. He hablado antes del precio a pagar:
ese precio -la insignificancia de los contenidos— no es elevado tratándose de los tote-
mistas, pues su contrapartida es muy grande, a saber, el alto significado de los orde-
namientos. Me parece que el pensamiento de los totemistas es el que tiene más afini-
dad con el estructuralismo. Me pregunto si su ejemplo es... ejemplar o excepcional^.
Ahora bien, tal vez haya otro polo del pensamiento mítico donde la organiza-
ción sintáctica sea más débil, la unión al mito menos marcada, la vinculación a las
clasificaciones sociales más tenue; y donde, por el contrario, la riqueza semántica
permita recuperaciones históricas indefinidas en contextos sociales más variables. En
este otro polo del pensamiento mítico, del que enseguida daré algunos ejemplos
tomados del mundo hebraico, la intelección estructural es quizá menos importante,
en todo caso menos exclusiva, y requiere de modo manifiesto ser expresada median-
te una intelección hermenéutica que se dedique a interpretar los contenidos mismos,
para prolongar su vida e incorporar su eficacia a la reflexión filosófica.
Retomaré aquí como piedra de toque el tema del tiempo, que ha impulsado
nuestra meditación: El pensamiento salvaje saca todas sus consecuencias de los con-
ceptos lingüísticos de sincronía y de diacronía, y extrae de ellos una visión de conjunto
sobre las relaciones existentes entre estructura y acontecimiento. El problema es saber
si esta misma relación se da de idéntica manera en todo el pensamiento mítico.
Lévi-Strauss se complace en recoger unafi-asede Boas: «Se diría que los univer-
sos mitológicos están destinados a ser desmantelados apenas formados, para que nue-
vos universos nazcan de susfiragmentos»(31, 41^. Estafi-aseya había sido puesta de
relieve en uno de los artículos incluidos en Antropología estructural, 227, 186). Lévi-
Strauss aclarará, mediante su comparación con el bricolage, esta relación inversa entre
la solidez sincrónica y lafi-agilidaddiacrónica de los universos mitológicos.
El bricoUur, a diferencia del ingeniero, opera con un material que no ha produ-
cido con vistas a su uso actual, sino con un repertorio limitado y heteróclito que le
obliga a trabajar, como suele decirse, con los medios que se tienen a mano. Este
repertorio está hecho con restos de construcciones y de destrucciones anteriores;
representa el estado contingente de la instrumentalidad en un momento dado. El
bricoleur opersL con signos ya usados, que desempeñan el papel de elementos prefor-

' En El pensamiento salvaje encontramos algunas alusiones en este sentido: «Pocas civilizaciones como la aus-
traliana parecen haber tenido tanto gusto por la erudición, por la especulación y por lo que parece a veces una espe-
cie de dandismo intelectual, por extraña que parezca la exptesión cuando se aplica a hombres cuyo nivel de vida
material es tan rudimentario. [...] Si durante siglos o milenios, Australia ha vivido replegada en sí misma, y, en este
mundo cerrado, las especulaciones y las discusiones han causado furor; en fin, si las influencias de la moda han sido
a menudo determinantes, podemos comprender que se haya establecido alh una especie de estilo sociológico y filo-
sófico comiin, que no excluye variaciones metódicamente buscadas, y en el que incluso las más ínfimas son puestas
de reUeve y comentadas con ima intención favorable u hostil» (118-119, 134-135). Y hacia el final del libro: «Hay,
pues, una especie de antipatía congénita entre la historia y los sistemas de clasificación. Esto explica, tal vez, lo que
uno estaría tentado a llamar Vacío totémico', pues, aim arruinado, todo lo que podría evocar el totemismo parece
estar notablemente ausente del área de las grandes civilizaciones de Europa y de Asia. ;No será porque éstas han ele-
gido explicarse a sí mismas mediante la historia, y esta empresa es incompatible con la de clasificar las cosas y los
seres (naturales y sociales) por medio de grupos finitos?» (307-308, 337).
' F. Boas, «Introduction», en J. Teit, «Traditions of the Thompson River Indians of British Columbia», en
Memoirs of the American Folklore Socieiy, vol. VI, 1898, p. 18 (N. del T.).

58
mados respecto a las nuevas reorganizaciones. Como el bricolage, el mito «recurre a
una colección de restos de obras humanas, es decir, a un subconjunto de la cultura»
(29, 39). En términos de acontecimiento y de estructura, de diacronía y de sincro-
nía, podríamos decir que el pensamiento mítico construye la estructura con residuos
o restos de acontecimientos. Edificando sus palacios con los escombros del discurso
social anterior, ofi-ece un modelo inverso al de la ciencia, que da a sus estructuras la
forma de un acontecimiento nuevo: «El pensamiento mítico, este bricoleur, elabora
estructuras, armonizando distintos acontecimientos, o, más bien, restos de aconteci-
mientos, mientras que la ciencia, 'en marcha' desde el mismo momento en que se
instaura, crea, en forma de acontecimientos, sus medios y sus resultados, gracias a las
estructuras que fabrica sin tregua: sus hipótesis y sus teorías» (33, 43).
Bien es cierto que Lévi-Strauss sólo opone mito y ciencia para aproximarlos,
pues, según él, «ios dos son caminos igualmente válidos»: «El pensamiento mítico no
sólo es cautivo de acontecimientos y de experiencias que dispone una y otra vez
incansablemente para descubrir su sentido; también es liberador, por la protesta que
eleva contra el sinsentido, con el cual la ciencia en un principio se había resignado a
transigir» (33, 43). Pero, a su vez, el sentido está del lado de los ordenamientos actua-
les, de la sincronía. Por eso, las sociedades son tan frágiles ante el acontecimiento.
Como sucede en la lingüística, el acontecimiento desempeña el papel de una ame-
naza, en todo caso, de un desorden, y siempre de una simple interferencia contin-
gente (como las conmociones demográficas -guerras, epidemias— que alteran el
orden establecido): «Las estructuras sincrónicas de los sistemas llamados totémicos
[son] extremadamente vulnerables a los efectos de la diacronía» (90, 104). La ines-
tabilidad del mito se convierte así en un signo de la prioridad de la sincronía. Por
eso, el presunto totemismo «es una gramática destinada a deteriorarse en léxico»
(307, 336). «[...] Como un palacio arrastrado por un río, la clasificación tiende a des-
mantelarse y sus partes se disponen entre sí de modo distinto a como hubiese queri-
do el arquitecto, bajo el efecto de las corrientes y de las aguas muertas, de los obstá-
culos y de los estrechos. En el totemismo, por consiguiente, la función recae
inevitablemente en la estructura. El problema que siempre ha planteado a los teóri-
cos es el de la relación entre la estructura y el acontecimiento. Y la gran lección del
totemismo es que la forma de la estructura puede sobrevivir a veces, cuando la pro-
pia estructura sucumbe ante el acontecimiento» (307, 336-337).
Incluso la historia mítica está al servicio de esta lucha entre la estructura y el acon-
tecimiento, y representa un esfijerzo de las sociedades por anular la acción perturba-
dora de los factores históricos; representa una táctica para anular lo histórico, para
amortiguar los acontecimientos. De este modo, haciendo de la historia y de su mode-
lo intemporal reflejos recíprocos, situando a los antepasados fuera de la historia y
haciendo de ella una copia de los antepasados, «la diacronía, en cierto modo domada,
colabora con la sincronía sin riesgo de que entre ambas surjan nuevos conflictos» (313,
343). También es la fiínción del ritual expresar ese pasado atemporal al ritmo de la vida
y de las estaciones, y con el encadenamiento de las generaciones. Los ritos «se pronun-
cian sobre la diacronía; pero lo hacen en términos sincrónicos, puesto que el solo hecho
de celebrarlos equivale a convertir el pasado en presente» (315, 344-345).
Desde esta perspectiva, interpreta Lévi-Strauss los «churinga» -esos objetos de
piedra o madera, esos guijarros que representan el cuerpo del antepasado— como el

59
testimonio del «ser diacrónico de la diacronía en el seno de la sincronía misma» (315,
345). Encuentra en ellos el mismo sabor a historicidad que en nuestros archivos: ser
encarnado de acontecimientos, historia pura verificada en el corazón del pensa-
miento clasificatorio. De este modo, la propia historicidad mítica está incorporada
en el trabajo de la racionalidad: «[...] los pueblos llamados primitivos han sabido ela-
borar métodos razonables para insertar, bajo su doble aspecto de contingencia lógi-
ca y de turbulencia afectiva, la irracionalidad en la racionalidad. Los sistemas clasifi-
catorios permiten, por tanto, integrar la historia; incluso y, sobre todo, aquella que
podríamos considerar rebelde a todo sistema» (323, 353).

IV. ¿LIMITES DEL ESTRUCTURALISMO?

He seguido con esta finalidad en la obra de Lévi-Strauss la serie de transposicio-


nes del modelo lingüístico hasta su última generalización en Elpensamiento salvaje. La
conciencia de la validez de un método, decía al comienzo, es inseparable de la con-
ciencia de sus límites. Estos límites son, a mi juicio, de dos clases: creo, por una parte,
que el tránsito al pensamiento salvaje se realiza con la ayuda de un caso muy favora-
ble que quizás sea excepcional. Por otra parte, el tránsito de una ciencia estructural a
una filosofía estructuralista me parece poco satisfactorio e incluso poco coherente. En
última instancia, estos dos tránsitos, al acumular sus efectos, dan al libro un acento
particular, seductor y provocativo, que lo distingue de los precedentes.
¿Es el ejemplo ejemplar?, me preguntaba más arriba. Leí, al mismo tiempo que
El pensamiento salvaje de Lévi-Strauss, el notable libro de Gerhard von Rad dedica-
do a la Teología de las tradiciones históricas de Israel, primer tomo de una Teología d
Antiguo Testamento (Munich, 1957). Nos encontramos aquí ante una concepción
teológica exactamente inversa a la del totemismo, y que, por ser inversa, sugiere una
relación inversa entre diacronía y sincronía, y plantea de modo más urgente el pro-
blema de la relación entre intelección estructural e intelección hermenéutica.
¿Qué es lo decisivo a la hora de comprender el núcleo de sentido del Antiguo
Testamento? No las nomenclaturas ni las clasificaciones, sino los acontecimientos
fundadores. Si nos limitamos a la teología del Hexateuco, el contenido significativo
es un kerigma, el anuncio de la gesta de Yahvéh, constituida por una red de aconte-
cimientos. Es una Heilgeschichte. La primera secuencia está representada por la siguien-
te serie: liberación de Egipto, paso del mar Rojo, revelación del Sinaí, peregrinaje por
el desierto, cumplimiento de la promesa de la Tierra, etc. El segundo foco organiza-
dor está constituido en torno al tema del Ungido de Israel y de la misión davídica.
Por último, el tercer núcleo de sentido se instaura tras la catástrofe: la destrucción
aparece como acontecimiento ftindamental, abierto a la alternativa no resuelta de la
promesa y de la amenaza. El método de comprensión aplicable a esta red de aconte-
cimientos consiste en restituir la alternativa no resuelta de la promesa y de la ame-
naza. El método de comprensión aplicable a esta red de acontecimientos consiste en
restituir el trabajo intelectual, surgido de esta fe histórica y desarrollado en un marco
confesional, frecuentemente hímnico, siempre cultual. Gerhard von Rad lo enuncia
claramente: «Mientras la historia crítica tiende a reencontrar el mínimum verifica-
ble», «la imagen kerigmática tiende hacia un máximum teológico» (108, 150). Ahora

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bien, lo que ha presidido esta elaboración de las tradiciones y ha desembocado en lo
que hoy llamamos Escritura es un trabajo intelectual. Gerhard von Rad muestra
cómo, a partir de una confesión mínima, se ha creado un campo de gravitación para
unas tradiciones dispersas, pertenecientes a distintas fuentes, transmitidas por dife-
rentes grupos, tribus o clanes. De este modo, la saga de Abraham, la de Jacob o la de
José, pertenecientes a ciclos originariamente diferentes, fiíeron de alguna manera
atraídas y atrapadas por el núcleo primitivo de la confesión de fe que celebra la
acción histórica de Yahvéh. Como vemos, se puede hablar aquí de un primado de la
historia en múltiples sentidos. En primer lugar, se trata de un sentido fundador,
puesto que todas las relaciones de Yahvéh con Israel cobran significado en y median-
te acontecimientos que no tienen ni el más mínimo asomo de teología especulativa
^ e r o también se dan los otros dos sentidos que hemos dicho al principio—. La ela-
boración teológica de estos acontecimientos es, en efecto, en sí misma una historia
ordenada, una tradición interpretativa. En cada generación, la reinterpretación del
depósito de tradiciones confiere a esta comprensión de la historia un carácter histó-
rico, y suscita un desarrollo que posee una unidad significativa imposible de proyec-
tar en un sistema. Estamos ante una interpretación histórica de lo histórico. El hecho
mismo de que se yuxtapongan las fiíentes, de que se mantengan las repeticiones y de
que se expongan las contradicciones tiene un sentido profundo: la tradición se corri-
ge a sí misma mediante añadidos, y son éstos los que constituyen por sí mismos una
dialéctica teológica.
Ahora bien, es de destacar que, mediante este trabajo de reinterpretación de sus
propias tradiciones, Israel se forjó una identidad en sí misma histórica: la crítica
muestra que probablemente no existió la unidad de Israel antes del reagrupamiento
de los clanes en una especie de anfictionía posterior al asentamiento. Al interpretar
históricamente su historia y elaborarla como una tradición viva, Israel se proyectó
hacia el pasado como un único pueblo al que le sucedió, como a una totalidad indi-
visible, la liberación de Egipto, la revelación del Sinaí, la aventura del desierto y el
don de la Tietra prometida. El único principio teológico hacia el que tiende todo el
pensamiento de Israel es el siguiente: siempre existió Israel, el pueblo de Dios, que
siempre obró como una unidad, y al que Dios trata como una unidad; pero esta
identidad es inseparable de una búsqueda ilimitada de un sentido de la historia y en
la historia: «Israel, acerca del cual las presentaciones de la historia del Antiguo Testa-
mento tienen tanto que decir, es el objeto de la fe y el objeto de una historia cons-
truida por la fe» (118, 164).
De este modo, se encadenan las tres historicidades: después de la de los aconte-
cimientos fundadores, o tiempo escondido, y la de la interpretación viva llevada a cabo
por los escritores sagrados, que constituye la tradición, aparece ahora la historicidad
de la comprensión, la historicidad de la hermenéutica. Gerhard von Rad emplea el tér-
mino Entfaltung, «despliegue», para designar la tarea de una teología del Antiguo
Testamento que respete el triple carácter histórico de la heilige Geschichte (el nivel de
los acontecimientos fijndadores), de las Überlieferungen (el nivel de las tradiciones
constituyentes) y, por último, de la identidad de Israel (el nivel de la tradición cons-
tituida). Esta teología ha de respetar la prioridad del acontecimiento sobre el siste-
ma: «El pensamiento hebraico se lleva a cabo en las tradiciones históricas. Su interés
principal radica en la combinación apropiada de las tradiciones y en su interpreta-

61
ción teológica. En este proceso, el reagrupamiento histórico va siempre delante del
reagrupamiento intelectual y teológico» (116, 161). Gerhard von Rad concluye su
capítulo metodológico en los siguientes términos: «Sería fatal para nuestra com-
prensión del testimonio de Israel que lo organizáramos desde un principio basándo-
nos en categorías teológicas que, aun siendo corrientes entre nosotros, nada tienen
que ver con las categorías en que se basó Israel al ordenar su propio pensamiento teo-
lógico» (120, 167). Consiguientemente, «volver a relatar» -Wiederezdhlen-supone la
forma más legítima de discurso sobre el Antiguo Testamento. La Entfaltungáel her-
meneuta es la repetición de la Entfaltung que presidió la elaboración de las tradicio-
nes del fondo bíblico.
¿Qué consecuencias tiene esto para las relaciones entre diacronía y sincronía? De
los grandes símbolos del pensamiento hebraico que he podido estudiar en La simbó-
lica del mal^" y de los mitos ^ o r ejemplo los relativos a la creación o a la caída-
construidos en el primer estadio simbólico, me ha asombrado lo siguiente: estos sím-
bolos y estos mitos no agotan su sentido en los ordenamientos homólogos de los
ordenamientos sociales. No creo que no se ajusten al método estructural; es más,
estoy convencido de lo contrario. Creo que el método estructural no agota su senti-
do, pues su sentido consiste en una reserva de sentido dispuesta para ser empleada
de nuevo en otras estructuras. Se me dirá que, precisamente, esa reutilización es lo
que constituye el bricolage, pero no es así: el bricolage opera con desechos; en él la
estructura es lo que salva el acontecimiento. El desecho desempeña el papel de ele-
mento preformado, de mensaje transmitido previamente; tiene la inercia de un sig-
nificado previo: la reutilización de los símbolos bíblicos en nuestra área cultural
reposa, por el contrario, en una riqueza semántica, en un excedente de significado,
que abre camino a nuevas reinterpretaciones. Si consideramos desde este punto de
vista la serie constituida por los relatos babilonios del diluvio, por el diluvio bíblico
y por la cadena de reinterpretaciones rabínicas y cristológicas, se verá enseguida que
estas recuperaciones representan lo contrario al bricolage. Ya no podemos hablar de
utilización de restos en unas estructuras cuya sintaxis sea más importante que la
semántica, sino de la utilización de un excedente que ordena, como una donación
primera de sentido, las intenciones rectificadoras de carácter propiamente teológico
y filosófico que se aplican a ese fondo simbólico. En estas series, ordenadas a partir
de una red de acontecimientos significativos, es el excedente inicial de sentido el que
motiva la tradición y la interpretación. Por ello, hay que hablar, en este caso, de regu-
lación semántica por parte del contenido y no sólo de regulación estructural como
en el caso del totemismo. La explicación estructuralista se impone en la sincronía («el
sistema está dado en la sincronía [...]», El pensamiento salvaje, 89, 104). De ahí que
el estructuralismo se encuentre cómodo al tratar con sociedades donde la sincronía
es considerable y la diacronía perturbadora, como en la lingüística
Ya se que el estructuralismo no se encuentra desprovisto de soluciones ante este
problema, y admito que «si la orientación estructural resiste el envite, dispone ante
cualquier conmoción de varios medios para restablecer un sistema, si no idéntico al

"• P. Ricoeur, La symiolique du mal, en Finitude et culpahilhé, París, Aubier/Montaigne, 1960, vol. II. Trad.
casE.; «La simbólica de! mal», en Finitudy culpabilidad Madrid, Taurus, 1969 (N. del T),

62
sistema anterior, al menos formalmente del mismo tipo». En El pensamiento salvaje
encontramos ejemplos de esta permanencia o perseverancia del sistema: «Dado un
momento inicial (cuya noción es totalmente teórica) en el que el conjunto de siste-
mas haya estado perfectamente ajustado, dicho conjunto reaccionará a todo cambio
que afecte a una de sus partes como una máquina de retroalimentación: dominada
(en los dos sentidos del término) por su armonía anterior, orientará el órgano des-
compuesto hacia un equilibrio que será, por lo menos, un término medio entre el
estado anterior y el desorden introducido desde fiíera» (92, 106-107). De este modo,
la regulación estructural está mucho más cerca del fenómeno de la inercia que de la
reinterpretación viva que parece caracterizar la verdadera tradición. Como la regula-
ción semántica procede del exceso del potencial de sentido respecto a su uso y a su
función en el sistema que se da en la sincronía, el tiempo escondido de los símbolos
puede poseer una doble historicidad: la historicidad de la tradición que transmite y
sedimenta la interpretación, y la historicidad de la interpretación que mantiene y
renueva la tradición.
Si nuestra hipótesis fiíese válida, la permanencia de las estructuras y la sobrede-
terminación de los contenidos serían dos condiciones diferentes de la diacronía.
Podemos preguntarnos si no es la combinación, en grados diferentes y, tal vez, en
proporciones inversas de estas dos condiciones generales lo que permite a determi-
nadas sociedades -según observa el propio Lévi-Strauss— «elaborar un esquema único
que les permite integrar el punto de vista de la estructura y el del acontecimiento»
(95, 109). Sin embargo, esta integración, cuando se lleva a cabo, como hemos dicho
antes, conforme al modelo de una máquina de retroalimentación, sólo es, de modo
preciso, una «solución de compromiso entre el estado anterior y el desorden intro-
ducido desde fuera» (92, 107). La tradición comprometida con la duración y capaz
de reencarnarse en diferentes estructuras depende más, a mi juicio, de la sobredeter-
minación de los contenidos que de la permanencia de las estructuras. Esta discusión
nos lleva a cuestionar la suficiencia del modelo lingüístico y el alcance del submode-
lo etnológico recogido del sistema de denominaciones y clasificaciones que suele lla-
marse totémico. Este submodelo etnológico tiene, con el precedente, una relación de
conveniencia privilegiada: ambos poseen la misma exigencia de separación diferen-
cial. Lo que el estructuralismo extrae, de una y otra parte, «son los códigos, apropia-
dos para transmitir mensajes traducibles en términos de otros códigos, y para expre-
sar en su propio sistema los mensajes recibidos a través del canal de códigos
diferentes» (101, 116). Pero, si es cierto, como confiesa varias veces el autor, que,
«incluso a título de indicio, todo lo que podría evocar el totemismo parece estar
notablemente ausente del área de las grandes civilizaciones de Europa y de Asia»
(308, 337), ¿tenemos derecho, so pena de caer en una «ilusión totémica» de nuevo
cuño, a identificar el pensamiento salvaje en general con un tipo que quizás sólo sea
ejemplar porque ocupa una posición extrema en una cadena de tipos míticos que
habría que comprender también en su otro extremo? Creo, de buen grado, que en la
historia de la humanidad la supervivencia excepcional del Kerigma judío en contex-
tos socioculturales indefinidamente renovados representa el otro polo, ejemplar tam-
bién por ser un caso extremo, del pensamiento mítico.
En esta cadena de tipos, identificados así por sus dos polos, la temporalidad ^ a
de la tradición y la de la interpretación- tiene un aspecto diferente, según predomine

63
la sincronía sobre la diacronía o a la inversa. En un extremo, el del tipo totémico,
tenemos una temporalidad quebrada que responde notablemente a la declaración de
Boas: «Se diría que los universos mitológicos están destinados a ser desmantelados
apenas formados, para que nuevos universos nazcan de sus fragmentos» (ya citado, 31,
41). En el otro extremo, el del tipo kerigmático, se da una temporalidad ordenada
mediante la recuperación continua del sentido en una tradición interpretativa.
De ser así, ¿podemos continuar hablando de mito sin correr el riesgo de caer en
un equívoco? Podemos admitir que en el modelo totémico, donde las estructuras
importan más que los contenidos, el mito tiende a identificarse con un «operador»,
con un «código», que regula un sistema de transformación. Así lo define Lévi-Strauss:
«El sistema mítico y las representaciones a que da lugar sirven, pues, para establecer
relaciones de homología entre las condiciones naturales y las condiciones sociales o,
más exactamente, para definir una ley de equivalencia entre contrastes significativos
que se sitúan en varios planos: geográfico, meteorológico, zoológico, botánico, téc-
nico, económico, social, ritual, religioso y filosófico» (123, 139). La fonción del
mito, expuesta así en términos de estructura, aparece en la sincronía; su consistencia
sincrónica es muy distinta de la fir^ilidad diacrónica que la declaración de Boas
recordaba.
En el modelo kerigmático, la explicación estructural es sin duda esclarecedora,
como trataré de mostrar para terminar; pero representa un estrato expresivo de
segundo grado, que está subordinado al excedente de sentido del fondo simbólico.
De este modo, el mito adánico es secundario con respecto a la elaboración de expre-
siones simbólicas de lo puro y de lo impuro, del nomadismo y del exilio, constitui-
das en el nivel de la experiencia cultual y penitencial. La riqueza de este fondo sim-
bólico sólo aparece en la diacronía. El punto de vista sincrónico sólo vislumbra en el
mito su fiínción social actual, más o menos comparable al Operador totémico, que
aseguraba al punto la convertibilidad de los mensajes correspondientes a cada nivel
de la vida cultural, así como la mediación entre naturaleza y cultura. El estructura-
lismo sigue siendo sin duda válido (y casi todo está por hacer con vistas a probar su
fecundidad en nuestras áreas culturales. Al respecto, el ejemplo del mito de Edipo en
Antropología estructural {255-243, 179-185) es muy prometedor). Ahora bien, aun-
que la explicación estructural parece que no tiene répUca cuando predomina la sin-
cronía sobre la diacronía, sólo suministra una especie de esqueleto, de carácter clara-
mente abstracto, cuando se trata de un contenido sobredeterminado que no deja de
dar que pensar y que sólo se explícita en la serie de recuperaciones que, a un tiem-
po, lo interpretan y renuevan.
Quisiera añadir algo sobre el segundo tránsito a que antes aludía: el tránsito de
una ciencia estructural a una filosofía estructuralista. La antropología estructural me
parece convincente en la medida en que se concibe a sí misma como la extensión gra-
dual de una explicación que tuvo éxito primero en hngüística, después en los siste-
mas de parentesco y, por último, progresivamente, según el juego de afinidades con
el modelo lingüístico, en todas las formas de la vida social; pero me parece sospe-
chosa cuando se erige en filosofía. Un orden pensado como algo inconsciente no
puede nunca ser, a mi juicio, más que una etapa separada abstractamente de una
intelección de sí por uno mismo; el orden en sí es el pensamiento foera de sí mismo.
Bien es cierto que no está «prohibido soñar que un día se pueda transferir a tarjetas

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perforadas toda la documentación disponible sobre las sociedades australianas, y
demostrar con la ayuda de un ordenador que el conjunto de sus estructuras etno-eco-
nómicas, sociales y religiosas se asemeja a un vasto grupo de transformaciones» (117,
133). No, «no está prohibido» tener ese sueño. Con la condición de que el pensa-
miento no se aliene en la objetividad de sus códigos. Si la decodificación no es la
etapa objetiva del desciframiento y éste un episodio existencial -¡o existenciario!— de
la comprensión de sí y del ser, el pensamiento estructural se convierte en un pensa-
miento que no se piensa a sí mismo. Por el contrario, es propio de una filosofía refle-
xiva concebirse a sí misma como hermenéutica, a fin de crear la estructura que acoja
a una antropología estructural. En este sentido, la fiínción de la hermenéutica es
hacer coincidir la comprensión del otro -y de sus signos en múltiples culturas— con
la comprensión de sí y del ser. La objetividad estructural puede aparecer entonces
como un momento abstracto legítimamente abstracto— de la apropiación y del
reconocimiento por el que la reflexión abstracta se torna en reflexión concreta. En
última instancia, esta apropiación y este reconocimiento consistirían en una recapi-
tulación completa de todos los contenidos significativos dentro de un saber de sí y
del ser, como Hegel trató de «soñar» mediante una lógica de los contenidos y no
mediante una lógica de la sintaxis. Es obvio que no podemos producir más que frag-
mentos, que sabemos parciales, de esta exégesis de sí y del ser. Pero la intelección
estructural no es menos parcial en su estado actual. Además, es abstracta, en el sen-
tido de que no procede de una recapitulación del significado, sino que sólo alcanza
su «nivel lógico» mediante un «empobrecimiento semántico» (140, 158).
A falta de esta estructura de recepción, que concibo por mi parte como la mutua
articulación de reflexión y de hermenéutica, la filosofía estructuralista me parece
condenada a oscilar entre varios esbozos de filosofías. Diríamos, en ciertas ocasiones,
que se trata de un kantismo sin sujeto trascendental, es decir, de un formalismo abso-
luto, que serviría de fundamento a la correlación misma entre naturaleza y cultura.
Esta filosofía es el resultado de la consideración de la dualidad de los «modelos ver-
daderos de la diversidad concreta: uno en el plano de la naturaleza, el de la diversi-
dad de las especies; otro en el plano de la cultura, compuesto por la diversidad de las
funciones» (164, 183). El principio de las transformaciones puede entonces buscar-
se en una combinatoria, en un orden finito o en un finitismo del orden, más ftmda-
mentai que cada uno de sus modelos. Todo lo que se dice sobre la «teleología incons-
ciente que, aun siendo históiica, escapa completamente a la historia humana» (333,
365), posee este sentido: esta filosofía sería, de este modo, la absolutización del
modelo lingüístico como consecuencia de su progresiva generalización. «La lengua
-declara el autor- no reside, ni en la razón analítica de los antiguos gramáticos, ni
en la dialéctica constituida por la lingüistica estructural, ni en la dialéctica constitu-
yente de la praxis individual enfrentada a lo práctico-inerte, puesto que las tres la
suponen. La lingüística nos pone en presencia de un ser dialéctico y totalizador; pero
externo (o inferior) a la conciencia y a la voluntad. Totalización no reflexiva, la len-
gua es una razón humana que tiene sus razones, y que el hombre no conoce» (334,
365). Pero, ¿qué es la lengua sino una abstracción del ser hablante? Se objeta a esto
que «su discurso no ha derivado, ni derivará nunca, de una totalización consciente
de las leyes lingüísticas» (334, 366). Sin embargo, cabe responder que no son unas
leyes lingüísticas lo que tratamos de totalizar para comprendernos a nosotros mis-

65
mos, sino el sentido de las palabras, respecto al cual las leyes lingüísticas son la
mediación instrumental siempre inconsciente. Trato de comprenderme, retomando
el sentido de las palabras de todos los hombres; en este plano, el tiempo escondido
se hace historicidad de la tradición y de la interpretación.
Sin embargo, en otros momentos, el autor invita a «reconocer, en el sistema de
las especies naturales y en el de los objetos manufacturados, dos conjuntos media-
dores de los que se sirve el hombre para superar la oposición entre naturaleza y cul-
tura, y pensar así que ambas forman una totalidad» (169, 188). Sostiene que las
estructuras son anteriores a las prácticas, pero reconoce que la praxis es anterior a las
estructuras. Consiguientemente, éstas últimas se revelan como superestructuras de
esa praxis que, a juicio de Lévi-Strauss y de Sartre, «constituye para las ciencias del
hombre la totalidad fundamental» (173, 193). Hay, pues, en El pensamiento salvaje,
además del esbozo de un trascendentalismo sin sujeto, el bosquejo de una filosofía
donde la estructura hace el papel de mediadora, intercalada «entre la praxis y las
prácticas» (173, 193). Sin embargo, no se puede detener allí, so pena de conceder a
Sartre todo aquello que le rehusó al negarse a sociologizar el co^to (330, 361). Esta
secuencia {praxis-estructura-prdcticas) permite al menos ser estructuralista en etnolo-
gía y marxista en filosofía. Pero, ¿qué tipo de marxismo es éste?"
Hay, efectivamente, en El pensamiento salvaje, el esquema de una filosofía muy
diferente, donde el orden es el orden de las cosas y, al tiempo, él mismo es una cosa.
De esto se deduce naturalmente una meditación sobre la noción de especie: ¿No tiene
la especie ^ a de las clasificaciones de vegetales y animales— una «presunta objetivi-
dad»? «La diversidad de las especies suministra al hombre la imagen más intuitiva de
que dispone y constituye la manifestación más directa que sabe percibir de la dis-
continuidad última de lo real: es la expresión sensible de una codificación objetiva»
(181, 200-201). Es, en efecto, privilegio de la noción de «especie» el «suministrar un
modo de aprehensión sensible de una combinatoria que se da objetivamente en la
naturale2a; modo que la actividad del espíritu y la propia vida social no hacen sino
recoger para aplicarlo a la creación de nuevas taxonomías» (181, 201).
Tal vez, la sola consideración de la noción de estructura nos impida superar una
«reciprocidad de perspectivas, donde el hombre y el mundo se reflejen mutuamen-
te» (294, 322). Por consiguiente, parece que, mediante un golpe de fuerza injustifi-
cado, tras haber inclinado la balanza del lado de la prioridad de la praxis sobre las
mediaciones estructurales, se la inclina del otro lado y se declara que «el fin último
de las ciencias humanas no es constituir al hombre, sino disolverle [...], reintegrar la
cultura en la naturaleza y, finalmente, la vida en el conjunto de sus condiciones fisi-
coquímicas» (326-327, 357-358). «Como el espíritu también es una cosa, su fun-
cionamiento nos instruye acerca de la naturaleza de las cosas: incluso la reflexión

' ' «El marxismo -si no el propio Marx- ha razonado frecuentemente como si las prácticas derivasen inmedia-
tamente de la praxis. Sin cuestionar la indudable prioridad de las infraestructuras, creemos que entre praxis y prác-
ticas se intercala siempre un mediador, el esquema conceptual por medio del cual una materia y una forma, des-
provistas una y otra de existencia independiente, se convierten en estructuras, es decir, en seres empíricos y, a un
tiempo, inteligibles. Deseamos contribuir a esta teoría de las superestructuras, apenas esbozada por Marx, asignan-
do a la historia -asistida por la demografía, la tecnología, la geografía histórica y la etnografía- la tarea de desarro-
llar el estudio de las infraestructuras propiamente dichas; tarea que no puede ser principalmente la nuestra, puesto
que la etnología es, en primer término, una psicología» (173-174, 193).

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pura se resume en una interiorización del cosmos» (328, 359). Las últimas páginas
del libro dejan entrever que sería necesario buscar, del lado «del universo de la infor-
mación, en el que rigen de nuevo las leyes del pensamiento salvaje» (354, 387), el
principio de un funcionamiento del espíritu como cosa.
Éstas son las filosofías estructuralistas entre las cuales la ciencia estructural no
permite elegir. ¿No se respetarían, además, las enseñanzas de la lingüística si se sos-
tuviese que la lengua y todas las mediaciones a las que sirve de modelo son el incons-
ciente instrumental mediante el cual un sujeto hablante se propone comprender el
ser, los seres y a sí mismo?

V. HERMENÉUTICA Y ANTROPOLOGÍA ESTRUCTURAL

Finalmente, quiero volver a la pregunta inicial: ¿en qué sentido las considera-
ciones estructurales son hoy en día la etapa necesaria de toda intelección hermenéu-
tica? De modo más general, ¿cómo se articulan hermenéutica y estructuralismo?

1. Antes que nada quisiera deshacer un malentendido que la discusión anterior


pudo haber originado. Sugerir que los tipos míticos forman una cadena, de la cual el
tipo «totémico» sólo sería un extremo y el tipo «kerigmático» el otro, parece entrar
en contradicción con mi consideración inicial, según la cual la antropología estruc-
tural es una disciplina científica y la hermenéutica una disciplina filosófica. No se
trata de eso. Distinguir dos submodelos no quiere decir que sólo uno dependa del
estructuralismo y que el otro sea incumbencia de una hermenéutica no-estructural;
únicamente quiere decir que el submodelo totémico admite mejor una explicación
estructural que resulta indiscutible, porque es, entre todos los tipos míticos, el que
más afinidad tiene con el modelo lingüístico inicial, mientras que la explicación
estructural del tipo kerigmático -que aún está por llevarse a cabo en la mayor parte
de los casos— remite de modo manifiesto a otra intelección del sentido. Sin embar-
go, ambas maneras de comprender no son especies que pertenezcan al género común
de la comprensión y que se opongan en el mismo nivel; por eso, no requieren nin-
gún eclecticismo metodológico. Por consiguiente, antes de hacer algunas observacio-
nes provisionales sobre su articidación, quiero subrayar, por última vez, su desnivel.
La explicación estructural se apoya en (1) un sistema inconsciente (2) que está cons-
tituido por diferencias y oposiciones (mediante separaciones significativas) (3) inde-
pendientemente del observador. La interpretación de un sentido transmitido consis-
te en (1) la recuperación consciente (2) de un fondo simbólico sobredeterminado (3)
por un intérprete que se sitúa en el mismo campo semántico que aquello que com-
prende, entrando así en el «círculo hermenéutico».
De ahí que las dos maneras de poner de manifiesto el tiempo no estén al mismo
nivel. Sólo por un interés didáctico hemos hablado provisionalmente de la prioridad
de la diacronía sobre la sincronía. A decir verdad, hay que reservar las expresiones de
diacronía y de sincronía para el esquema explicativo en el que la sincronía constitu-
ye un sistema y la diacronía constituye un problema. Reservaré el concepto de his-
toricidad historicidad de la tradición e historicidad de la interpretación- para toda
aquella comprensión que se considere, implícita o explícitamente, que está en la vía

67
de la comprensión filosófica de sí y del ser. El mito de Edipo dependía, en este sen-
tido, de la comprensión hermenéutica cuando se recuperó y comprendió -^a. por un
Sófocles- en concepto de primera solicitud de sentido, a la luz de una meditación
sobre el reconocimiento de sí, la lucha por la verdad y el «saber trágico».

2. La articulación de estas dos intelecciones plantea más problemas que su dis-


tinción. La cuestión es demasiado novedosa para que asumamos el propósito de ir
más allá de una mera exploración. Preguntémonos en primer lugar: ¿podemos sepa-
rar la explicación estructural de toda comprensión hermenéutica? Sin duda podemos
hacerlo, tanto más cuanto que la ftinción del mito se agota en el establecimiento de
las relaciones de homología entre contrastes significativos, situados en distintos pla-
nos de la naturaleza y de la cultura. Ahora bien, ¿no se ha refugiado, entonces, la
comprensión hermenéutica en la constitución misma del campo semántico donde se
ejercen las relaciones de homología? Recordemos la importante observación de Lévi-
Strauss sobre la «representación desdoblada que resulta de la función simbólica,
cuando hace su primera aparición». La «naturaleza contradictoria» de este signo sólo
podría ser neutralizada -pensaba Lévi-Strauss— «mediante ese intercambio de valores
complementarios al que se reduce toda la vida social» (Antropología estructural 71,
57). Percibo en esta observación la indicación de un camino a seguir, con miras a una
articulación que no sería de ningún modo un eclecticismo entre hermenéutica y
estructuralismo. Creo que el desdoblamiento del que aquí se habla es el que genera
la función del signo en general y no el doble sentido del símbolo tal como nosotros
lo entendemos. Pero lo que es cierto del signo en su sentido primario es si cabe más
cierto del doble sentido de los símbolos. La intelección de este doble sentido, inte-
lección esencialmente hermenéutica, es siempre presupuesta por la intelección de
«los intercambios de valores complementarios», establecida por el estructuralismo.
Un examen cuidadoso de El pensamiento salvaje sugiere que siempre cabe buscar, en
el origen de las homologías de estructura, analogías semánticas que hacen compara-
bles los diferentes niveles de la realidad, cuya convertibiUdad queda asegurada por el
«código». El «código» presupone una correspondencia, una afinidad de contenidos,
es decir, una clave'^. De este modo, en la interpretación de los ritos de la caza de
águilas entre los hidatsa (66-72, 79-86), la constitución de la pareja alto-bajo, a par-
tir de la cual se forman todas las separaciones, incluso la separación máxima entre el
cazador y su presa, sólo suministra una tipología mítica a condición de que haya una
comprensión implícita de la sobrecarga de sentido de lo alto y de lo bajo. Admito
que, en los sistemas estudiados aquí, esta afinidad de contenidos es, en cierto modo.

'^ Este valor de clave se aprehende, en primer lugar, en el sentimiento: reflexionando sobre los caracteres de la
lógica de lo concreto, Lévi-Strauss muestra que «se manifiestan en el curso de la observación etnológica [...] bajo un
doble aspecto, afectivo e intelectual» {50, 62). La taxonomía desarrolla su lógica en el trasfondo del sentimiento de
parentesco existente entre los hombres y los seres: «Este saber desinteresado y solícito, tierno y afectuoso, adquirido
y transmitido en un clima conyugal y fiUal» (52, 64), lo encuentra también el autor en la gente del circo y en los
empleados de los parques zoológicos (ihid.). Si «la taxonomía y la tierna amistad» (53, 65) son la divisa común del
así llamado primitivo y del zoólogo, ¡no habría que separar esta intelección del sentimiento? Ahora bien, las aproxi-
maciones, correspondencias, asociaciones, superposiciones y simbolizaciones que se mencionan en las páginas
siguientes (53-59, 65-74), que el autor no vacila en considerar próximas al hermetismo y a la emblemática, sitúan
las correspondencias -la clave- en el origen de las homologías, entre separaciones diferenciales pertenecientes a nive-
les distintos y, por lo tanto, en el origen mismo del código.

68
despreciable; despreciable, pero no nula. Por ello, la intelección estructural no se da
nunca sin cierto grado de intelección hermenéutica, aunque ésta no esté tematizada.
Un buen ejemplo para discutir es la homología entre las reglas del matrimonio y las
prohibiciones alimentarias (129-143, 146-161). Las analogías establecidas entre
comer y casarse, entre el ayuno y la castidad, constituyen una relación metafórica,
anterior a la operación de transformación. Bien es cierto que el estructuralista tam-
poco se encuentra aquí desamparado; él mismo habla de metáfora (140, 158), aun-
que sea para formalizarla como conjunción por complementariedad. Sucede, sin
embargo, que la aprehensión de la semejanza precede aquí a la formalización y la
flinda. Por ello, hay que reducir dicha semejanza para que surja la homología de
estructura: «El nexo entre ambas no es causal, sino metafórico. La semejanza entre
las relaciones sexual y alimentaria se percibe de modo inmediato, incluso hoy día
[...]. Pero, ¿cuál es la razón de este hecho y de su universalidad? También aquí se
alcanza el nivel lógico mediante un empobrecimiento semántico: el mínimo común
denominador entre la unión de los sexos y la unión del que come y de lo comido es
que ambas uniones conforman una conjunción por complementariedad» (140, 158).
La «subordinación lógica de la semejanza al contraste» (141, 159) se obtiene siem-
pre al precio de ese empobrecimiento semántico. El psicoanálisis, en este punto, reto-
mando el mismo problema, seguirá, por el contrario, el hilo de las inversiones ana-
lógicas y tomará partido por una semántica de los contenidos, no por una sintaxis de
los ordenamientos'^.

3. La articulación de la interpretación de alcance filosófico con la explicación


estructural ha de considerarse ahora en sentido inverso. He dejado entrever desde el
principio que hoy en día éste es el giro necesario, la etapa de la objetividad científi-
ca, en la vía de la recuperación del sentido. Creo que no existe recuperación del sen-
tido, en una fórmula simétrica e inversa de la precedente, sin comprender mínima-
mente las estructuras. ¿Por qué? Retomemos el caso del simbolismo judeocristiano,
aunque esta vez no en su origen, sino en el punto máximo de su desarrollo, es decir,
en el punto en que muestra, a un tiempo, su mayor riqueza, incluso su mayor intem-
perancia, y también su organización más elevada, es decir, en ese siglo XII, tan rico
en exploraciones en todos los sentidos, del que el padre Chenu nos ha ofrecido una
imagen magistral en su Théologie au XIF siécle (159-210). Este simbolismo se expre-
sa, a la vez, en la Búsqueda del Santo Grial, en los lapidarios y bestiarios de pórticos
y capiteles, en la exégesis alegórica de la Escritura, en el rito y en las especulaciones

" Consecuencia notable de la intolerancia de la lógica de los contrastes respecto a la de las semejanzas: el tote-
mismo -aun cuando hablemos de «presunto totemismo»- es preferido decididamente a la lógica del sacrificio (295-
302, 323-331), cuyo «principio fimdamental es el de la sustitución» (296, 324); principio extraño a la lógica del
totemismo, que «consiste en una red de separaciones diferenciales entre términos considerados discontinuos» (/¿¿¿).
El sacrificio viene a ser, entonces, «una operación absoluta o extrema que recae en un objeto intermediario» (298,
327); la víctima. ¿Por qué es extrema? Porque el sacrificio rompe mediante la destrucción la relación entre el hom-
bre y la divinidad, a fin de obtener el don de la gracia que llene el vacío. En este punto, el etnólogo ya no describe,
sino que juzga: «el sistema del sacrificio introduce un término no existente: la divinidad; y adopta una concepción
objetivamente falsa de la cadena natural, puesto que, segiin hemos visto, se la representa como un continuo». Acer-
ca del totemismo y del sacrificio, hay que decir «que el primero es verdadero y el segundo, falso. Más exactamente,
los sistemas clasificatorios se sitúan en el nivel de la lengua: son códigos más o menos bien hechos, aunque siempre
con vistas a expresar sentidos; mientras que el sistema del sacrificio representa un discurso particular, desprovisto de
sensatez aunque se profiera frecuentemente» {302, 330-331).

69
sobre la liturgia y el sacramento, en las meditaciones sobre el signum agustiniano y
el symholon dionisiano o sobre la analogía y la anagogia que proceden de ambos. En
la imaginería de piedra y en toda la literatura de las Allegoriae y de las Dictinctiones
(repertorios de construcciones del sentido incorporado a las palabras y a los vocablos
de la Escritura), existe una unidad de intención, que constituye lo que el propio
autor llama «mentalidad simbólica» (cap. VII), que se hallaría en el origen de la «teo-
logía simbólica» (cap. VIII). Ahora bien, ¿qué mantiene unidosXos aspectos múltiples
y exuberantes de esta mentalidad? Las gentes del siglo XII «no confundían -comen-
ta el autor- ni los planos, ni los objetos, sino que se aprovechaban, en esos diversos
planos, de un denominador común en el juego sutil de las analogías, según la mis-
teriosa relación del mundo físico y del mundo sagrado» {ibid., 160). Este problema
del «denominador común» es ineludible, si consideramos que un símbolo aislado no
tiene sentido; o, más bien, tiene demasiado sentido. La polisemia es su ley: «el fuego
calienta, ilumina, purifica, quema, regenera y consume; significa tanto la concupis-
cencia como el Espíritu Santo» {ibid., 184). En una economía de conjunto, se real-
zan los valores diferenciales y se ponen diques a la polisemia. Los simbolistas de la
Edad Media se dedicaron a esta búsqueda de una «coherencia mística de la econo-
mía» (184). Sin duda alguna, todo es símbolo en la naturaleza; pero para un hom-
bre del medievo la naturaleza sólo habla cuando la revela una tipología histórica, que
se establece confrontando los dos testamentos. El «espejo» (speculum) de la naturale-
za sólo se convierte en «libro» en contacto con el Libro, es decir, con una exégesis
establecida en una comunidad regulada. De este modo, el símbolo sólo simboliza
dentro de una «economía», de una dispensado, de un ordo. En esta situación, Hugo
de Saint Victor podía definirlo así: «symbolum est coUatio, id est coaptatio visibi-
lium formarum ad demonstrationem rei invisibilis propositarum»''*. No es aquí
nuestro problema el hecho de que esa «demostración» sea incompatible con una lógi-
ca preposicional, que parte de conceptos definidos (es decir, rodeados por un con-
torno unívoco de nociones), y, por tanto, de nociones, que tienen un significado por-
que significan una cosa. Lo problemático es que sólo en una economía de conjunto
collatio y coaptatio pueden ser entendidas como relaciones y aspirar al rango de
demonstratio. Traigo aquí a colación la tesis de Edmond Ortigues en Le discours et le
symhole: «Un mismo término puede ser imaginario, si lo consideramos absoluta-
mente, y simbólico, si lo comprendemos como valor diferencial, correlativo de otros
términos que lo limitan recíprocamente» (194). «Cuando nos acercamos a la imagi-
nación material, la función diferencial disminuye y tendemos a las equivalencias;
cuando nos acercamos a los elementos constitutivos de la sociedad, la función dife-
rencial aumenta y tendemos a valencias distintivas» (197). En este sentido, el lapi-
dario y el bestiario de la Edad Media están muy cerca de la imagen. Por eso, reúnen,
por su lado imaginativo, un trasfondo indiferenciado de imaginería, que puede ser
tanto cretense como asirlo y que se presenta, a veces, exuberante en sus variaciones
y estereotipado en su concepción. Pero si este lapidario y este bestiario pertenecen a
la misma economía que la exégesis alegórica y la especulación sobre los signos y los

"• Bcposino in Niírarchmm Coehtem. en ] . P. Migne, Patrokgiae Cunus CompUtus (serie latina), París Migne
1844-1864 175. 960: «La reunión es el símbolo, es decir, la unión de las formas de las cosas visibles para la demos-
tración de los hnes de lo mvisible», IH, mit. (N. del T.).

70
símbolos, ello se debe a que el potencial de significado ilimitado de las imágenes está
diferenciado por esos ejercicios de lenguaje que constituye precisamente la exégesis.
Lo que reemplaza a la simbólica naturalista polimorfa y pone coto a sus delirantes
proliferaciones es, por tanto, una tipología de la historia, ejercida en el marco de la
comunidad eclesiástica, junto con un culto, un ritual, etc. Al interpretar relatos, al
descifrar una Heilgeschichte, el exegeta presta al imaginero un principio de elección
entre las exuberancias de lo imaginario. Hay que decir, entonces, que la simbólica no
reside en tal o cual símbolo, y aún menos en su repertorio abstracto. Ese repertorio
será siempre demasiado pobre, pues constantemente reaparecerán las mismas imáge-
nes, y siempre demasiado rico, pues cada una de ellas significa potencialmente todas
las demás. La simbólica está más bien entre los símbolos, como relación y economía
de su puesta en relación. En ningún otro caso resulta tan evidente este régimen de la
simbólica como en la cristiandad, donde el simbolismo natural sólo se desencadena
y se ordena, a la vez, a la luz del Verbo, y sólo se explícita en un Recitativo. Sin una
tipología histórica no se dan ni el simbolismo natural ni el alegorismo abstracto o
moralizante (éste es siempre la contrapartida de aquél; no sólo su desquite, sino tam-
bién su fi-uto, en tanto que el símbolo consume su sede física, sensible y visible). La
simbólica reside, entonces, en ese juego regtdado del simbolismo natural, del alego-
rismo abstracto y de la tipología histórica: los signos de la naturaleza, las figuras de
las virtudes o los actos de Cristo se interpretan mutuamente en esta dialéctica del
espejo o del libro, que se prolonga en toda criatura.

Estas consideraciones constituyen la exacta contrapartida de las observaciones


precedentes. Creemos que no existe el análisis estructural sin la intelección herme-
néutica de la trasferencia de sentido (sin «metáfora», sin translatió), sin esa donación
indirecta de sentido que constituye el campo semántico, a partir del cual pueden dis-
cernirse las homologías estructurales. En el lenguaje de nuestros simbolistas medie-
vales -lenguaje procedente de Agustín y de Dionisio, apropiado a las exigencias de
un objeto trascendente— lo primero es la traslación, la trasferencia de lo visible a lo
invisible mediante una imagen recogida de las realidades sensibles, la constitución
semántica, con la forma «semejante-desemejante», de la raíz de los símbolos o de lo
figurativo. A partir de aquí, puede elaborarse en abstracto una sintaxis de los orde-
namientos entre signos en múltiples niveles.
Sin embargo, tampoco hay, a su vez, intelección hermenéutica sin la ayuda de
una economía, de un orden donde la simbólica signifique. Considerados en sí mis-
mos, los símbolos están amenazados, por oscilar entre abusar de lo imaginativo y eva-
porarse en el alegorismo. Su riqueza, su exuberancia, su polisemia exponen a los sim-
bolistas ingenuos a la intemperancia y a la complacencia. Lo que San Agustín llamaba,
ya en De Doctrina Christiana, «verborum translatorum ambiguitates»'^ (Chenu, op.
cit., 171), lo que nosotros llamamos simplemente equivocidad, frente a la exigencia
de univocidad del pensamiento lógico, hace que los símbolos sólo simbolicen dentro
de conjuntos que limitan y articulan sus significados.

•' De Doctrina Christiana, en J. P. Migne, Patrobgiae Cursus Completus (serie latina), op. cit., 34, 68-90, 42-46:
«ambigüedades de las palabras trasladadas», 3, 5-57, 11-14 (N. del T ) .

71
Por consiguiente, la comprensión de las estructuras no es externa a una com-
prensión que tendría como tarea pensar a partir de símbolos. Dicha comprensión es
hoy en día la mediación necesaria entre la ingenuidad simbólica y la intelección her-
menéutica.

Traducción: Gabriel Aranzueque

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73
Poder, fragilidad j responsabilidad
Paul Ricoeur

Se me ha encomendado la tarea de pronunciar una breve alocución con motivo


del honor que se nos hace, a mi colega y a mí, con la investidura del doctorado hono-
ris causí^.
He pensado que lo más apropiado para la ocasión sería un tema ético, capaz de
aunar competencias diversas y convicciones diferentes. Con esta intención he esco-
gido el tema de la responsabilidad, que me propongo precisar emparejándolo con el
de la fragilidad.
Al hablar de fragilidad pensamos habitualmente en la que resulta de nuestra
debilidad, de nuestra vulnerabilidad, de nuestro sometimiento a la enfermedad y a
la muerte. Quisiera prestar atención a la fragilidad que los hombres añaden con su
acción a nuestra finitud original. El caso es que allí donde la intervención del hom-
bre crea poder, crea también nuevas formas de fragilidad y, por consiguiente, de res-
ponsabilidad.
Mencionaré, brevemente, algunos campos en donde el obrar humano, con su
expansión, genera a la vez poder, fragilidad y responsabilidad.
Todos pensamos enseguida en el problema del medio ambiente. Por vez prime-
ra, descubrimos que con nuestra acción podemos producir efectos nocivos a escala
cósmica y de modo irreversible. Durante milenios, la naturaleza ha sido vista como
un ámbito invulnerable mientras nuestras ciudades crecían como recintos seguros.
Hoy, en cambio, la naturaleza está amenazada por el hombre. Pero esto significa tam-
bién que donde reinaba una especie de destino, nos hemos hecho responsables. Al
aumentar el radio de nuestra acción, creamos nuevos ámbitos de fragilidad y de res-
ponsabihdad.
Segundo ejemplo de esta nueva intervención: las aplicaciones de la ciencia de la
vida afectan al viejo destino de nacer así y aquí. Los científicos hablan de tres domi-
nios; dominio de la reproducción, dominio eventual del capital genético y dominio
del córtex cerebral. Allí donde el hombre carecía de poder, esencialmente sobre el

' La investidura de Paul Ricoeur como doctor honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid tuvo
lugar el 27 de enero de 1993. El colega al que Ricoeur hace alusión en el texto es el farmacéutico inglés Richard B.
Sykes (N. del T ) .

75
destino de la especie humana, se anuncian nuevos poderes, nuevos peligros también
y, por tanto, nuevas responsabilidades.
Otro ejemplo: el desorden de la economía mundial, principalmente en el ámbi-
to de las relaciones entre Norte y Sur. La novedad es que ahora existe un sistema pla-
netario de intercambios. Pero la discordancia entre necesidades reales insolubles y
necesidades con posible solución pone de manifiesto una fi'agilidad de un nuevo
tipo. Se precisa una nueva responsabilidad que vaya a contracorriente de las fatali-
dades económicas.
Un cuarto ejemplo nos lo proporciona el estado de la comunicación en todas
sus formas, desde la prensa escrita a los medios audiovisuales. Con una comunica-
ción cuasinstantánea, pero con la amenaza de un exceso de signos en circulación,
cada vez menos interiorizados, ha nacido una nueva escala mundial de problemas.
Finalmente, me referiré a la fragilidad de las instituciones democráticas, de la
que muy pocos son conscientes. Nuestro sistema político es el primero que preten-
de basarse en la soberanía popular y que, de este modo, se confía a la fragilidad de
un querer-vivir juntos en tales o cuales instituciones. Poder, fragilidad y responsabi-
lidad crecen juntos.
Se plantea, entonces, el problema de la naturaleza del vínculo que existe entre
fragilidad y responsabilidad. A primera vista, la respuesta es simple: nuestra respon-
sabilidad aumenta al mismo tiempo que crece el poder que produce una fragilidad
complementaria. Me permitiréis enriquecer esta respuesta, estableciendo un vínculo
más íntimo entre responsabilidad y fragilidad. Diré, comentando libremente al filó-
sofo Hans Joñas, autor de El principio de responsabilidad^, que la responsabilidad
tiene como correlato específico «lo frágil», es decir, tanto lo perecedero por debilidad
natural como lo amenazado por los envites de esa especie de violencia que parece for-
mar parte del obrar humano.
El filósofo llama principio a este imperativo de la responsabilidad porque se sitúa
a la cabeza de todas las obligaciones que se derivan de ella en los diversos campos de
aplicación que hemos recorrido. Pero lo descubrimos envuelto en un sentimiento -el
sentimiento de responsabilidad-: en efecto, nos conmueve, nos afecta, en el plano de
un temple de ánimo fiíndamental -de una Stimmung-, la llamada que nos llega pre-
cisamente de lofi-ágil,que nos requiere y nos ordena acudir en su ayuda, mejor aún,
que nos ordena que lo dejemos crecer, que permitamos su realización y desarrollo.
Contemplad a un niño que nace: por el solo hecho de estar ahí, obliga. Lo frágil
nos hace responsables. ¿Y qué significa, entonces, la obligación? Esto: cuando lo frá-
gil es un ser humano, un ser vivo, se nos entrega confiado a nuestros cuidados, se pone
bajo nuestra custodia. Cargamos con él. Considerad con atención esta metáfora de la
carga. No se ha de subrayar tanto el aspecto de fardo, de peso asumido, cargado sobre
nuestras espaldas, como el aspecto de la confianza: algo -alguien- se confia a nuestros
cuidados. El ser frágil cuenta con nosotros, espera nuestro socorro y nuestra ayuda,
confi'a en que cumpliremos nuestra palabra. En resumen, una promesa tácita crea el
vínculo entre la llamada de lo frágil y la respuesta de la responsabilidad. Este vínculo

^ H. Joñas, Das Pnnzip Vmntwonung. Vmuch einer Ethik fiir Me technologische Zhilisation, Frankfurt, Insel
Verlag, 1980. Hay trad. cast.: El principio de respomahilidad, Barcelona, Herder, 1994 (N. del T.) '

76
de confianza es fundamental. Es importante que lo situemos por encima de la sospe-
cha, que es verdaderamente lo contrario a esto. Está íntimamente ligado al requeri-
miento, a la conminación, al imperativo del principio de responsabilidad.
Detengámonos en este punto para medir la fisura que se ha abierto entre el
análisis de la responsabilidad que introduce la relación con lofi-ágily el análisis más
conocido según el cual la responsabilidad consiste en poder designarse a uno mismo
como el autor de sus propios actos. No se ha invalidado, de ningún modo, esta defi-
nición: en efecto, si no pudiésemos retomar después, mediante una breve rememora-
ción, el curso de nuestros actos y agruparlos en torno a ese polo de la identidad al que
llamamos «nosotros mismos», autor de nuestros propios actos, nadie podría tampoco
contar con nosotros, esperar que cumplamos nuestras promesas. Por tanto, no se eli-
mina nada de la antigua definición de responsabilidad. Sólo se le añaden dos rasgos.
En primer lugar, no se pone el acento en el pasado, sino en el fiituro, que es lo
que siempre sucede cuando estamos dispuestos a reparar los daños causados por
nuestras acciones o a sufi-ir el castigo derivado de nuestros actos delictivos. Cierta-
mente, las consecuencias asumidas constituyen ya una parte de fiaturo con respecto
a nuestras acciones pasadas. Pero también se han producido ya esas consecuencias
cuando el tribunal emite su juicio. De nuevo se nos ha llevado al pasado. En cam-
bio, la llamada que llega de lo fi'ágil nos orienta hacia el fiituro: ¿qué haremos con
este fi'ágil ser, qué haremos por él? Todos los ejemplos de fragilidad vinculados a la
extensión de nuestros poderes abogan por una responsabilidad respecto al fiituro: del
planeta, de la vida, de la economía mundial, de la comunicación planetaria y, por
último, de la democracia.
Segundo rasgo distintivo de la nueva definición de responsabilidad: mientras
que la capacidad de designarse a uno mismo como autor de sus actos se afirma o,
mejor aún, se constata en una relación de uno consigo mismo, en la pura reflexión,
la llamada, la conminación y también la confianza que proceden de lo frágil señalan
la primacía del otro respecto a nosotros mismos. El otro, al contar conmigo, me hace
responsable de mis actos. Sólo señalaré aquí que no hay por qué dejarse encerrar en
una falsa alternativa entre la capacidad de designarse a uno mismo como autor de sus
propios actos, por un lado, y, por otro, la llamada de lo frágil. Ambas cosas se pre-
suponen mutuamente. Precisamente en el ámbito de la alteridad nos hacemos efec-
tivamente responsables, en el siguiente sentido: para que una capacidad se realice y
se convierta en acto hay siempre que despertarla. Inversamente, desde el momento
en que el otro me muestre su confianza, aquello con lo que cuenta, mantendré pre-
cisamente mi palabra respecto a él, me comportaré como un agente, que es autor de
sus propios actos. No digamos nada más sobre este capítulo controvertido. Lo que a
fin de cuentas está en juego es el reconocimiento mutuo, que hace del otro, no un
extraño, sino un semejante. Esta fiíndamental similitud humana es lo que hay que
preservar en todos aquellos campos donde el hombre, al hacerse más poderoso que
nunca, se ha hecho al mismo tiempo más peligroso para los demás hombres.

Traducción: Gabriel Aranzueque

77
Retórica, poética y hermenéutica
Paul Ricceur

El siguiente texto procede de una conferencia impartida en 1970 en el Institut


des Hautes Emdes áe Bélgica en presencia y bajo la presidencia del profesor Perelman.
Considero un honor que se me invite hoy a participar con esta conferencia inédita
en el homenaje que sus amigos y discípulos tributan a quien durante varias décadas
ha sido el filósofo maestro de Bruselas.
La dificultad del tema que es aquí objeto de estudio deriva de la tendencia de
tres disciplinas llamadas a invadirse mutuamente su espacio hasta el extremo de
dejarse arrastrar por sus pretensiones totalizadoras de abarcar todo el terreno. ¿Qué
terreno? El del discurso articulado en configuraciones de sentido mayores que la
frase. Con esta cláusula restrictiva pretendo situar estas tres disciplinas en un nivel
superior al de la teoría del discurso considerado dentro de los límites de la frase. La
definición del discurso situado en este nivel de sencillez no es el objeto de mi inves-
tigación, aunque constituya su supuesto previo. Pido al lector que admita, con Ben-
veniste y Jakobson, Austin y Searle, que la primera unidad semántica del discurso no
es el signo con la forma léxica de la palabra, sino la frase, es decir, una unidad com-
pleja que coordina un predicado con un sujeto lógico (o, por emplear las categorías
de P. Strawson, que une un acto de caracterización mediante un predicado y un acto
de identificación mediante la posición de sujeto). El lenguaje empleado así en estas
unidades básicas puede ser definido con la siguiente fórmula: alguien dice algo a
alguien sobre algo. Alguien dice: un emisor hace llegar algo, a saber, un enunciado,
un speech-act, cuya fijerza ilocucionaria obedece a reglas constitutivas precisas que
hacen de él ora una constatación, ora una orden, ora una promesa, etc. Algo sobre
algo: esta relación define el enunciado como tal, al unir un sentido a una referencia.
A alguien: la palabra dirigida por el locutor a un interlocutor hace del enunciado un
mensaje comunicado. Es propio de una filosofía del lenguaje discernir en estas fim-
ciones coordinadas tres importantes mediaciones que hacen que el lenguaje no sea
en sí mismo su propio fin: la mediación entre el hombre y el mundo, la mediación
entre el hombre y los demás hombres, la mediación entre el hombre y él mismo.
Sobre este fondo común del discurso, entendido como unidad semántica de
dimensión frástica, destacan las tres disciplinas cuyas pretensiones rivales y comple-
mentarias vamos a comparar seguidamente. Con ellas, el discurso adquiere su senti-

79
do propiamente discursivo, a saber, una articulación mediante unidades semánticas
mayores que la frase. La tipología que vamos a tratar de poner en práctica es irre-
ductible a la propuesta por Austin y Searle: en efecto, una tipología de los speech-acts
hecha en fimción de la flierza ilocucionaria de los enunciados se establece en el nivel
frástico del discurso. Se trata, pues, de una nueva clase de tipología, que se superpo-
ne a la de los speech-acts, de una tipología del uso propiamente discursivo, es decir,
hiperfrástico, del discurso.

I. RETÓRICA

La retórica es la disciplina más antigua del uso discursivo del lenguaje; nace en
Sicilia en el siglo VI antes de nuestra era. Además, es la que sirvió de guía al profesor
Perelman para explorar el propio discursofilosófico;y ello a lo largo de toda su obra,
hasta alcanzar su expresión más concentrada en el libro titiJado L 'empire rhétorique^.
La retórica se caracteriza por ciertos rasgos importantes. El primero define el
centro a partir del cual se extiende dicho imperio. Este rasgo no se ha de perder de
vista cuando llegue el momento de medir la ambición de la retórica a la hora de abar-
car por completo el campo del uso discursivo del lenguaje. La retórica es definida,
en primer lugar, por ciertas situaciones típicas del discurso. Aristóteles define tres de
estas situaciones que rigen los tres géneros de la oratoria: el deliberativo, el judicial y
el epidictico. Así se designan tres lugares: la asamblea, el tribunal y las reuniones con-
memorativas. Auditorios específicos constituyen, de este modo, los destinatarios pri-
vilegiados del arte retórico. Estos tienen en común la rivalidad entre discursos opues-
tos entre los que es importante elegir. Se trata, en cada caso, de hacer prevalecer un
juicio sobre otro. En cada una de las situaciones mencionadas, una controversia
requiere tomar una decisión tajante. Se puede hablar, en un sentido amplio, de liti-
gio o proceso, incluso en el género epidictico.
El segundo criterio del ane de la retórica consiste en el papel que desempeña la
argumentación, es decir, un modo de razonamiento situado a medio camino entre la
coacción de lo necesario y lo arbitrario de lo contingente. Entre la prueba y el sofis-
ma reina el razonamiento probable, cuya teoría incluyó Aristóteles en la dialéctica,
haciendo así de la retórica la «antistrofa», es decir, la réplica de la dialéctica. Precisa-
mente en las tres situaciones típicas mencionadas es donde hay que extraer un dis-
curso razonable, a medio camino entre el discurso demostrativo y la violencia disi-
mulada en el discurso puramente seductor. Apreciamos ya cómo, progresivamente,
la argumentación puede conquistar todo el campo de la razón práctica donde lo pre-
ferible requiere deliberación, ya se trate de la moral, del derecho, de la política o
-como veremos más adelante cuando reduzcamos la retórica a sus límites- de todo
el ámbito de la filosofía.
Pero un tercer rasgo modera la pretensión de ampliar prematuramente el campo
de la retórica: la orientación hacia el oyente no es abolida, en modo alguno, por el
régimen argumentativo del discurso; el objetivo de la argumentación sigue siendo la

' C. Perelman, I empirr rhétorújut, París, Vrin, 1977 (N. del T.).

80
persuasión. En este sentido, la retórica puede ser definida como la técnica del dis-
curso persuasivo. El arte de la retórica es un arte del discurso en acción. También en
este nivel, como en el del speech-act, decir es hacer. El orador pretende lograr el asen-
timiento de su auditorio y, si se da el caso, incitarle a actuar en el sentido deseado.
En este sentido, la retórica es a un tiempo ilocucionaria y perlocucionaria.
Pero, ¿cómo persuadir? Un último rasgo viene también a precisar los contor-
nos del arte de la retórica que encontramos en el «foco» de donde ésta irradia. La
orientación hacia el auditorio implica que el orador parte de las ideas admitidas que
comparte con éste último. El orador sólo adapta su auditorio a su propio discurso
si primero acomoda éste a la temática de las ideas admitidas. La argumentación, en
este punto, apenas realiza una función creadora: transfiere a las conclusiones la
adhesión que se presta a las premisas. Todas las técnicas mediadoras —que pueden,
además, ser muy complejas y sutiles— están en fiínción de la efectiva o presunta
adhesión del auditorio. Ciertamente, la argumentación que está más cerca de la
demostración puede elevar la persuasión al rango de la convicción; pero dicha argu-
mentación no sale del círculo definido por la persuasión, es decir, la adaptación del
discurso al auditorio.
Por último, hay que hacer alguna referencia a la elocución y al estilo, que es a lo
que la modernidad ha tratado de reducir demasiadas veces la retórica. No podríamos,
sin embargo, hacer abstracción de ellos, debido precisamente a la orientación hacia
el oyente: las figuras de estilo, giros o tropos convierten el arte de persuadir en un
arte de agradar, aun cuando estén al servicio de la argumentación y no se degraden
en un simple ornamento.
Esta descripción del foco de la retórica pone de manifiesto enseguida la ambi-
güedad. La retórica nunca ha dejado de oscilar entre la amenaza de decadencia y la
reivindicación totalizadora en virtud de la cual pretende igualarse a la filosofía.
Comencemos por la amenaza de decadencia. Debido a todos los rasgos que aca-
bamos de mencionar, el discurso manifiesta una vulnerabilidad y una propensión a
la patología. La caída de la dialéctica con la sofística define, a ojos de Platón, el
mayor declive del discurso retórico. Del arte de persuadir se pasa sin transición al de
engañar. El acuerdo previo sobre las ideas admitidas viene a caer en la trivialidad del
prejuicio; del arte de agradar se pasa al de seducir, que no es otra cosa que la violen-
cia del discurso.
El discurso político es, seguramente, el más propenso a incurrir en estas perver-
siones. Lo que llamamos ideología es una forma de retórica. Pero habría que decir de
la ideología lo que decimos de la retórica: se trata de lo mejor y de lo peor. Lo mejor:
el conjunto de símbolos, creencias y representaciones que, a título de ideas admiti-
das, garantizan la identidad de un grupo (nación, pueblo, partido, etc.). En este sen-
tido, la ideología es el discurso mismo de la constitución imaginaria de la sociedad.
Sin embargo, el mismo discurso puede hacerse perverso, desde el momento en que
pierde el contacto con el primer testimonio de que se dispone sobre los aconteci-
mientos fundadores y se convierte en un discurso justificativo del orden establecido.
La fiínción de ocultación, de ilusión, denunciada por Marx no queda lejos. De este
modo, el discurso ideológico ilustra la trayectoria decadente del arte de la retórica:
de la repetición del fimdamento primero a las racionalizaciones justificadoras y, des-
pués, a la falsificación de la mentira.

81
Pero la retórica tiene dos formas de declive: el de la perversión y el de la subli-
mación. Sobre éste último se intenta justificar la reivindicación totalizadora de la
retórica. Ésta lo apuesta todo al arte de argumentar según lo probable, desligada de
las constricciones sociales que hemos mencionado.
La superación de lo que anteriormente hemos llamado situaciones típicas, con
sus auditorios específicos, se lleva a cabo en dos momentos. En un primer momen-
to, podemos anexionar todo el orden humano al campo retórico en la medida en que
lo que llamamos lenguaje ordinario no es otra cosa que el fiíncionamiento de las len-
guas naturales en las situaciones ordinarias de interlocución. Ahora bien, la interlo-
cución pone en juego intereses particulares, que vienen a ser, en última instancia,
aquellas pasiones a las que Aristóteles dedicara el segundo libro de su Retórica. La
retórica se convierte, de este modo, en el arte del discurso «humano, demasiado
humano». Pero esto no es todo: la retórica puede reivindicar para su magisterio toda
la filosofía. Consideremos solamente el estatuto de las primeras proposiciones de
toda filosofía: éstas, al ser indemostrables por definición, sólo pueden formularse
ponderando las opiniones de los más competentes y, en consecuencia, situarse bajo
el signo de lo probable y de la argumentación. Es lo que el profesor Perelman ha sos-
tenido a lo largo de toda su obra. Para él, los campos de la retórica, de la argumen-
tación y de la filosofía primera se entrecruzan.
No quiero decir que esta pretensión abarcadora sea ilegítima, menos aún que sea
refutable. Sólo quiero subrayar dos cosas: por una parte, me parece que la retórica no
puede librarse por completo ni de las situaciones típicas que constituyen su foco
generador ni de la intención que delimita su finalidad. En lo que concierne a la situa-
ción inicial, no podemos olvidar que la retórica quiso regular por derecho propio el
uso público de la palabra en las típicas situaciones que ilustran la asamblea política,
la asamblea judicial y la asamblea festiva. En comparación con estos auditorios espe-
cíficos, el de la filosofía sólo puede ser, como opina el propio Perelman, un audito-
rio universal, es decir, virtualmente la humanidad entera, o, en su defecto, sus repre-
sentantes competentes y razonables. Es de temer que esta extrapolación más allá de
las situaciones típicas equivalga a un cambio radical del régimen discursivo. Por lo
que se refiere a la finalidad de la persuasión, tampoco cabría sublimarla hasta con-
ftindirla con el desinterés de la auténtica discusión filosófica. Por supuesto, no soy
tan ingenuo como para creer que los filósofos se libran, no sólo de las limitaciones,
sino de la patología que infecta nuestros debates. Pero si el alcance de la discusión
filosófica pretende seguir siendo lo que acabamos de llamar auditorio universal, ha
de superar, con sus formas más honestas, el arte de persuadir y de agradar que pre-
domina en las situaciones típicas mencionadas.
Por eso, hay que considerar otros focos de constitución del discurso otras artes
de composición y otros objetivos del lenguaje discursivo^.

^ En L -mpire rhétorique, Perelman hace un sitio a modalidades de argumentación que lindan con lo que llamo
mas adelante poética: es el caso de la analogía, del modelo y de la metáfora (pp. 22, 58, 126 138)- hace un sitio
igualmente a procedimientos de interpretación (56. 57) que son signo de lo que después consideraremos una ilus-
tración de la disciplma hermenéutica.

82
II. POÉTICA

Si no nos limitamos a oponer retórica y poética, en el sentido de escritura rít-


mica y versificada, puede parecer difícil distinguir entre ambas disciplinas. Si volve-
mos una vez más a Aristóteles, poíesis quiere decir producción, construcción del dis-
curso. Ahora bien, ¿no es también la retórica un arte de componer discursos y, en
consecuencia, una poíesist Además, cuando Aristóteles considera la coherencia que
hace inteligible la trama del poema trágico, cómico o épico, ¿no comenta que la con-
junción o el entramado {systasis) de las acciones ha de ajustarse a lo verosímil o lo
necesario {Poética 1454 a 33-36)?^ Y lo que es más sorprendente, ¿no dice que en vir-
tud de este sentido de lo verosímil o de lo necesario la poesía habla de cosas univer-
sales y, por eso, resulta más filosófica y tiene un carácter más elevado que la historia
(1451 b 5)?^ No hay, pues, duda alguna de que la poética y la retórica se entrecru-
zan en la región de lo probable.
Pero si se entrecruzan así, es porque proceden de ámbitos diferentes y se dirigen
a metas diferentes.
El lugar inicial de donde mana lo poético es, según Aristóteles, la fábula, la
trama que el poeta inventa, incluso cuando recoge de relatos tradicionales el tema de
sus episodios. El poeta es un artesano, no sólo de palabras y de frases, sino de tramas
que son fábulas, o de fábulas que son tramas. La localización de ese núcleo, que
llamo área inicial de difiísión o de extrapolación del modo poético, tiene una enor-
me importancia para la siguiente contraposición. A primera vista, este área es muy
Umitada, pues sólo incluye la epopeya, la tragedia y la comedia. Pero esta referencia
inicial es, precisamente, lo que permite oponer el acto poético al acto retórico. El
acto poético es una invención de la trama de una fábula; el acto retórico, una elabo-
ración de argumentos. Ciertamente, hay poética en la retórica, en la medida en que
«hallar» un argumento (la heúresis del libro primero de la Retórica) equivale a una ver-
dadera invención. Y hay retórica en la poética, en la medida en que se puede hacer
que corresponda a toda trama un tema, un pensamiento {diánoia, según la expresión
de Aristóteles). Pero el acento no recae en el mismo lugar: el poeta, propiamente
hablando, no argumenta, aunque sus personajes lo hagan; el argumento sirve sola-
mente para mostrar el carácter del personaje en la medida en que éste contribuye al
desarrollo de la trama. Y el retórico no crea una trama, una fábula, aunque en la pre-
sentación del caso esté incluido un elemento narrativo. La argumentación depende
fiíndamentalmente de la lógica de lo probable, es decir, de la dialéctica, en el senti-
do aristotélico de la palabra (y no platónico o hegeliano), y de la tópica, es decir, de
la teoría de los «lugares», de los tópoi, que son esquemas de ideas admitidas, apro-
piadas para las situaciones típicas. Por otra parte, la invención de la trama de la fábu-
la es fundamentalmente una reconstrucción imaginaria del campo de la acción
humana -imaginación o reconstrucción a la que Aristóteles aplica el término mime-
sis, es decir, imitación creadora-. Desgraciadamente, una larga tradición hostil nos
ha hecho entender la imitación en el sentido de copia, de réplica de lo idéntico. Y no

Aristóteles, Poética, Madrid, Credos, 1974, p. 180 (N. del T ) .


Ihid..^. 158 (N. del T ) .

83
comprendemos en absoluto la declaración central de la Poética de Aristóteles, según
la cual epopeya, tragedia y comedia son imitaciones de la acción humana. Ahora bien,
precisamente porque la mimesis no es una copia, sino una reconstrucción mediante la
imaginación creadora, Aristóteles no se contradice; él mismo se explica al agregar: «la
fábula es la imitación de la acción, pues llamo aquí fábula al entramado {synthesis) de
los hechos ocurridos» {ihid., 1450 a)'.
¿Cuál es, pues, el núcleo inicial de la poética? La relación entre potesis, mythos y
mimesis-, dicho de otro modo: la producción, la trama de la fábula y 1^ imitación crea-
dora. La poesía, como acto creador, imita en la medida en que engendra un mythos,
la trama de una fábula. Hay que oponer esta invención del mythos a la argumenta-
ción, como foco generador de la retórica. Si la ambición de la retórica encuentra un
límite en su preocupación por el oyente y su respeto a las ideas recibidas, la poética
designa la brecha de la novedad que la imaginación creadora abre en este campo.
Las otras diferencias entre ambas disciplinas derivan de la anterior. Antes carac-
terizábamos la retórica, no sólo por su medio, la argumentación, sino por su relación
con situaciones típicas y por su objetivo persuasivo. La poética se aparta en estos dos
puntos. El auditorio del poema épico o trágico es el que un recital o una representa-
ción teatral congrega, es decir, el pueblo, no como arbitro entre discursos rivales, sino
el pueblo sometido a la operación catártica que ejerce el poema. Por kátharsis hay que
entender algo equivalente a la purga en sentido médico y a la purificación en sentido
religioso: im esclarecimiento producido por la participación inteligente en el mythos
del poema. En consecuencia, lo que hay que oponer, en última instancia, a la káthar-
sis es la persuasión. Al contrario de toda seducción y de toda adulación, consiste en la
reconstrucción imaginaria de dos pasiones básicas mediante las cuales participamos en
toda gran acción: el miedo y la compasión; estas pasiones se encuentran en cierto
modo metaforizadas por esta reconstrucción imaginaria en que consiste, gracias al
mythos, la imitación creadora de la acción humana.
Así entendida, la poética tiene también su foco de difiísión: el núcleo potesis-
mythos-mimesis. A partir de este centro, puede difundirse y abarcar el mismo campo
que la retórica. Si, en el ámbito político, la ideología lleva inscrita la huella de la retó-
rica, la utopía lleva la de la poética, en la medida en que la utopía no es otra cosa que
la invención de una fábula social capaz, al parecer, de «cambiar la vida». ¿Y la filoso-
fi'a? ¿No nace también en el campo de irradiación de la poética? ¿No dice el propio
Hegel que el discurso filosófico y el discurso religioso tienen el mismo contenido, y
que sólo se diferencian como el concepto difiere de la representación (Vorstellun^, pri-
sionera de la narración y del simbolismo? El profesor Perelman, por su pane, ¿no me
da ligeramente la razón en el capítulo «Analogía y metáfora» de L 'empire rhétoriquéi
Al hablar del aspeao creador vinculado a la analogía, al modelo y a la metáfora, con-
cluye en estos términos: «[...] el pensamiento filosófico, al no poder verificarse empí-
ricamente, se desarrolla mediante argumentaciones que tienden a hacer que admita-
mos ciertas analogías y metáforas como elemento central de una visión del mundo»*".

' Ibid..^. I 4 6 ( N . deiT.).


'' C. Perelman, L'rmpire rhétorique, op. cit., p. 138. Este tema es tratado también por Perelman en La lógica jurí-
dica y la nueva retórica, Madrid, Civitas, 1979, § 67 y ss.; así como en su TrataJo de U argumentación (en colabora-
ción con L. Olbrechts-Tyteca), Madrid, Credos, 1989, § 80 y ss. (N. del X).

84
La conversión de lo imaginario., éste es el objetivo central de la poética. Median-
te esta conversión, la poética agita el universo sedimentado de las ideas admitidas,
premisas de la argumentación retórica. Esta misma ventana que abre lo imaginario
perturba, a la vez, el orden de la persuasión, pues no se trata tanto de zanjar una con-
troversia como de engendrar una nueva convicción. El límite de la poética, desde ese
momento, es, como había advertido Hegel, la impotencia de la representación para
equipararse al concepto.

III. HERMENÉUTICA

¿Cuál es el foco inicial del fundamento y de la dispersión de nuestra tercera dis-


ciplina? Partiré de la definición de hermenéutica como el arte de interpretar textos.
Se requiere, en efecto, un arte específico siempre que la distancia geográfica, históri-
ca y cultural que separa el texto de nosotros provoca una situación de comprensión
inadecuada, que sólo puede superarse mediante una lectura plural, es decir, median-
te una interpretación plurívoca. Dada esta condición fiíndamental, la interpretación,
tema central de la hermenéutica, aparece como una teoría del sentido múltiple.
Recojo algunos puntos de esta introducción. En primer lugar, ¿por qué insistir
en la noción de texto, de obra escrita? ¿No existe un problema de comprensión en la
conversación, en el intercambio oral de la palabra? ¿No se da una comprensión ina-
decuada y una incomprensión en lo que pretende ser un diálogo? Ciertamente. Pero
la presencia frente a frente de los interlocutores permite ir corrigiendo poco a poco,
mediante el juego de preguntas y respuestas, la comprensión mutua. Podemos
hablar, a propósito de este juego de preguntas y respuestas, de una hermenéutica de
la conversación. Pero sólo se trata de una prehermenéutica, en la medida en que el
intercambio oral de la palabra no presenta una dificultad que sólo genera la escritu-
ra. A saber, la de que el sentido del discurso, separado de su locutor, deje de coinci-
dir con la intención de éste último. En lo sucesivo, lo que el autor quiso decir y lo
que el texto significa sufren destinos distintos. El texto, en cierto modo huérfano,
según la expresión de Platón en el Pedro, perdió a ese defensor suyo que era su padre,
y afronta solo la aventura de su recepción y de su lectura. A la vista de esta situación,
Dilthey, uno de los teóricos de la hermenéutica, propuso prudentemente reservar el
término interpretación para referirse a la comprensión de las obras con discursos fija-
dos mediante la escritura o grabados en monumentos culturales que ofrecen al
entendimiento el soporte de una especie de inscripción.
Ahora bien, ¿qué texto? Aquí es donde resulta importante definir el ámbito ori-
ginario de la tarea de interpretación para distinguirlo del de la retórica y la poética.
Tres ámbitos se fueron desgajando sucesivamente. En nuestra cultura occidental
judeo-cristiana, el primero fue el canon del texto bíblico. Este ámbito es tan decisi-
vo que muchos lectores se sentirían tentados a identificar la hermenéutica con la exé-
gesis bíblica. Además, no es este el caso en modo alguno, ni siquiera en este marco
limitado, porque la exégesis consiste en la interpretación de un texto determinado y
la hermenéutica es un discurso de segundo grado sobre las reglas de la interpretación.
No obstante, esta primera identificación del lugar de origen de la hermenéutica no
carece de razones ni de consecuencias; nuestro concepto de «figura», como Auerbach

85
lo analizó en su célebre artículo ^^ Figura»^, depende estrechamente de la primera her-
menéutica cristiana, dedicada a la reinterpretación de acontecimientos, personajes e
instituciones de la Biblia hebrea en los términos de la proclamación de la Nueva Alian-
za. Después, con los Padres griegos y toda la hermenéutica medieval, cuya historia ha
escrito el Padre Lubac^, se estableció el complejo edificio de los cuatro sentidos de la
Escritura, es decir, de los cuatro niveles de lectura: literal o histórico, tropológlco o
moral, alegórico o simbólico, anagógico o místico. Por último, con la modernidad, sur-
gió una nueva hermenéutica bíblica con la incorporación de las cienciasfilológicasclá-
sicas a la antigua exégesis. En este estadio, la exégesis alcanzó su auténtico nivel her-
menéutico, a saber, asimiió la tarea de transferir a una situación cultural moderna el
sentido esencial que los textos pudieron asimiir en una situación cultural que ya no era
la nuestra. Vemos perfilarse, en este punto, ima problemática que ya no es específica de
los textos bíblicos ni en general de los religiosos, a saber, la lucha contra la comprensión
inadecuada, nacida, como hemos dicho anteriormente, de la distancia cultural. Inter-
pretar, en lo sucesivo, será traducir un significado de im contexto cultural a otro según
una supuesta regla de equivalencia de sentido. En este pimto, la hermenéutica bíblica
conjugó las otras dos modalidades de la hermenéutica. En efecto, desde el Renacimien-
to y, sobre todo, a partir del siglo XVIII, lafilologíade los textos clásicos constituyó un
segundo campo de interpretación autónomo con relación al anterior. En uno y otro
caso, la restitución del sentido resultó ser un aimiento de sentido, una trasferencia o,
como acabamos de decir, una traducción, a pesar de la distancia temporal o cultural, o
incluso gracias a ella. La problemática común a la exégesis y a la filología se debe a esta
especial relación del texto con el contexto, que hace que el sentido de un texto pueda
descontextualizarse, es decir, independizarse de su contexto inicial para recontextuali-
zarse en una situación cultural nueva; todo ello, manteniendo una supuesta unidad
semántica. La tarea de la hermenéutica consiste, pues, en aproximarse a esa supuesta
identidad semántica con los únicos recursos de la descontextualización y de la recon-
textualización del sentido. La traducción, en el sentido amplio del término, es el mode-
lo de esta precaria operación. El reconocimiento del tercer foco hermenéutico nos per-
mite comprender mejor en qué consiste esta operación. Se trata de la hermenéutica
jurídica. En efeao, el texto jurídico no se presenta nunca sin un procedimiento de
interpretación: la jurisprudencia, que innova en las lagunas del derecho escrito y, sobre
todo, en las nuevas situaciones no previstas por el legislador. El derecho avanza, así, por
acumulación de precedentes. La jurisprudencia ofrece, pues, el modelo de una innova-
ción que, al mismo tiempo, establece ima tradición. El profesor Perelman es uno de los
teóricos más notables de esta relación entre derecho y jurisprudencia. Ahora bien, el
reconocimiento de este tercer foco hermenéutico nos permite enriquecer el concepto
de interpretación, que se constituyó en los dos focos precedentes. La jurisprudencia
muestra que la distancia cultural y temporal no es sólo un abismo que hay que salvar,
sino im médium de atravesarlo. Toda interpretación es una reinterpretación constituti-
va de una tradición viva. No hay transferencia, traducción, sin una tradición, es decir,
sin una comimidad de interpretación.

' E. Auerbach, •¡Figura', en Neue DamestuJien, 1944, pp. 11-71 (N. del T.)
« H. de Lubac, Exéghc médtevaU. La quatre sem <U Itcriture, 4 vol., París, Aubier, 1959-1964 (N. del T.)

86
Si éste es el triple origen de la disciplina hermenéutica, ¿qué relación guarda ésta
última con las otras dos disciplinas? Otra vez volvemos a encontrarnos con fenóme-
nos de invasión, de recubrimiento, que llegan incluso a la pretensión de englobar los
dominios anteriores. Al igual que la retórica, la hermenéutica incluye también fases
argumentativas, en la medida en que siempre precisa explicar más para comprender
mejor, y también en la medida en que necesita decidir entre interpretaciones rivales
e, incluso, entre tradiciones rivales. Pero las fases argumentativas siempre se incluyen
en un proyecto más amplio, que, por supuesto, no consiste en recrear una situación
de univocidad, decidiendo, de este modo, en favor de una interpretación privilegia-
da. Su objetivo es, más bien, mantener abierto un espacio de variaciones. El ejemplo
de los cuatro sentidos de la Escritura es al respecto muy ilustrativo; y, antes que él,
la sabia decisión de la Iglesia cristiana primitiva de dejar que pervivieran cuatro evan-
gelios, cuya diferencia de intención y organización es evidente. Frente a esta libertad
hermenéutica, podríamos decir que la tarea de un arte de la interpretación, en com-
paración con el de la argumentación, no consiste tanto en hacer que prevalezca una
opinión sobre otra, cuanto en posibilitar que un texto signifique tanto como pueda;
no en que una cosa signifique más que otra, sino en que «signifique más» y, de este
modo, dé «más que pensar», según la expresión de Kant en la Crítica deljuicio {mehr
zu denken). En este punto, la hermenéutica me parece más próxima a la poética que
a la retórica, pues su proyecto consiste más en despertar la imaginación que en per-
suadir. También ella recurre a la imaginación creadora en su demanda de un exce-
dente de sentido. Además, esta exigencia es inseparable del trabajo de traducción, de
trasferencia, vinculado a la recontextualización de un sentido transmitido de un
espacio cultural a otro. Pero entonces, ¿por qué no decir que hermenéutica y poéti-
ca son intercambiables?
Podría decirse; pues el problema de la innovación semántica, como me gusta
decir en La metáfora viva', se encuentra en el centro de ambas cüsciplinas. Sin embar-
go, hay que subrayar la diferencia inicial entre el punto de aplicación de esta inno-
vación semántica en la hermenéutica y su punto de aplicación en la poética. Mos-
traré esta diferencia en el propio corazón de la poética.
Recordemos la insistencia de Aristóteles en identificar la poíesis con el entrama-
do o disposición de la trama de la fábula. En este caso, la labor de innovación se lleva
a cabo en el interior de la unidad discursiva que constituye la trama. Y, aunque la
poíesis haya sido definida como mimesis de la acción, Aristóteles no hace posterior-
mente ningún uso de la noción de mimesis, como si bastara con separar el espacio
imaginario de la fábula del espacio real de la acción humana. No es una acción real
lo que estáis viendo, sugiere el poeta, sino sólo un simulacro de acción. Este uso dis-
yuntivo, más que referencial, de la mimesis resulta tan característico de la poética que
éste es el sentido que ha prevalecido en la poética contemporánea, la cual ha conser-
vado el aspecto estructural del mythos y ha dejado que desapareciera el aspecto refe-
rencial de la ficción. Éste es el desafío que la hermenéutica retoma frente a la poéti-
ca estructural. Yo diría que la función de la interpretación no es sólo hacer que un

' P. Ricoeur, La métaphore vive, París, Seuil, 1975. Hay edición castellana en Madrid, Cristiandad, 1980
(N. del T.),

87
texto signifique otra cosa, ni siquiera que signifique todo lo que pueda ni que signi-
fique siempre algo más -por retomar las expresiones anteriores-, sino desplegar lo
que voy a llamar el mundo del texto.
Reconozco sin pesar que esta tarea no era la que a la hermenéutica romántica,
de Schleiermacher a Dilthey, le gustaba subrayar. Para éstos últimos, se trataba de
reactualizar la subjetividad genial encubierta por el texto, a fin de convertirse en con-
temporáneos suyos y equipararse a ella. Pero hoy en día este camino es inviable. Y lo
es precisamente porque se considera que el texto es un ámbito de sentido autónomo
y porque se aplica el análisis estructural a ese sentido puramente textual. Sin embar-
go, la alternativa no consiste en una hermenéutica psicologizante o en una poética
estructural o estructuralista. Si el texto está cerrado hacia atrás, hacia la biografía de
su autor, cabría decir que está abierto hacia delante, hacia el mundo que descubre.
No ignoro las dificultades de esta tesis que también he sostenido en La metáfo-
ra viva. No obstante, sostengo que la posibilidad de hacer referencia a algo no es una
característica exclusiva del discurso descriptivo. Las obras poéticas también designan
un mundo. Esta tesis parece difícil de sostener porque la fiínción referencial de la
obra poética es más compleja que la del discurso descriptivo, e incluso, en cierto sen-
tido, muy paradójica. La obra poética, en efecto, sólo despliega un mundo a condi-
ción de que se suspenda la referencia del discurso descriptivo. La posibilidad de hacer
referencia que tiene la obra poética aparece en ese momento como una referencia
secundaria gracias a la suspensión de la referencia primaria del discurso. Podemos
decir, entonces, con Jakobson, que la referencia poética es una referencia desdoblada.
Hay, pues, algo de cierto en la tesis que suele admitirse en la crítica literaria de que
en poesía el lenguaje sólo se relaciona consigo mismo. Al ahondar el abismo que
separa los signos de las cosas, el lenguaje poético se elogia a sí mismo. De ahí que se
piense con frecuencia que la poesía es un discurso sin referencia. La tesis que sosten-
go aquí no niega la anterior, sino que se basa en ella. Señala que la suspensión de la
referencia, en el sentido definido por las normas del discurso descriptivo, es la con-
dición negativa para producir un modo más fiíndamental de referencia.
Se objetará, además, que el mundo del texto es también una fimción del texto,
su significado o, como dice Benveniste, su intentado^^. Pero el momento hermenéu-
tico es la tarea del pensamiento mediante la que el mundo del texto se enfrenta a lo
que, para redescribirlo, llamamos convencionalmente realidad. Este enfrentamiento
puede ir de la negación, incluso de la destrucción -lo que supone también una rela-
ción con el mundo-, hasta la metamorfosis y la transfiguración de lo real. En este
caso, sucede lo mismo que con los modelos en ciencia, cuya fiínción última es redes-
cribir el explanandum inicial. Este equivalente poético de la redescripción es la mime-
sis positiva, de la que carece una teoría puramente estructural del discurso poético.
El choque entre el mundo del texto y el mundo a secas, en el ámbito de la lectura,

'° El término empleado por Benveniste, dentro del ámbito de la semántica (donde lo esencial, según él mismo
indica, no es el significado del signo, sino la frase y la producción del discurso), alude a aquello que el locutor quie-
re o tiene la intención de decir, a la actualización lingüistica de su pensamiento. Vid. E. Benveniste Problimes de lin-
guistiqtu génémU, Parfs, Gallimard, 1974, 11, p. 225. Hay trad. cast.: ProhUmas át linfüútica gñerai Madrid Si-
glo XXI, 1977, p. 226 (N. del T ) . * *

88
es el último envite de la imaginación creadora. Genera lo que me atrevería a llamar
la referencia creadora que caracteriza a la ficción.
Ante esta tarea, la hermenéutica puede abrigar, a su vez, una pretensión totali-
zadora, incluso totalitaria. Siempre que el sentido se constituye en una tradición y
exige una traducción, se produce la interpretación. Siempre que se produce la inter-
pretación, interviene la innovación semántica. Y siempre que empecemos a «pensar
más», se descubre y a la vez se inventa un mundo nuevo. Pero esta pretensión totali-
zadora debe, a su vez, sufrir el fuego de la crítica. Basta con reconducir la herme-
néutica al centro desde el que se alza su pretensión, es decir, a los textos fundadores
de una tradición viva. Ahora bien, la relación de una cultura con sus orígenes tex-
tuales queda expuesta a una crítica de otro orden, a la crítica de las ideologías, ilus-
trada por la escuela de Frankfurt y sus sucesores: K. O. Apel y J. Habermas. La her-
menéutica tiende a ignorar la relación, más fundamental todavía, que se da entre
lenguaje, trabajo y poder. En este punto, todo sucede para ella como si el lenguaje
fiíese un origen sin origen.
Esta crítica de la hermenéutica a su propio lugar de origen se convierte, al
mismo tiempo, en la condición necesaria para que se reconozca la razón de ser de las
otras dos disciplinas, que, como hemos visto, irradian a partir de focos diferentes.
Me parece, en conclusión, que hay que dejar que cada una de estas tres disci-
plinas se desarrolle a partir de lugares de origen irreductibles entre sí. No existe una
superdisciplina que incluya enteramente todo el campo que abarcan la retórica, la
poética y la hermenéutica. A falta de esta totalización imposible, sólo podemos seña-
lar los puntos de intersección más importantes de las tres disciplinas. Pero cada una
habla por sí misma. La retórica sigue siendo el arte de argumentar con vistas a con-
vencer a un auditorio de que una opinión es preferible a su opuesta. La poética sigue
siendo el arte de construir tramas con objeto de ampliar el imaginario individual y
colectivo. La hermenéutica sigue siendo el arte de interpretar textos en un contexto
distinto al de su autor y al de su auditorio inicial, con el fin de descubrir nuevas
dimensiones de la realidad. Argumentar, configurar y redescrihir son las tres principa-
les operaciones cuya tendencia totalizadora hace que cada disciplina tenga un carác-
ter exclusivo respecto a las demás; aunque la finitud de su lugar de origen condena a
las tres a la complementariedad.

Traducción: Gabriel Aranzueque

89
Hermenéutica y semiótica
Paul Ricceur

Haré dos observaciones previas para encuadrar mi intervención. Quiero decir de


inmediato que hermenéutica y semiótica textual no son dos disciplinas rivales que se
enfrenten en el mismo nivel metodológico. La segunda sólo es una ciencia del texto,
que trata legítimamente de someterse a una axiomática precisa que la inscribe en una
teoría general de los sistemas de signos. La hermenéutica es una disciplina filosófica,
que surge de la pregunta «¿qué es comprender, qué es interpretar?», en relación con
la explicación científica. La hermenéutica invade la semiótica, en la medida en que
implica, como su segmento crítico, una reflexión sobre los supuestos que se consi-
deran obvios en la metodología de las ciencias humanas en general y en la semiótica
en particular. Hablo de «segmento crítico». Por «crítica» entiendo, en sentido kan-
tiano, una reflexión sobre las condiciones de posibilidad de la objetividad de un
saber, por un lado, y, por otro, sobre los límites de las pretensiones que tiene este
saber de agotar su objeto. Al hablar de «segmento crítico», sugiero que el propósito
de la hermenéutica va más allá de la simple crítica epistemológica: tiene una ambi-
ción veritativa que el título de Gadamer Wahrheit undMethode —Verdady método-
subraya. En este punto, estoy aproximadamente en la línea de Gadamer, aunque me
interesa más que a él el diálogo con las ciencias humanas, precisamente, y con las
ciencias semióticas.
Esta primera observación marca la orientación general de este trabajo, donde no
se tratará, en modo alguno, de oponer un método a otro, sino de intentar encuadrar
la discusión metodológica en un cuestionamiento más amplio.
Mi segunda observación previa se refiere a este marco más amplio. Y aquí quiero
decir de inmediato que la hermenéutica no es ya lo que era en tiempos de Schleier-
macher y de Dilthey, los cuales partían de una oposición no dialéctica entre «com-
prender» y «explicar», incluyendo en la comprensión la implicación subjetiva del lec-
tor en el texto, mientras la explicación obtenía su objetividad de las ciencias de la
naturaleza. Este debate ha terminado. En primer lugar, porque ha llevado a un doble
callejón sin salida, debido a la elección de un mal modelo de comprensión, la com-
prensión ajena, consistente en una especie de comunión de un psiquismo con otro:
el callejón sin salida consiste, en primer lugar, en que se identifica el sentido de un
texto con la intención de su autor, es decir, con un fenómeno psicológico. Algunos

91
autores americanos han hablado al respecto de '.ántentional fallacf^, de «sofisma
intencional». El segundo callejón sin salida resulta de la pretensión de oponer entre
sí un método comprensivo a un método explicativo. Ahora bien, la comprensión no
se reduce a un método; sólo una explicación es un método. Con Heidegger y Gada-
mer, se ha producido, pues, un corte decisivo en el movimiento hermenéutico. Per-
sonalmente, me sitúo en esta hermenéutica postheideggeriana, aunque esto no sig-
nifica, por otra parte, jurar fidelidad a Heidegger. ¿En qué consiste este corte en la
historia de la hermenéutica? Dicho corte resulta esencialmente de la crítica a la pro-
blemática subjetividad-objetividad en la que se atascó la filosofía neokantiana, de la
que, bien mirada, la filosofía de Husserl sólo era una variante. Esta crítica a la re-
lación sujeto-objeto sigue estando presente en la hermenéutica contemporánea;
implica que tomamos como referente de toda la discusión una ontología del ser-en-
el-mundo, donde la comprensión aparece como una estructura de este ser-en-el-
mundo.
A partir de aquí, el problema es comprender la inserción de la actividad lin-
güística en los modos de ser-en-el-mundo: en esto consiste el problema hermenéuti-
co. Vamos a ver cómo dicho problema invade -y dónde invade— la metodología y la
ciencia semióticas; cómo nuestro ser-en-el-mundo, siempre previo, se transforma,
transfigura y aumenta en virtud de los sistemas simbólicos, los sistemas semióticos,
que expresan la actividad lingüística. Desde una perspectiva hermenéutica, todos los
sistemas semióticos han de considerarse mediaciones en el corazón de una experien-
cia, en el sentido fiíerte y pleno de la palabra. Al poner así el acento en el papel de
mediación de los sistemas semióticos, la filosofía hermenéutica postheideggeriana se
bate en dos frentes. Por una parte, se opone a todas lasfilosofíasde lo inmediato, de
lo no-mediatizado, ya sea en la tradición del cogito cartesiano o de la intuición hus-
serliana, con el objeto de afirmar el carácter originariamente lingüístico de la expe-
riencia humana y, en consecuencia, el hecho de que toda experiencia humana está
mediatizada por signos. Éste es el primer frente. Pero hay un segundo frente, que
afecta más directamente a la presente discusión: la hermenéutica se opone a toda
hipóstasis de cualquier sistema de signos, que desembocaría en la eliminación de la
ñinción del lenguaje, consistente en decir nuestro ser-en-el-mundo, en elaborarlo
lingüísticamente como un nuevo modo de ser-en-el-mundo. Esta doble implicación
polémica de la amplia definición de hermenéutica que propongo deja ya entrever
que en su segmento crítico, en el sentido que dije antes, a saber, en su reflexión sobre
los supuestos de las ciencias semióticas, lafilosofíahermenéutica puede verse obliga-
da a decir «sí» y «no» a esta ciencia. 5/a la semiótica como método y técnica de aná-
lisis que exige la abstracción del texto, -y una abstracción perfectamente fundada,
como intentaré mostrar-. No a la semiótica cuando se convierte en la ideología del
texto en sí. Por consiguiente: « a la abstracción del texto, no a la hipóstasis del texto.
Una vez hechas estas dos observaciones muy generales, busco una intersección
precisa que permita delimitar las razones de ese «sí» y de ese «no». La encuentro en
el orden de los textos que os son más familiares, y en los que la semiótica ha obteni-
do resultados más convincentes: los textos narrativos. Estos textos me interesan tam-
bién personalmente, pues trabajo, en este momento, sobre la operatividad narrativa
desde el punto de vista de la construcción de la temporalidad humana. Mi proble-
ma es comprender cómo el tiempo humano es «hecho» por los relatos históricos y

92
también por los relatos de ficción, y, por consiguiente, cómo las dos clases de relato
se entrecruzan para «hacer» el tiempo humano.
Además, he escogido como problema crítico el punto más delicado, aquel en el
que tanto la semiótica como la hermenéutica, me atrevería a decir, encuentran un
obstáculo. Este problema se ha designado fi-ecuentemente con el término mimesis. El
término proviene de Aristóteles. Declara, en la Poética, que el tipo narrativo que es
para él el drama (la tragedia, la comedia y la epopeya) constituye una «[iL[j,T|aLS" Tfjs-
TTpá^ecúS"», que se traduce normalmente por «imitación de la acción». Pero, ¿hay que
traducir mimesis por imitación? Este es todo el problema. Precisamente, acaba de
aparecer una traducción de la Poética que han hecho alumnos de Todorov donde se
traduce mimesis ^or «representación»^ De esto se trata justamente. Esta traducción
tiene además un precedente: Erich Auerbach subtitula su gran libro Mimesis «La
representación de la realidad en la literatura occidental»^.
Quisiera, pues, centrarme en un problema tan cargado de paradojas y de apo-
rías como es el problema de la representación literaria de la realidad.
¿Por qué paradoja? La paradoja está ya en Aristóteles, pues la «poiesis», es decir,
la producción, la fabricación de la obra, es una mimesis de la acción. La mimesis no
puede, pues, consistir en un calco, en una réplica, en una re-producción. Sólo imita
en la medida en que es una producción y, más exactamente, la composición de una
trama. Aquí, continúo traduciendo mythos por «trama», mientras que los nuevos tra-
ductoresfi-anceseslo traducen por «historia»; pero la palabra «historia» es demasiado
polisémica. Además, mantengo la palabra «trama» porque el propósito central de
Aristóteles es poner el acento en la labor compositiva, en la disposición de los inci-
dentes en una obra «entera y completa» que tiene un comienzo, un medio y un final.
Ésta es, pues, la paradoja: «poetizar» es construir una trama, pero construirla de
forma que represente el mundo humano de la acción. O recíprocamente: «poetizar»
es representar de manera creadora, original y nueva el campo de la acción humana,
estructurándolo activamente mediante la invención de una trama. La paradoja con-
siste en que la elaboración de la trama es a la vez una poiesis y una mimesis. La com-
posición de una trama es, así, el núcleo de esta paradoja. Dicho de otro modo, la fic-
ción —como elaboración de la trama— es la que realiza la mimesis de la acción.
El problema, entonces, es comprender cómo lo «representado» de esa mimesis o
lo «intentado» de ese discurso, por emplear una expresión de Emile Benveniste en
uno de sus más bellos textos sobre la instancia discursiva, es «devuelto» al universo.
Sí, ¿cómo es devuelto ai universo el discurso narrativo? Éste es para mí el problema
de la representación.
Ésta es, pues, la paradoja. Tiene forma de aporía, en la medida en que la reali-
dad representada es, a la vez, reconocida y construida, descubierta e inventada. Nues-
tras ideas corrientes y, me atrevería a decir, nuestro positivismo no crítico, nos hacen
creer fácilmente que la realidad es lo que se toca, esa cosa dura que está ya ahí. Ahora

' Paul RicoEur se refiere a la traducción llevada a cabo por Roselyne Dupont-Roc y Jean Lallot: La Poétique,
París, Seui!, 1980 (N. del T ) .
^ E. Auerbach, Mimesis: Dargestellte Wirklichkeit in der ahendldndischen Literatur, Berna, Francke, 1946; trad.
(r.: Mimesis: la représentation de la réalité dans la íittératun ocádentale, París, Gallimard, 1968; trad. cast.: Mimesis:
la representación de la realidad en la literatura occidental México, F.C.E., 1950 (N. del X).

93
bien, la mimesis nos revela esa especie de evasiva en la que descubrir e inventar yz^ no
se distinguen, en la que tenemos que vérnoslas con lo que llamaría una referencia
productora.
Esto es lo que, a mi juicio, la ideología del texto-en-sí, lo que he llamado la
hipóstasis del texto por el texto, ignora, ratificando el concepto vulgar y positivista
de realidad dada, marginando la actividad lingüística con respecto a ese dato, por así
decirlo, extralingüístico, o encerrando el mundo en el lenguaje. Denuncio el aire idea-
lista de esta actitud, que elude enteramente la paradoja de un hacer poético que es,
al mismo tiempo y de un plumazo, construcción de una trama y representación de
la realidad.
Para orientarme en esta paradoja, propongo expresar el concepto de mimesis en
tres momentos que llamaré -.^mimesis I», «mimesis II» y i-mimesis III». Con ello, quie-
ro decir que representar la acción -|iL|J.r)aiS' Tfjs" TTpá^eus'- significa sucesivamen-
te tres cosas. En primer lugar, es tener una comprensión previa del mundo de la
acción; segundo, reestructurarlo simbólicamente, semióticamente, y, por último,
volver a simbolizar ese mundo. La hermenéutica de la representación literaria de la
realidad invade, entonces, la semiótica en el estadio II. Su problema no consiste sólo
en encuadrar la mimesis II mediante la mimesis I y la mimesis III, sino en discernir
ciertos aspectos de la mimesis II que ocupan una posición intermedia -una posición
de mediación- entre una comprensión previa y lo que cabría llamar una compren-
sión posterior del mundo a través de los sistemas semióticos. La tarea de la herme-
néutica es reconstruir el conjunto de operaciones mediante las cuales la acción, pri-
mero comprendida previamente, sentido I, luego comprendida como texto, sentido
II, y después resimbolizada, sentido III, constituye un único recorrido, que llamaré
«arco hermenéutico completo».
Diré algunas cosas sobre cada uno de estos tres estadios.
¿Qué entiendo por mimesis I? Sencillamente esto: que la obra literaria no nace
sólo de obras anteriores, sino que la suscita y acompaña una comprensión previa del
mundo de la vida y de la acción que pide ser llevada al lenguaje precisamente a tra-
vés del rodeo de la ficción. Éste es el primer sentido en el que considero la expresión
de Aristóteles: la trama es una imitación de la acción. Subrayo tres rasgos de esta
comprensión previa.
Primer rasgo: por nuestra familiaridad con la acción misma, tenemos una com-
prensión previa común, entre el lector y el autor, de lo que significa el término
acción: sabemos lo que qiúere decir actuar. Y lo sabemos con un saber que está tam-
bién estructurado previamente, que tiene una inteligibilidad propia; de ahí que este-
mos capacitados para distinguir los rasgos de la acción respecto a lo que es un sim-
ple movimiento físico o un comportamiento psicofisiológico. Este primer rasgo ha
sido estudiado directamente sobre todo por la filosofía analítica posrwittgensteinia-
na bajo el titulo de semántica de la acción. Yo mismo he trabajado en este campo, al
mostrar lo que quieren decir palabras como proyecto, motivo, circunstancias, obstácu-
lo, ocasión, agente, interacción, adversidad, ayuda, conflicto, cooperación, mejora,
deterioro, éxito, fracaso, felicidad o desgracia; todos estos términos, globalmente
considerados, constituyen una red de significados. Hablar aquí de comprensión pre-
via no es, en modo alguno, referirse a algo opaco. Al contrario, esta red está suma-
mente estructurada. Entre sus términos se da una especie de intersignificado: si

94
habláis de motivo, entonces habláis de agente; si habláis de agente, entonces habláis
de ocasión, de circunstancias, de ayuda, de obstáculo, etc. Este primer rasgo es, a mi
juicio, precisamente un supuesto de la semiótica narrativa de Greimas cuando intro-
duce las categorías del hacer. «El enunciado narrativo simple», según el cual alguien
hace algo, se basa en esta comprensión previa. Esto es lo que permitirá, como diré
más tarde, enriquecer el modelo inicial de la gramática narrativa, que, sin añadir el
concepto de acción, quedaría reducido a un sistema de exigencias lógicas.
Segundo rasgo de esta comprensión previa: si la acción humana puede contar-
se, narrarse y poetizarse es porque siempre se expresa mediante signos, símbolos,
reglas y normas. Comparto este análisis con etólogos como ClifFord Geertz en su The
interpretation ofcultures'. Toda la sociología cultural americana muestra que la obser-
vación no está nunca enfrente de una praxis humana que no esté ya dotada de sig-
nificado, interpretada, cargada de signos. Peter Winch, en su The idea of a social
sciencé, expresa la misma idea al decir que la acción humana es una vrule-govemed
hehaviour», una conducta regida por reglas. Una actividad poética puede incorpo-
rarse a este terreno práctico porque previamente éste ya está simbolizado. Por consi-
guiente, puede volverse a simbolizar también mediante lo que vamos a decir de
inmediato. Por ejemplo, si asistís a una ceremonia cuyo ritual os es totalmente extra-
ño, cada gesto os resultará incomprensible: comprender el gesto de levantar la mano
supone que comprendéis todo el ritual en virtud del cual ese gesto equivale a una
bendición. En otro contexto, el mismo gesto significará una llamada, como llamar a
un taxi, o la expresión de un voto, etc. El mismo gesto equivale a esto o a aquello en
función del sistema simbólico que lo encuadra. Por esta razón, las obras literarias
pueden penetrar en nuestra vida, pues ésta se halla estructurada simbólicamente.
Tercer rasgo de esta comprensión previa de la acción: tiene caracteres tempora-
les propios. Desgraciadamente, no podré desarrollar este punto, en el que ahora tra-
bajo. Digamos sólo que ya ha empezado a distinguirse el tiempo humano del tiem-
po lineal, de la simple sucesión de «ahoras», mediante estos caracteres temporales
específicos. En este punto, debo mucho al análisis de san Agustín llevado a cabo en
el Libro XI de las Confesiones, concretamente, a su descripción de la distentio animi,
ese estiramiento interno del alma entre el pasado, el presente y el futuro. Esta des-
cripción se refiere directamente al orden de la acción, como muestran los ejemplos
que da Agustín: cuando recito un poema, por ejemplo, anticipo el final del mismo;
me parece que el futuro «disminuye», mientras que el pasado, que va quedando en
sombra tras de mí, parece «aumentar» otro tanto. En este triple presente -presente
del futuro, presente del pasado y presente del presente— se opera esa travesía. Estos
análisis sumamente interesantes muestran claramente que el problema no se reduce
en absoluto —éste sería tal vez uno de nuestros puntos de divergencia- a oponer entre
sí el plano cronológico del relato de superficie y el plano acrónico de los paradigmas
de la gramática profunda. La temporalidad humana escapa a esta alternativa en vir-
tud de sus propias estructuras. Al respecto, los análisis de Heidegger en la segunda
parte de Sein undZeit, que no está traducida alfi-ancés,ofi'ecen recursos inagotables:

' New York, Basic Books, 1973. Hay edición castellana: Z j ¿«íf^pwíaaón ¿f¿»a//«ír<Zí, México, Gedisa, 1988
(N. delT.).
•* Londres, Routledge & Kegan Paul, 1958 (N. del T ) .

95
encontramos que, incluso en el nivel más elemental (que Heidegger llama inautén-
tico para oponerlo al tiempo mortal, al tiempo del ser-para-la-muerte), el tiempo del
Dasein -del hombre como ser-ahí- ya no es el tiempo de las cosas; es el tiempo de
los trabajos y los días, el tiempo propicio, el tiempo que puede ganarse o perderse,
el tiempo del que decimos que hay un tiempo-para -Zeit-zu-, y del que el día es la
señal a la vez cósmica y humana.
Este tercer rasgo me facilita la transición a la mimesis II. Sugiere, en efecto, que
hay una «cualidad narrativa de la experiencia», como muestra, por otra parte, el len-
guaje ordinario: hablamos de «la historia de ima vida» como si la vida que vivimos
pidiera ser contada. Hannah Arendt, en su libro sobre La condición humana', tiene
páginas magníficas sobre la manera como la historia clama, no venganza, sino relato,
«cries ofstory», como ella dice; la historia pide ser contada. Más concretamente, la his-
toria de los vencidos y la historia del sufrimiento son las que piden ser dichas, hacer-
se memorables. Un autor al que también aprecio mucho, Wilhelm Schapp, ha escri-
to un pequeño libro que se llama In Geschichten verstrickt^ -Enredados en historias-:
nos suceden historias, antes de que las contemos. En esas sencillas experiencias, des-
cubrimos lo que hay de estructurado previamente en la experiencia de la acción.
Me dirigiré ahora al otro extremo: a la mimesis III, para terminar en la mime-
sis II, pues en este nivel tiene lugar la intersección entre hermenéutica y semiótica, y
puede entablarse la discusión.
Definiré la mimesis III como la intersección del mundo del texto con el mundo
del lector. Las obras literarias, en efecto, no cesan de hacer y de rehacer nuestro
mundo humano de la acción. Esta incidencia es posible porque ese mundo ha esta-
do siempre dotado de significado, se ha expresado siempre simbólicamente; ha reci-
bido ya, si se me permite decirlo, una legibiUdad mínima, gracias a los intérpretes
que ya están en acción. Sobre esta base, la literatura no deja de hacer añadidos al
texto de la acción. Al fin y al cabo, lo que sabemos y comprendemos de las pasiones
humanas es el resultado de un saber literario que fiíe incorporado a nuestra intelec-
ción primera del mundo de la acción. En mi trabajo anterior sobre La metáfora viva.
Hamo «incremento icónico» a este enriquecimiento incesante de nuestro saber previo
gracias a la ficción. Tomo la expresión de Fran9ois Dagonet: en su Übro Écriture et
iconographie^, muestra que las imágenes no son cosas mentales; son ciertamente
incrementos, que aumentan sin cesar lo real, que hacen que el mundo en el que vivi-
mos signifique más y de otro modo.
Aquí se plantea el problema que es para mí más difícil, a saber, el entrecruza-
miento de los múltiples modos referenciales del relato, pues no todos se refieren a lo
real del mismo modo ni lo estructuran de la misma manera. Tenemos, al menos, la
gran polaridad que constituyen, por una parte, las historias que contamos a modo de
ficción -cuento, drama, novela, etc.- y, por otra, la historiografía, es decir, la histo-
ria de los historiadores, que intenta reconstruir, a través de huellas, documentos y

. \ " • ^"="'^'' V" "T'" 9";f"""^ Chicago, University of Chicago Press, 1958. U versión francesa (Condi-
tu>n cUlhomjnwd^,,., Pans, Callmann-Levy, 1983) ha sido prologada por el prop.o Ricceur. Hay edición caste-
llana: La condición humana, Barcelona, íieix Barra!, 1974 (N. delT)
" B. Wiesbaden, Hevmann, 1976 (N. del T ) .
~ París, Vrin, 1973 (N. del T.).

96
archivos, el pasado humano, que es a la vez un no-ser-ya y un haber-sido. En primer
lugar, diré dos palabras sobre la segunda modalidad narrativa, la historiografía. Se dis-
tingue por su modo de hacer referencia indirectamente al pasado, como si estuviera al
margen de la historia contada. Certeau ha escrito un pequeño Ubro sobre «lo ausente
de la historia»^ que me parece muy importante al respecto. Ahora bien, hay aquí un
problema epistemológico extremadamente difícil: nunca estaremos en presencia del
pasado y, sin embargo, lo damos por bueno como si hubiese tenido lugar; ésta es la fun-
ción de la historia. El problema es insoluble epistemológicamente si no nos remonta-
mos a la situación hermenéutica que Gadamer describe como el hecho de pertenecer a
la eficacia de la historia, a la tarea de la historia, como propone decir un comentarista.
En la medida en que pertenezco a los efectos del pasado, puedo ponerlo a distancia,
objetivarlo, tratarlo como un ámbito teórico, como un campo epistemológico. Pode-
mos atribuir, pues, im sentido positivo a la distancia histórica, como lo que a la vez
separa y une, gracias al fenómeno de la «trans-misión», de la « Über-lieferun§>. Merced
a ella, la tradición viva es el fondo existencia! sobre el que se perfilan las actividades crí-
ticas de la historia-ciencia. Consideremos ahora la otra modalidad narrativa, el relato
de ficción. También tiene él su modo de hacer referencia indirectamente, aimque de
forma todavía más complicada. He intentado, en el capítulo séptimo de La metáfora
viva, tratar el problema, que debo a Román Jakobson, de la referencia desdoblada {split
referencé). Consiste en esto: el lenguaje poético parece que suspende toda relación con
la realidad; pero esto sólo es cierto en ima primera aproximación y con respecto a la
realidad empírica, a la realidad manipulable tecnológicamente. El hecho decisivo es,
más bien, que, gracias a esa suspensión, surge im modo de hacer referencia mucho más
sutil, mucho más oculto, merced al cual se logra expresar aspectos del mundo que no
serían dichos de otro modo, que sólo se dicen metafóricamente. Encontramos el
mismo problema de la referencia desdoblada en los relatos de ficción, en la medida en
que la potesis narrativa vuelve a describir, a simbolizar, a contar im mundo de la acción
ya descrito, simbolizado y contado. Por esta razón, Aristóteles, al final de la Poética, dice
que la poesía es «másfilosófica»que la acción, pues, para él, la historia sólo está hecha
de anécdotas, mientras que la poesía dice la verdad porque va a lo esencial; si llega al
fondo de lo hiunano es precisamente porque lo reconstruye. Su decir es más verdade-
ro que el del empirismo porque va a lo esencial. Hay un modo de ir a lo esencial
mediante la ficción. Este es para mí el problema fiíndamental.
Si negáis este poder que tiene la ficción de decir lo esencial de lo real, entonces
ratificáis el positivismo para el que lo real es sólo lo observable y descriptible cientí-
ficamente, y encerráis, al mismo tiempo, el mundo literario en sí mismo, quebran-
do su acicate agresivo y subversivo respecto al orden social y moral, el cual, como se
dijo hace cuarenta años, no es sino desorden establecido. Precisamente es la ficción
la que hace al lenguaje «peligroso», según el conocido término de Hóiderlin, recogi-
do por Walter Benjamín en un magnífico texto que os recomiendo: Der Erzdhler, «El
narrador», en las Iluminaciones'. Recientemente, además, Jean-Baptiste Metz, el teó-

' üécriture de l'hhtoire, París, Gallimard, 1975 (N. delT).


' «Der Erzahler, Betrachtungcn zum Werk Nicolaj Lesskows», en lUuminationen, Frankfurt, Suhrkamp, 1969;
trad. case: «El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nicolai Leskov», en Sobre el programa de la filosofia futu-
ra y otros emayos, Barcelona, Monre Ávila/Planeta-Agostini, 1986, pp. 189-211 (N. del T ) .

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logo católico, en su teología política y narrativa'", habla de la memoria passionis, de
la memoria de la pasión, como de una memoria «peligrosa». Ahora bien, es eviden-
te que una memoria no sería peligrosa si las ficciones se encerraran en sí mismas, en
su intertextualidad, si no llegasen ciertamente a volver a simbolizar de un modo crí-
tico y subversivo las simbolizaciones que se hallan previamente en el campo real de
la práctica.
Entre esta comprensión previa y, cabría decir, esta coniprensión posterior, se
sitúa la función central de la mimesis sobre la que trabajáis. Este es el segmento del
arco hermenéutico en el que vosotros, semióticos, practicáis la abstracción del texto;
y quisiera insistir tanto en el sí a la abstracción del texto como en el no a la hipósta-
sis del texto.
Pienso que el derecho a proceder de este modo, a tratar un texto como una enti-
dad semiótica que se basta a sí misma está bien fundado en tres aspectos. En primer
lugar, el texto tiene ima autonomía semántica respecto a la intención del autor, ausen-
te de su texto, —respecto al auditorio primitivo, que desapareció como frente a frente
para que el texto estuviera abierto a todo el que sepa leer-, y respecto a la situación que
puede mostrarse señalándola directamente. Me atrevería a decir que lo propio de un
texto es justamente trasladar ima experiencia de su Sitz-im-Lehen a im Sitz-im-Wort.
En esto consiste, en cierto modo, el sentido. Ésta es la primera justificación de la abs-
tracción del texto: resulta de la estructura misma de la textualidad como escritura.
En segundo lugar, refiierza esta autonomía el hecho de que los textos, como ha
demostrado vuestra semiótica, están entre sí en una relación de texto a texto, de
intertextualidad. (Este problema ocupa una posición clave en la obra de Ivan Almei-
da sobre las parábolas", al pasar precisamente de la semiótica a la hermenéutica.)
Mientras que el semiólogo se limita a remitir continuamente un texto a otros, el
momento de la hermenéutica consiste en detenerse, en fijarse en tal texto concreto:
se produce, entonces, la apropiación de este texto en una situación dada, y es el acto
responsable de alguien. En lugar de detenerse en ese momento, el semiólogo reenvía
el texto a otros textos. Pero si ningún texto elegido llegase nunca a afectar a alguien,
para que éste lo insertara de nuevo en una situación existencial, el texto habría per-
dido su función principal. Aunque, justamente, la semiórica se basa en la primacía
concedida a la intertextualidad, en lo que Gadamer llama «aplicación» y yo he lla-
mado a veces «apropiación».
Cabría decir que la tercera justificación básica de esta abstracción es la emer-
gencia de un nuevo modo de leer, el nacimiento de un nuevo lector, a qiúen llama-
ré lector de códigos. En lugar de leer el mensaje narrativo tal como me interpela, de
múltiples modos, me intereso, no precisamente por lo que produce en el mundo, sino
por la manera como él mismo se produce a partir de sus propios códigos inmanentes.
Este lector de códigos introduce ima nueva intelección lectora, que privilegia el códi-
go sobre el mensaje, por emplear el vocabulario de Hjemslev. En el fondo, esto es lo

'" } ^ - ^^": Z»'^*' 7 Proz^^derAujkldrung, Munich, Kaiser, 1970. Hay edición castellana: Ilustraáón y teo-
ría mlópca^U tgUsu. cnU mcrucjaja <k la Uhmad moderna. Aspectos d. una nueva teología política. Salamanca,
Sigúeme, 1973 (N. del T.). * -^
1979 (N i T Í f ' ^'^" "f""*"^'' •""''• ^ " " ' '''^^- " ^ y "^"l- '^'••- Signos y parábolas, Madrid. Cristiandad,

98
que sucede cuando se estudia la gramática de una lengua: en lugar de estudiar algu-
nas de las frases que se dicen en esa lengua, nos preguntamos cuáles son las exigencias
gramaticales que establecen la gramaticalidad del texto. Existen igualmente exigencias
que establecen la narratividad del relato. Esta comparación entre los dos tipos de exi-
gencias está tan fundamentada que la única imaginación que conocemos, la imagina-
ción humana, es una imaginación regulada, una imaginación codificada. Producimos
lo imaginario exactamente igual a como producimos un número indefinido de fi-ases
sobre la base de un número finito de reglas gramaticales.
Dicho esto, mi problema es saber cómo se expresa el segmento semiótico en el
recorrido hermenéutico y, consiguientemente, cómo se lleva a cabo la inserción del
saber semiótico, o, al menos, cómo yo, filósofo, tratando filosóficamente estos pro-
blemas, llevo a cabo la inserción, la soldadura. Os curé de inmediato que no es fácil
no ser ecléctico. Hay que ser dialéctico, no ecléctico.
Propongo tres observaciones, que someto a vuestra discusión.
Primera observación: no me parece que baste con considerar que el nivel de
manifestación es simplemente la exposición de los códigos subyacentes. Creo que
olvidamos la productividad que caracteriza precisamente al nivel de superficie. Si
tuviera que hacer una crítica a la semiótica, sería ésta. No quisiera que el hecho de
privilegiar el código, que no pongo en duda, se hiciese en detrimento de la capaci-
dad generativa que caracteriza al nivel que llamáis nivel de manifestación. ¿Por qué?
Porque es en este nivel, precisamente, donde se produce la soldadura entre la com-
prensión previa del mundo de la acción y su resimbolización. Si puedo servirme de
vuestro trabajo sobre la codificación narrativa es porque la racionalidad codificado-
ra que practicáis está incorporada a la inteligibilidad de las estructuras dinámicas que
se desarrollan, precisamente, en el nivel que llamáis de manifestación; diría que esta
intelección es la intelección de las tramas. Hay una intelección característica de lo
narrativo, que corresponde al nivel de superficie, y cuyo metalenguaje establecéis.
Podéis hacerlo porque antes habéis comprendido lo que es una trama, mediante una
especie de práctica lingüística cotidiana. Cuando Wittgenstein enumera los «juegos
de lenguaje», cita entre ellos el de contar. Siempre hemos entendido lo que es con-
tar. Si uso el término en su forma verbal es para insistir en la actividad de elaborar
una trama, y para subrayar que no se trata tanto de estructuras que estarían ahí como
paradigmas inmóviles, inmutables, sino de una operación que llevamos a cabo. Es
una actividad conjunta del lector y del texto. A mi juicio, la elaboración de una
trama es la operación básica en el nivel de manifestación. Es el acto estructurador
mediante el cual constituimos totalidades temporales singulares, que integran de
forma significativa elementos tan heterogéneos como circunstancias, agentes, con-
flictos, crisis o desenlaces. El historiador francés Paul Veyne, que recurre a esta noción
de trama en su teoría de la historia'^, dice que toda trama pone en relación fines, cau-
sas y azares. La elaboración de una trama los convierte en una totalidad que com-
prendemos. Comprender es «prender-conjuntamente» -prender conjuntamente las
peripecias, el nudo y el desenlace, de modo que se integren finalidad, causalidad y
contingencia en totalidades significativas-. En este acto principal, se expresa nuestra

'- P. Veyne, Comment on écrit l'histoire,V-ixk,Se\xA, 1971. Trad. cast.: Cómo se escribe k historia, Mnááá, Man-
za, 1984 (N. del X).

99
capacidad de seguir una historia. Creo, pues, que hay una intelección primera, una
intelección narrativa que se aprende familiarizándose con la cultura. Pero yo no
situaría esta intelección en un nivel racional, sino en el nivel de la phrónesis de Aris-
tóteles, es decir, el de la inteligencia práctica. O, por emplear otro lenguaje que qui-
zás os sea más familiar, el de Kant: esta inteligencia es la de un esquematismo. La
trama es una esquematización de la acción humana que ensambla agentes, circuns-
tancias, oponentes, ayudas, etc. Lo hace a través de ese acto singular de captar con-
juntamente que la Poética de Aristóteles había llamado acertadamente systasis; térmi-
no que traducimos por organización u ordenación, pero que significa también captar
conjuntamente. Es un acto cohesivo, un acto que lleva a cabo una cohesión.
Partiendo, así, de la elaboración de la trama que se realiza en el nivel de super-
ficie, voy a recorrer al revés el itinerario de Greimas en el admirable texto de Du sens
«Elementos de una gramática narrativa»'^. Este texto procede a partir de exigencias
lógicas, después va añadiendo poco a poco las condiciones de «performatividad», las
categorías del hacer, del querer hacer, del saber hacer, etc., después la de oposición
polémica y, por último, el intercambio de valores-objetos. Pienso que, en realidad, la
inteligibilidad procede en sentido inverso. Si podemos, en efecto, enriquecer así gra-
dualmente el modelo inicial, ello se debe a que sabemos lo que hay que juntar. Lo
que hay que juntar es lo que siempre hemos entendido por intelección narrativa,
cuyas condiciones tratamos luego de reconstruir. Hay una acción teleológica, de
algún tipo, del resultado sobre la búsqueda, que permite poner en movimiento el
modelo estático inicial, a saber, el núcleo taxonómico constituido por la estructura
elemental del significado visualizado a través del cuadro semiótico. Para lograr la ela-
boración de la trama es preciso dinamizar primero el modelo constituyente median-
te operaciones de transformación; después hay que introducir el hacer antropomór-
fico para obtener el enunciado narrativo simple (un agente hace tal cosa); después
hay que introducir la representación polémica, que permite oponer entre sí dos pro-
gramas narrativos; por último, hay que asegurar la transmisión circular de los valo-
res mediante toda una sintaxis topológica. ¿Qué es lo que guía este enriquecimiento
progresivo del modelo inicial? La intención de reunir la intelección narrativa que
hemos adqiúrido culturalmente a base de haber leído historias, seguido historias y
comprendido historias, dentro de tradiciones que se han constituido, a su vez, his-
tóricamente. En efecto, lo característico del esquematismo narrativo es que tiene una
historia propia; no está hecho de modelos intemporales: no estamos aquí en lo acró-
nico, sino en lo tradicional. Como hemos formado nuestra intelección en esas tradi-
ciones narrativas, sabemos lo que es seguir una historia. Desde ese momento, entien-
do la semiótica como el metalenguaje de esa intelección. Procede de una racionalidad
que pertenece a otro orden. Esta racionalidad está emparentada con la que preside la
teoría de sistemas, la teoría de juegos o la teoría de la decisión: es una racionalidad
de segundo orden, que no podría fimcionar si no estuviera ensamblada en la inte-
lección narrativa primera que me capacita para seguir una historia, para comprender
cómo unos personajes que actúan en unas circunstancias producen un curso de

"%^^Í ^ " del T T ' ^^' ' " ' ' " • " ' ' ' ""*• '^'''' ^" '""""'''""--^ Ensayos semióticas. Madrid, Fragua, 1973,
PP

100
acontecimientos que comprendo como una sola historia. Diré que la semiótica es el
metalenguaje de esa intelección narrativa que, a su vez, procede del trato y de la Fami-
liaridad que he adquirido de las operaciones de la elaboración de una trama que
puedo insertar también en la mediación narrativa de mi experiencia humana.
Segunda observación -que plantea también un problema crítico de fronteras para
el que espero vuestra ayuda-: la separación que acabamos de mencionar entre el men-
saje y su código es una separación que varía según los géneros narrativos, y que es
mínima en la clase de textos que os es más familiar. Por ello, la semiódca no se ha preo-
cupado demasiado por ese problema. La semiótica del relato ha tomado siempre como
ejemplo paradigmático, desde Propp y también desde Lévi-Strauss'^, el cuento popu-
lar, es decir, historias en forma de biísqueda, en las que se trata siempre de reparar un
daño o una carencia, de restaurar un orden. En este caso, la vía narrativa constituye
una anilla que se deja ensartar, por así decirlo, en el cuadro semiótico. ¡La cuadratura
del círculo! Si se trata siempre de cerrar el cuadro, ello se debe a que tenemos que vér-
noslas con historias que cierran el círciJo. Pero éste sólo es un ejemplo, el del relato
tradicional, donde el mensaje no hace más que mostrar el código. En este caso favo-
rable, la semiótica puede decir con fundamento que el nivel de superficie manifiesta
el nivel proflmdo. Pero creo que sólo es un caso límite, el caso extremo de una gama
de soluciones narrativas a la elaboración de la trama. En efecto, ¿qué encontramos en
el otro extremo de la gama de posibilidades? Encontramos relatos que están en una
situación de alejamiento respecto a los códigos hasta el punto de romper por comple-
to con todo código. En lugar de aplicar, de poner en movimiento los paradigmas, los
ponen en tela de juicio, los destruyen. Es lo que ha sucedido con la novela moderna
desde Joyce. Hemos de vérnoslas aquí con antirrelatos que guardan una relación iró-
nica con todo paradigma heredado. El punto medio de esta gama de soluciones narra-
tivas (entre estos dos extremos: la aplicación adecuada, que permite tratar el relato de
superficie como la simple manifestación de sus códigos, y la ruptura entre mensaje y
código) consiste en lo que Malraux y, siguiendo a éste, Merleau-Ponty llamaban
«deformación coherente». De este modo, el caso inverso al que resulta más familiar a
los semiólogos, el caso de la rebelión frente a toda regla, sólo es, a su vez, un caso extre-
mo con respecto a este punto medio de la deformación coherente. El antirrelato pre-
supone en nosotros, los lectores, una cultura narrativa que nos ha familiarizado con
ciertas formas de elaboración de la trama. Esta familiaridad crea en nosotros una espe-
ra regulada: esperamos un recorrido determinado que el astuto autor nos niega. Expe-
rimentamos, entonces, el placer de ser decepcionados, engañados. Pero hemos de estar
ya instruidos en los paradigmas y los códigos para poder sacar placer de esa frustra-
ción. Es lo que hace, por ejemplo, todo el arte de Robbe-Grillet.
Este caso extremo prueba que la relación del mensaje con el código consrituye
un problema extremadamente complejo, en la medida en que la mera aplicación sólo

''' K¿¿ V. J. Propp, Morfolopja skazki, Leningrado, Gosudarstvennyi instituí istorii iskusstva, 1928. Ricoeur ha
manejado las ediciones inglesa (Morphology of the FoiktaU, Bloomington, Indiana University Research Center in
Anthropology, Folklore and Linguistics, 1958) y francesa (Morphologie du conU, París, Seuil, 1965). Hay versión cas-
tellana: Morfología del cuento, Madrid, Akal, 1985. Cf. Lévi-Strauss, C , «La structure et la forme, réflexions sur un
ouvrage de Vladimir Propp», en Cahiers de l'Institut de science économique appliquée, serie M, 1960, n." 7, pp. I -36.
Trad. cast.: «La estructura y la forma. Sobre una obra de Vladimir Propp», en C. Lévi-Strauss, Antropología estruc-
tural ¡L México, Siglo XXI, 1979, pp. 113-141 (N. d e l T ) .

101
es un caso límite del otro extremo de la gama. Diría que esta relación tan compleja
entre mensaje y código, con su gama de alejamientos, cae también dentro del ámbi-
to de la intelección narrativa. La intelección narrativa previa a la operatividad racio-
nalizadora de la semiótica es, pues, una actividad viva, como la «palabra que habla»
de Merleau-Ponty, pues permite este doble juego de la sedimentación y de la inno-
vación. La tarea de la hermenéutica es recuperar ese juego complejo, ese «juego for-
midable» que el artista «hace con el tiempo», según la frase de Proust, recogida por
Genette en Figuras IP^. Este juego es obra de la imaginación creadora, que extiende
sus variantes entre estos dos extremos: la manifestación pura y simple de los códigos
y la separación por la separación misma. El juego de la imaginación es ese juego de
la separación. En cierto modo, Roland Barthes ha hecho este recorrido. La primera
parte de su obra acentúa el predominio del código sobre los mensajes; la última parte
expresa la rebelión del mensaje contra los códigos, pues llega a decir, en la famosa
lección del College de Franc^^, que la literatura no es ni revolucionaria ni conserva-
dora, sino fascista. Pero al caracterizar así la literatura, ponía el acento en la desvia-
ción, que no es sino lo contrario de la mera manifestación.
Tercera observación: tenemos en Francia una teoría de la escritura muy avanza-
da, pero nuestra teoría de la lectura se ha desarrollado poco en comparación con la
que se practica en otras partes, en particular con la que ha llevado a cabo la escuela
de Constanza, con Hans Robert Jauss y Wolfgang Iser, en su último libro Der Akt
des Lesens, El acto de leer^^. Estos teóricos de la crítica literaria han mostrado que el
acto de lectura no se limita a expresar la subjetividad del lector en detrimento de la
objetividad del texto. En sí misma, la lectura es una operación estructuradora que,
podría decirse, acompaña al texto y, en consecuencia, también a los intercambios
continuos entre código y mensaje; exactamente como, cuando hablamos, elabora-
mos con la misma gramática un número indefinido de frases. Humboidt decía, así,
que el discurso es im uso infinito de medios finitos. Este uso es el que hace el lector.
Diría entonces -aunque no sé si Greimas estará de acuerdo conmigo- que el lector
interviene ya en la mera predicación «A hace x». Por otra parte, he señalado que, en
su anículo de Du sens que cité antes, para hacer que se mueva el cuadro semiótico se
precisan transformaciones, y que para producir estas transformaciones se requiere un
sujeto (cito: «sin embargo, el examen de las condiciones de la captación del sentido
muestra claramente que aunque el significado, en la medida en que buscamos encon-
trarlo en el objeto, se presenta como una expresión de relaciones fiíndamentalmente
estables, al mismo tiempo es susceptible de representarse dinámicamente cuando lo
consideramos como una captación o como la producción del sentido por el sujeto»)'^

" *"' « ^ " d ^ T ^ ^ " ' "' '^'°'"^" '^" """' ' ' " ' ' ' ^'="''' ' ' ^ ^ - '^"•^'*- ^^••- ^•P'^'"' Córdoba (Arg.), Nagel-

• ' t n ^ . ^ r ' ^ ' ^ c ^ T " , '^'¡""''"••S^ra^f' ^ '^"'^ ^ ^^iolope linératre du College de Frunceprononcée U 7jan-
ver 1977), Pms Seuil, 1978. Trad. asx^Leccwn inaugural de la cátedra de semiología literaria del College de Fran-
ce, en Bplacer del texto, México, Siglo XXI, 1982, pp. 111-150 (N. del T.).
•' W. Iser. Der Akt des Lesens. Theorte aesthetischer Wirkung, Munich,'Wilhelm Flnk, 1976. Ricoeur menciona
en «ra conferencia la rraduccion m^k^-The Act ofReading, Londres, Roudedge & Kegan Paul, 1978. Posterior-
mente, se publicaría la versión francés: ra«r« < ¿ / , # ^
Oí fefr, Madrid, laurus, 1987 (N. del T.). '
'» A. J. Greimas, Du sens. op. cit. p. 164; trad. cast.: En torno al sentida, op. cit, p. 194 (N, del X).

102
En este punto, pues, se requiere un sujeto epistemológico, un sujeto operador". Y
no voy a decir que ese sujeto operador seáis vosotros o yo, aunque estoy cualificado
como lector en la medida en que vive en mí la actividad de ese sujeto que estructu-
ra, que hace tramas. Cabe decir que «hacer tramas» es un acto del juicio, en el sen-
tido kantiano de la palabra: captar conjuntamente es, en efecto, el acto fundamental
del juicio. El lector es quien, además de estructurar el texto, es capaz de seguir la his-
toria. La misma actividad estructuradora de la lectura es también la que dirige el
juego de la sedimentación y de la innovación, mediante el cual la elaboración de la
trama juega con las distintas exigencias, experimenta los alejamientos y encuentra
placer en ello: el «placer del texto»^". Por último, es la misma actividad estructura-
dora la que acaba la obra, en la medida en que, como mostrara Román Ingarden en
Vom Erkennen des literarischen Kumtwerk^^, la obra es siempre un esbozo para la lec-
tura, con sus lagunas y sus zonas de indeterminación (sus Unbestimmtheitsstellen
-término que se ha traducido por «gaps of indeterminacy» en la versión inglesa-). En
consecuencia, cabe decir que acabamos el texto al leerlo y, al acabarlo, lo hacemos.
El caso extremo es Joyce, donde es verdaderamente el lector quien lo hace todo. El
libro está hecho precisamente para enredarnos -y es preciso que nos desenredemos—
en esa especie de embrollo sistemático. El acto de lectura ha de suplir lo que la escri-
tura nos ha negado. Este es el triunfo del lector.
Aquí me detengo. Diré sólo que de este triple modo, siguiendo el hilo de mis
tres observaciones, se produce la intelección de la trama. En primer lugar, por su
carácter dinámico y sintético, esta intelección precede al metalenguaje de la semióti-
ca. En segundo lugar, la misma intelección narrativa coopera en el juego que se da
entre código y mensaje, y genera la gama de variaciones imaginativas que van desde
la manifestación a la separación extrema, pasando por la deformación coherente. En
tercer lugar, la intelección narrativa anima el acto de lectura que acompaña a la
estructuración del texto. De este triple modo, asumo la abstracción del texto que con
razón practicáis; pero sin caer en la hipóstasis del texto. Pues el texto sólo se queda
un momento en el suspenso de nuestro ser-en-el-mundo. Hay que devolverle su fun-
ción de mediación entre el mundo de la acción presimbolizado y el mundo de la
acción resimbolizado. La mimesis de la acción es este recorrido completo.

Traducción: Gabriel Aranzueque

" El término «sujeto operador» fue sugerido a Ricoeur por el propio Greimas, que se encontraba en la sala cuan-
do el primero impartió la presente conferencia (N. del T ) .
^^ Ricoeur se refiere evidentemente al libro de Roland Barthes Leplaisir du texte, París, Seuil, 1973. Trad. cast.:
El placer del texto, México, Siglo XXI, 1982 (N. d e l T ) .
^' Tübingen, Niemeyer, 1968. Versión inglesa: A Cognition ofthe Literary Work ofArt, Evanston, Northwestern
University Press, 1974 (N. del T.).

103
II

Encuentros
El conflicto de las interpretaciones
Otto Póggeler

Cuando Stuttgart, capital del Land, concede el Premio Hegel, no presupone que
el galardonado suceda como hegeliano al gran hijo de la ciudad, el filósofo Hegel;
pero parte del hecho de que el premiado —ya se dedique a las ciencias humanas o a
la filosofía-, dando por bueno o impugnando el legado de Hegel, haya renovado su
acción en nuestro tiempo y en las condiciones actuales. Cómo se haya cumplido esto
es lo que nos preguntamos hoy, al honrar en la persona de Paul Ricoeur a un filóso-
fo que ha adquirido en Francia, su patria, una posición rectora, pero que ha modifi-
cado, asimismo, el clima filosófico en los Estados Unidos a través de una larga acti-
vidad docente y mediante el influjo de sus publicaciones.
¿Puede la filosofía, que tantas cosas ha de decirnos, decirnos también lo que ella
misma es, cómo acontece en realidad elfilosofar?¿Puede quizá darnos una respuesta a
esta pregunta siguiendo el modelo de Hegel? El propio Hegel, en todo caso, nos ha dicho
de un modo claro y definido cómo concibe él lafilosofía.En la Fenomenolo^ del espíri-
tu, escribe en el prólogo que su propósito es dar a lafilosofíala forma de la ciencia; de
esta manera, la filosofía tendría que abandonar su nombre de amor al saber para con-
vertirse en saber de verdad. Ya entre los griegos explicaba Platón largamente por qué la
filosofía tiene este nombre, que Hegel traduce con la expresión de «amor al saben). La
filosofi'a, según Platón, es una de las obras de Eros, que, aun no siendo un dios, es un
daímon que media entre dioses y hombres. Eros impulsa a los hombres a buscar en la
mortalidad de cada uno, a través de la generación y del nacimiento constantes, algo así
como una inmortalidad que sobreviva a cada hombre; los impulsa a arrancar, a la deca-
dencia siempre inminente de las instituciones de la comunidad, la estabilidad y la per-
manencia ganadas gracias a la fuerza normativa de las leyes; y también a buscar para
ello -en lafilosofi'aprecisamente— aquel saber que establece la medida de las cosas. La
filosofía no es simplemente un saber. La posesión del saber queda reservada para los
dioses; entre los hombres, tan sólo el sofista cree estar en posesión del saber y poder
venderlo cual mercadería. Filosofía es, antes bien, un anhelo de saber que procede de
la ignorancia y permanece constantemente amenazado por la ignorancia; de ahí que
también haya que diferenciar entre lo que sabemos y lo que no sabemos.
Hegel va más allá de Platón al querer convertir la filosofía de un amor al saber
en verdadera ciencia. Partiendo de la tradición platónica, filósofos y teólogos han

107
hecho prevalecer en Occidente la idea de que el hombre participa de Dios, que crea
todas las cosas tal como las conoce. En el mencionado prólogo de la Fenomenología,
Hegel alude a esto. «En otro tiempo», escribe, «tenían un Cielo...». La significación
de todos los entes residía en el hilo de luz que los unía al Cielo. Filosofar quería decir,
por tanto, ver en lo terrenal su relación con lo eterno, con la chispa que Dios había
infundido, como su propio pensamiento divino, en sus criaturas terrenales. Hegel
nos cuenta que fue la urgente exigencia de experiencia, en las épocas tardomedieval
y moderna, lo que deshizo esta ordenación de las cosas hacia el Cielo de luz, es decir,
las ciencias de la naturaleza, pero también la lucha contra las justificaciones trascen-
dentes de las formas tradicionales de sociedad, y la liberación de la rigidez ortodoxa
de la religión. Hegel ve con claridad que este movimiento de la filosofía, consisten-
te en otorgar validez sólo a aquello de lo que se tiene experiencia, ha conducido final-
mente al nihilismo, para el cual ya no hay nada cierto ni existen vínculos estables.
No obstante, en un trabajo temprano. Creer y saber, Hegel asigna a la filosofía la tarea
de ser el verdadero nihilismo, la supresión de todo vinculo previo. Sólo así puede
finalmente la filosofía encontrar en el objeto de la propia existencia, en lo que ha sido
distanciado críticamente, una coherencia, un orden, un sistema. Al hacer esto, la filo-
sofía tiene también que atender al hecho de que aquello que se conjuga formando
un sistema ha sido construido en el transcurso de una larga historia. La filosofía, que
se convierte en este sentido en verdadero saber, es realidad en el sentido de la pala-
bra griega enérgeiar. es proceso. Quien se sitúa en el interior de este proceso del filo-
sofar no debe nunca querer imponer sólo su propia posición; tiene que reunir todas
las tendencias de la época e integrarlas en un todo. Semejante integración fue, preci-
samente, el logro que atrajo a tantos discípulos hacia Hegel. Naturalmente, Hegel
pensaba que este proceso de la historia había alcanzado entretanto tal grado de dife-
renciación que nos residtaba claro y transparente, y que, de este modo, también
había llegado, en cierto sentido, a un final. Esta concepción ya ftie discutida por los
sucesores de Hegel -por Marx, Kierkegaard y los grandes historiadores-. No hay
duda de que nosotros, bajo las conmociones de nuestro siglo, hemos perdido aque-
lla confianza hegeliana en la historia. ¿Cabe aún, en tales circunstancias, conferir
alguna vigencia al legado de Hegel? ¿Puede decirse de algún filósofo que haya res-
pondido, a pesar de todo, a tal demanda?
Si recordamos la manera en que era practicada lafilosofíahace aún treinta años,
o sea, en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, constatamos que Francia
y Alemania se encontraban por aquel entonces en una cercanía hacia la que hoy día
sólo podemos volver la mirada con envidia. Pero también resultaba mucho más fácil
cruzar el Canal en barco o en avión que unir la filosofía inglesa con la continental.
Lo que se intentaba aquí en el Continente -a saber, la continuación de la tradición
especulativa a la Hegei o una filosofía de la existencia siguiendo a Kierkegaard- en
Inglaterra era tenido por una extravagancia que había que poner más bien en la cuen-
ta de la poesía y de la literatura -a veces hasta se decía que en la de la música-. Las
sutiles reflexiones que dominaban los seminarios ingleses, en cambio, eran vistas aquí
como fruslerías que, no obstante -en contra de lo que presumían los colegas ingle-
ses-, ya habían sido tratadas desde hacía tiempo por la tradición dentro de contex-
tos más amplios. Pero si mirábamos al Este veíamos allí -en Leipzig y en Berlín-Este-
un marxismo exigido oficialmente. También la actividad filosófica parecía disponer-
los
se en grandes bloques: en el Este, una interpretación dialéctica global del mundo y
de la historia como concepción científica del mundo instalada oficialmente; aquí, en
el Oeste, por un lado, en la Europa continental, el existencialismo, que prestaba
atención al riesgo de la decisión en situaciones límite, y una hermenéutica especula-
tiva, vinculada a las ciencias del espíritu; por otro lado, en el ámbito anglófono,
imperaba una filosofía del sentido común y pragmática, que se hallaba en íntima
conexión con el control científico y técnico del mundo. El dualismo que imperaba
en el mundo occidental podía ser puesto en entera correspondencia fiincional con el
orden político de este mismo mundo, que, como es sabido, diferencia la regulación
pragmática de los asuntos públicos con respecto a la esfera privada y a las precarias
opciones religiosas.
Este antiguo cuadro, que también dibuja en un mapa los bloques filosóficos y
sus irradiaciones, naturalmente hace mucho que ya no vale. Se han producido múl-
tiples mezclas, cruces e influencias. También en los países del Este encontramos el
pragmatismo y el marxismo reformado; aquí, en el Oeste, hallamos el marxismo
como movimiento de protesta y como crítica de las ideologías; en París, el estruc-
turalismo pudo reemplazar al existencialismo. En América, penetraron durante un
tiempo de crisis los motivos de la filosofía europea continental, mientras la filoso-
fía analítica era recibida entre nosotros. Con pesar, hay que registrar también las
pérdidas —por ejemplo, un cierto alejamiento entre las filosofías alemana y france-
sa-. Pero si la disolución de los bloques filosóficos no ha de consistir meramente en
una mezcla, entonces habrá que destacar las unilateralidades de los anteriores plan-
teamientos y ver la justificación de sus motivos. No cabe duda de que hubo empe-
ños globales de este tipo. Así, por ejemplo, en muchos lugares se partía del hecho
de que difícilmente podemos desarrollar la manera crítica de hacer filosofía propia
de la modernidad, como hizo aún el siglo XIX, a partir de una teoría abstracta del
conocimiento. Antes bien, tenemos que prestar atención a cómo, por ejemplo, el
lenguaje conduce y sustenta de manera concreta el conocimiento. Pues el hombre
no está inserto en su mundo gracias al aseguramiento del instinto; incorpora las
cosas a su mundo poniendo entre sí y las cosas producciones poiéticas diversas —el
arte, el mito, las instituciones o la maravilla del lenguaje-. ¿Pero cómo fianciona en
realidad el lenguaje? Cuando llegamos a los Alpes, nos encontramos, una y otra vez,
con que determinada montaña es llamada «Morgenhorn» («pico de la mañana»).
¿Por qué acuñan los hombres esta palabra? ¿Les fascinaba cómo el sol y, con él, la
mañana se levantaban un día tras otro por detrás del saliente picacho, de tal mon-
taña determinada? ¿Vivían, así pues, los hombres poéticamente, como dijera Hol-
derlin? ¿O hay que ver las cosas con mayor sobriedad, más del lado de la razón téc-
nica e instrumental? Las gentes tenían que medir el tiempo y, puesto que no poseían
aún los relojes actuales, usaban la montaña y el sol como indicadores de la hora.
Pero también puede señalarse que se hablaba de «Morgenhorn» porque se estaba
regido por determinados intereses, como el tener que apacentar de mañana las vacas
que se guardaban en el establo.
Pues bien, ¿podemos preguntar a propósito, no sólo de tal palabra, sino de la
filosofía en su conjunto, que quería tomar conciencia del lenguaje, cuáles son sus
motivos y cuál la justificación y los límites de tales motivos? En todo caso, este inten-
to ha sido emprendido. Si abrimos los libros de Paul Ricceur, encontramos todos

109
aquellos títulos que designan las diversas corrientes filosóficas: fenomenología, filo-
sofía de la existencia, hermenéutica, estructuralismo, marxismo, crítica de las ideo-
logías, filosofía analítica, etc. Paul Ricoeur ha hecho filosofía a partir de su encuen-
tro con la filosofía alemana, pero luego ha dado prueba de su propio quehacer
filosófico, no sólo en París, sino también en Chicago. Los títulos mencionados no
han de fijar históricamente las corrientes filosóficas; se trata, más bien, de indagar la
justificación de cada una de tales actitudes. También la tradición clásica de la filoso-
fía entra en esta indagación, y, con ella, las grandes tradiciones religiosas, como, por
ejemplo, la tragedia griega y la profecía judía. Pero lo que obtiene Ricoeur en esta
indagación no es el sistema hegeliano como una gran síntesis, sino un conflicto de
interpretaciones. Sólo que, en este conflicto, o en estos conflictos, de lo que se trata
es del empeño común de la filosofía actual. El logro de Ricoeur consiste en discutir
este empeño en sus múltiples formas, para ver su justificación y sus límites; dicho
logro le sitúa en la sucesión de Hegel.
Pero, ¿qué quiere decir suceder a Hegel en las condiciones de la época actual?
Para responder a esta pregunta, tengo que echar al menos un vistazo rápido al cami-
no seguido por Paul Ricoeur y mencionar algunos pasos importantes que ha dado con
su pensar. Incluso durante su cautividad como prisionero de guerra en Alemania, Paul
Ricoeur emprendió la traducción de una obra capital de Edmund Husserl, el libro
primero de las Ideas para una fenomenología pura y unafilosofiafenomenológica^ ¡esto
supuso, en la época de la más grave desfiguración de la historia de Alemania, un reco-
nocimiento de las perdurables realizaciones de la filosofía alemana, pero asimismo el
inicio de una siempre renovada y progresiva ocupación con la filosofía fenomenoló-
gica! Como protestante, le resultaban especialmente familiares las cuestiones teoló-
gicas, y así buscó la cercanía de la filosofía existencial de cuño cristiano y personalis-
ta. Consagró importantes trabajos a Gabriel Marcel y a Karl Jaspers. De este modo,
surgió un primer antagonismo. Husserl había tomado siempre el análisis de la per-
cepción como modelo de la labor fenomenológica; es más, había vinculado la feno-
menología con la intuición, que promete la evidencia. El fenomenólogo francés Mer-
leau-Ponty, al menos, había partido todavía del análisis de la percepción cuando en
su nuevo enfoque -también contra Sartre- entendía al hombre desde la corporeidad.
Pero entender la libertad de la existencia como algo encarnado en el cuerpo era un
camino que también podía seguir el personalismo cristiano, y fiíe por ahí por donde
Paul Ricoeur condujo la filosofía fenomenológica hacia una nueva dimensión, al
desarrollarla de manera ejemplar a partir de una filosofía del querer. El querer, que
pretende una cosa y busca realizarla, y al hacerlo choca con lo involuntario y lo
inconsciente en el hombre, se contrapone al intuir, que se cumple en la evidencia.
Ricoeur había planteado desde un inicio su filosofía de la voluntad como una
obra en varios volúmenes; cuando al volumen publicado en 1950 le sucedieron en
1960 otros dos, éstos trataban de la labilidad humana y de la simbólica del mal: de
temas que han de sernos muy familiares tras las catástrofes de nuestra historia. Pero,
¿podemos admitir una única «esencia» de la labilidad del hombre y, con ello, de la
posibilidad de ser seducido a hacer el mal? ¿Podemos, por ejemplo, suponer una
esencia general para el discurso griego sobre la impiedad y el judeo-cristiano sobre el
pecado, una esencia intuible por parte de una psicología y una fenomenología que
miraran a nuestro interior? Los temas de los que se ocupaba Paul Ricoeur le condu-

110
jeron de una ingenua fenomenología de las esencias a una fenomenología hermenéuti-
ca que explica e interpreta lo que puedan ser la labilidad y el mal partiendo de las gran-
des obras, de los mitos y las religiones de la historia. Acaso, en realidad, sólo podamos
comprender a partir de diferentes situaciones de la experiencia, que se construyen cada
una en una larga historia, cómo pertenece a nuestra vida una dimensión religiosa.
Las dificultades a las que conduce este camino hermenéutico quedan patentes
en el hecho de que Paul Ricoeur no presentó el volumen final de su filosofía de la
voluntad, sino que se entregó a nuevas discusiones que se habían vuelto urgentes.
¡En el año 1965 apareció con el título De la interpretación su libro sobre Sigmund
Freud! Hablar del complejo de Edipo ha llegado a ser un lugar común; indica que
los símbolos expresados en los mitos y las tragedias andan todavía en los sueños de
los hombres actuales. ¿No podría expresarse en ellos un deseo en el que lo cons-
ciente es dirigido por lo inconsciente? Pero, ¿cómo hay que interpretar estos sím-
bolos? Está, por un lado, la posibilidad de elaborar los símbolos de un modo refle-
xivo y crítico, y restituir así su sentido primigenio. Es lo que intenta la fenomenología
de la religión, que desde Rudolf Otto se ha convertido en un amplio campo de tra-
bajo, pero también la interpretación de ios mitos y esa discusión acerca de la anti-
gua mitología que hoy en día, de renovada actualidad, llena estanterías enteras. A
esto se añade la interpretación existencial de la exégesis teológica, que ocasional-
mente fiíe puesta bajo el título un tanto confuso de «desmitologización». Pero a esta
hermenéutica, que restituye de forma reflexiva un sentido desarrollado simbólica-
mente, se le añade otra, a saber, esa crítica de la ideología que en los símbolos des-
cubre ilusiones, pero también el encubrimiento de las verdaderas intenciones, quizá
inconscientes. Freud pretendió un desenmascaramiento semejante al remontarse a
los deseos sexuales de los hombres, pero también Nietzsche, que encontraba, inclu-
so en la exigencia de justicia del débil, la voluntad de poder y de venganza, y, por
último, Karl Marx, que en toda la miseria y todas las esperanzas de los hombres veía
la obra de su esencia genérica productiva y sus implicaciones. Si la esencia de la labi-
lidad y del mal ha de ser ganada interpretando la experiencia histórica de sí mismo
por parte del hombre, entonces la interpretación conduce al conflicto entre la her-
menéutica que restituye críticamente un sentido y la hermenéutica de la sospecha y
de la desconfianza, que desenmascara las ilusiones y las ocultaciones. A ambos enfo-
ques, quiere hacer justicia Ricceur con la famosa exigencia de que hemos de matar
los ídolos para salvar los símbolos.
Una recopilación de escritos de Paul Ricoeur lleva el significativo título de El
conflicto de las interpretaciones. Este conflicto tiene aún otras dimensiones; así, había
de tener importancia para Ricoeur el hecho de que en París, a la vista del público,
ftiera súbitamente sustituida aquella forma de hacer filosofía que se apoyaba en
Hegel, Marx y Kierkegaard, y además en Husserl, Heidegger y Sartre, por el llama-
do estructuralismo. Una sola ciencia independiente, la fonología, se convirtió en el
modelo de toda una serie de ciencias, no sólo de la ciencia lingüística, sino también
de la etnología, de la mitología o del psicoanálisis. Con nuestros órganos fonadores,
podemos formar una secuencia muy determinada de sonidos, por ejemplo, con los
labios, la lengua y el paladar: p, t, k. Estos sonidos y sus agrupaciones pueden reci-
bir un significado. En su diferencia y su diferenciación, estos sonidos agotan los ele-
mentos de una estructura, de tal modo que, aparte de los sonidos posibles, no puede

111
haber otros. Si la historia de una lengua es vista en general desde este modelo, enton-
ces la mirada sobre la historia se conviene en la mirada a través de un calidoscopio,
en el cual un determinado número de fragmentos se conjugan en una suma de com-
binaciones sin que a las posibilidades estructurales ya dadas puedan añadirse otras.
Paul Ricoeur se opuso a esta concepción, mostrándose receptivo a ella: estudiando no
sólo el lenguaje hablado, sino también el texto escrito como modelo de una inter-
pretación del lenguaje. El texto, fijado por escrito, se desliga del escritor, y recibe así,
en realidad, una cierta autonomía. Pero esta autonomía no puede ser completa, lo
que, por otro lado, queda de manifiesto en el hecho de que hay textos, por ejemplo
una certificación, que intervienen en una situación. La palabra hablada, ya por el
mero uso de los pronombres personales, permanece referida al hablante y a su inter-
locutor, a la comunicación y a su situación. Ricoeur muestra (sobre todo en su dis-
cusión sobre la metáfora) que la palabra media entre los elementos de una estructu-
ra y el acontecimiento del habla en una situación abierta. Los distintos significados
de la palabra no constituyen únicamente, como querría el estructuralismo de mane-
ra unilateral, una diferenciación en un orden de elementos yuxtapuestos, sino tam-
bién el surgimiento plural de un segundo y nuevo significado en un orden sucesivo.
También frente a la teoría de la ciencia y a la filosofía analítica afirma Ricoeur esta
posibilidad del lenguaje hablado. Su última obra. Tiempo y relato., cuyo primer volu-
men ya apareció en el año 1983, intenta desde un enfoque «poético», y en discusión
con el modo de escribir historia, comprender el tiempo a partir de la estructura de la
aaividad de narrar. La experiencia del tiempo, que desde Bergson y Dilthey, desde
Husserl, Heidegger y Lévinas, obliga a la filosofía a repensar su propia posibilidad, se
convierte así, de un modo novedoso, en un problema de investigaciones concretas.
¿No diverge Paul Ricoeur de manera definitiva con respecto a Hegel en que no
aspira al sistema, sino que se sitúa en un conflicto de interpretaciones? Para rechazar
una pregunta retórica de este tipo, sólo hace falta recordar la famosa dialéctica hege-
liana, que era también una estrategia del conflicto. Claro s&xk que Hegel apuntó
como comentario a la Enciclopedia de las cienciasfilosóficas,publicada por él en Hei-
delberg, esta frase: «Sacarlo todo del Dios secreto». Para Hegel, la historia puede lle-
gar a ser sistema porque en lo esencial ha producido ya todas sus diferencias. Noso-
tros, en medio de los cambios radicales y de las catástrofes de nuestro siglo, hemos
perdido irrevocablemente esta concepción de las cosas. Con todo, precisamente
nuestro siglo -en el Este y en el Oeste- se vuelve una y otra vez hacia Hegel. Es sig-
nificativo de Paul Ricoeur el que, precisamente en su libro sobre Freud, haga un
amplio uso de Hegel, a saber, de la Fenomenología del espíritu. La hermenéutica, que
explica los símbolos de nuestro deseo, despeja arqueológicamente con Freud lo que
permanecía enterrado, pero también reúne con la Fenomenología hegeliana todo lo
experienciado, orientándolo teleológicamente hacia una meta. Pero esta meta ya no
puede ser -como en Hegel- el saber absoluto y el sistema que se cierra; tiene que ser
concebida como un camino que atraviesa la historia abierta. Así pues, resta la pre-
gunta central de si, hoy en día, aún podemos hablar, y cómo podemos hacerlo, de
un sentido de la historia.
La filosofía, ciertamente, adquiere otra forma, como observara Hegel, aunque
no de tal modo que tuviera o ni siquiera pudiera abandonar el nombre de amor al
saber. Cuando Ricoeur se refiere justamente a esa genial obra temprana de Hegel que

112
es la Fenomenología del espíritu, también esta referencia se halla dentro de contextos
más amplios. Ya los discípulos y seguidores de Hegel vieron que la manera en que
habla esta obra de la autoconciencia es una muestra ejemplar del planteamiento
hegeliano. Con respecto al capítulo dedicado a la autoconciencia, pusieron el acen-
to en distintos aspectos: Bruno Bauer destacó las partes de crítica de la religión sobre
la conciencia desgraciada; Karl Marx, la exposición de la lucha por el dominio y la
servidumbre; Ludwig Feuerbach, la relación de la autoconciencia con la propia vida
o la vida de la especie. El gran mérito de los sesenta o setenta años de la recepción
de Hegel en Francia es haber vuelto a transitar este camino de la apropiación crítica
de Hegel, partiendo de las cuestiones de nuestra época: gracias a Jean Wahl, a Ale-
xandre Kojéve, a Paul Ricoeur. Esto supuso algo así como traer a Hegel a casa en
nuestro tiempo, pero también, con ello, una nueva determinación de la tarea de la
filosofía. Si Hegel dijo, con una conocida fórmula, que la filosofía tenía que apre-
hender la substancia como sujeto, hoy se nos muestra que nuestro quehacer filosófi-
co no puede ser ni una filosofía de la substancia en sentido clásico ni una filosofía
del sujeto según la concepción del idealismo especulativo. No podemos decir exhaus-
tivamente, como hicieron los griegos y los filósofos y teólogos medievales, qué sea el
ser de lo ente; preguntamos reflexivamente, siguiendo la tendencia crítica de la filo-
sofía moderna, cómo puede en general el pensar mantener una referencia segura a lo
ente. Pero, al preguntar así, ya no podemos encontrar un último punto fijo en el que
la autoconciencia esté segura; al contrario, tenemos que situarnos en el devenir de
una meditación sobre nosotros mismos que, constantemente, nos viene exigida de
nuevo; tenemos que soportar el conflicto de las interpretaciones y la historia abierta.
En el año 1811, el administrador de la Universidad de Tubinga y posterior
ministro von Wangenheim le propuso en términos entusiastas a Federico, rey de
Wurtemberg, llamar a Wurtemberg a su paisano Schelling, que en Jena, Wurzburgo
y Munich se había convertido en el filósofo más famoso de la época. El rey justificó
su negativa con esta frase lapidaria: «Hay ventajas (Vorteile) que han de ser respeta-
das». El rey no quería arriesgar las ventajas y, junto con ellas, la tranquilidad y la
seguridad del país por causa de una inquieta filosofía. Nos gustaría suponer que de
lo que quiso hablar el rey era de «prejuicios» (Vorurteile), pero dijo «ventajas». Esto
nos hace recordar una frase que el joven Hegel escribiera al joven Schelling: que difí-
cilmente podrían cambiar las cosas en Wurtemberg porque religión y política hacían
causa común, o sea, porque teólogos y políticos se garantizaban mutuamente sus
ventajas. Una persona que -a diferencia de Schelling y de Hegel- desarrolló su labor
en Stuttgart, Friedrich Theodor Vischer, mostró en el ejemplo de su paisano David
Friedrich Strauss cómo estas ventajas, con restricciones inadecuadas, pueden reper-
cutir en el trabajo intelectual. Pero el ejemplo de hombres como Strauss acaso reve-
le también otra cosa: que aquel que se atreve a tener una nueva visión crítica, no sólo
puede ser expulsado de la vida profesional normal, también puede perder una rela-
ción suficiente con su tema, y eso es entonces lo realmente trágico del camino críti-
co al que se arriesgó. Cuando Paul Ricoeur quiere matar los ídolos para salvar los sím-
bolos, ve estas dos cosas: tanto la necesidad de una recepción críticamente reflexiva
de las tradiciones como los límites de nuestra crítica y nuestra filosofía.
Stuttgart ha seguido un largo y laborioso camino para alcanzar la capitalidad
aquí en el sudoeste de Alemania; ya en tiempos de Hegel se convirtió en lugar de edi-

113
ción de nuestros autores clásicos. Desde hace tiempo, se procura recuperar la heren-
cia de aquellos que tuvieron en algún momento que dejar el país (como Schiller, Hol-
derlin y Hegel), o que incluso fueron expulsados de él junto con su legado (como
Husserl). El hecho de que la capital del Land conceda desde hace quince años un Pre-
mio Hegel puede muy bien verse como un síntoma de ello. La ciudad honra con la
institución del premio a su gran hijo Hegel; señala la tarea de guardar de un modo
correcto el legado de la fdosofia hegeliana, en una época en la que tanto en los países
del Este como del Oeste se apela a Hegel. La ciudad honra con la concesión del pre-
mio al galardonado. Claro está que la obra ampliamente influyente de Paul Ricoeur
ha recibido tal reconocimiento que la presente concesión del premio sólo puede cons-
tituir un pequeño complemento al homenaje ya tributado. Sin embargo, la ciudad de
Stuttgart puede estar orgtdlosa de no tener ya que afirmar respecto de Paul Ricoeur lo
que en otro tiempo dijera la Academia francesa a propósito de Moliere:

«Rien ne manque á sa gloire,


II manquait á la nótre».

Mediante esta sabia elección, Stuttgart se ha honrado a sí misma. Ha encontra-


do a un galardonado que hace filosofía partiendo de su especial cercanía a la filoso-
fía en lengua alemana. Pero, con ello, la ciudad ha hecho visible una tarea: cultivar
precisamente desde el sudoeste de Alemania la lengua y la cultura francesas, y tratar
de tender nuevos puentes hacia la filosofía francesa. Cualquiera verá enseguida lo
bien que enlaza Paul Ricoeur, como galardonado, con los anteriores premiados, con
los dedicados a las ciencias humanas y con los filósofos Jürgen Habermas y Hans-
Georg Gadamer. Paul Ricoeur ha conducido la filosofía fenomenológica a una
dimensión hermenéutica, ha validado el enfoque hermenéutico en la discusión con
las corrientes de crítica de la ideología y cientificistas, y, de este modo, partiendo de
nuestros empeños actuales, ha creado la posibilidad de conservar, transformándolo,
el legado de Hegel. A través del empeño de toda una vida, Paul Ricoeur ha mostra-
do de modo ejemplar cómo en nuestra época la filosofía es posible, pero también
necesaria. Por todo ello, se hace merecedor de nuestro agradecimiento.

Traducción: Alejandro del Río Herrmann

114
Ensayo y propósito
Sobre la objetividad de la historia
(Carta a Paul Ricoeur)
Louis Althusser

Me gustaría exponer aquí, si me lo permite, algunas observaciones sobre su con-


ferencia de Sévres, que acabo de leer.
Y en primer lugar quisiera, para nuestro uso común, señalar y precisar lo que le
distingue de Raymond Aron. Esta comparación no es arbitraria: su propio texto la
impone, con medias palabras la mayoría de las veces y en ocasiones con claridad'.
No creo traicionar su pensamiento al decir que la critica de los temas «suhjetivistas» de
Raymond Aron es una de las razones de su texto. Esta comparación no es, además, inac-
tual, pues los temas de Aron son, me atrevería a decir, de dominio público, algo que
todos conocemos y que muchos consideran evidentes.
Lo que le distingue de Aron es su propia problemática. Mientras que Aron plan-
tea la pregunta «¿Es posible una ciencia histórica universalmente válida?», lo que
equivale a decir, en términos kantianos, que «duda de su existencia»^, usted parte de
la existencia de la ciencia histórica, de su racionalidad y de su objetividad como de
un dato de hecho. Mientras que Raymond Aron plantea a la historia, no la pregun-
ta que Kant plantea a las ciencias (la pregunta sobre el fundamento), sino, por el con-

^ «Tras ei enorme trabajo de ía crítica filosófica, que alcanzó su punto culminante con el libro de Raymond
Aron, quizá haya que plantear ahora la siguiente pregunta; ¿cuál es la subjetividad buena y cuál es la mala?» [«Objec-
tivité et subjectivité en histoire», en Revue de l'enseignementphilosophique, n° 3, julio-septiembre 1953, pp. 28-40,
p. 34. El texto sería recogido posteriormente en Histoire et vérité, París, Seui!, 1955. Hay traducción española: His-
toria y verdad, Madrid, Encuentro, 1990, pp. 23-40, p. 31 (N. delT.)].
CfR. Aron, Introduction a la Phibsophie de ¡'Histoire, París, Gallimard, 1938, p. 10. [Hay edición castella-
na: Introducción a U filosofía de la historia, Buenos Aires, Losada, 1946, p. 8.] Aron, por otra parte, es consciente de
que transforma el sentido de la pregunta «crítica». Escribe: «En lugar de la fórmula kantiana '¿cuáles son las condi-
ciones de posibilidad de una ciencia histórica?', nos preguntaremos: ¿Es posible una ciencia histórica universalmen-
te válida?» (p. 10; trad. cast.: p. 8). No deja de tener interés oponer a esta problemática kantiana «rectificada» algu-
nos textos de Kant. Por ejemplo: «Poseemos cierto conocimiento sintético a priori indiscutido (matemáticas y física
puras) y no vamos a preguntarnos si dicho conocimiento es posible, porque es real, sino tínicamente cómo es posi-
ble» (Prolégomenes, trad. Gibelin, p. 33 [París, Vrin, 1974, 9» ed. Hay edición castellana: Prolegómenos, Madrid,
Sarpe, 1984, p. 58 (N. del T.)]). O también: «Plantear la pregunta acerca de la posibilidad de una ciencia es supo-
ner que se duda de su existencia» (ibid-, p. 9; trad. cast.: p. 29). Es cierto que el tínico rasgo que aproxima a Aron a
Kant es el carácter «discutido» de la metafísica y de la historia.

115
trario, la pregunta que Kant plantea... a la metafísica (la pregunta sobre la posibili-
dad), usted invierte la perspectiva de Aren y vuelve a la tradición crítica, al plantear
a la historia una pregunta que implica el reconocimiento previo de su realidad como
ciencia. Dejo por ahora a un lado el principio y el contenido de su pregunta. Pero
esta inversión de la perspectiva es capital: orienta toda su crítica a Aron.
En efecto, cuando Aron se plantea la pregunta «¿Es posible una ciencia históri-
ca?», excluye por anticipado una respuesta a su pregunta: la que le eximiría de plan-
tearla, la que proporciona precisamente la existencia, la realidad de la ciencia. Al no
querer ya encontrar la respuesta en la ciencia misma, la busca fuera de ella, en un
nivel que no es el de la ciencia: por una parte, en el nivel de la experiencia ordinaria
-conocimiento de sí, conocimiento del otro-, en el nivel de la experiencia del hom-
bre de la calle, como él mismo dice; por otra parte, en el nivel de una filosofía del
objeto histórico. En otros términos, Aron busca la respuesta a su pregunta en un
objeto histórico que constituye fuera de toda aprehensión científica, y que presenta de
modo completamente natural como la «verdadde la historia». Hay que reconocer que
esta «verdad de la historia» está constituida por un acervo de experiencias inmedia-
tas ennoblecidas por nocionesfilosóficas:experiencia del «espectador», del «juez», del
hombre que recuerda su pasado y lo transforma al evocarlo, incluso del viajero a
quien se convalida el billete, experiencia de la incomunicabilidad del otro, experien-
cia de las pasiones retrospectivas de la política, de la ideología, etc.; todo ello recu-
bierto por conceptos filosóficos, que sancionan el carácter «equívoco», «inagotable»,
«complejo» y «plural» de la historia, el fenómeno de la «recuperación», la primacía
del futuro, etc. De vez en cuando, esta constitución del objeto fuera del nivel mismo
de la aprehensión científica saca provecho del apoyo moral de las aporías y de las difi-
cultades que el historiador encuentra en su trabajo. Aunque sean problemas que sólo
tienen sentido en el ámbito de la constitución del conocimiento histórico, Aron
transfiere estas dificultades al objeto de la historia, para que ratifiquen el misterioso
equívoco. Tampoco es completamente casual que Aron plantee a la historia la pre-
gunta que Kant plantea a la metafísica, pues la historia que va a suministrar la res-
puesta esperada es claramente una historia metafísica. Pero, frente a Kant, que refu-
ta la metafísica, el objeto metafísico, en nombre de las condiciones del conocimiento
objetivo, y de las ciencias existentes que dan a éste último el modelo de dicho obje-
to, Aron refuta la idea vacía de una posible ciencia de la historia en nombre de una
metafísica de la historia que se ha dado apriori. En otros términos, el centro de refe-
rencia no es para él, como en el caso de Kant, la racionalidad efectiva de la ciencia
existente, sino la «verdad» de un objeto constituido fuera de toda ciencia. ¡Qué ex-
traordinaria inversión de la problemática kantiana, so capa de una reivindicación
«crítica»! Todo el esfuerzo de Kant consistió, precisamente, en mostrar que no tenía
sentido alguno hablar del «conocimiento» de cualquier objeto fuera de las condicio-
nes mismas de la objetividad. Poco importa, por el momento, la forma ideal en que
concebía esas condiciones. El caso es que las concebía, y ello partiendo de las cien-
cias existentes. La idea misma de comparar para decidir la posibilidad de una cien-
cia, la idea de esa ciencia posible con su presunto objeto desconocido y, en conse-
cuencia, constituido fuera de toda aprehensión objetiva como una cosa en sí es el
caso paradigmático de este modo metafísico de proceder que nos retrotrae efectiva-
mente al período y a la ingenuidad precríticos.

116
Por ello, es importante señalar desde ahora que su problemática, al menos en
principio, excluye (o debiera excluir) todo tipo de juicio metafísico de esta clase.
Usted muestra de modo muy acertado que el nivel de la historia no es el de la expe-
riencia inmediata (29, 25)^, que la historia como ciencia no es ni puede ser una resu-
rrección del pasado (29-30, 25-26), que la ciencia histórica es un conocimiento de la
historia y no la resurrección total (o parcial) del pasado"*.
En este nivel, es posible que la historia recupere una racionalidad «del mismo
tipo» que la de las ciencias de la naturaleza. Muestra usted muy claramente que los
momentos del trabajo científico en el campo de la historia -la observación, la abs-
tracción y la teoría-' corresponden al modo que tienen de avanzar las ciencias expe-
rimentales (que, por ser experimentales, son a la vez teóricas). El momento en que
su crítica a Aron llega al punto culminante es su distinción entre subjetividad buena
y mala subjetividad. En este punto, revela usted el núcleo de los sofismas de Aron.
Toda la empresa de Aron desemboca, en efecto, en lo que podemos llamar una teo-
ría ideológica de la ciencia histórica. Para Aron, a pesar de las reservas que está obli-
gado a formular para ciertos campos (como la economía, aunque su concepción sea
puramente estática y terriblemente somera), no hay objetividad ni racionalización de
la realidad histórica que no sean retrospectivas. Aunque los hechos (al menos algu-
nos, a pesar de su célebre fórmula sobre la «disolución del objeto»)^ puedan descri-
birse a veces, aunque puedan extraerse ciertas estructuras y atribuirse, por así decir-
lo, a la realidad misma, cuando nos elevamos a un cierto nivel de generalidad, ya no
cabe apelar contra la retrospección. Dicho de otro modo, cuando alcanzamos un
determinado nivel de abstracción, precisamente aquél donde se sitúa y se constituye toda
teoría científica, nos entregamos sin esperanza a la fatalidad de las «elecciones» filo-
sóficas y de la «voluntad», en resumen, digamos la palabra, esa palabra que sólo apa-
rece en las últimas páginas de su obra: quedamos a merced de la ideología. Toda teo-
ría, en el sentido en que se usa esta palabra en física, por ejemplo, está lastrada
históricamente por un relativismo y una arbitrariedad irremediables. ¿Por qué? Porque
la complejidad (y estas dos razones se sostienen poco más o menos como la caja que
mantiene cogida con las manos el mono de Kohler^ cuando se sube encima de ella)^,
el carácter equívoco de la realidad, que remite, por otra pane, al historiador, impide
radicalmente toda unificación teórica, y porque, en esta triste situación, el historiador

^ La primera cifra corresponde al artículo «Objectiviié er subjectiviré en histoire», art. cit., supra, n. 1. La
segunda, a la versión castellana recogida en Historia y verdad (^. del T ) .
•* "La objetividad de la historia consiste precisamente en esta renuncia a coincidir, a revivir, en esta ambición
de elaborar concatenaciones de hechos en el nivel de una comprensión histórica» (p. 29; trad. cast.: p. 25).
^ Usted se niega muy acertadamente a retomar la oposición entre comprensión y explicación. Dice de modo
excelente que la historia exige la «teoría, en el sentido en que se habla de teoríaflsica»(p. 30; trad. cast.: p. 26).
'' Dice usted: «¿Supone esta intrusión de la subjetividad del historiador, como se ha pretendido, la disolución
del objetó^ De ningiín modo» {p. 33; trad. cast.: p. 31).
^ Cf. R. Aron, op. cit, p. 312; trad. cast.: p. 496: «Hemos tropezado varias veces con el problema sin emplear
el término».
' Wolfgang Kóhler (1887-1967) demostró en sus estudios sobte el insighten los monos, recogidos en ¡ntelli-
genzprüfungen an Anthropoíden (1917), que el chimpancé «cree» que lo que mantiene firme la caja sobre la que se
sube es el hecho de mantenerla cogida con las manos y no el hecho de estar descansando en el suelo. Althusser se
refiere aquí a esta creencia en la falta de un fiíndamento (N. del T).
' Aron es consciente del «círculo»; cf. op. cit., p. 45; trad. casr.: p. 62: «Es [...] vano preguntarse si la curiosi-
dad del historiador o la estructura de la historia deben ser consideradas en primer término, pues ambas remiten una

117
hace una elección (en la que encuentra grandeza y consuelo), elige el sentido de su
pasado, se da a sí mismo apriori una teoría que pertenece a su pueblo, a su clase, cuan-
do no a su humor. Vemos de inmediato en la grandeza del historiador la miseria de su
teoría (y a la inversa). Como ésta no es universal, sólo representa la traducción de inte-
reses, de pasiones -incluso nobles- y de preferenciasfilosóficas;sólo es ideología.
Esta es la tesis de Aron que usted condena al hablar de «mala subjetividady^". Por
otra parte, es de advertir aquí también que Aron se ve obligado, por su propia pro-
blemática, a recurrir a los temas más vulgares de la conciencia inmediata, y a atri-
buírselos a su posible historiador para condenarle a placer". ¿Es útil mencionar aquí
que en su introducción a la Filosofía de la historia, Hegel había condenado, con el
nombre de historia refleja, la práctica de esta retrospección ideológica, y había ape-
lado a un conocimiento que superase este relativismo subjetivo? Es cierto, en efecto,
que, lejos de constituir la esencia misma de todo avance histórico, la ideología sólo
puede ser uno de los objetos de la historia científica, y que, para constituirse cientí-
ficamente, la historia debe superar ese nivel de la conciencia inmediata que consti-
tuye la ideología, es decir, mostrarse capaz de elaborar también una teoría de las ideo-
logías para librarse de su dominio, es decir, de su degradación.

Pero, después de haberle seguido hasta aquí, tal vez me separaría de usted, repro-
chándole, precisamente, que ceda ante algunas de las tentaciones y de las facilidades
que desaprueba tan acertadamente en Aron.
Retomemos por un instante el problema de la subjetividad buena y mala, es
decir, de la equivalencia entre la teoría científica y la ideología. ¿Qué criterio permite
distinguir entre estas dos formas? ¿Basta, como usted hace, con decir que «el objeto
científico guarda siempre relación con un espíritu recto»?, ¿con oponer un «yo inves-
tigador a un yo patético» (34, 32), y pensar que la teoría general sólo se justifica por
la virtud intelectual de su autor? Indudablemente que no, pues a un interlocutor que
le preguntara cómo distinguir el mito de la historia, es decir, la ideología histórica de
la ciencia histórica, usted le respondería, como de hecho hace, apelando a otras razo-
nes: «mediante el empleo del método crítico, mediante la verificación, mediante el
control de un historiador por otros» (42).
No sé cómo entiende la palabra «verificación», que me parece capital; pero,
tomándola en sentido estricto, nos obliga a criticar su análisis en dos puntos impor-
tantes, incluyendo también el principio y el contenido de la pregunta que usted hace
a la historia.
Lo que le distingue de Aron es que usted se toma en serio la práctica del historia-
dor. Pero, si puedo extender aquí esta comparación, lo que le distinguiría de un epis-
temólogo marxista, es que usted considera que la práctica del historiador constituye la

<» «No se dice nada cuando se dice que la historia es relativa al historiador. [La relatividad del objeto respecto
a la subjetividad trascent^ental] [...] no tiene nada que ver con cualquier relativismo, con un subjetivismo del que-
rer-vivir, de la voluntad de poder, o que se yo» (p. 34; trad. cast.: p. 31).
'• Dice usted muy acertadamente: «[U historia] siempre procede de la rectificación del ordenamiento oficial y
pragmático de! pasado llevado a cabo por las sociedades tradicionales. Esta rectificación tiene el mismo sentido que
la que representa la ciencia física con respecto al primer ordenamiento de las apariencias en la percepción y en las
cosmologías que le son tributarias» (p. 29; trad cast.; p. 24). Lo que equivale a decir que la cienciThistórica se cons-
tituye superando « mivi a€ ía inmediata y de la ideología.

118
única razón de la objetividad y de la cientificidad de la historia. Es sintomático verle
«escuchar al historiador cuando reflexiona sobre su oficio, pues él es la medida de la
objetividad que conviene a la historia, del mismo modo que este oficio es también la
medida de la subjetividad buena y mala que esta objetividad implica» (29, 25). Bien
es cierto que usted no se interroga sólo sobre la autoconciencia del historiador, pues
ésta es a menudo sospechosa, sino sobre su práctica. Pero esta práctica es siempre pura-
mente interna. Se refiere a la crítica de los documentos, al establecimiento de «series»,
a la actualización de la teoría. Digamos, para considerarla en su mayor extensión, que
también la teoría es susceptible de verificarse internamente: que el historiador se dará
por satisfecho en la medida en que haya dado cuenta, con la máxima coherencia, del
mayor número posible de fenómenos. Pero no veo, entonces, cómo escapar, con todo
rigor, a argumentos de tipo nominalista: si sólo se trata de coherencia interna, ¿por
qué no serían posibles varias teorías? Esto nos deja inermes ante la sofística de Aron,
que opone incansablemente a la idea de una historia científica la «pluralidad de los
sistemas de interpretaciones». ¿Cómo se puede, por otra parte, evitar esta consecuen-
cia cuando se reconoce, como hace usted, respecto a la «elección» que realiza el histo-
riador entre los «factores», es decir, en definitiva, entre las teorías diferentes, que «¿z
racionalidad de la historia se mantiene en este juicio sobre la importancia, a pesar de que
carezca de criterio seguro» (31, 28)? ¿Cómo puede usted a la vez aceptar el principio de
la crítica de Aron y rechazar sus efectos? Me parece que esta contradicción se debe, al
mismo tiempo, a su preocupación por defender la objetividad de la historia y a su con-
cepción puramente interna de dicha objetividad Quisiera mostrar que existe una con-
tradicción ftindamental entre su objetivo y su concepción, o incluso, entre el sentido
de su demostración y sus supuestos filosóficos.
¿Cuál es, en efecto, la verdad última de ese «oficio de historiador», que constitu-
ye la razón de la objetividad de la historia? Creo que no le traiciono al decir que es,
en primer lugar, esa práctica de la racionalización, que usted describe siguiendo a
Marc Bloch. Pero esa práctica se reduce a realizar una (o varias) «conducta objetiva»
(29, 25) —movida por una «intención de objetividad»— (30, 27) que constituye el fian-
damento liltimo de dicha práctica. La historia se elabora mediante «la elección del his-
toriador, mediante la elección de un determinado conocimiento, de una voluntad de
entender racionalmente» {ibid).
Comprendo que usted conciba esta elección, con Husserl, no como una elec-
ción empírica, sino como una elección trascendental. No quisiera emprender aquí
una crítica de la idea que tiene Husserl del nacimiento de las ciencias: además, usted
ha mostrado sus ambigüedades y su formalismo'^. Y, en efecto, vemos claramente
que el carácter trascendental de esa elección confiere a la historia una dignidad que
ha de mantenerla precisamente fijera del alcance del subjetivismo vulgar y del psico-
logismo. Pero constatamos también que dicho carácter puede conferir igual dignidad
a todas las obras históricas, sea cual sea la economía. Vemos demasiado a menudo
que esa «intención de objetividad» trascendental puede degenerar en una protesta
contra la objetividad: ¿qué historiador o incluso pseudohistoriador no pretende tal

'^ En su artículo: «Husserl ct le sens de l'histoire», en Revue de métaphysújuc et de morale, vol. 54, n» 3-4, julio-
octubre 1949, pp. 280-316.

119
cosa? En efecto, aunque siguiéramos a Husserl en este punto, veríamos que no defi-
nió la física galileana mediante una simple «intención de objetividad», sino que dio
a esa objetividad una estructura que corresponde precisamente a una teoría general del
objetofísico,«lo que puede determinarse matemáticamente». Dejando aparte que esta
definición es igualmente formal, lo importante aquí es que dicha definición traduce
y, en consecuencia, reconoce la necesidad de apelar a la teoría general del objeto para
caracterizar la objetividad de una determinada ciencia. Dicho de otro modo, no basta
con apelar a una «intención de objetividad» para definir una ciencia, ni con perse-
guir esa intención en todos los niveles de las operaciones que mueve, como hace
usted. Porque en este nivel de interioridad y de formalismo apenas hemos avanzado
más que Aron, quien admitiría sin problema alguno todas las «intenciones de obje-
tividad» del mundo para oponerlas entre sí. Hay que definirla enfiinción de la teoría
general de su objeto. Y esto es lo que produce su confusión, pues usted ha defendido
acertadamente la necesidad de una teoría general del objeto, y ha mostrado su legi-
timidad desde el punto de vista de la objetividad en general, pero no ha ofrecido un
«criterio seguro» que permita caracterizar esta teoría, pese a que dicho criterio resul-
ta indispensable. Y, de hecho, el historiador no puede encontrar ese criterio simple-
mente dentro del ámbito de su «oficio».
Ya habrá visto adonde le quiero llevar, confío que sin violencia, pues en este
punto quisiera, siguiendo su ejemplo, apelar al precedente de las ciencias de la natu-
raleza. Constatamos que en ellas se produce el ciclo de la observación, de la abstrac-
ción y de la teoría. Pero se suma a éstas otro momento: el de la experimentación, que
no es sólo la experiencia de laboratorio, sino la experiencia cotidiana de los innume-
rables efectos extraídos de los logros teóricos. Quisiera defender aquí una tesis escan-
dalosa, según la cual tampoco la historia puede ser una ciencia si no es experimental^^.
Cabe sin duda objetar aquí que en el caso de la historia no se puede repetir una expe-
riencia como en un laboratorio, lo que presupone el viejo sistema aristotélico según
el cual sólo hay ciencia de lo que se repite. Pero, ¿por qué no podría realizarse la veri-
ficación de una teoría en una realidad que se transforma, si la teoría es precisamente
una teoría de la transfiyrmación de la realidaé. Creo que el marxismo, por ejemplo,
como teoría general del desarrollo de las sociedades, contiene en sí la exigencia y el
momento del sometimiento a la práctica de la historia real'^. Cuando usted dice: «La
historia hace al historiador, del mismo modo que el historiador hace la historia»,
podríamos estar de acuerdo si no entendiera por historia la que compone el histo-
riador, y no la que él vive, aquélla cuya necesidad sufre mientras la lleva a cabo. Y,
sin embargo, esta historia real es la que efectúa la «crítica»fimdamental,tanto de las
intenciones subjetivas de los individuos, como de las teorías generales que dan cuen-

" Puedo recordar que Aron, para oponer la historia a las ciencias de la naturaleza, apela, en última instancia,
al hecho de que «la ciencia discrimina por sí misma entre lo verdadero y lo falso [...], pues dispone de un criterio la
verificación experimental» (Aron, op. cit.. pp. 125 y 127; trad. cast.: pp. 190-191 y 195). La historia, en cambio, no
dispone por esencia de dicho criterio. De ahí su carácter polémico y la «pluralidad de teorías».
'•• La primera afirmación consciente de este principio se encuentra en las Tesis sobre Feuerbach. Lenin y Stalin
han abordado constantemente este tema. Por citar sólo un ejemplo: esta «crítica» ejercida por la realidad llevó a
Lenin a rectificar la tesis de Engels sobre la posibilidad de que el proletariado tome el poder en el marco de la demo-
cracia burguesa. La «práctica» de la Revolución de 1905 le inspiró su teoría sobre el poder de los «soviets». Podría-
mos multiplicar los ejemplos.

120
ta del devenir de las formaciones sociales. El marxismo es a la vez el producto y la
teoría de esta «crítica de la historia por sí misma». Pero vuelvo a nuestro punto de
partida para concluir: usted no ha podido obtener un «criterio seguro» entre la ideo-
logía y la teoría científica por haber buscado sólo en la práctica del historiador el fun-
damento de la objetividad, y por haber reducido esa práctica a una «intención de
objetividad» vacía. ¿Cómo protegerle entonces de los argumentos de Aron? Creo que
usted ataca a Aron desde una posición que previamente ha puesto en sus manos.

Me queda por mostrar los efectos liltimos de estas concesiones de principio:


quiero hablar de su concepción de los caracteres «propios» de la objetividad históri-
ca, esa objetividad que es a la vez «incompleta» y «más rica» en comparación con la
objetividad de la física. Desarrolla usted esta concepción en el capítulo dedicado a la
«subjetividad» del historiador. ¿Es una casualidad? Concluye este capítulo diciendo:
«Hemos procedido a la constitución de la objetividad de la historia como correlato
de la subjetividad del historiador» (33, 31), después de haber dado la impresión repe-
tidas veces de que el modo de proceder legítimo era el opuesto: «De aquí [la objeti-
vidad] es de donde debemos partir —había dicho antes-, y no del otro término [la
subjetividad]» (28, 23). Creo que esta «cita» va unida inicialmente al «círculo» de la
concepción interna de la objetividad que usted tiene. Pero en tal caso, el hecho de
no haber definido la objetividad en su verdadero nivel -el de la teoría específica y el
de la verificación—, le conduce a usted a esa objetividad vacía (hasta este momento)
de determinaciones trascendentales que, o bien dependen de la conciencia inmedia-
ta, o pertenecen como problemas a la historia; lo cual le expone a la empresa insen-
sata que he descrito al principio de este texto, al decir que Aron compara la idea vacía
de una ciencia de la historia con un objeto metafísico completamente compuesto y
supuestamente conocido.
No insisto en el tema át\ juicio de importancia, primer rasgo a su modo de ver de
este carácter específico de la objetividad histórica. Hay que elegir los acontecimientos
importantes. Desde luego, pero toda ciencia conoce este tránsito de los fenómenos a
la esencia, y usted mismo ha dicho claramente que la física «rectifica el primer orde-
namiento de las apariencias en la percepción» (29, 24). Añadamos, por otra parte,
que, como en las ciencias naturales, tampoco en historia se trata de elegir entre fenó-
menos inmediatos, sino «de profiindizar en los fenómenos», y de alcanzar su esencia.
Además, cuando usted atribuye a la «subjetividad del historiador» la categoría tras-
cendental del «juicio de importancia», no llega a establecer una oposición entre la
«subjetividad del historiador» y la subjetividad del físico, sino que, en cambio, pone
en evidencia otra oposición, la del relato científico («el relato que está trabado») y la
de una «naturaleza» de la historia (donde «lo vivido está deshilvanado») que no tiene
para usted el sentido de la inmediatez, sino el sentido de lo trascendental.
Lo que dice usted de la causalidad merece más atención, pues defiende en este
punto, contra la «ingenuidad precrítica» del historiador «tributario en diversos gra-
dos de una noción vulgar de causalidad» (31, 28), las mismas tesis que Raymond
Aron. Me parece que en su argumentación se mezclan varios temas, que no están en
el mismo nivel. En primer lugar, una crírica del positivismo. Crítica necesaria, pero
cuyo principio hay que precisar también. Después, la idea de que el historiador debe
«desenredar y ordenar sus causalidades» {ibid) (antecedentes, fuerzas de evolución

121
lenta, estructura permanente), y cita usted como ejemplo la obra de Braudel sobre el
Mediterráneo y Felipe II'', obra que «hizo época desde el punto de vista metodoló-
gico» (ihid). No puedo entrar aquí en el ejemplo tan controvertido de Braudel. Qui-
siera sólo señalar que tanto la concepción positivista como la concepción braudeliana de
la causalidad están estrechamente ligadas a teorías generales sobre el contenido de la his-
toria (el papel de la economía, de la ideología, de la política, etc.); el esquema fun-
damental depende, en última instancia, de la teoría. Sea «ingenuo» o no, «crítico» o
«precrítico», el historiador, para dar cuenta de la evolución social, usa siempre cate-
gorías ligadas fundamentalmente a la teoría general. La historia de las ciencias mues-
tra claramente esta dependencia. Asimismo, cuando dice usted que se trata «de esca-
lonar las causalidades», pensando sin duda en la pirámide mediterránea de Braudel'^,
podemos oponerle a usted otro tipo de «enredo-desenredo», que vincularía, dialécti-
camente y no mecánicamente, esferas de actividad en su devenir. Nos encontramos
ahora en un ámbito de orden epistemológico; en este ámbito, lo que decide entre las
teorías y los esquemas de determinación que dependen de ella, no es el hecho de lla-
mar «crítica» a una teoría, sino la práctica de la historia real.
Pero usted no se sitúa en el orden epistemológico. Cuando dice: «Pero esta orga-
nización será siempre precaria, pues la composición total de las causalidades poco
homogéneas, instituidas por sí mismas y constituidas propiamente por el análisis,
plantea un problema casi insoluble» (31, 28); cuando añade luego (con la reserva de
que el texto traduzca bien su pensamiento, pues se trata de una respuesta oral):
«Nunca diré que esta objetividad en sí consista en leyes. La historia, tal como suce-
de, no consiste en leyes, ni siquiera en hechos. Hechos y leyes resultan de la propia
elaboración del conocimiento histórico» (41); cuando considera, por esta razón, a
Marx «precrítico» e «ingenuo» en su metodología {ibid); o cuando escribe, al final
de su meditación «filosófica», que «las dificultades del historiador, atrapado entre el
carácter de acontecimiento y el carácter estructural de la historia, entre los persona-
jes que pasan y las fuerzas de evolución lenta, e incluso las formas estables del entor-
no geográfico», encuentran su razón de ser en una «antinomia del tiempo histórico»
(40, 40); en todos estos juicios, usted abandona evidentemente el orden epistemoló-
gico, reanuda la misma empresa que Aron, vuelve a caer fuera del nivel de lo que
llama la «intención de objetividad», es decir, vuelve a caer en la esfera de la «subjeti-
vidad cotidiana», cuya «epoché» proclama usted necesaria (34, 32), aunque adornán-
dola con el prestigio de lo trascendental. En resumen, usted constituye, fiíera del
campo de la ciencia, la verdad ÓA objeto; objeto cuya verdad xxzxz. la ciencia precisa-
mente de conocer.
Diré otro tanto de las observaciones que hace usted a propósito del resto de los
«rasgos específicos» de la objetividad histórica: que el historiador esté «a distancia»

" F. Braudel, La Méditerranée et le monde méditerranéen á l'époque de Philippe 11, París, Armand Colin, 1949.
Trad. cast.: B Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, México, EC.E., 1953, 2 vol. (N. del X).
'^ No puedo dejar de subrayar que de hecho usted toma partido por el esquema braudcíiano frente a otros esque-
mas, y en panicular frente al esquema marxista ( Í ^ S U respuesta a Vilar, p. 42: «Hay que renunciar al privilegio de
la infraestructura y reconocer el carácter totalmente circular de esta causalidad»). No veo cómo esta elección puede
reivindicar los privilegios de la lucidez «crítica» y trascendental. Evidentemente, le seduce una elección en favor, no
sólo de un tipo de causalidad, sino también del papel de la «geografía», de la economía, de la política, de las ideo-
logías y de sus relaciones, en resumidas cuentas, una elección en favor de una determinada teoría general de la his-
toria, a la vez «economista» c «idealista». Pero esta teoría no contiene en sí misma su propia ley

122
del pasado del que habla, que el objeto de la historia sea «otro hombre». Pues, en últi-
mo término, esa famosa «distancia», que es «una de las causas del carácter inexacto,
e incluso no riguroso de la historia» (32, 29), esa distancia «en la que el tiempo his-
tórico llega a oponer a la inteligencia que trata de asimilar su obra de desasimilación,
su disparidad, [...] en la que, desde Plotino, hemos reconocido el fenómeno irreduc-
tible del alejamiento de sí, del distanciamiento, de la dis-tensión, en una palabra, de
la alteridad original» {ibid), esa distancia sólo es una categoría trascendental para
quienes consideran la historia como la resurrección de los cuerpos, o la «coinciden-
cia emocional», que usted ha puesto tan bien en su sitio. Para el historiador, no hay
nada fuera de los problemas mismos que se plantea, problemas que sólo son proble-
mas del lenguaje (lenguaje que usted considera «necesariamente equívoco» por ser
histórico) en la medida en que son problemas de terminología científica, problemas
de determinación de la realidad: se trata de saber si el mismo concepto recubre bien
la misma realidad. ¿Podemos hablar del «imperialismo» de las ciudades griegas en el
mismo sentido exactamente en que Lenin habla de imperialismo? ¿Podemos hablar
unívocamente de la burguesía de los siglos XVI y XX? ¿Del mismo cristianismo en el
caso de la Iglesia primitiva y en el de la Iglesia medieval? Pero, ¿no ha escrito usted
mismo que «la conciencia de época que el historiador intentará reconstruir en sus
síntesis más amplias se nutre de todas las interacciones, de todas las relaciones en
todos los sentidos que el historiador ha conseguido mediante su análisis» (30, 26)?
¿Dónde se encuentra, entonces, esa «distancia»? ¿Es un aprioriáú conocimiento his-
tórico? O, por el contrario, como usted indica, ¿no la encontramos al final áe la obra
histórica, no como la inmediatez de la percepción, ni como una categoría trascen-
dental, sino como el resultado del conocimiento histórico?
En cuanto a esa «cruz», por desgracia muy religiosa, que una tradición milena-
ria obliga al filósofo a llevar, en cuanto a ese «rasgo decisivo», «esa distancia específi-
ca que hace que el otro sea un hombre» (32, 30), esa especificidad que hace de la his-
toria «una transferencia a otra subjetividad» (33, 30), le veo demasiado apurado para
poder tenerla en cuenta, después de haber condenado la resurrección de los muertos
y la coincidencia emocional. «Al no poder revivir lo que otros han vivido», la «única
evocación de los hombres que nos es accesible» es —dice usted— «la de los valores de
la vida de los hombres de antaño» (ibid). Mucho me temo que esos valores no le sir-
van de consuelo, pues ¿cómo accede a ellos? No creo que le sean dados directamen-
te. El trabajo histórico es el que los explica, y sólo es posible acceder a ellos a través
de la abstracción científica que aclara los monumentos que quedan de los mismos.
De igual manera, ¿cómo puede ser ese «rasgo decisivo» (que los hombres son el obje-
to de la historia) una revelación para el historiador? ¿En qué sentido puede consti-
tuir esa «distancia» una dimensión trascendental de la objetividad histórica?'^ O bien
se trata sólo de enunciar una banalidad. El historiador sabe perfectamente que la his-
toria está hecha por los hombres. Se propone, precisamente, mostrar cómo sufren la
historia que hacen. O bien, y esto tiene mayores consecuencias, aunque en modo

'" No veo cómo puede usted escapar, con este argumento y con el uso que hace de él, a la tentación de recon-
siderar o al riesgo de obligar a su lector a reconsiderar el tema trillado de la distinción radical entre las ciencias de la
naturaleza, que pueden ser ciencias porque se refieren a la naturaleza, y las ciencias del «hombre», que no pueden
realmente ser ciencias porque su objeto es el hombre, lo contrario mismo de un objeto, etc.

123
alguno científicas, se trata de proponer como fin de la historia la «transferencia a otra
subjetividad», lo que, a mi juicio, apenas tiene sentido para el historiador, aunque
puede tenerlo para el filósofo de la historia, preocupado por resucitar los valores o el
pensamiento de un maestro. ¿No lo demuestra usted en la última parte de su confe-
rencia, a propósito de la historia de lafilosofía?O bien se trata, en última instancia,
de oponer, a la objetividad alcanzada efectivamente por la historia, una naturaleza
inagotable del hombre, una libertad imprevisible, que de antemano rechaza toda pre-
tensión de que la historia tenga objetividad.
Quisiera concluir hablando de este malentendido. Dejo a un lado su última
parte, aunque me refiero también a sus supuestos, pues cabe preguntarse, cierta-
mente, si las razones filosóficas por las que rebate a Aron no son, a su vez, rebatidas
por la posición filosófica fiíndamental que usted defiende. Lo que le distinguía de
Aron al principio era que usted tomaba partido por la objetividad y la racionalidad
de la historia. Pero usted sólo ha encontrado la razón de esa objetividad más allá de
su contenido metodológico, en una «intención de objetividad», que se apoya de
algún modo en sí misma, en su propia «elección». Sin duda, ha enumerado usted las
operaciones de racionalización del historiador. Pero las ha considerado en sí mismas,
sin mostrar su relación fiíndamental con el contenido mismo de la teoría general y
con la realidad «crítica» de la historia. Al haber privado a la objetividad de su conte-
nido efectivo, le ha atribuido un contenido que ha elaborado fuera del ámbito donde
se constituye la verdad científica de la historia. Y, en definitiva, ese contenido (mez-
cla de «verdades inmediatas y de conceptosfilosóficos»)es lo que usted ha converti-
do en juez de la objetividad científica, bajo la apariencia de especificar sus caracteres
distintivos. Veo claramente que, al constituir de este modo la «subjetividad» y la
objetividad de la historia, usted preparaba naturalmente una transición hacia esa
«subjetividad de alto rango [...] y propiamente filosófica» (28, 24) que rige la última
parte de su conferencia. Veo claramente que ha tomado la historia en serio (pues cree
en su realidad, y lo ha demostrado en otras ocasiones además de la de Sévres), pero
ha tomado en serio lo que se precisaba para conducirla, llegado el momento, hacia
su cumplimiento: una filosofía de la historia. Confieso también que no he leído sin
ironía (hablo, claro está, de una ironía histórica) el reproche de «ingenuidad precrí-
tica» que hace a algunos de sus interlocutores marxistas, pues, si he entendido bien
a Kant, o lo mejor de su lección, ¿no es lo «ingenuo» y lo «precrítico» lo que, al mar-
gen de las condiciones mismas del conocimiento objetivo, constituye una verdad,
una cosa en sí, que sustituye al conocimiento efectivo?
Quisiera disculpar estas observaciones demasiado críticas, aclarándolas desde un
punto de vista más general. Me parece, en efecto, que las mejores mentes, cuando
reflexionan acerca de la historia, y añadiría, incluso, cuando reflexionan sobre las
ciencias de la naturaleza, no escapan hoy en día a un malentendido acerca de la ñin-
ción efectiva del conocimiento científico.
Percibo el principio de ese malentendido en una actitud contemplativa, que
«espera» de la ciencia una especie de reproducción, de re-animación, de re-presenta-
ción, o mejor dicho, de re-presentificación de la realidad misma en su inmediatez.
Cuando la historia se nos muestra, en diversos grados, incapaz de devolvernos el
pasado «auténtico», el acontecimiento con su sabor singular, como la magdalena en
la lengua de Proust, o el porvenir en el combate inseguro de un presente incierto,

124
cuando la historia se nos muestra infiel, «a distancia» y, por naturaleza, desnaturali-
zadora, al traicionar con sus leyes o sus categorías la experiencia inmediata de la liber-
tad, de la contingencia y de la voluntad humanas, cuando se oponen las leyes de la
historia a la historia vivida'*, me parece que se nos engaña doblemente: sobre la meta
que se propone la ciencia y sobre la fitnción efectiva de la misma.
Me refiero, claro está, a una ciencia en general, y no sólo a la ciencia histórica o
a las ciencias humanas, pues, cuando oigo comentar estas antinomias de la historia,
no puedo menos que pensar en aquellos cartesianos terriblemente apurados ante el
regalo del segundo sol que les hicieron los astrónomos. ¿Cómo conciliar el sol del
campesino y el sol del astrónomo? Había un sol de más: el de la ciencia, completa-
mente incapaz de eliminar la imagen del otro, de lograr que se le «mirara» de modo
distinto a como si estuviera a «doscientos pasos». ¡Qué problema! Ni Dios bastaba
para sacarles de ese apuro. A decir verdad, sólo había un sol de más para los nostál-
gicos de la percepción, para quienes, como creían en el otro, temían perder su sol,
situado a doscientos pasos, y esperaban, así, que el astrónomo recreara ese mismo sol;
no veían, me atrevería a decir, que ese segundo sol no sustituía ni eliminaba al pri-
mero, sino que por alejado y en otro nivel que estuviese, permitía entender el sol
inmediato y actuar sobre sus efectos. ¡No había un sol de más ni para los astrónomos
ni para los físicos ni para toda aquella dinámica estirpe de «dueños y poseedores de
la naturaleza»! En nuestros días, como entonces, lo que se propone y opone más o
menos conscientemente a la ciencia histórica es esa misma tarea absurda de producir
un segundo sol, que sea hermano y doble del primero, de producir, mediante no se
sabe qué milagro, una segunda historia, que sea la historia inmediata, viva, presen-
te... Y como, evidentemente, no se encuentra en la ciencia histórica esa primera his-
toria, se hace de esto un motivo de queja. Se reprocha {más o menos conscientemente)
a la ciencia histórica que no sea la historia inmediata, la historia «vivida», la historia
del «hombre», de la «libertad». Más aún, se le reprocha que impida ver el sol a dos-
cientos pasos, es decir, que impida a los hombres ser libres, vivir la vida en su «con-
tingencia», disfrutar del arte como un objeto estético, querer la moral moralmente,
en resumen, se reprocha a la historia científica que amenace a los hombres con pri-
varles de los encantos o de los dramas de la vida inmediata, porque sólo capta de ellos
la necesidad y las leyes.
¿Cómo no ver, en el fondo de este argumento, un desconocimiento del nivel
específico donde se establece toda ciencia, y constatar también en él la nostalgia de
ima especie de saber absoluto o de resurrección de los cuerpos? Del mismo modo que
el conocimiento de las leyes de la luz no ha impedido nunca a los hombres ver, ni
siquiera el sol a doscientos pasos, ni ha reemplazado o amenazado su simple mirada,
tampoco el conocimiento de las leyes que rigen el desarrollo de las sociedades impi-
de a los hombres vivir, ni que tengan lugar su trabajo, su amor y su lucha. Al con-
trario: el conocimiento de las leyes de la luz ha producido las lentes, que han trans-
formado la mirada de los hombres, del mismo modo que el conocimiento de las leyes

" ¿Cómo interpretar de otro modo su intervención? «La historia tal como sucede no consiste en leyes, ni siquie-
ra en hechos. Hechos y leyes resultan de la propia elaboración del conocimiento histórica (p. 41).

125
del desarrollo de las sociedades ha producido empresas que han transformado y
ensanchado el horizonte de la existencia humana.
La antinomia historia-ciencia e historia-vivencia desaparece cuando renunciamos
a «esperar» de la ciencia lo que ésta no da. Desaparece cuando concebimos el nivel
donde se establecen las verdades científicas, cuando concebimos el destino práctico Át
la ciencia, que sólo parte de la inmediatez y se eleva a la generalidad, a las leyes, para
volver a lo concreto, no como el doble de la inmediatez, sino como su comprensión
activa. Creo que esto es lo que quería decir Marx cuando reprochaba a Feuerbach
haber entendido «la realidad bajo la forma de la intuición»" (forma siempre ator-
mentada por la nostalgia del «intuitus originarius»), en lugar de concebirla como una
«práctica» de la que la ciencia sólo es un momento: el momento de la verdad.

Traducción: GabrielAranzueque

''' Cf. K. Marx, Tesis sobre feuerbach, Barcelona, Grijalbo, 1974, p. 9 (N. del T ) .

126
La hermenéutica de la sospecha
Hans-Georg Gadamer

Al decidirme a abordar el tema de la hermenéutica de la sospecha estaba pensan-


do, claro está, en el uso que hace de ella Paul Ricoeur. Ricceur, que nimca adopta una
postura de oposición sin ofrecer cierta forma de reconciliación, no pudo, al menos en
una primera aproximación, dejar de oponer la hermenéutica en el sentido clásico, que
interpreta el significado de los textos, a la crítica radical que sospecha de la compren-
sión y de la interpretación. Esta sospecha radical fue iniciada por Nietzsche y tuvo sus
ejemplos más notables en la crítica de la ideología, por un lado, y en el psicoanálisis,
por otro. Ahora bien, hay que examinar la relación existente entre la hermenéutica
tradicional, su posición filosófica, y esta forma radical de interpretación que se
encuentra prácticamente en el polo opuesto del espectro de la interpretación, ya que
pone en tela de juicio la validez de las ideas y de las ideologías. Empezaré diciendo
que el problema de la sospecha hermenéutica puede ser entendido en un sentido más
o menos radical. ¿No es toda forma de hermenéutica un modo de superar la con-
ciencia de una sospecha? El propio Husserl trató de basar su fenomenología en el
método cartesiano que pone en duda la apariencia de fiabilidad de las primeras impre-
siones. Como ello era una consecuencia de las ciencias modernas, no es de extrañar
que el problema de la sospecha desempeñe también este papel en el contexto actual.
Nuestro esfuerzo de comprensión puede ser considerado desde el punto de vista de la
sospecha de que nuestra primera aproximación -en cuanto aproximación precientífi-
ca— no tiene validez y que necesitamos por consiguiente la ayuda de métodos cientí-
ficos para superar nuestras primeras impresiones. De ahí que lo que está aquí en juego
sea todo el problema del fundamento de nuestras ideas sobre la verdad.
Esto recuerda el comienzo de la discusión hermenéutica bajo el impacto de las
nuevas ciencias. Pensemos en la postura de Vico, que, como profesor de retórica en
Ñapóles, defendió la tradición antigua de la educación superior enciclopédica fren-
te al nuevo enfoque del método científico al que llamaba crítica^. La retórica y la crí-
tica son dos enfoques opuestos porque la retórica se basa evidentemente en el senti-

' Vid. G. Vico, De nostri temporis studiorum a ratione cum illa antiquorum coltata. Ñapóles, Mosca, 1709. (Hay
edición reciente en Opere, Ñapóles, Rossi, 1972, 2 vol.) (N. delT.).

127
do común, en la probabilidad de que los argumentos respondan a las apariencias y
estén garantizados por éstas^. La actitud crítica, en cambio, se guarda de las aparien-
cias e insiste, como hacía la nueva física, en la importancia del método. De ahí que
estemos ante dos enfoques opuestos: por un lado, el argumento de la persuasión; por
otro, el argumento de la fuerza lógica.
No resulta trivial que recordemos esta situación característica de finales del si-
glo XVII y principios del XVIII antes de ofrecer una noción del papel de la herme-
néutica porque hay una profunda convergencia interna entre la retórica tradicional
y la hermenéutica. En recientes investigaciones descubrí un tránsito palpable de la
retórica tradicional a la hermenéutica, estrechamente relacionado, claro está, con la
nueva prioridad que se concedió a la lectura sobre el habla, en la época de Guten-
berg y de la Reforma, cuando las gentes empezaron a leer la Biblia en privado y no
ya en los oficios religiosos exclusivamente. En este momento el interés por los ser-
mones hablados y escritos se desplazó al interés por comprender e interpretar lo
escrito. Ello sucedió con Melanchthon, amigo y seguidor de Lutero en Wittenberg,
que introdujo en las escuelas protestantes toda la tradición de la filosofía aristotéli-
ca. Aunque en sus lecciones de retórica' habla algo al principio del papel de Aristó-
teles y de la oratoria, dice también que necesitamos igualmente reglas, modelos y
buenos argumentos, y ello no sólo para hablar bien sino porque para leer y entender
la extensa argumentación requerimos toda la ayuda de la tradición retórica. Encon-
tramos aquí el punto de inflexión entre la retórica y la hermenéutica.
Recientemente al parecer ciertos colegas míos han estado tratando de «salvar mi
alma» de las garras de algo tan deshonesto como la retórica. Piensan que la herme-
néutica no tiene buenas intenciones y que hemos de sospechar de la retórica. Hube
de decirles que la retórica ha sido el fundamento de nuestra vida social desde que Pla-
tón rechazara y denunciara el abuso interesado que los sofistas hacían de ella. Por eso
en algunas de sus obras como el Fedro introdujo la retórica basada en la dialéctica. Y
la retórica siguió siendo un noble arte durante toda la antigüedad. Lo extraño es que
hoy nadie tenga conciencia de ello ni se percate de que cuando no podemos con-
vencer a la gente con argumentos y de forma más o menos dialogada, necesitamos
recurrir a la retórica. Ni siquiera Sócrates podía dirigirse a un grupo numeroso del
modo en que hablaba a los individuos en los diálogos. En tales momentos y situa-
ciones abandonaba su lenguaje mítico. Y es que la retórica cumple sin duda una fun-
ción que tiene que ver con la extensión y la participación de intuiciones comunes e
importantes. Incluso los científicos habrían tenido una influencia menor si no hubie-
ran usado la retórica para atraerse el interés del público.
No es de extrañar que al pasar a una cultura más alfabetizada la retórica fuera
siendo sustituida poco a poco por la hermenéutica, por el interés por interpretar tex-
tos. El cambio se produjo especialmente en dos campos. En la teología es evidente
que la Iglesia Protestante exigió que sus doctrinas se basaran exclusivamente en afir-
maciones de las Sagradas Escrituras y no en la voz de la tradición, como sucedía en

- La relación existente en \'\co entre retórica y semus communis es abordada detalladamente por Gadamer en
Verdad y método. Salamanca, Sigúeme, 1993, S.' ed., pp. 48-54 (N. del T.).
' Ph. Melanchthon, Opera, en Corpus Reformatorum, Halle, 1834-1860, t. XIII. Vid H G Gadamer Verdad
y método I!, Salamanca, Sigúeme, 1992. pp. 271-274 (N. del X).

128
la Iglesia Católica Romana. Por eso los protestantes necesitaron el arte de la inter-
pretación. Un problema similar se planteó en el campo del derecho, donde existe la
dificultad específica de interpretar los determinantes de la jurisdicción. ¿Cómo pode-
mos aplicar la ley para obtener el mayor grado de justicia posible? Este fue el papel de
la hermenéutica en la jurisprudencia: se comprendió que ninguna regla general puede
abarcar todas las particularidades de la experiencia y de la práctica jurídicas, j^licar
una regla general a un caso particular exige siempre un acto de interpretación. El papel
de los jueces y de los legisladores consiste en descubrir cómo clasificar los casos para
que se acomoden a la regla que mejor se ajusta a los objetivos de la justicia. Este es el
viejo problema de la equidad. Recordemos que Aristóteles aborda el tema de la equi-
dad en relación con el fenómeno de la justicia. Para tomar decisiones justas reinter-
pretamos la ley y descubrimos la solución más adecuada del problema jurídico.
Como es sabido, cuando la Revolución Francesa echó por tierra la evidencia de
la tradición humanista grecolatina, la ruptura con esta tradición suscitó un senti-
miento de pérdida en lo que solemos llamar romanticismo. La nostalgia puede evo-
car esa tradición, pero ya no es la base indiscutible de nuestras ideas y de nuestros
sentimientos. El romanticismo y la prolongación de éste en el siglo XX muestran
también que el siglo XVIII ftie el último periodo en que el mundo occidental tuvo
un estilo propio. Lo que vino después se redujo realmente a una serie de experimen-
tos historicistas cuya manifestación arquitectónica fiíe la imitación de las catedrales
góticas en los edificios universitarios y de las iglesias romanas en las estaciones de
ferrocarril. El último siglo con una expresión o un estilo monolítico fiíe el XVIII y
esto redundó también a su modo en la añoranza de la antigüedad. Los románticos
desarrollaron igualmente la capacidad de superar lo clásico y de descubrir el encan-
to de lo pasado, de lo lejano, de lo exótico: la edad media, India, China, etc. Cabría
definir entonces la hermenéutica como el intento de salvar esa distancia en áreas
donde resultaba difícil la empatia y no se lograba el acercamiento fácilmente. Y es
que siempre hay una brecha por salvar. Por eso la hermenéutica adquiere un papel
fiíndamental cuando se tiene en cuenta la experiencia humana. De hecho, ésta fiíe la
intuición de Schleiermacher: él y sus compañeros fueron los primeros en entender el
problema de la hermenéutica como un fundamento, como el aspecto primario de la
experiencia social, y ello no sólo para la interpretación académica de textos y docu-
mentos del pasado, sino también para la comprensión del misterio de la interioridad
del otro. Esta apreciación de la individualidad de las personas, el reconocimiento de
que no pueden clasificarse y deducirse a partir de reglas y de leyes generales, consti-
tuyó una forma nueva y significativa de abordar la singularidad del otro.
Esta es la razón de que Schleiermacher definiera la hermenéutica como la habi-
lidad para evitar la interpretación equivocada, porque, efectivamente, no es otro el
misterio de la individualidad. Ni podemos estar seguros de comprender correctamen-
te la manifestación individual del otro ni disponemos siquiera de pruebas para ello.
Sin embargo, en la época romántica, que fue cuando más se extendió este hincapié en
la individualidad y en la «cerrazón» del sujeto, jamás se puso en duda la posibilidad
de redescubrir algo común e inteligible detrás de la singularidad de una persona. En
este último aspecto Schleiermacher fue además un idealista, no en el sentido absurdo
de quien niega la existencia del mundo exterior, sino en el sentido de quien afirma
que nuestra capacidad de comprensión puede captar el núcleo de la realidad y que en

129
última instancia existe una identidad entre el enfoque subjetivo y la realidad, una
racionalidad común a la conciencia y al ser. Pero en la época moderna, que significó
el fin de esa era romántica, la nueva tendencia de las ciencias experimentales nos afectó
a todos por igual. En la Erkenntnistheorie este interés se convirtió en interés epistemoló-
gico. Lo que significa, primero, que ya no estamos convencidos ni seguros de que exis-
ta ima identidad entre el enfoque subjetivo y el hecho; y, segundo, que el problema es
entonces justificar las construcciones matemáticamente simbólicas de la naturaleza. La
cuestión puramente epistemológica que tanto interesó durante el siglo XIX fiíe en qué
medida podemos justificar la validez de nuestros métodos y procedimientos científicos.
Como consecuencia de ello, la hermenéutica llegó a revestir también una impor-
tancia epistemológica: ¿hasta qué punto puede decirse que disponemos de una com-
prensión correcta del otro? Partiendo del saber clásico y del teológico se desarrolló y
recopiló todo im sistema de reglas y principios con el convencimiento de que existía
un conjunto de principios que nos permitía captar la verdadera idea del texto. Sobre
esta base los intérpretesfilósofosde la llamada escuela histórica, especialmente Dilthey,
desarrollaron la idea de que las humanidades necesitan y tienen un fundamento psi-
cológico y una metodología hermenéutica que les son propios. No obstante, en la
misma época se produjo lo que antes sugería: el concepto de interpretación inició una
nueva andadura bajo el patrocinio de Nietzsche. Recordemos su conocido aforismo:
«No hay fenómenos morales, sino sólo interpretaciones morales de fenómenos»^.
Nietzsche, filólogo profesional, entendió este concepto de interpretación en un sen-
tido completamente nuevo y radical. La «voluntad de poder» cambia por entero la
idea de interpretación; ya no es el significado manifiesto de lo que se afirma en un
texto, sino la función de conservación de la vida que desempeñan el texto y sus intér-
pretes. El verdadero significado de todas nuestras ideas y conocimientos humanos,
demasiado humanos, es el aumento de poder. Esta postura radical nos obliga a con-
siderar la dicotomía que existe entre la creencia en la integridad de los textos y la
inteligibilidad de su significado, y el esfuerzo opuesto por desenmascarar las preten-
siones que se ocultan tras la llamada objetividad (la «hermenéutica de la sospecha»
de Ricoeur). Esta segunda alternativa se desarrolló en la crítica de la ideología, en el
psicoanálisis y en el pensamiento que se inspiró más o menos directamente en la obra
del propio Nietzsche. Con todo, la dicotomía es demasiado tajante como para que
nos contentemos con una mera clasificación de dos formas de interpretación: la que
se limita a interpretar lo que se afirme según las intenciones del autor y la que des-
cubre la significatividad de lo que se afirma en un sentido completamente inespera-
do y en contra del significado del autor. No veo la forma de reconciliarlas. Y creo que
incluso Paul RiccEur debió de acabar renunciando al intento de unificarlas porque
estamos ante una diferencia fundamental que afecta por entero al papel filosófico de
la hermenéutica. El problema es cómo podemos captar y examinar a fondo, a la luz
de esta oposición, el papel que desempeña la hermenéutica en filosofía.
Heide^er fue el autor que introdujo enfilosofíay no sólo en la metodología de
las humanidades el concepto de hermenéutica. Situó la hermenéutica en la base de
su análisis al mostrar que la interpretación no es una actividad aislada de los seres

" F. Niensche. Jtmtits von Gut und Bose, en Samtliche Werke, Berlín/Nueva York, Deutscher Taschenbuch Verlag
dcGruytcr, 1967-1977, vol. V, sec. IV, § 108 (Más alU del him y del maL Madrid, Alianza, 1972, p. 99) (N. del T ) .

130
humanos sino la estructura fundamental de nuestra experiencia de la vida. Siempre
estamos considerando algo como algo. Este es el dato primordial de nuestra orienta-
ción en el mundo, y no podemos reducirlo a algo más simple o más inmediato.
Ahora bien, ¿cómo no reconocer que había también un momento hermenéutico en
el análisis que hizo Husserl de las experiencias de la conciencia? Explicaré esta suge-
rencia remitiéndome a una observación muy conocida que hizo Oskar Becker^ dis-
cípulo y amigo de Husserl y de Heidegger (y excelente erudito especialmente en esté-
tica y en matemática antigua). Becker escribió que cuando se publicó Ser y tiempo
algunos tendieron a considerar erróneamente que se trataba de algo enteramente
nuevo y ajeno a la fenomenología de Husserl. Y Becker dijo: lo que hace este libro
es culminar la elaboración de la dimensión de la experiencia hermenéutica que es
inherente a la fenomenología husserliana, y determinar, de forma creativa y notable,
el carácter finito de la estructura de la comprensión e interpretación humanas. Esto
no va en contra de las ideas básicas de Husserl. Pero podemos preguntar: ¿no se aleja
verdaderamente Heidegger de Husserl en otros aspectos? Empecemos atendiendo al
principio de la fenomenología «Zu den Sachen selbst» («a las cosas mismas»), frente a
las construcciones y a todo lo que no es en realidad evidente como propiamente
dado. Husserl supera el dogmatismo de una conciencia inmanente que ha de pre-
guntar: ¿cómo podemos transcendernos y tomar contacto con el mundo externo?
Esta cuestión es evidentemente epistemológica. Y Husserl la solventó demostrando
que la conciencia es precisamente intencionalidad, lo que significa que estamos en la
materia y no simplemente encerrados en nosotros mismos. La primacía de la auto-
conciencia es un error, fenomenológicamente hablando. La autoconciencia sólo se
produce cuando hay una conciencia de objetos. Esto estaba claro para los griegos y
para Franz Brentano, que recuperó la psicología griega y fiíe profesor de Husserl.
Lo que hasta ahora se exige es fidelidad a lo dado. Sólo hemos de aceptar el dato
mismo. Husserl presumió siempre de ser el único positivista auténtico, en el sentido
de que consideraba las cosas como se presentan ante nosotros. Pero, ¿sigue Husserl
rigurosamente su principio «.Z« den Sachen selhst» cuando empieza a analizar la evi-
dencia de nuestro conocimiento mediante el modelo ordinario de percepción sensi-
ble? ¿Es la percepción sensible algo dado o es una abstracción que hace teoría de una
constante abstracta de lo dado? Scheler, en sus relaciones directas tanto con psicólo-
gos y fisiólogos de su época como con el pragmatismo americano y con Heidegger,
demostró enérgicamente que la percepción sensible nunca es dada sino un aspecto
del enfoque pragmático del mundo. Siempre estamos escuchando algo y extrayendo
otras cosas. Al ver, oír, captar, estamos interpretando. Cuando vemos, estamos bus-
cando algo: no somos como el fotógrafo que refleja todo lo visible. Un fotógrafo real,
por ejemplo, está buscando el momento en que la instantánea sea su interpretación
de la experiencia. Por eso es evidente que existe una primacía real de la interpretación.
Husserl se negó a aceptar este análisis incluso en sus últimas publicaciones como
Erfahrung und Urteil (aunque este último texto se debe a Landgrebe, no hay duda

' O. Becker, « Vori der HinfdlUgkeú des Schonen und AhenteuerUchkeit des Künstkrs. Eine ontologische Untersu-
chung im dsthetischen Phánomenhereick, en H. Ammán, M. Heidegger, A. Koyré et alii, Festschrifi. Edmund Husserl
zum 70 Gehurtstag gewidmet Ergdnzungshand zum Jahrbuch fiir Philosophie undphdnomenobgische Forschung, Halle,
Max Niemeyer Verlag, 1929, pp. 27-52 (N. del T ) .

131
alguna de que Husserl lo aceptó)''. Rechazó la tesis por entero y mantuvo que toda
interpretación es un acto secundario. El primario es captar lo que está presente a los
sentidos, es decir, la percepción sensible. Otro tema que plantea es cómo se presen-
ta al yo la otra persona. La respuesta de Husserl es muy compleja. Expuso el proble-
ma con mucha meticulosidad y no diría yo que no logró exponerlo de forma minu-
ciosa. Pero, ¿cómo expresa Husserl la diferencia entre los yoes y otros objetos de la
percepción? Su descripción se resume fielmente así: existe el otro. ¿Qué es aquí lo
dado? Hay algo con forma humana que se presenta ante mí y confiero a ese objeto
un yo transfiriéndole el mío. Husserl llamó a esto «simpatía transcendental», lo que
significa que constituyo lo que veo ahí como otra persona mediante un nuevo acto
basado en la presencia primaria del objeto visible. Esto es difícil de aceptar, especial-
mente después de los espléndidos análisis que han ofrecido autores como Sartre y
Merleau-Ponty del papel de la mirada y del otro.
También es muy precario para Husserl el problema de nuestro cuerpo. Descri-
bió de forma indudablemente admirable la estructura del sentimiento íntimo de
nuestro cuerpo. Recuerdo cómo planteaba este tema en su clase. «¿Qué es lo absolu-
to aqufíy, preguntaba. «No es esto, ni esto», decía señalándose las extremidades. «.Esto
es aquí lo absoluto —y se señalaba el pecho—, el punto de las coordenadas, esto es lo
absoluto aquí.» Naturalmente, detrás de esta divertida anécdota, vemos al matemáti-
co que trataba de ilustrar de forma clara y definitiva su postura y naturalmente sus
supuestos, y que reclamaba nuestra atención. No olvidemos que pese a todas las difi-
cultades que ofrece su fenomenología del otro y la presencia del otro, hay una estruc-
tura básica. Primero, algo dotado de extensión se presenta en el espacio -sin yo, que
se le ha de añadir después-. Pero, ¿se presenta así? ¿Qué hay tras el dogmatismo de
esta descripción? Los problemas no se resuelven evidentemente en el análisis de un
Husserl que pretende desarrollar todo un programa de filosofía como una ciencia
rigurosa y basar todas sus ideas en una evidencia absoluta y apodíctica: la evidencia
absoluta y apodíctica del yo, el viejo argumento cartesiano, que es el principio que
sirve de base a toda la fenomenología. Pero preguntémonos ahora por qué hubo de
publicar Becker su mediador artículo cuando apareció Ser y tiempo: en Ser y tiempo
Heidegger se interpreta como un fenomenólogo transcendental. No sin criticar a
Husserl, claro está. Criticó el yo trascendental de Husserl por considerarlo una esti-
lización imaginaria y pasó a buscar en la «existencia» un fiíndamento más proftindo
del problema de todafilosofi'a.Y lo que llamó «existencia», ese ser ahí que proyecta,
no era efectivamente la conciencia. Recientemente me preguntaron qué diferencia
suponía que Heidegger introdujera el término «cuidado» {Sorge) para sustituir el de
conciencia. Describió la existencia como cuidado. ¿Cuál es la diferencia entre «con-
ciencia» y «cuidado»? Hay una idea clara: la conciencia está representando lo que está
presente ante ella, mientras que el cuidado es la anticipación del fiituro. Heidegger
sustituyó evidentemente la conciencia por el cuidado para demostrar que el presen-
te y la idea de presentación no se adecúan a la estructura temporal de la existencia
humana y a su carácter proyectante. Pero, ¿suponía realmente una diferencia tan

<• E. Husserl, Erfahrung und Urteil. Untenuchungen zur Genealope der Logik, Hamburgo, Landgrebc, 1948
(N. d e l T ) .

132
radical la sustitución de la conciencia por el cuidado? No tenemos por qué admitir
que ser cuidadoso, cuidar de algo, sea siempre el rasgo esencial del cuidado; pero todo
el que «cuida de algo» es cuidadoso al hacerlo; y ello significa que se interesa por sí
mismo; en el mismo sentido en que dice Husserl (con Kant) que ser consciente de
algo es, por una razón esencial, ser consciente de sí mismo. Por eso podemos pre-
guntar: ¿superó realmente Heidegger el inmanentismo de la descripción husserliana
de la conciencia y de la autoconciencia al sustituirla por el cuidado o al limitarse a
concretar la conciencia mediante el cuidado y la temporalidad? Como creo que la
respuesta no está clara, era posible que cuando se publicó Ser y tiempo algunos auto-
res como Oskar Becker consideraran el libro como una nueva versión ampliada del
sistema fenomenológico.
Hay, sin embargo, otra cosa que hemos de considerar con seriedad: Heidegger no
estaba plenamente satisfecho de sí mismo y no se quedó aquí. Pasados unos años, lo
describió como un cambio de orientación o un giro, die Kehre. abandonó la autoin-
terpretación transcendental, con lo que renunció al ideal de un fiíndamento último.
Recuerdo que Heidegger me dijo un día: «Letzbegrundung... ¡vaya idea peregrina!».
Pero, ¿cómo podemos renunciar a un fundamento último? No podemos renunciar a
él, claro está, si mantenemos un concepto restringido de racionalidad, de ciencia
rigurosa en el sentido de las matemáticas y otras ciencias afines. Para una fenome-
nología transcendental que responde al ideal husserliano de ciencia se requiere una
evidencia apodíctica y un desarrollo coherente de todas las consecuencias válidas que
se sigan de esa evidencia. Pero, ¿es posible esto? Quiero decir, ¿explica la autocom-
prensión la exigencia de racionalidad plena? Este es el problema filosófico, un pro-
blema que no se soluciona por supuesto introduciendo simplemente determinadas
descripciones concretas de la intersubjetividad, del cuerpo o de lo que sea. Porque la
cuestión que está en juego es qué relación guarda la racionalidad como ciencia rigu-
rosa con la racionalidad de la vida. Y aquí creo que el ideal de un fiíndamento como
principio liltimo deja de tener sentido. Esta es la razón de que Heidegger no man-
tuviera su fiindamento anterior. Y esta es la razón de que yo también tratara de hacer
algo en la misma dirección. Teníamos que buscar otra autointerpretación, no un fiin-
damento. Y no me refiero a mis actividades o a las de Heidegger, sino a todas nues-
tras actividades incluyendo, por un lado, la racionalidad de las ciencias y, por otro,
la racionalidad del razonamiento práctico.
Tal vez pueda demostrar que la fenomenología no se identifica con el fiínda-
mentalismo. Pensemos por un momento en la daticidad de nuestra vida. La forma
más efectiva de esa daticidad es el lenguaje. Es natural que el lenguaje interese ahora
tanto a la filosofía moderna. Creo que hay buenas razones para ello, pero no estoy
convencido de que la filosofía del lenguaje o la lingüística aborden plenamente el
tema decisivo de la daticidad. En el lenguaje hay, ante todo, langue y parole, por usar
la distinción de Saussure. La palabra hablada es distinta del sistema de signos que
constituye el lenguaje. El lenguaje en sí no es un dato, lo dado es la palabra, la pala-
bra hablada en su realidad operante. Y ello supone ciertamente una rara forma de
encubrimiento. Observemos que una de las características fijndamentales del habla
es su total olvido de sí misma. Nadie podría pronunciar una frase si tuviera plena
conciencia de lo que estaba haciendo. Si yo hubiera de hacerlo, no daría con la pala-
bra que siguiera a la primera. Aún más, me estaría impidiendo pasar de la expresión

133
al tema que hubiera de transmitir. Me volvería loco si intentara hacer una teoría
completa sobre el habla mientras hablaba. Para hablar hay que decir algo: cuando
hablo se produce un olvido del discurso como tema o asunto. Cabría replicar que el
discurso se encuentra en textos. Sí, por supuesto, pero los textos son ajenos o están
en estado bruto. ¿Cómo se preserva realmente este discurso, la palabra hablada, en el
texto escrito? ¿Es la expresión completa de mi pensamiento? ¿No conocemos de
sobra la alienación que se produce entre lo que dijimos y lo que teníamos en la
mente? ¿No es una de nuestras principales experiencias que la expresión deja de ser
mía? Siempre debemos buscar el significado real de una expresión. Están equivoca-
dos nuestros amigos los lógicos cuando insisten en que debemos «mejorar» a Platón
en cuanto a lo que hay en él de contradictorio o inconsecuente, haciendo más cohe-
rentes sus argumentaciones. Esto es entender mal lo que supone hablar. Hablar no
es hacer deducciones lógicas; es, en cierto sentido, dominar la palabra, y ello produ-
ce algo que se ha de interpretar por el contexto en el sentido más fiíerte de éste. Por-
que el contexto no son aquí sólo las palabras, es el contexto de la vida entera.
Ese contexto, naturalmente, nunca se ofrece en toda su extensión. Por eso me
parece tan necesaria la interpretación, la cual constituye, por supuesto, un ámbito de
la actividad filosófica y filológica. Conozco un caso en el que la interpretación del
discurso no es un momento complementario y añadido, y en el que vamos a la esen-
cia de las cosas mismas: se trata del diálogo. En el diálogo estamos realmente inter-
pretando. El habla es entonces la interpretación misma. La ftinción del diálogo es
que el decir o afirmar algo implique una relación provocativa con el otro, que pro-
voque una respuesta, y que la respuesta suministre la interpretación de la interpreta-
ción del otro. En este sentido, sabemos (una vieja idea platónica) que el modo autén-
tico de la daticidad del discurso comienza con el diálogo. Ya no es un sistema de
símbolos o un conjunto de reglas gramaticales y sintácticas. El acto que realmente se
realiza es una aportación al ser común de los hablantes. Trato de desarrollar en mi
propia obra este punto de vista, es decir, cómo se manifiesta en el diálogo el lengua-
je, no en el sentido de langue, sino en el sentido de un auténtico intercambio y de
una auténtica labor. En toda forma de diálogo estamos construyendo. Estamos cons-
truyendo un lenguaje común, por lo que al final del diálogo tendremos un fiínda-
mento. Naturalmente no todo diálogo es fructífero, pero al menos ha de tender a ser
un diálogo. (Muy a menudo es lo contrario a esto: dos monólogos puestos uno detrás
del otro.) De todos modos estamos aquí describiendo el lenguaje en su daticidad,
esto es, en su realidad y no en los modos de una ciencia de símbolos que lo someten
a un proceso de abstracción. Estamos hablando de la palabra que se nos presenta en
nuestro intercambio discursivo, que es exactamente lo que los griegos llamaron dia-
léctica. Es el procedimiento que utiliza el pensamiento griego.
Permítanme un esbozo de lo que estoy pensando, es decir, la dialéctica como la
base común. La dialéctica no pretende tener un primer principio. Platón desarrolló a
juicio de Aristóteles dos «principios»: la Mónada y la Diada. La Diada era una Diada
indeterminada, y ello significa apertura a una determinación ulterior. ¿Es ese el «ftin-
damento» en el sentido del principio supremo de Husseri? Estos «principios» de Pla-
tón no ftieron concebidos para que condujeran a un final determinado. Creo que Pla-
tón tuvo en cuenta este punto de vista cuando dijo que la filosofía es para los seres
humanos, no para los dioses. Los dioses saben, pero nosotros estamos constantemen-

134
te en este proceso de acercamiento y de superación del error que nos lleva dialéctica-
mente a la verdad. En este sentido podría hacer una defensa parcial de la idea de que
el legado más antiguo de la filosofía es precisamente su funcionalidad, su dar cuenta
de una determinada manera, y que como tal no puede presumir de estar en posesión
de primeros principios. Esto sugiere muy bien lo que yo situaría en el lugar del «fun-
damento». Lo llamaría «participación», porque esto es lo que sucede en la vida huma-
na. Esta es, sin duda, la gran virtud de las humanidades, que compartimos el mundo
común de una tradición y una interpretación de la experiencia humana. La interpre-
tación del mundo común en el que participamos no es ciertamente antes que nada la
tarea objetivadora del pensamiento metódico. Puede por supuesto incluirla, pero no
es la razón de ser de nuestra actividad. Cuando interpretamos un texto, no estamos
probando «científicamente» que este poema de amor pertenece al género de la poesía
amatoria. Nadie puede poner en duda que éste sea el objetivo; pero si éste es el único
resultado de la investigación de un poema, hemos fracasado. La intención es entender
este poema de amor en sí mismo y en su relación singular con la estructura común de
la poesía amatoria. Es una forma particiJar absolutamente individualizada, de forma
que participamos en la declaración o el mensaje que el poeta encarnó en él. Efectiva-
mente, la participación expresa mejor lo que sucede en nuestra experiencia vital que
la concepción fundamentista de la evidencia apodíctica de la autoconciencia.
Participación es ima palabra extraña. Su dialéctica consiste en el hecho de que
la participación no es tomar partes, sino que es una forma de tomar el todo. Cada
uno de los que participan en algo no se lleva algo, de forma que los otros no puedan
tenerlo. La verdad es lo contrario: con nuestro compartir, con nuestra participación
en las cosas en las que participamos, las enriquecemos; éstas no se reducen sino que
se agrandan. Toda la vida de una tradición consiste precisamente en este enriqueci-
miento de forma que la vida es nuestra cultura y nuestro pasado: todo el depósito
interior de nuestras vidas se está continuamente llenando merced a la participación.
Quiero acabar haciendo una observación sobre lo que tiene de carácter metódi-
co este enfoque, al que llamaría hermenéutica en el sentido básico. Me refiero a la
filosofía práctica de Aristóteles. Aristóteles pregunta: «¿Cuál es el principio de la filo-
sofía moral?». Y responde: «Bueno, el principio es esto: la estidad»^. Es decir, no la
deducción, sino la daticidad real, no de los hechos en bruto sino del mundo inter-
pretado. No es la pregunta que formula Husserl en Crisi^, ¿cómo podemos reunir y
conjugar nuestros esfuerzos en pro de una ciencia rigurosa, incluyendo como tal a la
fenomenología, con las circunstancias históricas del lugar que ocupamos en el curso
de la historia? Por eso mi tesis es: precisamente porque renunciamos por principio a
una determinada idea de fundamento, nos volvemos mejores fenomenólogos, más
cercanos a la daticidad real y más conscientes de la reciprocidad que existe entre
nuestros esfiíerzos conceptuales y lo concreto de la experiencia vital.

Traducción: Enrique López Castellón

' Vid. Aristóteles, Ética Nicomáquea, 1 7, 1098 b 2 y ss. (Madrid, Grados, 1985, p. 143) (N. del X).
' E. Husserl, Die Krisis der europaischen Wissenschafien unddie transzendentate Phdnomenologie, La Haya, Mar-
tinus NijhofF, 1954 (La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología transcendental, Barcelona, Crítica, 1991)
(N. del T ) .

135
El umbral de la historia
Jean-Fran^ois Lyotard

ADVERTENCIA

El carácter preparatorio de las siguientes reflexiones se hará evidente a lo


largo de la lectura. Ello se debe a que no se expone su centro de gravedad: ¿cómo
pensar y qué hacer cuando la dialéctica agoniza? El problema se aborda, principal-
mente, mediante el examen de los dos vastagos de la dialéctica que el espíritu del
tiempo ha dejado sobrevivir, simétricos y mutilados, liberados del imposi-
ble concubinato que deseaban Hegel y Marx: la hermenéutica, que hereda la
dimensión del deseo y de lo motriz, y el estructuralismo, que explota el espacio
de lo lógico.
La crítica de la dialéctica se lleva a cabo también en la realidad: mediante la for-
mación de un nuevo objeto, la «sociedad industrial», que se diferencia tanto de los
que conocemos en la naturaleza, como de los que forman las sociedades tradiciona-
les, por un rasgo, su crecimiento —el control como regulador de la correspondencia,
y no sólo de la conservación—, y por la ruina concomitante del movimiento obrero,
que el estalinismo anunciaba, y con el que acabaron, después de la condena oficial
de éste último, la burocratización confirmada de los partidos comunistas y de los sin-
dicatos, y su participación abierta en el sistema.
¿Cuál es, entonces, el Otro de esta sociedad, el espectro que la acecha? ¿Era sólo
imaginario? En el caso de que el fantasma se haya disipado, la historia ha termina-
do. Hay una idea que se consolida cada vez más: hiíhistoria, realmente, sólo era una
serie de oscilaciones mediante las cuales se establecía la nueva sociedad, y las luchas
mediante las que antaño los hombres se deshacían de los sistemas tradicionales no
son hoy sino artificios para el surgimiento de lo nuevo. El éxito de la estructura se
debe a este mismo pensamiento.
Al menos esta luz fiinebre permitirá quizás -¿infinito recurso de lo negativo?—
comprender mejor que antes lo que es la historicidad. Lo que se intenta aquí es abrir
los ojos sobre ella, como primera contribución a la formación de los conceptos y de
las acciones que nos faltan. Así pues, los párrafos deshilvanados y las lagunas no son
fruto solamente de las circunstancias de la redacción. Si, a pesar de todo, el lector se
sorprendiera de ponerse en camino con el guerrillero de hoy en día o de ser inte-

137
rrumpido en mitad del koúros homéúco, tenga a bien juzgar pertinente que, al refle-
xionar sobre el fin de la historia, nos preguntemos por su comienzo.

8 de julio de 1966

I. EL CAMPESINO Y LA HISTORIA

Nos permitimos aplicar la idea de subdesarroUo a ciertos pueblos porque damos


por supuesto que toda la humanidad participa de una historia única, en la cual hay
sociedades «avanzadas» y otras «retrasadas». Esta historia se percibe como una com-
petición entre los pueblos, en la que la posición ocupada por los llamados subdesa-
rroUados, que la doctrina bolchevique calificaba sin contemplaciones de atrasados
(Lenin y Roy, 1920), se determina respecto a las metas a las que apuntan los países
industriales. Tal representación se apoya en dos nociones previas: según una, la histo-
ria se representa como una especie de línea que sigue necesariamente la evolución de
las sociedades; según la otra, el grado de progresión a lo largo de esta línea depende
del desarrollo de las capacidades productivas. Unilinealidad y prevalencia del criterio
económico son categorías que se consideran aplicables a toda comunidad humana.
Al respecto, aunque el pensamiento y la política imperialistas, por un lado, y los
comunistas, por otro, estén en conflicto abierto en cuanto a la razón y al remedio del
«atraso», participan en cambio de la misma concepción general de la historia. No se
trata solamente del hecho establecido de que en el período estalinista los partidos
comunistas de los países dependientes fiíeran agencias coloniales de los partidos
metropolitanos: desviado a fines de estricta salvaguardia del poder del aparato ruso y
plagado de representaciones conservadoras, el estalinismo no puede ser considerado
un testigo válido de la teoría y la práctica comunistas. Pero la concepción de la Revo-
lución Permanente (Trotsky, 1928-1931), que ha supuesto el esfuerzo más conse-
cuente, no sólo para comprender la originalidad política de la revolución socialista, y
así extraer su concepto de las categorías burguesas, sino para definir una estrategia
del movimiento obrero que esté al nivel del imperialismo (ibid., pp. 228-236) y
pueda darle réplica de un modo decisivo, presupone asimismo la unicidad del hom-
bre social en todo el mundo. Seguramente, Trotsky sabe que los fines del campesino
ucraniano no son los del metalúrgico de Petrogrado; pero no duda de que la sed de
tierra que siente el primero pueda ser compatible, bajo la dictadura del proletariado,
con el combate del segundo contra el capital. El hecho de que esta compatibilidad
sólo pudiera concebirse y praaicarse en Rusia entre 1917yl921 como una violenta
subordinación del campesinado a los objetivos de la revolución proletaria sólo puede
indignar a los espíritus delicados, que quisieran que el socialismo naciese espontá-
neamente y se estableciera sin violencia alguna. No hay alternativa entre esta violen-
cia y otra política. Pero esta necesidad exige que nos interroguemos sobre su razón
de ser, ya que pone de manifiesto que la revolución no es permanente sino disconti-
nua, que tiene que penetrar desde el exterior en las masas rurales y que éstas no ac-
túan si no son movilizadas. En este desfase existente entre la actitud del campesina-
do y los objetivos que el movimiento obrero le impone, creemos reconocer el
inter\'alo que separa lo «salvaje» de lo «histórico», el umbral de la historia.

138
La mayoría de las poblaciones llamadas subdesarroUadas están compuestas por
campesinos en una proporción del orden del 70 al 80%. Ser uno de estos campesi-
nos no supone pertenecer a una categoría profesional entre otras. No se trata sólo de
que el trabajo de la tierra, opuesto a las actividades «secundarias» o «terciarias», posea
características propias, sino de que el campesino de un país subdesarroUado no per-
tenece al mismo mundo que el granjero del oeste americano o que el obrero agríco-
la de la Brie. Su trabajo no ocupa el mismo lugar ni en la configuración subjetiva de
su existencia ni en el funcionamiento objetivo de su sociedad. Los indios de Ecua-
dor, los pastores de Kenia, los aldeanos del delta del Mekong o los fellahs del Nilo
participan, por razones distintas, de un modo de existencia y de un orden social más
cercanos al tipo del pensamiento salvaje, tal como Lévi-Strauss lo ha elaborado en
sus trabajos (Lévi-Strauss, 1962), que al nuestro. Hay que excluir de este tipo a aque-
llos segmentos del campesinado que, en el «tercer mundo», han sido sometidos a las
condiciones de trabajo, de renta y de vida en general del asalariado agrícola. En este
sentido, la población rural de Cuba, compuesta en gran parte por obreros que tra-
bajan en plantaciones, no pertenece a este tipo y, por ello, la revolución cubana ha
logrado adquirir la forma peculiar que la caracteriza.
En cambio, el hecho de que muchos de estos campesinados hayan padecido, a
veces durante milenios, el sistema social conocido como despotismo oriental (K.
Wittfogel, 1957; P. Vidal-Naquet, 1963) no tiene por qué modificar sensiblemente
nuestra apreciación. Es legítimo pensar que estos campesinos participan en lo esen-
cial del orden social «salvaje» si aceptamos que la clase burocrática que dominaba las
aldeas, coordinaba su trabajo y recaudaba sus impuestos no introdujo modificacio-
nes sustanciales en la cultura tradicional de las primeras comunidades. En cuanto al
problema que nos ocupa, baste con señalar que el modo de producción asiático no
es el apropiado para hacer consciente al campesinado del carácter unitario de su con-
dición, y es incapaz de hacer que éste último atribuya o mantenga los objetivos políti-
cos comunes o meramente reivindicativos. Antes bien, éste ha permanecido al margen
de las tribulaciones que afectaban a la propia burocracia. Las formas fundamentales de
intercambio social —la lengua, el parentesco o la circulación de bienes- han perma-
necido intactas, o bien, después de alguna crisis, han podido restablecerse. La cultu-
ra de estas comunidades ha seguido articulándose alrededor del eje de la vida y de la
muerte, el mito y el rito han seguido siendo los medios privilegiados del discurso y
de la acción, y la metáfora, su categoría esencial.
Para lo que aquí nos interesa, lo importante, en efecto, es señalar que estos cam-
pesinos tradicionales, cuyas técnicas apenas han variado desde la revolución neolíti-
ca, no conceden preeminencia alguna a la actividad económica: ésta se desarrolla al
mismo nivel que las otras y consiste, como ellas, en la observancia de reglas consue-
tudinarias de intercambio con la naturaleza, mediante la producción, y con la socie-
dad, mediante la circulación de bienes. La energía del trabajo y del beneficio se cana-
liza mediante una sintaxis de la producción y de la circulación, y mediante una
semántica del consumo. Los reglamentos que regían la fabricación y la venta de telas
en los gremios de Brujas a finales del s. XIII (H. Pirenne, 1933) nos ofrecen un ejem-
plo accesible de un sistema económico estable que persiste en el seno de una socie-
dad histórica diferenciada. Por muy lejanas que puedan parecer estas prescripciones
(escritas, referidas a una profesión específica, dividida en categorías y pertenecientes,

139
en resumidas cuentas, al mercantilismo) de la economía de recolección de cierto
grupo indio de la meseta brasileña, ambos sistemas tienen un rasgo en común: en
ambos casos, los movimientos de la actividad económica están sometidos a patrones
de conservación.
En cuanto a la historicidad, estos campesinados no nos resultan menos lejanos.
Sería poco decir que se sorprenderían si intentáramos hacerles admitir que ocupan
una posición retrasada en el eje de la evolución con respecto a la civilización de los
misioneros, los administradores y los hombres de negocios allí instalados. En reali-
dad, ignoran su propia historicidad, y no sólo en su forma corriente (la linealidad de
la evolución). La ahistoricidad se aprecia, principalmente, en que no conciben la rea-
lidad social como un objeto susceptible de ser mejorado. En esta falta de objetiva-
ción, se insertan, por así decirlo, numerosos rasgos negativos, cada uno de los cuales
es distintivo de la ahistoricidad: a) que el cuerpo social no se oponga a su cultura —en
el sentido de culturalismo-, lo cual significa que no se concibe a sí mismo como una
especie de sujeto colectivo, libre o, si se prefiere, vacío, en busca de otra distribución
de los vínculos sociales; b) que no haya alternativa a lo que existe, lo cual constata
que la realidad social se concibe como un orden dado, como physis en el sentido más
ftierte del término (Heidegger, 1958), y se convierte en un orden del mundo, en una
«lengua» cósmica; c) la ausencia de una perspectiva de mejora de los vínculos, que
indica que falta ese despliegue, tan familiar para nosotros, al que nuestros filósofos
atribuyen una dimensión ontológica y debido al cual el tiempo se abre extáticamen-
te entre un pasado reinterpretado sin cesar y un ftituro que hay que inventar libre-
mente. Estas categorías preliminares de la historicidad «no se encuentran» en el
orden social salvaje.
Según parece, pensamos por equivocación que podemos incorporar al presunto
esquema del desarrollo universal de las fuerzas de producción aquellas comunidades
que no sienten la necesidad explícita de transformarse y para las que el trabajo no se
diferencia de las demás actividades.
Sin embargo, este error está en parte bien fundado. Al extender su interés a paí-
ses que no habían participado en la historia occidental y al ejercer su poder sobre
comunidades campesinas tradicionales, ¿no ha trastornado el capitalismo en su fase
imperialista el fimcionamiento de éstas, haciendo, de ese modo, que la descripción
cuyo principio acabamos de esbozar resulte inadecuada? Gracias a las inversiones
efectuadas por Occidente, se establecieron en los países exóticos «clases burguesas»
que recibían parte de los beneficios a cambio de someterse a los intereses del capital
extranjero, las cuales, a veces, emprendían, incluso por su cuenta, la explotación de
las riquezas naturales del país, su comercialización y su transformación en productos
semielaborados. Junto a ellas, se fueron formando clases obreras, escasas en número
y de mediocre cualificación, pero que, al provenir de regiones rurales, sintieron el
atraaivo de una vida que consideraban mejor, lo que provocó la objetivación y la crí-
tica de la tradición. Las expropiaciones practicadas por las compañías extranjeras y
por la burguesía de origen, ¿no destrozaron las antiguas comunidades, al rebajar a
algunos de sus miembros a la condición de asalariados agrícolas y arrinconar en los
suburbios a aquéllos que se quedaban sin trabajo? Incluso cuando la penetración del
capitalismo no era tan directa, la mera competencia en el mercado mundial del algo-
dón, obtenido por el fellah en su parcela de tierra y producido por las grandes granjas

140
mecanizadas de Cottonbelt, ¿no ha enfrentado al primero, sin darse cuenta siquiera,
a condiciones económicas que excluyen sus comportamientos culturales y, en general,
sus formas de vida (Ayrout; Besan^on; Weulersse)? Existen además otros procedi-
mientos de desestabilización de las estructuras tradicionales: la explosión demográfi-
ca vinculada a la introducción de reglas médicas de higiene enfrenta a la aldea a un
crecimiento demográfico que su civilización es incapaz de absorber (G. Tillion); la
divulgación de ciertos objetos de consumo, de medios recientes de información y de
transporte es de tal naturaleza que llega a conmover el medio material y la red de
comunicaciones de la que las poblaciones rurales se habían dotado desde hacía siglos.
Las sublevaciones de los campesinos constatan la existencia de tal desestabiliza-
ción. La historia del imperialismo está jalonada por ellas. En nuestros días, las gue-
rrillas se constituyen en todos aquellos lugares donde los campesinos son explotados
por el imperialismo y las clases dirigentes locales, y donde la servidumbre que les
imponen las metrópolis o los colonos europeos les impulsan a combatir o a desapa-
recer. Parece que asistimos a la entrada de estas antiguas comunidades en la escena
de la historia. Por su número, por el lugar que sus países ocupan en el tablero mun-
dial y por la función que las riquezas de su suelo y de su subsuelo, junto a la abun-
dancia de su fuerza de trabajo, desempeñan en la circulación del capital a escala
mundial, su lucha parece tener por objeto descentrar la sede de la historia moderna
y llevarla hacia la periferia del mundo occidental hasta desequilibrar las relaciones
existentes entre las potencias del Este y del Oeste, o crear en las economías más
industrializadas una crisis de sobrecapitalización proporcional al cierre de los anti-
guos mercados exóticos a la inversión europea o yanqui. ¿Cómo sostener sin ser para-
dójicos que estos campesinos, cuya insurrección ha socavado, y lo seguirá haciendo,
las posiciones del imperialismo en el mundo y ha dividido el comunismo en dos
metrópolis y en dos doctrinas rivales, no pertenecen a la misma historia que noso-
tros? Después de todo, el subdesarrollo no es sólo una categoría occidental, sino el
problema que, de hecho, tienen que afrontar estos pueblos al introducirlos brutal-
mente en el mecanismo de la economía capitalista y ser aplastados por él. Además,
no les interesa ignorarlo si no quieren regresar a la tradición: al entrar en la lucha,
parecen constatar que esta tradición no les parece capaz de responder ya al desafío que
les lanza la economía del beneficio y del crecimiento, sino incapaz de absorber la mise-
ria que dicha economía les hace padecer. Saben que el imperialismo les ha empobre-
cido como ninguna clase dirigente lo había hecho antes y sienten que no tienen otra
tarea más urgente que la de ponerse a trabajar con vistas a acumular ese mínimo de
equipamiento material y humano a partir del cual el círculo vicioso del subdesarrollo
pueda quebrarse; su lucha por la hberación es el primer cometido de su empresa.
Así pues, sería legítimo dar un significado moderno a las insurrecciones de los paí-
ses exóticos y conceder al campesino de estas regiones ese pensamiento transformador
que a menudo se niega al orden social salvaje. El propio imperialismo lanza a las insti-
tuciones tradicionales un desafío que deben cumplir y no pueden desvelar, y que obli-
ga a los campesinos a rebelarse contra un destino imposible que les insta a concebir su
existencia social como un objeto que ha de construirse, como un bien que debe ser
obtenido con gran esfuerzo: ¿no son éstos los rasgos esenciales de la historicidad?
Sin embargo, estos argumentos no son decisivos. Una política que se lleve a cabo
desde esta perspectiva, se expone a sufrir desengaños. Prueba de ello son el fracaso de

141
la Revolución Permanente, el hecho de que el fanonismo se haya quedado en agua
de borrajas y los obstáculos con los que se encuentran la diplomacia y la política inte-
rior de China. La razón de todo ello reside en que la relación del campesino «sub-
desarroUado» con la sociedad y con el tiempo no es, en esencia, igual a la nuestra y
no permite el ejercicio de la actividad política.
Ciertamente, el hecho colonial, en el sentido amplio del término, es decir, el
encuentro, colateral o por contacto, de una civilización regida por el aumento de su
potencial económico con una cultura profundamente ritual o simbólica y el domi-
nio de ésta por aquélla, crea graves desórdenes en la sociedad tradicional.
Nos referimos a la descripción de dicha sociedad, principalmente culturalista,
que ha propuesto G. Balandier (1951 y 1952), y a los análisis, esencialmente políti-
cos, que F. Fanón (1959) ha realizado y cuyo alcance negativo, por así decirlo, puede
venir al caso: el imperialismo desestabiliza todo o parte del «lenguaje» que sostenía y
animaba las instituciones, llegando a sembrar la confusión hasta en la psyché indivi-
dual del colonizado.
Pero del hecho de que el colonizado sufra los efectos de la desculturalización
y tome las armas para liberarse, no se deduce que se erija, a su modo de ver, en suje-
to de una acción que influye en la sociedad y que, por ello, constituye la historia.
Sin embargo, una acción sólo puede ser revolucionaria al precio de tal subjetiva-
ción. La revolución no conlleva sólo la alteración de las relaciones sociales, sino que
reclama su desnaturalización, en el sentido fuerte del término, que ilustraremos
posteriormente, y un cambio del vínculo del hombre con la institución, que moti-
va que ésta no desempeñe solamente el papel de significante, sino también el de
significado, y no participe de un estatuto jerárquico, sagrado o cósmico, sino de un
contrato igualitario, profano y social llevado a cabo por compañeros-adversarios
después de un debate o de un enfrentamiento. Mientras que los hombres continúen
sintiendo y considerando que sus relaciones sociales forman parte de un orden
«natural», el desorden que pueda introducirse en ellas, debido a la colonización,
por ejemplo, les parecerá indudablemente contranatural y quizá suscite reacciones;
pero éstas apuntan esencialmente a restablecer el estado de cosas anterior. Otra
cosa es saber si pueden conseguirlo. Lo importante es entender que un fenómeno
tan perturbador como la desestabilización de la mayor parte de las instituciones
básicas de la sociedad tradicional por parte del imperialismo no lleva consigo, de
un modo espontáneo, la transformación de la sociedad «arcaica» en un orden social
histórico.
Una comparación tomada de la cibernética nos permite representar su mecanis-
mo. Se trata de un dispositivo regulador, cuyo programa consiste en restablecer, des-
pués de una perturbación, el estado anterior del sistema regulado definido median-
te un patrón de referencia fijo (feedback negativo), que «responde» al acontecimiento
mediante una «orden» que anula su efecto. Si la intensidad de dicho acontecimien-
to se mantiene dentro de los límites de la capacidad del regulador, su introducción
en el sistema regulado supone una información válida para el regulador. Si, por el
contrario, se supera la capacidad de éste último, el sistema se destruye. Su ley es la
del todo o nada, pues el acontecimiento no puede modificar su programa. Sin duda
alguna, no es posible encontrar en toda la historia de la colonización y de la desco-
lonización una sola situación que satisfaga esta simple alternativa. Sin embargo, aun-

142
que es cierto que el imperialismo supone un acontecimiento que supera la capacidad
del regulador local, el modelo da cuenta del hecho de que la sociedad colonial ha de
desaparecer. En principio, los colonizados sólo pueden «optar» entre dos modos de
sucumbir: seguir con su sistema tradicional hasta la ruina o adoptar el tipo de regu-
lación que domina en las sociedades industriales. La realidad es diferente de la teo-
ría; pero sólo se diferencia de ésta en que no ofrece elección. Las dos «opciones» dan
lugar a dos sectores: en uno, la vida tradicional vegeta, marginada; el otro está for-
mado por patrones, comerciantes, profesiones liberales, obreros, empleados y por
todos aquellos que, por «fortuna» o por haber tenido privilegios en la antigua socie-
dad, han conseguido transformar lo que tenían, desde las rentas de los bienes raíces
hasta la fuerza del trabajo, en capital o en salario, únicas expresiones aceptadas en el
nuevo sistema. La mayoría está condenada al primer sector porque su fuerza de tra-
bajo no es empleada debido a la falta de inversión.
Pero dado que la supervivencia de la sociedad tradicional depende de la subca-
pitalización, ¿no resulta excesivo, por no decir lamentable, atribuir la responsabilidad
del estancamiento a la resistencia que la sociedad y la cultura «arcaicas» oponen al
cambio, cuando se debe, claramente, a la lógica inherente a los intereses del impe-
rialismo, que sólo invierte localmente cuando cuenta con superávit? Se trataría, en
efecto, de un inmenso error, pero éste no es el problema. Hemos de partir de este
estado de desarticulación en el que el imperialismo deja la sociedad colonial y cons-
tatar que el sector tradicional, relegado de la periferia del sector capitalista y aban-
donado a sí mismo en una posición precaria, no dispone de los medios necesarios
para afrontar el desafío que se le lanza. Los medios que le faltan no son sólo crema-
tísticos. Se trata del capital en el sentido que Marx le atribuía: un modo de produc-
ción, un tipo de relaciones entre los hombres respecto al trabajo, un orden social que
inspire todas las instituciones y un espíritu común.
Los rasgos propios de las burguesías de estos países nos ofrecen una confirma-
ción de la extensión de esta «carencia». Se resumen en una palabra: estas burguesías
no merecen tal nombre. Aunque dispongan de independencia política, su estableci-
miento no es fruto de una transformación interna de la sociedad. A pesar de su posi-
ción dominante, son incapaces de suscitar dicha transformación, pues están contro-
ladas, ciertamente, por el imperialismo en lo tocante a la capitalización y a la
repartición del producto, pero también debido a que, aunque gozasen de facilidades
económicas, carecen del espíritu del capitalismo, cuyo potencial de enriquecimiento
sólo utilizan para consolidar los privilegios del antiguo régimen. La burguesía china
de la República de Chiang Kai-chek ejemplifica mundialmente esta incapacidad.
Para que una colectividad cambie el orden de sus instituciones, no basta con que
éste último sea perturbado. Ha de llevar inscrita la idea de cambio, la capacidad de
objetivar y criticar las relaciones sociales. La conciencia de que existen otros tipos de
técnicas es lo más fácil de lograr; pero quizá sea preferible advertir que existen otros
modelos de intercambio de bienes y servicios, de educación, de religión, de discur-
sos o de parentesco. Acabamos de decir que ni siquiera la «burguesía» de esos países
es capaz de ello; pero los intelectuales, menos sospechosos de complacencia interesa-
da, se encuentran con una dificultad análoga. Debido a su formación, están en con-
diciones de llevar a cabo esa crítica y de cobrar conciencia de la situación, pero se
arriesgan, en ese caso, a ser acusados de traicionar a su pueblo; la Intelligentsia ha de

143
optar entre la solidaridad que debe mostrar con la miseria de los suyos y la crítica
radical de la tradición que éstos precisan para salvarse.
El hecho de que los campesinos puedan movilizarse por la idea de indepen-
dencia no ha de inducir a engaño. El término reviste distintos contenidos según
sea un burgués, un obrero o un campesino quien lo haga suyo. Privado de una
experiencia social amplia, sin formación cívica y sin educación política, el campe-
sino alza las armas contra una desdicha que atribuye al extranjero para restablecer,
en el mejor de los casos, su dignidad primera; pero sigue confiando dicha tarea a
sus jefes.
Se objetará que al menos su participación en la resistencia y los desórdenes que
la guerrilla y la contraguerrilla crean en la aldea, la familia, la técnica e incluso el tipo
de discurso modifican los cimientos de las viejas tradiciones e inducen a abandonar
la esperanza de restablecerlos. Pero, para empezar, dicha participación no suele ser lo
habitual. El campesinado está lejos de ofrecer en todos estos países el espectáculo de
la insurrección. Por el mero hecho de ser mayoría, ejerce en todas partes cierta pre-
sión contra el imperialismo y sus asociados; pero ese peso efectivo no conlleva una
presión activa. Esta admite intensidades variables, que van desde la ausencia pura y
simple del fellah egipcio en el golpe de estado militar hasta la participación comple-
ta de los trabajadores agrícolas cubanos en las guerrillas castristas (caso límite como
hemos dicho), pasando por la reserva atenta de los indios de Ecuador frente al
movimiento urbano contra la oligarquía, por el desencadenamiento del tribalismo en
el Congo al concederse la independencia política o por la tenaz simpatía de las masas
rurales argelinas respecto a las formaciones del A.L.N. En cada uno de estos casos, el
análisis ha de tener en cuenta los rasgos específicos de la sociedad precolonial y del
impacto del imperialismo.
Pero aunque hagamos caso omiso de esta restricción o estudiemos la experien-
cia concreta del campesino en la insurrección cuando ésta tiene lugar, se pueden
apreciar en ella los motivos y los síntomas de una resistencia al cambio. Los campe-
sinos armados no combaten contra la dominación, sino que atacan a los malos
gobernantes, transfiriendo a los «señores» de la guerrilla la necesidad de orden que
los gobernantes o los colonos no han sabido satisfacer. Ciertas actitudes y denomi-
nadores tradicionales, frustrados por la crisis de la sociedad colonial, pueden presen-
tarse de nuevo en el ámbito del combate clandestino. El secreto que rodea a éste
último, el anonimato de sus jefes, su alejamiento, la autoridad sin elección e inape-
lable que se ejerce en las distintas unidades, la implantación de éstas al entrar en con-
tacto con las aldeas, su simbiosis con el ritmo rural y la utilización de la tierra natal
como campo de batalla y del dialecto como lengua cifrada son los rasgos de la gue-
rra de guerrillas que, al menos en sus inicios, se hacen eco y extraen sus recursos de
una cultura en la que la jerarquía no se discute, cuyo otigen no es profano y en la
que la sociedad se asemeja a la naturaleza y la naturaleza a la sociedad, pues tanto
una como otra hablan una misma lengua. Mientras las formaciones de combatientes
conserven cieno número y los guerrilleros no se conviertan en unidades comparables
a las de un ejército regular, predominará el carácter particularista o local de la resis-
tencia campesina. Los guerrilleros que pudieron resistir, sobre todo en Cabilla, des-
pués de la intensificación de la represión tras el «plan Challe», estaban impregnados
de este particularismo. Sin querer prejuzgar el significado propiamente político de la

144
resistencia que opusieron a la entrada del ejército de Boumedienne durante el vera-
no de 1962, es cierto que la resistencia obtuvo su fuerza de la adhesión de la pobla-
ción local a una causa que consideraba principalmente cabilla y que, probablemen-
te, se limitaba sólo a eso.
Hay que incorporar al campesino a una disciplina militar «clásica» y educarle
políticamente en la escuela de un partido, es decir, es preciso que se constituya un
aparato de jefes militares y de comisarios políticos, y una organización dotada de una
doctrina, de una estrategia y de un mecanismo de propaganda para que la osmosis
del guerrillero y de la tierra natal se interrumpa, y para que el soldado irregular, con-
vertido en regular y en militante, sea separado de su cultura. Estos requisitos, que
parecen necesarios para alejar a la guerrilla campesina de su horizonte tradicional, no
pueden ser cumplidos por el campesinado sin las ideas de otros segmentos sociales:
intelectuales, burgueses desarraigados o dirigentes del movimiento obrero. Que
hombres llegados de las aldeas tomen sitio entre ellos no modifica en nada el hecho
de que el aparato no pueda extraer de la tradición campesina los materiales del aná-
lisis que ha de hacer de la situación del país y de las relaciones defiaerzaexistentes en
el interior y en el exterior, las consignas basadas en categorías sociales que pretende
asociar a la lucha y, por último, los principios de organización de ésta; operaciones
mediante las que la insurrección se pone a la altura de la represión y sin las cuales no
tendría posibilidad alguna de vencer.
Sólo en ese momento la guerrilla se convierte en guerra revolucionaria (Mao
Tse-Tung): se inserta en un juego político de varias dimensiones que tiene lugar
tanto en el plano local como en el plano mundial entre explotadores y explotados,
entre el Este y el Oeste o entre países ricos y pobres. Esa guerra se transforma en una
política social, ejercida con medios distintos al propiamente discursivo, que parece
poder abordarse con las categorías que nos son familiares, especialmente con las de
la lucha de clases. En la «dinámica revolucionaria» que intentamos detectar en la his-
toria universal, dicha política parece poder servir de sustituto al proletariado indus-
trial que hoy por hoy se da por extinguido.
Pero ni la observación ni el análisis nos permiten llevar a cabo dicha sustitución.
Tras las guerras de liberación más largas y sangrientas puede llegar la calma chicha.
Un ejemplo reciente de ello es la decepción que causó Argelia a partir de 1962 (Cha-
liand; Lyotard, 1963). Podría decirse que las luchas de los campesinos no configuran
su historia, sino la nuestra. Su lucha modifica el mundo en lugar de modificarles a
ellos mismos. Su poder de alteración no les es intrínseco. Se ejerce más al obligar a
las metrópolis industriales a acomodarse a la nueva situación creada por la insurrec-
ción y la independencia, que por el hecho de que éstas últimas asuman el proyecto
de construir una sociedad nueva. El error de Fanón (1961) consistió en creer que una
respuesta radical al fenómeno colonial como la insurrección de los argelinos en 1954
podía resultar asimismo una respuesta radical a todas las formas de dominación, de
tal modo que la guerra de liberación nacional pudiera dar paso a un proceso global
de liberación social. La verdad es que el campesino puede luchar a muerte contra el
extranjero y sus socios sin revisar las relaciones sociales tradicionales, por muy dete-
rioradas que estén debido a la colonización. Sólo se puede comprender la paradoja
de esa «inercia» conjugada con dicha combatividad si se supone que ésta está subor-
dinada, por así decirlo, a aquélla, y que los hombres llevan a cabo su lucha, si no para

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restablecer las antiguas estructuras, al menos de acuerdo con las categorías y las ins-
tituciones que descansan en ellas.
Nos parece que se ha de dar la vuelta a la interpretación que N. Wachtel, al final
de un artículo reciente, propone sobre la resistencia inca a la ocupación española: el
hecho de que los indios, a la hora de sublevarse, eligieran una fecha cuyo significado
era escatológico según su calendario mítico no demuestra que el fenómeno de la
colonización provocara en los indígenas una nueva praxis en forma de proyecto, sino
que éste se incorporó al sistema tradicional que determinaba el modo de concebir el
tiempo y el mundo, y que las acciones -como la sublevación- resultantes de la
«información» que dicha sublevación supone para el regulador son, esencialmente,
operaciones de conservación. El propio autor lo confirma cuando comenta que, en
el sistema de alianzas observado hoy en día en una aldea próxima a Cuzco, «la posi-
ción de los conquistadores españoles con respecto a la población indígena es análo-
ga a la de los incas de entonces» (N. Wachtel, p. 90). Hay que evitar dar a estas gue-
rras, en ocasiones recientes, un significado tomado de las sociedades históricas. Todos
los hombres juzgan que el riesgo de desaparecer en combate sólo es aceptable si dicho
riesgo es anidado por la posibilidad de que, de dicho combate, surja algo que merez-
ca la pena. Pero, para nosotros, lo que merece la pena es siempre lo que no existe,
mientras que para el hombre vinculado al ritual es lo que existe. A nuestro «Sé lo que
llegues a ser» se opone su «Conviértete en lo que eres».
Puede apreciarse la confiisión que se crea cuando se pone la insurrección de los
pueblos exóticos en el mismo lugar que la lucha de los asalariados en el mundo
industrial. Para llegar a atribuir a la primera el proyecto de instaurar el socialismo, es
necesario que esta palabra se degrade hasta llegar a designar todo aquello que no
abraza dócilmente la causa del imperialismo. Pero el socialismo supone el combate
contra la alienación, que sólo es posible en las condiciones que el capitalismo impo-
ne a la vida. Mientras la organización de la existencia social, en todos sus aspectos,
pueda remitirse, incluso de modo imaginario, a un principio de orden o a un signi-
ficante, no habrá alienación (Lefort, 1955). El estructuraJismo ha mostrado que es
natural conceder al significante, a la capacidad simbólica y al código en el que fun-
ciona cierta primacía y cierta autonomía, lo cual es característico del salvaje y pro-
pio, asimismo, del campesino exótico. Es Feuerbach, aunque no se trata de lo que él
llama alienación religiosa, quien lleva a cabo la inversión del significante y del signi-
ficado. La alienación es algo muy distinto a la sustitución del creador por la criatu-
ra. Conlleva el concepto y la práctica del trabajo como creación, las relaciones socia-
les como agón y la explotación como injusticia social. La alienación afecta solamente
al proletario, y sólo puede surgir, y con ella de inmediato su rechazo, permanente
como reivindicación y paroxístico como revolución, si el carácter inhumano de las
condiciones de vida y, sobre todo, de trabajo puede imputarse a un poder humano,
es decir, si su carácter evidentemente social las priva de su origen y de su legitima-
ción cósmicas. En ese caso, el otro, el patrón, se erige en adversario y compañero per-
manente en el conflicto social. El campesino exótico es explotado y puede rebelarse
contra sus opresores; pero no cree que el trabajo pueda dar lugar a un debate ince-
sante. Ello se debe a que la sociedad «arcaica» es incompatible con un orden social
que posibilite, no de un modo accidental sino esencial, la competición y la incerti-
dumbre, es decir, lo posible, el juego.

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El hecho de que el hombre tradicionalista sea inmanente a las estructuras de su
sistema social le vuelve ajeno al proyecto de desarrollo. La burocratización de los
movimientos de liberación y de los nuevos estados encuentra su razón de ser en ese
hiato, y representa el modo en que se persigue sistemáticamente la historización de
lo salvaje. Una vez que se erradica el imperialismo del país, el aparato político-mili-
tar de la insurrección se encuentra con que detenta efectivamente el poder de deci-
sión en lo tocante al reparto del producto nacional: renovación del capital gastado,
desglose de la inversión neta, salarios y gastos improductivos. Esas son al menos las
características del tipo «puro» de burocracia. El corolario indispensable es la colecti-
vización integral: a falta de una verdadera ayuda en equipamiento procedente de los
países industrializados, el Estado intenta acumular plusvalía a partir tínicamente de
la flierza de trabajo local (Lacoste), lo cual exige la movilización y la colocación de
todo aquel que pueda trabajar.
La formación de este tipo «puro» no podría presentarse como una necesidad, pues
está subordinada a una coyuntura favorable. De ella conocemos dos elementos. El pri-
mero consiste en que se impida al imperialismo desbaratar la insurrección y en que se
le obligue a abandonar la partida sobre el terreno y a negociar, ya sea aprovechando la
debilidad de su posición inicial en el país o mediante la neutralización de sus flierzas
con respecto a las del bloque oriental. El otro consiste en que una ideología sólida-
mente construida esté en condiciones de proporcionar a las facciones de la Intelligentsia,
de la pequeña burguesía y del proletariado que constituyen el aparato dirigente local
una comprensión crítica de la situación del país y del adversario, un programa y una
consistencia «moral» que soporte la desesperación, la corrupción y, ante todo, la tra-
dición. Para China, el estalinismo, con las modificaciones realizadas por Mao Tse-
Tung, fue este tipo de ideología; el conflicto interno del imperialismo durante la
Segunda Guerra Mundial era, por su parte, el contexto favorable. Esta coyuntura ha
desaparecido hoy en día con la ruina del estalinismo, la crisis del sistema económico
de la U.R.S.S. y el reforzamiento del capitalismo occidental. La salida burocrática
«pura» de las luchas de liberación es, en estas condiciones, menos probable, y es razo-
nable esperar, durante algún tiempo, fórmulas de compromiso (Pouvoir Ouvrier,
1965). Al respecto, Argelia ofrece el ejemplo de un régimen muy «impuro», cuya debi-
lidad es fruto inmediato de la frierza del imperialismo, francés sobre el terreno desde
hace un siglo e internacional en el momento de la negociación.
Nuestro objeto aquí no consiste en calcular las ventajas que una «vía» pueda tener
sobre otra en cuanto al desarrollo económico, lo que, de todos modos, sería un juicio
perfectamente académico, al no haber tenido ninguno de estos países ni ninguno de
sus émulos, en lo esencial, el poder de «elegir» su «destino». Pero en lo concerniente
a nuestro problema, la distinción no es arbitraria. Un sistema que admite contraer
compromisos con el imperialismo deja la existencia social de las masas mrales más o
menos en su estado tradicional, a excepción de que la miseria se agrava y no se
encuentran los medios para vencerla. Una ftierte burocratización significa que las cate-
gorías de la historicidad, en el sentido occidental, permanecen presentes y activas en
la sociedad independiente a través de la propia clase burocrática; como ésta sólo puede
justificar su existencia y mantener su posición incitando con todas sus fuerzas a la acu-
mulación primitiva de bienes, se da de bruces con el problema de la incorporación del
campesino al funcionamiento de una sociedad vertebrada por el desarrollo económico.

147
Si los hombres fueran dueños de los significados, como el dirigente acostumbra a creer
«lógico», tal asimilación debería consistir en la supresión de las instituciones tradi-
cionales y en el establecimiento, en su lugar, de órdenes sociales compatibles con el
esfuerzo realizado en pro del desarrollo. El Partido Comunista chino acarició el
sueño de llevar a cabo esta revolución mediante decretos al proceder al estableci-
miento de «comunas» en 1958. Tuvo que renunciar a ello y reconocer la existencia
de formas tradicionales de vida de origen campesino. Se trataba de un retroceso; al
menos con respecto al fantasma de la historia unilineal y tecnocentrista.
¿Hay que deducir de todo ello que el fracaso es inevitable? El campesinado exó-
tico, el espíritu salvaje, no puede ser asimilado, ni a corto ni a largo plazo, por la
sociedad moderna. No puede unirse a su proyecto; sólo puede padecerlo o ser des-
truido por él. La sociedad campesina obedece a un grupo de estructuras que regulan
la circulación de los vivos y de los muertos, de las mujeres, de los bienes y de las pala-
bras, cuyo principio significante es imprescindible que carezca de significado, que sea
ignorado por aquéllos que se someten a él, que sea desconocido y representado como
puro exceso de fuerza, es decir, que tenga la apariencia de un ser originario. Un pro-
yecto como el de la acumulación primitiva de bienes es mucho más que una técnica
económica para el sistema regulado del orden social salvaje. Dicho proyecto acepta y
requiere su desestabilización. Ilustremos este hecho con una categoría importante del
orden social: el intercambio, la circulación de signos. Mauss ha demostrado que la
interrupción del proceso de intercambio mediante regalos o deudas era habitual en
las sociedades «arcaicas». Ahora bien, no existe capitalización, ni siquiera primitiva
en el sentido de los economistas, que pueda realizarse sin que la noción de interés,
que sin duda preexistía al capitalismo, sea plenamente liberada de la idea de un equi-
librio final entre donante y destinatario, que es el rasgo distintivo de todo sistema
homeostático. La regla general de las relaciones sociales consiste en que sólo es legí-
timo recibir si se ha dado antes o si se puede dar. El interés que caracteriza a la capi-
talización exige también a la sociedad que se dé, pero con vistas a recibir más de lo
que se tenía.
Occidente ha tardado mucho tiempo en encontrar —Weber ha mostrado cómo-
un sistema de representaciones susceptible de justificar lo que pasaba (lo que para el
espíritu salvaje pasa todavía) por ser una desmesura temible: el soltar las riendas al
deseo antisocial. No es fortuito que el cristianismo llegase a proporcionar el cuerpo
de esa justificación, pues incluía, al menos como posibilidad, una representación del
tiempo que permitía esa desmesura, al culpabilizar, es decir, al privar de significado
a la existencia presente y abrirla como libertad mediante la promesa en la que con-
siste el futuro, y permitir, de ese modo, que la renuncia al beneficio inmediato de las
obras se considere una virtud y su logro, una gracia (Weber; Tawney). Además de
esta elaboración cristiana de la historicidad hay otro aspecto que ha sido igualmente
importante en la transformación de la idea de interés: su concepción y práctica
modernas sólo son posibles en el seno de una sociedad en la que ciertas relaciones se
rigen de acuerdo con el conflicto regulado y el juego, y no conforme al rito. La com-
petición -categoría que la filosofía de la historia que maneja la idea de subdesarroUo
extiende al conjunto de las sociedades- determina el orden social de tipo occidental;
no proviene de los judíos, sino de los inventores de la política y del conflicto regula-
do que tiene por objeto el poder, es decir, de los griegos.

148
En resumidas cuentas, el desarrollo, es decir, la capitalización conlleva el asce-
tismo, el cálculo y la voluntad de poder propios del interés en el sentido moderno.
Este complejo descansa, a su vez, tanto en la idea de que la sociedad y la humanidad
son el campo de batalla de una competición por el poder como en la concepción que
entiende el tiempo como posibilidad de convertirse en otro, haciendo del presente la
matriz de la libertad y del futuro el horizonte de la promesa. Estas dos categorías con-
figuran la idea de historicidad. La combinación de ambas se ha obtenido en Europa
con dificultad después de siglos.
La (fiíerte) burocratización de los países llamados subdesarrollados apunta, en rea-
lidad, a la desaparición del hombre salvaje. Al oponerse al imperialismo, dicha buro-
cratización conserva el significado negativo que éste tenía para la cultura tradicional: el
imperialismo había introducido, de varios modos, al campesino exótico en la historia
y había desestabilizado su cultura y su orden social; pero no había introducido la his-
toricidad, su historicidad, en el campesino. La lucha antiimperialista llevada a cabo por
un aparato político-militar fuerte pone de manifiesto que parte de la sociedad ex-
dependiente ha hecho suyas las categorías fundamentales de Occidente; pero no puede
por sí sola asimilar la estructura del tiempo y de la sociedad propia de la historicidad.
La razón de ello es que la guerra de liberación no es imívoca: lucha contra el imperia-
lismo, y puede significar su supresión dialéctica para el aparato burocrático y su desa-
parición no dialéctica para las masas rurales. Esta equivocidad pone de manifiesto que
la dialéctica, una de las conceptualizaciones más completas de la historicidad que ha
elaborado el pensamiento occidental, no puede ser aplicada a todas las situaciones, y
prueba asimismo que sólo puede aplicarse a una sociedad que haya sufrido con ante-
rioridad una transformación «historicista». Dicha transformación no es contradictoria
de por sí, como la del proletario y el patrón (o el comisario); la contradicción es inter-
na a la relación cuando cada una de las partes necesita, a su vez, la otra y precisa supri-
mirla. Se trata de una relación conflictiva, en la que existen reglas reconocidas y un
objetivo al que apuntan ambas partes, es decir, un código y una finalidad comunes.
El campesino quizás necesite al dirigente, pero no su supresión; éste, por su
parte, necesita tanto al campesino como su eliminación, es decir, su conversión en
asalariado moderno. Existe aquí un obstáculo similar al que la revolución burguesa
encontró en Europa. Necesitó siglos, al menos en el continente, para acabar con ese
resto de orden social y mentalidad precapitalistas que persistía en la sociedad que tra-
taba de transformar. La conversión, con todo, se vio favorecida por la cristianización
del campo, que había introducido en la cultura pagana el germen de una temporali-
dad cuya secularización no ofrecía dificultades comparables a las que crea el pensa-
miento salvaje respecto al tiempo. Definido por el carácter paradigmático del mito,
éste último parece profundamente reacio a considerar el acontecimiento como adve-
nimiento, a fortiori si dicho acontecimiento es considerado estrictamente profano,
económico o social, como desea la burguesía. Otro elemento que favoreció la diso-
lución del campesinado en Europa Occidental fue el hecho de que se pudiera formar
una pequeña burguesía rural a partir de la liberación de los antiguos siervos por
medio del indulto. De ese modo, algunos de los elementos culturales y socioeconó-
micos que habían sido depositados en la masa campesina facilitaron su conversión al
paradigma de la historicidad. Sin embargo, ésta no se ha completado plenamente
todavía, ni siquiera en países «desarrollados» como Francia o Italia.

149
En los trópicos, estos medios de penetración no existen, y la distancia entre el
pensamiento de un campesino indio o africano y el modelo de la historicidad es
inmensa. Sólo puede jugar a favor de la nueva burocracia un aspecto heredado de la
tradición: la experiencia que los campesinos de los «vallesfluviales»y de los antiguos
imperios han adquirido y se han transmitido acerca de la disciplina que en lo tocan-
te a la fiscalidad exigían los funcionarios del soberano a las aldeas. El precedente del
despotismo oriental, al menos en aquellos lugares donde no haya degenerado hace
tiempo, puede facilitar la acción de la burocracia moderna, ayudar a la comprensión
de las nuevas consignas merced a su traducción al vocabulario de las antiguas admi-
nistraciones, vincular la adhesión de las masas a las tareas de hoy en día a su acepta-
ción de las de entonces y reanimar la idea de Imperio. Pero este aspecto, que no pare-
ce desdeñable en China, por ejemplo, no tiene por qué hacernos confundir, eviden-
temente, la nueva burocracia con la de antaño, y sobre todo no ha de ocultar lo
esencial: una adhesión obtenida por estos medios no significa la apertura del cam-
pesino a la crítica política, al proyecto económico y social o a la historicidad. Se basa,
más bien, en un error -el mismo que hemos señalado con anterioridad-, consistente
en que el comisario contempla la movilización de las masas rurales desde su bastón
de mando, es decir, desde una perspectiva ajena por completo a la del campesinado.
De ello dan fe las repetidas campañas de «explicación».
No existe un movimiento espontáneo del salvaje hacia lo histórico. La dialécti-
ca, si existe, sólo empieza con dicho movimiento. Aunque haya sido desafiada a
fondo por un acontecimiento tan imponante como el imperialismo y por su opues-
to, la burocracia, una sociedad tradicional no se transforma en una sociedad moder-
na debido a una presunta ley del desarrollo de las sociedades en general. Afortiori,
no podría buscar su solución en el socialismo. Éste nace del y en el capitalismo, es el
capitalismo suprimido desde el interior, el juego de la historicidad jugado íntegra y
sabiamente. Debido a una confusión, a una atención indebida a las formas comuni-
tarias de la propiedad y del orden social salvaje, se ha visto en ellas una especie de
comunismo. Sin embargo, entre éste último y el comunismo cuyos principios,
ampliados por la elaboración marxista, nos ha legado el movimiento obrero, sólo
existe una relación de homonimia. El primero es propio del tipo de estructura y
modo de estar en ella que rigen la sociedad salvaje; el segundo es el objetivo y el sen-
tido asumido de una historia, que corresponde, cuando menos, a otra posición de la
estructura, que llamamos historicidad, y probablemente a otro tipo de estructura.
Por mucho que la joven burocracia de los países exóticos se considere comunista o
por mucho que se sumerja periódicamente en las masas como estuvo obligada a
hacerlo la burocracia de Mao en varias ocasiones durante su larga carrera, ignorará
por completo el orden social de los campesinos; de otro modo, se suicidaría. La acu-
mulación primitiva de bienes y la necesidad de cumplir su tarea revolucionaria, en el
sentido de que ha de revolucionar realmente las instituciones, le obligan a imponer,
incluso por medio de la violencia, sus objetivos. El hecho de que recurra a la colec-
tivización es fruto de la situación en la que se encuentran estos países, en los que la
capitalización por iniciativa individual tropieza siempre con el masivo acaparamien-
to de riquezas llevado a cabo por el Este y el Oeste industrializados. La colectiviza-
ción no es una forma de socialismo, sino el modo de propiedad que requiere la acu-
mulación de bienes en un país pobre y reducido a sus recursos. Es razonable pensar

150
que incluso el establecimiento de regímenes realmente socialistas en países con alto
índice de productividad o el traslado de una parte importante de su producto a los
países llamados subdesarrollados no impedirían la constitución, en éstos últimos, de
una clase dirigente que decidiría sobre el uso y el reparto de la ayuda sin implicar a
las masas en sus decisiones.
La discordancia entre los campesinos y la burocracia no es, como hemos dicho,
contradictoria. Aunque la burocracia fracasase, la disolución de las culturas tradiciona-
les y la conversión de los campesinados salvajes o cuasisalvajes en una clase asalariada
seguiría siendo, no obstante, la única perspectiva a largo plazo, al igual que ocurre, a
corto plazo, en los regímenes burocráticos. El salvaje no es introducido realmente en la
historia si la historicidad no se introduce en el salvaje; pero, en ese caso, desaparece
como salvaje. Lo que está sucediendo, de varios modos, entre los que la burocratiza-
ción es el más reciente y el más consciente, es que se introduce al salvaje dentro de la
historia, antes de que la historicidad le asimile. De ahí la paradoja del campesino lla-
mado subdesarroUado: hombre vinculado al rito en una situación conflictiva, hom-
bre apegado a lo sagrado en una coyuntura profana y hombre simbólico en el marco
de la historicidad.
Dedicaremos las siguientes reflexiones al desarrollo teórico de esta paradoja: la
historicidad no es una categoría ontológica. Por ello, sería conveniente que no fuese
tratada únicamente por la filosofía. Los pueblos «subdesarrollados» se encuentran,
como acabamos de decir, en el umbral ác la historia. A nuestro juicio, este concepto
inconcebible, como decía Hegel, puede aclararse mostrando que la historicidad tiene
precedentes en la historia, es decir, poniendo de relieve que la humanidad ha «pasa-
do» de la simbólica a la historicidad. Lo que sigue nos dará una idea del espíritu con
el que dicha demostración ha de llevarse a cabo.

IL SOCIEDAD Y REGULACIÓN

Al retomar la tesis de Leibniz según la cual cada seres un ser y aplicarla a la socie-
dad, el estructuralismo estudia ésta última como una multiplicidad ordenada, diver-
sa debido a los elementos que la conforman y unitaria debido al otdenamiento que
los dispone. El conjunto visible de las relaciones sociales no se reduce a esa unidad.
Han de distinguirse en ella ámbitos, niveles o sectores de acuerdo con la naturaleza
de los signos empleados en la comunicación: los «interlocutores» intercambian sig-
nos lingüísticos, bienes, servicios y mujeres dentro de ámbitos como el lenguaje, la
economía o el parentesco que pueden considerarse redes de comunicación. El estruc-
turalismo defiende que las normas que regulan cada uno de estos planos y, en prin-
cipio, el conjunto de la sociedad son análogas a las que rigen el lenguaje.
La lengua, el lenguaje articulado, es sin duda alguna un conjunto complejo de
elementos, compuesto, por una parte, por fonemas, que son fruto de la combinación
regulada de rasgos distintivos y que sólo admiten reglas de concatenación determi-
nadas (sintaxis), y, por otra, por elementos significativos, los monemas, que se for-
man mediante la conjunción de fonemas y que obedecen, por su parte, a exigencias
sintácticas de otro tipo. El segundo subconjunto puede dividirse, como en el Curso
de lingüistica general Ae Saussure, en significantes y significados.

151
La correspondencia entre estas dos esferas no es exacta ni puede serlo, pues sus
unidades no tienen la misma «densidad» en un caso y en otro. Sin embargo, en el
acto de habla nos encontramos de hecho en el filo de la navaja, al tener que extraer
de ambas esferas fonemas y monemas a un tiempo, y tener que corregirlos e interre-
lacionarlos entre sí hasta formar una cadena doblemente articulada. Este desdobla-
miento o redoblamiento, como se quiera, diferencia, a nuestro juicio, el sistema lin-
güístico de cualquier otro (Martinet, 1949, pp. 11 y ss.; 1960, pp. 17 y ss.), y cuando
lo tomamos como patrón de medida a la hora de elaborar estructuras vinculadas a
ámbitos no lingüísticos, ignoramos este rasgo distintivo del lenguaje. No es éste el
lugar idóneo para discutir si dicho rasgo puede ignorarse o no.
En cualquier caso, es legítimo elaborar la estructura que rige un ámbito de
comunicación determinado. Mauss dio paso a la semiótica general con su artículo
sobre el don; Lévi-Strauss ha podido establecer, con el éxito consabido, las estructu-
ras del parentesco. Si cada ámbito concreto puede ser estudiado como un nivel de
comunicación en el que la circulación de los signos no tiene lugar de cualquier
modo, ha de ser posible asimismo elaborar la estructura a la que obedecen, en úl-
tima instancia, todos los intercambios que se pueden observar en ella. La matriz
que regula la formación de los elementos, cuyo homólogo fonológico sería el cuadro
de rasgos distintivos, determina el «alfabeto» del sistema. Su «código» sería el grupo de
leyes de composición interna que fija las combinaciones de elementos autorizadas en
dicho ámbito. La estructiu-a no es ni una relación ni un conjunto de relaciones socia-
les, de manera opuesta al uso erróneo que suele hacerse de la palabra, sino el modelo
formal capaz de dar cuenta de todos los fenómenos observados en dicho ámbito.
Como al fin y al cabo sólo existe una sociedad, hay que suponer que las estruc-
turas establecidas para cada sector pueden articularse de modo inteligible en una
estructura general —el antropólogo la llama «grupo de transformaciones» (Lévi-
Strauss, 1953, p. 306) u «orden de órdenes» {ibid., pp. 347 y ss.)- que asegura a la
totalidad de las instituciones su unidad virtual, al permitir la transformación de un
mensaje de una categoría dada en un mensaje de otra categoría distinta. Lévi-Strauss
ha demostrado que ésa era la función del totemismo: el animal ims^inario desem-
peñaba el papel de operador simbólico de transformaciones.
Una sociedad puede ser comparada con un sistema regulado a condición de que
las «torsiones», mediante las que se puede sustituir en un principio la estructura que
rige un sector por la de otro, no fijercen al conjunto social a sufrir alteraciones per-
petuas que, en ese caso, tendrían un carácter constitutivo y que difícilmente pasarían
desapercibidas a los miembros de la sociedad -del mismo modo en que el esfiíerzo
permanente realizado por un órgano para corregir una disfiínción supone una infor-
mación válida para el sistema orgánico-, es decir, a condición de que exista un
«orden de órdenes» suficiente. El sistema regulado posee una finalidad propia; la
regulación se caracteriza por mantener el régimen del sistema en un estado definido
a pesar de las perturbaciones que le suelen afectar. Este estado de referencia consti-
tuye el programa del sistema.
Al estudiar una sociedad, nunca tratamos con un sistema cerrado; siempre exis-
ten en ella entradas y salidas, que equivalen a las relaciones recíprocas de intercam-
bio que el organismo social ha de entablar con lo que le es ajeno para subsistir. Lla-
memos acontecimiento a la introducción de una magnitud perturbadora en un

152
sistema regulado. Si el acontecimiento no excede la capacidad del regulador, es decir,
si es válido tanto como signo como como perturbación, al entrar en el dispositivo de
regulación provoca normalmente la vuelta del sistema regulado a su régimen de refe-
rencia. Debido a su constitución, esa sociedad asimila el acontecimiento en la medi-
da en que obedece a una estructura que funciona, por así decirlo, cuánticamente,
pues o bien el acontecimiento es un signo admitido por el código y, en ese caso, la
perturbación es aceptada y da lugar de inmediato a la regulación, o bien el aconteci-
miento excede la capacidad del sistema —en intensidad, por ejemplo, si nos referimos
a una lectura cuantificada— y motiva que éste desaparezca.
La representación de una sociedad como conjunto regulado trae aparejada,
según podemos apreciar, la exclusión de la historicidad. Como hemos dicho, parece
tratarse del principio del todo o nada: en el primer caso que hemos citado, la finali-
dad del sistema social no es modificada; en el segundo, el sistema es suprimido. Una
modificación de la finalidad no parece que pueda concebirse en términos de estruc-
tura. Aunque se admitieran estructuras diacrónicas o leyes de cambio, como hace
Saussure en el caso de la lengua, éstas no se diferenciarían, en esencia, del programa:
basta con introducir una variable temporal en el algoritmo de referencia. La estruc-
tura parece presentar en todos los casos este rasgo de «resistencia al cambio», es decir,
al cambio no programado. Éste último sólo puede consistir en un acontecimiento,
es decir, en una perturbación extrínseca que cae dentro del principio del todo o nada.
Un conjunto estructurado no parece capaz de convertirse en otro espontáneamente.
Esto es lo que denotan los conceptos de mutación y selección: para que una
variedad biológica diferenciada aparezca y se conserve, es necesario que se produzca
antes una mutación en el stock genético y que, seguidamente, el sistema resultante de
dicha mutación se adapte mejor al contexto, es decir, que regule sin mucho esfiíeizo
los acontecimientos con los que el medio lo asalta. Así pues, o asimila de inmediato
todo lo que existe, o es eliminado. El sistema, cuando se mantiene, resulta irrefutable
y muy resistente. Una serie de mutaciones seleccionadas de este modo puede dar la
impresión de ser un proceso evolutivo; pero el concepto de evolución, aunque no es
idéntico al de historicidad, remite, sin embargo, a una especie de sedimentación de la
experiencia, a la tradición, cuando no a su reinterpretación, en resumen, a una exis-
tencia cuasihistórica que, al menos, se repite a sí misma, y constituye un todo conti-
nuo, mientras que la mutación y la selección tienen lugar en lo discontinuo merced
únicamente al azar y al medio.
No nos sorprende que Lévi-Strauss (1952; 1955 a) haya podido proponer una
lectura mutacionista de la historia de las civilizaciones. Cada una de éstas se presen-
ta, para él, como un organismo dotado de un conjunto de elementos culturales defi-
nidos en un cuadro general de «rasgos distintivos» (parentesco, arte, técnica, magia,
etc.). Para sociedades cualitativamente muy «alejadas» de nosotros, la configuración
de los elementos y la presencia o ausencia de algunos de ellos pueden ser considera-
das fruto del azar. No tenemos la suficiente información sobre la cultura magdale-
niense como para realizar el análisis estructural de los diferentes niveles de esta socie-
dad y justificar mediante la elaboración de un grupo de transformaciones la posición
probablemente preeminente que ocupa el simbolismo en las pinturas murales. Pero
podemos representar una cultura en general como una configuración propia que
acentúa ciertos rasgos e ignora otros, pudiendo ser equiparada la presencia de un ele-

153
mentó determinado en la configuración a la salida de un número en una serie de tira-
das de ruleta o de dados. Cada sociedad constituye de este modo su propia fisono-
mía combinando los elementos que ha recibido al azar; la incorporación de un ele-
mento que provenga de otra sociedad no se diferencia de una asignación fortuita.
Como dice el etnólogo, esta concepción estadística tiene como resorte el despla-
zamiento de la dimensión temporal en beneficio del espacio. Podemos darle la razón
cuando esta operación afecta a sociedades prehistóricas o protohistóricas, es decir, a
aquéllas que son objeto de la etnología (una de las características más importantes de
estas sociedades es, en efecto, que han permanecido aisladas) y quizás incluso a aqué-
llas que se han quedado «inmóviles» debido al despotismo oriental: ninguna de ellas
se convierte en otra por vocación; si cambia, es por casualidad. Pero este método no
permite comprender la historicidad, que es, al menos, la ventaja que la propia socie-
dad atribuye a la acumulación a lo largo del tiempo. Lo explica muy bien Lévi-Strauss
cuando opone a esta «historia» mutacionista «una historia progresiva de tipo adquisi-
tivo, que acumula los descubrimientos y las invenciones para construir grandes civili-
zaciones» (1955 a, p. 1193). La acumulación de elementos culturales supone una
estrategia, ya sea que decidan ampliar los jugadores, las sociedades, la serie de tiradas
o que se propongan coger los unos de los otros los elementos que les faltan y que juz-
gan convenientes, o bien ambas cosas. Pero es evidente que «concederse el privilegio»
de la coalición presupone en la sociedad algo semejante a la presencia de una ausen-
cia, es decir, una espera con respecto a la cual el elemento extraño deja de ser un sim-
ple acontecimiento para entenderse como advenimiento, como sucede con la subjeti-
vidad del conjunto social, cuando trata de invertir en beneficio propio la ley
estadística. Éstos son algunos rasgos de la historicidad. No se puede pensar la historia
en términos de probabilidad simple y, a la vez, hacer justicia a su carácter innegable-
mente acumidativo: hay que introducir al menos el cálculo compuesto, que suele ser
habitual cuando los acontecimientos no son independientes los unos con respecto a
los otros y que sólo tiene sentido cuando entra en juego la memoria. Una de las fiín-
ciones de ésta última consiste, precisamente, en desbaratar lo discontinuo.
A nuestro juicio, la representación de la sociedad como un conjunto regulado y
sometido a la ley de lo discreto puede aplicarse al tipo de orden social que podría-
mos llamar salvaje. La mayor parte de los rasgos que los etnólogos coinciden en atri-
buirle pueden ser entendidos como expresiones de su carácter regulado. Por ejemplo,
el predominio de la forma ritual en el plano institucional: el rito es una formaliza-
ción de las actitudes y de los discursos, que separa la conducta de la iniciativa indi-
vidual y del descubrimiento, y que, al obligar a cada cual a hacer, hablar o pensar
conforme a paradigmas establecidos, tiende a borrar las diferencias y, por consi-
guiente, a hacer más improbable la aparición de acontecimientos en el interior del
sistema. Si se aplica al fenómeno del rito la distinción entre metáfora y metonimia
que ha propuesto Jakobson en un artículo sobre la afasia (Jakobson, 1956), podría
decirse que el ritual es como un mensaje centrado en un código cuya preocupación
predominante es que se observen las normas que regulan la sustitución -en el senti-
do que le da el lingüista- de un elemento por otro, en el que la función de combi-
nación está subordinada a la de alternancia y en el que los temas están unidos más
por similitud que por contigüidad. Podemos retomar también lo que Alain (1923)
decía sobre la originalidad de la metáfora con respecto a la comparación, y lo que

154
Hegel (1835-1838) llamaba símbolo, a saber, la pura suficiencia que guarda su sen-
tido enigmático en sí, inexplicable por referencia a un contexto o a un desiderátum.
Podemos, asimismo, justificar lo que más sorprende al occidental de los salvajes: el
hecho de que no tienen arte, sino que su vida entera es arte. Y si, a pesar del parecer
del estructuralista, nos dirigimos a lo existencial, tendremos que decir que la vida sal-
vaje se desarrolla en el ámbito del pleno sentido -el propio Lévi-Strauss llega a utili-
zar la expresión «sentido pleno»—; sentido que las sociedades con ritos de iniciación
dan a la vida y a la muerte, y «cuyo fantasma es lo único que podemos evocar en el
marco reducido del lenguaje figurado» (1962, p. 351), ya que la mayor parte de las
expresiones de esta vida son grupos de signos y de formas, susceptibles siempre de
ser traducidos a grupos de signos que pertenecen a otro ámbito. Cuando una activi-
dad se desarrolla en su propio sector, despierta en los restantes una especie de reso-
nancia; el alcance semántico del gesto, de la postura o del modo de hablar nunca se
pierde de vista, pues las reglas estrictas de transformación del «lenguaje» de un ámbi-
to a otro, al canalizar la exuberancia polisémica del símbolo, aseguran al mensaje pro-
ferido en un lugar concreto su o sus interlocutores en otras partes. El hecho de que
el indígena no pueda verbalizar siempre esa traducción, ni decir cómo es posible que
un rito de la pubertad tenga su homólogo en la cosmología, la economía o la coci-
na, prueba solamente que el operador transformacional no es necesariamente un
objeto del que se pueda tener conciencia, lo cual no implica que no exista.
Una de las pruebas a las que se somete este operador, como si se tratase de un
orden inconsciente, es la religiosidad propia de estas sociedades. Lo sagrado no es
otra cosa que el poder de significar resultante del «orden de órdenes», la capacidad
de hacer «hablar» a todo aquello que acontece en el sistema. Lo que Lévi-Strauss
escribe sobre lo sagrado en su «Introducción a la obra de Marcel Mauss» confirma
indirectamente esta interpretación, que él juzgaría excesivamente existencialista. El
hecho de que «el hombre disponga desde un principio de una totalidad significante
a la que le es sumamente complicado atribuir un significado», el hecho de que «dis-
ponga siempre de un excedente de significación» o el hecho de que «nociones como
'mana' [...] representen este significante flotante» (Lévi-Strauss, 1950, p. XLIX)
demuestra que la potencia simbólica excede por definición todo dato, como sucede,
por ejemplo, en la lógica moderna cuando un sistema formal tiene la capacidad de
abarcar más ámbitos intuitivos que los que solemos atribuirle, o como sucede tam-
bién en Wittgenstein: la Darstellung que denota lo posible excede siempre la Ahbil-
dungque designa lo «real» (Wittgenstein, 1918; P. Ricceur, 1965).
Pero lo que nos parece realmente importante es que, en la sociedad de tipo sal-
vaje, esta, por así llamarla, «desmesura» del significante es designada, a su vez,
mediante el mana, el wacan o el orenda, nociones cuya función «consiste en opo-
nerse a la ausencia de significado sin tener en sí mismas ningún significado concre-
to» (Lévi-Strauss, 1950, p. L, nota 1). De este modo, la carencia de una sociedad
regulada no consiste en que el ámbito de la experiencia sea demasiado amplio con
respecto a toda posible categorización, sino en que el ámbito categórico exceda en
demasía la experiencia, o, cuando menos, si tenemos en cuenta la distinción que hace
Lévi-Strauss entre pensamiento normal y pensamiento patológico (Lévi-Strauss,
1949, p. 200), en que la experiencia resulte insuficiente con respecto a dicha cate-
gorización. Sin embargo, el sinsentido que provoca la ausencia de significado es com-

155
pletamente distinto al que nosotros, hombres históricos, conocemos, y que es debi-
do a la escasez de significante. Su sinsentido quiere decir que Dios vive en todas par-
tes; el nuestro, que ha muerto. Con el primero, la sociedad no trata de subjetivarse,
ni de comprender que es ella misma quien cifira los mensajes y, por consiguiente,
quien habla. Al contrario: el exceso de potencia significante con respecto a todo
aquello que puede ser significado, que es, en el orden social, homólogo del lenguaje
inconsciente en el orden individual, sólo puede inducir a atribuir la responsabilidad
del código social a Otro, que auna mundo y sociedad en una palabra. Si lo propio
de lo «natural» es que «habla», la plenitud de sentido es, para una cultura, el modo
natural de vivir. El modo salvaje de orden social es, por tanto, sustancial.

III. HISTORIA Y PALABRA

En cuanto al orden social histórico, hemos de «comprenderlo y expresarlo, no


como sustancia, sino, con la misma intensidad, como sujeto» (Hegel, 1807).
Al menos una cosa es segura: aunque toda realidad puede formar parte de la his-
toria, esta taxonomía por fechas no es suficiente para elaborar la historicidad de lo
clasificado; de ser así, tendríamos que hablar de una historicidad de la tierra, pues
podemos clasificar en períodos sus estados, o del Caballo, cuya raza ancestral puede
ordenarse cronológicamente. Sin embargo, rechazamos esa concepción, y no consi-
deramos histórico todo aquello que puede someterse a una división temporal, sino
solamente aquello que es histórico en sí mismo. No se trata de un prejuicio. Vemos
la diferencia cuando se observa que la datación supone la preocupación por una refe-
rencia temporal, la inquietud por el «cuándo», es decir, por el «qué hice o quién era
para haber hecho tal cosa». Y esa inquietud depende de dos actitudes simétricas: en
ima, se trata de comprender el hecho de convertirse en otro; en la otra, se indaga en
uno mismo el hecho de permanecer igual. La clasificación por fechas, aunque es un
rasgo distintivo de la ciencia histórica, no agota el estatuto de ésta última. El esta-
blecimiento de períodos no es una nomenclatura como las demás. Descansa en una
relación circular entre sujeto y objeto de conocimiento: yo, como historiador, cons-
truyo mi objeto en el plano epistemológico y, al mismo tiempo, sólo puedo com-
prenderme surgiendo de él, de un objeto que, de este modo, me constituye. El códi-
go cronológico tiene valor de génesis ontológica y todo conocimiento histórico es
para el sujeto de conocimiento un medio de conocerse.
Sin embargo, Lévi-Strauss parece haber refiítado esta distinción entre la taxo-
nomía y la datación histórica con motivo de su discusión con Paul Ricoeur y el equi-
po de la revista Esprit (noviembre 1963). Poniendo en duda la oposición que intro-
duce Ricoeur entre el totemismo y el kerigmatismo judeo-cristiano, oposición que
oculta más o menos la existente entre lo salvaje y lo histórico, el etnólogo responde
que, en el fondo, por poco que los captemos desde el interior, «nada es más 'kerig-
mático' que los mitos australianos, que también se fundan en acontecimientos como
la aparición del antepasado totémico en un punto concreto del territorio o sus pere-
grinaciones, que han santificado cada lugar con un nombre, que definen, para cada
indígena, los motivos de un apego personal que da un significado profundo al terri-
torio, y que conllevan, al mismo tiempo, con la condición de que se siga siendo fiel

156
a dicho territorio, una promesa de felicidad, una garantía de salud y la certeza de la
reencarnación» (ibid., p. 634). Y concluye: «Esas profundas convicciones se encuen-
tran en todos aquéllos que interiorizan sus propios mitos, pero no pueden ser perci-
bidas y, por ello, han de ser dejadas a un lado por quienes las estudian desde fuera»
{ibid). Allí donde P. Ricoeur cree ver una línea de demarcación entre el ser de lo his-
tórico y el de lo salvaje, Lévi-Strauss, al rechazar la idea de división, sólo aprecia una
estrategia epistemológica diferente: sólo se puede ser estructuralista desde fuera, lo
cual motiva que se ignore por principio el aspecto de continuidad y de subjetividad
que, a fin de cuentas, existe en toda relación íntima entre el hombre y su mito origi-
nal; si, por el contrario, se sitúa uno en el interior, se invocará evidentemente esa expe-
riencia temporal que es la historicidad, pero se perderá la comprensión de la estruc-
tura. Tanto un método como otro, dice, son fecundos; no pueden mezclarse en un
mismo estudio, pero tampoco se podría alegar en favor de su exclusión y suponer una
fractura de orden ontológico entre el hombre del tótem y el hombre del Libro.
Esta argumentación sigue siendo fiel a la filosofía discontinuista; implica, en
efecto, que Occidente es una cultura que, al ser sólo una más, sólo puede ver a las
restantes desde el exterior, y que, por tanto, la oposición entre estructura e historia
depende solamente de la posición del observador, obligado a comprender la civiliza-
ción de los otros como estructura y capaz de comprender la suya como historia inter-
pretativa. Diremos más adelante por qué razón la causa de Ricoeur, a nuestro juicio,
no puede defenderse; pero, a pesar de ello, no estamos conformes con el nominalis-
mo de C. Lévi-Strauss: sus implicaciones son menos insólitas, pero su fiíndamento
es más incierto.
Hay que decidirse a tomar en consideración este hecho establecido y descon-
certante: la historicidad surge en el espacio y en el tiempo, en uno o varios lugares o
momentos. Para ser exactos, desde la perspectiva de una teoría discontinuista o
mutacionista, la realidad es todavía más paradójica: no es la historicidad, sino los
fragmentos o rasgos que la conforman y que, posteriormente, desde nuestro punto
de vista, parecen constituirla, los que caracterizan a ciertas culturas y las definen. En
otros lugares, como ocurría anteriormente, las culturas no se piensan en términos de
devenir, sino de ser. No reúnen sus res gestae ni se preguntan de modo realista por su
vida prosaica: no la ven como una cadena arriesgada de acontecimientos o como una
sucesión que anticipe y corrija un sentido. Prueba de ello es que no «elaboran» su his-
toria, en el sentido de recopilación de hechos y de gestas.
¿Puede decirse que la categoría de linealidad presupone la escritura y que la
ausencia de ésta entre sus rasgos culturales, ya sea debido a la «mala suerte» a la hora
de su descubrimiento o a que, en su creación, se preste mayor atención a otros ele-
mentos, es el motivo de que las sociedades ahistóricas ignoren la sucesión? La escri-
tura sólo puede inventarse o, al menos, difundirse a través de su uso social como una
institución, en la medida en que crea la posibilidad de fijar acciones, como órdenes
o contratos (tasaciones de las colectividades aldeanas por los agentes fiscales de un
soberano o acuerdos comerciales), que conllevan que el orden social comience a desa-
rrollarse en una dimensión longitudinal en la que la referencia a un orden estableci-
do de una vez por todas resulta insuficiente, y en la que el ordenamiento de las rela-
ciones requiere un lapso de tiempo al término del cual conviene examinar si se
cumplió lo que se acordó o prescribió en un principio. Con estos acuerdos o pres-

157
cripciones, vemos ya aparecer moderadamente la articulación de la promesa y del
cumplimiento, es decir, un Kerigmatismo completamente profano. Ciertamente, no
se extiende por toda la cultura, sino que se limita a ciertas relaciones sociales de tipo
comercial en aquellos pueblos que viven de las transacciones o de la recaudación de
impuestos, como es el caso de los estados despóticos.
Pero hay que rebatir este primer argumento: la aparición de la historicidad no
coincide con la de la escritura. Claude Lévi-Strauss ha podido ver directamente y
contar en unas páginas que pueden servirnos como análisis eidético (1955 c, pp. 312
y ss.), cómo la escritura se convierte entre los hombres casi de inmediato en lo que
Marx llamaba, aunque fuera a propósito del dinero, un «mediador extraño» (Marx,
1843), es decir, en agente e instrumento del poder, en un medio para hacer circular
la información y, a la vez, confiscarla. La escritura de los burócratas egipcios o chi-
nos cumplía, sin duda, esta doble función: informaba a la clase dirigente y motiva-
ba la alienación del campesinado. El despotismo oriental que conoció la escritura y
probablemente la inventó muestra, precisamente, que, aunque ésta forme parte de
un sistema social de tipo ahistórico fuertemente regulado, no logra convertirlo en un
sistema histórico. Ofrece evidentemente, pues en eso consiste, un nuevo soporte que
posibilita el intercambio de signos de todo tipo. Dicho soporte no es indiferente,
pues impone a todo lo que transmite sus propias reglas de configuración. Pero mien-
tras que estos nuevos signos, los de la escritura, sólo puedan traducirse a los del habla
mediante un aprendizaje, cuya dificultad, obviamente, es proporcional a la distancia
existente entre los caracteres gráficos y los fonemas (como sucede con las primeras
escrituras no alfabéticas), es decir, mientras que la escritura no sea un sistema de sig-
nos que pueda difundirse con facilidad, su aparición irá unida a la de una clase social,
formada por escribas o mandarines, que es capaz de cifrar y de descifrar los mensa-
jes, y que desempeña, por ello, la fiínción de operador de traducción en ese nuevo
ámbito. El problema no consiste en saber si es la función la que ha creado el órgano
o si una clase dirigente ha elaborado la escritura para reforzar su dominación; lo cier-
to es que la capacidad de profanación que nos atreveríamos a concederle, debido a
su linealidad intrínseca, que parece ser estrictamente horizontal y que, además, la
convierte en un instrumento que permite establecer un compromiso a lo largo del
tiempo, es decir, que abre un espacio de libertad y de responsabilidad, ha podido
favorecer a la clase que sabe descifrar o a la que está reservado el derecho de poder
hacerlo; pero, para los iletrados, estas figuras desconocidas forman, por el contrario,
un conjunto que desempeña el papel de significante y al que no pueden atribuir sig-
nificado alguno, lo que, como hemos dicho, se corresponde con la definición del
enigma y de lo sagrado.
La escritura, lejos de favorecer la historización de las relaciones de una clase con
otra, refuerza aún más su carácter religioso. Con o sin ella, el campesino del Nilo o
del Yangtzé-Kiang no vive su relación con el señor conforme a las categorías de la
lucha, ni percibe, como puede hacerlo un asalariado, sus prestaciones laborales o sus
contribuciones en especie como un pago forzado, como una injusticia o como un
robo. Por el contrario, ha de admitirse que las cargas fiscales y los impuestos, al
menos mientras permanezcan dentro de la «norma» fijada por la tradición, son para
él una especie de don obligatorio, que se asemeja mucho más a la ofrenda ritual y
que, en todo caso, puede incorporarse sin problema alguno al orden social salvaje de

158
su aldea. Por mucho que el despotismo oriental sea la forma más antigua de sociedad
estatal, no podemos llegar a la conclusión de que allí donde hay estado, haya de exis-
tir asimismo un conflicto consciente o instituido; hemos de aprender a separar lo esta-
tal de lo político. Todos ios autores coinciden, como hemos señalado, en que el esta-
blecimiento de aparatos burocráticos en las comunidades aldeanas de los valles
fluviales sólo ha tenido una incidencia mínima en su cultura (Godelier, p. 10). K.
Wittfogel precisa que la «lucha de clases», si puede llamarse así, que caracteriza a lo
que llama «sociedad hidráulica», no tiene lugar entre campesinos y burócratas, sino
dentro de la propia clase burocrática, y parece, más bien, una lucha de camarillas o de
«partidos» dentro del aparato dirigente, manteniéndose intacta, en esencia, su relación
con los campesinos. Sin duda, le atrae, como señala E Vidal-Naquet (1963, pp. 16-
18), el hecho de atribuir a la organización despótica oriental una estabilidad excesiva.
Para comprender la recurrencia de las dinastías, que caracteriza tanto a China como a
Egipto y al imperio musulmán, habría que introducir al menos una especie de histo-
ricidad intermedia (comparar con Godelier, p. 28). Estos ciclos ponen de manifiesto
que en lo alto de la sociedad existe algo similar a un proyecto, que consiste probable-
mente en ampliar el poder del soberano, en la desmesura bruta del deseo y, en conse-
cuencia, en una especie de historicidad embrionaria que ordena el tiempo de acuerdo
con los éxtasis del pasado y del futuro; pero dichos ciclos muestran también la inmo-
vilidad de la vida paradigmática existente en los estratos inferiores. Debido, precisa-
mente, a sus temporalidades respectivas, estos dos niveles de la sociedad oriental no
coinciden; el carácter «cíclico» de su «historia» parece la transcripción, realizada por
nosotros en un espacio geométrico, de su anacronismo intrínseco.
Por ello, ha de hacerse justicia tanto a la presencia de la escritura en estas socie-
dades como al carácter limitado de su incidencia real. Aunque la escritura, a la hora
de contar historias, puede influir en aquéllos que saben leer y escribir, sigue siendo
desconocida para el resto. Además, la relación de los primeros con el tiempo no es
análoga a la de los segundos. Esto nos permite afirmar que no hay una historicidad
completa donde existe la escritura. Basta quizás con que una ínfima parte de la socie-
dad sepa utilizar los signos gráficos para que ésta salga de la prehistoria y entre en la
historia del historiador, pero no para que la historicidad entre en el hombre.
Pero el argumento con el que comenzábamos era más radical. El conocimiento
histórico es, decíamos, conocimiento de sí. El etnólogo contraargumentará que la
clasificación de animales y plantas, de hechos astronómicos y meteorológicos que
lleva a cabo el pensamiento salvaje permite también al indígena circunscribir su posi-
ción en un cosmos y, de ese modo, cobrar una identidad propia. Sin embargo, su
nomenclatura no es genética en el mismo sentido en que lo es la nuestra. Retoman-
do la terminología de R. Jakobson, podríamos decir que la génesis a la que el indí-
gena atribuye su propio sentido es principalmente metafórica, mientras que la nues-
tra es, en esencia, metonímica. Para todo signo lingüístico, existen, sin duda, dos
grupos de elementos que posibilitan su interpretación (Jakobson, 1956, p. 49). Unos
se dan en el contexto y otros se encuentran en el código; los primeros entablan una
relación de yuxtaposición con el signo y los segundos una relación de alternancia. Las
culturas, al respecto, son homogéneas, pues al ser cada una una lengua, todas se
«hablan» conforme a estas dos coordenadas. Pero es posible que la referencia a una
de ellas se ignore en beneficio de la otra. Debido a esas irregularidades, pueden crear-

159
se tropos (metonimia y metáfora), estilos (realismo y romanticismo), géneros (prosa
o poesía) e incluso trastornos evidentes (afasia de la contigüidad o de la similitud).
¿Es diferente la historicidad a ia regresión de la metáfora en beneficio de la metoni-
mia en el lenguaje que habla la sociedad?
A nuestro juicio, al afirmar esto, no nos alejamos de los principios metodológi-
cos del estructuralismo, sin caer por ello en la uniformización de la posición de todas
las culturas; tesis que, evidentemente, no puede probarse. Pero hay que ampliar la
doctrina de Jakobson o, al menos, corregir su bipolarismo, demasiado simétrico, si
queremos entender cómo la primacía de la metonimia va unida a ese nuevo tipo de
relación con el tiempo en que consiste la historicidad. En el habla metafórica, el
hablante no selecciona sólo, en el código de su lengua, los signos y los ordenamien-
tos que necesita —esta operación selectiva es común a todo habla—, sino que trata de
ordenar su propio mensaje como un código y de establecer preferentemente relacio-
nes de similitud o de substitución entre los signos que maneja. Ahora bien, dicho
ordenamiento implica que el mensaje sea, si no independiente del tiempo, cuando
menos reversible, que la relación de linealidad entre los elementos con los que tra-
baja sea eliminada y que, en la medida en que el propio hombre es uno de los ele-
mentos del lenguaje de la cultura, pueda comprender dicho ordenamiento y, al
mismo tiempo, comprenderse a sí mismo como un signo más que puede substituir
a otros. De ese modo, se explicaría el «kantismo sin sujeto trascendental» que P
Ricoeur atribuye a Lévi-Strauss, y que no es tanto el del etnólogo como el del salva-
je. La razón de ello es que el hecho de poner el acento en la función metafórica, debi-
do a que el propio mensaje tiende a asemejarse al código, motiva que la libertad com-
binatoria del habla se eclipse tras la necesidad de establecer equivalencias codificadas
entre los signos y que el que habla no se vea a sí mismo como aquello que funda un
sentido por su cuenta y riesgo. Por ello, el hablante no consiste sólo en lo que dice,
sino también en lo que tiene que decir, y ha de distinguirse de sus sucesivos enun-
ciados, pues constituye, a modo de ego, su unidad transtemporal. No creemos, como
M. Butor, que la poesía acompase su mensaje para resistir el desgaste del tiempo y
quedar fijada con mayor facilidad en la memoria, pues ese deseo de conservación
sólo puede surgir en un ser que, previamente, se encuentre separado de la realidad
prosaica y obligado a luchar contra la profanación que conlleva la presencia de un
poeta en una sociedad histórica: «¿Para qué poetas en tiempos de penuria?» (Butor,
1964; Holderlin, 1801); Xi,poiesisÁs. la que hablamos es originaria, consiste en la len-
gua en estado salvaje. Sin embargo, sigue siendo cierto que en la poesía, como pala-
bra metafórica, se desconoce la irreversibilidad, y la subjetividad del hablante ha de
permanecer oculta, pues se eclipsa tras el significante ordenado en forma de código,
es decir, habla.
Cuando prevalece la operación metonímica, ocurre lo contrario. El habla cam-
bia de función y se introducen en ella la irreversibilidad y la posibilidad de que el
hablante se sienta comprometido con lo que dice y, a la vez, libre para ordenar los
signos con el objeto de producir un sentido determinado, es decir, la posibilidad de
elaborar un discurso y ser elaborado, al mismo tiempo, por él. Cuando se dice que
«la choza» es «una pobre casita» (Jakobson, 1956, p. 62), el orden de los términos
puede invertirse; pero cuando ante el estímulo «choza» se responde «ha ardido», la
reversión es imposible. Una historia comienza en la boca del narrador; algo ha suce-

160
dido y esperamos la continuación. Esa espera, en la que Bergson ve la vivencia de la
duración, introduce en la relación del hombre con el tiempo una nueva dimensión,
que no resume por sí sola toda la historicidad, pero que muestra su horizonte indis-
pensable; pues, en esa espera, el lugar -quizás imaginario— en el que supuestamente
se encuentra el sentido se traslada del código al final del relato, y la comprensión de
éste ya no depende solamente de un examen de la estructura de la lengua, de una
búsqueda de sus leyes fundamentales o de una arqueología, sino de una comprensión
de lo que se descubre a lo largo de la sucesión, de una integración que anticipa el
final y de una teleología. Mientras esa anticipación siga siendo incierta, pues no se
puede conocer el final antes de llegar a él, el sentido global del discurso dependerá
de lo que está por venir, que acabará cerrando la historia como una totalidad de sen-
tido (E. Ortigues, 1962, pp. 9-26).
Abandonemos ahora esta imagen demasiado ingenua del narrador que, supues-
tamente, conoce ya el final de la historia y mantiene en suspenso a sus oyentes, debi-
do, no a una falta de conocimiento compartida o irremediable, sino a la situación en
que se encuentra, pues posee un suplemento de información del que sus oyentes no
disponen. Retomemos la idea estructuralista de que una sociedad es, al menos en
buena parte de sus niveles institucionales más importantes, similar a la lengua y de
que los actos que se realizan en ella son de tipo discursivo. Todos los hombres, desde
ese punto de vista, son interlocutores válidos, y cuando hipotéticamente predomine
la metonimia, ninguno de ellos conocerá mejor que el resto cuál es el final del rela-
to que conforman sus intercambios. Su orden social ya no les parecerá principal-
mente paradigmático o ritual, sino sintagmático y lúdico. El acontecimiento no
supondrá un desafío a un orden existente ni la ocasión para restablecer el sistema que
él mismo alteró o para hacerlo volver a su régimen tradicional, sino que consiste en
aquello de lo que depende el sentido de todo lo que ha pasado hasta ese momento.
De ese modo, lo instituido no se presenta como la expresión de un orden que desem-
peña el papel de significante, sino como una obra que todavía no ha recibido com-
pletamente su significado, y que, por ello, ha de ser revisada sin cesar a la luz de lo
que acontece. Por otra parte, el propio acontecimiento, al no ser el final de la histo-
ria, sino el punto del que ésta depende, no le confiere un sentido carente de ambi-
güedad, y, por ello, puede interpretarse de varios modos o admitir lecturas del pasa-
do diferentes e incluso opuestas, es decir, precisa discusión y decisión. Ambas tienen
por objeto irremediablemente el sentido del pasado y del íuturo. La historia com-
pleta cobra sentido en el presente, en la acción.
Las implicaciones de dicho cambio son inmensas. Señalemos las dos siguientes:
a) no hay prosa sin que la unidad de lo múltiple se convierta en un problema; b) toda
metonimia trae aparejada la transformación del hablante en sujeto.
La primera consecuencia es evidente: en ese relato fragmentario compuesto por
acontecimientos que conforma la vida de una sociedad histórica, la discontinuidad
está literalmente a la orden del día, pues cada momento conlleva su orden o su desor-
den, y el modo en que los acontecimientos se suceden y configuran un orden único
siempre resulta problemático. Creemos que existe una correlación entre esta proble-
mática de lo Uno y de lo Múltiple, que caracteriza a la primera filosofía griega, y el
esbozo de un horizonte de historicidad en el pensamiento y en la actividad de ¡as ciu-
dades hacia el siglo VI a. C.

161
La otra implicación nos interesa de un modo más directo, pues muestra cla-
ramente la diferente posición en la que se encuentia el hablante con respecto al
mensaje en el caso de la metáfora y en el de la metonimia. Es imposible que un pue-
blo sumido en la espera del sentido no cobre conciencia de sí mismo o no constru-
ya su Yo. Recordemos los análisis que E. Benveniste (1946; 1956; 1965) ha realiza-
do sobre la función que desempeña y la experiencia que supone la primera persona
para el hablante. Los gramáticos árabes, cuenta el lingüista (1946, p. 222), llaman
a la primera persona almutakallimu, «el que habla». En las lenguas que disponen de
este pronombre personal, el Yo se caracteriza por poder desplazarse de un interlo-
cutor a otro al mismo tiempo que el acto elocutivo. Aunque, debido a su forma, es
«necesariamente idéntico» al que habla, no designa al hablante en sí mismo o inde-
pendientemente del hecho de que hable o no -esa fiinción es la de! nombre pro-
pio—, sino que, por el contrario, es la forma con la que se designa a cualquier indi-
viduo que esté hablando en un momento determinado, y sólo por el hecho de estar
haciéndolo. Por ello, el Loquor, que en realidad es el Cogito cartesiano, sólo es indu-
dable «cuando [lo] pronuncio o [lo] concibo en mi espíritu» (Descartes, 1641). Pero
ésta es también la razón de que la pregunta «¿quién soy en la medida en que pien-
so [hablo]?» sólo encuentre respuesta a cambio de tener que sustantivar esa forma:
el Yo, dice acertadamente Husserl (1913), se encuentra «desprovisto por completo
de componentes eidéticos y carece, incluso, de cualquier contenido que pueda
explicitarse».
Ha de subrayarse que esta posición del Yo en el discurso es idéntica a la del pre-
sente «lingüístico», como lo llama E. Benveniste. «El único tiempo inherente a la len-
gua es el presente axial del discurso. [...] dicho presente se encuentra implícito.
Determina otras dos referencias temporales que, necesariamente, se encuentran
explícitas en cualquier significante y que, a su vez, hacen del presente una línea de
separación entre lo que ya no está presente y lo que va a estarlo» (Benveniste, 1965,
p. 9). Una propiedad de este eterno presente, que se parece muchísimo al «presente
vivo» de Husserl, es que es instantáneo: «La instancia específica [es decir, el discur-
so] de la que surge el presente es siempre nueva».
Si aplicamos estas reflexiones a la experiencia que una colectividad puede tener
del lenguaje en el que consiste su cultura, veremos que éstas prometen interesantes
análisis. No podemos desarrollarlos aquí. Al suponer que esa experiencia concede
mayor importancia al discurso que al símbolo, pensamos que la colectividad descu-
bre, aunque de forma distinta a como sucede en la experiencia individual, algo simi-
lar al papel que desempeña el Yo en ésta última. De igual modo, puede compren-
derse que el problema del tiempo surja conjuntamente con el del Yo: éste es el indicio
topológico del acto de habla en el espacio definido por la comunicación y el presen-
te es su indicio cronológico en el tiempo «lingüístico», pues ambos son discontinuos
y plantean el problema de la unidad transdiscursiva y transtemporal. Podemos inclu-
so entender, por analogía con el aspecto inmediatamente explícito que han de pre-
sentar el pasado y el fiíturo en el tiempo «lingüístico» y en contraste con la implica-
ción principal del presente, que un pueblo abocado a la historicidad trate
espontáneamente de subordinar, convirtiendo su existencia en un tema de estudio,
la instancia de lo actual, que, sin embargo, resulta decisiva e incluso decisoria, a las
dimensiones del pasado y del futuro.

162
Creemos que existe una posible correlación entre, por una parte, esta proble-
mática del sujeto y del tiempo, vinculada a la forma prosaica del discurso social, y,
por otra, los temas judíos de la Elección, de la Promesa, de la Alianza y del Exilio. A
la pregunta «¿quién habla?», los judíos no responden, evidentemente, «Yo», como
sigue haciendo Occidente para pasar de inmediato a preguntarse «¿quién soy?». A esta
segunda pregunta. Occidente responde «el que habla» -que, a su vez, era la primera
pregunta-, mientras que los judíos contestan «Tú». Ahora bien, «la segunda persona
de ios usos citados en ruso, etc., es una forma que presume o motiva una 'persona' fic-
ticia y que, por ello, conlleva una relación vital entre yo' y esa cuasipersona. Además,
la persona 'yo' es siempre trascendente respecto a 'tú'. Cuando salgo de 'mí mismo' para
entablar una relación con un ser, establezco o me encuentro necesariamente con 'tú',
que, fuera de mí, es la única persona imaginable. Los rasgos de interioridad y tras-
cendencia pertenecen a la persona 'yo' y se invierten en 'tú'» (Benveniste, 1946, p.
232). Por eso, «'tú' puede definirse como 'la persona no-yo» (ibid). Para los judíos no
es así, pues «tú» y «yo» dialogan, como Yahvéh y el pueblo de Israel. Sin embargo,
siempre queda la puerta entreabierta para el monólogo presuntuoso, desencantado o
en busca de certidumbre: «hace ya algún tiempo que me he dado cuenta de que, desde
la infancia, había considerado verdaderas muchas falsas opiniones...».

IV. EL CÍRCULO DE LA HISTORICIDAD

Todas las sociedades se encuentran en la historia, pero no todas pertenecen a


ella. La historicidad sólo concierne a algunas sociedades. Esta oposición no se elimi-
na si la atribuimos al empleo de métodos diferentes, como la explicación estructura-
lista, que postula la ahistoricidad de su objeto, o la comprensión fenomenológica,
que postida la historicidad del suyo. Inversamente, convertir la historicidad en una
propiedad ontológica, como hace Ricceur, supone negar al hombre salvaje, desde el
paleolítico al campesino «subdesarroUado», por no hablar del salvaje que somos toda-
vía, su carácter humano.
Se podría objetar que el método que hemos seguido hasta ahora, por antropo-
lógico que parezca, sigue siendo idealista de raíz. Analiza la esencia de la historicidad
o, al menos, trata de elaborar variaciones imaginarias que delimiten los rasgos de lo
histórico y lo opongan a lo que es ajeno a él, y acaba estudiando el cambio en el
modo de hablar el lenguaje social que va unido al surgimiento de lo histórico; un
cambio que pone el acento en la prosa en lugar de en la poesía, pero que no está jus-
tificado. De aquí que, en última instancia, parece que nos tengamos que contentar
con el milagro griego o el misterio judío. Dicho método no se diferencia, sustan-
cialmente, del de P. Ricceur (1963), que distingue en el hombre del Libro, a dife-
rencia de los demás hombres, la escucha de un llamamiento (kerigma) dirigido, por
primera vez y para siempre, al pueblo judío y a su posteridad. Aunque, desde nues-
tra perspectiva, esa Palabra no puede ser la única verdadera, ¿no admitimos que es la
única que da lugar a lo verdadero, la primera con la que comienza a plantearse el pro-
blema de la verdad?
En efecto, hemos de reconocerlo, pues no podría ser de otro modo. Occidente
desarrolla una etnología de lo salvaje y el salvaje no elabora una historia de Occidente

163
porque ambas posiciones culturales no son simétricas. Su asimetría, sin embargo, no
reside sólo en esto. Lo histórico, que constitutivamente se busca a sí mismo, al pre-
guntarse por todo lo que acontece, incluido el salvaje, se pregunta también por sí
mismo, y, por consiguiente, considera a éste último un momento de su intento de
conocerse. En la cultura salvaje, por el contrario, no se presta atención, esencial-
mente, a la cultura, y aunque su encuentro con otras civilizaciones, salvajes o no,
plantea de hecho problemas de aculturación y desculturación, dichos problemas, por
dramáticos que sean, no afectan a la verdad, ni se encuentran en el centro de la
comunidad, en ese vacío que trae consigo el autocuestionamiento de la sociedad his-
tórica. A fin de cuentas, la distancia existente entre la conciencia social y la estruc-
tura crea la posibilidad de la etnología: podemos escuchar otras lenguas y otras cultu-
ras, o intentar hacerlo, porque nuestras propias instituciones occidentales conforman
un lenguaje que lleva inscrita la posibilidad de sospechar de sí mismo. En ello con-
siste exactamente la etnología.
Pero una cosa es decir que el problema de lo verdadero nace junto a la histori-
cidad y otra muy distinta creer que sólo la historicidad es verdadera. En este punto,
hemos de señalar claramente la distancia existente entre lo que queremos decir y la
filosofía hermenéutica.
Cuando se plantea el problema del comienzo de la historia, nos encontramos con
un círculo, el de todo comienzo (Hegel, 1812), que sólo se presenta como concepto
más tarde. Habría que invertir el orden de los términos y decir que el comienzo pre-
supone siempre un origen que le precede: lo actual. Cuando se trata de la historia,
constatamos que esa formidación concuerda con la posición de la historicidad, que
conlleva, como hemos dicho, que cualquier momento del devenir, incluso el prime-
ro, dependa de la posición del presente. Desde este enfoque, la noción de comienzo
y toda la metodología que descansa en ella, que podríamos llamar genetista, parecen
subordinarse a una concepción en la que el hombre se encuentra tan expuesto al tiem-
po que el presente planteado o supuesto es el ámbito en el que tiene lugar la sucesión,
que puede concebirse, a su vez, como una especie de encadenamiento. Debido a ello,
la tarea genetista, que consiste en comprender un momento histórico a partir de lo
que le precede, encuentra en este esquema de la formación o del desarrollo el motor
de su proyecto y, probablemente, de su ilusión. Ahora bien, la historicidad consiste,
precisamente, en estar expuesto al tiempo, aunque el genetismo la ocitlte tan pronto
como aparece. La génesis, en este sentido, se subordina a la historicidad, a lo que con-
vierte el tiempo en «daseKOTaTiKÓv schlechthim (A. de Waelhens, 1963, p. 698).
Cuando el historiador trata de explicar un momento histórico relacionándolo
con su contexto, con algo previamente dado, desplaza el punto en el que la historia
se vincula al sentido. Lo traslada de la actualidad absoluta, es decir, del ahora, del
presente vivo del acto de habla, al pasado, que supuestamente es el depositario de su
significado y, por ello, su comienzo. Pero debido a la ausencia irreversible del emisor
del pasado, a su muerte, dicho comienzo ha de enunciarse en «tercera persona». Ésta
no es simétrica a la primera, al «yo-ahora», que es la forma que adopta el acto de
habla. Afecta a cualquier discurso o conducta que no puedan enunciarse en la actua-
lidad en primera persona (Benveniste, 1946, p. 226; 1956, pp. 255 y ss.). Si es cier-
to que uno de los rasgos esenciales de la historicidad consiste en cobrar conciencia
de uno mismo, la objetivación de lo absoluto de esa forma, llevada a cabo por el

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genetismo, motiva que la historicidad desaparezca al mismo tiempo que surge. Lo
trascendental no puede alcanzarse sin pasar por lo empírico, sin ocultarse «primero»
en ello. El lingüista muestra, en este mismo sentido, que el presente del acto de habla
se encuentra siempre implícito, que sólo se determina de manera mediata, a partir
de los dos horizontes de lo ausente, como su punto de contacto (Benveniste, 1965,
p. 9); pero esta determinación se lleva a cabo a costa de convertir el presente que habla
en un presente hablado: el tiempo del acto se convierte en el tiempo del hecho. La
idea de la génesis del presente a partir del pasado, o del futuro a partir del presente,
conlleva ese alineamiento de los ékstasis temporales. La originalidad del «yo-ahora» se
desconoce o se pierde cuando la historia se reduce al ámbito de lo genético.
Así pues, la historicidad es un a prioriáe. la historia. Lo característico de todo a
priori consiste en que no se puede captar inmediatamente. Existe, dice Husserl, una
«actitud natural» o una «ingenuidad» en la que se oculta la intencionalidad. Consti-
tuyen la inconsciencia de sí inmanente a la conciencia de algo, y han de ser corregi-
das por la intencionalidad (Husserl, 1913, part. II, cap. I). Hegel confundía la obje-
tivación, la posición que ocupa algo, con la alienación, la pérdida de la actividad que
desarrolla. Existe el mismo vaivén en la relación existente entre el Ich denke kantia-
no y el tiempo: como forma de la sensibilidad, el tiempo es la condición de todo
aquello que nos es dado, incluyendo al Yo presupuesto que, por tanto, sólo puede
darse a sí mismo como yo empírico, como una especie de presente «comprimido»;
pero como forma de la sensibiHdad, como objeto de una intuición pura, sin la que
su concepto permanecería vacío y nosotros seríamos incapaces de decir nada acerca
de él, el tiempo es el indicio de la espontaneidad, de la actividad de determinación
en que consiste el Ich denke. La temporalización se reconoce temporalizada, y lo sabe
(Kant, 1787). Así pues, el genetismo se encuentra, a su modo, bien fundado, y sólo
podemos calificar de «ilusión» el «movimiento retrógrado de lo verdadero» (Bergson,
1922) si, a su vez, uno mismo alimenta la ilusión, en esencia «acrónica», de presen-
tar la temporalización en persona como un dato inmediato.
Por ello, hay que establecer una relación circular en la que la historicidad repre-
sente el a priori de la historia y ésta sea, a su vez, el único medio en el que se mues-
tre la historicidad. Sin embargo, esta primera determinación del círculo no nos satis-
face, pues hemos de distanciarnos de aquéllos que convierten el círculo
hermenéutico en la sustancia de su teoría de la historia. Intentemos enmarcar su aná-
lisis. Paul Ricoeur pone de manifiesto que la arqueología lleva aparejada la teología,
es decir, la búsqueda de un comienzo. Dicha búsqueda, auténtica y alienada al
mismo tiempo -creemos que, después de lo anterior, puede decirse de ese modo—, se
debe a que el hombre convierte su existencia, su Erfahrung, como decía Hegel, en la
prosecución de un fin, el conocimiento de sí, cuyo sentido se encuentra en el futu-
ro. Este nacimiento conjunto del principio y del fin pone de manifiesto, resumida-
mente, la inseparabilidad del a priori y áé. medio, de la historicidad y de la historia.
En un momento dado, un pueblo recibe un acontecimiento como el don que Dios
le hace para que pueda alcanzar su libertad, y comienza a reunir su pasado para bus-
car los indicios de la Promesa y el incumplimiento de la Alianza. De igual modo,
cuando el individuo cuenta su vida o la representa ante el analista, comienza a bus-
car un sentido cuya verdad está por llegar; pero ésta ha de descifrarse a lo largo de
toda su vida, pues supuestamente se encuentra en ella desde el principio. El Yo, como

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hablante-hablado, sospecha que todo se ha dicho ya cuando comienza a decirse, a
pesar de estar obHgado a correr el riesgo de proyectar su discurso «hacia delante»,
y se encuentra, por ello, en la encrucijada abierta por el código y el mensaje, en el
círculo que ambos conforman.
Esa situación circular permite que Ricceur dé su parte de razón al estructuralis-
mo, pues pretende restablecer el movimiento completo de la intelección: compren-
der es dirigirse hacia un sentido que está por llegar, interpretar lo dado tratando de
descifrarlo y de aprehender a un tiempo la acción de descifrar y lo descifrado; pero
esta hermenéutica tiene por objeto de estudio un «material» que siempre resulta sig-
nificativo, un símbolo cuyo sentido es inagotable, y, a su vez, una estructura, pues el
símbolo, para decir algo determinado, ha de ser comprendido dentro de una econo-
mía semántica que regule su significado y dejar de ser el enigma bruto del que habla-
ba Hegel, es decir, una polisemia cualquiera.
Hemos de distinguir tres niveles conforme o mediante los cuales se lleva a cabo
la búsqueda del sentido: en primer lugar, como enigma inicial y punto de apoyo de
todo lo demás, la capacidad simbólica o el deseo, entendido como fiíerza que vincu-
la dos cosas entre sí o que trae a presencia la ausencia de lo que quiere decir, es decir,
de otra cosa: la negatividad originaria que abre la relación significante-significado; en
segundo lugar, la economía que regida la imión de la alteridad a la mismidad en una
estructura ptu-amente clasificatoria, positiva, en la medida en que desea un objeto,
en el sentido freudiano, colma el vacío que éste genera y establece relaciones pensa-
bles entre los términos, y negativa, pues consiste, no en una sustancia plena, sino en
una forma, en una sintaxis; y por último, bien provista del lenguaje articulado que
posibilita la estructura, la reflexión, es decir, el deseo que se refleja y dirige su anhe-
lo de trascendencia al propio código, descubriendo la pura sintaxis en la se encuen-
tra preso, sin la cual no podría decir nada con sentido, y la libenad inagotable de sig-
nificar, la potencia semántica previa a toda sintaxis que hace posible el habla y la
historia, en la medida en que implica un exceso de sentido virtual, imaginario, con
respecto al código.
De ese modo, la filosofía hermenéutica puede dar cabida al estructuralismo, a
condición de que éste determine el límite de su uso y no confiínda la intelección de
la estructura con la intelección a secas. Comprender, para la hermenéutica, requiere
siempre un descifi-amiento, pues la capacidad de simbolizar siempre se da en una
economía y el deseo sólo cobra conciencia de sí al ser encauzado por una red que
desempeña el papel de significante. Sin embargo, un sistema puramente sintáctico
no puede dar cuenta del sentido. ¿No se somete, poi el contrario, en opinión de Lévi-
Strauss, a la jurisdicción de un «mínimo de sentido» (Lévi-Strauss, 1962, p. 338),
que consiste en la pura taxonomía de los términos en función de una axiomática de
las operaciones permitidas? Ese mínimo de sentido desemboca en la falta de sentido,
en el sinsentido. A su vez, éste último no se debe a que no haya una «razón» para que
las reglas de la lengua, del parentesco y de la economía sean las que son: para dar
cuenta de esa contingencia, sólo se puede apelar, como hace Lévi-Strauss, a una espe-
cie de necesidad formal, relativa a un orden, que forma parte del espíritu de la natu-
raleza. Ser moderado, en este punto, es legítimo, pues nunca se puede deducir por
completo un sistema determinado. El sinsentido que el filósofo no puede tolerar no
consiste en esta contingencia, que, en última instancia, sigue siendo pensable, sino

166
que se debe al postulado según el cual el sistema es pura sintaxis. No «habla» ¿¿-nada,
ni remite a nada distinto a sí mismo: su razón de ser consiste en un grupo de reglas
lógicas sobre la formación de los términos y sus combinaciones.
Al tratar de restablecer la posición originaria de la capacidad simbólica, P.
Ricoeur pretende devolver a la estructura su otra articulación, su dimensión semán-
tica, o, para hablar de un modo menos ambiguo, su dimensión referencial, en el sen-
tido de Abbildung. Esto garantiza que la sintaxis pueda trabajar con algo, con el sím-
bolo, que, evidentemente, no significa nada determinado antes de formar parte de
ella, pero que posee una capacidad de significar «anterior» a la estructura; capacidad
de la que ésta última, como disposición cerrada, no puede dar cuenta por sí sola.
Existe un orden simbólico que puede significar «antes» que la disposición sintáctica,
aunque es cierto que sólo puede alcanzarse y que él mismo sólo se presenta en y
mediante dicha disposición. «Hablaba» antes de que hablásemos de él: ratio essendi.
Para que la capacidad simbólica se presente como un lenguaje previo {ratio cognos-
cendí), ha de ser posible articular un discurso. La posición del sentido no es la que
indica Lévi-Srrauss, la emanación (pero, ¿de qué?, ¿para quién?) surgida de la mera
oposición sistemática entre elementos neutros, sino la recuperación de lo simbólico
en la estructura.
De todo ello se deriva una doble consecuencia. Al articular, en primer lugar, el
símbolo mediante la estructura, el sentido deja de ser latente e indeterminado para
pasar a ser determinado y racional. La intelección no es, por tanto, la operación de
reducción que tanto obsesiona a Lévi-Strauss, sino el movimiento de cobrar concien-
cia de sí, la simbólica de la expresión del deseo, la interpretación. Además, lo que
depende, a juicio de Ricoeur, de la existencia de la semántica (no completamente
cerrada o articulada, como si se tratase de una clave para descifrar los sueños o de un
repertorio de arquetipos imaginarios, sino abierta libremente a la sintaxis, como el
contenido en el que se juega su verdad) es la posibilidad de la historia. Si suponemos
que una sociedad regula el intercambio de sus signos (mensajes hablados, mujeres y
bienes) conforme a estructuras que no pueden ser alteradas por ningún desplaza-
miento del significado en relación con el significante o de éste respecto a aquél, y que,
por añadidura, el orden social no es, para esa sociedad, un objeto de estudio, sino un
instrumento operativo, concluiremos que dicho orden no lleva inscrito en sí mismo
el motivo de su cambio. En rigor, sólo un acontecimiento extrínseco podría separar la
colectividad de las normas que la regidan; pero no tendría la menor posibilidad a la
hora de lograr que dicha comunidad forjase una subjetividad capaz de oponerse a sus
propias estructuras, es decir, capaz de cobrar conciencia de sí. Por el contrario, si la
capacidad de simbolizar rebasa el código y el deseo sólo puede existir en la estructu-
ra, pues no puede permanecer en sí mismo, la capacidad de criticar la economía del
sistema sigue estando disponible, y es inevitable que tarde o temprano éste sufra una
conmoción. La alteración del mismo no es heterogénea, pues se debe a un aconteci-
miento, sino endógena, pues es fiíito de que la simbólica, con su polisemia dionisía-
ca, no encuentre descanso en el orden apolíneo de una sintaxis bien acabada.
De ser así, ambas posiciones, la del estructuralismo y la de la hermenéutica, no
serían tan distintas como en un principio pudiera parecer. Paul Ricoeur piensa que
la determinación de la estructura es un momento indispensable de la intelección del
sistema simbólico: es el momento en el que el Éros se vincula al Lógos, en el que lo

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energético se convierte en economía. De no ser por esa articulación, todo podría
querer decir cualquier cosa, y el símbolo, en vez de dar que pensar, daría que soñar
- e incluso el sueño tendría su propia lengua, lo que supone un gran paso hacia la sin-
taxis...- (P. Ricoeur, 1963 b, pp. 620-626).
Por su parte, el estructuralismo parece poder cumplir sin hipocresía el compro-
miso que se le pide: no sólo se muestra conforme con la idea de que el hombre del
tótem mantiene con su mito una relación profundamente hermenéutica, sino que
pone espontáneamente el acento, como hemos señalado, en la existencia de im exce-
so de significante en el código de la propia sociedad salvaje, y reajusta la teoría del
mana en términos totalmente aceptables para Ricoeur. Lafilosofíade la interpretación
podría ver en esa forma pura, como fuente inasignable del sentido, como significan-
te sin significado, la encarnación imaginaria de la fecundidad semántica del símbolo,
e incluso, esperar de ella la promesa de un estado precario, de una crítica, de una inter-
pretación de los mitos y los ritos, de la economía general de las instituciones.
El proyecto de acercamiento forma parte del modo de ser de la hermenéutica;
pero pone de manifiesto su punto débil. Esta teoría cree posible reintegrar conjun-
tamente la fuerza y la forma en una teoría general de la interpretación porque con-
cibe la historicidad como una dimensión ontológica. Por ello, es preciso que la his-
toria sea necesaria y que surja allí donde está el hombre. Esto puede constatarse en
el análisis del símbolo realizado por P. Ricoeur (1959). Si es cierto que el símbolo es,
en primer lugar, «doble sentido», es decir, un sentido dado que remite a otro oculto,
y que, por ello, necesita ser determinado, entonces ha de dar lugar, inevitablemente,
a una reflexión hermenéutica. Esta, sin duda, ha de establecer una estructura en la
que se capte el significante y se encauce el significado; pero dicha estructiura nunca
podrá agotar la polisemia del significante, y el desciframiento tendrá que ser siempre
reiniciado, al ser criticado por otro desciframiento. En el plano del orden social y de
las estructuras que lo sostienen, todo esto se traduce en la aparición de la historici-
dad, es decir, de la tradición y de la interpretación sedimentadas.
Puede objetarse que, en esas condiciones, cualquier sociedad podría ser históri-
ca y que, evidentemente, ése no es el caso. Como hemos visto, el etnólogo propone
una salida a este problema: la historicidad, entendida en este sentido, depende
—dice- del punto de vista que se adopte con respecto al mito. Si me sitúo dentro del
universo mental regido por el mito, mi comprensión de lo dado se encontrará siem-
pre determinada por el mismo. En ese caso, trataré de elaborarlo para favorecer su
aphcación a mi propia vida y, al mismo tiempo, intentaré encauzar mi devenir de
acuerdo con la ley que dicho mito narra. Pero si, por el contrario, el mito me es
ajeno, la comprensión de su sentido no conllevará autointelección alguna, es decir,
no cobraré conciencia de mí mismo al interesarme por él. De aquí que, debido a su
objetividad, el análisis estructural sea un buen método. Paul Ricoeur no puede acep-
tar una estrategia cognoscitiva tan artificiosa, ya sea porque le parece contraria a los
hechos establecidos, porque amenaza con borrar cualquier diferencia real entre el
relato bíblico y los demás, o probablemente por ambas cosas. Ricoeur, por el contra-
rio, trata de restablecer y fundamentar la oposición existente, a su juicio, entre la tra-
dición judeocristiana y las civilizaciones totémicas. Podemos encontrar un ejemplo
brutal de esto mismo en su respuesta oral del Congreso de Roma: «El pueblo judío
ha logrado forjarse una identidad, a pesar de todas las persecuciones que ha sufrido,

168
porque se ha constituido en un modelo histórico flexible, mientras que un sistema
totémico no resiste la presión de los acontecimientos externos. Podría incluso decir-
se que los sistemas clasificatorios totémicos desempeñan el mismo papel con respec-
to a la humanidad que los insectos en la filosofía biológica de Bergson, en la que
representan el punto muerto de la perfección por exceso de organización. Podemos
preguntarnos si el modo de pensar tan -¿cómo llamarlo?- sofisticado de los tote-
mistas no es, a su vez, un punto muerto de la historia de la humanidad, pues con él
no ha ocurrido nada esencial» (Ricoeur, 1963 a, p. 36). La referencia a Bergson mere-
ce ser subrayada: la clasificación de las áreas que Ricoeur propone en su comentario
descansa, a nuestro juicio, en una distinción de las sociedades segiin su carácter cerra-
do o abierto. Como piensa el autor de Las dos fuentes de la moral y de la religan, el
cierre del sistema social no es fruto, en este caso, de la estrategia epistemológica del
etnólogo cuando se encuentra al margen de su objeto de estudio, sino el estado, aun-
que parezca imposible, en el que se han estancado o establecido ciertas sociedades.
El problema, lejos de solucionarse, se agrava. Si, por un lado, el doble sentido
del símbolo da que pensar, si pensar consiste, a su vez, en establecer y criticar las
nomenclaturas en las que se encuentra el significado, es decir, en interpretar las
estructuras, y si, por último, la historicidad es la apertura ekstática del tiempo y el
surgimiento del Yo que requiere la hermenéutica, ¿cómo es posible, por otra parte,
que haya salvajes? ¿Dónde situar a este animal sin historia que habla, danza, reza y
parece un hombre? ¿Por qué el símbolo no le da que pensar? ¿Es incapaz de hacerlo?
¿Le ha sido negada la verdad?-^Realmenteestá reservada ésta, por tanto, para los judíos
y los cristianos, es decir, para Occidente? Del mismo modo en que Hegel, incapaz de
dialectizar a los africanos, comentaba que «no encontraba nada en [su] carácter que
recordase al hombre» (Hegel, 1837), ¿no deja a un lado la hermenéutica al sal'raje al
no poder convertirle en intérprete? Creemos que, en ambos casos, las medidas que se
toman son extremas, y sospechamos que todo ello se debe a no haber reintroducido
la propia historicidad en la historia.
Por muy sincera que sea la buena voluntad de Ricoeur, la inclusión del estructu-
ralismo en la hermenéutica es una operación completamente impracticable. Ambas
concepciones, no sólo se oponen, en la medida en que una se ocupa más de lo ahis-
tórico y la otra de lo histórico, sino que, desde nuestro pimto de vista, podrían inclu-
so residtar complementarias. En realidad, se contraponen en su esfiíerzo de reduc-
ción, que es formalmente simétrico, pero diferente respecto al contenido:
Lévi-Strauss piensa que lo histórico constituye una manifestación más de lo estruc-
tural, y Ricoeur ve en lo estructural lo histórico detenido a mitad de camino. El desa-
cuerdo se debe a la existencia o no de una especie de «bisagra»: Lévi-Strauss piensa
que el principio de orden que rige en ambas partes es el mismo. Cuando se pertene-
ce a un ámbito concreto, sólo se puede captar el orden del otro mediante el análisis
estructural. Ello se debe a que no existe, realmente, «bisagra» alguna que asegure la
continuidad entre ambas esferas. Son ámbitos que no se encuentran relacionados
entre sí de un modo directo y que, sin embargo, pueden ponerse en comunicación a
distancia, siempre que proyecten sus respectivos órdenes sociales sobre el arquetipo
de todo orden, que es, en definitiva, la estructura de un sistema formal. Para Ricccur,
por el contrario, la comprensión es siempre recuperación e interpretación. Entre
ambas partes, ha de darse la continuidad del sujeto que piensa, que avanza a la vez

169
que busca su origen. Cuando aparece una discontinuidad, se comienza a reflexionar.
Los hombres que están al otro lado del díptico no poseen esa facultad, y, por ello, sólo
podemos captar su sentido desde fuera; pero cuando tenemos esa capacidad reflexiva,
al comprenderles, nos comprendemos a nosotros mismos. La «bisagra» permite unir
una parte con la otra, poniendo en contacto lo que no lo estaba. El kerigma judío con-
lleva esta ruptura, que deja al hombre hiera de sí, y este pliegue que le permite verse.
A falta de conciliación, sigue siendo posible la coalición de ambas partes. «El
estructuralismo y la interpretación hermenéutica —dice Ricceur— tienen el mismo
adversario, el viejo historicismo» (Ricceur, 1963 a, p. 34). Con la estructura, se sal-
vaguarda la objetividad de las formaciones culturales, su presencia inconsciente y
constitutiva; por ello, el historiador no se libra de su tarea al reactivar su objeto de
estudio y capturarlo con la red de los modos de pensar y de vivir de su época. El pro-
yecto superficialmente comprensivo y profundamente totalitario del historicismo
encuentra, por consiguiente, un enemigo en la estructura. La hermenéutica, por su
parte, se enfrenta, principalmente, al relativismo, es decir, al agnosticismo. Si las dife-
rentes culturas fueran totalidades cerradas o «visiones del mundo» imposibles de
transmitir, la historia, la etnología y el conocimiento del otro estarían condenados a
vivir de lo imaginario y la verdad les sería inaccesible. Inversamente a esta «mala sub-
jetividad», «la reflexión [...] nos garantiza que el objeto de la historia es el propio suje-
to humano» (Ricoeur, 1953, p. 52). No se trata de un Yo abstracto que, supuesta-
mente, esté presente en todas partes y siempre sea el mismo, sino de un Otro al que,
no sólo explicamos, sino con el que podemos encontrarnos. AI pertenecer al pasado
no puede responder directamente nuestras preguntas, pero puede suscitar «una espe-
cie de amistad unilateral» {ibid., p. 48) y permitir un trato definido por la mediación
y el advenimiento del sentido. La hermenéutica presupone la comprensibilidad de
todas las formas culturales que el hombre ha producido, pues postula la unidad de
éste y, por ello, espera la unidad del sentido (Ricoeur, 1951, pp. 97-102).
Hemos querido establecer y discutir la posición del círculo hermenéutico exis-
tente entre historia e historicidad con el objeto de distinguirlo de otro círculo que con-
sideramos más radical. En lo sucesivo, trataremos de elaborar esa distinción. Podría
decirse, a modo de paradoja, que necesitamos, precisamente, una especie de histori-
cismo renovado. Un historicismo que introduzca la historicidad en la historia, no
negando que pueda aparecer en otros lugares, sino poniendo de manifiesto que ya ha
surgido efectivamente en algunas sociedades. Es decir, un historicismo que tenga en
cuenta el círculo hermenéutico, pero que, en lugar de mantenerlo en un orden refle-
xivo, como una especie de condición previa acostumbrada a toda crítica, intente
detectar su génesis en la realidad histórica y lo reintroduzca en ella como la concep-
ción que algunas sociedades tienen del tiempo y del orden social. Es decir, se trata
de convertir el círculo hermenéutico en un fenómeno cultural, en un acontecimien-
to. Queremos definir el acontecimiento que hace posible la llamada y el adveni-
miento, y no a la inversa.
Por otra parte, ese proyecto va unido a la revisión de la importancia que convie-
ne dar a la estructura. La historicidad, evidentemente, no es exclusiva de ésta última.
Además, como ya hemos sugerido, es preciso que el lenguaje social, que rige las ins-
tituciones o, al menos, algunas de ellas, no se pueda expresar poéticamente, sino pro-
saicamente, es decir, conforme a la metonimia y no a la metáfora. Suponemos que

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una estructura que, a su vez, puede ser un posible objeto de estudio posee propieda-
des diferentes a las que presenta la estructura profundamente inmanente de las socie-
dades ahistóricas. Desde este punto de vista, se plantea el problema de definir un
código que permita decir algo sobre él, que posibilite un metalenguaje. Sólo puede
postularse un Yo si cumple la siguiente condición: oponerse a su orden.

V. LA DESNATURALIZACIÓN

Esperamos precisar aún más nuestro problema al examinar un aspecto del pen-
samiento de Marx que guarda relación con el desdoblamiento del que hablábamos
antes. Hemos «acusado» anteriormente al marxismo de incorporar sin miramientos
al campesino exótico a un devenir histórico del que, en realidad, no forma parte. A
su vez, al mostrar mediante la teoría que no es el marxismo la causa de esa inclusión
forzosa, sino el imperialismo, como pone de manifiesto la práctica, se le ha, por así
decirlo, «excusado». Sin embargo, el marxismo al que nos referimos parece conside-
rar evidente esta extensión de la historicidad a toda la humanidad. ¿Hemos de bus-
car el origen de su imperialismo teórico en el concepto hegeliano de Espíritu, que
trata de cobrar conciencia de sí a través de las sucesivas figuras en las que se deter-
mina contradictoriamente?
Mientras el marxismo consista en un pensamiento de la totalidad, ignorará el
problema del origen de la historicidad. Cuando su representación de la historia impo-
ne categorías idénticas a todas las formaciones sociales y a su comprensión, o cuando
cree que el hombre es, en cualquier momento y lugar, el sujeto de la teleología o de
una causalidad inmutable -como sucede, por ejemplo, con el desarrollo de las fuerzas
de producción o, al menos, con la búsqueda de dicho desarrollo-, el marxismo es tan
dogmático teóricamente como el hegelianismo, a diferencia de que la dialéctica puede
concebirse aún en un sistema idealista en el que la infinitud, la insatisfacción que
«refuta» cada figura y la «supera» para conservarla en su esencia (Hegel, 1837), es el
Espíritu, como capacidad infinita o deseo. Pero dejará de ser tan dogmático si, en el
lugar que ocupaba el Espíritu, ponemos la materialidad de la necesidad, que no posee
en sí misma potencia alguna de infinitud, como se observa en el animal. El hecho de
que dicha materialidad se vuelva comprensible al llamar trabajo a la potencia se debe
a que, bajo ese nuevo nombre, se esconde el viejo Espíritu: «El trabajo no es otra cosa
que la prueba ontológica que demuestra la prioridad de lo infinito sobre lo finito» (J.
Vuillemin, 1949, p. 16); no puede decirse con mayor soltura.
Ante las más claras muestras de dogmatismo, como algunas páginas de Miseria
de la filosofia,de Ludwig Feuerbach y el fin de lafilosofia clásica alemana o de la con-
clusión de El origen de la familia, de la propiedad privada y del estado, parece justifi-
cado que la filosofía de la interpretación considere precrítica la concepción marxista
de la historia. Sin embargo, el principio que rige dicha concepción no es menos
«antropófago», aunque lo manifieste con menor ingenuidad, cuando introduce su
voraz universalismo en el orden del sujeto de la historia en lugar de en el de la sus-
tancia. A pesar de ello, dicha acusación ignora que hay en el marxismo, junto a su
propensión hacia el dogmatismo, una corriente de reflexión profundamente postcrí-
tica, pues conlleva una crítica de la crítica hegeliana al criticismo kantiano. Hegel

171
había mostrado que los a priori pertenecen a los momentos del movimiento median-
te el que la conciencia cobra conciencia de sí como saber. Esto suponía abrir la puer-
ta al historicismo y al escepticismo de los que Hegel se preservaba cerrando el círcu-
lo, mostrando su totalidad, poniendo de manifiesto lo verdadero como resultado
merced al que la verdad de cada figura equilibra el error de su finitud. Al respecto,
Marx consideraba que este inconsciente categorial era muy poco consistente, debi-
do, precisamente, a que Hegel había sido capaz de desarrollar todo su contenido en
el sistema y de proporcionar una interpretación global y una temática completa de lo
que, a pesar de su necesidad, se encuentra oculto (Marx, 1844). Este discurso unifi-
cador -pensaba— integra solamente el espacio del discurso; no reduce, sino que agra-
va la distancia que lo separa de la actividad real, pues el sentido se elabora en una espe-
cie de castillo, lejos y por encima de la choza en la que «K.» sigue ignorando su
destino. Al rechazar la especulación, Marx, inversamente a Kierkegaard, no pretende
eludir la necesidad de elaborar una teoría de la historia, sino que trata de disipar el
fantasma de un habla o de un discurso cerrados sobre sí mismos en un sistema sufi-
ciente, comparable a la lengua. No nos parece precrítico desenmascarar la impoten-
cia del concepto y de la forma para entender completamente, en y mediante el puro
discurso, la historia, que es también vida y fiíerza; lo cual, en suma, resulta bastante
hermenéutico.
Pero se trata de algo mucho más complejo, que forma parte ya de nuestro «his-
toricismo», pues la refiítación del discurso no se refiere sólo, como en la hermenéu-
tica, a su carácter cerrado, sino al lugar desde el que se habla y al motivo de tal
acción. ¿Desde dónde habla usted?, ¿qué le impulsa a hablar? El tema de la praxis
introduce algo mucho más complejo que un sentido vinculado a su devenir: esta-
blece el punto de apoyo de la interpretación. El capital es, ciertamente, una teoría de
ese inconsciente estructural que Hegel despreciaba. Debido a ello, puede conside-
rarse una «réplica» a la Fenomenología del espíritu (Hyppolite, 1955, p. 118). Pero
aunque Marx pudo equivocarse, su respuesta no se encuentra en la misma situación
que el sistema hegeliano: el análisis de El capital só\o puede verse como el momento
de la interpretación dentro de una crítica que, no sólo afecta a la realidad presente,
sino que emana de ella. La realidad es el lugar de la crítica antes de que se enuncie
crítica alguna; la sociedad puede ser criticada porque se critica, y lo hace porque está
en conflicto consigo misma. Este primer conflicto flinda la posibilidad de la inter-
pretación de la crítica revolucionaria y, a su vez, limita su alcance, pues impide que
se pueda tener una visión global de una realidad que carece de totalidad.
En Marx, por tanto, existe una concepción de lo social que pone el acento en la
ruptura, en un desdoblamiento, previo a la interpretación, que la fiinda, al crear un
vacío de sentido, y que la limita, al vincular su discurso a uno de los polos que él
mismo determina. Marx retoma, de ese modo, el tema de la Entzweiung del joven
Hegel (Hegel, 1801); pero, al igual que Feuerbach, se niega a convertirlo en la alie-
nación-objetivación mediante la que el Espíritu se sitúa fiiera de sí para reconocerse
y retomarse, es decir, en ese juego narcisista del amor que siente Dios por sí mismo.
Toda la concepción marxista de la historia depende de esa lectura. Sin embargo,
Marx no es claro al respecto. Simplificando la situación, podría decirse que, en prin-
cipio, la alternativa que se le presenta es la siguiente: o intenta construir una antro-
pología filosófica en la que el hombre, genérico o global, se encuentre regido por

172
estructuras y sea capaz de opinar sobre ellas, independientemente de las formas par-
ticulares que adopte el orden social, que, a su vez, vienen determinadas por distintos
tipos estructurales (relaciones de producción); o trata de amoldar el desdoblamiento
propiamente dicho a la existencia de un tipo estructural determinado y a la forma-
ción social que le corresponde, mostrando cómo, en «condiciones» sociales específi-
cas, la sociedad puede llegar a pensarse y no contentarse con su autorrepresentación,
es decir, cómo llega a encarar su verdad de un modo realmente crítico sin poder, sin
embargo, alcanzarla, y cómo se modifica con el objeto de realizarla.
Como se sabe, ambas tesis coexisten en el marxismo. La primera es la idea de
la conciencia entendida como «reflejo», que se encuentra al comienzo de La ideolo-
gía alemana (Marx, 1845) y en el prólogo de Introducción a la crítica de la economía
política (Marx, 1859). La segunda ha sido menos divulgada, pues no era compati-
ble, en sí misma y debido a sus implicaciones prácticas, con la teología de la histo-
ria que precisaba esa especie de religión en la que se convirtió el marxismo con el
reformismo y, más tarde, con el estalinismo. Creemos, sin embargo, que la única
tesis fiel a la crítica marxista del Lógosfilosóficoes precisamente ésta. Además, sólo
ella nos permite orientarnos una vez que esa teología se ha derrumbado y ha sepul-
tado entre sus ruinas el movimiento obrero. La tesis de la conciencia-reflejo o de la
ideología es, sencillamente, una filosofía de la historia de tipo materialista. En ese
materialismo, el hombre no se encuentra menos determinado por la estructura
inconsciente que rige sus instituciones y su conducta, y que, a pesar de no ser divi-
na, sigue siendo necesaria, que en el providencialismo de la introducción de las Lec-
ciones sobre la filosofía de la historia de Hegel. Incluso su discurso está determinado
por la ideología, cuya fianción principal consiste -como sucede con los mecanismos
de defensa freudianos, que van acompañados de un exceso de compensación o de
una «inversión», como dice Marx— en impedir que se aleje de lo imaginario para tra-
tar de alcanzar lo verdadero. Al respecto, la verificación del propio discurso marxis-
ta es un problema insoluble (Sebag, 1964). El desdoblamiento es considerado la
capacidad general que tiene el hombre de representar su propia realidad. Por ello,
las sociedades salvajes, despótico-orientales y esclavistas o serviles cobran concien-
cia de sí o siguen en estado inconsciente de modo similar a como sucede en la socie-
dad capitalista. Si siempre existe un reflejo o una situación especular en cualquier
parte, es decir, si la función deformadora del espejo ni siquiera puede variar con el
grado de inclinación, la naturaleza y el papel de la religión en el Egipto faraónico,
los de la filosofía política en Atenas o los de la Aufkldrung en el siglo XVIII no se
diferencian entre sí, ni son diferentes a los del socialismo en el capitalismo del si-
glo XIX europeo. En la relación existente entre el inconsciente del «factor econó-
mico» y el hombre, se engaña tanto a la praxis, pues su «verdad» reside en el vulgar
prágma, como al pensamiento, pues pertenece completamente al orden, no de lo
verdadero, sino de lo necesario. En resumen, no hay historia, pues no existe comu-
nicación alguna entre lo consciente y lo incoasciente, entre el discurso y la energé-
tica muda que lo determina unilateralmente. Y tampoco es posible una teoría de
dicha relación. Sólo podemos elaborar una teoría de las visiones del mundo, entre
las que se encuentra el propio marxismo. Nos encontramos de lleno, por tanto, en
el «antiguo historicismo», pues éste no puede salir de sí mismo para tratar de obser-
varse y fundamentarse.

173
Aunque creamos evitar la eliminación de la historia mediante el análisis con-
ceptual, corremos el riesgo de verla desaparecer de nuevo, no en la inmanencia de la
temporalidad, sino en lo trascendental acrónico. Conviene separar, dice L. Althusser
(1965), el conocimiento histórico del tiempo. Dicho conocimiento no es «más his-
tórico que azucarado es el conocimiento del azúcar» {ibid., p. 16), pues «el objeto de
la historia es el concepto de historia» (ihid., p. 18), y no la aparente sucesión de
hechos y de acontecimientos. La idea de un tiempo «continuo-homogéneo/contem-
poráneo de sí», que, supuestamente, subyace a esa sucesión y que es el presunto
medio en el que se desarrolla la dialéctica hegeliana, constituye una ideología, que
convierte la totalidad social en la expresión multiforme de un único Geist. En efec-
to, pensamos que las partes de la sociedad son contemporáneas entre sí y con res-
pecto a la unidad del todo a costa de creer que son la expresión de dicha unidad. Al
hacer esto, se sustancializa tanto la sincronía, como homogeneidad y contempora-
neidad del todo, como la diacronía, como sucesión de sus expresiones; pero ambas
sólo tienen un significado epistemológico, pues la primera consiste únicamente en
«la presencia (o el 'tiempo') del propio análisis teórico [...], en la eternidad en el senti-
do spinozista, o conocimiento de un objeto complejo mediante el conocimiento ade-
cuado de su complejidad» (ihid., p. 17), y la segunda sólo es «el falso nombre del^ro-
ceso, o de lo que Marx llama el desarrollo de las formas. Pero, en este punto, nos
encontramos de nuevo en el ámbito del conocimiento, no en el desarrollo de lo con-
creto-real» {ihid., p. 18). El conjunto social es un todo complejo en cuyo seno han
de aislarse —lo cual puede hacerse mientras sean efectivamente autónomos— distintos
ámbitos, que obedecen a su propia estructura. La temporalidad ha de seguir el
mismo camino: el tiempo que rige en cada ámbito le pertenece igualmente, pues
depende de la naturaleza de los signos que circulan en el mismo. El tiempo «gene-
ral», que afecta al conjunto, es fruto del «entrelazamiento de diferentes tiempos»
{ibid, p. 15). Al igual que el todo social resulta del modo en que se articulan los
ámbitos que forman parre de su constitución, el tempo, es decir, la escansión de la
duración que caracteriza a dicho todo, es la resultante de los tiempos particulares de
esos ámbitos. Por tanto, «las relaciones propias de correspondencia, no-correspon-
dencia, articulación, diferencia y torsión que mantienen entre sí, en fiínción de la
estructura global del todo, los diferentes 'niveles' del mismo» {ibid., p. 18) definen,
en última instancia, la existencia temporal, la historia de la sociedad estudiada.
Nos sorprende la hostilidad con la que L. Althusser acoge el planteamiento de
Lévi-Strauss, pues ambos parecen decir lo mismo. Prestemos atención, en primer
lugar, al etnólogo: «En toda sociedad, la comunicación se lleva a cabo al menos en
tres niveles: comunicación de mujeres, comunicación de bienes y servicios, y comu-
nicación de mensajes»; pero sigue existiendo «una diferencia entre estos tres modos
de comunicación [...]: no se encuentran en el mismo nivel. Considerados desde el
punto de vista del grado de comunicación existente en una sociedad dada, los matri-
monios endógenos y el intercambio de mensajes poseen una magnitud distinta,
como sucede más o menos con los movimientos de las grandes moléculas de dos
líquidos viscosos, al atravesar mediante osmosis la pared difícilmente permeable que
las separa, o con los movimientos de los electrones emitidos mediante tubos catódi-
cos. Cuando pasamos del matrimonio al lenguaje, nos desplazamos de una comuni-
cación con un ritmo muy lento a otra con un ritmo muy rápido» (Lévi-Strauss,

174
1953, pp. 326-327). ¿No parecen satisfacer estas frases la exigencia, enunciada por el
marxismo, de que se asignen tiempos distintos a cada uno de los diferentes «niveles»?
Y esta misma idea, que, en opinión del autor se encuentra «en la línea del pensa-
miento de Marx», ¿no se muestra totalmente conforme con el concepto de «todo
social» que reclama Althusser? Veámoslo: «Creemos también que es posible, en últi-
ma instancia y una vez que hemos abstraído los contenidos, caracterizar los distintos
tipos de sociedades mediante leyes de transformación: fórmulas que indican el
número, el poder, el sentido y el orden de las distorsiones que habría que anular, si
puede decirse así, para reencontrar una relación de homología ideal (lógica, no
moral) entre los diferentes niveles estructurados» (1956, p. 366).
La convergencia no es casual: pone de manifiesto, en ambos autores, su deseo
de retirar la hipoteca que la duración parece imponer al conocimiento de las socie-
dades. Por ello, es legítimo plantear a este marxismo la pregunta que anteriormente
hacíamos al estructuralismo: elaborar una teoría sobre las estructuras requiere, sin
duda, una estrategia epistemológica cuyo primer paso consiste en situar su objetivo,
como ideal razonable, fiíera del cambio, en la sincronía; pero, ¿cómo consigue el
todo social producir su teoría (su teoría, no su representación)? ¿Ocurre de igual
modo en todas las sociedades? Por no ir más allá, podría decirse que la ciencia de la
economía, de la historia -en el sentido postulado por Althusser— o de lo que se quie-
ra no es un fenómeno salvaje. Además de las diferencias de ritmo o de escansión que
separan los distintos ámbitos en el seno del conjunto social, ¿no habría que suponer
una cesura de otro tipo que posibilite la objetivación del todo y el análisis de sus dis-
tintos «niveles» en el seno mismo de la sociedad? ¿No tiene esa cesura ninguna rela-
ción con la oposición existente entre lo histórico y lo salvaje, análoga a la existente
entre lo socializado y lo ahistórico? ¿Es indiferente que en algunas sociedades el aná-
lisis sea posible, necesario, y en otras no?, ¿no influye en la distribución de los tiem-
pos y de los niveles? Para que el proyecto de la ciencia histórica tome cuerpo, aun-
que se trate del que Althusser desarrolla después de corregir la ingenuidad del
historicismo, ¿no es preciso determinar un punto de partida en el que se establezca
un Yo —en primer lugar el de dicho proyecto- que lleve a cabo la objetivación de su
universo social y la descomposición de éste en ámbitos jerarquizados?
Este positivismo carece, en resumidas cuentas, de una teoría de la génesis del
conocimiento, de su propia génesis. Aunque Marx pensaba que el oído humano y
la música se engendran mutuamente, no hubiera sonreído si se le hubiera dicho que
el conocimiento del azúcar pudo ser azucarado (Marx, 1884). Lo sensible es el
medio inicial en el que se oponen, aunque pueden llegar a confluir, el que siente y
lo sentido. No ha de olvidarse, como dice Merleau-Ponty, que «yo, cuando miro,
soy también visible», lo cual no es fruto, en modo alguno, de una ilusión o de una
ideología empirista, cuya posibilidad, por otra parte, debería ser fundamentada. No
hay conocimiento, siquiera conceptual, ni ideología, aunque sea empirista, que no
estén arraigados en esa relación íntima originaria, en esa especie de reversibilidad
que hace decir al pintor que su cuadro le observa y que permite a la mano «aunar»
en sí misma al que toca y lo tangible. No hay ciencia «natural» que, mediante lo que
llamamos «verificación», no vaya a pedir al menos el nihil obstat a esta «carne» del
mundo. Si no fuese por «este no-saber del comienzo [...], que no es moco de pavo,
[...] del que también hay que dar cuenta (Merleau-Ponty, 1964, p. 74), ¿cómo sa-

175
bríamos, antes de «producir un concepto», de qué hay que producirlo? No nos atre-
vemos a hacer referencia al Meinen de Hegel, pues no es atendido por L. Althusser;
pero no es casual que Kant, cuya sobriedad en lo tocante a la dialéctica y cuya repu-
tación intelectualista deberían dispensarle una mejor acogida, escribiera la Analíti-
ca de los principios después de la de los conceptos. Trataba de asegurarse, una vez
establecidas las condiciones de posibilidad de la experiencia en general, de que éstas
fuesen, a su vez, condiciones de posibilidad de los objetos, es decir, de que el obje-
to sensible, por ejemplo, al ser intuido como un agregado, como una suma de par-
tes, incluyera la extensión en su intuición, y pudiera, de ese modo, tener cabida en
la forma «espacio» y ser visto en el mismo, pues él era ya constitutivamente espacial
(axiomas de la intuición) (Kant, 1781-1787).
Pero, cuando se trata de la historia, no nos preguntamos por una génesis de este
tipo. Los filósofos creen que pueden pasar del Meinen al Wissen sin mayor problema,
como si el tiempo fuese sólo un concepto, como si estar en la historia fuera lo mismo
que estar en el mundo o como si la dialéctica de la Erfahrung pudiera confundirse
con la de la historia. La taxonomía salvaje de la que nos habla Lévi-Strauss pone de
manifiesto que el sistema de clasificación puede permanecer oculto en lo sensible,
que la categoría no tiene por qué disociarse necesariamente de su objeto —el cultivo
de la naturaleza—, sin que haya que negar por eso el título de hombres a sus autores
y a los que hacen uso de ella. El divorcio existente entre el mensaje y el contexto, que
permite a Althusser hablar del conocimiento histórico, es un rasgo lingüístico que
sólo pertenece a las sociedades históricas. Para nosotros, lo más importante es el
motivo de dicha separación. En este sentido, el conocimiento de la historia es nttccho
más histórico que azucarado es el conocimiento del azúcar, pues el azúcaí no conlle-
va «espontáneamente» su concepto. La posibilidad de éste último, como sucede con
el concepto de historia y con el concepto en general, requiere que se oponga a lo dado,
y hay que suponer, si no se quiere caer en un cientificismo vulgar, la formación de una
experiencia que conlleve esta oposición, es decir, la formación de una posición del
hombre en el orden social que permita que aquél pueda tener un punto de vista pro-
pio sobre dicho ámbito y que conlleve un desarrollo existencial que preceda y funde
el repliegue mediante el conocimiento, a saber, lo que llamamos historicidad.
Incluso cuando se aplica la idea de «tiempo homogéneo» o de «todo social de
carácter expresivo» a las sociedades que mejor se prestan a ello, aquéllas en las que
la vida se regida mediante el símbolo y en las que la cultura es una especie de obra
de arte, el etnólogo nos pide que seamos prudentes: el «orden de órdenes» que se
supone que rige en esas sociedades es siempre imperfecto. Se trata de una idea cien-
tífica, no del Volksgeist sustancial que desea el filósofo. Cuando se trata de socieda-
des históricas, en las que, en principio, la autonomía de los ámbitos se encuentra
mucho más enfatizada o se hace hincapié en ella de un modo distinto, lo más
importante es criticar la representación de la temporalidad y del orden social. Se
trata de un problema de corrección epistemológica. Pero el marxismo no puede
contentarse con este buen uso de las categorías: ha de interesarse y tratar de saber
de dónde vienen, a dónde van y qué relación guardan con la crítica práctica, con
ese «pensamiento que busca la realidad». ¿De dónde surgiría esta búsqueda, es decir,
el espíritu contestatario o comprensivo si no se viera ignorancia, opacidad y mise-
ria en la realidad? Con el concepto ahistórico de historia que propone Althusser, la

176
ciencia pretende librarse del tiempo, objetivarlo una vez que lo ha analizado; pero
se priva con ello de lo que la constituye: la crisis que existe en la realidad y que da
lugar a la historia.
Sucede lo mismo con el desdoblamiento historicista o doctrina de las ideologías
que con el cientificista o doctrina de la teoría: si se emplea en cualquier lugar, si se
le deja todo el espacio, no se comprende nada. No podemos reunir aquí todos los
textos en los que Marx, por el contrario, parece intentar localizar el desdoblamien-
to; dichos textos son numerosos, pero se encuentran dispersos, y su estudio no es
fácil porque introducen la Entzweíungen planos diferentes: disociación entre el indi-
viduo social y la persona; división entre la actividad manual y la intelectual; polari-
zación de la praxis alrededor del trabajo y del capital; división del sentido del pro-
ducto en valor de uso y valor de cambio; escisión del trabajo en labor concreta y
tiempo de trabajo social medio. El tema, una vez que se insinúa, comienza a formar
parte del núcleo de la reflexión. Permítasenos citar un pasaje de la Ideología alemana
en el que la desnaturalización característica de la historicidad es contrapuesta, de un
modo muy detallado, a la naturalidad de la vida primitiva:
«Aquí se encuentra [...] la diferencia entre los instrumentos de producción que
han aparecido por sí solos {naturwüchsige Produktioninstrumenten) y los que ha
creado la civilización. El campo (el agua, etc.) puede considerarse un instrumento de
producción natural {naturwüchsiges).
En el primer caso, con el instrumento de producción natural, los individuos
están inmersos en la naturaleza {unter die Natur subsumieri); en el segundo, en el pro-
ducto del trabajo.
En el primer caso, la propiedad (la propiedad rural) se presenta como domina-
ción inmediata, natural {naturwüchsige); en el segundo, como dominación del tra-
bajo, especialmente del trabajo acumulado, es decir, del capital.
El primer caso supone que los individuos se pertenecen los unos a los otros
{zusammengehoren) merced a un vínculo, sea éste el que sea (familia, raza, la propia
tierra, etc.); el segundo, que son independientes entre sí y que sólo se mantienen uni-
dos merced al intercambio.
En el primer caso, el intercambio es, principalmente, un intercambio entre los
hombres y la naturaleza, una transacción en la que el trabajo de unos se cambia por
los productos de los demás; en el segundo caso, predomina el intercambio de los
hombres entre sí.
En el primer caso, el entendimiento humano medio es competente {reicht hin)
y la actividad física y la intelectual todavía no se han separado por completo; en el
segundo caso, la división (Teilun¿) entre trabajo intelectual y trabajo físico se encuen-
tra prácticamente consumada.
En el primer caso, la dominación del no-propietario por parte del que sí lo es
puede descansar en relaciones personales, en una especie de ser o esencia comunes
{Gemeinwesen); en el segundo, debe adoptar la forma neutra de una cosa, una forma
cosificada {eine dingliche Gestalíj en un tercero: el dinero.
En el primer caso, existe una pequeña industria, pero se encuentra subordinada
al uso del instrumento natural de producción y, por ello, no conlleva el reparto del
trabajo entre diferentes individuos; en el segundo caso, la industria sólo existe en y
por la división del trabajo» (Marx, 1845).

177
Marx opone aquí la sociedad precapitalista, como organización «natural», a la
sociedad capitalista, como organización desnaturalizada. Define siete posiciones (que
hemos dividido en varios apartados). Parecen compartir tres rasgos distintivos: el
vínculo social (especialmente en las oposiciones tercera y cuarta), la dominación
(oposiciones segunda y sexta) y el trabajo (oposiciones primera y séptima, y de modo
accesorio la quinta). En la sociedad precapitalista, cuyos medios de producción son
«naturales», el vínculo social, el trabajo e incluso la dominación son igualmente
«naturales». ¿Qué quiere decir «natural»?
Hay que decir dos cosas sobre el vínculo social: a) toma de la naturaleza uno o
varios de sus modos característicos de vinculación (genético, geográfico); b) la acti-
vidad consiste principalmente en un intercambio del hombre con el mundo exterior.
El primer sentido nos remite a la idea de orden social de tipo sustancial, que hemos
introducido precedentemente; el segundo coincide con el tema central del estudio
que J. P. Vernant ha dedicado a las categorías de «Trabajo y naturaleza en la antigua
Grecia» (Vernant, 1955). Para los griegos, el trabajo nunca llegó a convertirse en un
concepto. La actividad técnica, e incluso la artesanal, no se concebía como la trans-
formación de la materia por parte de una inteligencia que crease la forma y el medio
de producirla, sino que era considerada, directa o indirectamente, un momento de
la vasta corriente de intercambios en que consiste la physis. No existe una diferencia
sustancial entre los cuidados que el jardinero da al rosal y la flor que el rosal da al jar-
dinero. De la agricultura al comercio, a la hora de hablar de la actividad no se emplea
una única categoría, el trabajo, como ocurre en nuestro caso, sino que se divide en
«formas dialectizadas» entre los polos opuestos de la natiu-aleza y de la convención.
Vernant elabora un cuadro de dichas formas (p. 217); se podría comentar incluso el
esfuerzo del pensamiento griego para mantener el trabajo en la esfera de la naturale-
za, ordenando esas formas en una «estructura de mediación», comparable a la que
Lévi-Strauss (1955 b, p. 248) describe a propósito del personaje del trickster en los
mitos norteamericanos, que sería exclusivamente sincrónica:

Par inicial Primera tríada Segunda tríada


Naturaleza Agricultura Arboricultura
Artesonado Labranza+Ganadería
Convención Comercio ?

El signo de interrogación de la tercera columna es comentado por Vernant del


siguiente modo: «Entre la Physis y el Nomos no puede realizarse una obra que, a pesar
de ser completamente real, pueda resultar, a su vez, puramente humana» {ihid., p. 215).
El espacio en blanco del cuadro traduce en términos estructurales el rechazo o la inca-
pacidad de la técnica estatutaria para dar cabida a un tipo contractual de actividad eco-
nómica; incapacidad o rechazo que constituyen el motor de la represión crematística.
La «dominación natural» de la que habla Marx (oposiciones segunda y sexta del
texto extraído de La ideología alemana} conlleva el mismo doble sentido: por una
parte, nos encontramos con la representación natural de la dominación, que tiene su
razón de ser en una especie de sustancia, cosa pública o esencia común que define al
señor, no como un individuo social que dispone de un poder que puede rebatirse,
sino como el representante de una autoridad jerárquica cósmicamente fiíndada; por

178
otra, va unida al carácter, no artificial, sino dado, de la materia del medio de domi-
nación. Obtendríamos sentidos similares si analizásemos las oposiciones primera y
séptima, que se refieren al «trabajo natural». Se puede decir que es natural todo aque-
llo que esconde un orden más «antiguo» que el hombre, pero con el que éste puede
estar en armonía, pues es común a las cosas y a los hombres. Por ello, en el orden
social salvaje, el hombre está en el mundo y pertenece al mismo.
La desnaturalización de la sociedad consiste en que se ha perdido la referencia
al cosmos: el orden social ya no puede ser entendido como algo dado, sino como una
institución. Ya no es objeto de un acto poiético, fijndacional, sino de una delibera-
ción, de un debate. La autoridad cede su lugar al poder, que ha de defenderse, pues
el principio en el que descansa es susceptible de ser discutido. El lenguaje ofensivo o
defensivo, el lenguaje de la crítica y de la razón, se convierte en el órgano más impor-
tante de la actividad social. La posición de los individuos no viene determinada por
un orden previo, sino por el combate. La escisión entre el individuo como persona
y el individuo como miembro de una clase, nociones que desconoce el salvaje, pues
su ser consiste en el lugar que ocupa en la sociedad, requiere que el juego competi-
tivo sea la norma que rige en la comunidad, que el azar y la suerte formen parte de
la experiencia social. Otros ejemplos de dicha objetivación son los siguientes: la iden-
tidad social deja de coincidir con la institución, la sociedad puede «contemplarse» a
sí misma.
La consecuencia resultante de la relación existente entre la desnaturalización y
la teleología - o , más exactamente, la ekstática temporal- es fácilmente comprensible.
Cuando la institución pierde su garantía cosmológica, lo distinto a ella comienza a
esbozarse detrás suyo, puede ser substituida por otra, su significado ya no puede con-
centrarse y ser encarnado por un mito sobre el origen, y tampoco puede verificarse
mediante esa experiencia concreta que tiene todo autóctono y que le permite pasar
«naturalmente» de un signo a otro conforme a las reglas de traducción y de circula-
ción de los signos, y, en última instancia, conforme al orden del conjunto. El hom-
bre histórico es, por el contrario, alguien para quien la pregunta «¿qué quiere decir
esto?» se plantea al usar un signo. Este admite traducciones equívocas, pues el con-
junto de los canales no constituye un sistema cerrado. El signo anuncia indudable-
mente «otra cosa» —en eso consiste su esencia-, pero la cualidad de ese «otro» se
encuentra en las antípodas de lo que es una economía estricta del símbolo, que
garantiza su traducibilidad.
El doble sentido salvaje no es igual al histórico. Si se los confunde, no podre-
mos distinguir entre el chamán y el filósofo. En ambos casos, existe una capacidad
de significar, a saber, la capacidad simbólica, como remisión a algo otro, dehiscencia
e intencionalidad. Pero, para el salvaje, dicha capacidad se encuentra regulada e ins-
crita en una economía que no permite modificar las equivalencias o las transforma-
ciones: el sentido de un signo es otro u otros signos, mientras que, para el hombre
histórico, el doble sentido es, más bien, el sentido del doble, pues la dimensión pura
de la alteridad se abre más allá de la mismidad, sin designar como su significado a
algún otro que podría substituirlo perfectamente. La pura alteridad puede verse a sí
misma, precisamente, porque la negatividad de lo semántico permanece abierta, por-
que no es colmada, en la sintaxis, por la asignación de un término equivalente. Por
ello, el deseo puede cobrar conciencia de sí en el plano de la totalidad social (por

179
supuesto, hemos ignorado, debido a las premisas de las que parte nuestra argumen-
tación, la constitución de la historia en el plano del individuo), en la medida en que
no puede agotarse o saciarse en otro signo y, menos aún, quedarse en el mismo, sino
que permanece arrojado, en su trascendencia inmóvil, como una antena hacia otros
lugares que sólo son, en principio, captados como el reverso del aquí. Encontramos
un primer ejemplo definitivo de esa especie de nomadismo en el tema socrático de
la no-sabiduría: «saber que no se sabe nada» define claramente la posición de un con-
junto de signos que carecen de garantía. Cuando Alcibíades ofrece a Sócrates cam-
biar belleza por sabiduría, éste último se declara incompetente: «Guárdate de hacer-
te ilusiones conmigo. No sé nada» (Platón, Banquete). La traducción no es segura, el
cambio es un riesgo y la contraprestación por lo dado puede quedar en suspenso.
Hay que reservar el término «desdoblamiento» para el sentido del doble, pues
es cierto, como dice P. Ricceur, que el símbolo consiste en un doble sentido, pero
no puede serlo para sí si su otro o sus otros sentidos son asignados mediante una
economía exacta. El para sí del doble sentido requiere el nomadismo de lo sustitui-
ble. El sentido del doble es ya filosofía, Entzweiung que no depende sólo de la dua-
lidad que existe en el símbolo. Esa dualidad constituye una unidad si la sustitución
de un sentido por otro está regulada. Sólo podemos separar ambos términos
mediante una especie de reflexión, similar al modo en que la crítica gestáltica nos
invita a disgregar el todo en elementos y nos hace ver lo que antes de ella era invi-
sible. La £'«/zí¿'«««^depende de que el otro sentido «juegue» o «dé juego» con res-
pecto a lo mismo, de que el significado y el significante se deslicen uno sobre otro,
de que el código se deje ver.
Ahora bien, la teleología es el corolario de este sentido del doble, pues si lo otro
del signo no es mencionado por él, el signo actual —presente y en acto- no tiene asig-
nado su sentido, éste sólo es asignable y la dimensión de la búsqueda del sentido se le
presenta como una posibilidad abierta. El sentido del doble consiste en la designifica-
ción, necesariamente provisional, de lo acmal, en la desvalorización del presente o,
mejor dicho, en la suspensión de su sentido. Este sentido de lo actual depende de lo
que vendrá y el presente sólo podrá salvarse del sinsentido acogiendo lo que advenga:
Dios —dice Bultmann, al hablar del judaismo primitivo— es el que siempre adviene
(Bultmann, 1949, pp. 17-20); «la historiografía israelita no se interesaba por el cono-
cimiento científico del desarrollo de la historia ni de sus fiíerzas inmanentes, sino por
la relación establecida entre los acontecimientos históricos y el fin de la historia» {ibid.,
p. 19). Sin embargo, esa relación, precisamente, no se «establece», lo que sería un modo
de colmar de una vez por todas el vacío de sentido que ahonda lo acmal: la alianza de
Dios y de la nación «siempre es precaria», posee continuamente para ésta úlrima «un
carácter futuro», pues «lo que Dios realizó en el pasado no se convierte en un objeto
que pueda poseerse con seguridad» {ibid,, pp. 33 y 35). Los judíos sitúan el sentido en
el extremo de los actos porque éste se encuentra escondido en lo actual: la teleología va
unida a la Entzweiung que separa el signo del sentido. Pero, al mismo tiempo, este
signo que carece de sentido puede presentarse como un signo, debido a que no tiene
im garante, inevitable en la vida salvaje, que lastraba la relación de significación con el
peso de la naturalidad. La vida histórica, por el contrario, comienza con la evanescen-
cia del significado, con su contingencia y, al mismo tiempo, con la necesidad de que
dicho significado consista en un vínculo universal.

180
Vemos la correlación que existe con la interpretación lingüística: existe un esta-
do salvaje de la estructura que se caracteriza por el encauzamiento del símbolo, una
lengua casi absoluta, sin referente, y una poesía autosuficiente. La historicidad, por
el contrario, conlleva la equivocidad del símbolo, la biisqueda del referente median-
te el discurso y la prosa del conocimiento. El estructuralismo es válido para la socie-
dad ahistórica (ha de serlo también, pero es un problema que no podemos abordar
aquí, para lo que hay de ahistórico en el seno de la sociedad histórica) porque esta
sociedad, al no desdoblarse, no se critica, no concibe su modo de ser como un moti-
vo de reflexión y de saber, no se busca a sí misma y no conoce el origen y la meta de
su devenir. Sencillamente, en un momento determinado, tuvo lugar el desdobla-
miento de la sociedad, el comienzo de la historia.
La historicidad no es sólo la posibilidad trascendental del acontecimiento, sino
que ella misma es ya un acontecimiento. Existe un nacimiento de la historicidad en
la historia. La historia anterior y la posterior, sin duda, son tan diferentes que uno se
pregunta si se les puede llamar a ambas del mismo modo. La historia anterior a la
historicidad sólo puede descubrirse una vez que la inquietud del sentido y la apertu-
ra ekstática de la temporalidad, regresando a lo que precedió a su advenimiento, a la
vida salvaje, la entiendan según su propio modo de captar el tiempo y su orden
social, y la sitúen en esa especie de historia que, más o menos, ocultan la prehistoria
y la protohistoria, cuyo rasgo distintivo consiste en que el devenir no existe para sí.
Por el contrario, la historia posterior a la historicidad no es «posterior» a ella en el
sentido del tiempo natural, sino contemporánea, en la medida en que la disposición
ekstática del tiempo se encuentra presente en ella omnitemporalmente.
El problema del origen de la historia plantea serias dificultades. Es cierto, por un
lado, como dicen la fenomenología y la hermenéutica, que su origen es la historici-
dad, en tanto que disposición trascendental y, en principio, intemporal, aunque sólo
pueda comprenderse en el tiempo; pero, por otro lado, hay que atender a la exigen-
cia genética, positiva, que plantea lisa y llanamente la pregunta «¿por qué o, al menos,
cómo se ha producido la historicidad?». Esta pregunta sólo podría rechazarse si acep-
táramos un estatuto exclusivamente trascendental de la historicidad. En efecto, no es
difícil, repitámoslo, mostrar que la pregunta «¿por qué?», en general, al inocular sin-
sentido en el significante, sólo es posible a partir de la historicidad y en su seno, que
es sentido del doble y descubrimiento del sinsentido. Si la historicidad fuera seme-
jante a la temporalidad, el problema de su origen positivo carecería de sentido.
Pero la historicidad no consiste en esa forma universal. La interpretación de
carácter trascendentalista tropieza con un dato que nos ofrece la experiencia, a saber,
con la existencia de un modo de experimentar la temporalidad y el orden social que
no es histórico, sino humano; tropieza con el hecho comprobado de que el temor
ahistórico al otro y al tiempo ha precedido, en algunas regiones occidentales, a la his-
toria; y tropieza, asimismo, con su propia esencia historicista que requiere que todo
objeto tenga, incluso ella misma, un comienzo y que se oponga específicamente a lo
que se diferencia radicalmente de él: oposición preliminar, umbral «antes» del cual el
objeto no existe y «después» del cual comienza a existir. Lo que se diferencia radical-
mente de la historicidad es, precisamente, el orden social sustancial, «natural». No es
posible que haya habido un «antes» del tiempo; pero lo razonable es que la historici-
dad, que se encuentra en el tiempo, se considere también a sí misma parte del mismo,

181
es decir, un acontecimiento, j reconozca que le afecta igualmente la regla del tiem-
po, que consiste en aparecer y desaparecer: ha de pensar el problema del origen, no
conforme al concepto de arché como acto instantáneo y omnitemporal, sino como
un primer salto que rompe con lo que le precedía y surge de ello, como un grito sur-
gido del silencio: a-contecimiento.
Existe una fuerte homología entre la relación del arché con el tiempo y la que
éste entabla con el mito del origen; ¿no escribía E. Fink (1933), con la aprobación
de Husserl, que la fenomenología se plantea, en efecto, el problema del origen del
mundo que las religiones tratan de resolver y que el mito fundador de las sociedades
exóticas dramatiza? Si desciframos el drama, veremos que no se trata sólo de un
comienzo imaginario que tuvo lugar en otro tiempo, sino también de un origen
siempre presente y real, en la medida en que conlleva la estructura fundamental que
ordena los discursos y las acciones. Al comprenderse el mito como la imagen abre-
viada de todo el código lingüístico que emplea habitualmente la sociedad, las accio-
nes y los discursos propiamente dichos se asemejan al «habla» cuando se reactiva su
significante; esta noción de reactivación se encuentra en el seno de la reflexión hus-
serliana sobre la historia (Husserl, 1939). Ese acercamiento quizás permitiría com-
prender que el Ursprung husserliano se conciba como posibilidad de recomenzar
siempre el acto ílindador del sentido mediante la historia y que la atención del feno-
menólogo esté dirigida más a lo que perdura que a lo que decae o se desarrolla. Nada
es menos histórico que la pura actualización del sentido, pues incluso cuando con-
siste en una reactualización, la forma de pasividad que indica el prefijo «re-» impide
que dicha reanudación surja y encuentre su razón de ser o su fuerza de verdad en otro
lugar que no sea el intuitus actual de una evidencia hasta entonces adormecida. No
queremos decir que esta dimensión del presente perpetuo no se encuentre en la his-
toricidad; hemos mostrado incluso que su precipitación en la forma del Yo era su
rasgo distintivo, y éste es, sin duda, el límite que hay que imponer a nuestra compa-
ración del mito con el arché. éste no es incompatible con la historicidad, el «presen-
te vivo» o el «al mismo tiempo». Fluye (Tran DucThao, 1951, pp- 139-144), mien-
tras que el relato mítico obstaculiza el devenir; ello se debe a que el arché del
fenomenólogo sólo es el punto de una instancia, la forma vacía, aún por llenar, del
Yo, mientras que el mito articula un sentido, impone a todo «discurso» pronuncia-
do bajo su autoridad un contenido concreto. Pero, salvo esa corrección, la génesis de
la que habla el filósofo puede ser situada junto a la del salvaje: se trata de una ope-
ración que pone el acento en la esfera «metafórica». La historicidad necesita una
génesis «metonímica», que no ignore el modo en que se suceden los acontecimien-
tos para acabar formando una sucesión.
Así pues, el origen de la historicidad es un problema doblemente histórico, en
la medida en que presupone la historicidad que lo fundamenta y, al mismo tiempo,
se pregunta por la aparición, por el acontecimiento en que consiste la historicidad
como fundamento. El círculo fenomenológico consiste en decir: la historia depende
de la historicidad, pues es su a priori, y la historicidad sólo puede presentarse como
un acontecimiento en la historia. Con ese círculo, lo que se quiere decir es que la his-
toria-objeto es fruto de una historicidad-sujeto, pero que ésta última también nació
un día de la primera. La historicidad se encuentra alejada de nuestra naturaleza e
incluso de nuestra condición, y, por ello, no es natural, para nosotros, ser históricos:

182
la historicidad, como desnaturalización, incluye en sí misma la naturalidad como ese
horizonte del que proviene y del que, al mismo tiempo, carece. Quizás sea vano pre-
guntarse qué es naturaleza; pero es legítimo, sin embargo, buscar por qué nos hemos
convertido en «seres en continuo devenir».
Este es, a nuestro juicio, el sentido de la crítica que Marx hace al idealismo hege-
liano: muy similar a la que convendría hacer al idealismo hermenéutico. Ambas filo-
sofías tienen el mismo origen: lo que, para la hermenéutica, es el símbolo es, a su vez,
para Hegel, el espíritu en su inmediatez; la reflexión de una es el concepto del otro,
que es, al mismo tiempo, temporalidad y determinación; la tradición es la inmanen-
cia de todo el pasado en el presente; la interpretación es el surgimiento nuevo de una
nueva figura sobre la capa sedimentada de las figuras anteriores. Paralelismo no quie-
re decir identidad. El círculo hegeliano es el cierre del sistema de la historia; la her-
menéutica constituye también un círculo, pero siempre instantáneo, crítico, no meta-
físico: no es la historia la que es circular, sino la historicidad; la realidad no se cierra
como una enciclopedia, sino que permanece abierta como un drama. Se trata una vez
más de Hegel, pero sin su logicismo, es decir, de lo judío sin lo griego. Podría plantear-
se la objeción de que los salvajes no «hablan» más sobre su existencia en la lengua de
Moisés que en la de Parménides o Heráclito. De esa crítica no se deduce una retirada
hipócrita hacia la historiografía positivista. Si el texto que, entre otros, hemos citado
admite esta lectura, pone de manifiesto la presencia, al menos esquemática, como un
conjunto de conceptos operativos, de un grupo de problemas que Marx llama histo-
ricidad. Pero sí se pregunta cuál es la respuesta que la obra da al problema del comien-
zo de la historia, tendremos que admitir que no se encuentra elaborada.

VI. EL UMBRAL

Si consideramos en su conjunto el pasaje citado de La ideología alemana, obser-


varemos, sin embargo, que da una respuesta carente de ambigüedad al problema de
la naturaleza del umbral: la desnaturalización, es decir, la historicidad, es fruto del
desarrollo de los medios de producción, pero de un desarrollo tal que la dominación
se presenta como obra del propio hombre, y no como principio jerárquico inma-
nente al orden del mundo. En la terminología de este lector de economistas, el esta-
do desarrollado de las fuerzas de producción se llama Capital. El sentido del pasaje
es claro: la historia comienza con el capitalismo. Podemos encontrar una confirma-
ción de este punto de vista en diferentes escritos de Marx y de Engels. Nos referimos,
por ejemplo, a los que Lévi-Strauss cita al responder a Rodinson y a Revel cuando
fundamenta en términos marxistas la legitimidad de un método de estudio de la
sociedad salvaje que, a pesar de ello, no consista en un «materialismo histórico»
(Lévi-Strauss, 1956, pp. 366-375).
Sin embargo, no es posible hacer coincidir el nacimiento de la historicidad con
el del capitalismo: supondría aceptar la primacía universal de la dinámica económi-
ca, que, al menos en nuestro texto, parece desempeñar la función de motor último,
mientras que los análisis precedentes nos obligan a limitar el terreno en el que esta
dinámica tiene lugar a las sociedades desarrolladas. Las fuerzas de producción no cre-
cen naturalmente. Éste es el sentido explícito del texto: cuando los medios de pro-

183
ducción «crecen» por sí solos pertenecen a una sociedad «natural». Desde ese
momento, ya no se puede llamar la atención sobre el desarrollo de esos medios a
la hora de explicar la desnaturalización del organismo social, como sugiere el sen-
tido latente del texto. La acción del desarrollo es, específicamente, capitalista.
Marx y Engels contraponen, en las célebres páginas del Manifiesto, «la burguesía
[que] no puede existir sin revolucionar constantemente los instrumentos de pro-
ducción, las condiciones de producción y, en consecuencia, el conjunto de las rela-
ciones sociales» al «mantenimiento inmutable {unveranderi) del antiguo modo de
producción, [que] era, por el contrario, para todas las clases industriales anterio-
res, la condición principal de su existencia» (Marx y Engels, 1848). El capitalismo
convierte el crecimiento de las fuerzas de producción en la regla que rige su desa-
rrollo y, por así decirlo, en su obsesión. Por ello, no puede recurrirse a esa regla
para explicar su surgimiento, pues sería necesario que el capitalismo se precediera
a sí mismo, que la Veründerungo^^ le caracteriza fuera, a su vez, anterior a su desa-
rrollo. Ciertamente, fue necesario que existiera una acumulación previa de rique-
zas para que una «voluntad» de crecimiento se apoderara de ella y la sociedad
corriera el riesgo que supone la reproducción a gran escala. Fue necesario, asimis-
mo, que la forma monetaria se desarrollara ampliamente para que la multiplicidad
de los valores encontrase en ella una expresión uniforme, y la posibilidad de una
traducción y de un intercambio generalizados; o era preciso que la fuerza de tra-
bajo fuese «libre», etc. Pero estas condiciones, en realidad, no lo son; el capitalis-
mo las crea tanto como es creado por ellas. Son rasgos diferenciales, no causas. Al
respecto, la historiografía ofrece un abundante material a la imaginación, y pre-
senta «casos» extremos —Roma en el primer siglo de nuestra era o Bagdad en el
s. IX— en los que estas «condiciones» se cumplían, pero en los que, al no haber sido
captadas o reunidas en el marco de un «espíritu común», no fueron empleadas sino
dilapidadas, provocando, de ese modo, la recaída de toda la sociedad en una espe-
cie de despotismo oriental.
Acabamos de emplear el término weberiano «espíritu». Un breve examen de este
concepto ha de permitirnos elaborar aún más el problema del umbral. En La ética
protestante y el espíritu del capitalismo, Weber aborda este problema cuando se pre-
gunta por la aparición del nuevo capitalismo. Weber introduce, en efecto, la idea de
«espíritu del capitalismo» para dar cuenta del «problema central de la expansión del
capitalismo moderno» (Weber, 1905), que «no es el del origen del capital, sino el del
desarrollo del espíritu del capitalismo». Resulta sorprendente observar que la proble-
mática del umbral conduce al sociólogo a emplear una pareja de términos opuestos:
«antes» y «después» del capitalismo moderno. De ese modo, contrapone el empresa-
rio «moderno» al capitalista «tradicional» que, al menos en un aspecto, se asemeja a
las «clases industriales» precapitalistas de Marx y de Engels, pues parece estar obse-
sionado con el «mantenimiento inmutable» de su modo de producción - a pesar de
ser ya capitalista-. Así pues, existía el capital, pero todavía no existía su espíritu. O,
mejor dicho, existía, por un lado, un estado económico determinado y, por otro, un
estado relativo al espíritu, y ambos estaban experimentando un cambio, pues con el
espíritu ocurre lo mismo que con la economía: Weber confronta el ascetismo del
joven empresario, el «espíritu posterior», con las más rígidas formas del ascetismo
cristiano que lo anticipan.

184
Así pues, el sistema de oposición diacrónica que Weber emplea se desarrolla en
dos planos, la tradición cristiana y la acumulación de capital. Debemos poner de
relieve que el cristianismo en su orden y el capitalismo en el suyo se encuentran vin-
culados de nacimiento a la historicidad: no sólo ambos suponen una sedimentación
consciente de lo adquirido -los textos sagrados y su interpretación o las riquezas acu-
muladas y su reinversión-, sino que, principalmente el primero, heredero del ju-
daismo y del paulinismo, sobre todo la corriente reformada, concibe a Dios como lo
que está por llegar y a la virtud como la espera de ese acontecimiento liberador. El
segundo, por su parte, combina, en su esencia y en su génesis real, la aceptación del
riesgo y la búsqueda del interés, que pertenecen a un orden de relaciones sociales que
puede llamarse agonístico y que contiene también, aunque de un modo diferente, el
germen de la historicidad. Lo que Weber describe es la coalescencia de estas dos for-
mas de historicidad y el surgimiento de ésta como capitalismo moderno. El ascetis-
mo protestante se desarrolla en sentido propio al encontrar en el nuevo empresario
un lugar privilegiado. Deja de ser un espíritu sin cuerpo, una intención historicista,
y se convierte en una acción historicista que, al impulsar el trabajo, va a motivar en
la práctica que el orden social sufra una remodelación incesante. El capitalismo, por
su parte, al apropiarse de la ética del ascetismo y de la doctrina de la gracia que va
unida a las buenas obras, se libera de la resistencia a lo crematístico con la que se
había enfrentado desde su nacimiento en la Europa católica, y selecciona en el seno
del cristianismo lo que puede promover su legitimación.
Evidentemente, el problema del umbral requiere, en este punto, el estableci-
miento de una combinación entre, por una parte, la distribución horizontal de la rea-
lidad social en estratos (actividad económica, actividad reflexiva, actividad ética, etc.)
que obedecen o se supone que obedecen a una lógica y a una dinámica propias, y, por
otra, una nomenclatura que sitúe a cada lado del umbral estudiado los fenómenos que
pertenecen tanto a uno como a otro estrato, de modo que formen una clase «previa»
al umbral y otra «posterior» al mismo. El orden definido por el eje horizontal y el ver-
tical se relacionan entre sí de un modo concreto que ya conocemos.
El umbral es, exactamente, el punto en el que, no sólo ambos estratos se encuen-
tran, lo cual sigue formando parte de la tyche, sino en el que se combinan y se inte-
gran, formando una totalidad nueva. Esa totalidad, recíprocamente, permite distin-
guir el después del antes, así como la posición de los estratos en ambos casos. La
distribución vertical, la de la génesis temporal, se encuentra subordinada a la estrati-
ficación horizontal: es necesario que distintos estratos de la realidad social sean pues-
tos en contacto y se combinen entre sí para que sea posible distinguir entre un perío-
do y otro, es decir, es preciso que el capitalismo moderno exista para que se distinga
del capitalismo tradicional, y dicha existencia es fruto de cierta disposición de los
estratos, de la posición que ocupan unos respecto a otros. Si nos atenemos a esta lec-
tura, obtenemos una teoría realista respecto al substrato social e idealista, respecto a
la sucesión temporal. Pero se le puede dar fácilmente la vuelta: la propia estratifica-
ción horizontal se subordina a la distribución temporal. Weber comienza conside-
rando todo el capitalismo moderno, lo descompone y, entonces, intenta determinar
la preexistencia de componentes aislados en el estado anterior de la sociedad. De ese
modo, los estratos son el resultado epistemológico de un deseo de comprender y de
comprenderse que es específicamente historicista, es decir, que concibe el aconteci-

185
miento —en este caso, la aparición del joven patrón— como advenimiento. Evidente-
mente, esta especie de matriz cumple las propiedades generales del círculo: en el
esquema, la noción de umbral está atravesada por una irreversibilidad reversible.
Tratemos de precisar el lugar teórico en el que descansa el umbral que busca-
mos, el de la historicidad, confrontándolo con el umbral que interesaba a Weber.
Podríamos resumir lo que acabamos de decir afirmando que Weber entiende explí-
citamente la génesis como totalización. Sin embargo, esta liltima noción no debe
prestarse a confusión. No designa la integración de un elemento característico de la
civilización en una totalidad estable. Las sociedades ahistóricas nos ofi-ecen muchos
ejemplos de una integración de este tipo, y podemos comprenderla como la trans-
formación de lo que, en principio, es un acontecimiento en un signo del sistema
social. La intelección de esta operación no precisa que recurramos a la historicidad,
y satisface completamente el discontinuismo metodológico característico del pensa-
miento de lo idéntico, definido por el principio del todo o nada. Todos los procesos
de aculturación que se refieren a lo que Mauss llamaba hechos civilizatorios han de
poder ser comprendidos de ese modo. Se trata de la misma lógica que hemos visto
implicada en la representación que Lévi-Strauss propone de la historia.
La totalización subyacente al estudio de Weber participa de una perspectiva
diferente: el ascetismo no es un acontecimiento que se introduzca en el sistema capi-
talista, y éste tampoco es un elemento externo que asimile el protestantismo. En este
caso, no podemos emplear las nociones de sistema cerrado y de acontecimiento
bruto. Ello se debe a que no nos encontramos con un conjunto dotado de un prin-
cipio de integración y a que no existen desafíos, externos a dicho conjunto, a los que
haya que hacer frente. Por el contrario, nos encontramos con un organismo social
abierto: desarticulado, pues podemos distinguir en él estratos cuya naturaleza res-
pectiva es autónoma, y en movimiento, pues cada uno de dichos estratos evoluciona
continuamente. Así pues, el nacimiento del capitalismo moderno no consiste en la
integración de un elemento en un sistema preestablecido, una especie de bricolage,
sino en el establecimiento de un sistema a partir de la integración de diversos sub-
sistemas. Esa diferencia requiere la historicidad de unos subsistemas que han de
soportar alteraciones proñindas en dicha operación sin perder su identidad, la de la
propia totalización, que no se somete al principio del todo o nada, sino que está regi-
da por un «proyecto». La totalización es, en este punto, la génesis de una estructura
considerada desde la estructura que, a su vez, se plantea el problema de su génesis.
Pero sucede de este modo porque el sistema se encontraba lo suficientemente estra-
tificado o desdoblado como para que su unidad fuera problemática y la totalización
pudiera resultar una solución. Y, de hecho, dentro de una misma sociedad, el cris-
tianismo y el capitalismo eran externos uno a otro. La sociedad se encontraba, en
cierto modo, fiíera de sí. Llevaba en su interior dos verdades que no podían tradu-
cirse entre sí, pues la práctica necesita ser satisfecha por la teoría y ésta ha de verifi-
carse en la práctica. El significante no se da en la religión por exceso de significado,
y éste carece de aquél en la economía. La totalización de ambos estratos es la expre-
sión de una tendencia a reconstruir el orden social como un conjunto coherente de
signos, como lengua -al menos como la que habla el empresario, e intenta hacer
hablar a todos en calidad de patrón-. Es cierto que tales dislocaciones existen en la
estructura del orden social salvaje y que el hombre salvaje puede sentir también la

186
«necesidad» de integrar los diversos campos de su experiencia en una unidad, como
muestra Lévi-Strauss en el caso de los Caduveo de Brasil o de los Murngin de Aus-
tralia (Lévi-Strauss, 1955, p. 203; 1962, p. 120-128). Sin embargo, esta integración
no es historicista, sino que afecta a la mitología. No se proyecta como una tarea,
sino que se recibe como una razón inicial. Por ello, creemos que resulta inadecua-
do tratar de caracterizar estos desajustes interestructurales como si fuesen las con-
tradicciones de un orden social de tipo histórico, o tratar de distinguir en ellos la pro-
mesa de un devenir-otro para sí, que además nunca se ha observado en estas
sociedades (Gaboriau, 1963, pp. 589-595). Sería fácil mostrar que la crítica se aplica
a una interpretación objetivista de la dialéctica marxista: de hecho, unas distorsiones
entre las infraestructuras y las superestructuras no bastarían para impulsar el proceso
de la Aufhebung.
Quizás se entienda mejor ahora la dificultad que plantea el problema del umbral
de la historia. Hemos rechazado la interpretación que de dicho problema sugiere
Marx cuando imputa al desarrollo de las fiíerzas de producción, especialmente al
capitalismo, la responsabilidad de la desnaturalización, es decir, del síntoma de la his-
toricidad: la tautología es evidente. Al reflexionar, como Weber, sobre la interpreta-
ción que ha de darse de ese otro umbral en que consiste la aparición del capitalismo
moderno, interpretación cuyo interés es eludir la petición de principio del «materia-
lismo dialéctico», constatamos que el problema del umbral requiere un tratamiento
que implica el uso de la noción de historicidad. Más exactamente, hay que concluir
que el «nacimiento» de un sistema, aunque fiíera esencialmente inestable, abierto,
como el capitalismo moderno, no es un acontecimiento, sino una especie de acto, en
la medida en que no es fruto de un encuentro, sino de un «proyecto». Esta palabra
no ha de prestarse a confusión: no queremos decir que este «proyecto» contenga y
justifique por adelantado sus residtados, ni tampoco que haya sido elaborado por
alguien o por algunos de modo consciente. Se encuentra latente en la sociedad, y el
resultado de su ejecución es ignorado por todos sus contemporáneos; pero su esen-
cia, como la de todo proyecto, consiste en tener su origen en un rechazo del estado
de cosas presente y en tratar de remediarlo elaborando un nuevo orden. Quizás toda
la historicidad se deba enteramente a esta disposición general que califica a lo actual
con el signo menos y a lo fijturo con el signo más, y atribuye a la actividad humana
la responsabilidad de pasar de un estado a otro.
Pero si todo umbral requiere historicidad, es decir, desdoblamiento, rechazo del
estado de cosas presente, teleología y responsabilidad, ¿no es un sinsentido la idea de
un umbral de la historicidad? Al pasar de Marx a Weber, hemos cambiado una ima-
gen mecanicista de la historicidad por una idea teleológica, pero no hemos alcanza-
do el concepto de umbral de la historicidad (que, es preciso decirlo, no era objeto
del estudio weberiano). Sólo hemos verificado que la historicidad se encuentra ya
implicada en el concepto de umbral. Lo está de dos modos que van unidos, que ya
hemos encontrado en el análisis del concepto y que corresponden, respectivamente,
al eje de los estratos y al eje de los tiempos: a) el desdoblamiento que abre la totali-
dad social, que delimita en ella ámbitos tan distintos entre sí que el sistema de sig-
nos característico de cada uno de ellos deja de poder ser traducido a los otros, de no
ser por un «mediador» expresamente entendido como «extraño» que plantea, en últi-
ma instancia, el problema de la unidad de lo múltiple; b) la teleología, el tender hacia

187
un sentido, que consiste en la búsqueda de un lenguaje unificador para todas las acti-
vidades sociales, y que determina, a la vez, la vida como tarea.
Sin embargo, la ciencia positiva, histórica y sociológica nos permite distanciar-
nos respecto a ese par de rasgos que conforman, para el análisis filosófico, el círculo
de la historicidad. Para nosotros, hombres del siglo XX, ambos rasgos se coordinan:
la teleología descansa en el desdoblamiento que la origina, y tiende a ser suprimida.
Pero el historiador constata que ambos rasgos aparecieron separadamente: el proble-
ma de la unidad de lo múltiple surge en Grecia, a pesar de que la noción de finali-
dad no fiiese preponderante en la práctica y en el pensamiento helénico; el proble-
ma del pleno sentido entendido como promesa y como tarea surge en Palestina, a
pesar de que el orden social no fuera considerado algo desarticulado y sin que se pro-
pusieran restablecerlo mediante una constitución política. El hecho de que los grie-
gos no alcanzaran la plena desnaturalización que supone la historicidad se pone de
relieve en el hecho de que conservan la idea de un orden del mundo que conjura el
orden del hombre. Esta conservación de la simbólica cuando ya había nacido la filo-
sofía es el secreto de su arte, en el que se combinan el concepto y la metáfora (Hegel,
1835-1838); es también lo que impide a la technésepzmse por completo de \a.physis.
Pero, por otro lado, inventan la política, que va acompañada de la representación del
orden social como objeto que todavía ha de ser instituido, es decir, como objeto de
im orden contractual, como el ámbito de un debate y de un combate cuyo fin es el
poder. En cuanto a los judíos, la dimensión política está prácticamente ausente de su
civilización; incluso cuando se consolidó un Estado, en la época de los reyes, el recha-
zo que suscitó no era político, sino profético: crítica de la letra por el espíritu, de la
Sittlichkeit por la Moralitat. No se plantean, verdaderamente, el problema de la uni-
dad como problema central. En este caso, la categoría de pueblo resiste el desdobla-
miento. Por el contrario, desarrollan plenamente la dimensión temporal de la histori-
cidad, como nunca se desarrolló en Grecia, y simultáneamente la de la teleología.
La historicidad, como familiarmente nos es dada a nosotros, hombres del si-
glo XX, como forma de conexión con el otro y, a la vez, como modo de reunión con
uno mismo en el tiempo, no es ni completamente griega ni completamente judía.
Pero cada una de estas dos dimensiones nace a parte y constituye lo que nosotros
podemos llamar aquí signos precursores de la historicidad. Para que ésta se estable-
ciese fue necesario recuperar y combinar ambos signos. Puede verse cómo vuelve a
plantearse, en este punto, la problemática del umbral. La política griega y la teleolo-
gía judía existen antes que la historicidad, pero la anuncian. Su coalescencia será la
que la origine, transformando ambos elementos. Dicha unidad no puede ser exclu-
sivamente casual. Es preciso que la casualidad sea integrada en un proyecto. Pero este
mismo proyecto se fimda sobre esas formas elementales, parciales, que los griegos y
los judíos legan a Occidente. Cuando decimos que el rechazo del estado de cosas pre-
sente de su sociedad no lleva a los griegos a esperar una positividad final y que, para
los judíos, ésta última no parece alimentarse del primero, nosotros mismos separa-
mos dos rasgos que hoy en día están vinculados estrechamente.
Señalemos una confirmación de esa observación: la historicidad es una actitud
ftindamental, pero no elemental. Es sumamente compleja. Dicha complejidad pone
de manifiesto que consiste en un fenómeno civilizatorio. Ha de hacernos renunciar
a llevar a cabo una interpretación puramente ontológica. Requiere que realicemos un

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análisis «realista», positivo, si queremos comprender la posición griega respecto al
orden social y la posición judía respecto a la temporalidad. Asimismo, necesita, en
última instancia, que elaboremos una síntesis no menos positiva que trate de explo-
rar el modo en que se combinaron ambas posiciones para dar lugar a la historicidad
actual, y qué pérdidas, recaídas e innovaciones conllevó dicha combinación.

VII. EL AGÓN

Para terminar, quisiéramos presentar, a título indicativo, una de las direcciones


en las que convendría desarrollar el análisis en el que estamos pensando. Se trata de
un aspecto que Marx y Weber parecen haber desdeñado en su interpretación del
capitalismo: lo político propiamente dicho. Ese aspecto es griego.
No podríamos atribuirle rasgos de la política salvaje o del «despotismo oriental»
sin equivocarnos. Disipar ese malentendido requeriría una larga discusión. Nos limi-
taremos a hacer algunas reflexiones encaminadas a separar el fenómeno del poder del
fenómeno político propiamente dicho, y capaces, tal vez, de poner de manifiesto que
la historicidad sólo puede darse en el seno de una experiencia original de las relacio-
nes sociales, cuya expresión es la política.
En un artículo sobre la filosofía de las jefaturas indias del área sudamericana (a
excepción de las culturas andinas). Fierre Clastres (1962) pone el acento en el esta-
tuto paradójico que ocupa el poder en estas sociedades. Dicho estatuto se caracteri-
za por tres rasgos: el jefe es un buen orador, es generoso con sus bienes y disfruta del
privilegio de la poliginia. Como puede apreciarse, cada uno de esos rasgos se refiere
a uno de los ámbitos que el enfoque semiológico o estructural trata de aislar en el
seno del todo social: el campo en el que se emiten o reciben los mensajes hablados,
el ámbito económico en el que se intercambian bienes y servicios, y el orden del
parentesco que regula la circulación de las mujeres. De ese modo, se confirma, de
paso, la importancia que se ha de conceder a las tres categorías de signos. Pero lo
esencial consiste en saber que el poder es el lugar en el que el intercambio se inte-
rrumpe. Si consideramos con atención que lo característico del discurso del jefe resi-
de en que sus argumentos sean «terminantes», el talento oratorio que se le exige sig-
nifica en suma que la colectividad reconoce de una vez por todas su deuda en lo
tocante a mensajes hablados. Del mismo modo, la generosidad requerida al líder
indica que el grupo admite haber contraído una deuda de bienes y servicios con él
que nunca saldará. Simétricamente, en el caso de la poliginia, uno de sus privilegios,
el jefe acepta deber mujeres al grupo a sabiendas de que nunca podrá satisfacer la
deuda. La «esfera política», por tanto, se caracteriza por la siguiente propiedad: cuan-
do los signos superan su límite se les priva de su intercambiabilidad, y, debido a ello,
parecen quedar reducidos a su «valor de uso», a su sentido semántico, al que tienen
respecto al deseo o la necesidad.
Como se puede apreciar, el alcance del análisis va mucho más allá de las particu-
laridades de las jefaturas indias. Pensamos que el rasgo distintivo de quien detenta el
poder consiste en disponer de un número mayor de signos que el resto de los miem-
bros de la sociedad. Dicho exceso desempeña dos funciones antagónicas. Según la pri-
mera, que Clastres subraya, supone una especie de desafío a la sociedad. Ésta presu-

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pone, por principio, que la comunicación es plena y regulada, mientras que el poder
puede confiscar todos o parte de los signos de los que dispone y negarse a que formen
parte del intercambio social. De ese modo, el secreto del que solemos decir que se
rodea el poder deja de presentarse como un efecto de un prestigio admitido, y la coer-
ción que lleva aparejada deja de verse como fruto de su buen gobierno. Ambos, por el
contrario, constituyen (el primero mediante el léxico de la comunicación y la segunda
mediante el de la acción) el mismo hecho primitivo: el poder consiste en suspender.
Sin embargo, por otra parte, esa especie de desafío parece capaz de mantener la
comunicación. Aunque es cierto que requiere que el emisor y el destinatario posean,
en principio, una «cantidad de información» diferente -al igual que el trabajo que
puede realizar una máquina térmica necesita una diferencia entre ima fuente firía y
otra caliente—, hay que decir que el poder, en la medida en que lleva asociada una dis-
tribución irregular de los signos y crea, de ese modo, «polos» sociales con distinto
valor, funda la posibilidad de que la información circule en el grupo. Esta ambivalen-
cia en el significado del poder respecto al grupo -desafío y motor- merecería que nos
detuviéramos en ella, pues creemos que puede aclarar el problema de la alienación.
Ahora bien, se ha de subrayar, si creemos a P. Clastres, que la sociedad india no
participa precisamente de esa ambivalencia, que podría dar lugar a una especie de
dialéctica. En lugar de reconocerle al jefe la disposición real del suplemento de sig-
nos mediante el que, sin embargo, se le identifica como líder, sólo se le concede una
parodia del poder al invertir el sentido de la emisión de los signos: los discursos del
jefe no son terminantes porque atemoricen o convenzan, sino simplemente porque
no son escuchados; su supuesta generosidad puede llevarle a la ruina si su civilización
no le concede los medios técnicos o jurídicos para disfrutar de una riqueza real. De
hecho, ésta le concede en ocasiones tan pocos medios que puede llegar a ofrecer el
insólito espectáculo de no poder satisfacer, a pesar de su «poder», todas las reivindi-
caciones que se le presentan, teniendo que vivir del cuento y dar de lo suyo para
seguir siendo el jefe, pues se le amenaza continuamente con ser abandonado por el
grupo en beneficio de otro líder presuntamente más eficaz.
Por ello, P. Clastres trata de demostrar que existe una esfera política en las lla-
madas sociedades primitivas, y que el hecho de considerarlas prepolíticas o faltas de
madurez al respecto es un caso típico de eurocentrismo. A su juicio, lo cierto es que
estas sociedades no desconocen el fenómeno del poder, sino que lo «rechazan radi-
calmente», lo «niegan por completo» {ibid., p. 63). ¿Qué temen, entonces, de la
autoridad política? «Parece que estas sociedades constituyen su esfera política en fun-
ción de una intuición que hace las veces de regla, a saber, que el poder es esencial-
mente coerción, que la actividad unificadora de la función política no se ejerce a par-
tir de la estructura de la sociedad y de acuerdo con ella, sino desde un más allá
incontrolable y contrario a la misma, y que la naturaleza del poder sólo es la coarta-
da ocidta del poder de la naturaleza» (ibid., id).
Esta tesis se asemeja a la de M. Eliade sobre la historicidad (1949): ambas atri-
buyen a estas sociedades una especie de sabiduría preventiva que las aleja, por un
lado, de los desórdenes del poder político y, por otro, de la angustia de un tiempo
abierto. Seguramente, esa sabiduría no es fruto de una deliberación consciente sobre
las ventajas y los inconvenientes de la historia y de la política. Más acorde con su pro-
pia metodología que M. Eliade con la suya, R Clastres se esfuerza en poner de mani-

190
fiesto que esa «intuición» pertenece, en realidad, a la «actividad inconsciente»
mediante la que el grupo elaboró el «modelo estructural» de su propia relación con
el poder político {ibid., p. 62). Esta corrección es importante: muestra que el «recha-
zo» de la política sólo es un modo de hablar. Lo realmente efectivo es la estructura
según la cual el jefe es presentado como jefe y, a la vez, es apartado de los intercam-
bios sociales. Por ello, el verdadero eurocentrismo consistiría, más bien, en vincular
esa posición antinómica a la intención de evitar los peligros que el poder hace correr
a la sociedad, pues dicha intención presupondría que se conocen esos peligros, que
se los ha experimentado reiteradamente y que se ha reflexionado sobre ellos.
No estamos preparados para discutir si grupos semejantes al que forman los
Nambikwaras han tenido esa experiencia; pero quizás nos esté permitido considerar
que la idea de que el poder pertenece al mismo orden que la naturaleza y de que, por
consiguiente, ha de ser declarado impotente, si quiere preservarse el lenguaje de la
sociedad de las confusiones y de los problemas que dicho poder plantea es extrema-
damente «moderna». A nuestro juicio, la idea es doblemente anacrónica. En primer
lugar, descansa en una representación de la naturaleza que se opone completamente
a la que las obras de Lévi-Strauss han definido como salvaje. Los primeros capítulos
de El pensamiento salvaje, por ejemplo, muestran a cual mejor que, en su estado no
domesticado o precientífico, el pensamiento no distingue entre cultura y naturaleza:
el mundo habla el lenguaje de la sociedad y, recíprocamente, el lenguaje adquiere una
autoridad cósmica. Para que se suscite un conflicto entre ambas esferas, hasta el
punto de que la instancia del poder político haya de ser neutralizada, pues de otro
modo representaría el resurgimiento de lo «natural» justo en medio de lo instituido,
la conjura inicial de las palabras y las cosas ha de dislocarse o dispersarse, hasta que
ambas salgan despedidas y se conviertan en instancias modernas, dejando al habla,
por un lado, sin crédito alguno, y a la materia, por otro, muda. A falta de esta esci-
sión, la naturaleza no podría resultar amenazante para la cultura, sino seguir siendo
el elemento en el que ésta se inscribe y del que se alimenta. El hecho de interrumpir
la circulación de signos no puede considerarse un fenómeno natural, pues entende-
mos por naturaleza la necesidad bruta de desvincular la mujer, el bien y quizás la
palabra del intercambio social con el objeto de saciarse con su uso asocial (esta nece-
sidad es una abstracción hoy en día). En cambio, el poder puede ser llamado «natu-
raleza» si se le restituye a ésta la connotación que posee en una sociedad «arcaica»:
sobrenaturaleza merced a la cual hay significado, y el mundo y el hombre hablan;
significante sagrado que en sí mismo carece de significado. Si el poder, en efecto,
consiste en este umbral en el que el signo que «entra» pierde el significado con el que
puede ser intercambiado y el que «sale» lo recibe, aquello a lo que más se asemeja es
a lo divino que, al carecer de significado y dar lugar, por ello, a numerosos signos,
distribuye también los significados y construye, de ese modo, signos con las cosas.
No ha de extrañarnos que el poder esté íntimamente relacionado, no con lo que lla-
mamos naturaleza, sino con lo sagrado (Luc de Heusch, 1962).
Esta primera observación nos lleva a poner de manifiesto otra diferencia com-
plementaria de la precedente. Sólo es legítimo incluir el poder en el ámbito de la
naturaleza, como hace P. Clastres, con la doble condición de que el poder dependa
del deseo y de que el deseo sea naturaleza. Se acaba de decir que este segundo aspec-
to sólo puede darse en el pensamiento salvaje, que es inaccesible a lo que podría ser

191
una «tendencia natural» del sentido profano. El primer aspecto no es menos moder-
no. Sin detenernos a discutir el supuesto paralelismo existente entre naturaleza y cul-
tura, por una parte, y ¿ros y lagos o semántica y sintaxis, por otra, creemos que el
poder en una sociedad no histórica está mucho más relacionado con la identificación
que con el deseo. En la identificación se busca el ser del otro; en el deseo, poseerlo
(Freud, 1921, cap. VII). El otro del que hablamos cuando nos preguntamos por el
poder político sólo puede ser el gobernado, el que desempeña el papel de significa-
do respecto al poder. Tener el poder consiste en cumplir la fimción de significante.
Pero esta fórmula admite dos versiones, que es importante distinguir, pues sólo una
de ellas es propiamente política. La otra depende de lo sagrado, y la separación entre
ambas se establece conforme a su relación con la estructura.
Supongamos que el deseo pone de manifiesto la identificación. Ésta consiste en
que el otro viva en el Yo, en que el Yo sea el Otro. Ahora bien, esta invasión contra-
ria a toda medida encierra el enigma del deseo, que consiste en la familiaridad del
Otro y del Yo, en la unión de lo diferente, en la presencia de lo ausente. Pero para
que este motivo central, la unidad de los contrarios, pueda ponerse de manifiesto, es
necesaria su exteriorización, la tensión que los separa. La trascendencia de lo desea-
ble pone de relieve la inmanencia de lo identificado (A. Green, 1963, p. 660).
Si lo divino vive, su fuerza anima y habita los seres, ninguno lo echa en falta y
no existe una demanda insatisfecha que mine el orden social, no hay duda de que
el poder está inmerso en el grupo y de que alguien lo detenta. En ese caso, el arché
sigue siendo el fundamento sagrado de las instituciones, es intangible y tocarlo sería
profanarlo. La identificación primaria es todavía la relación con lo que desempeña
el papel de significante, una relación que sigue estando oculta. No podemos decir
de ningún jefe indio, o de ningún rex o raja -como ha ocurrido con un dirigente
hoy en día-, que cumple la función de significante porque detenta el poder. Al con-
trario: lo detenta en la medida en que se encuentra cerca de dicho significante. Sin
duda, esta pertenencia puede adoptar rasgos diferentes: poder conquistado merced
al ingenio personal, poder transmitido mediante el genos. Sabemos que el carácter
sacro del poder puede pensarse al menos de dos modos, que G. Dumézil llama cele-
ritas y gravitas, y a los que corresponden respectivamente el éxito sin ley del joven
aventurero y la ley transmitida del viejo lugarteniente de Júpiter a Rómulo y Numa:
la fuerza y la forma. Este desdoblamiento que los «indoeuropeos» introducen en la
soberanía sagrada tiene seguramente una gran importancia para el surgimiento pos-
terior de Éros y Lógos, del deseo y del orden, y, por consiguiente, para la profana-
ción o la secularización del poder y, por último, para la circunscripción de un área
propiamente política. Falta que dicho desdoblamiento se lleve a cabo en el seno de
la esfera de lo sagrado, en la atmósfera del mito, y que permita legitimar la autori-
dad social mediante lo divino en ambos casos, sosteniendo la estructura frente al
acontecimiento {gravitas) o permitiendo, por el contrario, que la fuerza haga la ley
{celeritas).
Pero a todas las sociedades en las que el poder se vincula a lo sagrado, ya sea
mediante transmisión o mediante conquista, o que implican la identificación del
grupo con el jefe y de éste con lo que desempeña el papel de significante, se oponen
aquellas en las que el poder es un asunto profano, prágmata, botín a conquistar,
situación a ocupar o interés, donde, por consiguiente, la identificación puede ser,

192
debido al deseo, conocida y criticable. En ese caso, el poder ocupa la posición que le
solemos atribuir: oprimir. Desempeña la función de «hacer hacer» (F. Onofri, 1963,
p. 14). No puede alegar la autoridad de un más allá sin hacer reír. Aquí comienza la
política. Indudablemente, no basta, como cree de un modo simplista el pensamien-
to democrático, con transferir el lugar de la soberanía desde lo alto del mundo al cen-
tro de la ciudad para que los hombres estén en condiciones de hacer lo que dicen y
decir lo que hacen, para que la estructura se convierta para ellos en algo transparen-
te y para que el hecho de reírse de lo sagrado esté bien fundado. Aunque lo divino ha
dejado de gobernar, lo sigue haciendo la estructura, y el dirigente de hoy en día, al res-
pecto, no gobierna menos de lo que lo hacía el rey en el pasado. Con todo, no se trata
de considerar verdadera la posición del político y de rechazar la de lo sagrado por ser
imaginaria, sino de darse cuenta de que ésta última excluye la determinación del
poder como aquello que está en juego, mientras que la primera lo supone, y de que
lo que se modifica en este cambio que da lugar a lo político es la relación del hombre
con lo que cumple la fiínción de significante, que lleva aparejado un cambio de su
relación con el tiempo y con el orden social. No se es el mismo hombre si se tiene a
Darío por rey que si se tiene por epistátes a un conciudadano echado a suertes.
No podemos «intuir» en modo alguno, ni adivinar —aunque se los sitúe pru-
dentemente en el primer nivel de la estructura— los «peligros» del poder en las socie-
dades en las que éste sólo puede ser la razón del orden. Y, por otra parte, si dichos
peligros fueran realmente objeto de premonición, ¿por qué no han de serlo, com-
plementariamente, las «ventajas» del poder, como el desequilibrio en la distribución
de los signos, evidentemente, o la individuación, la competición regulada, el princi-
pio de rendimiento y, finalmente, el progreso? ¿Cómo comprender, por último, la
existencia de un jefe sin autoridad, y dónde situar el poder en estas sociedades?
Sería menos eurocéntrico, para comenzar, advertir que el hecho de que toda
sociedad conlleve el problema del poder no implica que toda sociedad se lo plantee,
sino únicamente que, para que exista una sociedad determinada, dicho problema ha
de resolverse. En efecto, ¿qué es el poder, en su acepción universal? Aquello median-
te lo que las palabras, las cosas, los seres vivos y los hombres son ordenados: la regla
de los signos. Evidentemente, a falta de una regla de ese tipo, la unidad social, que
consiste por entero en la comunicación de los signos, dejaría de existir. Según esta
acepción del término, el estado salvaje, evidentemente, no está exento de poder. Lo
propio del pensamiento salvaje, en la medida en que obedece al requisito de una
taxonomía estricta y generalizada, consiste en hacer que cada objeto se encuentre y
se mantenga en condiciones de poder ser intercambiado de un modo regulado, y en
prohibir la concentración de signos -sobre todo de los más importantes, las muje-
res— en un polo social sin que existan reglas de contraprestación que permitan asi-
milar esta especie de aglomeración. Un aspecto de esta preocupación puede apre-
ciarse en el cuidado meticuloso que tienen estas sociedades, debido a la importancia
que dan a las relaciones de parentesco, en regular el intercambio de mujeres, de los
niños que ellas prometen dar a luz y, por consiguiente, de la cantidad de futuros con-
tribuyentes y de su distribución entre las familias.
La regla del equilibrio, forma general que adoptan el orden y el poder en la
sociedad de tipo salvaje, no conlleva, sin embargo, que ésta sea igualitaria; es perfec-
tamente compatible, como podemos observar, con la jerarquía de posiciones. Y ésta

193
consiste siempre en una interrupción parcial de la circulación de signos, pues un
grupo sólo puede mostrar que goza de más autoridad que otros con esa condición.
Esta disminución de los intercambios que se observa en los límites del subgrupo y
en los de toda la sociedad con respecto a su entorno es el único medio que tiene, en
cualquier ocasión y en cualquier lugar, el animal hablante para significar el exceso de
lo que desempeña el papel de significante en relación con el significado, la única
señal posible de una mayor proximidad a la Regla. El hecho de que exista una jerar-
quía en la sociedad salvaje pone de manifiesto que ésta reconoce estar regida por un
orden y que trata de configurarlo conforme a su esencia, al encarnarlo personajes
autorizados a poseer un excedente de signos: la inefabilidad y la carencia de signifi-
cado, cuya expresión social es la interrupción del intercambio.
Los hombres de hoy en día nos hemos equivocado precisamente en eso. Cree-
mos que dicha interrupción consiste en un secreto, y pensamos que éste último es
violento o uno de los medios de los que se sirve la violencia. Cuando los hombres o
los grupos poseen signos que no intercambian con los demás miembros de su socie-
dad, pensamos que han incumplido el principio de prestación completa, que han
preferido la satisfacción que pueden obtener con el uso de esos signos al equilibrio
social que se produciría si los intercambiasen, y que ocupan, no intencionadamente,
sino de hecho, una posición de dominación que inflige a los miembros de la socie-
dad el agravio de la alienación. Para nosotros, el silencio que rodea al poder es el de
la violencia; pero, para los indios, es el de la ley.
Puede verse claramente lo que supone nuestra percepción del poder: la igual-
dad y la guerra; ia igualdad entre los miembros de la sociedad, que consiste en que
todos tengan derecho a los mismos signos y en la misma proporción, y la guerra a
la que, supuestamente, se ha de llegar para apoderarse de un suplemento de signos,
si queremos explicar el fenómeno del poder. La sociedad salvaje no conoce la igual-
dad, sino la jerarquía; ni la guerra, sino el rito; ni el deseo, sino la identificación.
No conoce, por tanto, la política, sino el poder. Y aunque limite el poder del jefe
hasta el punto de que nos atreveríamos a decir que lo suprime, esto no quiere decir
que tema la aventura política, a la cual nada se presta en ella, sino, sencillamente,
que aplica también al jefe la regla universal que se supone que éste encarna y que
rige el intercambio, excepto en que, en su caso, ha de conservar el estado de excep-
ción propio de su proximidad a lo sagrado, pues lo que ha de intercambiar es, pre-
cisamente, la interrupción o la disminución del intercambio: cuando el jefe no
intercambia mujeres, la sociedad, simétricamente, deja de escucharle, y gasta parte
de los productos que ha pedido para agotar las supuestas riquezas del jefe. A pro-
pósito de una sociedad muy diferente, la de los Murngin (Australia), C. Lévi-
Strauss escribe que los hombres, a la inversa de las mujeres, «renuncian a encarnar
el lado feliz de la existencia, pues no pueden controlarlo y, a la vez, personificarlo»
(1962, p. 125). El autor trata de ilustrar mediante este ejemplo el carácter siste-
mático que presenta, incluso en la «elección» de la contradicción, la taxonomía sal-
vaje. No es incompatible ni incongruente ver también en ello el efecto de la regla
del equilibrio conjugada con la jerarquía: el hombre murngin ocupa la cima de ésta
última, pero ha de pagar su privilegio al subgrupo femenino mediante signos míti-
cos y rituales que obtiene de su situación, al abandonar el monopolio de los signos
placenteros.

194
Con la Polis se dio la forma de poder que nos resulta más familiar. Las investi-
gaciones de la psicología histórica ponen de manifiesto que la figura de la Polis está
formada por los hombres reunidos en círculo alrededor de un méson vacío (Vernant,
1962, p. 38; M. Détienne, 1965). El orden social de la ciudad es completamente ori-
ginal respecto al del pueblo. No decimos nada nuevo, pero quizás no se haya subra-
yado suficientemente que este cambio se debe, si no a la historicidad, al menos al
establecimiento de uno de sus componentes elementales.
La figura circular que forman los ciudadanos implica (J. E Vernant, 1962, cap. IV)
que el eje de la sociedad pasa por el medio del grupo. Nadie ocupa este centro por
derecho, y, por ello, esta posición se encuentra, constitutivamente y por definición,
vacía. Los hombres que se encuentran en la periferia se encuentran a la misma dis-
tancia del centro, son iguales (ísot) y se someten a la misma ley (isonomta). No hay
relaciones jerárquicas de tipo estatutario entre ellos: la superioridad es fruto de un
contrato, explícito o no, al que se llega después del debate o del combate. Si compa-
ramos esta organización con la figura de la vida social en la época micénica, aunque
admitamos que ésta no ejemplifica un tipo despótico puro, podremos apreciar la ori-
ginalidad de la Ciudad: de un modelo compuesto por una construcción imaginaria
edificada verticalmente y suspendida de su cima en el cosmos, se pasa a un modelo
en el que el orden social se desarrolla en el plano horizontal, definido por la inter-
sección de segmentos en cuyos extremos se encuentran unidades semejantes e inter-
cambiables: los ciudadanos.
El cambio que sufre el eje del significado cuando la organización pasa de lo sal-
vaje a lo histórico puede reflejarse, como hemos visto, en el vocabulario lingüístico:
disminución de la función paradigmática y predominio de la fiinción sintáctica. La
primera, metafórica, se caracteriza por la búsqueda y la selección de las equivalencias;
la segunda, metonímica, por la búsqueda y el encadenamiento de contigüidades
(Jakobson, 1956). Ahora bien, podemos encontrar una confirmación más o menos
inmediata de esta hipótesis en el desplazamiento que sufre la línea del discurso en
Grecia desde el período homérico hasta el siglo V; modificación en la que Nietzsche
fiindaría El nacimiento de la tragedia. En ese intervalo, se produce el ocaso del dis-
curso mítico propio de las comunidades arcaicas y el establecimiento del discurso
prosaico. Conocemos las etapas de esa transformación: a) la epopeya homérica, en la
que la temporalidad humana se opone irreversiblemente a la capacidad que tienen
los dioses de desplazarse a placer por el tiempo (Vidal-Naquet, 1960); b) la rees-
tructuración en Hesíodo de los elementos estructurales del mito de las razas, here-
dados del sistema tripartito «indoeuropeo», en función de la oposición edificante
entre Dtke y Hybris, y con vistas a que sus contemporáneos acepten la incertidum-
bre prosaica de la edad de hierro (Vernant, 1960); c) los temas líricos, en los que se
considera, a la vez, la irreversibilidad desesperante del tiempo y el hecho de que éste
constituya «el único testimonio de la auténtica verdad» (Vidal-Naquet, 1960); d) la
tragedia, en la que el diálogo de Edipo consigo mismo establece para siempre el
modelo de la indagación, de la historia, que a través de los avatares de la interpreta-
ción nos lleva a la estructura inconsciente (Freud, 1900); e) el discurso nihilista y
humanista de la sofística, que el logas platónico trata de controlar y suprimir (J.
Rolland de Renéville, 1962, cap. II); f) el relato histórico, en el que la inteligibilidad
profana, zweckrational-como dice R. Aron recuperando el término weberiano-, es

195
decir, el intercambio de argumentos en la política y en la guerra, se presenta, en últi-
ma instancia, como la única ley que gobierna los hechos (R. Aron, 1960).
Nietzsche, al formular ese desplazamiento del discurso en términos de Fuerza,
ve en él la ocultación de Dionisos por el Lógos, por el fantasma de la Forma y de la
visibilidad. De modo opuesto a nuestra interpretación de lo salvaje como forma y de
lo político como deseo, Nietzsche parece formular el primero, como decimos, en tér-
minos de fuerza y el segundo en términos racionales (1872, § 12 y ss.). A pesar de
las apariencias, la versión nietzscheana no se encuentra en las antípodas de una lec-
tura estructuralista adecuada, pues el poder no es, para Nietzsche, una pulsión des-
controlada: en el Zaratustra (III, «Los siete sellos»), se presenta como el movimiento
rotativo mediante el que el Ser distribuye los entes, como si se tratase del «juego de
dados» que, para Heráclito (frag. 52), constituye la dignidad de la inocencia y la ley
del tiempo. El estructuralismo, por su parte, nos ha hecho comprender que el pensa-
miento y la vida salvajes dependen del pleno sentido, es decir, de la afirmación tal
como la entiende Nietzsche, y que ambos forman parte de alguna de las estructuras
que vinculan, distribuyen y ordenan los elementos de la vida social, y permiten que
éstos fiincionen entre sí como símbolos. Ahora bien, el tema órfico por excelencia
consiste en que los miembros dispersos recuperen su unidad, en que el delirio báqui-
co, como decía Hegel, sea al mismo tiempo la calma del orden inmutable. Sólo en lo
salvaje la fuerza y la forma son inmanentes entre sí. Con la polis, ambas se desdoblan
y, de ese modo, llegan a sí mismas mediante la inteligibilidad y el error.
Sería inconcebible que una transformación de este género en la relación del hom-
bre con el habla no dependiera, a su vez, de una modificación análoga de su relación
con la «lengua» en la que se expresan sus instituciones. Si nuestra hipótesis es acertada,
se ha de poder establecer una correlación entre la transformación de la sociedad en
polis, la profanación del habla y el surgimiento de una historicidad elemental. Todo el
mimdo considera evidente dicha correlación; pero hemos de tratar de hacerla intrínse-
camente comprensible, con el objeto de mostrar que el tipo de relación con la estruc-
tura que siu'ge con Is. polis es un elemento esencial de la historicidad.
«La primera politeia que se estableció en Grecia después de la monarquía fue la
politeía de los guerreros, e incluso, en un principio, de los jinetes» (Aristóteles, Polí-
tica, IV, 13, 1297 b). El desdoblamiento de la «fuerza» y la «forma» del que hablá-
bamos hace un instante puede apreciarse a partir de ciertos rasgos que poseen las
comunidades guerreras de la época griega arcaica, de las que, tras el trabajo de H.
Jeanmaire en particular (1939), tenemos buenas razones para pensar que constituye-
ron la matriz de la polis.
Indiquemos tres de los rasgos que más nos interesan a la hora de poner de mani-
fiesto la naturaleza de lo histórico: el laós o comunidad de guerreros, el agón, que es
la forma que adopta la acción en dicha comunidad, y los koúroi, es decir, los hom-
bres jóvenes que conforman estas sociedades. Estos aspectos, separados aquí por
razones de comodidad, se encuentran evidentemente imbricados: el agón es un modo
de estar en el combate, y se ha de ser joven para poder llevar las armas.
¿Qué significa, en primer lugar, que la ciudad sea la heredera de una comuni-
dad de guerreros? En comparación con la estructura indoeuropea formada por las
instancias civil, militar y religiosa, una comunidad de este tipo, que se encuentra bajo
la influencia de Ares, parece encarnar una especie de rebelión del segundo poder, el

196
militar, contra el primero, el religioso. Al tratar el problema del nombre de las «cua-
tro tribus» llamadas jonias, H. Jeanmaire justifica la imposibilidad de incluir entre
ellas a un grupo de origen sacerdotal, como sugieren Estrabón, Diodoro y Platón en
el Timeo, debido a que «las funciones sacerdotales no alcanzaron nunca en Grecia un
desarrollo suficiente como para que los que se dedicaban a ellas formasen una clase
y, mucho menos, una casta diferenciada que pudiera compararse con la de los gue-
rreros, los agricultores o los artesanos» (p. 126). Por ello, según este autor, los nom-
bres que tenían dos de estas tribus, geleóntes y aigicoreis, no han de ser vinculados,
como se ha hecho, a la existencia en un pasado remoto de una clase de sacerdotes y
de otra de guerreros, pues señala una antigua subdivisión en el seno de ésta última
entre los ancianos {geróntes) y los jóvenes (koúrot), que obedece a un criterio de edad
que tenía, como veremos, gran importancia.
El predominio de la función guerrera quizás descanse en esta irregularidad, muy
antigua entre los Aqueos, en la distribución «indoeuropea» de los tres poderes; irre-
gularidad merced a la cual la instancia del discurso sagrado pudo perder fácilmente,
al menos en el orden social, su autoridad frente a la que imponían las armas. El
hecho de que la clase guerrera pueda ocupar la cúspide de la jerarquía social parece
prefigurar algunas propiedades de \zpoliteta, de la historicidad y, sobre todo, del esti-
lo profano. Sin duda, el guerrero puede buscar la fuerza para combatir en los signos
divinos, y el propio combate obedece a reglas que hacen del mismo una especie de
ritual y que parecen depender de un tipo de institución profundamente religioso
(Huizinga, 1938, cap. V). Pero lo esencial consiste en que, por muy rígido que sea
el sistema ritual en el que tiene lugar, la guerra es el espacio de la incertidumbre. La
acción de combatir es compatible con el hecho de ignorar su finalización. Se trata de
una actividad que incluye en sí misma el riesgo en estado puro, la alternativa del
éxito o la muerte. En cuanto tal, se opone al rito que, repitámoslo, tiende a suprimir
las separaciones entre posiciones sociales en principio diferentes. En la medida en
que la guerra conlleva la ocupación exclusiva de una categoría que desempeña una
posición dominante en la sociedad, se ha de admitir culturalmente que lo normal,
por el contrario, es la búsqueda de la mayor separación entre los miembros de la
sociedad, y que, de todos modos, el lugar que ocupa cada uno no se establece ni
podría hacerlo mediante ceremonias rituales, sino que ha de ser conquistado. Con el
guerrero, la muerte se asienta en la vida social; no la muerte que él da o recibe, sino
la que él mismo simboliza. El hecho de que la vida pueda ser distinta a como es o no
ser en modo alguno, el hecho de que lo que existe conlleve su otro o su nihiL, cons-
tituye el espíritu de una sociedad dominada por una categoría cuya función consis-
te en frecuentar la muerte. El nihil que el hombre necesita para cambiar, para que su
vida pase de la identidad a la dialéctica, es el corte de la espada. «No se trata de la
vida que huye con horror ante la muerte y se mantiene alejada de la destrucción, sino
de la que conlleva la muerte misma y se asienta en ella, de la vida del espíritu»
(Hegel, 1807).
La temporalidad sufre igualmente un profundo cambio donde predomina la
categoría del conflicto: la incertidumbre de la conclusión la orienta hacia su télos o,
en todo caso, la dispensa de atender a los orígenes. En Los trabajos y los días, los hom-
bres de la raza de bronce y los héroes «no tienen infancia [...]. Aparecen de golpe
como hombres adultos, en pleno vigor, que nunca han tenido en la cabeza otras

197
preocupaciones que las tareas de Ares» (Vernant, 1960, p. 42). Vernant vincula esta
propiedad de la asociación, constante en los mitos arcadios, rebaños y cólquidos de
la función guerrera, a la autoctonía: el guerrero no tiene parientes, surge completa-
mente armado de la tierra (ihid., pp. 31-38). Hay que ver en esta imagen una expre-
sión del distanciamiento de la institución, en primer lugar, militar y, más tarde, polí-
tica con respecto al sistema tradicional de parentesco. Todo pensamiento consiste en
ordenar lo que se piensa, pero en el estado salvaje esta «localización» en el espacio
lógico se lleva a cabo de modo unívoco merced a sistemas de coordenadas compara-
bles al de las alianzas y las filiaciones que constituye el paradigma de todo orden. En
el estado agonístico, en el que los hombres «son» lo que hacen, a saber, la guerra,
donde se presta poca atención a la genealogía, el pensamiento admite en sí mismo el
escándalo de la contingencia (sería interesante estudiar el modo en que ésta tiende a
anularlo). En busca de la estructura del mito de Edipo, Lévi-Strauss llega a demostrar
que esta historia es un fragmento de un conjunto más amplio que incluye, precisa-
mente, los relatos sobre la autoctonía (1955 b, pp. 235 y ss.). Ampliando esta obser-
vación, nos atreveríamos a vincular la pérdida del origen o de los genitores, sentido
manifiesto de la tragedia de Edipo, al abandono de la taxonomía salvaje, que expresa
la necesidad que tiene toda clase guerrera de dejar de pensar el mundo en términos de
parentesco y de reconocer en su sistema su desconocimiento, profano, de los orígenes.
El agón, segundo rasgo en el que nos detendremos, designa en griego la asam-
blea y el combate: la asamblea de los que combaten, el combate de la asamblea, el
enfrentamiento, según lo convenido, de la violencia de cada uno y de sus argumen-
tos. El conflicto regulado es el juego en el que se combinan el orden admitido de las
constricciones y la inventiva de las pasiones enfrentadas, un juego que se alimenta de
acontecimientos. El tema del «é? M-éaov» (Vernant, 1962; Détienne, 1965) se vin-
cula ampliamente al del agón. A finales del siglo VI, designa el lugar en el que el
reformador, Cadmos de Kós o Demonax de Cirene, deposita el poder o los bienes
después de poner fin a la tiranía. La expresión «é? M-éaov TiOévaí TÓ Trpayp.a»
indica igualmente, en el vocabulario político esta vez, que se delibera sobre un asun-
to. En un sentido aún más general, «expresar la propia opinión» se dice «<^ép€iv
7Vcóp.T|v eg ¡léaov» o «Xéyeiv k<s iiéaov» («llevar lo que se piensa al medio, hablar
en el medio»); pero, en ese caso, se trata de la opinión de un ciudadano, no del punto
de vista de un hombre privado: «p,éaa) ravres" X^pl? ^Kaaroj» («en el medio,
todos; a parte, cada uno»), dice una inscripción jurídica de Teños (Détienne, 1965,
pp. 427-429).
Ahora bien, esta expresión se empleaba ya en la epopeya para designar un tipo
de conductas aparentemente heteróclitas, pero unidas por su sentido. Con motivo
del funeral de algunos guerreros, como Patroclo o Aquiles, los premios por los que
se concursa se depositan «en el medio» (Homero, Hesíodo, Teognis). Después de un
combate, el botín que se pone «en el medio» ha de ser repartido entre los guerreros
(Ilíada, Teognis). El objeto que se toma «del medio» no lo da nadie: el que lo adquie-
re no contrae ninguna obligación, pues no existe, en este caso, la figura del donan-
te, y el que lo deja «en el medio» lo pone a disposición de la colectividad. Como
vemos, lo que pasa por el méson está al margen del sistema de prestaciones y contra-
prestaciones, y pueden adivinarse las fecundas conclusiones a las que podría llegar el
análisis, que no podemos hacer aquí, de este incumplimiento de la regla del don. El

198
\iéaov designa, además, en la Iliaíia, el lugar en el que se habla en las asambleas mili-
tares cuando se tiene en la mano el cetro, emblema de la soberanía, que los heraldos
confían a los que toman la palabra. El méson es, por liltimo, también en la litada, el
lugar que se ocupa cuando se interviene en disputas propiamente jurídicas y no se
apoya a ninguna de las dos partes. Marcel Détienne, que ha estudiado los usos del
término en la epopeya, señala que se refieren siempre a una comunidad de guerre-
ros, que, a su juicio, se encuentra algo «a parte» de la sociedad tradicional. El hecho
de que el lugar del poder sea, para los compañeros de armas, el centro significa que
la tínica autoridad que aceptan y reconocen -aparente tautología que prefigura toda
la originalidad de la institución democrática- es el centro mismo, el punto respecto
al que todos los compañeros se encuentran equidistantes. Détienne subraya la
siguiente característica: el centro es también -lo cual está relacionado con lo ante-
rior- el punto en el que se cruzan todas las miradas: se trata del lugar en el que uno
se expone por completo y, al tiempo, del lugar más deseable. Uno se expone porque
sólo puede acercarse a él y hablar con el consentimiento de sus iguales, arriesgándo-
se a ser revocado en cada momento; pero el lugar es deseable porque el que ocupa el
centro puede captar todos los radios que se encuentran en él (o interrumpir todos los
diámetros que en él se cruzan), o puede ocultar de improviso la asamblea y hacerla
desaparecer ante sus propios ojos, aunque tenga que reanimarla posteriormente
mediante una concesión que basta para invertir el sentido de la institución.
Pero antes de que tenga lugar esta transformación del poder, ha sido preciso el
agón, que regula tanto las relaciones de los guerreros entre sí como, posteriormente,
las de los ciudadanos. La intercambiabilidad de los miembros de la sociedad, el
hecho de que la ley sea igual para todos y la posibilidad de modificarla en el «medio»,
a propuesta de uno y con el consentimiento de todos, convierten la acción en el seno
de la comunidad guerrera en algo similar a un juego. El predominio de la forma lúdi-
ca conlleva una ambigüedad que el estado salvaje desconoce. En el juego, existe un
conjunto de reglas; pero este código admite e incluso requiere el acontecimiento, la
aptitud singular, el azar y la diferencia: los jugadores sólo son hómoioi al comienzo;
al final, habrá un vencedor que tomará del medio lo que le corresponde. E inversa-
mente, en el juego existe la victoria, pero sólo por un tiempo. Para que la siguiente
competición pueda celebrarse, se anulará la victoria anterior y cada uno recuperará
su posición inicial, en la que vencedor y vencido vuelven a ser iguales. La ambigüe-
dad del juego consiste en que mezcla la convención y la invención, la lengua y el
habla, la estructura y el acontecimiento. Ahora bien, la historicidad sería inaccesible
si no se liberara de la opresión del ritual, que hace que el individuo no pueda orde-
nar «Ubremente» los signos para conformar un «mensaje», una obra o una vida que
le pertenezcan. El discurso pronunciado en el centro del laós siempre puede ser dis-
cutido, y no puede quedar sin réplica. De ese modo, el hombre disfruta, con el cír-
culo del agón, de una especie de ámbito cerrado, independiente de lo sagrado y reti-
rado del mundo, en el que pueden ensayarse conjeturas, hipótesis y nuevos sentidos
sin que la tradición o la realidad los petrifiquen o los anulen de inmediato.
El último rasgo es la juventud de los koúroi. Se ve claramente cómo se relacio-
na con lo que hemos dicho anteriormente: los jóvenes guerreros que forman el laós
se enfrentan a los geróntes de la Boulé. Dichos jóvenes no son niños, pertenecen a un
grupo de edad intermedio, definido por el intervalo en el que se está en estado de

199
hablar y de llevar armas, pero en el que todavía no se tiene derecho a hacerlo. Del
trabajo realizado por Henri Jeanmaire, no sólo sobre las fuentes antiguas, sino sobre
los estudios etnográficos de los ritos africanos (1939), se deduce que el compañeris-
mo entre los jóvenes guerreros homéricos, en el que el autor ve el origen de la poli-
teiít, presenta analogías evidentes con la fraternidad que reina en las sociedades que
forman, en África (y en otros lugares), los jóvenes en curso de iniciación. La dura-
ción, larga o breve, que pueden tener estas comunidades, el estatuto, oficial u ofi-
cioso, que se les reconoce y la importancia, considerable o despreciable, vinculada al
hecho de que se haya «superado» o no esa etapa pueden variar de una sociedad a otra,
pero persisten los siguientes rasgos invariables: a) la institución de un ritual que
determina el «paso» a partir del cual los muchachos serán acogidos en compañía de
los adidtos; b) el alejamiento, incluso en secreto, de los iniciados, que tienen prohi-
bido el acceso al poblado y permanecen en la selva o en el bosque durante el perío-
do de iniciación; c) el permiso de establecer entre ellos relaciones independientes de
las reglas establecidas y, paralelamente, de hacer uso de procedimientos normalmen-
te prohibidos, como atacar a miembros de la tribu con el objeto de procurarse lo
imprescindible para vivir; d) el carácter de prueba, de «muerte» ritual, que se le da al
retiro iniciático, y de feliz «nacimiento», al regreso de los iniciados. La riqueza sim-
bólica de los temas relacionados parece inagotable. Recordemos que la iniciación, al
menos cuando adopta la forma «fuerte» de un ritual de aprobación, permite incluso
que se constituya «otra sociedad», aunque sea secundaria con respecto a la tribu o al
pueblo, como lo «libre» respecto a lo instituido o lo precario en relación con lo dura-
dero. La juventud del Koúros -«la eterna juventud» de Grecia- reúne las mismas
características. Estos rasgos la distinguen de los mayores que la preceden, pues ellos
representan el orden y encarnan la eternidad del cuerpo social. El propio Koúros y,
con él, el ciudadano saben que son fruto de un orden previo, definido por lo sagra-
do y el parentesco, completamente diferente al suyo, que se caracteriza por la coop-
tación y lo profano. De ello se deriva el hecho de que la corporación, la ciudad y la
sociedad política sean comunidades que reconocen su carácter secundario, pues
saben que han surgido de un sistema anterior a ellas, del que forman parte, y que,
debido a ello, no son naturales; lo cual, en sí mismo, es ya un rasgo «histórico». Tam-
bién lo es el hecho de que entablen con el sistema del genos una relación de oposi-
ción y de complementariedad al mismo tiempo: las reglas igualitarias que prevalecen
dentro del laós y lo convierten en una democracia no se aplican al demos, al menos
durante el período arcaico, hasta que, con la reforma hoplita, el demos pasa a ocupar
el lugar del laós. Por ello, esta democracia interna puede parecer también una aristo-
cracia cuando la vemos desde fiíera. Esta «diferencia» caracteriza a la comunidad
militar, y la seguimos encontrando, una vez que todo el demos tiene derecho a hacer
uso de la palabra y de las armas, en la institución de la esclavitud, que, según Finley,
se desarrolla conlz libertad {politeid) «.handin hand> (P. Vidal-Naquet, 1965, p. 129):
la corporación no encuentra en sí misma su razón de ser, como ocurre con la socie-
dad parental, sino en ésta última, pues, al ser una comunidad de hombres dedicados
a la guerra, es incapaz de reproducirse. Mientras que el orden de la tribu es inmuta-
ble y se inscribe, de modo natural, en el «tiempo de siempre», el de la comunidad
formada por los jóvenes es precario, como su edad, y precisa una concepción en la
que el tiempo conlleve el hecho de morir y renacer, la miseria y la riqueza, como el

200
Eros de Diotima. Al «inventar» la ciudad, Grecia convirtió el hecho de pasar en un
estado más, y la vida en un incesante nacimiento. Ese tiempo es el de la historia.
Por último, podemos apreciar cómo una formación «política» de ese tipo corre
paralela al desdoblamiento que tratábamos de comprender con anterioridad. En pri-
mer lugar, la disposición en círculo es completamente narcisista. El orden social se
asemeja a una habitación circular cuyo perímetro es, al mismo tiempo, espejo y mira-
da. En ella, el hombre sólo refleja al hombre. El grupo se aleja de su apertura al cos-
mos y deja de estar legitimado por su vinculación al orden de la naturaleza. Ahora,
ha de encontrar en sí mismo su razón de ser o, al menos, buscarla.
Pero ese narcisismo quedaría en nada, la búsqueda del sentido se reduciría a una
Sinngebung caprichosa y la historia sólo consistiría en lo que sueñan los hombres, si
el joven círculo no tuviese que seguir apoyándose en el viejo triángulo parental para
recibir de él su propio sentido y, al mismo tiempo, la negación del mismo, median-
te una relación contradictoria que permanece siempre abierta. Como el colectivo
político forma parte del orden de lo consciente, no pertenece al de la estructura, sino
que lo deja «fuera de él», es decir, en su intimidad, sufriéndolo inconscientemente.
Al oponerse a la sociedad del genos, la de la polis, mediante el doble movimiento en
que consiste el acto de hablar, objetiva a aquélla y la interioriza, la sitúa fuera como
un objeto, como algo ya perdido, y la sumerge en su seno como su motivo latente.
De este modo, esa sociedad de iguales es invadida de inmediato por la ansiedad y la
pasión del poder, que no es otra cosa, como hemos dicho, que la llegada del deseo
una vez que la identificación se ha vuelto imposible. Por ello, se sospecha de inme-
diato de las «razones» que se dan en el círculo, que siempre requieren interpretación
o discusión, y se pone en marcha el desarrollo infinito de una ciencia que, separada
de su objeto por una escisión originaria, trata de dar razón de él, aunque cuando cree
tenerla, dicha razón se convierte, a su vez, en un nuevo objeto. Lo inconsciente de
dicho proceso tampoco es consciente para el salvaje, sino que ha de serlo en lo his-
tórico: separación entre identificación y deseo, entre creer y conocer. El orden que
regulaba la emisión, el intercambio y la traducción de los signos persiste en el seno
de la comunidad política: reglas del parentesco, normas de la apropiación y de la
transmisión de bienes y servicios, por no decir nada del propio lenguaje. La ley del
mundo, la de la generación, trama así su poema bajo los discursos prosaicos que
encantan a los rétores y a los políticos; lo cual no conlleva que dicha ley doblegue los
proyectos que fomentan estos hombres del puro «pasar». La configuración geomé-
trica según la cual los ciudadanos establecen sus relaciones no constituye la estruc-
tura de la ciudad, y sería ingenuo ignorar la importancia de las jerarquías recurren-
tes que favorecen la igualdad proclamada, o confundir la estructura con la forma,
cuando toda la vida política pone de manifiesto que los propios griegos nunca se
dejaron embaucar por esa idea.
Sin embargo, la disposición circular tampoco es puramente imaginaria. J. Lacan
ha demostrado (1949) que el infans, al identificarse con su imagen especidar, se aleja
de la inmersión onírica que define su relación dual con la madre. Indudablemente,
el deseo sólo surgirá y el Yo sólo se constituirá una vez que se haya producido la fle-
xión de las tres «personas» -yo, tú, él- que va unida a la entrada del niño en la rela-
ción triangular de Edipo. Pero el estado del espejo anticipa ese momento, en la medi-
da en que conlleva una identificación primaria de uno consigo mismo, que es -dice

201
Lacan- «la matriz simbólica en la que el Yo adopta una fotma primordial». A esa
forma se remitirán las experiencias posteriores, pues sin ella el otro ni siquiera
podría ser distinguido. La relación especular se presenta, de ese modo, como un
paso intermedio entre la imaginación de lo dual y la estructura del triángulo de
Edipo, entre el deseo o la fuerza y el orden o la estructura; es el momento no ima-
ginario en el que el deseo adopta una forma imaginaria, una rigidez que J. Lacan
considera «ortopédica», y el motivo, en este sentido, de la inercia específica del Yo,
de su carácter histérico, de su desconocimiento esencial. Pero el Yo, al constituirse
especularmente, deja abierto una especie de polo vacío en el que tendrán cabida
todas las experiencias, y, por ello, da pie al juego del significante, que hace posible
el deseo y la envidia.
Al reunirse en círculo y meditar sobre su unidad en el espejo de la asamblea, los
guerreros-ciudadanos proceden a la identificación primaria del Nosotros. Dicha
identificación es imaginaria, pues se trata todavía de una relación dual, ya que cada
mirada sólo se encuentra consigo misma en la mirada del otro y la ley aparente del
conjunto sólo es, al principio, la relación conmutativa vacía existente entre los
hómoioi. Pero conlleva un posible cambio en la estructura: ai desempeñar el papel del
yo ante el espejo, la colectividad progresa o regresa, como se prefiera, de la identifi-
cación del Otro, que caracterizaba la jerarquía de la vida simbólica salvaje, a la iden-
tificación narcisista, mediante la que el Nosotros se inventa a sí mismo como polo
vacío. Ese vacío se encuentra claramente representado por el lugar central del con-
junto, por un centro donde no hay nada. El descubrimiento de ese lugar vacío nunca
será olvidado. La historia puede comenzar a partir de él: el Nosotros nunca colmará
su vacío, nunca terminará de conocerse y de reafirmarse, mediante la prueba interna
(Innenweli) de la lucha por ocupar el centro, por detentar el poder, o mediante la
prueba externa (Umwelt) del combate para consolidar su subjetividad. La guerra del
Peloponeso es el caso paradigmático de lo que venimos diciendo.
A partir de este esquema, podrá comprenderse por qué la historicidad, como
todo el mundo reconoce, se encuentra amenazada y no puede volver, por definición,
a lo pre-histórico, obsesionada como está con identificarse con lo Otro, con la santa
afirmación, e incapaz de dejarse llevar por ella. La historia no es natural.

Traducción: Javier Diez del Corral y Gabriel Aranzueque

202
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La bibliografía correspondiente al presente artículo nunca llegó a aparecer en su versión original. No obstan-
te, hemos pensado que sería útil para el lector castellano contar con un elenco aproximativo de la misma (N. del T ) .

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Bibliografía: Gabriel Aranzueque

208
La retirada de la metáfora
Jacques Derrida

A Michel Deguy

¿Qué pasa, hoy en día, con la metáfora?


¿Y qué pasa de largo de la metáfora?
Es un tema muy viejón Vive en Occidente, lo habita o se deja habitar por él: se
representa en él como una inmensa biblioteca en la que podríamos movernos sin per-
cibir sus límites, yendo de estación en estación, caminando a pie, paso a paso, o en
autobús (estamos circulando ya, con el «autobús» que acabo de mencionar, por la
traducción y, de acuerdo con el elemento de la traducción, entre Übertragungy Üher-
setzung, pues metaphorikós hoy en día sigue designando, en griego moderno, como
solemos decir, aquello que se refiere a los medios de transporte). Metaphorá circula
por la ciudad, nos transporta como a sus habitantes, en todo tipo de trayectos, con
encrucijadas, semáforos en rojo, direcciones prohibidas, intersecciones o cruces,
limitaciones y prescripciones de velocidad. En cierta manera —metafórica, desde
luego, y como un modo de habitar—, somos el contenido y la materia de ese vehícu-
lo: pasajeros comprendidos y trasladados mediante la metáfora.
Extraño enunciado para ponerse en marcha, diréis. Extraño porque implica,
cuando menos, que sabemos lo que quiere decir habitar, circular, desplazarse y hacer-
se o dejarse desplazar. En general y en este caso. Extraño, a continuación, porque
decir que habitamos en la metáfora y que circulamos por ella en una especie de auto-
móvil no es algo meramente metafórico. No es simplemente metafórico. Ni tampo-
co propio, literal o usual, nociones que no estoy confundiendo al aproximarlas, más
vale aclararlo de inmediato. Esta «figura», ni metafórica ni ametafórica, consiste de
modo singular en intercambiar los lugares y las fiínciones: constituye al presunto
sujeto de los enunciados (el hablante o el escritor que decimos ser, o cualquiera que

La presente conferencia, que reproducimos aquí en su forma inicial, se pronunció el 1 de junio de 1978 en
la Universidad de Ginebra con ocasión del coloquio Filosofiay metáfora en el que participaban también Roger Dra-
gonetti, André de Muralt y Paul Ricoeur. Sin embargo, como se podrá comprobar durante la lectura, el esbozo que
se aproxima a ese rodeo -Umriss, como se designa en otra lengua, paralelamente, la proximidad- está dirigido, prin-
cipalmente, a Michel Deguy.
' El término francés sujetáoste un campo semántico que no tiene correlato en castellano: significa tanto 'tema'
o 'motivo' como 'sujeto' (N. del X).

209
crea servirse de metáforas y hablar more metaphoricó) en materia o en contenido, par-
cial además, ya siempre «embarcado», «en coche», de un vehículo que lo compren-
de, lo lleva y lo desplaza, en el momento mismo en que el susodicho sujeto cree
designarlo, decirlo, orientarlo, conducirlo o gobernarlo «como un piloto en su navio».
Como un piloto en su navio.
Acabo de cambiar de elemento y de medio de transporte. No nos encontramos
en la metáfora como un piloto en su navio. Con esta proposición, voy a la deriva. La
figura de la nave o del barco, que tan a menudo flie el vehículo ejemplar de la peda-
gogía retórica, del discurso para enseñar la retórica, me hace derivar hacia una cita
de Descartes cuyo desplazamiento, a su vez, me arrastraría mucho más allá de lo que
aquí puedo permitirme.
Por consiguiente, tendría que interrumpir tajantemente la deriva o el desliza-
miento. Lo haría si fiíese posible. Pero, ¿qué estoy haciendo desde hace un momen-
to? He levado anclas y voy a la deriva irremediablemente. Intento hablar de la metá-
fora, decir algo propio o literal respecto a ella, tratarla como mi tema; pero estoy,
debido a ella, si puede decirse de este modo, obligado a hablar de ella more meta-
phoricó, a su modo. No puedo tratarla sin tratar con ella, sin negociar con ella el prés-
tamo que le hago para hablar de ella. No puedo producir un tratado de la metáfora
sin tratarlo con la metáfora, que, de pronto, parece intratable.
Por eso, desde hace un momento, me desplazo de desvío en desvío, de vehícu-
lo en vehículo, sin poder frenar o detener el autobús, su automaticidad o su auto-
movilidad. Sólo puedo frenar si lo dejo deslizarse, dicho de otro modo, si lo dejo
escapar, hasta cierto punto, al control de mi conducción. Ya no puedo detener el
vehículo o anclar el navio, ni dominar por completo su deriva o su deslizamiento (en
algún lugar, he llamado la atención sobre el hecho de que la palabra «deslizamiento»,
con anterioridad a su mayor deslizamiento metafórico, estaba relacionada con cierto
juego del ancla en el lenguaje marítimo y, mejor dicho, con la boya). Con este vehí-
culo flotante, mi propio discurso, sólo puedo parar las máquinas, lo que sería una
vez más el mejor medio para abandonarlo a su deriva más imprevisible. El drama,
pues se trata de un drama, consiste en que, incluso si decidiera dejar de hablar meta-
fóricamente de la metáfora, no lo lograría; ésta seguiría pasando de largo para hacer-
me hablar, ser mi ventrílocuo, metaforizarme. Otros modos de decir, otros modos de
responder, más bien, a mis primeras preguntas. ¿Qué pasa con la metáfora? Pues bien,
todo, no hay nada que no pase con y mediante la metáfora. Todo enunciado a pro-
pósito de cualquier cosa que pase, incluida la metáfora, no tendrá lugar sin metáfo-
ra. No habrá habido una metafórica lo suficientemente consistente como para domi-
nar todos sus enunciados. ¿Y qué pasa de largo de la metáfora? Nada, pues, y habría
que decir, más bien, que la metáfora pasa de largo de todo, de mí en este caso, justo
cuando parece pasar por mí mismo. Pero si la metáfora pasa de largo de todo aque-
llo que no puede pasar sin ella, quizá lo que ocurre es que, de modo insólito, pasa de
largo de sí misma, deja de tener nombre, sentido propio o literal, lo cual comenza-
ría a haceros legible la doble figura de mi título: en su retirada, habría que decir en
sus retiradas, la metáfora, quizá, se retira, se retira de la escena mundial, y se retira
de ésta justo cuando tiene lugar su extensión más invasora, en el instante en que des-
borda todo límite. Su retirada tendría, entonces, la forma paradójica de una insis-
tencia indiscreta y desbordante, de una remanencia sobreabundante, de una repeti-

210
ción intrusiva, dejando siempre la huella de un trazo suplementario, de un giro (tour)
más, de un re-torno (re-tour) y de una retirada (retraii) en el trazo (trait) que habrá
dejado directamente en el texto^.
Por consiguiente, si quisiera interrumpir el deslizamiento, fracasaría. Y esto ocu-
rriría, incluso, cuando me resistiese a dejar que se notase.
La tercera de las breves frases mediante las que ha parecido que abordaba mi
tema, y que, en resumidas cuentas, comento o cito desde hace un rato, era: «la metá-
fora es un tema muy viejo». Un tema o un sujeto es a la vez algo seguro y dudoso,
según el sentido en el que se desplace esa palabra -sujeto- en su frase, en su discur-
so o en su contexto, y de acuerdo con la metaforicidad a la que se lo sujete, pues nada
es más metafórico que ese valor de sujeto. Dejo el sujeto para interesarme, más bien,
por su predicado, por el predicado del sujeto «sujeto», a saber, por su edad. Lo he lla-
mado viejo al menos por dos motivos.
Voy a comenzar por aquí: lo cual es otro modo de decir que voy a esforzarme
todo lo posible para aminorar el deslizamiento.
La primera razón es el asombro ante el hecho de que un sujeto o un tema apa-
rentemente tan viejo, un personaje o un actor aparentemente tan cansado, tan des-
gastado, vuelva hoy en día a salir a escena -la escena occidental de este drama— con
tanta ftierza e insistencia desde hace algunos años, de un modo, a mi juicio, bastan-
te novedoso. Lo cual podría constatarse sencillamente a partir de una sociobiblio-
grafía que recogiera las recensiones de los artículos y los coloquios (nacionales e
internacionales) que se han ocupado de la metáfora desde hace aproximadamente
una década o quizás algo menos, e incluso este año: a lo largo de los últimos meses
han tenido lugar al menos tres coloquios internacionales sobre el tema, si estoy bien
informado, dos en Estados Unidos y uno aquí mismo; coloquios internacionales e
interdisciplinares, lo cual es también significativo (el de Davis en California tiene por
título Interdisciplinary Conference on Metaphor).
¿Cuál es el alcance histórico o historial (en cuanto al propio valor de historiali-
dad o de epocalidad) de esta preocupación y de esta inquieta convergencia? ¿De
dónde viene esta presión? ¿Qué está en juego? ¿Qué pasa hoy en día con la metáfo-
ra? Otras tantas preguntas de las que simplemente quisiera señalar su necesidad y
amplitud, dando por supuesto que no podré hacer aquí más que una pequeña señal
en su dirección. La asombrosa juventud de este viejo tema es considerable y, a decir
verdad, algo apabullante. La metáfora -occidental también en este punto- se retira,
se encuentra en el atardecer de su vida. «Atardecer de la vida», por «vejez», es uno de
los ejemplos escogidos por Aristóteles, en la Poética', para el cuarto tipo de metáfo-
ra, la que procede kata tb análogon; la primera, la que va del género a la especie, apó
génous epí eídos, se ejemplifica, como por azar, con lo siguiente: «He aquí mi barco
parado» {neús dé moi héd'héstekeríj, «pues estar anclado es uno de los modos de estar

^ Juego de palabras de difícil traducción en castellano. Podría ilustrarse, no obstante, con dos términos vincu-
lados etimológicamente al verbo latino trahm «trazo» (trait) y «retracción» (retraii). Asimismo, la relación entre tour
y re-tour es paralela a la que existe en castellano entre «torna» y «re-torno». Desestimamos dicha traducción en este
ensayo por razones contextúales y de coherencia interna, a pesar de la riqueza semántica que, a nuestro juicio, apor-
taría al presente texto de Derrida (N. del T.).
' Aristóteles, Poética, Madrid, Credos, 1988, 1457b 7-32, pp. 204-206 (N, del T ) .

211
parado». El ejemplo es ya una cita de la Odiseé. En el atardecer de su vida, la metá-
fora sigue siendo un tema muy generoso, inagotable, no se lo puede parar; podría
comentar indefinidamente la adhesión, la pertenencia previa de cada uno de estos
enunciados a un corpus metafórico e, incluso, de ahí el re-trazo, a un corpus metafó-
rico de enunciados a propósito de este viejo tema, de enunciados metafóricos sobre
la metáfora. Detengo, en este punto, ese movimiento.
La otra razón que me ha atraído hacia la expresión «viejo tema» es un valor de
agotamiento aparente que me parece necesario reconocer de nuevo. Un viejo tema es
un tema aparentemente agotado, desgastado hasta el hueso o raído por completo.
Ahora bien, ese valor de desgaste {usuré) y, en primer lugar, de uso (usage), ese valor
de valor de uso, de utilidad, del uso o de la utilidad como ser útil o como ser usual,
en pocas palabras, todo ese sistema semántico que resumiré con el término usos (us),
habrá desempeñado un papel determinante en la problemática tradicional de la
metáfora. La metáfora, probablemente, no es sólo un tema desgastado hasta el hueso,
sino un tema que habrá mantenido una relación esencial con los usos, o con la usan-
za («usanza» es una vieja palabra, una palabra que ya no se usa hoy en día y cuya poli-
semia requeriría, por sí sola, un análisis completo). Ahora bien, lo que puede pare-
cer desgastado hoy en día en la metáfora es precisamente ese valor de uso (us) que ha
determinado toda su problemática tradicional.
¿Por qué, entonces, volver a los usos de la metáfora.'' ¿Y por qué privilegiar, en
ese retorno, el texto firmado con el nombre de Heidegger? ¿Cómo se vincula este
problema de los usos con la necesidad de privilegiar el texto heideggeriano en esta
época de la metáfora, retirada en suspenso y retorno acentuado del trazo que delimi-
ta un contorno? Una paradoja agudiza esta pregunta. El texto heideggeriano nos ha
parecido ineludible, a otros y a mí mismo, desde el momento en que se trataba de
pensar la época mundial de la metáfora en la que decimos encontrarnos, si bien Hei-
degger sólo ha tratado la metáfora como tal y con ese nombre de forma muy alusi-
va. Y algo significará esta escasez. Por ello hablo del texto heideggeriano: lo hago para
subrayar con un trazo suplementario que, para mí, no se trata sólo de considerar las
proposiciones enunciadas, los temas y las tesis a propósito de la metáfora en cuanto
tal, el contenido de su discurso, que trata de la retórica y de este tropo, sino más bien
de su escritura, de su tratamiento de la lengua y, más precisamente, de su tratamien-
to del trazo, del trazo en todos los sentidos: más precisamente aún, del trazo como
palabra de su lengua, del trazo como encentadura que rasga la lengua.
Así pues, Heidegger habría hablado, por consiguiente, muy poco de la metáfo-
ra. Se citan siempre dos lugares {Der Satz vom Grundy Unterwegs zur Spraché)'' donde
parece que toma posición respecto a la metáfora - o , más exactamente, respecto al
concepto retórico-metafi'sico de metáfora-, y lo hace además como de pasada, con
brevedad, lateralmente, en un contexto en el que la metáfora no ocupa el centro. ¿Por
qué un texto tan elíptico, tan aparentemente dispuesto a eludir el problema de la

^ Homero, Odisea, Madrid, Credos, 1982, I 185, p. 103: «Varado allá lejos quedó mi navio» (*vmis U noi
fí6'é'<rniKei'»)(N. delT.).
5 M. Heidegger, Der Satz vom Grund, Pfiíllingen, Verlag Günrher Neske, 1957. Trad. cast.: La proposición del
fundamento, Barcelona, Serbal, 1991. Unterwegs zur Sprache, Pfullingen, Verlag Günrher Neske, 1959. Hay versión
en casrellano: De camino al habla, Barcelona, Serbal, 1990, 2.» ed. (N. del T ) .

212
metáfora, resulta tan necesario a la hora de abordar lo metafórico? O también, rever-
so de la misma pregunta, ¿por qué un texto que inscribe algo tan decisivo respecto a
lo metafórico se habrá mantenido tan discreto, escaso, reservado y retirado respecto
a la metáfora en cuanto tal y con ese nombre, con su nombre, en cierto modo, pro-
pio y literal? Pues si siempre se hablara metafórica o metonímicamente de la metá-
fora, ¿cómo determinar el momento en que ésta se convertiría en su propio tema,
con su nombre propio? ¿Habría, entonces, una relación esencial entre esa retirada,
esa reserva, esa retención y lo que se esciibe, metafórica o metonímicamente, sobre
la metáfora bajo la firma de un Heidegger?
Habida cuenta de la amplitud de esta pregunta y de todas las limitaciones que
aquí se nos imponen, comenzando por la del tiempo, sólo pretendo plantearos una
breve nota, e incluso, para circunscribir aún más mis palabras, una nota sobre una
nota. Espero poder convenceros de ello conforme vayamos avanzando: el hecho de
que esta nota apele a otra que se encuentra en un texto firmado por mí, «La mitolo-
gía blanca. La metáfora en el texto filosófico», no conlleva que me remita a él como
un autor que se cita para prorrogarse indecentemente a sí mismo. Mi gesto es tanto
menos complaciente, espero, cuanto que parte de cierta insuficiencia de dicha nota.
Lo hago por razones de economía, para ganar tiempo, con el objeto de reconstruir,
cuanto antes, un contexto tan amplio y estrictamente determinado como sea posi-
ble. Sucede, en efecto, que 1) esta nota {Márgenes de lafilosofía,n. 19, 269, 266)'' se
refiere a Heidegger y cita ampliamente uno de los principales pasajes donde éste
parece tomar posición respecto al concepto de metáfora; 2) segundo rasgo contex-
tual, esta nota viene requerida por un desarrollo referido a los usos (lo usual, el uso,
el desgaste) y al recurso a este valor de uso en la interpretación filosófica dominante
de la metáfora; 3) tercer rasgo contextual, esta nota cita una frase de Heidegger {«Das
Metaphorische gibt es nur innerhalb der Metaphysih>, «Lo metafórico sólo se da en el
interior de la metafísica»)'^ que Paul Ricoeur «discute» -es la palabra que emplea— en
La metáfora viva, precisamente en el octavo estudio, «Metáfora y discurso filosófico».
Y esa frase, a la que Paul Ricosur llama repetidas veces un adagio, la sitúa también
como «epígrafe», ésa es nuevamente su expresión, de lo que define, tras su discusión
con Heidegger, como una «segunda navegación», a saber, la lectura crítica de mi
ensayo de 1971 «La mitología blanca». Prefiero citar aquí el tercer apartado de la
introducción al octavo estudio: «Hemos de considerar una modalidad completa-
mente diferente -e incluso inversa— de implicación de la filosofía en la teoría de la
metáfora. Es inversa a la que hemos examinado en los dos apartados anteriores, pues
coloca los supuestos filosóficos en el origen mismo de las distinciones que hacen
posible un discurso sobre la metáfora. Esta hipótesis hace algo más que invertir el
orden de prioridad existente entre la metáfora y lafilosofía:invierte el modo de argu-
mentar en el ámbito de la filosofía. La discusión anterior se desarrolla en el plano de
las intenciones declaradas del discurso especulativo, incluso del ontoteológico, y sólo
pone en juego el orden de sus razones. En una 'lectura' distinta, se da una conni-
vencia entre el movimiento no confesado de la filosofía y el juego desapercibido de

'• J. Derrida, Marges de la philmophie. París, Minuit, 1972. Trad. cast.: Márgenes de la filosofía, Madrid, Cáte-
dra, 1988. La segunda cifra, en lo sucesivo, remite a la edición castellana (N. del X).
' M. Heide^er, Der Satz vom Grund, op. cu., pp. 88-89. Trad. cast.: p. 89 (N. del T),

213
la metáfora. Empleando como epígrafe la afirmación de Heidegger de que 'lo meta-
fórico sólo se da en el ámbito de la metafísica, tomaremos como guía de esta 'segun-
da navegación la 'mitología blanca' de Jacques Derrida» (324-325, 347)^.
Incluso sin contar con lo que nos implica conjuntamente a Paul Ricoeur y a mí
mismo en este coloquio, los tres elementos contextúales que acabo de recordar bas-
tarían para justificar que volvamos aquí, una vez más, a la breve frase de Heidegger,
pues dichos elementos me comprometen a desarrollar, al mismo tiempo, la nota que
le dediqué hace siete u ocho años.
Me parece que Paul Ricceur, en su discusión, no ha advertido el lugar y el alcan-
ce de esta nota; si me permito llamar la atención sobre esto a título puramente pre-
liminar, no es, en modo alguno, por espíritu de contradicción, por defender o atacar
determinadas posiciones, sino únicamente para aclarar mejor las premisas de la lec-
tura de Heidegger que intentaré llevar a cabo a renglón seguido. Lamento tener que
limitarme, por falta de tiempo, a algunas indicaciones de principio; no me será posi-
ble ajustar mi argumentación a toda la riqueza de La metáfora viva, y dar testimonio,
de este modo, de mi reconocimiento a Paul Ricceur mediante un análisis detallado,
aunque éste tuviera que acentuar el desacuerdo. Cuando digo «desacuerdo», como
vais a ver, estoy simplificando. Su lógica, a veces, es desconcertante: a menudo, el
hecho de suscribir algunas proposiciones de Ricoeur es lo que me hace protestar
cuando veo que las contrapone a las mías como si no pudieran ya leerse en lo que he
escrito. Me limitaré, a modo de ejemplo, a dos de los rasgos más generales, los que
orientan toda la lectura de Ricceur, para volver a emplazar el lugar de un debate posi-
ble, más que para abrirlo y mucho menos para cerrarlo. Quien quiera participar en
él dispone ahora, al respecto, de un corpus amplio y preciso.
Primer rasgo. Ricceur subordina toda su lectura de «La mitología blanca» a su
lectura de Heidegger y del llamado «adagio», como si yo sólo hubiese intentado lle-
var a cabo una extensión o una radicalización continua del movimiento heideggeria-
no. De ahí la fiínción del epígrafe. Todo ocurre como si yo sólo hubiese generaliza-
do lo que Ricceur llama la «crítica restringida» de Heidegger y la hubiese ampliado
desmesuradamente, más allá de todo límite. Paso -dice Ricceur— «de la crítica res-
tringida de Heidegger a la 'deconstrucción sin límite de Jacques Derrida en 'La
mitología blanca'» (362, 386). Algo más adelante, conforme al mismo gesto de asi-
milación o, al menos, de derivación continua, apela Ricceur a la figura de un «núcleo
teórico común a Heidegger y a Derrida, a saber, la presunta connivencia entre la
pareja metafórica de lo propio y de lo figurado y la pareja metafísica de lo visible y
de lo invisible» (373, 398).
Esta asimilación continuista o esta filiación me han sorprendido, pues había
señalado precisamente una reserva clara y sin equívoco, en mi nota sobre Heidegger, a
propósito de estas parejas y especialmente de la pareja visible/invisible o sensible/inte-
ligible; una reserva que, incluso, al menos literalmente, se asemeja a la de Ricoeur.
Por consiguiente, veo que se me objeta, tras la asimilación a Heidegger, una objeción
cuyo principio yo mismo había formulado con anterioridad. Se encuentra en la pri-

' P. Ricoeur, La métaphore vive, París, Seuil, 1975. La segunda cifra corresponde a la edición española: La metá-
fora viva, Madrid, Europa, 1980 (N. del T.).

214
mera línea de la nota 19 (perdonadme estas citas, pero son útiles para la claridad y
la economía de este coloquio): «Esto explica la desconfianza que le inspira a Hei-
degger el concepto de metáfora [subrayo: el concepto de metáfora]. En El principio de
razórP, insiste, sobre todo, en la oposición sensible/no sensible, rasgo importante,
pero no el único ni sin duda el primero en aparecer ni el más determinante del valor
de metáfora» {Márgenes, 269, 266).
¿No es esta reserva lo suficientemente clara como para excluir, al menos en este
punto, no sólo el «núcleo teórico común» (aparte de que no hay aquí, por razones
esenciales, ni núcleo ni, sobre todo, núcleo teórico), sino también la connivencia entre
las dos parejas consideradas? Al respecto, me atengo a lo que se dice claramente en esta
nota. Lo hago por deseo de concisión, pues en realidad toda «La mitología blanca»
cuestiona constantemente la interpretación corriente y comúnmente filosófica (inclu-
so en Heidegger) de la metáfora como transferencia de lo sensible a lo inteligible,
junto al privilegio atribuido a este tropo (incluido Heidegger) en la deconstrucción de
la retórica metafísica.
Segundo rasgo. Toda la lectura de «La mitología blanca» propuesta en La metáfo-
ra viva está vinculada a lo que Ricoeur distingue como «dos afirmaciones de la enma-
rañada demostración de Jacques Derrida» (362, 386). Una de ellas sería, pues, ésta
de la que acabamos de hablar, a saber, dice Ricoeur, «la unidad profiinda de la trans-
ferencia metafórica y de la transferencia analógica del ser visible al ser inteligible»
(ibid.). Acabo de subrayar que esta afirmación no es mía, sino que la trato de un
modo, por decirlo rápidamente, deconstructivo. La segunda afirmación se referiría a
los usos y a lo que Ricoeur llama «la eficacia de la metáfora gastada» (363, 388). En
un primer momento, Ricoeur había reconocido que el juego trópico de «La mitolo-
gía blanca» respecto a la palabra «desgaste» {usurey^ no se limitaba al desgaste como
erosión, empobrecimiento o extenuación, al desgaste del uso, de lo usado o de io gas-
tado. Pero, posteriormente, Ricoeur deja de tener en cuenta lo que introduce la com-
plicación de lo que él mismo llama «una táctica desconcertante» (365, 389), que no
responde a una especie de perversidad manipuladora o triunfante por mi parte, sino
a la estructura intratable en la que nos encontramos de antemano implicados y
deportados. Así pues, Ricoeur no tiene luego nada en cuenta esa complicación y
reduce todo mi propósito a la afirmación que precisamente cuestiono, lejos de asu-
mirla, a saber, que la relación de la metáfora con el concepto y, en general, el proce-
so de la metaforicidad se podrían comprender mediante el concepto o el esquema del
desgaste como devenir-usado o devenir-gastado, y no como usura en otro sentido,
como producción de plusvalía según unas leyes distintas a las de una capitalización
continua y linealmente acumulativa; lo cual, no sólo me ha llevado a otros campos
problemáticos (por decirlo rápidamente, psicoanalíticos, económico-políticos o
genealógicos en el sentido nietzscheano), sino a deconstruir lo que se encuentra dog-
matizado o acreditado en ellos. Ahora bien, Ricoeur dedica un amplio análisis a cri-
ticar este motivo de la metáfora «gastada», a demostrar que «la hipótesis de una

' Se refiere, evidentemente, a Der Satz vom Grund, traducido al francés con el título Lí principe de misan, París,
Gallimard, 1962 (N. del T ) .
'" El término francés MjKr? significa tanto 'desgaste' o 'deterioro' como 'usura. De aquí el juego de palabras apre-
ciado por Ricoeur en «La mitología blanca» (N. del T ) .

215
fecundidad específica de la metáfora gastada es rebatida con fuerza por el análisis
semántico expuesto en los estudios anteriores. [...] el estudio de la lexicalización de
la metáfora de Le Guern, por ejemplo, contribuye ampliamente a disipar el falso
enigma de la metáfora gastada [...]» (368, 392-393).
También aquí, en la medida en que suscribo esa proposición, no estoy de acuer-
do con RiccEur cuando me atribuye, para «rebatirlos», enunciados que yo mismo
había empezado cuestionando. Ahora bien, eso es lo que he hecho constantemente
en «La mitología blanca» e, incluso, hasta un punto de explicitación literal por enci-
ma de roda sospecha, desde el «Exergo» (desde el capítulo titulado «Exergo»)'' y des-
pués, otra vez, en el contexto inmediato de la nota sobre Heidegger, en el párrafo
mismo donde se encuentra la cita de esa nota. El «Exergo» anuncia claramente que
no se trata de dar crédito al esquema de los usos, sino de deconstruir un concepto
filosófico, una construcción filosófica edificada sobre ese esquema de la metáfora gas-
tada, o que privilegia, por motivos significativos, el tropo llamado metáfora:

Había que someter también ese valor de desgaste a la interpretación. Dicho


valor parecía estar vinculado sistemáticamente a la perspectiva metafórica. Lo
encontraremos allí donde se privilegie el tema de la metáfora. También es una metá-
fora que conlleva un presupuesto continuista. la historia de una metáfora no tendría
esencialmente el ritmo de un desplazamiento, con rupmras, reinscripciones en un
sistema heterogéneo, mutaciones, separaciones sin origen, sino el de una erosión
progresiva, el de una pérdida semántica regular, el de un agotamiento ininterrum-
pido del sentido primitivo. Abstracción empírica sin extracción fuera del suelo natal
[...]. Este rasgo -el concepto de desgaste- no forma pane, indudablemente, de una
configuración histórico-teórica limitada, sino, más probablemente, del concepto
mismo de metáfora y de la amplia secuencia metafísica que éste determina o lo
determina. Para comenzar, nos vamos a intetesar por dicha secuencia (256, 255).

La expresión «amplia secuencia metafísica» lo muestra claramente: no trataba, a


mi juicio, de considerar «¿a» metafísica como la unidad homogénea de un conjunto.
Nunca he creído en la existencia o en la consistencia de algo así como la metafísica.
Lo recuerdo para responder a otra sospecha de Ricceur. He podido llegar a decir, al
tener en cuenta tal o cual fase demostrativa o una exigencia contextual determinada,
«la» metafísica o «la» clausura de «la» metafísica (expresión que constituye el blanco
al que apimta La metáfora viva), pero también he propuesto muy a menudo en otros
lugares y asimismo en «La mitología blanca» que no se daría «la» metafísica, no sien-
do en este pimto la «clausura» el límite circular que bordea un campo homogéneo,
sino una estructura más retorcida, que intentaría llamar actualmente con otra figu-
ra: «invaginada». La representación de una clausura Hneal y circular en torno a un
espacio homogéneo es, precisamente -éste es el tema en el que más insisto—, una
autorrepresentación de la filosofía en su lógica ontoenciclopédica. Podría midtiplicar
las citas, a partir de «La diferencia»'^, donde se decía, por ejemplo, que el «texto de

' ' «Exergo» es el título de la primera sección de «La mitología blanca». Vid. Margcs de laphilosophie, op. cit., pp.
249-261. Trad. cast.: Márgenes de lafilosofia, op. cit., pp. 249-259 (N. del X).
" ]. Derrida, «La différence», en Marges de laphihsophie, op. át., pp. 1-29. Trad. cast.: «La diferencia», en Már-
genes dt lafilesofia, op. cit., pp. 37-62 (N. del T ) .

216
la metafísica» no está «rodeado sino atravesado por su límite», «señalado en su inte-
rior por el surco múltiple de su margen», «huella simultáneamente trazada y borra-
da, simultáneamente viva y muerta» (25, 59). Me limito a las siguientes líneas de «La
mitología blanca», cercanas a la nota (274, 270):

Cada vez que una retórica define la metáfora, implica, no sólo una filosofía,
sino una red conceptual en la que se constituye la filosofía. Cada hilo de esta red
configura, además, un giro\ podría decirse una metáfora si esta noción no resulta-
se aquí demasiado derivada. Lo definido está implicado, por consiguiente, en el
definidor de la definición. Como es obvio, no se reclama, en este punto, ningún
tipo de continuum homogéneo que remitiría siempre la tradición a sí misma, tanto
la de la metafísica como la de la retórica. Sin embargo, si no se comenzase pres-
tando atención a estas exigencias más duraderas, ejercidas a partir de una largísima
cadena sistemática, si no se hiciese el esfijerzo de delimitar su fiíncionamiento
general y sus límites efectivos, correríamos el riesgo de tomar los efectos más deri-
vados por los rasgos originales de un subconjunto histórico, de una configuración
identificada apresuradamente, de un cambio imaginario o marginal. Mediante una
precipitación empirista e impresionista hacia presuntas diferencias, en realidad,
hacia secciones principalmente lineales y cronológicas, se ¡ría de descubrimiento en
descubrimiento. ¡Una ruptura a cada paso! Presentaríamos, por ejemplo, como
fisionomía propia de la retórica del «siglo XVIII» un conjunto de rasgos heredados
(como el privilegio del nombre), a pesar de no estar en una línea recta, con todo
tipo de separaciones y de desigualdades de transformación, de Aristóteles o de la
Edad Media. Nos vemos remitidos, en este punto, al programa, que hay que ela-
borar por completo, de una nueva delimitación de cada corpus y de una nueva pro-
blemática de las firmas.

Dado que se ha indicado entre paréntesis el «privilegio del nombre», aprovecho


para subrayar que, al igual que Paul Ricoeur, he cuestionado continuamente - e n «La
mitología blanca» y en ottos lugares, con una insistencia que puede llegar a cansar,
pero que en todo caso no puede descuidarse- el privilegio del nombre y de la pala-
bra, junto a todas esas «concepciones semióticas que - c o m o dice acertadamente
Ricoeur— imponen la primacía de la denominación». A esa primacía, he contrapues-
to habitualmente la atención al motivo sintáctico, que domina en «La mitología
blanca» (c/" 317, 305, por ejemplo). Me ha sorprendido, pues, una vez más, verme
criticado por el lado al que había aplicado la crítica. Diría lo mismo y afortiori en el
caso del problema del etimologismo o de la interpretación del ídion aristotélico si
tuviera tiempo. Todos estos malentendidos están vinculados sistemáticamente a la
atribución a «La mitología blanca» de una tesis que se conftinde precisamente con el
supuesto al que me he enfrentado encarnizadamente, a saber, un concepto de metá-
fora dominado por el concepto de desgaste como estar-gastado o devenir-gastado, con
toda la maquinaria de sus implicaciones. En la gama ordenada de esas implicaciones,
se encuentra una serie de oposiciones, entre las que se halla precisamente la de la
metáfora viva y la metáfora muerta. Decir, como hace Ricoeur, que «La mitología
blanca» convierte la muerte o la metáfora muerta en su consigna supone un abuso,
marcándola con aquello de lo que se desmarca claramente, por ejemplo, cuando dice
que hay dos muertes o dos autodestrucciones de la metáfota (y cuando hay dos
muertes, el problema de la muerte es sumamente complicado), o también, por ejem-

217
pío, para terminar con este aparente pro domo, en ese párrafo en el que se encuentra
la cita de esa nota que hoy en día reclama esta otra:

Al valor de desgaste {Ahnutzung [término de Hegel al que le aplico el análisis


deconstructivo, en lugar de basarme en él, como quisiera Ricceur: me apoyo en él
como en un texto pacientemente estudiado, pero no me baso en él]), cuyas impli-
caciones ya hemos apreciado, corresponde, en este punto, la oposición entre metá-
foras efectivas y metáforas borradas. Aquí nos encontramos con un rasgo casi cons-
tante de los discursos sobre la metáfora filosófica: habtía metáforas inactivas a las
que cabe negarles todo interés, pues el autor no pensaba en ellas y el efecto metafó-
rico se estudiaba en el terreno de la conciencia. A la diferencia entre las metáforas
efectivas y las metáforas extinguidas corresponde la oposición entre metáforas vivas
y metáforas muertas (268-269, 265).

He dicho anteriormente por qué me parecía necesario, al margen de toda defen-


sa pro domo, comen2ar reubicando la nota sobre Heidegger que hoy quisiera anotar y
reactivar. Al mostrar en qué medida la lectura de «La mitología blanca» hecha por Paid
Ricoeur, en sus dos premisas más generales, me parecía, por así decirlo, demasiado
vivamente metafórica o metonímica, no quería, desde luego, ni polemizar ni extender
mis cuestiones a una amplia sistemática que se limita tan poco al estudio octavo de
La metáfora viva, como «La mitología blanca» se reduce a las dos afirmaciones aisla-
das que RiccEur ha querido atribuirle. Por volver a considerar la consigna de Ricoeur,
la «intersección» que acabo de señalar no concentra en un punto la diferencia entre
ambos ni siquiera el alejamiento inconmensurable de los trayectos que se cruzan en
él, como unas paralelas —diría de inmediato H e i d e ^ e r - pueden cortarse en el infini-
to. Sería el último en rechazar una crítica con el pretexto de que es metafórica o meto-
nímica, o ambas cosas a la vez. De algún modo, toda lectura lo es; la división no tiene
lugar entre una lectura trópica y una apropiada o literal, justa y verdadera, sino entre
capacidades trópicas. Por consiguiente, dejando a un lado intacta, de reserva, la posi-
bilidad de una lectura completamente distinta de ambos textos, «La mitología blan-
ca» y La metáfora viva, regreso finalmente a la nota anunciada sobre una nota.
Se me impone ahora un problema para el que busco un título lo más breve posi-
ble. Le busco, por razones de economía, un título tan formalizador y, en consecuencia,
tan económico como sea posible: pues bien, dicho títido es, precisamente, la economía.
Mi problema es la economía. ¿Cómo, conforme a las exigencias, en primer lugar, tem-
porales de este coloquio, determinar el hilo conductor más unificador y más denso posi-
ble a través de tantos trayectos virtuales como existen en el inmenso corpus, como suele
decirse, de H e i d e ^ e r y en su escritura enmarañada? ¿Cómo ordenar las lecturas, inter-
pretaciones o reescrituras que trato de proponer sobre ella? Hubiera podido escoger,
entre las distintas posibilidades, la que acaba de presentárseme con el nombre de tren-
zado, de entrelazamiento, que me interesa mucho desde hace tiempo y en la que tra-
bajo de otro modo en este momento. Con el nombre alemán de Geflecht, desempeña
un papel discreto, aunque irreductible, en «Der Weg zur Sprache» (1959)'^ para desig-
nar ese entrelazamiento singular, único, entre Sprache (palabra que no traduciré, con el

" Incluido en Uncerwegs zur Sprache, op. cit., pp. 239-268. Trad. cast.: «El camino al habla», en De caminoal
habla, op. cit., pp. 215-243 (N. del T ) .

218
fin de no tener que escoger entre Imguaje, lengua y habla) y camino {Weg, Bewegung,
Bewegen, etc.); entrelazamiento que liga y desliga {enthindende Batid) al que nos vemos
remitidos continuamente, según un círculo que Heidegger nos propone pensar o prac-
ticar de modo distinto a una regresión o a un círculo vicioso. El círculo es im «caso par-
ticular» del Geflecht. Al igual que el camino, el Geflechtno es una figura entre otras. Esta-
mos ya implicados en ella, entrelazados de antemano, cuando queremos hablar de
Sprachey ác Weg, que están «ante nosotros por anticipado» {uns stets schon voraus).
Pero, tras una primera anticipación, he tenido que decidir dejar en suspenso este
tema: no hubiese sido lo bastante económico. Ahora bien, tengo que hablar aquí de
economía de un modo económico. Debido, al menos, a cuatro motivos, que enun-
cio algebraicamente.
a. Economía para articular lo que voy a decir sobre la otra posible trópica de la
usura {usure), la del interés, la de la plusvalía, del cálculo fiduciario o de la tasa usu-
raria, que Ricoeur ha señalado, aunque la ha dejado en la incertidumbre, cuando el
caso es que comporta un suplemento heterogéneo y discontinuo, una separación tró-
pica irreductible a la del estar-gastado o usado.
b. Economía para articular esa posibilidad con la ley-de-la-casa y la ley de lo pro-
pio, oiko-nomía, lo cual me había hecho reservar una suerte particular a los dos moti-
vos de la luz y de la morada. («Morada prestada», dice Du Marsais, en su definición
metafórica de la metáfora: «La metáfora es una especie de Tropo; la palabra que
empleamos en la metáfora es considerada en un sentido distinto a su sentido propio:
está, por decirlo así, en una morada prestada, dice un antiguo; algo que es esencial y
común a todos los Tropos»)''*.
c. Economía para poner rumbo, si puede decirse así, hacia ese valor de Ereignis,
tan difícil de traducir, y cuya familia {ereignen, eigen, eigens, enteignen) se cruza, de
forma cada vez más densa, en los últimos textos de Heidegger, con los temas de lo
propio, de la propiedad, de la apropiación o de la desapropiación, por una parte, con
el de la luz, el claro o el ojo, por otra (Heidegger dice que sobreentiende Er-dugnis
en Ereignis), y, por último, en su uso corriente, con lo que viene como aconteci-
miento: ¿cuál es el lugar, el tener-lugar, el acontecimiento metafórico o el aconteci-
miento de lo metafórico? ¿Qué pasa, hoy en día, con la metáfora?
d. Economía, por último, pues a mi juicio la consideración económica me pare-
ce que guarda una relación esencial con esas determinaciones del paso o del abrirse
paso de acuerdo con los modos de la trans-ferencia o de la tra-duc-ción {Ühersetzeri),
que, en mi opinión, han de vincularse, en este punto, al problema de la transferencia
metafórica (Ubertragun^. Debido a esta economía de la economía, he propuesto darle
a este discurso el título de retirada. No «economías», en plural, sino «retirada».
¿Por qué retirada y por qué retirada de la metáfora?
Estoy hablando en lo que llamo o, mejor dicho, se llama mi lengua o, de un
modo más oscuro, mi «lengua materna». En «Sprache und Heimat»" (texto sobre
Hebbel de 1960 del que tendríamos mucho que aprender acerca de la metáfora, del

" Vid. C. Du Marsais, Des trapes ou des dijférents sens dans lesqueb on peutprendre un mhne mot dans une meme
langue, París, Dabo-Butschert, 1730. Editado posteriormente, junto al Traite des Figures ou la Rhétorique décryptée
de J. Paulhan, en París, Le Nouveau Commerce, 1977 (N. delT.).
'^ M. Heidegger, «Sprache und Heimat», en Gesamtausgabe. Frankfurt/M, Klostermann, 1983, vol. 13, pp.
155-180 (N. del T ) .

219
gleich de Verglekh y de Gleichnis, etc., pero que no se presta a la aceleración de un
coloquio), Heidegger dice que en el dialecto, otro término para Mundart, en el
idioma, se enraiza das Wesensprache, y si el idioma es la lengua de la madre, en él se
enraiza también vdas Heimische des Zuhaus, die HeimaP>^^. Y añade: «Die Mundart ist
nicht nur die Sprache derMutter, sondern zugleich undzuvor die Mutter der Sprache»"^^.
Conforme a un movimiento cuya ley vamos a analizar, esa inversión nos induciría a
pensar que, no sólo el ídion del idioma, lo propio del dialecto, se da como la madre
de la lengua, sino que, lejos de saber previamente lo que es una madre, sólo pode-
mos aproximarnos a la esencia de la maternidad mediante esa inversión. La lengua
materna no sería una metáfora para determinar el sentido de la lengua, sino el giro
esencial para comprender lo que quiere decir «la madre».
¿Y el padre? ¿Y lo que llamamos padréi Este intentaría ocupar el lugar de la
forma, de la lengua formal. Un lugar que es insostenible y que, por consiguiente, no
puede intentar ocuparlo, hablando sólo en esta medida la lengua del padre, a no ser
en su dimensión formal. En suma, ese lugar y ese proyecto imposibles son lo que Hei-
degger llamaría, al comienzo de «Das Wesen der Sprache»'*, «metalenguaje» {Meta-
sprache, Übersprache, Metalinguistik) —o Metafísica—. Pues, en última instancia, uno de
los nombres dominantes para ese proyecto imposible y monstruoso del padre, así
como para ese dominio de la forma por la forma, es realmente «Metafísica». Heideg-
ger insiste en ello: «metalingüística» no sólo «suena» como «metafísica», sino que es la
metafísica de la «tecnificación» integral de todas las lenguas; está destinada a producir
un «instrumento de información único, foncional e interplanetario». «Metasprache y
Sputnik... son lo mismo»''.
Sin ahondar en todos los problemas que se acumulan en este punto, señalaré, en
primer lugar, que en «mi lengua» la palabra retirada (retrait) posee una polisemia bas-
tante rica. De momento, dejo abierta la cuestión de saber si esta polisemia está regu-
lada o no por la unidad de un foco o de un horizonte de sentido que le prometa una
totalización o una ensambladura sistemática. Esa palabra se me ha impuesto por moti-
vos económicos (ley del oikos y del idioma, una vez más), teniendo en cuenta, o inten-
tándolo, sus capacidades de traducción, de captura o de captación traductora, de tra-
ducción o de traslación en el sentido tradicional e ideal: traslado de un significado
intacto al vehículo de otra lengtia, de otra patria o matria; o también, en el sentido
más inquietante y violento, una captura captadora, seductora y transformadora (más
o menos regulada y fiel; pero, ¿cuál es, entonces, la ley de esta fidelidad violenta?) de
una lengua, de un discurso y de un texto mediante otro discurso, otra lengua y otro
texto que pueden, al mismo tiempo, como va a ser aquí el caso, violar con el mismo
gesto su propia lengua materna, cuando importe y exporte de ella la máxima energía
e información. He considerado la palabra retirada -intacta y forzada a la vez, a salvo
en mi lengua y simultáneamente alterada— la más apropiada para captar la mayor can-

" «lo natal del hogar, el suelo natal» (N. del T ) ,


" Ihid., p. 156: «El dialecto no es sólo la lengua de la madre, sino a la vez y de antemano la madte de la len-
gua» (N. del T ) .
" Títido de las tres conferencias pronunciadas en el Sttidium Genérale de la Universidad de Friburgo en diciem-
bre de 1957 y febrero de 1958 que serían recogidas posteriormente en Untenuegs zur Sprache, op. cit, pp. 157-216.
Trad. cast.: «La esencia del habla», en De camino al habla, op. cit., pp. 141-194 (N deIT)
" Ihid., p. 160. Trad. cast.: p. 144 (N. del T ) .

220
tidad de energía y de información del texto heideggeriano, dentro del contexto en el
que nos movemos y sólo en los límites del mismo. Aquí voy a intentar con vosotros
esto mismo, a saber, poner a prueba (junto a vuestra paciencia), de un modo obvia-
mente esquemático y programático, dicha transferencia. Empiezo.
I. Primer rasgo. Vuelvo a comenzar por esos dos pasajes aparentemente alusivos y
digresivos en los que Heidegger plantea con celeridad la pertenencia ¿/f/concepto de
metáfora, como si sólo hubiese uno, a la metafísica, como si sólo hubiese una y como
si toda ella conformase una unidad. El primer pasaje, como he recordado anterior-
mente, es el que cito en la nota {i<Das Metaphorische giht es nur innerhalb derMetaphy-
sík»). El otro, en la conferencia triple «Das Wesen der Sprache» (1957), dice entre
otras cosas: « Wtr blieben in der Metaphysik hdngen, wollten wir dieses Nennen Hólder-
lins in der Wendung 'Worte wie Blumen'ftir eine Metapher halten» (207). «Seguiríamos
dependiendo de la metafísica si quisiéramos considerar como una metáfora esa expre-
sión de Holderlin en el giro 'palabras como flores'» (185).
Debido indudablemente a su forma unívoca y sentenciosa, estos dos pasajes han
constituido el único foco del debate que se ha entablado acerca de la metáfora en Hei-
degger en un artículo de Jean Greisch, «Les mots et les roses, la métaphore chez Mar-
tin Heidegger»^", por una parte, y, por otra, más tarde en La metáfora viva (1975).
Ambos análisis se orientan de modo distinto. El ensayo de Greisch se reconoce más
próximo al movimiento emprendido en «La mitología blanca». Sin embargo, ambos
textos tienen en común los motivos siguientes, que voy a recordar rápidamente sin
repetir lo que he dicho anteriormente sobre La metáfora viva. El primer motivo, con
el que no estoy de acuerdo, aunque no me extenderé al respecto, por haberlo hecho
ya y por tener que hacerlo de nuevo en otros lugares (principalmente en Glas, «Le sans
de la coupure puré», «Survivre», etc.)^', es el motivo ontoantológico de la flor. Greisch
y Ricoeur identifican lo que digo de las flores secas al final de «La mitología blanca»
con lo que Heidegger le reprocha a Gottfried Benn: transformar el poema de Hol-
derlin en un «herbario», en una colección de plantas disecadas. Greisch habla de una
similitud entre la actitud de Benn y la mía. Y Ricceur utiliza este motivo del herbario
y de la interpretación de Benn como transición hacia el tema de «La mitología blan-
ca». Por múltiples motivos, que no tengo tiempo de enumerar, leería eso de un modo
por completo diferente. Pero, de momento, me interesa más el otro motivo común a
Greisch y a Ricceur, a saber, que el poder metafórico del texto heideggeriano es más
rico, más determinante que su tesis sobre la metáfora. La metaforicidad del texto de
Heidegger desbordaría lo que él mismo dice temáticamente, a modo de denuncia sim-
plificadora, sobre el llamado concepto «metafísico» de la metáfora (Greisch, 441 y ss.,
Ricoeur, 359, 383). Suscribiría de buen grado esa afirmación. Sin embargo, falta
determinar el sentido y la necesidad que vinculan entre sí esa denuncia aparente-
mente unívoca, simplificadora y reductora del concepto «metafísico» de metáfora y,
por otra parte, la potencia aparentemente metafórica de un texto cuyo autor no quie-

-" J. Greisch, «Les mots et les roses, la métaphore chez Martin Heidegger», en Revue des ¡ciernes théologiques et
phibsophiques, n." 57, 1973. Vid. Greisch, J., La parole heureuse. Martin Heidegger entre les mots et les chases, París,
Beauchesne, 1987 (N. del T.).
" J. Derrida, Glas, París, Galilée, 1974. Extracto publicado en castellano en Anthropos. Revista de documenta-
ción científica de la cultura, «Suplementos», n." 32, 1992. «Le sans de la coupure puré», en La vérité enpeinture, París,
Flammarion, 1978. «Survivre», en Parages, París, Galilée, 1986 (N. del T ) .

221
re ya que se considere «merafórico», ni siquiera a través de un concepto pertenecien-
te a la metalingüística o a la retórica, aquello que, en ese texto, pasa de largo y pre-
tende pasar de largo de la metáfora. La primera respuesta esquemática que voy a dar,
con el título de la retirada, sería la siguiente. El concepto llamado «metafísico» de la
metáfora pertenecería a la metafísica en la medida en que ésta corresponde, en la
epocalidad de sus épocas, a una epoché, dicho de otro modo, a una retirada en sus-
penso del ser, a lo que se traduce a menudo por retirada, reserva o abrigo, ya se trate
de Verhorgenheit{tstzx-oc\Ato), de ocultamiento o de velamiento (Verhüllung). El ser
se retiene, se oculta, se sustrae, se retira {sich entzieht) en ese movimiento de retirada
que es indisociable, según Heidegger, del movimiento de la presencia o de la verdad.
Al retirarse cuando se muestra o se determina como o con ese modo de ser (por ejem-
plo, como eidos, de acuerdo con la separación o la oposición visible/invisible que
constituye el eieios platónico), ya se determine, pues, como óntos ón con la forma del
eidos o con cualquier otra, el ser se somete ya, dicho de otro modo, sozusagen, so to
speak, a una especie de desplazamiento metafórico-metonímico. Toda la llamada his-
toria de la metafísica occidental sería un amplio proceso estructural donde la epoché
del ser, al retenerse, al mantenerse éste retirado, tomaría o, mejor dicho, presentaría
una serie (entrelazada) de maneras, giros y modos, es decir, de figuras o de pasos tró-
picos, que se intentan describir con ayuda de conceptos retóricos. Cada uno de estos
términos —forma, manera, giro, modo o figura- se encontraría ya en situación tró-
pica. Conforme a esta tentación, «la» metafísica no sería sólo el recinto en el que se
habría producido y encerrado el concepto de la metáfora. La metafísica no habría
construido y tratado sólo el concepto de metáfora, por ejemplo, a partir de una
determinación del ser como eidos; ella misma estaría en situación trópica respecto al
ser o al pensamiento del ser. Esta metafísica como trópica y, singularmente, como des-
vío metafórico, correspondería a una retirada esencial del ser: al no poder revelarse,
presentarse, de no ser disimulándose en la «especie» de una determinación epocal, en
la especie de un como que borra su como tal{t\ ser como eidos, como subjetividad, como
voluntad, como trabajo, etc.), el ser sólo podría nombrarse en una separación meta-
fórico-metonímica. Estaríamos, entonces, tentados de decir: lo metafísico, que
corresponde en su discurso a la retirada del ser, tiende a concentrar, en la semejanza,
todas sus separaciones metonímicas en una gran metáfora del ser o del pensamiento
del ser. Esta concentración es la lengua de la metafísica.
¿Qué pasaría, entonces, con la metáfora? Todo, la totalidad de lo ente. Pasaría lo
siguiente: habría que pasar de largo de ella sin poder hacerlo. Y esto define la estruc-
tura de las retiradas que me interesan en este punto. Por una parte, se ha de poder
pasar de largo de ella, pues la relación de la metafísica (ontoteológica) con el pensa-
miento del ser, esa relación {Bezu^ que señala la retirada (Entziehung) del ser, ya no
puede llamarse -literalmente- metafórica desde el momento en que su uso (hablo del
uso, del hacerse-usual de la palabra, y no de su sentido original, al que nunca se ha
referido nadie, y menos yo) se ha establecido a partir de esa pareja de oposición meta-
física para describir relaciones entre los entes. Dado que el ser no es nada, dado que
no es un ente, no podrá decirse o nombrarse more metaphorico. Y, por consiguiente,
no tiene, en ese contexto del uso metafísico dominante de la palabra «metáfora», un
sentido propio o literal que pudiera ser mentado metafóricamente por la metafísica.
Luego, si a propósito del ser no puede hablarse metafóricamente, tampoco puede

222
hablarse de él propia o literalmente. Del ser se hablará siempre c«tí«metafóricamen-
te, mediante una metáfora de la metáfora, con el exceso de un trazo suplementario,
de un re-trazo, de un pliegue suplementario metafórico que expresa esa retirada, al
repetir desplazándola la metáfora intrametafísica, la que la retirada del ser habrá
hecho posible. La gráfica de esta retirada tendría el aspecto siguiente, que describo
sumariamente:
1. Lo que Heidegger llama la metafísica corresponde a una retirada del ser. Por
consiguiente, la metáfora como concepto llamado metafísico corresponde a una reti-
rada del ser. El discurso metafísico, que produce y contiene el concepto de metáfo-
ra, es en sí mismo cuasimetafórico respecto al ser: es, por tanto, una metáfora que
engloba el concepto estrecho-restringido-estricto de metáfora que, en sí mismo, sólo
tiene un sentido estrictamente metafórico.
2. El discurso llamado metafísico sólo puede ser desbordado, en la medida en
que corresponde a una retirada del ser, conforme a una retirada de la metáfora como
concepto metafísico, de acuerdo con una retirada de lo metafísico, con una retirada
de la retirada del ser. Pero como esa retirada de lo metafórico no deja el sitio libre a
un discurso de lo propio o de lo literal, tendrá, a la vez, el sentido del re-pliegue, de
lo que se retira como una ola en la playa, de un re-torno, de la repetición que sobre-
carga con un trazo suplementario, con una metáfora de más, con un rí-trazo meta-
fórico, un discurso cuyo reborde ya no puede determinarse mediante una línea sim-
ple, mediante un trazo lineal e imposible de descomponer. Este trazo tiene la
multiplicidad interna, la estructura plegada-replegada de un re-trazo. La retirada de
la metáfora da lugar a una generalización abismal de lo metafórico —metáfora de
metáfora en los dos sentidos- que ensancha los bordes o, mejor dicho, los invagina.
No quiero extenderme en el desarrollo de esta paradoja; sólo saco de ella, apresura-
damente, dos conclusiones provisionales.
1. La palabra, hasta cierto punto «francesa», rí-ínz/í (retirada), no es, a mi juicio,
demasiado abusiva para traducir la Entziehung, el Sich-Entziehen del ser, en la medi-
da en que éste, al quedarse en suspenso, al ocultarse, al sustraerse, al velarse, etc., se
retira a su cripta. La palabra francesa es apropiada, en esta medida, en la medida del
«punto demasiado abusivo» (una «buena» traducción ha de abusar siempre), para
designar el movimiento esencial y en sí mismo doble, equívoco, que hace posible en
el texto de Heidegger todo esto de lo que ahora mismo estoy hablando. La retirada
del ser, en su ser-retirada, da lugar a la metafísica como ontoteología que produce el
concepto de metáfora, que se produce y se denomina de modo cuasimetafórico. Para
pensar el ser en su retirada, habría que dejar, por consiguiente, que se produjera o
que se redujera una retirada de la metáfora que, sin embargo, al no dejar sitio a nada
opuesto, susceptible de ser opuesto a lo metafórico, extenderá ilimitadamente todo
trazo metafórico y le añadirá una plusvalía suplementaria. En este punto, la palabra
re-trazo (trazo de más para suplir la retirada que sustrae, re-trazo que dice al mismo
tiempo, con un trazo, más y menos) sólo designa el retorno generalizador y suple-
mentario con una especie de violencia cuasicatacrética, con una especie de abuso que
impongo a la lengua, con un abuso que espero que esté justificado, debido a la nece-
sidad de una buena formalización económica. Retirada no es ni una traducción ni
una no-traducción (en el sentido corriente) del texto heideggeriano; no es ni propio
ni literal, ni figurado ni metafórico. «Retirada del ser» no puede tener un sentido lite-

223
ral o propio en la medida en que el ser no es algo, un ente determinado que poda-
mos designar. Por la misma razón, como la retirada del ser da lugar tanto al concep-
to metafísico de metáfora como a su retirada, la expresión «retirada del ser» no es
stricto sensu metafórica.
2. Segunda conclusión provisional: debido a esta invaginación quiasmática de
los bordes y dado que la palabra retirada no funciona aquí ni literal ni metafórica-
mente, no sé lo que quiero decir antes de pensar, podríamos decir, la retirada del ser
como retirada de la metáfora. En lugar de proceder a partir de una palabra o de un
sentido conocido o determinado (la retirada) para pensar qué pasa con ella respec-
to al ser y a la metáfora, sólo llegaré a comprender, entender, leer, pensar o dejar que
se manifieste la retirada en general tras la retirada del ser como retirada de la metá-
fora en todo el potencial polisémico y diseminador de la retirada. Dicho de otro
modo: si se pretendiese entender la retirada-de como una metáfora, nos encontraría-
mos con una metáfora curiosa, trastornadora, casi catastrófica, catastrópica: tendría
por objeto enunciar algo nuevo, todavía inaudito, sobre el vehículo y no sobre el
tema aparente del tropo. Retirada-del-ser-o-de-Ia-metáfora nos permitiría pensar
menos el ser o la metáfora que el ser o la metáfora de la retirada, a fin de permitir-
nos pensar la vía y el vehículo, o su abrirse paso. Habitualmente, usualmente, una
metáfora pretende procurarnos un acceso a lo desconocido y a lo indeterminado
dando un rodeo por algo familiar reconocible. «El atardecer», experiencia común,
nos ayuda a pensar la vejez, cosa mucho más difícil de pensar o de vivir, como atar-
decer de la vida, etc. Según este esquema corriente, sabríamos de modo familiar lo
que quiere decir retirada y, a partir de aquí, intentaríamos pensar la retirada del ser
o de la metáfora. Ahora bien, lo que ocurre aquí es que, por una vez, sólo podemos
pensar el trazo del re-trazo después de pensar esa diferencia óntico-ontológica en
cuya retirada se habría trazado, junto con el reborde de la metafísica, la estructura
corriente del uso metafórico.
Esta catástrofe invierte, por tanto, el trayecto metafórico cuando la metaforici-
dad, al resultar desbordante, no se deja ya contener en su llamado concepto «meta-
físico». ¿Llegaría a generar esta catástrofe un deterioro general, una desestructuración
del discurso -del de Heidegger, por ejemplo—, o bien daría lugar a una simple con-
versión del sentido, que repetiría en su proftmdidad la circulación del círculo her-
menéutico? No sé si se trata de una alternativa, pero, si lo es, no sería capaz de res-
ponder a dicha pregunta, y no sólo por razones de tiempo: un texto, por ejemplo el
de Heidegger, entrelaza necesariamente y lleva consigo ambos motivos.
II. Subrayaré, por tanto, únicamente -en esto consistirá el segundo gran rasgo
anunciado- lo que une (su guión, si queréis) los enunciados de Heidegger acerca del
llamado concepto metafísico de metáfora y, por otra parte, su propio texto, en la
medida en que parece más «metafórico» que nunca o cuasimttiióúco, incluso cuan-
do niega serlo. ¿Cómo es posible esto?
Para encontrar el camino, la forma del camino entre ambos, hay que advertir lo
que acabo de llamar catástrofe generalizadora. Pondré dos ejemplos de ella entre otros
posibles. Se trata siempre de esos momentos típicos en los que, al recurrir a fórmulas
que estaríamos tentados de admitir como metáforas, Heidegger precisa que no lo son,
y arroja la sospecha sobre lo que creemos pensar como algo claro y seguro con ese tér-
mino. Dicho gesto no aparece sólo en los dos pasajes citados por Ricoeur o Greisch.

224
En la Carta sobre el humanismo'-^, dentro de una dinámica que no puedo reconstruir
aquí se encuentra la frase: «.Das Denken haut am Haus des Seins», «El pensamiento tra-
baja en [la construcción de] la casa del ser» (358, 61), pues el ordenamiento del ser
{Fuge des Seins) señala, ordena (verfiigen) al hombre que viva en la verdad del ser. Y
algo después, tras una cita de Holderlin: «El discurso sobre 'la casa del ser' {Die Rede
vom Ham des Seins) no es una metáfora {Ubertragun^ que transfiera la imagen de
'casa' hacia el ser, sino que [se sobreentiende: a la inversa] podremos algún día pensar
en qué consisten 'la casa' y 'el habitar' si pensamos primero la esencia del ser de forma
adecuada {sondem aus dem sachgemdssgedachten Wesen des Seins)» (ibid.).
«Casa del ser» no funcionaría, en este contexto, como una metáfora en el senti-
do corriente, usual, es decir, literal de la metáfora, si es que lo hay. Este sentido
corriente y cursivo -lo concibo también en un sentido direccional- desplazaría un
predicado familiar (y, en este punto, no hay nada más familiar, familiarizado, cono-
cido, doméstico y económico, creemos, que la casa) hacia un sujeto menos familiar,
más alejado, unheimlich, que se trataría de apropiárselo mejor, de conocerlo o de
comprenderlo, y que se designaría, de este modo, mediante el desvío indirecto de lo
más próximo, la casa. Ahora bien, lo que pasa en este punto, con la cuasimetáfora de
la casa del ser, y lo que pasa de largo de la metáfora en su dirección discursiva es que
el ser dejaría o prometería dejar pensar, tras su propia retirada, la casa o el habitat.
Podríamos intentar utilizar todo tipo de términos y de esquemas técnicos, tomados
de tal o cual metarretórica para áominSiT formaliterlo que se asemeja, conforme a una
insólita Ubertragung, a una inversión trópica de las relaciones entre el predicado y el
sujeto, entre el significante y el significado, entre el vehículo y el contenido, entre el
discurso y la referencia, etc. Cabría la tentación de formalizar esa inversión retórica
en la que, en el tropo «casa del ser», el ser nos dice más o nos promete más sobre la
casa que la casa sobre el ser. Pero se dejaría escapar, entonces, lo más estrictamente
propio que pretende decir el texto heideggeriano en ese lugar. Mediante la inversión
considerada, el ser no se convierte en lo propio de ese ente supuestamente bien cono-
cido y familiar, próximo, lo que se creía que era la casa en la metáfora corriente. La
casa no se ha vuelto algo unheimlich por haber sido sustituida, en el papel de lo más
próximo, por «ser». Por tanto, no nos encontramos ya con una metáfora en el senti-
do usual, ni con una simple inversión que permute los lugares de una estructura tró-
pica usual. Menos aún cuando este enunciado (que no es, por lo demás, un enun-
ciado judicativo, una proposición corriente, de tipo constativo: S es P) tampoco es
un enunciado entre otros que se refiera a las relaciones entre predicados y sujetos
ónticos, pues, en primer lugar, implica el valor económico de la morada y de lo pro-
pio que interviene a menudo o siempre en la definición de lo metafórico. Además,
dicho enunciado habla ante todo ¿/Í/lenguaje y, por tanto, en el seno del mismo, de
la metaforicidad. En efecto, la casa del ser, como puede leerse antes en la Carta sobre
el humanismo, es die Sprache (lengua o lenguaje):

Lo único {Das Einzige) que el pensamiento que pretende expresarse, por vez
primera, en Sein undZeit quiere alcanzar es algo simple (etwas Einfaches). En cuan-

" M. Heidegger, «Brief über den Humanismus», en Cesamtausgahe, op. cit., vol. 9, 1976, pp. 313-364. Trad.
cast.: Carta sobre el humanismo, Madrid, Taurus, 1959, 1966 (N. delT).

225
to tal [simple, único], el ser permanece oculto {geheimnisvoll), es la proximidad
simple de un poder que no se impone. Esta proximidad west [es, se esencializa]
como die Sprache selbst (333, 30).

Se trata de otro modo de decir que sólo se podrá pensar la proximidad de lo pró-
ximo (la cual, por su parte, no es próxima o propia: la proximidad no es próxima, la
propiedad no es propia) a partir y dentro de la lengua. Y más adelante:

Por eso hay que pensar das Wesen der Sprache a partir de la correspondencia
con el ser y como tal correspondencia, es decir, como Behausung des Menschenwe-
sens (casa que alberga la esencia del hombre). Pero el hombre no es sólo un ser vivo
que, entre otras facultades, tenga también die Sprache. Die Sprache es, más bien, la
casa del ser, en la que, al habitar en ella, el hombre ek-siste, en la medida en que
pertenece, guardándola, a la verdad del ser (333, 31).

Este movimiento ya no es simplemente metafórico. 1. Se refiere al lenguaje y a


la lengua como elementos de lo metafórico. 2. Se refiere al ser que no es nada y que
hay que pensar a partir de la diferencia ontológica que, con la retirada del ser, hace
posibles tanto la metaforicidad como su retirada. 3. No hay, por consiguiente, nin-
gún término que sea propio, usual y literal en la separación sin separación de este fra-
seado. A pesar de su traza o su aspecto, éstas no son ni metafóricas ni literales. Al
enunciar de un modo no literal la condición de la metaforicidad, la libera tanto de
la extensión ilimitada como de su retirada. Retirada mediante la cual lo que se aleja
(entfemi) de lo no-próximo de la proximidad se retira y se resguarda ahí. Como se
dice al comienzo de «Das Wesen der Sprache», basta de metalenguaje, de metalin-
güística y, por tanto, basta de metarretórica, de metafísica. Siempre hay una metáfo-
ra más cuando la metáfora se retira ensanchando sus límites.
La huella de esta torsión, de esta alteración de la marcha y del paso, de este des-
vío del camino heideggeriano, puede encontrarse siempre que Heidegger escribe
acerca del camino. Se le puede seguir la pista y descifrarla según la misma regla, que
no es ya meramente la de una retórica o una trópica. Sólo mencionaré otra aparición
de dicha huella, pues goza de algunos privilegios. 1. En «Das Wesen der Sprache»
(1957-58) precede con mucho al pasaje citado anteriormente sobre «Worte, wie Blu-
men»^^. 2. N o se refiere sólo a la presunta metaforicidad de algunos enunciados sobre
el lenguaje en general y, dentro del mismo, sobre la metáfora. Apunta, en primer
lugar, a un discurso presuntamente metafórico que se refiere a la relación existente
entre pensamiento y poesía {Denken und Dichteri). 3. Determina esa relación como
vecindad {Nachharschafi), conforme a ese tipo de proximidad {Ndhé) que se llama
vecindad, en el ámbito de la morada y la economía de la casa. Ahora bien, también
aquí, llamar metáfora, como si se supiese en qué consiste ésta, a dicho valor de vecin-
dad existente entre poesía y pensamiento, hacer como si se estuviera realmente segu-
ro de la proximidad de la proximidad y de la vecindad de la vecindad es cerrarse a la
necesidad de otro movimiento. A la inversa, al renunciar a esa seguridad de lo que se

^-' «Palabras, como flores». Vid. F. Holderlin, «Pan y vino», en Poemas, Barcelona, Icaria, 1991, 2.» ed., pp.
124-137, p. 130 (N. del T ) .

226
cree reconocer con el nombre de metáfora, quizá nos aproximemos a ia proximidad
de la vecindad. No es que la vecindad nos sea extraña antes de acceder a la que se da
entre Denken y Dichten. Nada nos resulta más familiar que ella, como recuerda Hei-
de^er de inmediato. Moramos y nos movemos en ella. Pero, y esto es lo más enig-
mático de este círculo, hay que regresar allí donde estamos sin estar propiamente
(véase 184 y passim, 164). Heidegger acaba de llamar «vecindad» a la relación que
señala la «y» entre Dichten und Denken. ¿Con qué derecho, se pregunta entonces,
hablar aquí de vecindad? Vecino {Nachbar) es quien vive en la proximidad {in der
Ndhé) de otro y con otro (Heidegger no explota la serie vicus, veicus, que quizás remi-
ta a oikos y al sánscrito veca (casa), lo señalo con reservas y provisionalmente). La
vecindad es, de este modo, una relación (Beziehung), estemos atentos a esta palabra,
que surge cuando uno atrae (zieht) al otro a su proximidad para que se establezca en
ella. Podríamos pensar, entonces, que, tratándose de Dichten und Denken, esa rela-
ción, ese trazo que atrae a uno a la vecindad del otro, se menciona con una <<bild-
liche Redeiveisen (modo figurado de hablar). Eso sería efectivamente tranquilizador. A
no ser que, de ese modo, observa entonces Heidegger, hayamos dicho ya algo acerca
de la cosa misma, a saber, sobre lo esencial que queda por pensar, o sea, la vecindad,
mientras sigue estando «indeterminado, para nosotros, qué es Rede, qué es Bild y
hasta qué punto die Sprache in Bildem spricht, e incluso si ésta habla de ese modo»
(187, 167).
III. Precipitando mi conclusión en este tercer y último rasgo, quisiera llegar
ahora, no a la última palabra, sino a esa misma palabra plural: rasgo {trait}. Y no lle-
gar sino volver a ella. No a la retirada de la metáfora, sino a lo que, en principio,
podría parecer la metáfora de la retirada. ¿No habría, en última instancia, detrás de
todo ese discurso, sosteniéndolo más o menos discretamente, retiradamente, una
metáfora de la retirada que permitiría hablar de la diferencia ontológica y, a partir de
ella, de la retirada de la metáfora? A esta pregunta, aparentemente algo formal y arti-
ficial, podríamos responder, también tapidamente, que eso confirmaría, cuando
menos, la de-limitación de lo metafórico (no se da lo meta-metafórico, pues sólo hay
metáforas de metáforas, etc.) y confirmaría, asimismo, lo que dice Heidegger sobre
el proyecto metalingüístico como metafísica, sobre sus límites e, incluso, sobre su
imposibilidad. No me voy a conformar con este tipo de respuesta, aun cuando, en
principio, sea suficiente.
Hay —y de un modo decisivo en la instancia del «hay», del es gibt que así tra-
ducimos— un trazo, un trazarse o un trazado del trazo que opera discretamente;
trazo subrayado por Heidegger, cada vez en un lugar decisivo, y lo bastante incisivo
como para dejarnos pensar que nombra, precisamente, la firma más grave, grabada,
grabadora, de la decisión. Dos familias, por así decirlo, de palabras, nombres, verbos
y sincategoremas acaban vinculándose, comprometiéndose, cruzándose en ese con-
trato del trazo en la lengua alemana. Está, por una parte, la «familia» de Ziehen {Zug,
Bezug, Gezüge, durchziehen, entziehen) y, por otra, la «familia» de Reissen (Riss, Aufriss,
Umriss, Grundriss, etc.). Que yo sepa, esto no se ha señalado nunca o, al menos, no
se ha tratado de acuerdo con el papel que desempeña ese cruce. Ahora bien, este léxi-
co (se trata, más o menos, de un léxico, pues llegará a nombrar el trazo o la tracción
diferencial como posibilidad del lenguaje, del logas, de la lengua y de la léxis en gene-
ral, tanto de la inscripción hablada como de la escrita) se le impone muy pronto a

227
Heidegger, eso me parece al menos, con la reserva de que hay que hacer una investi-
gación más sistemática, desde «El origen de la obra de arte» (1935-1936)^^. Pero en
esta primera puntualización, para no extenderme más, me limitaré a tres tipos de
observaciones.
1. Señalaré, en primer lugar, algo sobre el trazo que avecina. La vecindad existen-
te entre Denken y Dichten nos permitía acceder a la vecindad, a la proximidad de la
vecindad, a través de una vía, de un camino que, al no ser más metafórico que literal,
replantearía el problema de la metáfora. Ahora bien, el trazo que avecina, el trazo que
aproxima, podría decirse, el trazo propio que relaciona (beziehi) entre sí Dichten (que
no hay que traducir sin tomar precauciones f>or «poesía») y pensamiento {Denken) en
su proximidad que avecina, que los separa y que ambos comparten, ese trazo o rasgo
común diferencial que los atrae recíprocamente, aun sellando su diferencia irreducti-
ble, ese trazo es el trazo: Riss, trazado que se abre paso mediante una incisión, median-
te un desgarramiento, señalando la separación, el límite, el margen, la marca (Heideg-
ger menciona, en un momento determinado, la «marca», «Mark», como límite, Grenz,
Grenzland, 171, 153). Y este trazo {Riss) es un corte que se hacen, en algún lugar del
infinito, los dos vecinos, Denken und Dichten. En la entalladura de ese corte, se abren
el uno al otro, podría decirse, se abren desde su diferencia e, incluso, por emplear un
término cuyo uso he intentado regular en otro lugar (en Glas), se recortan en su trazo
{trait) y, por consiguiente, en su mirada (rítrait) respectiva. Este trazo {Riss) que
recorta los relaciona entre sí, pero no pertenece a ninguno de ellos. Por ello, no es un
trazo o rasgo común o un concepto general, ni tampoco una metáfora. Podría decir-
se que el trazo es más originario que ambos {Dichten y Denken), corta y recorta, es
su origen común y el sello de su alianza, y sigue siendo algo singular y diferente a
ambos; si un trazo pudiese ser algo, sería algo propia y plenamente originario. Ahora
bien, en la medida en que abre paso a una separación diferencial, no es ni plena-
mente originario y autónomo ni, en la medida en que abre paso, puramente deriva-
do. Puesto que dicho trazo abre paso a la posibilidad de nombrar en la lengua (escri-
ta o hablada, en el sentido corriente de estas palabras), no puede ser nombrado, en
cuanto separación, ni literalmente ni propiamente ni metafóricamente. Nada puede
aproximársele en cuanto tai
Al final de la segunda parte de «Das Wesen der Sprache» (194, 173), Heideg-
ger termina señalando cómo, en el «es gibt das Wort» es, das Wort, gibt^'', pero de
tal modo que la joya {Kleinod) del poema que se está leyendo («Das Wort», de Ste-
fan George), que el poema da como un presente y que no es sino una cierta rela-
ción de la palabra con la cosa, esa joya innombrada, se retira {das Kleinod entzieht
sich). El es gibt Teúra. lo que da, sólo da retirando; a quien sabe renunciar. La joya se
retira en el «asombroso secreto», donde secreto {geheimnisvoll} denota lo asombro-
so [das Erstaunende, was staunen Idssí) y designa la intimidad de la casa como el
lugar del retiro {geheimnisvoll). Volviendo a continuación al tema de la vecindad
existente entre Denken y Dichten, a su alteridad irreductible, Heidegger llama a su
mutua diferencia «tierna», delicada {zari) pero «clara», que no ha de dejar lugar a

''* M. Heidegger, «Der Ursprung des Kunstwerkes», en Hokwege, Gesamtausgabe, op. cit.. vol. 5, 1977, pp.
I -74. Trad. cast.: «E! origen de la obra de arte», en Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 1995, pp. 11 -74 (N. del T ) .
^'' «en 'se da la palabra, ello, la palabra, da» (N. del T.).

228
ninguna confusión. Dichten y Denken son paralelos {par' allélorí), uno se encuentra
al lado o a lo largo del otro, aunque no separados, si entendemos por separación
«estar alejados sin relación alguna entre sí» (ins Bezuglose abgeschieden, 196, 175),
sino vinculados por la tracción de ese trazo {Zu^, de ese Bezug que los relaciona o
que los traslada hacia el otro.
¿Cuál es, por consiguiente, el trazo de ese Bezugentic Denken y Dichterü Se trata
del trazo {Riss) de una encentadura, de una apertura que traza, que abre paso (el tér-
mino Bahnen aparece a menudo en este contexto junto a las figuras del Bewegen), de
un Aufriss. El término encentadura, que he empleado mucho en otro momento, me
parece el más idóneo para traducir Aufriss, palabra decisiva, palabra de la decisión en
este contexto, de la decisión «involuntaria», que los traductores vierten unas veces
por «trazado que abre» y otras por «grabado».
Las dos paralelas encentadas se cortan en el infinito, se recortan, se hacen una
entalladura y firman de alguna forma una en el cuerpo de la otra, una en lugar de la
otra, el contrato sin contrato de su vecindad. Si las paralelas se cortan {schneiden sich)
en el infinito {im Un-endlicheri), ese corte, esa entalladura {Schnitt), no se lo hacen a
sí mismas: se recortan sin tocarse, sin afectarse, sin herirse. Sólo se encentan y se cor-
tan (geschnítten) en la encentadura (Aufriss) de su vecindad, de su esencia avecinante
{nachbarlichen Wesens). Y, mediante esta incisión que las deja intactas, quedan einge-
zeichnet, «signées» («firmadas») dice la traducción francesa: dibujadas, caracterizadas,
asignadas, consignadas. Diese Zeichnung ist der Riss, dice entonces Heidegger (196,
175)^''. Este trazo encenta {er reisst aufi y traza abriéndolos Dichten y Denken en su
mutua aproximación. Esta aproximación no los acerca desde un lugar en el que esta-
rían ya previamente y desde el que se dejarían más tarde atraer (ziehen). La aproxi-
mación es el Ereignis que remite Dichten y Denken a lo propio {in das Eigené) de su
esencia (Wesen). El trazo de la encentadura señala, pues, el Ereignis como apropia-
ción, como acontecimiento de la apropiación. No precede a los dos propios a los que
hace venir a su propiedad, pues no es nada sin ellos. En este sentido, no es una ins-
tancia autónoma, originaria, propia respecto a los dos propios que el trazo encenta y
une. Como no es nada, ni aparece en sí mismo, ni tiene fenomenalidad alguna pro-
pia e independiente, ni se muestra, se retira, está estructuralmente en retirada, como
separación, apertura, diferencialidad, huella, reborde, tracción, fractura, etc. Desde
el momento en que se retira, al salirse, el trazo es a priori reúradz, inapariencia, señal
que se borra en su encentadura.
Su inscripción, como he intentado expresar con la huella o con la diferencia, sólo
logra borrarse.
Sólo llega y adviene borrándose. A la inversa, el trazo no es algo derivado. No es
secundario, cuando acontece, con respecto a los ámbitos, esencias o existencias que
recorta, abre y repliega en su recorte. El re del retrazo no es un accidente que sobre-
viene al trazo. Se destaca permitiendo que toda propiedad se destaque, como se dice
de una figura sobre un fondo. Pero no se destaca ni antes ni después de la encenta-
dura que permite destacarse, ni sustancialmente ni accidentalmente, ni materialmen-
te ni formalmente, ni según ninguna de las oposiciones que organizan el discurso lla-

•^^ «Este dibujo es el trazo» (N. del T.).

229
mado metafisico. Si «la» metafísica tuviese una unidad, residiría en el régimen de esas
oposiciones, el cual sólo surge y se determina a partir de la retirada del trazo, de la
retirada de la retirada, etc. El «a partir de» se abisma en sí mismo. De este modo, aca-
bamos de reconocer la relación entre el re de la retirada (que no expresa de un modo
menos violento la repetición de la encentadura que la suspensión negativa de la Ent-
ziehung o de la Ent-femun^ y el Ereignen del es gibt que focaliza la totalidad del
«último» pensamiento de Heidegger en ese trazo, precisamente, donde el movi-
miento del Enteignen (desapropiación, retirada de la propiedad) acaba ahondando
todo Ereignis {Dieses enteignende Vereignen ist das Spiegelspiel des Gevierts, «Das Ding»,
mfinéf'^.
2. Señalaré, en segundo lugar, el resultado {performance) o, en un sentido muy
abierto de esta palabra, el realizativo de escritura mediante el que Heidegger nom-
bra, llama Aufriss (encentadura) a lo que decide, decreta o deja que se decida lla-
mar Aufriss, a lo que se llama, según él, Aufriss y cuya traducción bosquejo, de
acuerdo con la tracción de un gesto igualmente realizativo, mediante encentadura.
La decisión tajante de llamar Ausfriss a lo que, en cierto modo, se encontraba toda-
vía innombrado o ignorado bajo ese nombre es ya, en sí misma, una encentadura;
sólo puede nombrarse, autonombrarse y encentarse en su propia escritura. Hei-
degger a menudo hace el mismo gesto, por ejemplo, con Dasein, al inicio de Sein
und Zeit. En el gesto que hay aquí no encontramos neologismo alguno, ni me-
taescritura.
He aquí lo que se firma y encenta bajo la firma de Heidegger cuando, en «Der
Weg zur Sprache», acaba sugiriendo que la unidad de la Sprache sigue estando aún
innombrada {unbennaní). Los nombres de la tradición han fijado siempre su esencia
en tal o cual aspecto o predicado. Heidegger pone punto y aparte, y comienza así un
nuevo párrafo: «DÍV gesuchte Einheit des Sprachwesens heisse der Aufriss» (251-252),
«La unidad buscada de la esencia de la Sprache se llama encentadura» (227). Hei-
degger no dice: decido arbitrariamente bautizarla «encentadura», sino que «se llama»,
en la lengua que decide, encentadura. O, mejor dicho, eso no se llama con ese nom-
bre: nos llama a... Prosigamos: «Der Ñame heisst uns [Este nombre nos pide que nos]
fijemos [erblicken, como en Satz vom Grund en la declaración sobre la metáfora] con
mayor claridad {deutlicher) en lo propio {das Eigené) des Sprachwesens. Riss ist dassel-
be Wort wie ritzen ('Trazo' es la misma palabra que 'rayar')» (252, 227).
Ahora bien, continúa Heidegger, a menudo sólo conocemos el Riss con la forma
«devaluada» {abgewerteten) que tiene en expresiones como rayar una pared, desbrozar
y roturar un campo {einen Acker aufrund-umreisserí) o trazar surcos {Furchen zieherij
con el objeto de que el campo albergue y guarde en sí {herge) las simientes y el creci-
miento. La encentadura {Aufriss) es la totalidad de los trazos {das Ganze derZüge), el
Gefiige y el Geziige de esta Zeichnung (inscripción, grabado, firma) que ensambla (ar-
ticula, separa y mantiene unida) de pane a parte la apertura de la Sprache. Pero es-
ta encentadura sigue estando verhüllt (velada) en la medida en que no se aprecie pro-
piamente {eigens) en qué sentido se habla de lo hablado y del hablar. El trazo de la

" M. Heidegger, «Das Ding», en Vortrage undAufidtze, Pfkllingen, Verlag Güniher Neske, 1954, p. 172. Trad.
cast.: «La cosa», en Conferencias y artículos, Barcelona, Serbal, 1994, p. 156: «Este expropiante apropiar es el juego
de espejos de la Cuaternidad» (N. del T ) .

230
encentadura se encuentra, por consiguiente, velado, retirado, pero es también el trazo
que reúne y separa a la vez el velamiento y el desvelamiento, la retirada y la retirada de
la retirada.
3. Acabamos de apreciar que el trazo se contrae en sí mismo al retirarse, al cru-
zarse, al recortarse a través de las dos circunscripciones vecinas del Reissen y del Ziehen.
El recorte cruza y vincula entre sí, tras haberlas atraído a la lengua, las dos genealogías
heterogéneas del trazo, las dos palabras o «familias» de palabras, de «logias». En el
recorte, el trazo se señala a sí mismo al retirarse, hasta borrarse en otro, hasta reins-
cribirse en él paralelamente y, por consiguiente, heterológicamente y alegóricamente. El
trazo {traií) es retirada {retraii). Ni tan siquiera podemos decir que esr. la retirada no
puede ya someterse a la instancia de una cópula ontológica cuya posibilidad misma
está condicionada tanto por aquélla como por el es giht. Como hace Heidegger con
Ereignis o Sprache, hay que decir de modo no tautológico lo siguiente: el trazo trata
o se trata, traza el trazo y, por consiguiente, retraza y re-trata o retira la retirada, con-
trata, se contrae y firma consigo mismo, con su propia retirada, un extraño contra-
to que ya no precede, por una vez, a su propia firma y que, en consecuencia, la elimi-
na. Todavía hemos de llevar a cabo, encentar, trazar, tratar o acosar, en este punto,
no esto o aquello, sino la propia captura de este cruce de una lengua con otra y la
captura (a la vez violenta y fiel, que deja a salvo y, sin embargo, es pasiva) de este
cruce que vincula Reissen y Ziehen, traduciéndolas ya a la llamada lengua alemana.
Esta captura afectaría al propio capturador, al que lo traduce a la otra lengua, pues
retrait, en francés, nunca ha querido decir, usualmente, re-trazamiento. Para encen-
tar esta captación comprensiva y este trato o esta transacción con la lengua del otro,
subrayaré, para concluir, lo siguiente: el trato ohra, está obrando ya en la lengua del
otro, en las lenguas del otro, podría decirse, pues siempre hay más de una lengua en
la lengua. Que yo sepa, el texto de Heidegger en el que, al parecer, se nombra por
vez primera (en el sentido de heisseri) ese cruce del Ziehen y del Reissen es «El origen
de la obra de arte», precisamente cuando se mienta la verdad como no-verdad. Die
Wahrheit ist Un-wahrheiP. En la no-retirada de la verdad como verdad, en su Un-
verborgenheit, el Un tacha, impide, prohibe (défend) o hiende (fend) de doble mane-
ra. La verdad es ese combate originario (Urstreit) donde pertenece a la esencia de la
verdad sufrir o experimentar lo que Heidegger llama la atracción de la obra, la pro-
pensión a la obra (Zug zum Werk), como su insigne posibilidad (ausgezeichnete
Moglichkeit). La obra, precisamente, se ha definido con anterioridad como symbállein
y állo agoreúein. En esa atracción, la verdad despliega su esencia {ivesi) como comba-
te entre claro y reserva o retirada (Verbergun^, entre mundo y tierra. Ahora bien, este
combate no es un trazo {Riss) como Aufreissen que abra un simple abismo (blossen
Kluft} entre los adversarios. El combate atrae a los adversarios mediante la atracción
de una pertenencia recíproca. Un trazo los lleva hacia la procedencia de su unidad a
partir de un foco unificado, aus dem einigen Grunde zusammen. En este sentido, es
Grundriss-. plan fundamental, proyecto, diseño, bosquejo o esbozo. Se imprimen,
entonces, una serie de locuciones cuyo sentido corriente, usual o «literal», podríamos
decir, se encuentra reactivado y, al mismo riempo, discretamente reinscrito, despla-

z a , p, 48. Trad. cast.: p. 52 (N. del T.).

231
zado, vuelto a poner en juego en lo que obra en este contexto. El Grundriss es Aufriss
(encentadura y, en su sentido corriente, perfil esencial, esquema, proyecto) que dibu-
ja [zeichnei) los trazos o rasgos fiíndamentales {Grundzüge, y aquí se cruzan los dos
sistemas de trazos para decir trazo en la lengua) del claro del ente. El trazo [Riss) no
hace hendirse a los opuestos, atrae la adversidad a la unidad de un contor-
no {Umriss), de un marco, de un armazón (en su sentido corriente). El trazo es
«einheitliches Gezüge von Aufriss und Grundriss, Durch- und Umriss»^'', el conjunto
unificado, ensamblado (&-) de los trazos agrupados, la contracción o el contrato
entre todas estas formas de trazos, esas aparentes modificaciones o propiedades del
Riss {Aufr, Grund-, Durch-, Um-, etc.), entre todos esos rasgos o trazos del trazo que
no le sobrevienen como modificaciones predicativas de un sujeto, una sustancia o
un ente (algo que no es el trazo), sino que, por el contrario, abren la de-limitación,
la de-marcación tras la cual el discurso ontológico sobre la sustancia, el predicado,
la proposición, la lógica y la retórica puede des-tacarse. Interrumpo aquí mi lectu-
ra arbitrariamente, la corto de un trazo cuando nos iba a llevar al Ge-stell de la
Gestalt en el ensamblamiento de la cual (Geftige) der Riss sichfiigt.
Por lo tanto, el trazo no es nada. La encentadura del Aufriss no es ni pasiva ni
activa, ni una ni múltiple, ni sujeto ni predicado, sólo separa lo que une. Todas las
oposiciones de valor tienen su propia posibilidad en la diferencia, en el entre de su
separación, que concilia tanto como desmarca. ¿Diremos acerca del léxico y de la sin-
taxis que delimitan esta posibilidad, en francés, en alemán o entre ambos idiomas,
que son metafóricos? ¿Se los formalizará de acuerdo con otro esquema retórico? Sea
cual sea la peninencia o, incluso, la fecundidad de un análisis retórico que determi-
ne todo lo que pasa en este camino del pensamiento o del lenguaje, en ese abrirse
paso del abrirse paso, habrá habido necesariamente una línea, por otra parte dividi-
da, donde la determinación retórica habrá encontrado en el trazo, es decir, en su reti-
rada, su propia posibilidad (diferencialidad, separación y semejanza). Esta posibili-
dad no podrá comprenderse estrictamente en su conjunto, en el conjunto que ella
misma hace posible; y que, sin embargo, no dominará. La retórica, entonces, sólo
podrá enunciarse a sí misma, su posibiüdad, desplazándose al trazo suplementario de
una retórica de la retórica y, por ejemplo, de una metáfora de la metáfora, etc. Cuan-
do decimos trazo o retirada en un contexto en el que se trata de la verdad, «trazo» no
es ya una metáfora de lo que usualmente creemos reconocer con esa palabra. No
basta, sin embargo, con invertir la proposición y decir que el re-trazo o la re-tirada
de la verdad como no-verdad es lo propio o lo literal a partir de lo cual el lenguaje
corriente estará de la forma que sea en posición de separación, de abuso, de rodeo
trópico. El término «retirada» no es más propio o literal que figurado. Se confiínde
tan poco con las palabras que hace posibles, en su delimitación o recorte (incluidas
las palabras castellanas o alemanas que se cruzan o ensamblan aquí), como es algo
externo a las palabras como una cosa o un referente. La retirada no es ni una cosa ni
un ente ni un sentido. Se retira tanto del ser del ente en cuanto tal como del len-
guaje, sin ser ni ser dicha en otra parte; ementa la propia diferencia ontológica. Se
retira, pero la ipseidad del se, a través de la que se relacionaría consigo misma, median-

" Ibid., p. 51. Trad. caii.: p. 54 (N. del T).

232
te un trazo, no la precede y supone ya un trazo suplementario para trazarse, firmarse,
retirarse y, a su vez, retrazarse. El término retiradas, por tanto, se escribe en plural, es
singularmente plural en sí mismo, se divide y se reúne en la retirada de la retirada. Se
trata de lo que, en otra parte, he llamado también pas'^. Una vez más se trata, en este
punto, del camino, de lo que en él pasa, lo pasa y pasa o no por él.
¿Qué pasa?, nos habíamos preguntado al comienzo de este discurso. Nada, no
hay respuesta: la retirada de la metáfora pasa de largo tanto de la propia metáfora
como de sí misma.

Traducción: Gabriel Aranzueque

^^ Obsérvese la doble estructura semántica del término francés pos, que puede significar tanto 'paso' como 'no'.
Para seguir en detalle el juego del término vid. ]. Derrida, «Pas», en Parages, París, Galilée, 1986 (N. del T ) .

233
III
Lecturas
1. Metafórica de la identidad
Sentido y estatuto
de la ontología hermenéutica*
Juan Manuel Navarro Cordón

«Ontología dialéctica de la alteridad» pretende ser, en nuestra interpretación, la


Rxndada respuesta a una pregunta, la pregunta con que se cierra un libro. El libro
tiene como título Soi-méme comme un autre. La pregunta que encabeza su último
estudio dice así: «¿hacia qué ontología?». Y si bien tan compleja y disputada pregun-
ta difícilmente puede ser respondida satisfactoriamente con una «fórmula», pues la
cuestión interrogada alberga en su seno un avispero, el rótulo «ontología dialéctica
de la alteridad» responde con todo, estimamos que pertinentemente, y en los límites
en que es exigible, a la mentada pregunta. Y urge decir que en ningún lugar de sus
escritos, que sepamos, utiliza Ricoeur para caracterizar la dimensión ontológica de su
obra esta expresión, cual trazo que alcanza y atraviesa su corazón. Por ello, la res-
ponsabilidad de esta propuesta es enteramente nuestra.
Si mismo como otro es considerado por su autor como una «hermenéutica del sí»,
una hermenéutica que impone al término de su discurrir, ya inevitablemente y de
modo expreso y temático, la referida pregunta. Pues bien, «ontología dialéctica de la
alteridad» viene a recoger y plasmar la estructura ontológica de la hermenéutica del
sí. Con ella Ricoeur constata un lazo estrecho entre hermenéutica y ontología, y
aborda por fin directamente su íntimo entrelazamiento. Vinculadas así, por cierto,
no de cualquier manera, sino en un sentido preciso: la ontología como matriz de la
hermenéutica.
En el trabajo «Existencia y libertad: la matriz ontológica del pensamiento de
Paul Ricceur», leído ante Ricoeur en 1987 y publicado en el colectivo Paul Ricceur:
los caminos de la interpretación^, abordé la relación entre ontología y hermenéutica en

Este trabajo es ía primera parce del estudio que bajo el rótulo «Ontología dialéctica de la alteridad» será com-
pletado con una segunda que llevará por título «Dialéctica y alteridad» {Revista de filosofía de la Universidad Com-
plutense).
^ Barcelona, Anthropos, 1991.
Las referencias a las obras de Ricceur se harán por las siguientes ediciones y siglas:
- Le conflit des interprétations, París, Seuil, 1969. Cl.
- La metáfora viva, Madrid, Europa, 1980. MV.
- Temps et récit, 1, II, III, París, Seuil, 1983, 1984, 1985. TK

239
el sentido indicado, tomando en consideración la «hermenéutica del je suis». Este
ensayo de hoy, y con una concisión extrema, quiere retomar, proseguir y proflmdi-
zar la dimensión ontológica de la hermenéutica ricceuriana. Un incentivo para ello
ha sido, ya desde entonces, la respuesta de Ricceur al trabajo citado. El presente ensa-
yo de pensamiento quiere, a su vez, corresponder en sencillo agradecimiento a sus
reflexiones. Para ello, y sin perder de vista el resto de sus escritos, fijaremos nuestra
atención en Soi-méme comme un autre (1990).
La tesis que ya entonces propusimos e intentamos justificar hacía de la ontolo-
gía la matriz del pensamiento hermenéutico de Ricoeur; una ontología que tenía su
quicio en los conceptos de «existencia» y «libertad». Deja traslucir Ricoeur en su
comentario a nuestro trabajo una cierta tensión, si no desazón, entre su intimidación
ante la cuestión ontológica, su falta de seguridad y atrevimiento {timiditéj, y la urgen-
cia ontológica que siempre, en la experiencia compleja y plural de su pensamiento, ha
sentido. Tal urgencia delata la «apelación» de la hermenéutica a la ontología. Ahora
bien, a pesar de que no se atreva afi"anquearel umbral de la ontología, cual si fiíera
la tierra prometida, y para seguir con la representación territorial de la situación, no
se trata tanto de franquear (o atreverse a franquear) «el umbral» de la ontología, dejan-
do a la espalda el espacio abierto, familiar y confiado de la hermenéutica, cuanto de
reparar en y explicitar los presupuestos de la experiencia hermenéutica, recoger y reco-
lectar los resultados de su labor y quehacer mundanos e históricos, sin tener que tras-
pasar ni abandonar el «humus» y la tierra en que hermenéuticamente habitamos. Pues
el espacio de juego de la ontología está en el territorio mismo y único de la experien-
cia hermenéutica, un territorio quebrado y belicoso^.
Indica también Ricoeur en su respuesta que de sus «reflexiones más recientes»
«unas señalan un retroceso en relación a las afirmaciones ontológicas» expuestas en el
trabajo «Existencia y libertad», y señalan «otras una tentativa de avanzar en direc-
ciones nuevas». Pocos como Ricceur han enriquecido la teoría del texto y la tarea que
es leer e interpretar textos. A ellas me remito. Lo que ahora tenemos entre manos no
tiene nada que ver con si lo que un autor dice de sus textos es «lo correcto», como si
además, y encima, la corrección fuese la guía y la medida. Traídos al mundo, los tex-
tos son de nadie y de todos. Están ahí dando a pensar la cosa del texto y reclaman-
do la innovación de ese mundo que cada texto a la par abre y cierra. Lo que traemos
entre manos es la pertinencia e incluso la necesaria relación entre hermenéutica y
ontología. La obra de Ricoeur alberga y desarrolla, y en verdad que de un modo sus-
tantivo para su sostén y acabamiento, la mentada relación. Otra cuestión es a qué
clase de ontología, o como él escribe, vers quelle ontologie se apunta. El tenor de la
pregunta muestra sin sombra la dimensión ontológica de su hermenéutica. En cuan-

- Du texu h l'action, París, Seuil, 1986. TA.


- Soi-méme comme un autre, París, Seuil, 1990. SA.
- Lectures 1. Autour du politique, París, Seuil, 1991. LI.
- Lectures 2. La contrae desphilosophes, París, Seuil, 1992. L2.
^ No en un sentido figurado, habla Ricceur en su ensayo «Perplexités sur Israel» de Palestina como tierra pro-
metida, como si fuera un lugar de plenitud: el lugar en el que coincide el Absoluto con una Tierra. Ahora bien, en
verdad, la tierra prometida no deja de ser un lugar de «cruzados» (croisés) y a la vez de «congregación» (rassemble-
ment) y de diferencias: es un «espacio inherente por esencia al tiempo» y en el que se habita en «el doloi de la sepa-
ración» (Ll, 358). Tal es justamente el territorio de la ontología.

240
to «dimensión» de la hermenéutica, la ontología (esto es, la comprensión y el dis-
curso sobre «el ser y el sentido de lo que hay»), sea ella la que fuere, es mensurante,
dis-tiende el espacio de juego de la interpretación, establece los límites de su discu-
rrir, mostrando, en su obligado y reflexivo decurso mundano, temporal e histórico,
lo que puede y no puede: la ontología exhibe el poder de lo real y su sentido. Poder
del ser de lo real, y sentido de su poder, sólo accesibles, efectivos y reconocibles en el
espacio de la interpretación. Ser es ser-interpretado; interpretar es res-ponder desde
lo real mismo a la actualización de su ser, y configurar su sentido desde su poder-ser.
Pues bien, ante las ya referidas «reflexiones más recientes» de Ricoeur, nos arries-
gamos a pensar por nuestra cuenta lo siguiente. Respecto al mentado retroceso en
relación a las afirmaciones ontológicas, parece referirse a sus libros La métaphore vive
y Temps et récit. Amén de lo que aquí se diga, espero en una próxima ocasión anali-
zar más despacio la cuestión que traemos entre manos en el marco de estos impor-
tantes libros. Aventuraré con todo la idea de que hay en ellos semejante compromi-
so ontológico. Pues, por lo demás, la naturaleza del asunto que nos ocupa hace que
la dimensión ontológica importe y alcance a la hermenéutica en todos sus aspectos
fiíndamentales. Y respecto a la tentativa de avanzar en direcciones nuevas que quizá
abran «avenidas nuevas a la ontología»^, ello nos va a ocupar en el esbozo a que que-
remos reducir este ensayo, pues se refiere con ello Ricoeur a su libro, en aquella hora
por publicar, Soi-méme comme un autre. Si éste abre nuevas avenidas, ¿no cabría decir,
entonces, que la matriz ontológica por nosotros localizada alumbra nuevos espacios,
reconstruyendo y modelando materiales ya en obra en la hermenéutica del^í suisi

I. LA NUEVA ONTOLOGÍA HERMENÉUTICA

«Es sobre el fondo de la nueva ontología hermenéutica donde querría asentar


mis análisis de la 'referencia' de ios enunciados metafóricos y de las intrigas narrati-
vas» {TA, 34). Con esta claridad y firmeza señala Ricceur la remisión ontológica de
sus investigaciones hermenéuticas, dicho en este caso de La métaphore vive y de
Temps et récit. En esta ricceuriana ontología hermenéutica lo nuevo se cifira especial-
mente en relación a Heidegger y Gadamer. Inserta en la radicación ontológica del
comprender (Heidegger) y en el gadameriano giro ontológico, la hermenéutica de
Ricoeur desarrolla de diversa manera su matriz ontológica y ofrece otra lectura de lo
que hay y de su estructura ontológica. Cuestiones éstas, las del parentesco y diferen-
cias con Heidegger y Gadamer, que no son de esta ocasión.
Llevaría a una grave confiísión pensar que el entrelazamiento de hermenéutica
y ontología consiste en que un buen día la hermenéutica, ya de cuerpo entero, se abre
o gira a la ontología, ya de cuerpo entero también (aunque por lo arcaico y ajado de
su compostura más justo sería hablar de cuerpo descompuesto, casi de cuerpo pre-
sente), para encontrar en ella un «fundamento» en que descansar y reposar sus corre-
rías efectúales de unos mundos a otros. Como si al genuino y definitorio carácter
metodológico y epistemológico {erkenntnistheoretisch) de la hermenéutica se le aña-

En Paul Rictrur: hs caminos de la interpretación, op. cit, p. 187.

241
diese o adjuntase un respaldo ontológico. Lo que sucede es justo lo contrario: la her-
menéutica (y en rigor lo hermenéutico) viene requerida e impuesta desde la exigen-
cia de lo real por mor de su menesterosa estructura ontológica. Es la falla ontológi-
ca de la existencia del je suis en cuanto siendo en el mundo, es la consecuente
imposibilidad de ser sí mismo (en el modo siempre precario en que puede llegar a
serlo) sin el estar ya diferenciado y diferenciándose en lo otro de sí en cuanto otro, y
es, por tanto, el sueño imposible de «una intuición de sí por sí» que entregue inme-
diatamente lo propio de nosotros mismos en la clara transparencia de nuestro ser, es
todo ello, cuando menos, lo que impone la hermenéutica (lo hermenéutico) como
el carácter propio en que es lo que hay: expropiándose y apropiándose en la alteri-
dad relacional de relata. «Relata», esto es, relatos referidos, traídos y traspasados; y
también «los puestos en la relación» y a la relación expuestos. A esa urdimbre de
«relata» y relación, que mantiene re-ferida una multiplicidad en la re-iterada dife-
rencia, la llamamos dialéctica.
Pues bien, justo por cuanto se acaba de apuntar «el je suis deviene el tema (el
asunto) de una hermenéutica» (C/, 229). El ser que somos no es dado más que en el
acontecer de la interpretación, al igual que el ser, inseparable del lenguaje (lo que no
significa que todo sea lenguaje), es ser-interpretado. La existencia no es y no puede
ser sino existencia interpretada. Con lo que la ontología no es separable de la inter-
pretación. Por eso, a su vez, la hermenéutica alberga implicaciones y raíces ontológi-
cas, arrancada de las cuales pierde su savia y la gravedad de su quehacer.
La nueva ontología hermenéutica mantiene una estrecha unidad entre cada uno
de los modos de su despliegue: hermenéutica del je suis, hermenéutica del «texto»,
hermenéutica del «sí mismo». Por diferentes que puedan parecer sus respectivos cam-
pos temáticos, los implícitos ontológicos a que cada una de ellas en sus investigacio-
nes parciales apela y remite constituyen el plexo de metacategorías que estructuran
la nueva ontología. Es instructivo en este punto reparar en el carácter «procedimen-
tal» de la mentada remisión. Se trata de remontar desde las investigaciones parciales
del caso (la innovación metafórica, la función narrativa, la teoría del símbolo o del
texto, etc.) «hacia las presuposiciones [...] y los horizontes filosóficos más vastos». La
explicitación de las presuposiciones irá descubriendo y delineando «problemas
comunes» a los diferentes dominios parciales, e ineludiblemente se hará cuestión del
sentido de lo real, la verdad, y sin duda también del ser. «Presuposiciones», en este
contexto, no significa algo que «está puesto de antemano» a, y con independencia
de, las investigaciones parciales. Antes al contrario, se trata propiamente de «impli-
caciones», y por tanto de una coimplicación entre la «hermenéutica» del caso y la
ontología. En ese discurso especulativo y de segundo grado en que se fragua la onto-
logía, por ejemplo en la remisión que tiene lugar en la hermenéutica del sí mismo,
se trata de «traer a la luz las implicaciones ontológicas áe las investigaciones [...] colo-
cadas bajo el título de una hermenéutica de sí» {SA, 345). De ahí que se hable sin
ambages de «la ontología implícita en la hermenéutica». En su discurrir, en sus tra-
zas, en la impronta de su trazado todo (dans son sillage), la hermenéutica del sí mismo
reclama {appelle) y reenvía {renvoi) a la ontología. ¿Hacia qué ontología? Ésta es la
cuestión. Pero sea lo que fijere, lo que está en cuestión es el modo de ser que es el sí
mismo y su habérselas con lo que hay. Pues el discurso ontológico toma en conside-
ración el modo de ser y la clase de entidades de lo que hay {SA, 345).

242
¿Qué ontología, pues? La peculiaridad de la ontología hermenéutica se muestra
en su más recia urdimbre si se asiste a su gestación en la crítica del carácter episte-
mológico e idealista que conlleva el cogito-sustanch cartesiano, con sus secuelas de
subjetivismo y solipsismo. Esa crítica muestra la necesidad de restituir el cogito a su
genuino rango ontológico, así como la derivabilidad de su certeza epistemológica res-
pecto a la atestiguación (aítestation): y es que ya ésta muestra «un lazo ontológico
más primitivo que toda relación de conocimiento» (TA, 28). Bastará con recordar las
líneas fundamentales de esa metafísica (o filosofía primera) del cíi^rfí>-sustancia para
que se muestre, como en su antitética, los rasgos y trazas de la nueva ontología. Tal
filosofía primera establece la posición inmediata del sujeto {ego cogitó) como sustan-
cia pensante en una presencia originaria de sí a sí mismo, de manera que se da una
perfecta coincidencia del sí consigo mismo. Alienta, pues, en tal filosofía, en cuanto
primera, un proyecto de fiindamentación y justificación últimas; la hybrisáe la refle-
xión abstracta del cogito en su autopresencia inmediata le lleva a ocupar la plaza del
fiindamento. La identidad auto-referencial del cogito y la inmediata conciencia de sí
ofrecen, desde su respectivo e imbricado nivel ontológico-epistemológico, la medida
para cuanto es y para el conocer.
Abstracta identidad, inmediatez, tautología (decirse a sí mismo, y en sí mismo
tener el lagos), fundamentación racional y totalización del sentido: he aquí los
momentos constitutivos y definitorios de la metafísica del cogito. Ahora bien, en la
pista de la ontología implicada en la hermenéutica nos ponen «los tres rasgos impor-
tantes de la hermenéutica del sí, a saber: el rodeo de la reflexión por el análisis, la dia-
léctica de la ipseidad y de la mismidad, y, por último, la de la ipseidad y la alteridad»
{SA, 28). Pasando del nivel hermenéutico del discurso al nivel ontológico-especulati-
vo del mismo, nos encontramos con las «categorías» de mediación, dialéctica, identi-
dadlipseidad, alteridadidiferencia. Una alteridad<\\xt «trabaja» en el corazón de la ipsei-
dad {SA, 368), una ipseidad que «se encuentra» en la «necesidad» (y de necesidad hace
virtud) de pasar por lo otro de sí, un plexo corriente y discursivo de referencias, de re-
latos {relata), de re-misiones y de trans-misiones: tal el trazado en que acontece lo que
hay. Sólo falta reparar en que en este estado de cosas no hay lugar a lugar alguno
donde el sí se afirme como fiindamento: «la virtud principal de una dialéctica tal (se
refiere Ricoeur, claramente, a la dialéctica de ipseidad y alteridad) es prohibir al sí ocu-
par el lugar del fiindamento» {SA, 368).
De este modo, se configura en el vaciado de la metafísica del cogito el perfil de
la nueva ontología. La ontología hermenéutica no es metafísica si por metafísica se
entiende «el tejido apretado de filosofía y teología que ha tomado forma de teodicea,
bajo la tarea de defender y de justificar la bondad y la omnipotencia de Dios, frente
a la existencia del mal» (¿7, 445). O bien aquella interpretación de la metafísica, de
cuño «platónico», que afirma en lo que hay la división entre lo inteligible y lo sensi-
ble, y que ha dejado su huella en toda la tradición occidental, reconocible en la dis-
tinción y oposición entre naturaleza y libertad, ser y deber ser, exterior e interior,
fenómeno y noúmeno, etc. O bien la búsqueda de una «reconciliación racional» de
los opuestos en un fiandamento absoluto. La investigación ontológica ricoeuriana «no
se presta a ninguna amalgama ontoteológica» (5^4, 37). En La metáfora viva, al filo
del tratamiento de la metáfora y la analogia entis, señala Ricoeur, como rasgo defini-
torio de la onto-teología, el discurso que abarca en una sola doctrina la relación hori-

243
zontal de la pluralidad y diversidad de las realidades mundanas y la relación vertical
de las cosas creadas con el Creador, de modo que el fundamento y el sentido del ente
remite al Creador como fundamento primero y ser originario {MV, 369). Ni tam-
poco, en fin, «la realización de todas las mediaciones en un todo», el saber absoluto
(C/, 327). Y si por ontología se entiende una «filosofía primera», esto es, la admisión
de una realidad primera y radical como fundamento inconmovible de verdad, no hay
lugar a ontología tal en la hermenéutica.
Pero ni siquiera esta doble exclusión es suficiente para precisar, al menos negati-
vamente, el tenor de la ontología hermenéutica, pues cabe todavía una ontología
(cuestión distinta es con qué visos de plausibilidad) que Ricceur califica de «directa»,
«separada», «unificada» y «triunfante», y que no hace ningunas migas con, dice, «la
ontología que nosotros esbozamos aquí» (SA, 346). Directa y separada es aquella
ontología que se sustrae al círculo de la interpretación y no se ve en la necesidad de
pasar por, mediarse en y constituirse a través del movimiento y el acontecer de la inter-
pretación: por esta su pretendida autosuficiencia es «separada» (donde quizá oigamos
la letra del chorikón aristotélico con música platónica). Es unificada por no estar
expuesta a la quiebra y a la antitética de una estructura ontológica de la existencia que,
desde y sobre la equivocidad del ser, impone la multiplicidad del sentido, da lugar a
hermenéuticas «divergentes y rivales» y a la «dialéctica de las interpretaciones», repo-
sando todo ello en «una condición fundamental», a saber, «una cierta condición onto-
lógica del hombre» por mor de su «posición en el ser» (C/, 27 y 67-8). Y qué menos
que «triunfante» puede ser una ontología que, por la suficiencia ontológica de lo real,
por la orondez y lo macizo del existir, por la indubitabilidad y flindamentalidad de su
saber y de su saber-se, se sustrae al riesgo del interpretar (del requerir ser-interpreta-
do), escapa a la guerra intestina de la diversidad e incluso equivocidad de interpreta-
ciones, se yergue sobre la precariedad y falla del acontecer, y reina sin tener que mili-
tar^ para mantenerse y para conquistar reiteradamente su haber y consistencia.
La nueva ontología es una ontología implicada en la hermenéutica, y en cuanto
implicada, una ontología rotay militante {CI, 23, 27). «Implicación», «rotura» («frac-
tura»), «militancia» expresan, antes que cualesquiera significados derivados (lógicos,
técnico-mecánicos, político-religiosos), determinaciones ontológicas de la estructura
de lo real, de lo que realmente hay. El que lo real sea de condición «in-plicada» (Ín-
sita y a la vez expuesta en un complejo plexo de pliegues), fracturada y en todo
momento quebradiza y precaria, amén de belicosa, no le quita, pese a su franciscana
naturaleza, su humilde si bien dinástico derecho a un estatuto ontológico. O con
otras palabras, «una ontología implicada, más aún, una ontología rota, es aún y toda-
vía una ontología» {CI, 23). Ciertamente, se puede considerar {SA, 368) «insólita»
«la situación ontológica» de esta estructura dialéctica de la alteridad, como se apun-
ta en Soi-méme comme un autre, pero insólita sólo lo es bien en relación a una meta-
física del «cogito exaltado», para la cual la precariedad de la ontología hermenéutica
tiene más de «mundano» que de ontológico-metafísico; o bien en relación con la
ligereza y liviandad de la filosofía del anú-cogito («el cogito humillado»), que lleva su

* Comentando a Goodman, habla Ricceur de un «entendimiento militante» como aquel que «hace, rehace y
reorganiza el mundo». La metáfora viva, op. cit, p. 311.

244
crítica del ser-sustancia hasta la disolución del orden ontológico en meras y mon-
das interpretaciones, como si todo fuese simples «juegos de lenguaje» y no hubiese
una «toma del ser sobre el lenguaje» {CI, 23 y 27), como si el lenguaje pudiese dejar
de decir el ser, bien es verdad que en diferentes modos de discurso y siempre insa-
tisfactoriamente.
Cabe ahora, tras esta primera aproximación al perfil de la nueva ontología her-
menéutica, recordar una vez más eso de que la ontología es «la tierra prometida para
una filosofía que comienza por el lenguaje y la reflexión», y que sólo cabe apercibir-
se de ella «antes de morir» {CI, 28), esto es, casi con el morir mismo. Si prometida
sólo, no hay lugar realmente a ontología alguna, pues lo prometido aún no es pose-
sión, es del orden de la esperanza, está por venir. En este punto, acaso aparentemen-
te irrelevante por metafórico o retórico, unas referencias a Hegel y a Heidegger mues-
tran lo que en verdad está en juego.
Donde todo está cumplido y manifiesto y ya realizado, no hay lugar a promesa:
el télos y el fin ya es alcanzado en una plena presencia, como sucede en el hegeliano
«saber absoluto, es decir, el cumplimiento de todas las mediaciones en un todo, en
una totalidad sin resto». Pero el fin como cumplimiento y como consumación, seña-
la el mismo Ricoeur, «es solamente prometido, prometido a través de los símbolos de
lo sagrado» [CI, 327 ). «Para mí, prosigue inmediatamente, lo sagrado toma el lugar
del saber absoluto.» De pensar que la ontología es del orden de lo prometido, se sig-
nificaría dos cosas que estimamos no concordes con lo que es el caso: de un lado, que
siendo un fruto, al fin maduro, de la tierra otrora prometida, la ontología expresa la
plenitud de la realidad, o la realidad como plenitud, una plenitud de sentido al fin
rebosante por sus bordes; pero la ontología hermenéutica, ya quedó señalado, es una
ontología implicada, rota y militante. Y de otro lado, por lo demás, la significación
de lo sagrado, en cuanto prometido, y así lo prometido mismo, «no puede nunca ser
transformado en conocimiento y gnosis» {CI, 327), con lo que la ontología habrá de
traspasar el nivel del discurso conceptual y especulativo. Ahora bien, la ontología es
discurso, y discurso conceptual en estrecha implicación, interferencia e interacción
con otros modos de discurso ónticos. Lo que sí puede llegar a mostrar o a exigir la
ontología es «la dependencia del sí {soi) de una raíz absoluta de existencia y de sig-
nificación» {CI, 328), su enraizamiento en «un fondo de ser». Pero la ontología no
consiste tanto, y desde luego no primariamente, en la tematización discursiva de ese
fondo, cuanto en la mostración de la estructura de ser en que consiste lo real, espe-
cialmente el modo de ser del sí mismo {soi-mhné). Y esa estructura de ser constituye
el lugar en que, y el modo como, habitamos. Esa estructura misma en cuanto dicha
o decible constituye el territorio y la tarea de la ontología.
Esta ontología, militante y rota, impide además otra modalidad de «totaliza-
ción», ahora de signo distinto a la hegeliana totalidad de la infinitud absoluta, a
saber, la heideggeriana «totalización finita frente a la muerte» {CI, 230). La muerte
como imposibilidad de toda posibilidad' es el límite absoluto a la potencia de ser.

^ «Der Tod ist die Moglichkeit der schlcchthinnigen Daseinsunmoglichkeit. So enthüllt sich der Tod ais d¡e
eigemte, unhezügUche, unüberholbare Móglichkmt». M. Heidegger, San und Zeit, Tübingcn, Max Niemeyer, 1972,
p. 250.

245
Desde ia muerte queda respondida la cuestión del quién del sí, mientras que según
la ontología hermenéutica ricoeuriana la cuestión del quién, su sentido y destinación
últimos, «debe seguir siendo una cuestión» (C/, 229), y por tanto algo abierto, inde-
cidido e indecidible, a diferencia de la heideggeriana «totalización finita fi-ente a la
muerte» (C/, 230). Es la abertura misma de lo real en su potencia de ser. Dimensión
ontológica ésta que opera también, como no podía ser de otra manera, en la herme-
néutica de la narratividad^.
El que haya un ámbito abieno, un espacio de promesa, que pudiera constituir
el sentido de lo real, no niega ni impide, antes bien exige, que el territorio de la onto-
logía lo constituya la realidad que somos como ser en el mundo; realidad que, por
mor de su estructura ontológica, y según el poder (y el no poder) del discurso espe-
culativo, no instituye ninguna de las referidas totalizaciones.

II. SENTIDO DE LA NUEVA ONTOLOGÍA

¿Cómo está constituida o estructurada la nueva ontología hermenéutica? O


quizá antes convenga preguntarse, dado lo intimidante del asunto, si es posible hoy
todavía una ontología. Es verdad que desde las fundamentales cuestiones abordadas
dentro de las tres referidas «hermenéuticas» (del je suis, del «texto» y del «sí mismo»)
se hace necesaria, cuando no urgente, la apelación y el reenvío a la ontología: y, en
verdad, no sólo estas tres dimensiones de la hermenéutica, sino incluso «las herme-
néuticas más opuestas apuntan, cada una a su manera, en dirección de las raíces
ontológicas» (C/, 26). Y ya se ha indicado que las cuestiones ontoiógicas tienen su
lugar en el mismo humus de la experiencia hermenéutica.
Pero este haber lugar no significa que la ontología (sea la que fuere) esté conte-
nida y ya lista en el respectivo correlato óntico que en cada caso pone de manifiesto
el modo respectivo del discurso, de manera que entonces, por ejemplo en la herme-
néutica del texto, se estableciese «la tesis ingenua según la cual la semántica de la
enunciación metafórica contendría ya preparada una ontología inmediata». De ser
así, el discurso filosófico-ontológico no haría «más que reproducir en el plano espe-
culativo el funcionamiento semántico del discurso poético», y con respecto a tal
ontología inmediata «la filosofía sólo tendría que separarla y formularla»''. Ahora
bien, ni hay tal «ontología inmediata» ni hay «ningún paso directo» entre el discur-
so, en este caso, poético y el discurso ontológico. El discurso filosófico-especulativo,
en el que se expresa la estructura ontológica de lo real, instaura una separación y una
autonomía que confieren plena consistencia a la ontología del caso.
Y si nos asomamos un instante a la hermenéutica del sí mismo, ninguna de las
problemáticas o dimensiones en que ella se despliega (quién habla, quién actúa, quién

* En las «Conclusiones» de Temps et récit, III, comentando «la segunda aporía de la temporalidad: totalidad y
totalización», escribe Ricceur: «cene projection (se refiere a la proyección del poder-ser del hombre como ser actuan-
te) est ouverte sur le tutur des communautés historiques auxquelles nous appartenons et, au-dela de celles-ci, sur le
futur indéterminé de l'humanité entiére. La notion d'attente tranche ainsi sur l'étre-en-avant-de-soi selon Heideg-
ger, qui butc sur la clorure interne que l'étre-pour-la-mort imposc á toute aniicipation» (p. 367).
^ AÍV, 399 y 346. Un análisis concreto de esta cuestión puede verse en pp. 334-338 a propósito de la «vehe-
mencia ontológica» analizada en la «metapoética» de Wheeíwright y de su «ingenuidad ontológica».

246
se narra, quién es el sujeto moral de imputación), y ni siquiera los tres rasgos mayo-
res en que se rasga y expone (reflexión/análisis, ipseidad/mismidad, ipseidad/alteri-
dad) ofrecen sin más, ni en el nivel discursivo que le es propio ni en su ámbito o
campo real-categorial, una ontología ya lista, una ontología inmediatamente en ellos
contenida y ya preparada. La explicitación ontológica requerida para tematizar expre-
samente la ontología implicada en la hermenéutica del sí mismo se lleva a cabo en otro
discurso que, a su vez, abre y manifiesta un respecto de lo real que sobrepasa y tras-
ciende las distintas determinaciones ónticas y categoriales de lo real. De ahí la urgen-
cia y la novedad de un discurso «especulativo» que muestre un respecto ontológico-
trascendental en la estructura de lo real: uno y otro aspecto en su necesaria
implicación integran lo que haya de ser la nueva ontología hermenéutica {MV, 405 y
414; 5/1, 346 y 379).
Cabe todavía otro sentido en que se dispondría ya de «una ontología presta a ser
repetida», a saber, una ontología de la tradición (Platón, Aristóteles, Spinoza,
Hegel...), ya sea en su integridad, ya sea alguna de sus piezas maestras. Situación ésta
muy tentadora, no sólo por el peso (y la comodidad) de la tradición, sino también
para un pensamiento posthegeliano, cuando no postmetafísico, que en cuanto tal ya
no puede repetir ni «el sistema», ni un saber que no arraigue en el mundo, y sin
embargo habla de «implicación ontológica», «compromiso ontológico», «alcance
ontológico», etc., como sucede en Ricceur. Tentación a la que se acabaría claudican-
do si, como es el caso, «las significaciones múltiples del ser», el ser verdadero y el ser
falso, el acto y la potencia, lo Mismo y lo Otro (por referirnos sólo a estas «piezas» y
su gestación en Aristóteles y Platón) están en el telar y se entrecruzan en el tejido de
la ontología requerida por la hermenéutica, ontología quizá entonces no tan «nueva».
Tal ontología vendría a ser, adherida desde fuera, un aposito; hablando castizamen-
te, un parche: un parche de ontología. Ahora bien, la condición de brisée (rota, que-
brada) que Ricceur reconoce a su ontología no tiene nada que ver en su intención
con tales componendas propias de un entablillado de urgencia.
Tampoco, pues, una ontología presta a ser repetida, en el sentido más plano de
repetición, ni un lenguaje inmovilizado, sin vida pues (propiamente no lenguaje,
pues el lenguaje es movimiento): así lo único que cabría sería «simplemente refor-
mular» (esto es, repetir la «fórmula») una ontología de encefalograma plano y un len-
guaje ya hecho y acartonado. Tampoco, decíamos, una tal ontología es la que está en
juego. Lo cual no significa que en el juego no juegue lo que ya ha sido pensado: el
pasado sido y sin embargo actuante, la genuina tradición. Esto es harina de otro cos-
tal, procedente de otros granos. Granos que procederemos a moler en otra ocasión,
reparando en el problema del tiempo, en la mediación imperfecta entre el futuro, el
pasado y el presente, en la «reconstrucción» de lo que «un día fiíe real», en la vida en
cuanto «herencia de potencialidades vivas>^ y en «el carácter positivo de la vida-
habiendo-sido» {TR, III, 151, 148 y 227).
Nos preguntábamos si es posible una ontología; pues bien, «una ontología con-
tinúa siendo posible en nuestros días en la medida en que las filosofías del pasado
continúen abiertas a reinterpretaciones y reapropiaciones, gracias a un potencial de
sentido dejado inusado, incluso reprimido, por el proceso mismo de sistematización
y de escolarización» {SA, 346-347). La cuestión planteada, a saber, las relaciones
entre tradición e innovación, tiene lugar también en la ontología; diríamos más,

247
tiene su lugar de alumbramiento, que decide de su sentido, en la ontología misma
según la comprensión que se tenga de lo real. Una tradición muerta o una tradición
viva, una plana repetición o una innovación de sentido, un lenguaje ya hecho y acar-
tonado o un lenguaje haciéndose (recordando la distinción que establece Merleau-
Ponty entre le langage se faisanty le langagefait), una historia de la filosofía como
algo pasado o la pipilosophie sefaisant todo ello depende de lo que sea lo real y el len-
guaje. No es, pues, sin más, que la posibilidad de innovación en y a través de la tra-
dición hace posible, mediante reapropiaciones, una ontología; acaece más bien que
es una determinada ontología (ser/lenguaje) la que hace posible, desde un potencial
de ser/actuar y desde una abertura de mundo, una innovación de sentido en lo pro-
puesto en y como tradición. El pasado, lo ya sido en su ser-pasado sin resto, tiende
a «asfixiar y enmascarar», cuando no a angostar; pero también el pasado alberga
«recursos», el haber de lo que ha corrido, la huella de la que algo nuevo, una vez más,
puede surgir adviniendo de otra manera. Es, pues, la «naturaleza» misma de lo real
lo que impone la innovación.
Así pues, una ontología es hoy posible justo en cuanto ontología hermenéutica,
es decir, en cuanto puede tomar como referencia y apoyarse en {s'autoriser, Ricoeur)
los recursos (ressources) de la ontología del pasado, recursos que, despabilados y libe-
rados por un pensamiento especulativo, son «regenerados» {SA, 32), en el sentido
más estricto y riguroso del término: engendrados de nuevo, es decir, no una vez más
en igual sentido, sino de modo que el mismo producir, la misma acción ontológico-
poiética redescriba y configure de nuevo lo real. Habla Ricoeur con razón de «la
vanidad de una repetición escolástica de la ontología» {SA, 361). Vanidad por lo
vano y huero del empeño, pero vanidad también por lo pretencioso de un imposi-
ble, a saber, que un verdadero pensar y decir se repitan como si se tratase de un
gramó-fonv. expresión cabal de la muerte ligada de la acción del escribir y del hablar.
La ontología hermenéutica no está, pues, «vanidosamente» atada a la ontología
pasada; y, con todo, en sus «recursos» está ligada a la tradición y liberada también
respecto a ella. En una palabra, pertenencia y escucha atenta «sin preocupación de
ortodoxia» (5^4, 200).
El compromiso entre innovación y tradición no significa sólo su esencial entre-
lazamiento, dado que, en verdad, «la constitución de una tradición reposa sobre el
juego de la innovación y la sedimentación»; y dado que además por tradición se
entiende, «no la transmisión inerte de un depósito ya muerto, sino la transmisión
viviente de una innovación siempre susceptible de ser reactivada por un retorno a los
momentos más creadores del hacer poético» (77?, I, 106). Ese compromiso apunta,
más allá de a determinados marcos o campos, a su matriz ontológica, hasta el punto
de que en ésta se juega la suerte misma del pensamiento. La tesis ricoeuriana es, nos
parece, maciza y rotunda: «a decir verdad, si no se pudiese reactivar, poner en liber-
tad estos recursos {ressources) que los grandes sistemas del pasado tienden a ahogar y
a enmascarar, ninguna innovación sería posible, y el pensamiento actualmente no
tendría más elección que la repetición o la errancia» {SA, 347). No sólo entonces una
ontología es posible hoy desde la abertura del ser en el mundo y gracias a un poten-
cial de sentido, sino que esta abertura y este potencial los hay y se dan si la estructu-
ra ontológica de lo real es dinamismo (movimiento), potencia de ser y actuar (inse-
parable del padecer), invención innovadora, ser libre. El carácter de «ser histórico»

248
recoge estas determinaciones ontoiógicas; y recordando con Ricoeur a Gadamer cabe
decir que «ser histórico significa no resolverse nunca en saber de sí»^.
Realidad, verdad, ser, existencia, libertad, en tales conceptos y en su comprensión
radican «las presuposiciones filosóficas» de la hermenéutica filosófica {TA, 24-5):
hasta este punto la cuestión de «hacia qué ontología» es una cuestión decisiva para la
hermenéutica.

III. DIMENSIONES ONTOLÓGICAS DEL SÍ MISMO

Tan decisiva es que en cada una de las problemáticas en que se despliega la her-
menéutica del sí se apela a una última consideración ontológica, a fin de que en ella
encuentren una última justificación los diferentes aspectos del sí mismo analizados
en cada pliegue. Este juego de remisiones, en ocasiones muy escueto, es sumamente
instructivo para comprender la articulación y nervadura ontoiógicas de los diferen-
tes estudios de Soi-méme comme un autre. Bastará con un apunte mínimo.
1. En la pregunta «¿quién habla?» empieza marcando la pauta una filosofía del
lenguaje, en el doble aspecto de la semántica y la pr^mática. El asunto a dilucidar es,
por un lado, de quién se habla y cómo se identifica ese quién en cuanto que se presu-
me que el quién se refiere a personas en tanto que distintas de cosas. El análisis semán-
tico sobre el concepto de «identificación» se lleva a cabo en un diálogo con Strawson
y su teoría de los «particulares de base». Reconociéndose las ventajas de otorgar prio-
ridad a los cuerpos como primeros particulares de base, subraya Ricceur que con esta
estrategia «la cuestión del sí es ocultada, por principio, por la cuestión de lo mismo en
el sentido del idem. [...] La identidad es definida como mismidad y no como ipseidad»
(SA, 45). Y la persona, en cuanto término referencial en la tarea de identificación de
quién habla, «permanece como una de las 'cosas' de las que hablamos. En este senti-
do, la teoría entera de los particulares de base es como aspirada por una ontología de
alguna cosa en generala {SA, 118), ontología en la queda comprometido Strawson.
Pero junto al enunciado y la referencia identificante (que es el acceso semántico
a la cuestión del sí en el marco de una filosofía del lenguaje), hay que dilucidar en el
asunto el otro lado, es decir, la aproximación pragmática, y así reparar en «la enun-
ciación, es decir, en el acto mismo de decir» {SA, 55; subrayado nuestro). Acto y
enunciación que, no sólo designan reflexivamente a su locutor (un quién que habla),
sino también y al mismo tiempo, en una implicación necesaria, designan una «situa-
ción de interlocución». El respecto pragmático nos pone, pues, ante un «fenómeno
bipolar», nos sitúa en una «estructura dialógica» que «se manifiesta como un inter-
cambio de intencionalidades que se buscan concerniéndose recíprocamente». A la
«ipseidad del locutor» corresponde «la alteridad del partenaire», alteridad implicada
en la estructura dialógica (5^4, 59-60).
Pues bien, los dos aspectos del sí desplegados mediante la teoría del lenguaje, la
persona de la referencia identificante y el yo reflexivo de la enunciación, han de asi-

' H. G. Gadamer, Verdad y método. Salamanca, Sigúeme, 1977, p. 372. Hemos modificado levemente la tra-
ducción, cuyo original es: «Geschichtlichsein heisst wie im Sichwissen aufgehen». Citado por Ricoeur en TR, III, 299.

249
milarse y converger en una realidad más fundamental cuyo modo de ser ofrezca un
fundamento para la doble identificación del quién como persona objetiva y como
sujeto reflexionante. El «lugar» de anclaje y unificación de este doble aspecto lo cons-
tituye el «cuerpo propio»: «el cuerpo es a la vez un hecho del mundo y el órgano de
un sujeto que no pertenece a los objetos de los que habla». El cuerpo propio en su
constitución, por un lado, comporta la condición de los cuerpos materiales, y, por
otro, reenvía al «yo» en cuanto centro de perspectivas sobre el mundo. El asunto
(quién habla) exige así abandonar el plano del lenguaje; y centrado en el constituti-
vo óntico del cuerpo propio remite, para su adecuada intelección, a «una problemá-
tica más vasta que pone en juego el estatuto ontológico de este ser que somos» {SA,
72). Nada, pues, más claro, amén de necesario, que la tarea abierta con la pregunta
«hacia qué ontología», a saber, sacar a la luz las implicaciones ontológicas de la her-
menéutica del sí; con palabras de Ricceur: «¿qué modo de ser es, pues, el ser del sí,
qué clase de ente o entidad es?» {SA, 345).
2. Es la cuestión «¿quién?» la que también guía y vertebra los análisis de la
acción, igualmente planteados en su inicio en el marco de la filosofía analítica del
lenguaje y también a través de una semántica y una pragmática de la acción. «Quién
actúa» encierra, parece que sin discusión, una acción y un agente. Una acción que en
cuanto tal es la acción de (genitivo subjetivo) un quién (agente), y un quién que, en
cuanto agente, es el polo referencial de la adscripción de la acción. Es la cuestión
«¿quién?» lo que está en juego: se trata de desplegarla y sacarla a la luz. Sólo que,
según el modo de despliegue, según el esquema conceptual puesto en obra y el
correspondiente compromiso ontológico que tal esquema comporta, puede suceder,
en la tarea de comprender la acción y su enigmática relación con su agente, una
«ocultación de la cuestión quién» por mor de la «captura del quién por el 'alguna
cosa'» (SA, 77). Según se pregunte quién o se pregunte qué (y su aliado por qué) ten-
dremos dos universos de discurso y dos grupos categoriales: acción y motivo, de un
lado, y, de otro, acontecimiento y causa. Es en este marco categorial-ontológico en
el que se dilucida el problema de la acción y del agente, en él se resuelve (o disuelve)
la cuestión quién en su dimensión «actuante».
Al igual que sucedía con la «ontología de alguna cosa en general» en la cuestión
«¿quién habla?», es ahora una «ontología del acontecimiento» (Davidson), aconteci-
miento anónimo e impersonal, la que ejerce una atracción sobre el análisis lógico-
lingüístico de la acción {SA, 109), y la que la «aspira» hasta hacer de la acción «una
subclase de acontecimientos» {SA, 93), con el consiguiente «efecto de ocultación de
la cuestión quién» {SA, 77; 104). Es, pues, una determinada ontología la que impi-
de reconocer el genuino estatuto de la acción (no reducible a «acontecimiento»), la
que oculta el estatuto y la problemática del agente en cuanto «poseedor» de su acción
{SA, 106), la que no es apta para tomar en cuenta, y así comprender, «la pertenen-
cia de la intención - y a través de ésta, de la acción misma- a personas» {SA, 103), la
que no acierta, en fin, a encontrar «el verdadero lugar de articulación entre la acción
y su agente» {SA, 93). Y es que en el fondo late, y proyecta sus consecuencias, el no
reconocimiento de la distinción entre «la identidad en el sentido del idem» y «la iden-
tidad en el sentido del ipse, que sería la de un sí» {SA, 106).
Así las cosas, la hermenéutica del sí, y la escrupulosa atenencia a los análisis
fenomenológicos sobre la cuestión «¿quién actúa?», requieren, a fin de responder al

250
desafío de la ontología del acontecimiento, «una ontología distinta». Y para ello se
hace necesario «introducir la cuestión del modo de ser del agente» {SA, 107), susti-
tuyendo a la ontología general del acontecimiento «una ontología regional de la per-
sona» {SA, 85). Así de claro. La ontología no se plantea al emigrar a no se sabe
dónde, sino que acucia en el seno mismo de la experiencia. Es la realidad personal
en cuanto afirmación originaria de ser y potencia de obrar {existencia) la que requie-
re la elaboración de una «ontología del agente» {SA, 104) en cuanto ontología «de
un ser en proyecto, al que pertenecería por derecho la problemática de la ipseidad»
{SA, 107), y de un ser que es «potencia de obrar». «Ser proyecto» radicado en el
mundo, y «potencia de obrar» de un sujeto actuante de quien se hace depender la
acción, y por tanto a quien le puede ser adscrita: he aquí la estructura ontológica que
está en obra y que permite comprender un aspecto fundamental para la viabilidad de
la nueva hermenéutica, a saber, la mediación reflexiva del sí en y como rodeo por el
mundo; la llamada «vía larga». Se trata entonces de «pensar la iniciativa», esto es,
comprenderla mediante un discurso especulativo en y desde su estructura ontológi-
ca. Por «iniciativa» entiende Ricceur «una intervención del agente de la acción en el
curso del mundo, intervención que causa efectivamente cambios en el mundo» (5*4,
133). Es pues, como se ve, un aspecto fundamental de la libertad lo que se está dilu-
cidando, y como no podía ser quizá de otro modo, Ricceur se enfrasca en un diálo-
go con la tercera antinomia kantiana.
Pues bien, un pensar cabal de la iniciativa, en la que confluyen dos órdenes de
causalidad (el sistémico y el teieológico), remite a la «potencia de obrar» como enla-
ce de ambos órdenes. Potencia de obrar del sujeto («yo puedo») y el cuerpo propio
constituyen el lugar de encuentro y posibilitación de ese enlace. De ahí, en última
instancia a este nivel, y dentro del juego de remisiones hacia instancias últimas de
posibilitación, «la remisión a una ontología del cuerpo propio, es decir, de un cuer-
po que es también mi cuerpo, y que, por su doble vinculación al orden de los cuer-
pos físicos y al de las personas, se mantiene en el punto de articulación de un poder
de obrar que es nuestro y de un curso de cosas que depende del orden del mundo»
(5^4, 135). Y, en fin, y con ello termina la hermenéutica del sí en su análisis de quién
actúa, la ontología del cuerpo propio «depende de una ontología del sí, en tanto que
sujeto actuante y sufriente» (5^4, 136).

Intermezzo. Acaso ahora, en el medio de los cuatro subconj untos de la herme-


néutica del sí, y antes de introducirnos en la cuestión «¿quién se narra?», sea el
momento oportuno para señalar una regla fundamental que tiene lugar y obra en los
cuatro subconjuntos, mejor, y para dejar de lado esta terminología estático-clasifica-
toria, en las cuatro dimensiones ád sí mismo {SA, 199): dimensión lingüística, prác-
tica, narrativa, ético-moral. Esta regla expresa el necesario rodeo del sí por lo otro...
Llamémosle, sin mayores compromisos, «por el mundo». En cada dimensión, el sí
(existencia, sujeto, ipseidad) se determina de un determinado modo en un respecto
de lo que es. En ese determinarse mensurante se va cumpliendo «un despliegue
{déplí} de la ipseidad», en el que hay un crecimiento {croissance) del sí en el concre-
tarse {se concrétiser) material e histórico. Concretización y crecimiento del sí aconte-
cen como un espaciar (abertura e instauración de un espacio de juego en una estruc-
tura de «entre»), que es al mismo tiempo un mediar. Con justicia hay que decir que

251
cada una de las «dimensiones» del sí son «mediaciones». Mediaciones distintas cuali-
tativamente unas de otras. Pero aun siendo distintas entre sí en cuanto a su peculiar
«determinación» (lingüística, práctica...), están entre sí imbricadas, implicadas, en un
cruce complementario de sus determinaciones. Complementariedad en la que, en su
reciprocidad, se concreta aún más y crece (se enriquece) el sí en su constitución y
haber (haber mundano, histórico). De ahí que al hablarse de «una nueva mediación»,
la novedad no significa sólo que es una mediación nueva, otra, una mediación distin-
ta; sino que en su implicado y recíproco mediarse cada mediación da y recibe, en su
comercio con la otra, algo nuevo; algo de cada una adquiere nueva y más rica confi-
guración. En esta concretización {cette concrétisation, TR, III, 265) de dimensiones hay,
pues, una mediación de mediaciones, un entrecruzamiento múltiple de mediaciones y
dimensiones del sí, anclado en la matricial estructura del sí (la ipseidad) como existen-
cia mundana (ser en el mundo). Pues bien, «entrecruzamiento» [entrecroisemeni) es una
«estructura fundamental» tanto ontológica como epistemológica. En virtud de esta
estructura de entrecruzamiento, las diferentes dimensiones se median entre sí de modo
que esa estructura es una «estructura dialéctica» (77?, III, 227). La estructura de entre-
cruzamiento de las diferentes dimensiones de la ipseidad es una estructura dialéctica:
el carácter dialéctico de la estructura ontológica de la ipseidad.
Así, por ejemplo, al comienzo del análisis de la dimensión narrativa, a conti-
nuación del análisis de la práctica, señala Ricoeur que la teoría de la acción asume el
papel de «propedéutica en la cuestión de la ipseidad. Recíprocamente, la cuestión del
sí, reanudando y prosiguiendo la de la acción, suscita modificaciones considerables
en el plano mismo del actuar humano». Como a su vez, y vertida a otra dimensión,
«la narratividad sirve de propedéutica a la ética». «Entre» las dimensiones lingüístico-
prácticas (descriptivas) y la ética, «la teoría narrativa no sabría ejercer esta mediación,
es decir, ser más que un segmento intercalado en la continuidad discreta de nuestros
estudios, si no pudiese mostrarse, por una parte, que el campo práctico cubierto por
la teoría narrativa es más amplio que el cubierto por la semántica y la pragmática de
las frases de acción, y, por otra parte, que las acciones organizadas en un relato pre-
sentan rasgos que no pueden ser elaborados temáticamente más que en el marco de
una ética» {SA, 137 y 139). Basten estas indicaciones para mostrar el carácter estruc-
tural y dimensional, mediato y dialéctico, del despliegue estructural del sí.

3. Retomemos los apuntes acerca de la implicación ontológica de cada una de


las dimensiones del sí. «Persona» (la persona de la que se habla) y «agente» (agente
del cual depende la acción) se mostraron ya en la dirección lingüística y en la dimen-
sión práctica. Pero lo hicieron de un modo abstracto (esto es, no en la concreción del
caso), pues ni se tomó en consideración ni tematizó que persona y agente son histó-
ricos, que tienen su propia historia, ni tampoco «los cambios que afectan a un suje-
to capaz de designarse a sí mismo al significar el mundo». Con ello, no sólo se omite
«la dimensión temporal de la existencia humana», sino también la relación reali-
dad/ser y tiempo. La cuestión de la «identidad personal» no es sólo una cuestión de
primer rango en una «ontología del agente», sino que es un lugar privilegiado para
pensar el estatuto ontológico de la estructura del sí (ontología del sí) y su «enlace»
con el tiempo (más propiamente, «su dimensión temporal»). Ahora bien, según se
conceptúe la estructura tempórea del sí -bien según la permanencia conforme a la

252
determinación de su substrato, bien según otra forma de permanencia-, la identidad
del agente remitirá a una u otra ontología. Es verdad que ya la teoría narrativa se
había ocupado de la identidad personal y su relación con el tiempo; pero no lo es
menos que el respecto de consideración había sido «la constitución del tiempo
humano». Y de lo que se trata ahora es de «la constitución del sí». De ahí que la iden-
tidad narrativa tenga que ser llevada a «una clara comprensión de lo que está en juego
en la cuestión misma de la identidad»; esto es, tematizar «la cuestión de la identidad
en tanto que tal» {SA, 137-8). La no univocidad del concepto o categoría (más pro-
piamente, metacategoría) de identidad queda manifiesta ya en la distinción entre
identidad-íí¿?»2 e idenúdnd-ipse. Y es justamente en esta distinción, en este diferen-
ciarse de la identidad en mismidad e ipseidad, que sin embargo se mantienen liga-
das una a otra (dia-léctica) en su estructura ontológica, donde habrá que buscar una
comprensión última de la identidad narrativa. Llanamente queda dicho: «la natura-
leza verdadera de la identidad narrativa no se revela más que en la dialéctica de la
ipseidad y de la mismidad» {SA, 167). Con ello, quedamos remitidos a una «onto-
logía de la ipseidad» (5^4, 352), y en ésta emplazados como plaza o lugar de de-cisión
sobre las dimensiones del sí.
4. Y henos, por fin, en la dimensión ético-moral del sí. ¿Qué es lo que en ella se
revela y lo que esta dimensión aporta con respecto al asunto que traemos entre
manos, a saber, el compromiso ontológico de la hermenéutica del sí? Antes de salir
corriendo hacia lo normativo y lo deontológico (respecto moral), para allí quedarse
y concentrarse como siendo ello el centro, sin parar mientes en la misma estructura
dis-cursiva de la actividad intencional en que consiste la existencia en su éthos (su
estancia y modo de habitar), es prudente el sosiego que repara en la estructura de esa
dimensión ética y en lo que en ella juega y está en juego. Pues bien pudiera suceder
que ahí corre la ftiente (source), y se guardan los requeridos recursos (ressources) para
el aspecto moral.
Así retenidos en esta instancia pre-moral, atentos no tanto a lo que debe ser
o no debe ser, sino al ser del habitar y su intención, reparamos en que la determi-
nación moral, e incluso la determinación ética, «son determinaciones de la
acción», determinaciones de la actividad de un agente que actúa en un plexo de
referencias tendiendo a lo bueno (para esa vida buena) y en consecuencia obliga-
do con respecto a ello. Es desde el modo de ser de la vida humana, de la existen-
cia (deseo; indigencia, pues; placer; dolor; actividad -praxis- encaminada a estar
y vivir bien -eupráttein-), y de su disponibilidad para recibir preceptos íntima-
mente ligados a las prácticas, en que la existencia consiste, es, decimos, desde ese
preciso modo de ser, como el carácter teleológico (ética) se «encadena de manera
directa sobre la acción» (SA, 201), y como la «ruptura radical» entre ser y deber
ser (entre «bueno» y «obligatorio»), que se oponen «sin transición posible» {SA,
199), se mostrará menos infranqueable. Sólo, pues, desde un determinado com-
promiso ontológico cabe para Ricoeur «refutar la dicotomía» entre ética y moral,
ser y deber ser.
La dimensión ético-moral tematiza «la referencia a otro», la referencia y la rela-
ción del sí con otro sí. «Otro» mienta, por un lado, lo otro, en el sentido indetermi-
nado de la alteridad {alter) como diferencia de lo mismo {idem); y también lo otro
(l'autre) en cuanto el otro {autrut) como sí: un otro que es en su constitución onto-

253
lógica otro sí. La «referencia a otro» constituye una estructura dialéctica; estructura
que en su estricta «formalidad» cabe expresar como «dialéctica del mismo y del otro»
{dialectique du meme et de l'autre) {SA, 30). En este nivel «formal» no se explicita ni
tematiza el sentido de lo mismo (por ejemplo, en cuanto «ipseidad»: lo mismo como
ipseidad) ni tampoco el de lo otro (por ejemplo, en cuanto otra ipseidad: auírut). Lo
que no obsta para que sea en el modo de ser del sí en cuanto referencia de sí mismo
a otro (l'autre) donde es dable leer (lugar de legibilidad y de mostración) la relación
dialéctica del sí mismo tanto con lo otro como con otro sí: el otro (autrui). Esta «for-
mal» relación dialéctica, si incumbe a la estructura ontológica del sí, no puede no
estar actuante en todas y cada una de las dimensiones del sí, si bien sea en la dimen-
sión ético-moral donde adquiera mayor relevancia, no sólo en un testimoniar (attes-
ter) ontológico como «conciencia de existir» (5^4, 218), sino como conciencia de exis-
tir «con y para otro» {avec etpour autrui} {SA, 202).
Todo ello, amén de la ya analizada más atrás «mediación e implicación» entre
todas las dimensiones del sí, queda apuntado al escribir: «a decir verdad, la dialécti-
ca del sí mismo y de lo otro no ha faltado en los estudios (dimensiones) precedentes
[...]. En ninguna etapa, el sí se ha separado de su otro. Lo que pasa es que esta dia-
léctica, la más rica [recuérdese nuestra exégesis del 'concretarse' y 'crecer'] de todas
[...] no encontrará su pleno despliegue (déploiement, déplier) más que en los estudios
situados bajo el signo de la ética y la moral» (5^4, 30), esto es, en la dimensión que
espacía el «vivir con y para otro en el espacio político» (instituciones justas). Es la
estructura ontológica de alteridad, trabajando, como plástica y muy ajustadamente
se señala, «en el corazón de la ipseidad» {SA, 372), lo que se tematiza en esta dimen-
sión del sí. Tematización que a su vez remite a una «ontología de la alteridad», justo
«en la juntura de la ética y de la ontología» {SA, 221).
Pues bien, reparando más directamente en la dimensión ética, veremos hasta
qué punto la alteridad juega en dicha dimensión. Esta dimensión es caracterizada
como «la intención {viseé} de la 'vida buena' con y para otro {autrui} en instituciones
justas» {SA, 202). Tres «momentos» integran y componen esta dimensión del sí:
«vida buena», «con y para otro», «en instituciones justas». Y en cuanto momentos
integrantes de la estructura que es la «visee éthique», ninguno de ellos es lo que es
separado de los otros. Son momentos de la dimensión del sí, en los que se descubre
«una dialéctica más radical del éthos» junto a los otros estratos de «la constitución de
la persona» {L, 2, 204). Es una estructura dialéctica ternaria. Este simple y primario
hecho es de largo y profiíndo alcance en la configuración de la vida individual, social
y política, cuestión ésta que no es la nuestra en este momento. Con todo, importa
reparar, antes aún que en los tres referidos momentos, en el carácter del viser a que
los atraviesa. «Tender a» significa el carácter «intencional» justo en su respecto for-
mal, esto es, como constitutivo ontológico de aquello de que o de quien se dice el
«tender-a», con abstracción (lo que no significa, es obvio, separación real o anterio-
ridad temporal) del respecto gnoseológico o ético-moral. El «tender-a» se dice pro-
pia y originariamente de la vida. Es la vida, el vivir, el existir humano quien «tiende
a»; en nuestro respecto actual de consideración tiende a una vida buena. El carácter
intencional incumbe a la estructura de la acción, que, como obrar humano, es «un
movimiento de sí hacia el otro» {L, 2, 205), movimiento que, como se dice en Soi-
méme comme un autre (216), es iniciado desde la menesterosidad {besoiri} y la falta

254
{manque) acordes al conatus y al deseo {souhaii} de la vida. Este formal movimiento
intencional de la vida se configura: a) como movimiento intencional significante por
mor de la matriz lingüística del sí: «el obrar propiamente humano [...] debe ser
dicho, es decir, llevado al lenguaje, a fin de ser significante» (¿, 2, 209); b) como
movimiento intencional ético-reflexivo, es decir, reflexionado como «estima de sí»:
«movimiento reflexivo por el que la evaluación de ciertas acciones estimadas buenas
se refiere al autor de estas acciones» {SA, 202), refiriéndoselas en la estimación de
buenas «según razones reflexionadas» (¿, 2, 205); c) como movimiento intencional
dialógico en una relación de reciprocidad y mutualidad; dimensión intencional dia-
lógica que se cumple como solicitud {sollicitude); estructura dialógica que, dicho sea
de paso, quedará incompleta si no se la refiere también a «instituciones justas»; se
configura, en fin, d) como movimiento intencional que, en cuanto iniciativa se ins-
cribe en el curso de las cosas y de los acontecimientos del mundo. Este diversamen-
te modalizado carácter intencional se dice del obrar, como de su centro de emergen-
cia y procedencia; se dice, pues, de la praxis. Pero en un nivel de la praxis, y a esto
íbamos, en el que se muestra su «sentido pre-moral o, mejor, pre-ético» (Z, 2, 216).
Un sentido de la praxis que en su «juntura» con la ética («la juntura de ética y de
ontología» más atrás mentada) muestra el obrar como «la categoría más notable de
la condición personal» (Z, 2, 209). Pero si esa juntura es dable, y con ello la posibi-
lidad de algo así como éthos, lo es justamente por mor de la estructura fimdamental
de la acción que da, así, «un fundamento ontológico a la ética» (L, 2, 217).
Es, pues, la vida como existencia humana la que en su «tender a», no sólo está
referida a lo otro de sí, sino que en su misma estructura está dispuesta para acoger la
alteridad y la diferencia («acogida de la alteridad y de la diferencia, escribe Ricoeur,
en la identidad de la persona» L, 2, 204). Importa comprender bien el significado
estructural de la alteridad, pues pudiera parecer que la «reflexividad» de la «estima de
sí», como primer momento de la estructura ternaria de la dimensión ética del sí,
comporta que el sí (en la «estima de sí») se halla en un «repliegue sobre sí», en «una
clausura», a las que se añadiría una «solicitud por el otro». La realidad es muy otra.
Como ya señalamos, la reflexividad de la estima de sí permanece abstracta, en cuan-
to que «ignora la diferencia entre yo y tú» {SA, 212), y carece de sentido con inde-
pendencia de «la estructura dialógica que la referencia a otro (solicitud) introduce».
Y es que «la solicitud no se añade desde fuera a la estima de sí, sino que despliega su
dimensión dialogal». Ya más atrás hemos señalado la importancia del concepto de
«despliegue», tanto en un nivel ontológico como epistemológico, tanto en el orden
real como en el orden discursivo. El «despliegue» es «una ruptura en la vida y en el
discurso», ruptura que no establece compartimentos estancos y discontinuos entre
dos momentos (estima de sí y solicitud), sino que, antes bien, instaura «una conti-
nuidad de segundo grado, tal que la estima de sí y la solicitud no pueden vivirse y
pensarse una sin la otra». {SA, 212). Justo por este carácter de reciprocidad la estruc-
tura de alteridad es una alteridad dialéctica. Y así como en la dialéctica de mismidad
e ipseidad lo que había que pensar era «la identidad en cuanto tal», ahora en la dia-
léctica del éthos se trata de «la cuestión de la alteridad en cuanto tal» {SA, 215). Ahora
bien, el modo de ser de la identidad en el que ésta alcanza el mayor grado ontológi-
co es la ipseidad, a la par que en la estructura de la ipseidad concurre también el
modo de ser de la mismidad. Pero la ipseidad, el sí, alberga en su seno la alteridad:

255
ésta es «constitutiva de la ipseidad misma» {SA, 14). Por su parte, el modo de ser de
la alteridad en el que ésta alcanza su mayor complejidad y riqueza ontoiógica no es
la alteridad del sí con respecto a lo otro ni, correlativamente, la alteridad de lo otro en
el marco de la alteridad-mismidad; sino la alteridad del sí con respecto a otro sí, y
correlativamente la alteridad del otro sí, en el marco, por tanto, de la identidad/ipsei-
dad. De modo que ipseidad y alteridad «se implican [...] en un grado tan íntimo que
una no se deja pensar sin la otra» {SA, 14). Con toda justicia, pues, hay que hablar de
la dialéctica de ipseidad y alteridad, de identidad y diferencia, como constitutivos
ontológicos de la estructura del sí.
Tras estos apuntes a las cuatro dimensiones del sí queda mostrado, así lo cree-
mos al menos, la articulación y nervadura ontológicas de la hermenéutica del sí. Así
como que el lecho de emergencia y preferencia de las dimensiones de su estructura
lo constituye la existencia, tal como la interpretamos en nuestra exégesis de la her-
menéutica del je suis. Así pues, y ahora, puede calibrarse el sentido y el alcance de la
afirmación de que «el sí es estructurado por el deseo de su propia existencia» {SA,
220). Una existencia que consiste en «existir según el modo de la ipseidad» {SA,
351). Pero, ¿acaso existir según la ipseidad no es existir como libertad? Existencia y
libertad, pues, están en el corazón mismo de la hermenéutica del sí; al igual que en
el análisis de la hermenéutica del je suis (existencia, libertad) no podía menos de relu-
cir el problema del «sí mismo»'.

IV. HACIA LA ESTRUCTURA DE LA O N T O L O G I A HERMENÉUTICA

Reiteremos la pregunta ya formulada: ¿cómo está constituida la ontología her-


menéutica? Y si bien cuanto hasta ahora se ha dicho tiene que ver con la mencionada
pregunta y proporciona elementos para responderla, se trata ahora de abordarla direc-
ta y positivamente. Pues ya vimos también que tal ontología no es ni metafísica, ni
filosofía primera, ni ontoteología en los sentidos ya analizados. La nueva ontología va
recibiendo diversos nombres: así, se habla de «ontología del cuerpo», «ontología del
agente», «ontología regional de la persona», «ontología del obrar», «ontología del sí»,
«ontología de la ipseidad», «ontología de la alteridad». ¿No produce perplejidad tal
enjambre de dimensiones?, o lo que sería peor, ¿esta diversidad y multiplicidad de
ontologías tienen algo que ver entre sí? Y no sólo en relación a su condición de «onto-
logías», sino en cuanto a la aparente heterogeneidad «de los campos o aspectos onto-
lógicos». Y quizá aún otra dificidtad. Puestos a buscar una denominación que pueda
englobar y recoger a las demás, no parece equivocado optar por la de «ontología del
sí»: pues se trata de explicitar y tematizar la ontología implicada en la hermenéutica
del sí. Y el sí mienta algo real que forma parte del mundo, a saber, el sujeto, la exis-
tencia humana, la persona. Y así se habla de «ontología de la persona». Eso sí, tal onto-

' Se muestra así una vez más lo abstracto de la distinción entre la hermenéutica del je suis y la del sí mismo. El
sí mismo es impensable separado de la existencia como libertad, y la existencia libre es otro modo de nombrar la
estructura ontoiógica del sí mismo. Uno y otra no son sino eso, respectos de una misma realidad. De ahí que ya en
el análisis de la hermenéutica del je suis realizado en nuestro trabajo «Existencia y libenad» no pudiera dejar de bri-
llar, en algún recodo, tanto el !>JÍ (p. \'i2) como é si mismo (fp. 158, 166, 169 y 172). Así lo reconoce Ricceur, en
su respuesta al mentado trabajo (p. 186) al indicar el destino ád je suis en relación al soi-méme.

256
logia del sí y de la persona no pasa de ser «una ontología regional». Con lo que se
muestra esa otra dificultad que acabamos de mencionar, a saber, ¿cómo interpretar el
carácter «regional» de la ontología? ¿Qué ontología «general» se mienta o supone, una
de cuyas regiones será esa ontología de la persona? Pero, ¿es pertinente el esquema
ontología general/ontologías regionales, entiéndase en el sentido wolffiano, o en el de
matriz husserliana bajo el nombre de ontología formal/ontología material? Y si no
fiíese éste el caso, como así lo estimamos, ¿queda la ontología del sí, así «regionaliza-
da», en el aire, esto es, des-articulada y desarraigada con respecto a lo que hay? Y pues-
to que tampoco éste es el caso, según creemos, ¿qué articulación, engranaje o arraigo
puede tener la ontología del sí con el resto de lo que hay? ¿Hay indicios al menos de
una estructura de vinculación entre el sí y un orden o respecto de lo que hay que tras-
cienda de alguna manera la constitución ontológica del sí?
Hay todavía imbricado en la cuestión que nos ocupa un aspecto que tiene que
ser explicitado. ¿Se limita el haber ontológico del sí a ser una región o parte de un
todo? ¿O no sucede, además y más bien, que el sí, en virtud de su constitución onto-
lógica, es el lugar y la posibilidad de toda ontología, de todo discurso sobre lo que
hay? De ser así, como es el caso según pensamos, la ontología del sí se presenta en
cierto respecto como ontología fiíndamental, en cuanto que el sí es «el lugar de legi-
bilidad» (SA, 357) del sentido del ser de lo que hay.
Pues bien, tras estas escuetas indicaciones, la ontología hermenéutica no puede
dejar de tomar partido con respecto al sentido y relación entre ontología categorial
y ontología trascendental, así como con respecto a la dimensión onto-lógica del sí:
ontología fundamental.
Pues bien, la hermenéutica del sí implica una ontología que, si bien va reci-
biendo diversos nombres, alberga una muy firme y vertebrada unidad; esta ontolo-
gía, en segundo lugar, se presenta como una ontología de la persona que, de un lado,
puede considerarse como una ontología fiíndamental y, de otro, expresa en sus deter-
minaciones ontológicas metacategorías que sobrepasan en su significación el marco
óntico de la persona; y, en tercer lugar, es una ontología que se abre a y articula con
una ontología trascendental, esto es, tematiza un nivel u orden ontológico-trascen-
dental de la realidad. Lo mostraremos del modo más sobrio y breve posible.
La diversidad de «ontologías» (del cuerpo, del agente, de la persona, etc.) no es
sino el respecto ontológico que se muestra en las diferentes problemáticas o dimen-
siones en que se despliega el sí. La antología del cuerpo propio analiza el estatuto onto-
lógico del ser que somos en cuanto que existimos en el mundo en el modo de la cor-
poreidad. El cuerpo humano como entidad una e idéntica es, a la vez, un hecho del
mundo (uno de los cuerpos) y órgano de un sujeto en tanto que persona objetiva y
sujeto reflexionante. En la «clase de ser» que es el cuerpo propio encuentra referen-
cia y cumplimiento el lenguaje. También el cuerpo propio es «el lugan en el que,
como cruce y copertenencia de los acontecimientos y del sí como sujeto agente, éste
puede poner su marca en el mundo. Y en fin, es en el quicio que es el cuerpo propio
donde se engranan los criterios de la identidad y de la ipseidad del sí.
La antología del agente znaíiza., por su parte, el modo de ser de aquella entidad a
la que le es dable lo que más atrás se ha llamado la iniciativa, y es susceptible de
imputación y responsabilidad. Es, pues, cruce de la dimensión actuante del sí y de
su dimensión ético-moral. Esta estructura ontológica constituye «el verdadero lugar

257
de articulación entre la acción y su agente». Mas es también expresión del carácter
«paciente»/«sufriente» y de la pasividad del sí; afección tan íntima al ser del sí que
alcanza a su misma condición de ser libre: se trata de una libertad afectada.
La antología de ¡apersona recoge y ensambla las dimensiones y respectos ya seña-
lados, a la par que abre a otros. «En tanto que distinta de las cosas» (5/4, 28), la per-
sona da lugar a una «ontología regional» {SA, 85); si bien por constituir «un modo de
ser fundamental» {SA, 32) no sólo es el lugar de encuentro de los diferentes «cruces»
ya indicados, por tanto, lugar de entrecruzamiento de estructuras ontológicas, sino
porque abierta al todo de la realidad (ser concernido por el todo del mundo) es pri-
vilegiado lugar trascendental.
Que la ontología hermenéutica se vaya perfilando y vertebrando en torno al
concepto de «obrap> y, por tanto, en una ontología del obrar'^2X&x. obligado. «La pro-
blemática del obrar, señala Ricoeur, constituye la unidad analógica bajo la que se reú-
nen todas nuestras investigaciones» (SA, 35). La dimensión misma del lenguaje se
ejerce en «el acto mismo de enunciación» (SA, 11) por el agente lingüístico. Los
momentos quién, por qué y queque confluyen en la acción manifiestan una exigen-
cia de enlace, enlace que se recoge como en su foco de actuación en «la potencia de
obrar». Pero la potencia de obrar que se expresa en el «yo puedo», en virtud de su
«lazo» con el cuerpo propio, está íntimamente ligada a la posibilidad de recibir y de
sufirir. Y es justo en la ontoloff.a del sí, «en tanto que sujeto actuante y sufriente» (SA,
136), donde se recogen y entrelazan las diferentes dimensiones ontológicas apunta-
das. Y si, de un lado, tanto «el cuerpo propio» como «el agente» son «lugar de coper-
tenencia» y «de articulación» de diferentes respectos, de otro lado, a su vez, tanto la
ontología del cuerpo propio como la del agente «apuntan ya en la dirección de la
ontología del sí».
Es en cuanto «ontología del sí» como el pensamiento ontológico de Ricoeur se
fragua. En la fragua entran en incandescencia otros «materiales» ya a su vez elabora-
dos en la ontología AÁje suis. Todos se conjugan en la «maleabilidad» (en la «polise-
mia») del obrar. Ahora bien, aunque traten de polisemia, de heterogeneidad de
«materiales» y de «fragmentación» de dimensiones, y salvada por ello la «univocidad»
y «homogeneidad» e incluso la «unidad sistemática» de la ontología del obrar, la
misma realidad del discurso y el marco de realidad mundano impiden la fiíga hacia
la plena dispersión y diseminación: y es que hay un «hacer signos en dirección de una
cierta unidad del obrar» más allá del aparente carácter heteróclito. Y bien, «¿esta uni-
dad del obrar no dependería de la meta-categoría del ser como acto y como poten-
cia?» (SA, 351). Tomando nota del carácter meta-categorial señalado, queda clara la
remisión de la estructura ontológico-trascendental del sí a «una ontología del ser y
de la potencia».
Es en el orden «meta-categorial», tanto discursivo (discurso especulativo) como
real, es decir, en el orden ontológico trascendental, donde se va a anudar el sí como
sí mismo (ipseidad), un sí mismo «a cuyo haber de sentido» (teneur de sens) y «a cuya
constitución ontológica» pertenece la alteridad (SA, 367). Una pertenencia, es obvio,
que «no se agrega desde fiíera a la ipseidad», sino que radica en una com-posición
originaria; dicho de otro modo, en una síntesis apriori. Acto ^ potencia, identidad j
diferencia, ipseidad y alteridad: henos aquí ante la estructura ontológico-trascenden-
tal en que se mueven el resto de las «ontologías»: «ontología del acto», «ontología de

258
la ipseidad» {SA, 352; 357; 380), «ontología de la alteridad» (SA, 373; 380). Deter-
minaciones éstas del sí cuyo sentido no puede ser turbado ni perturbado por un
«habitual» hábito de superioridad y principialidad, ordinariamente atribuido a la
«ipseidad», al «Selhst», al «Sichselbst»: un yo que engreídamente ha ido creciendo a
partir del brinco, esto es, del desarraigo del cogito cartesiano. Pues, en verdad, la
ipseidad está implicada en el cuerpo propio, en-carnada; y con ello «afectada» (rasgo
de «pasividad») por los diferentes frentes de alteridad. Hasta ese punto, esta ontolo-
gía de la acción, del obrar, esta ontología del existir como libertad, «pone fuera de
camino la ambición de fimdación última característica de las filosofías del Co^to»
{SA, 33) como camino trans-itable apropiado al habitar (éthos) humano.
Precisamente este último carácter permite comprender en su justo límite el sen-
tido en que, con todo, el sí (la ontología del sí) puede presentarse como «ontología
fundamentab. Era el segundo de los apuntes que queríamos hacer. El sí es el lugar en
que es posible algo así como una ontología; el lugar trascendental en que se pone de
manifiesto el sentido de la realidad. «Función trascendental» {SA, 354), donde tr¿is-
cendental úgn\£íca. tanto «condición de posibilidad» (5*4, 349) ejercida en las dife-
rentes dimensiones lingüística, práctica, narrativa y ética; como esencial «abertura
sobre el mundo», abertura instaurada como relación con el mundo, «una relación de
concernimiento total: todo me concierne» {SA, 363). El sí, así constituido, es riguro-
samente existencia, trascendencia en cuanto sobre-pasamiento en que ya se está con
respecto a determinados ámbitos de lo real, y abierto al horizonte de la totalidad del
mundo: «sólo un ente que es un sí es en el mundo; correlativamente, el mundo en el
que él es no es la suma de entes que componen el universo de cosas subsistentes o a
la mano. El ser del sí supone la totalidad de un mundo que es horizonte de su pen-
sar, de su hacer, de su sentir» (5^4, 360). Abertura posibifitante que se ejerce, no sólo
en y por el pensar, el lenguaje, la acción y la praxis ética, sino también, y no en segun-
do término, en y por el cuerpo, como cuerpo propio. Si la ipseidad es de verdad en-
carnada, en la carne misma y como carne se cumple también la abertura trascen-
dental al mundo. El cuerpo propio como carne mantiene y se las ha (su formal modo
de «habérselas con») tanto con «la intimidad a sí» como con «su abertura sobre el
mundo» (5^4, 377). De ahí que el sentimiento y los temples de ánimo integren tam-
bién «la fiinción trascendental» del sí.
Pero esta fimción trascendental-revelativa del sí exhibe otro significado igualmen-
te fijndamental. Y es que en el sí como lugar trascendental se muestra el «aparecerán
mundo», en el sentido que pasamos a ver. Antes es oportuno recordar lo ya anterior-
mente señalado, a saber, que el sí es «el lugar de legibilidad». Esto significa que es el
«lugar» donde es dado y puede leerse el sentido de lo real, pues el sí es legos; pero tam-
bién donde el lógos del sí en su existencia se ve arraigado en, y sobrepasado por, un
orden de legados {«relata» y tradiciones), así como de realidades históricas, verdadera
matriz de emergencia del sí. Esto nos lleva al tercer apunte que queríamos hacer: la rela-
ción de la ontología del sí como ontología «regional» y «fiíndamental» con una onto-
logía trascendental, en cuya textura y horizonte de totalidad, y falta por lo demás de
«fundamento primero absoluto» decible, el sí «se encuentra» expósito y descentrado:
«el papel de fimdación última» está, escribe Ricoeur, «en adelante vacante» {SA 38).
Ricoeur no emplea ni hace suya, que sepamos, la expresión «ontología trascen-
dental». ¿Es peninente, entonces, servirse de ella para proseguir nuestra exégesis?

259
«Ontología trascendental» no mienta, desde luego, ni «metafísica» ni «filosofía pri-
mera» en la significación ya más atrás señalada. Pero tampoco vale por «ontología
general» ni «ontología de la totalidad», que sí son rótulos que aparecen en su texto.
Y no vale por «ontología general», pues ésta tiene su sentido propio tanto en el marco
de pensamiento de Strawson como en el de Davidson. Ni vale por «ontología de la
totalidad», propia, según Ricoeur, del pensamiento de Lévinas {SA, 387). Dejando de
lado estos posibles equívocos, ¿es útil, y sobre todo acorde con su pensamiento,
hablar de «ontología trascendental».'' Más que a «otra» ontología, con esa expresión
nos referimos a una estructura y a un flinción de lo real, en estricta co-relación y co-
pertenencia con la ontología del obrar en cuanto obrar humano. Lo trascendental no
es una super-estructura ni otro «piso» (ático, por lo general) de lo real; no es un obrar
supremo, ni obrar supra-humano alguno. Pero, ¿tiene entonces lo «trascendental»
alguna presencia, o al menos huella, en el texto ricoeuriano? Sin duda alguna que sí,
y justamente en una doble significación, en que se nota, por un lado, un cierto aire
kantiano y, por otro, la traza de la actualidad de Aristóteles y de la essentia actuosa
spinozista. En efecto, y habremos de contentarnos con una simple indicación.
El análisis de las dimensiones lingüística y práctica del sí adopta «un punto de
vista trascendental» (5^4, 55). Y no se reduce, por tanto, a una descripción empírica,
sino que busca las condiciones de posibilidad que regulan el lenguaje; y también en
el análisis de la acción entra en juego «una retícula conceptual» que «comparte el
mismo estatuto trascendental» {SA, 75) y que determina el «cómo», en este caso, de
la acción. Nos las habemos, pues, con «significaciones trascendentales» {SA, 116) de
las que cabe hacer, a diferencia de un uso contingente, es decir, no posibilitante y
«ligado a una constitución particular», un uso trascendental, es decir, posibilitante y
abierto a un ámbito no acotado en una peculiar determinación. Ahora bien, el esta-
blecimiento de esta función discursivo-trascendental y su sostenimiento dependen
de, y arraigan en, la constitución ontológica del obrar y, en última instancia, de lo
que denomina Ricoeur «lo trascendental del acto» {SA, 379). Nos hallamos, pues, en
la otra significación de «trascendental».
Ser es obrar y padecer. Ya el concepto de «obrar» es un concepto «de segundo
grado» {SA, 362), expresión sobre cuyo sentido vendremos en seguida. El obrar, en
cuanto meta-categoría en que se piensa especulativamente el ser del sí, es trascen-
dental «en la medida misma en que ninguna determinación, ni lingüística, ni práxi-
ca, ni narrativa, ni ético-moral de la acción, agotan el sentido del obrar» {SA, 359).
Y es que el obrar desplegado en estas dimensiones (en las que cabe reconocer la fun-
ción trascendental de ese poder de obrar) no es sino expresión de «la potencia de exis-
tir», en el sentido de «la productividad» en que consiste el existir en cuanto poder. El
poder y la potencia {puissancé) de la existencia (como obrar y padecer humanos), que
arraiga en la realidad como conatus y poder, «están enraizados en el ser» {SA, 364).
Expresión en la que «el ser» no mienta nada «sustantivado» ni «reificado»; en una
palabra, lo que por «seD> se entiende ordinariamente también en filosofías «ilustra-
das» y, sin embargo, de entendederas ordinarias. Pues bien, «ser» mienta «un fondo
de ser, a la vez potente y efectivo» (SA, 357); fondo de ser, cuya «potencia» y conatus
es «io más claramente legible» en el hombre, si bien es constitutivo de, y se expresa
en grados diferentes en, todas las cosas {SA, 366-367). De ahí que con justicia se
hable de «lo trascendental» de ese acto, potencia o poder de lo real. Ricoeur hace

260
suyas las palabras con que Spinoza piensa este respecto de lo real, a saber, la poten-
cia o el poder de actuar, de animación: «Nam ea, quae hucusque ostendimus, admo-
dum communia sunt, nec magis ad homines quam ad reliqua Individua pertinent, quae
omnia, quam vis diversis gradihus, animata tamen sunt»^°.
Lo trascendental es lo común; lo común del poder que siendo de modo diferen-
te constituye «la unidad del hombre y de todo individuo» {SA, 366). Lo trascenden-
tal del ser en cuanto poder actúa en el obrar humano. Y es la conjunción {conjointe-
ment) {SA, 365) y la articulación {articulation) {SA, 367) del obrar y padecer
humanos sobre el fondo de ser lo que constituye la estructura ontológico-trascen-
dentai en la que la ontología del sí está imbricada, justo en un respecto que la ante-
cede y sobrepasa. Una estructura trascendental, con todo, «fracturada», o mejor,
«fracturándose» {en se fracturani): la fractura y la diferencia que atraviesa el sí mismo
y sus dimensiones; fractura de la que es rasgo fenomenológico la pasividad y dimen-
sión ontológica, la alteridad. De ahí que quizá haya que hablar, como lo estimamos
oportuno, del carácter trascendental de la alteridad.
Con esto, queda suficientemente mostrada la articulación de la ontología del sí
(ontología regional de la persona), y su significado «fundamental» (ontología funda-
mental), con una «filosofía del ser» {SA, 379) centrada en «lo trascendental del acto»,
en cuanto «poder». El sí como potencia de obrar actuando dimensionalmente (len-
guaje, acción, etc.) es el ahí del logas (lugar de legibilidad) y abertura sobre la totali-
dad del mundo: en este sentido hay una «centralidad del obrar»; la ontología del sí
como ontología fundamental. Pero el análisis y la «profiíndización ontológica del
obrar humano» apuntan y remiten «hacia un fondo de ser»: en este sentido, hay que
hablar de un «descentramiento»; la ontología del sí da al traste con la «ambición de
autofundamentación última» {SA, 38) del sujeto, de la existencia humana. Este
fondo de ser con respecto al cual hay descentramiento tampoco es ningún centro en
el sentido de un fundamentum absolutum inconcussum veritatis, de modo que por
muy «ontológico-trascendental» que sea esta «dimensionalidad» del ser como poder,
la habita una fractura, una rotura, una falta. En el seno del ser habita la alteridad,
una alteridad trascendental, una alteridad que es condición de posibilidad y de
imposibilidad; una alteridad que hace de todo ente algo referido a algo otro en
una diferencia no restañable. Con justicia se habla, pues, de «la dialéctica del ser»
{MV, 414). «Centralidad del obrar y descentramiento en dirección de un fondo de
acto y de potencia; estos dos rasgos son igual y conjuntamente constitutivos de una
ontología de la ipseidad en términos de acto y potencia. Esta paradoja aparente ates-
rigua que, si hay un ser del sí, dicho de otra manera, si una ontología de la ipseidad
es posible, lo es en conjunción con un fondo a partir del cual el sí puede ser llama-
do actuante» {SA, 357). O dicho con otras palabras: «el lazo ontológico de nuestro
ser con los otros seres y el ser» (TA, 221).
Todavía, antes de considerar el carácter especulativo del discurso ontológico,
conviene atender la necesidad de una precisión, pues acaso suene extraña la tesis de

'" «Pues lo que hasta aquí hemos mostrado es del todo común, y no se refiere más a los hombres que a los otros
individuos, todos lo cuales, aunque en diversos grados, están sin embargo animados». {Ética, 11, proposición Xlll,
escolio. Citado por Ricceur en SA, p. 365.) En la referencia de Ricoeur a Spinoza hay una errata, pues se remite a la
proposición XII en lugar de a la XIII.

261
que ser es poder. Extraña quizá suene, y sin embargo tal tesis ontológica ha estado
actuando en las distintas hermenéuticas. Su acción es reconocible por doquier: en la
ya mentada «iniciativa», en el fenómeno de la «innovación» semántica y en «el enig-
ma de la creatividad humana», en la ficción y la redescripción de la realidad; en la
imaginación, que, en su capacidad productivo-poética, se muestra como «fiínción
general del posible práctico»; en lo imaginario y su fuerza subversiva; en fin, en la exis-
tencia como libertad, por no referirnos al orden de «lo político». «Una hermenéuti-
ca» de las diferentes dimensiones y maneras en que se ejerce el poder remite como a
su condición ontológica de posibilidad a la referida tesis: «el ser como poder-ser»
{TA, 369; las referencias anteriores en pp. 21, 115, 219 y 225).

V. CARÁCTER ESPECULATIVO
DE LA ONTOLOGÍA HERMENÉUTICA

La ontología ricoeuriana, justo por su condición «hermenéutica», establece una


inseparable relación entre lenguaje y realidad; y en cuanto «implicada» en los dife-
rentes respectos hermenéuticos (je suis, el texto, el sí mismo) comporta una estrecha
conexión entre su «contenido» ontológico, el carácter especulativo del discurso que
le es propio en cuanto ontología y los diferentes discursos con los que está en rela-
ción. Pues bien, ¿cuál es el estatuto discursivo de la ontología?, ¿en qué relación está
su discurso especulativo con otras modalidades discursivas?, ¿el carácter especidativo
caracteriza sólo el aspecto epistemológico de la ontología, o revela a la par una
dimensión de la realidad?, y en tal caso, ¿en qué consiste lo especulativo de la reali-
dad? Formular expresamente estas cuestiones y desarrollarlas es un índice inequívo-
co de la ftmdamentalidad de la ontología en la hermenéutica ricoeuriana. Formula-
ción y desarrollo se hacen inexcusables justo en el momento de la investigación
hermenéutica en que se es impelido a acceder a otros aspectos de lo real; entonces se
sobrepasan determinados discursos ónticos, y se abre en una pecidiaridad discursiva
(a saber, la especulativa) la estructura ontológica de lo real. Ese momento habrá de
ser perceptible, por ejemplo, en el «paso» del discurso metafórico al discurso filosó-
fico (véase La metáfora viva. Estudio VIII), o en el paso del «discurso narrativo» o del
«discurso ético» al discurso filosófico sobre el «obrar» humano, reconocible tanto en
Temps et récit como en Soi-méme comme un autre. Se cumple así conjuntamente, por
un lado, un cambio en el estatuto del discurso y en los modos de categorización del
lenguaje y del pensamiento: «un cambio [...] en el espacio lógico», que viene a «pro-
ducir nuevas especies lógicas, a pesar de la resistencia de las categorizaciones del len-
guaje» (772, I, 12); y se cumple, por otro lado, una innovación semántica en lo real,
con el descubrimiento de la estructura ontológica del mimdo: «el poder de re-descri-
bir una realidad inaccesible a la descripción directa, la revelación de un 'ser-como' al
nivel ontológico más radical» {TR, I, 13). Y esto dicho del discurso metafórico, vale
igualmente, señala Ricoeur, del discurso narrativo: «la fiínción mimética del relato [...]
no es más que una aplicación particidar a la esfera del obrar humano».
En una palabra, se cumple a la vez otra modalidad discursiva (el discurso espe-
culativo) de la mano de un sobrepasamiento de categorías (instaurándose un discur-
so meta-categorial) y la tematización de una estructura ontológico-trascendental de

262
lo real. Más atrás hemos señalado la doble valencia de lo trascendental. Pues bien, el
discurso especulativo de la investigación ontológica plantea y aborda el estatuto de
lo trascendental en ese doble respecto señalado de su función. El discurso especuia-
tivo-ontológico crece desde «la pluralidad de las esferas de discurso», y muestra la
necesidad de «la intersección entre sus objetivos semánticos» y «la fecundidad»
semántico-ontológica que tal intersección produce. Inscrito en la diversidad discur-
siva y alimentándose de ella, el discurso especulativo ha superado ya desde siempre
la mera tautología y la abstracta vacía identidad, sin desperdigarse por ello ni dis-
persarse en «una heterogeneidad radical» de juegos de lenguaje y de discursos, que
haría imposible toda intersección discursiva y symploké ontoXó^ica (MV, 356-361).
La diferencia absoluta, ¿sería siquiera pensable y decible?
La suerte de la nueva ontología hermenéutica está ligada, pues, a la posibilidad
de una intersección entre las esferas del discurso; intersección en la que se pone de
manifiesto un «espacio de articulación» constituido por el discurso especulativo
como «discurso de segundo grado» que pone en juego metacategorías manifestativas
de la estructura ontológica de lo real (SA, 346). Es discurso de segundo grado, ya que
en el discurso especulativo-ontológico «se trasciende» el discurso de primer grado al
que pertenecen «categorías o existenciales tales como personas y cosas» (SA, 346), o
cualquier otro aparato categorial de otro ámbito óntico. Es pues, en este preciso sen-
tido, un discurso «trascendental»: trascendentalidad que no es «puramente episte-
mológica», válida sólo en, y reducida a, la mera «escala del saber»; no es, pues, una
trascendentalidad meramente «lógico-lingüística» {SA, 349), reducida al lógos, sino
que también manifiesta y alcanza un respecto de lo real; es una trascendentalidad a
la vez ontológica: se mueve en «un plano a la vez epistémico y ontológico» {SA, 350).
La dimensión «ontológica» del discurso especulativo lo es tanto por su arraigo e
implantación en lo real en cuanto real como por su compromiso a manifestar en el
lenguaje su estructura y la symploké ontológica. En cuanto ontológicamente implan-
tado, lo especulativo tiene su estatuto de certeza: la certeza ontológica que es la «ates-
tiguación» {attestation) en cuanto «modo aléthico». El discurso y el sujeto parlante y
pensante se saben «en ser», se saben a sí mismos como «siendo en ser». Nos hallamos
en la «atestiguación de sí» como «certidumbre (assurance) de ser sí mismo actuante y
sufriente» {SA, 35); determinaciones éstas de «agir» y «souffhr» integrantes de la
constitución ontológica del ser del sí mismo. El discurso especulativo como «saber-
se en ser», lejos de ser un «saber gratuito» o puramente «construido e imaginado», es
un saber incontrovertible. Pero el discurso especulativo también está, y en la misma
medida, ontológicamente comprometido, esto es, remitido, enviado y obligado a la
manifestación de lo real en su constitución ontológico-trascendental. Y si en cuanto
«implantado en ser» lo especulativo se atestigua inmediatamente en cuanto que «posi-
ción-ya-en-ser», la atestiguación de lo especulativo en su compromiso manifestativo
«proviene de la reflexividad del lenguaje sobre él mismo, que, así, se sabe en el ser
para referirse tí/sen>. Gracias a esta «reflexividad» del lenguaje (y del pensamiento),
se instaura en un paso discontinuo, como en «un salto», sobrepasando así los dis-
cursos ónticos (por ejemplo, la lingüística, la semiótica, etc.). Este otro lado de la
atestiguación es considerado por Ricoeur como «atestiguación ontológica», ya que
trasciende el mero ámbito «lingüístico» para referirse a la realidad a fin de manifes-
tarla en su ser. En este preciso sentido y respecto, «la atestiguación ontológica» es

263
entendida por Ricoeur como «la contrapartida de una moción previa y más origina-
ria, que parte de la experiencia de ser en el mundo y en el tiempo, y que procede de
esta condición ontológica hacia su expresión en el lenguaje» (77?, I, 119). «Expresión
en el lenguaje» no mienta, es obvio, expresión «dentro del» lenguaje y, por tanto,
como «mera dimensión lingüística». Metafísicamente pensado, el así llamado «den-
tro del» lenguaje es su afuera, el afuera del mundo como mundo decible. La menta-
da «reflexividad» no mienta abstracto recogimiento e intimidad, sino la flexión del
mundo y de lo real en el lenguaje y el pensamiento, que así dice y manifiesta el ser
del mundo y de lo real. «El discurso especulativo -se lee en La metáfora viva- es posi-
ble porque el lenguaje tiene la capacidad reflexiva de distanciarse y de considerarse
en cuanto tal y en su conjunto como relacionado con el universo de lo que es. El len-
guaje se designa a sí mismo y a su otro. Esta reflexividad prolonga lo que la lingüís-
tica llama función metalingüistica, pero la articula en otro discurso, el especulativo.
Por tanto, no es una función que se pueda oponer a otras, sobre todo a la referen-
cial, ya que ella es el saber que acompaña a la función referencia], el saber de 'su ser-
relacionado con el ser'. Por este saber reflexivo, el lenguaje se sabe en el ser. Invierte
su relación con su referente de tal modo que él mismo se siente como una llegada al
discurso del ser sobre el que se apoya. Esta conciencia reflexiva, lejos de encerrar el
lenguaje sobre sí mismo, es la conciencia misma de su apertura» {AÍV, 410-411).
La tematización de la ontología implícita, tanto en el postulado de la referencia
metafórica como en las dimensiones del sí mismo que integran «su triple armazón»
{membrure, análisis y reflexión, ipseidad y mismidad, dialéctica del sí y de lo otro)
(SA-, 33), va de la mano de la posibilidad y constitución de un discurso especidativo.
Tal discurso toma en consideración «conceptos» tales como «realidad», «mundo»,
«ser», «verdad», que están en juego tanto en el discurso metafórico como en las men-
tadas dimensiones. Y ello «para extraer (y explicitar) un modo más fundamental de
referencia», que, con el «eclipse» de la referencia ordinaria del caso propia del dis-
curso óntico y su respectivo campo temático, se abre a una función de pensamiento
(pensamiento conceptual-especulativo) que «descubre» y «manifiesta» un respecto de
lo real no contemplado en otras modalidades de discurso. Manteniéndonos en el
ejemplo del campo metafórico del discurso poético, a diferencia de la verdad meta-
fórica, ciertamente que en interacción con ella, pero en clara discontinuidad con ella,
la verdad ontológico-especulativa pone de manifiesto en el «ser», en el «ser-como»,
en el «es» de la equivalencia metafórica, la tensión entre lo mismo y lo otro (MV, 308
y 343), entre ser y no-ser.
El discurso especulativo se alimenta desde «la pluralidad de las esferas discursi-
vas»; su fecundidad crece desde, precisamente, «la fecundidad de la intersección»
(MV, 358) entre los diferentes campos semánticos y respectos pragmáticos que tie-
nen lugar entre los diferentes discursos. Con ello, están excluidos, recordémoslo, una
«heterogeneidad radical» discursiva (pues haría imposible la intersección) y en no
menor medida la uni-totalidad discursivo-racional del «saber absoluto» {MV, 345 y
408), que anularía y «reabsorbería» las tensiones del ser en tanto que ser j no ser. El
discurso especulativo recibe su posibilidad desde la «transferencia» de la diversidad
de discursos a «otro espacio de articulación» y de sentido, y la consiguiente «trans-
mutación» al orden del «concepto». Sobre la diversidad e intersección de discursos y
de sus respectivos campos ónticos hay que elaborar «una teoría general de las inter-

264
secciones entre esferas», de modo que sea su «dialéctica» la que venga a regular «el
paso a una ontología explícita», dialéctica, comunidad y comunicación acordes con
«la visión dinámica de la realidad» (MV, 399-401). Dinamismo de la realidad con-
corde, a su vez, con una interpretación que conceptúa el ser como poder y potencia
de obrar... y de padecer. Es ese mismo dinamismo de lo real lo que hace que el sig-
nificar y las significaciones no se congelen en «una forma estable».
El discurso especulativo -y la correspondiente ontología- se ve impelido, diría-
se que casi requerido, desde la necesidad de articulación entre los diferentes niveles
de discurso; desde la exigencia de integración de las diferentes determinaciones ónti-
cas del sí, a fin de acceder a una conceptuación y explicación más fimdamental de
ellas a partir de su liltima constitución ontológica. Es un discurso, pues, movido por
«la vehemencia ontológica», ya de la significación metafórica, ya de las dimensiones
del sí mismo. Pero el que sea «movido» desde estas instancias no quiere decir que lo
especulativo, tanto en su respecto «discursivo» como «ontológico-real», se explique
desde ellas y no exprese nada nuevo, ninguna íunción «noético-discursiva» ni «deter-
minaciones» reales que no puedan o incluso deban reducirse a discursos de primer
grado y a aspectos óntico-categoriales. Lo especulativo y, con ello, la ontología del sí
mismo, considerada en ese respecto de «centralidad» y «descentramiento» más atrás
señalado, tienen una «autonomía», «fiínción» y «determinaciones» propias y exclusi-
vas en virtud del carácter meta-categorial (o si se quiere, trascendental) que rige el
lógos y que constituye el dinamismo de lo real. La articulación y «conceptuación» de
ese «nivel» u «orden» meta-categorial de lo que hay «es tarea de la filosofía trascen-
dental» {MV, 405).
Que la ontología hermenéutica tenga un estatuto especulativo significa, pues, su
inseparabilidad de las «diferentes» hermenéuticas, y el ayuntamiento de todas ellas,
y su posibilitación última desde una interpretación del «sen> como poder y movi-
miento, como identidad/ipseidad y alteridad, como identidad y diferencia. Desde
este horizonte se comprenden, en última instancia, algunos de los caracteres y fian-
ciones del discurso y el pensamiento especulativos. Así, por señalar algunos, el esta-
blecer «las nociones primeras, los principios» de articulación; el que «lo especulati-
vo», si bien en el orden del descubrimiento se muestra como discurso segundo, es
«primero en el orden de fundación», siendo pues «condición de posibilidad»; el que
lo especulativo, por mor de su «poder», constituya e instaure «el horizonte [...] a par-
tir del cual» se hace posible y manifiesta la symploké ontológica que cabe recoger en
la fórmula «lo Mismo y lo Otro»; en fin, el que «el pensamiento especulativo» repre-
sente «una instancia crítica» que a la vez hace posible y exige una re-iteración y una
re-interpretación de lo que significan «mundo», «verdad», «realidad», «libertad», etc.
{MV, pp. 405, 406 y 411). En una palabra, el que la ontología es una ontología rota
y militante, una ontología para la cual la condición de «hermenéutica» no es un sim-
ple ad-jetivo, sino que constituye su «sustancia misma».
Bastará reparar, echando una última ojeada a Soi-mhne comme un autre, en cuá-
les son las tan traídas y llevadas meta-categorias para apreciar, no sólo el respecto
«ontológico-trascendental» de la ontología hermenéutica, sino la finitud y la di-
ferencia que la atraviesa. Así nos las habemos con las metacategorías de «cuerpo pro-
pio» {SA, 371), del «obrar» {SA, 362), de «alteridad» {SA, 346, 369, 380), de «ser ver-
dadero y ser falso» {SA, 348), de «ser como acto y como potencia» {SA, 351).

265
A la '-'.dialéctica de las modalidades del discurso» {MV, 399) (que impele hacia lo
especulativo), responde «la dialéctica del ser» {MV, 414). Este juego especulativo de
correspondencia que alcanza a toda la ontología hermenéutica del sí mismo anida en
la dialéctica de la ipseidad y de la alteridad: «el carácter que se puede llamar especu-
lativo de la dialéctica de la ipseidad y de la alteridad es el primero que se ha anun-
ciado y a continuación se ha proyectado retrospectivamente sobre los otros dos
momentos de la investigación ontológica. Sorprendemos, pues, aquí (en la dialécti-
ca de la ipseidad y de la alteridad) este carácter (especulativo) en su lugar de origen»
{SA, 368).
Así pues, la expresión «ontología dialéctica de la alteridad» no parece marrar
mucho a la hora de trazar un rasgo esencial de la «nueva ontología hermenéutica».
El recinto de su fortaleza podemos nombrarlo, pues, «dialéctica y alteridad». Aden-
trarnos en él y explorar los vericuetos de esa fortaleza, y en ellos encontrar o acaso
alumbrar inteligibilidad, es, como ya quedó apuntado, el próximo paso; un paso que
se atisba titubeante y azaroso.

266
Hacia una hermenéutica del sí mismo:
la vía corta y la vía larga
Jean Greisch

Comencemos con una pregunta iconoclasta: ¿es Sí mismo como otro^ una obra
de hermenéutica, o su carácter fuertemente «transatlántico» nos impide aplicarle una
denominación tan claramente «continental»? Para permitir al lector orientarse en los
diez estudios de los que se compone la obra, Paul Ricoeur propone tres esquemas. En
primer lugar, un esquema didáctico, que corresponde a estas tres operaciones funda-
mentales: describir, contar y prescribir {SA 32, 139; XXXIII, 108). A este esquema
triádico podemos añadirle un esquema heurístico, definido por cuatro modos fiínda-
mentales de preguntar, o de declinar la pregunta ¿quién?: «-iquién habla?, iquién
actúa?, iquién se narra?, ^quién es el sujeto moral de la imputación?» {SA 28, XXIX).
Por último, hay que mencionar la existencia de otra terna, cuyo estatuto es más difí-
cil de discernir. Podemos llamarla esquema reflexivo, pues expresa el modo en que el
autor reflexiona acerca de su propio itinerario tanto para sí mismo como para el lec-
tor. La expresión más explícita de este esquema aparece al comienzo del décimo estu-
dio, donde se define la hermenéutica como el ámbito en el que se articulan tres pro-
blemáticas: «1. aproximación indirecta a la reflexión mediante el rodeo del análisis;
2. primera determinación de la ipseidad mediante su contraste con la mismidad; 3.
segunda determinación de la ipseidad mediante su dialéctica con la alteridad» {SA
345, 328). Bien se ve lo que persigue esta última terna: justificar el hecho de llamar
hermenéutica al conjunto del recorrido hecho hasta ese momento, pues el autor
apuesta por «la exacta equivalencia entre la interpretación de si y el desarrollo de esta
triple mediación» {ibid.).
Las siguientes reflexiones tienen por objeto examinar los motivos que hablan en
favor de dicha equivalencia. Un problema de método reclama nuestra atención: ¿por
qué motivo merece, exactamente, el calificativo de hermenéutica la larga investiga-
ción consagrada a la unidad analógica de la acción humana, que, si hacemos caso del
plan inicial de las Gifford Lectures y de las declaraciones con las que acaba el prefa-

' P. RicoEur, Soi-méme comme un autre, París, Seuil, 1990. (Citado de ahora en adelante SA. ¡La segunda cifra
remite a la versión castellana: Si mismo como otro, Madrid, Siglo XXI, 1996].)

267
CÍO, trata de encontrar una prolongación en un análisis consagrado específicamente
al estatuto religioso del sí mismo? La respuesta parece tan evidente que la pregunta
misma puede sorprender. Sorprenderá aún más si estimamos junto con Gianni Vatti-
mo que la hermenéutica es la koiné filosófica de los años ochenta, que toma el rele-
vo del marxismo vigente en los años sesenta y del estructuralismo vigente en los
setenta^. Pero además del hecho de que este enunciado es quizás más válido en Ita-
lia, especie de paraíso del pensamiento hermenéutico, que en cualquier otro lugar
(tomada al pie de la letra, esta afirmación difícilmente se deja trasladar a Alemania,
a Francia o a los países anglosajones, a pesar de la gran fecundidad de los trabajos de
hermenéutica llevados a cabo actualmente en todos estos países), hay que desconfiar
de la pretensión de hegemonía vinculada a este tipo de declaración, pues, como sabe-
mos demasiado bien, dicha pretensión acaba tarde o temprano por volverse contra
aquellos que la enuncian.
El mejor modo de comprobar el sentido del esquema reflexivo mencionado más
arriba consiste, a mi juicio, en releerlo al revés. Este es el itinerario que siguen las
siguientes reflexiones. Partiendo del décimo estudio, intentaré remontar a contraco-
rriente el recorrido del autor, con el objeto de poner de relieve en cada caso la dimen-
sión hermenéutica del trabajo emprendido, antes de entablar un debate acerca de la
relación de Ricoeur con el único autor que ha elaborado por su parte una herme-
néutica del sí mismo, a saber, Martin Heidegger.

I. UNA HERMENÉUTICA DEL SÍ MISMO: UNO MISMO Y EL OTRO

En el prefacio de Sí mismo como otro, la expresión «hermenéutica del sí mismo»


es introducida en un contexto preciso, en el que señala una especie de reto fiínda-
mental: «la hermenéutica del sí mismo se encuentra a igual distancia de la apología
del coff.to y de su destitución» {SA 15, XV). Entre el cogito cartesiano que, al plantear-
se, tiene una pretensión fimdacional, y el «cogito quebrado» nietzscheano, es preciso
encontrar una tercera vía que eluda las trampas que encierra la rivalidad mimética de
un sujeto ensalzado unas veces y humillado otras {SA 27, XXVIII). Estas declaracio-
nes definen, en primer lugar, cierto estilo de pensar. Podríamos decir que la «herme-
néutica del sí mismo» corresponde a un nuevo intento de dar sentido a la idea de
I-cogito herido», cuyo rastro se aprecia en todas las obras anteriores de Ricceur. El
hecho de que el «sí mismo» sea, en efecto, una expresión del «.cogito herido» resulta
evidente como muy tarde en el décimo estudio, donde la dialéctica de la ipseidad y
de la alteridad despliega por completo sus efectos con la tesis de que «la alteridad no
se suma desde ftiera a la ipseidad, sino que pertenece a la tenencia de sentido y a la
constitución ontológica de ésta» (5^4 367, 352). Se trata de explorar, entonces, las
diferentes figuras fenomenológicas (que también podemos llamar hermenéuticas,
desde el momento en que se refieren a testimonios) de la «labor de la alteridad en el
corazón de la ipseidad» {SA 368, 352). La metacategoría platónica de la alteridad

- Cf. G. Vattimo, «Hermenéutica: nueva Koinéy, en Ética de la interpretación, Barcelona, Paidós, 1991, pp.
55-71 (N. d e l T ) .

268
despliega plenamente su polisemia interna al distribuirse en una pluralidad de figu-
ras fenomenológicas que corresponden a otras tantas experiencias distintas de carác-
ter pasivo, que se entremezclan de múltiples modos en la acción humana.
Se ha de subrayar que el término atestación, que el autor considera por otro lado
«la clave de toda la obra» {SA 335n, 318n) se presenta entonces como una «atesta-
ción quebrada», pues «la alteridad, junto a la ipseidad, se atestigua sólo en experien-
cias inconexas, según una diversidad de focos de alteridad» [SA 368, 353). En el
décimo estudio, esta diversidad adopta la forma de un «trípode» formado por tres
focos: el cuerpo propio o la carne, el otro considerado como extranjero y la concien-
cia moral. Podríamos, por otra parte, preguntarnos si el argumento de conveniencia,
teñido de ironía socrática, con el que acaba la obra, no invita más bien a continuar en
vez de a concluir la exploración. Cabe preguntarse, en efecto, si no existen aún otras
figuras que correspondan a experiencias fiandamentales de la presencia del otro en el
corazón del sí mismo.

II. ASPECTOS HERMENÉUTICOS DE LA DIALÉCTICA


DE LA MISMIDAD Y DE LA IPSEIDAD

En todo caso, cabe aceptar sin mayor problema que esta exploración de los
modos de inscripción del otro en el corazón del sí mismo merece plenamente el títu-
lo de hermenéutica. Pero, ¿qué ocurre con los estudios anteriores, desarrollados en
base al triple registro de la descripción, la narración y la prescripción? La pregunta se
plantea, evidentemente, en particular respecto al primer tiempo de la investigación,
que corresponde a los cuatro primeros estudios, en los que se trata de explorar la
doble cuestión «¿Quién habla?, ¿quién es el sujeto de la acción?». Los principales inter-
locutores de Ricoeur en esta parte de su indagación, Strawson, Searle, Anscombe y
Davidson, no tienen por costumbre reivindicar la patente hermenéutica. Por nues-
tra parte, añadiremos que el análisis sólo llega a ser hermenéutico cuando, acompa-
ñando en cierto trecho a los autores de la tradición analítica, se introduce el pará-
metro temporal en dicha indagación y se define la primera dialéctica fundamental
entre el polo de la mismidad, ilustrado por la permanencia del carácter, y el de la
ipseidad ilustrado por la fidelidad a la promesa hecha, siendo la identidad narrativa,
precisamente, la que asegura el equilibrio entre ambos polos; ¿de modo similar quizá
a como, en Tiempo y relato, el tiempo histórico era definido como un tercer tiempo
a caballo entre el tiempo del mundo y el tiempo vivido del sujeto? Es indudable que
sólo desde este momento podemos hablar de una hermenéutica del sí mismo, por el
simple motivo de que el análisis precedente aún no había necesitado recurrir explí-
citamente a la noción del sí mismo.
Cuando, al socaire de la identidad narrativa, surge la dialéctica de la mismidad y
de la ipseidad, el carácter hermenéutico del análisis se pone claramente de manifies-
to. En primer lugar, porque la acción misma cambia de aspecto. Hasta ese momento
sólo se estudiaban, podríamos decir, acciones puntuales. Ahora, se trata en cambio del
examen de las prácticas que dan un sentido global a un conjunto de acciones parti-
culares. Se puede decir, pues, que las acciones se interpretan entre sí. No es sorpren-
dente, entonces, que la dialéctica constitutiva de la tradición y de la innovación pueda

269
ser aplicada a este tipo de interacción {SA 168, 139). Sobre todo, claro está, cuando
se acepta ampliar con Maclntyre el concepto de práctica hasta los «proyectos vitales»,
pues se descubre entonces en el campo práctico un «doble principio de determina-
ción que lo aproxima a la comprensión hermenéutica de un texto en base a la inte-
racción entre el todo y la parte» {SA 187, 160).
Se ha de subrayar igualmente, como repercusión directa del «encuentro afortu-
nado» {SA 188, 160) entre los análisis de Tiempo y relato y áe Afier Virtue', que si la
reflexión de Ricoeur se vuelve explícitamente hermenéutica ello se debe al cuidado
con que aborda «las dificultades vinculadas a la idea de una refiguración de la vida
mediante la ficción» {ibid.). Ricoeur no ignora los numerosos obstáculos que parecen
volver problemática la noción de una aplicación de la ficción a la vida. Dichos obs-
táctdos son «la equivocidad de la noción de autor, la falta de conclusión 'narrativa'
de la vida, la imbricación de las historias de una vida entre sí, la inclusión de los rela-
tos de la vida en una dialéctica de rememoración y de anticipación» (5^4 191, 164).
Pero —y tal es la apuesta hermenéutica- en lugar de tratarlos como simples obstácu-
los, han de ser integrados «en una intelección más sutil, más dialéctica, de la apro-
piación» {ibid). Esta «intelección más sutil y más dialéctica» es, precisamente, la inte-
lección hermenéutica. ¿En qué puede consistir este trabajo de apropiación que
permite aplicar la ficción a la vida? Los recuerdos de Chtaranski durante sus meses
de aislamiento en una celda de Lubianka ofrecen un ejemplo sobrecogedor. Para bur-
lar su soledad y poder resistir mejor los interrogatorios, el autor cuenta que reme-
moraba, no sólo los grandes relatos bíblicos, sino también a Ulises en la caverna del
Cíclope o a Don Quijote frente a los molinos de viento.
Con este ejemplo, queda ya abierto el paso al análisis de las implicaciones éticas
del relato. Aquí tiene lugar otra apuesta hermenéutica: «Las experiencias mentales que
llevamos a cabo en el gran laboratorio de lo imaginario son también exploraciones del
reino del bien y del mal» {SA 194, 167). Si, en efecto, la acción ética ha de ser com-
prendida en primer lugar como biisqueda de una vida buena, entonces los relatos jue-
gan im papel heurístico esencial en la exploración de las posibilidades de este tipo de
vida; y la imaginación ética, según una fórmula de Peter Kemp, se alimenta de ima-
ginación narrativa {SA 195n, 168n). Esta apuesta no es en modo alguno evidente, si
nos damos cuenta del hecho de que la üteratura moderna comporta casos, al menos
tan sorprendentes como los puzzling cases de Parfit, en los que la identidad personal
parece ir perdiendo espesor hasta convertirse finalmente en algo indiscernible. La
apuesta hermenéutica consiste, en este punto, en reemplazar la separación innegable
que existe entre el enunciado de base de la identidad moral («Heme aquí») y el sí
mismo narrativo, esencialmente problemático, conminado a la angustiosa pregunta
«¿Quién soy?», por una «dialéctica viva» entre ambos (5^4 197, 170).
Esta apuesta nos lleva a franquear el umbral de la «pequeña ética» desarrollada
entre los capítulos séptimo y noveno. De nuevo conviene preguntarse en qué consis-
te exactamente la dimensión hermenéutica de esta exploración de los tres aspectos del
sí mismo en el nivel de la acción ética, es decir, del sí mismo movido por una inten-

' A. Maclntyre, After Virtue. a study in moral theory, Notre Dame (Ind.), University of Notre Dame Press,
1981. Trad. cast.: Tras la virtud, Barcelona, Crítica, 1987 (N. delT.).

270
ción ética, del sí mismo confrontado a la norma moral y, por último, del sí mismo
que, en el ejercicio de la sabiduría práctica, ha de llegar a un equilibrio razonado entre
las coacciones de la argumentación y las convicciones bien sopesadas {SA 335, 318).
Cabe aceptar sin mayor problema que precisamente la hipótesis relativa a la posibili-
dad de dicho equilibrio razonado corresponde a una nueva apuesta hermenéutica, la
más nuclear y decisiva en la concepción ricceuriana de la acción moral. Pero si apre-
ciamos esto mismo desde algo más cerca, podemos reparar en otros motivos que ligan
esta concepción a un modelo hermenéutico, aunque Ricoeur, de manera opuesta a
algunos teóricos recientes, se resiste a una narrativización integral de la teoría moral.
Con respecto a la primera configuración del sí mismo ético, que podríamos lla-
mar aristotélica (hasta este punto es importante la presencia de Aristóteles en la
amplia relectura de los tratados acerca de la amistad y de la justicia hecha por
Ricceur), podemos en primer lugar señalar la insistencia, con referencia al trabajo de
Martha Nussbaum^, en la fragilidad de la calidad de la acción humana. Si la vida
buena es para cada uno de nosotros «la nebulosa de ideales y de sueños a cumplir con
respecto a la que una vida es considerada como algo más o menos cumplido o
incumplido» {SA 210, 184), podemos decir que dicha vida, en lugar de imponerse
por anticipado con una evidencia equívoca, sólo llega a precisarse al término de un
largo trabajo de interpretación; trabajo que es también un trabajo de autointerpreta-
ción, consistente en un incesante vaivén entre phrónesis y phrónimos. Esta relación,
ya entrevista por Aristóteles, puede expresarse, según Ricceur, en un lenguaje más
moderno a través de la idea de que «mediante un trabajo incesante de interpretación
de la acción y de uno mismo se prosigue la búsqueda de una adecuación entre aque-
llo que nos parece lo mejor para el conjunto de nuestra vida y las elecciones prefe-
renciales que rigen nuestras prácticas» {ibid., 185).
Asistimos entonces, precisamente, a la introducción explícita de un punto de
vista hermenéutico. El hombre no es sólo el animal simbólico que en él quería ver
Ernst Cassirer; el hombre aparece, según una fórmula de Charles Taylor citada en el
mismo contexto, como un «self-interpreting animal». Podemos aplicar, entonces, la
teoría del círculo hermenéutico entre el todo y la parte a la relación existente entre
la visión global de una vida buena y las elecciones particulares que unen entre sí las
decisiones que dan una configuración singular a nuestra vida. Ahora bien, el con-
cepto de autoestima es, precisamente, el fruto de este incesante trabajo de interpre-
tación. «En el plano ético, la autointerpretación se convierte en autoestima» (5^4 211,
185). Si el concepto de autoestima pasa a ser un concepto hermenéutico, se com-
prende mejor que no pueda replegarse sobre sí mismo, sino que haya de incluir la
solicitud, o sea, la expresión de la vida buena con y para el otro, e incluso la bús-
queda de instituciones justas. También en este punto vemos cómo funciona en
Ricceur la ley, por así decirlo, del mayor rodeo.
Si en el plano ético, la relación entre la phrónesis y el phrónimos desemboca en
una concepción hermenéutica de la autoestima, esta dimensión hermenéutica resul-

"* M. C. Nussbaum, Thefragility ofgoodness, Luck andethics in Greek tragedy andphilosophy, Cambridge, Cam-
bridge University Press, 1986. Hay edición casrellana: La fragilidad del hien. Fortuna y ética en k tragedia y la filoso-
fía griega, Madrid, Visor, 1995 (N. del T ) .

271
ta aún más explícita en el regreso a la phrónesis que la travesía de la exigencia de uni-
versalización que conlleva la norma moral invita a llevar a cabo, bajo la presión de
los conflictos ineludibles que surgen del encuentro entre la ley universal y la situa-
ción siempre particular. En este punto, hay que subrayar, en primer lugar, la irrup-
ción de la voz de la no-filosofía en el discurso conceptual del filósofo. Sin duda,
Ricoeur sigue de cerca a Fierre Aubenque, que, en su gran libro sobre La prudencia
en Aristóteles, había analizado ya con amplitud la relación habida entre el phrónein
trágico y la phrónesis aristotélica. Pero es la lectura detallada y atenta de una voz sin-
gular, en este caso la de la Antígona de Sófocles, la que le hace comprender en qué
sentido la experiencia del conflicto modifica de arriba abajo el aspecto de la acción
humana. «Enseñanza de lo ético mediante lo trágico» {SA 283, 263) y no moraliza-
ción de la tragedia: ésta es la apuesta hermenéutica que guía la meditación, preñada
de gravedad, acerca de lo «trágico de la acción». Se reconoce sin dificultad en esta
meditación el eco de la antigua interpretación del mito trágico del Dios malvado"',
pero mediada ahora por la singular voz de Antígona.
La irrupción de esta voz no-filosófica tiene un efecto secundario que, por sí
solo, revela toda una concepción de la hermenéutica. Cuando se habla de una
«sabiduría troica capaz de orientar una sabiduría práctica» {SA 284, 263), no se
piensa en absoluto que el hecho de recurrir a la sabiduría trágica permita resolver
un problema filosófico. Al contrario, ésta sólo agrava, en todos los sentidos del tér-
mino, las aporías presentes a lo largo de la investigación de la ipseidad, añadiendo
una «aporía ético-práctica» (SA 288, 267) a la ya larga lista de aporías de las que
no podemos desembarazarnos. Pero tras la trilogía Tiempo y relato resulta cada vez
más evidente que aporética y hermenéutica (respectivamente poética) hacen bue-
nas migas.
Pasado el umbral de lo trágico de la acción (que, en realidad, nunca se deja
atrás), el campo está libre para examinar el alcance hermenéutico del concepto de
sabiduría práctica en estos tres grandes dominios: las instituciones, las relaciones
interpersonales y la relación con uno mismo donde la acción moral afronta conflic-
tos ineludibles. Una «filosofía de la acción de carácter hermenéutico» {SA 302, 282)
apuesta por «la posibilidad de que la dialéctica entre la ética y la moralidad [...] se
anude y se desanude en el juicio moral en una situación concreta» {SA 290, 269).

III. HERMENÉUTICA Y FILOSOFÍA ANALÍTICA:


UN MATRIMONIO DE CONVENIENCL\

Después de este breve repaso de algunos pasajes clave de la segunda parte del
libro, en los que hemos visto hacerse explícita la dimensión hermenéutica de la pro-
blemática del sí mismo narrativo y ético, r^resemos ahora al primer tiempo del aná-

' R Aubenque, La prudtncf chez Aristote, París, P.U.F., 1963 (N. delT.).
' Cf.V. Ricoeur, La symholitjue du mal, en Philmophie de la volante, t. II, Finittíde et culpahilité, París, Aubier,
1988, 2." ed., pp. 355-373. [Hay edición castellana: Finitudy culpabilidad, Madrid, Taurus, 1982, pp. 363-382
(N. delT.M

272
lisis, claramente el más «analítico», preguntándonos por aquello que permite discer-
nir en este punto una opción «hermenéutica» precisa: la preferencia otorgada a la vía
larga del análisis respecto a la vía corta de la reflexión.
Lo menos que se puede decir es que esta apuesta implica una concepción muy
determinada de la hermenéutica que cuenta con el hecho de una alianza, no sólo
posible, sino fecunda, entre la filosofía analítica y la filosofía hermenéutica. Al igual
que el propio Ricoeur ha hablado repetidas veces de un injerto de la hermenéutica
en la fenomenología, podríamos hablar aquí de un injerto de la hermenéutica en la
filosofía analítica, haciendo constar que, tanto en un caso como en el otro, están
destinadas a entrecruzarse concepciones filosóficas del sí mismo heterogéneas. El
hecho de que este injerto en modo alguno sea evidente me parece, por otra parte,
algo confirmado por dos introducciones recientes a la filosofía hermenéutica, que
ofrecen una lectura casi antitética de la disciplina. Hans Ineichen^, apostando por
una alianza indispensable entre filosofía analítica y filosofía hermenéutica, termina
su presentación histórica con un largo capítulo elogioso dedicado a Paul Ricoeur,
quien le parece, de entre todos los teóricos contemporáneos de la hermenéutica,
el que mejor ha logrado restituir a ésta la dimensión crítica que de hecho había
perdido con el giro ontológico llevado a cabo por Heidegger; un giro ratificado
igualmente, a pesar de su versión más «urbana», por Gadamer. Jean Grondin^, por
el contrario, tomando como hilo conductor de su lectura la tesis de que la univer-
salización de la hermenéutica descansa, en última instancia, en la idea agustiniana
de verhum interius, centra todo su análisis en Gadamer y pasa por alto resuelta-
mente a Ricoeur.
Toda la argumentación desarrollada por Ricoeur en la primera parte de su obra
demuestra que se encuentra mucho más cerca de la opción metodológica de Ineichen
que de la de Grondin. También él apuesta por la posibilidad «de incorporar a la her-
menéutica del sí mismo [...] fragmentos significativos de la filosofía analítica en len-
gua inglesa» {SA 28, XXIX). La heterogeneidad de las dos tradiciones es patente,
como demuestra concretamente el análisis de la acción intencional. La gran fuerza
del enfoque analítico, a saber, la precisión en la descripción, tiene como contrapar-
tida la dificultad de incorporar la criteriología apropiada en la descripción de la ates-
tación {SA 91, 57). Conviene entonces preguntarse de qué fragmentos significativos
se trata, so pena de convertir a los filósofos de lengua inglesa, los interlocutores pri-
vilegiados de Ricoeur en la primera parte de su obra, ya se trate de Strawson, de Par-
fit o de Davidson, en reclutas forzosos de una presunta legión extranjera hermenéu-
tica. Ahora bien, Ricoeur precisa claramente que no le mueve «la ambición maniática
de lograr un matrimonio forzoso entre dos familias de espíritu que se han tratado
poco» {SA 28, XXIX). Y, sin embargo, se trata -aunque parezca imposible- de un
matrimonio que, si no por amor, resultante de un flechazo imprevisto e imprevisi-
ble, como quizás sea el caso de Richard Rorty, quien no deja de proclamar: «la epis-
temología (fundacional) ha muerto, ¡viva la hermenéutica!»', al menos ha de ser un

^ H. Ineichen, Phiksophische Hermemutik Freiburg/München, K. Alber, 1991, col. «Handbuch der PhUosophie».
' Cf. J. Grondin, Einfiihrung in die phibsophische Hermmeuúk, Darmstadt, Wissenschaftlichc Buchgesell-
schaft, 1991.
' Cy R. Rorty, L'hommespéculaire', má. Thierry Marchaisse, París, Seuil, 1990, pp. 349-392.

273
matrimonio de conveniencia. Desde la perspectiva de Sí mismo como otro, vemos cla-
ramente en qué condiciones puede tener lugar dicho matrimonio. Sólo si se atiende
a la relativa independencia de la teoría de la acción respecto a la teoría del lenguaje
podremos pretender «una nueva alianza entre la tradición analítica y la tradición feno-
menológica y hermenéutica» {SA 137, 106). No es, pues, la filosofía analítica del len-
guaje en su generalidad, sino la semántica de la acción la que desempeña el papel de
propedéutica en el problema de la ipseidad. En este sentido preciso hay que entender
la invitación a «una confrontación constructiva entre filosofía analítica y hermenéuti-
ca» o la ¡dea de una «competencia entre filosofía analítica y hermenéutica» (5^4 29,
XXX), formulada en el prefacio. Podemos incluso precisar la dote que la pareja analí-
tica aporta al matrimonio, pues en todo matrimonio de conveniencia la dote desem-
peña un papel esencial: libera a la hermenéutica de la trampa de una aproximación
puramente reflexiva a la ipseidad. «.El recurso al análisis, en el sentido dado a este tér-
mino por la filosofía analítica, es el precio que hay que pagar por una hermenéutica
caracterizada por el estatuto indirecto de la posición del sí mismo» {SA 28, XXDC).
¿En qué puede consistir, entonces, la dote de la pareja de la hermenéutica? Nos
parece que la mejor respuesta a esta pregunta consiste en admitir que no es otra cosa
que el fenómeno de la atestación, ya señalado antes como «clave» de todo este libro.
Y de hecho se alega claramente a este fenómeno para precaverse del doble peligro de
una sumisión excesiva al uso contingente de una lengua natural dada y de un
«semantismo cerrado», incapaz de dar cuenta de la dimensión propiamente históri-
ca de la acción {SA 349, 333). Bien es cierto que sólo en el plano ontológico, es decir,
cuando se trata de describir y de analizar los modos de ser del sí mismo, «la ontolo-
gía implícita en la hermenéutica» muestra los servicios que puede prestar a la filoso-
fía analítica, y la atestación pone de manifiesto el «quiasma que existe entre reflexión
y análisis» {SA 350, 333).

IV. HERMENÉUTICA DEL SI MISMO Y ONTOLOGÍA

Ya es hora, pues, de precisar en qué consista esta ontología implícita, lo que


implica la confrontación de la hermenéutica del sí mismo de Ricceur con la tínica
concepción que merece plenamente el título de hermenéutica del sí mismo, a saber,
la de Heidegger. También desde este punto de vista se revela la hermenéutica de
Ricoeur como «filosofía del rodeo». El hecho de que la concepción heideggeriana
de la ipseidad sea un interlocutor privilegiado de Ricoeur se muestra muy pronto
en la obra, cuando se confrontan al mismo tiempo dos filosofías que dan una gran
importancia a la pregunta ¿Quién?-, la de Heidegger y la de Hannah Arendt. Mien-
tras que en Hannah Arendt la única respuesta posible a la pregunta ¿Quién? es un
relato, de modo que «la acción es ese aspecto del hacer humano que reclama rela-
to» {SA 7G, 40), lo que llama la atención en la analítica existenciaria heideggeriana
es la determinación, ontológica desde un principio, de la ipseidad. ¿Habría, pues,
que seguir de cerca a Heidegger, situándose de entrada en un plano ontológico? La
decisión de tratar el problema del sí mismo como un problema ontológico no
caracteriza sólo el estatuto del sí mismo en el marco de la analítica existenciaria de
Sein undZeit (los únicos textos a los que se refiere Ricoeur), sino que se remonta a

274
Frühe Freiburger Vorlesungen, donde Heidegger pone en marcha su programa de
hermenéutica de la facticidad'".
Recordemos rápidamente cómo se presenta esta puesta en marcha a principios
de los años veinte. De Dilthey, Heidegger ha heredado una convicción: pensar la
vida es tarea de la que no cabe zafarse. Sólo que, en esta época, lo que se llama «filo-
sofía de la vida» contiene lo mejor y lo peor. Es importante, pues, diferenciar en pri-
mer lugar entre «vitalismos» más o menos biologizantes -tan numerosos- y los esca-
sos pensadores de la vida que gozan de autenticidad. Entre éstos, sólo tres merecen
ser considerados en serio filosóficamente: Bergson, Dilthey y Nietzsche {GA 61,
p. 80). A su vez, Heidegger esboza en 1921-1922 su propia interpretación de la «vida
factual» {GA 61, pp. 79-155). Ésta introduce de inmediato una concepción deter-
minada de la fenomenología hermenéutica: desciframiento del fenómeno de la vida,
tal como se da; ésta es la tarea, si se reconoce en la expresión «vida» una categoría
fenomenológica fiíndamental que designa un fenómeno fiíndamental {GA 61,
p. 80). La interpretación de este fenómeno habrá de tener éxito allí donde las filoso-
fías y las metafísicas de la vida han fracasado, a veces de modo lamentable, en parti-
cidar al sucumbir a la tentación de dejarse guiar por conceptos biológicos de la vida,
tentación precisamente que hay que evitar a todo precio. En este sentido, el intento
de Heidegger pretende ser comprendido como «la asunción-apropiadora {Aufhe-
bung) de las tendencias positivas de la filosofía moderna de la vida» {GA 61, p. 82).
Pensar la vida misma, tal como se comprende a sí misma y porque se compren-
de: ¡vasta empresa! Heidegger aborda el problema mediante una modesta reflexión
sobre las «tendencias expresivas» contenidas en el verbo «vivir», caracterizado por una
extraña ambivalencia intransitiva-transitiva reflejada igualmente en el sustantivo:
«vivir» y «vivir la vida», ¡ambas expresiones son correctas! La dilucidación fenome-
nológica no ha de confiíndirse, evidentemente, con una «gramaticalización» que sólo
se dejara guiar por indicios «gramaticales», como hace el segundo Wittgenstein. No
importa la gramática del verbo «vivir», sino «la palabra viva, el hablar inmanente de
la vida misma» {GA 61, p. 83).
Para reunir este hablar inmanente de la propia vida, el intérprete-filósofo, ¿ha de
convertirse en ventrílocuo?, ¿es capaz de obtener las categorías a través de las cuales
se comprende la vida a sí misma? Esta es sin duda la difícil apuesta subyacente a esta
parte del análisis heideggeriano. Partiendo de indicios lingüísticos, Heidegger obtie-
ne tres capas significativas: 1. La vida significa, en primer lugar, «ZÍ unidad de la suce-
sión y déla temporalizados (G4 61, p. 84). Dicho en otras palabras, las vivencias no
se yuxtaponen entre sí, sino que forman una unidad a lo largo del tiempo, unidad
que, por otra parte, puede presentar un aspecto diferente según los diversos modos
de realización. 2. La vida contiene en sí misma posibilidades latentes, es imprevisi-
ble, aún puede reservarnos sorpresas. La categoría de posibilidad que aparece en este
punto habrá de ser considerada en un sentido rigurosamente fenomenológico, que
nada tiene que ver con el sentido que este término recibe en el marco de una lógica

'" Cf. concretamente los siguientes textos: Phanomemlogische Interpretationen zu Aristóteles. EinfUhrung in die
phanomenologische Forschung, Gesamtausgabe 61, Frankfun, Klostermann, 1985; Ontologie (Hermeneutik der Fak-
tizitdt), Gesamtausgabe 63, Frankfurt, Klostermann, 1988; Interprétations phénoménologiques d'ArUtote, trad. J. F.
Courtine, Mauvezin, TER, 1992.

275
modal. 3. Por último, el primer y el segundo sentido pueden entrecruzarse para defi-
nir cierta idea de realidad: la no-transparencia de un poder, el destino. Considerados
conjuntamente, estos tres significados definen la vida como un modo específico de
estar ahí".
Se ha de subrayar que la interpretación fenomenológica de la vida supone la
actuación de la terna Gehalt-, Bezugs-, Vollzugssinn, característica de la noción de
fenómeno, tal como Heidegger la entiende en esta época. 1. El sentido del fenóme-
no de la vida es definido por la categoría, también fenomenológica, de «mundo».
2. La vida se desarrolla siempre «en», «hacia» o «contra» algo. 3. Se relaciona, pues,
intrínsecamente con el mundo, lo que quiere decir que tiene como Gehaltsinn el
«mundo», es decir, «lo vivido, aquello por lo cual la vida es tenida, aquello a lo que
la vida se atiene» {GA 61, p. 86). O mejor: «El mundo es la categoría fundamental
del tenor del sentido que hay en el fenómeno 'vida'» (ibid).
En el mundo hecho a través de la cura, que define el Bezugssinn de la vida, vivir
es curarse de(GA 61, p. 90), en el sentido elemental de la cura por el «pan diario», que
nos recuerda que somos seres con necesidades y con carencias (Darbung, privatio,
carenttd). A la luz de esta cura cotidiana, el mundo reviste un sentido vital. Llega a ser
significativo. La cura, podríamos decir, descubre el mundo como algo dotado de una
sifftíficatividad (Bedeutsamkeii) particular. La «significatividad», lejos de depender de
la lógica, sólo se pone de manifiesto a la luz de la cura que impregna todo encuentro
(Begegnis) concreto entre las cosas y nuestra experiencia del mundo. «Cada experien-
cia es, en sí misma, un encuentro (Begegnis) en y para un curarse» (GA 61, p. 91).
Ahora bien, es absolutamente necesario el no sucumbir a la tentación de la filosofía
de los valores, que confimde esta significatividad con la noción de «valor». «La signi-
ficatividad no ha de ser identificada con el valor» (ibid.). No es un «valor» incorpora-
do desde ftiera a un «hecho» bruto.
Esta significatividad queda en muchas ocasiones implícita. Sólo cuando está en
juego la significatividad de nuestra propia vida resulta explícita (GA 61, p. 93). Esto
ocurre cuando alguien afronta en serio el problema del «sentido de su vida». Entra
entonces en relación con un mundo específico, con el «mundo del sí mismo». Hei-
degger distingue, en efecto, en esta época entre tres «mundos» diferentes: el «mundo
del sí mismo» (Selbstwelt), el «mundo del estar con otro» (Mit-Welí) y, por último, el
«mundo-entorno» (Umwelí) (GA 61, p. 94). Esta teoría de los «tres mundos» de la
cura permite considerar en su especificidad la tarea de una hermenéutica del sí mismo.
El enfoque fenomenológico de la vida, plagado de obstáculos terminológicos y
consistente en «ver el tema principal de la filosofía, la facticidad» (GA 61, p. 99),
parece proponer la sigiúente alternativa: ¿hay que dotar a la vida de una transparen-
cia perfecta, de esa pureza cristalina ejemplificada por la lógica, o de una opacidad
absoluta? Al hablar de «facticidad», parece que optamos por el segundo miembro de
la alternativa. Esto, precisamente, es lo que inquietaba a los neokantianos. Pero la
apuesta por una hermenéutica de la facticidad consiste en la existencia de una terce-
ra posibilidad. Recurriendo a una imagen, se podría decir que entre la transparencia
cristalina y la opacidad absoluta existe una translucidez más o menos brumosa. Hei-

" «Leben = Dasein, in und durch Leben ^SeirT». GA 61. p. 85.

276
degger se sirve precisamente de esta imagen de la nebulosidad o de la bruma'^ para
caracterizar la relación de la vida consigo misma.
La tarea de la filosofía es ayudarnos a ver con claridad en esta bruma. Esto requie-
re un trabajo específico de interpretación, es decir, un esfuerzo hermenéutica. La elu-
cidación del fenómeno de la vida recurre necesariamente a categorías. Pero, tratándo-
se de la diversidad de significados que reviste el fenómeno de la vida, es importante
precisar el estatuto de estas categorías. Éstas no son en modo alguno ni formales ni
puramente descriptivas, sino interpretativas. Casi podríamos decir que son prospecti-
vas, en la medida en que buscan posibilidades de comprensión escondidas en la vida
misma. Dicho en otras palabras, son categorías hermenéuticas. Cada categoría es
«interpretativa y sólo interpretativa, a saber, la vida factual, apropiada en el cuidado
existencial» {GA 61, pp. 86-87). Esta fórmula revela el secreto del término «herme-
néutica de la facticidad» que domina el trabajo filosófico de Heidegger durante el
período que aquí nos interesa'^. Tomemos nota de esta nueva definición del término
«categoría»: «algo que, conforme a su sentido, interpreta un fenómeno según una
dirección de sentido de un modo determinado, principial, que lleva el fenómeno a
la comprensión en tanto que fenómeno interpretado» (GA 61, p. 86). Todas las cate-
gorías de la fenomenología de la vida son, en este sentido, categorías hermenéuticas,
interpretativas, que someten la vida factual a la interpretación. En este punto, pode-
mos apreciar la separación entre la mirada fenomenológica de Heidegger y la de Hus-
serl. A Heidegger le gusta decir que ve con los ojos de Husserl; pero de entrada
inventa ya otra mirada, la de la «fenomenología hermenéutica» -que le permite ver
otros fenómenos y, en particular, esa facticidad que Husserl, al tenerla por opaca y
ciega, oponía a la conciencia pura-.
El término interpretación se opone aquí de modo manifiesto al término reflexión.
La autocomprensión de la vida, forma fundamental de la apropiación de sí mismo,
no consiste en una reflexión sobre uno mismo. Esto no es todo, pues podría pensar-
se que las categorías interpretativas se plantan desde fuera en la vida en nombre de
una teoría general de la interpretación. En realidad, tienen su origen en la vida
misma, «viven en el seno de la propia vida» [GA 61, p. 88). No es inútil subrayar que
esta hermenéutica recurre a las figuras retóricas de la elipsis (GA 61, p. 108) y de la
hipérbole (GA 61, p. 104) para describir el modo específico en que la vida se relacio-
na consigo misma al cumplirse. Por lo menos esta última noción interviene igual-
mente en la hermenéutica del sí mismo de Ricceur.
Sólo el trabajo de la interpretación llega a resolver la aporía constitutiva de una
filosofía de la vida: ¿cómo describir el movimiento de la vida sin traicionarla? En
1923, Heidegger ilustra esta dificultad con un pensamiento de Blaise Pascal: «Cuan-
do todo se mueve del mismo modo, nada se mueve en apariencia, como en un barco.
Cuando todo se desborda, nada parece hacerlo. Sólo quien se detiene deja que se vea
el frenesí de los otros, al hacer de punto fijo». Comentando esta idea, precisa Hei-

•' Diesigkeit. G4 6 1 , p . 88.


" ( y concretamente el dossier referido a este tema que se encuentra en el t. IV (1986-1987) del Dilthey Jahr-
huch. Con respecto a la propia noción de facticidad, consúltese especialmente el estudio de Theodot Kisiel «Das
Entstehen des Begriffsfeldes > Faktizitat < im Frühwerk Heideggers» (pp. 91-120). Sobre la concepción heideggeria-
na de la hermenéutica durante este período, véase el estudio de Christoph Jamme, «Heideggers frühe Begründung
der Hermeneurik» (pp. 72-90).

277
degger que la simple participación en el frenesí propio de la vida impide la labor de
la comprensión, es decir, de la interpretación categorial. El problema consiste en
encontrar una actitud ante la vida que no traicione al punto su modo de ser, la fac-
ticidad(G/4 63, p. 109).
Esta actitud comprensiva, no objetivadora, es la actitud «hermenéutica». Pero
entonces precisamos, justamente, un nuevo concepto de hermenéutica que rompa
con el enfoque epistemológico privilegiado, en concreto, por Dilthey. Para Heidegger,
la hermenéutica ya no es una disciplina, una «teoría general de la interpretación», sino
una dimensión interna de la propia facticidad (GA 63, p. 15). Esto quiere decir que
el «comprender», como dimensión intrínseca de la vida factual, no es un comporta-
miento de tipo cognitivo. Por ello, Heidegger da la espalda al problema, muy discu-
tido en la época, por Edith Stein, Scheler y Dilthey entre otros, de la comprensión del
otro (problema de la Einfiihlun^. El comprender no se dirige hacia otra cosa, aunque
sea el otro, sino que es un modo de ser del propio Dasein. La hermenéutica, pues, no
tiene en modo alguno una curiosidad artificial deseosa de examinar cuidadosamente
los estados de ánimo —nuestros o de otro—; está simplemente al servicio del despertar
a sí mismo del Dasein {Wachsein des Daseinsfur sich selbst, GA 63, p. 15).
Quizás sea esta noción la que guarda el secreto de la hermenéutica del sí mismo
heideggeriana. Ahora bien, si la hermenéutica es, en este punto, inseparable de su
«objeto», no puede ser entonces una ciencia o una teoría general de la interpretación:
factual y temporalmente precede a la apUcación de las ciencias. Por el mismo moti-
vo, las «evidencias» de las que puede valerse son fundamentalmente frágiles y nunca
pueden reducirse a una «evidencia» o «intuición» de carácter eidético {GA 63, p. 16).
En efecto, el objeto de la interpretación es el Dasein precisamente porque se busca a
sí mismo, porque se encamina hacia él mismo {GA 63, p. 17). Encaminarse quiere
decir plantearse preguntas radicales, un cuestionamiento reflejado en una inquietud
y una angustia irreductibles''*.
La última observación nos invita a regresar a la noción de «mundo del sí mismo»
{Selbstwelí), mencionada más arriba. Hay que precisar ahora su significación herme-
néutica. Una primera observación negativa: el «mundo del sí mismo» no ha de ser
confundido con el yo y su mundo interior {GA 61, p. 94). «La vida y el cuidarse en
el mundo del sí mismo no son una autorreflexión {Selbstreflexion) ni descansan en
ella» {GA 61, p. 95). Vemos, en este punto, cómo el «yo» se encuentra aprehendido
también en la forma reflexiva del «sí mismo», al igual que ocurre en Paul Ricoeur.
En este contexto, bien cabe recordar el título de una obra de Foucault: el «cui-
dado de sí». En Heidegger, las nociones de «cuidado de sí» y de «mundo del sí
mismo» cobran una determinación más precisa en un trabajo hermenéutico relativo
a la experiencia cristiana primitiva. Este parece ser el tema principal de los cursos
sobre fenomenología de la religión de 1920/21 y de 1921. Las epístolas paulinas a
los gálatas y a los tesalonicenses se leen aquí como testimonios ejemplares de la expe-
riencia de la vida factual. Heidegger interpreta la historia del cristianismo como una
tensión entre dos sustancias: por una parte, la aspiración a un «saber», a una «teoría»,

'•' Para Heidegger, existe claramente una connivencia natural entre esta Fraglichkeitónúa {GA 63, p. 17) y el
cuestionamiento ontológico.

278
por otra, el acento puesto en la vida factual que tiene su raíz en el advenimiento de
Cristo. Lutero, san Agustín y Kierkegaard aparecen entonces como testigos princi-
pales de un regreso a la experiencia cristiana factual.
Frente a esta hermenéutica de sí heideggeriana que, desde 1923, ha hecho un
pacto definitivo con la ontología, Ricoeur apuesta por la necesidad de una «herme-
néutica del rodeo» que evite a la vez las trampas de una filosofía de la reflexión y los
cortocircuitos de una mera ontología del sí mismo. La teoría analítica de la acción
representa, de este modo, un reto para la determinación heideggeriana del ¿Quién?-.
un reto que puede transformarse en algo beneficioso si llega a mostrarse que, lejos de
ser neutralizada por la investigación del ¿qué?/¿por qué? de la acción, la pregunta
«¿quién?» se enriquece con todas estas mediaciones {SA 76-77, 39-41).
En el fondo, nos encontramos aquí de nuevo -en el terreno de la hermenéutica
del sí mismo— con la misma actitud de reserva crítica respecto a Heidegger, a pesar
de que confiese su gran deuda con éste, definida ya en El conflicto de las interpreta-
ciones. Lo que en esta época se enunciaba como decisión de renunciar a saltar a pie
j un tillas en una ontología de la comprensión, en beneficio de un largo diálogo con
las ciencias del lenguaje y los problemas epistemológicos correspondientes, es una
opción que se recupera esta vez en el terreno de la teoría de la acción. En este senti-
do, aunque renuncie a las pretensiones fundacionales del cogito, me parece que
Ricceur se encuentra finalmente más cercano de las preocupaciones epistemológicas
que Richard Rorty, cuya conversión a la causa hermenéutica no está desprovista de
un celo excesivo, como prueban en ocasiones los conversos recientes.
Sin embargo, no se trata de dar la espalda a las preocupaciones ontológicas de
Heidegger. La lista de temas de la hermenéutica de la ipseidad que están en conso-
nancia con los grandes temas de la analítica existenciaria es impresionante {SA 357-
359, 341-343), y conduce a una pregunta sorprendente: ¿no ocuparía la acción en la
empresa de Ricoeur un lugar comparable al que Heidegger asigna a la cura? {SA 359,
343). Pregunta sorprendente, en efecto, si tenemos en cuenta el hecho de que no hay
ciertamente por qué oponer pura y simplemente la cura a la acción, pues la menor
consideración de la analítica existenciaria muestra hasta qué punto aquélla presupo-
ne una concepción determinada de ésta, que podría caracterizar gustosamente de
«pr^matismo existenciario». No es casual, pues, que lectores recientes de Sein und
Zeit traten de sacar partido a una especie de pragmatismo implícito en la analítica
existenciaria. Bien es cierto, como muestra Jacques Taminiaux, que este pragmatis-
mo se encuentra más en la vertiente de la poíesis que en la de la praxis aristotélica".
A ello se debe, por otra parte, que Ricoeur se refiera a una «pequeña diferencia»
{SA 358, 341) entre su propia reconstrucción de la pareja aristotélica dynamisienér-
geia y las reconstrucciones inspiradas por Heidegger. Comprendemos entonces todo
el interés de los análisis consagrados a las lecturas de Gianni Vattimo, de Rémi Bra-
gue y de Jacques Taminiaux. Estas también conllevan desde luego la comprensión de
la relación entre el sí mismo y el mundo. El punto de resistencia en el que se encuen-
tra la «pequeña diferencia» se refiere directamente al intento de establecer una equi-

'5 Cf.]. Taminiaux, Lectures de fontologie fondamentaU. Bsais sur Heidegger, Grcnoble, Jéróme Millón, 1989,
pp. 147-190.

279
valencia estricta entre enérgeia y facticidad. Sólo apreciaremos el pleno alcance de
esta diferencia volviendo a pensar el estatuto mismo de la facticidad, tal como Hei-
de^er ia había definido entre 1919 y 1923. Si recordamos que el término facticidad
es, en buena medida, sinónimo del concepto fenomenológico de vida, quizás nos
sorprenda menos el brusco giro dado por Ricceur, quien tras seguir durante largo tre-
cho las lecturas postheideggerianas de la ontología aristotélica, postula un trabajo
análogo de reapropiación del conatus spinozista: «otra conexión entre la fenomeno-
logía del sí mismo que actúa y que suíre, y el fondo efectivo y poderoso sobre el que
se destaca la ipseidad» {SA 365, 349).

Traducción: Gabriel Aranzueque

280
Quien cuida de sí
Ángel Gabilondo

I. EL QUIEN DE LA CUESTIÓN

Si se dice « Quien cuida de sí», cabría considerar que estamos ante la respuesta a
una supuesta pregunta: «¿quién cuida de sí?». No es necesario insistir en que tal apa-
rente respuesta es, a su vez, una cuestión. Y no sólo la de «¿quién es quienl^y, sino aqué-
lla que «quiem posibilita y preserva. Mejor, aquélla en la que la propia cuestión con-
siste. Decir que ^quien» es «quién» no es una mera respuesta, ni siquiera, sin más, una
reformulación de la pregunta, sino que dice «lo que es». En efecto, dice. Y dice como
«lo que es» dice: sin agotar el decir. Es un modo de proceder. Y lo que dice no queda
del todo patente. En principio, no se satisface en ningún yo que, con su dar cuenta, la
zanje. No estamos, por tanto, en un terreno en el que limitarnos a plantear preguntas
o en el que cerrar el asunto con un par de buenas respuestas. Al escuchar lo que la cues-
tión deja, aquello que late en «quién», pronto se manifiesta su polisemia'. Pero tam-
bién «quiem se dice de muchas maneras. Y no sólo. Abre las posibilidades del decir,
comprometiendo tal vez tanto lo que dice cuanto su modo de decirlo y, quizás, hasta
el límite en el que el propio decir hace la experiencia hmite de jugarse su suerte.
Una vez que la cuestión «quién» no remite, sin más, a una profundidad o interio-
ridad en la que descansa el sentido o la clave, sino que se despliega lingüísticamente en
una historia o relato, viene a ser insuficiente con señalar que no todo yace en el qué, o
en el por qué, o en el cómo. Quien dice, entonces, alguna especie de cercanía. Quien
pregunta «¿quién?» no se cuestiona simplemente por algo, ni siquiera se reduce a hacer-
lo por alguien, es ya alguien al hacerlo. Pero sigue resultando insuficiente. La cuestión
misma es quien. No sólo por el quien, ni ¿íe un quien, es en sí misma la imposibilidad
de reducirse a ser en sí misma; es en sí misma para otro. Este ser sí misma, no sólo para
otro, sino en otro, es lo que la confirma como quien. Es el quien de la cuestión (no sólo
su quid). No es el quien del que formula la cuestión, ni el quien que la formula, es el
quien que ésta deja; y deja venir.

' Ricceur subraya «cuatro modos de responder a la pregunta ¿quién'^. ¿quién habla?, ¿quién obra?, ¿quién se
cuenta?, ¿quién es el sujeto moral de la imputación?», en Soi-mime camine un autre, París, Seuil, 1990, p. 199. Trad.
cast.: Si mismo como otro, Madrid, Siglo XXJ, 1996, p. 173.

281
Ya Hegel señala que «el puro conocerse a sí mismo en el absoluto ser otro» es
fundamento y base, elemento de lafilosofía'^.No se trata de un mero requisito o con-
dición previa: es el terreno que brota en cada caso como espacio filosófico cuando
uno se reconoce otro en lo que se le presenta como tal otro. Pero «este elemento sólo
obtiene su perfección y su transparencia a través del movimiento de su devenir»^.
Con ello se muestra, a la par, la apertura de la cuestión como despliegue, y se acen-
túa, a su vez, que el quien de ese tal si mismo no es el de una posesión cerrada y firme,
que pilota sus acontecimientos y que se sabe dueño y poseedor de su obrar como
supuesto autor de sus hechos. Esta aparente «irresponsabilidad» reclama una nueva
lectura de lo que quepa considerar como «hegemonía».
Convocados a un determinado quehacer, el quien de la cuestión nos sitúa en el
seno de la pregunta por el hacer, que es asimismo la de «¿qué significa hacer?»*. Por
otra parte, no hemos de precipitarnos sobre el obrar (aunque «'obrar' significa
'hacer'»)', ni quedar cegados por un actualismo y un moralismo que buscan un
determinado provecho de la tierra. Sin embargo, pronto nos hacemos cargo de un
hablar sobre el quien, que puede identificarse con quien habla pero que podría elu-
dir el quien del hablar. El quien de la cuestión, en este sentido, es también la pre-
gunta «¿quién habla?», unida indisolublemente a la de «¿quién obra?» por numero-
sos y complejos lazos, íntimamente ligada, en todo caso, con el quien que queda
formulado al formularse la cuestión y que queda formulado como el que formula la
pregunta. El quien de la cuestión se hace carne en el quien del que pregunta y no se
agota en lo que pregunta, aunque pregunte por el quien. ¿Quién dice quier?. Ello
conduciría por un camino fácil al autor de la frase, pero el asunto resulta más fecun-
do si se remite al quien que queda dicho en lo que se dice sin ser, sin más, ello, al
quien que no antecede al decir, al quien que no se sitúa al margen, al quien que es,
como se dice, el de la cuestión y no el del que la enuncia, al quien que no se reduce
a decir «quien», sino que se despliega en eso que se viene diciendo y sólo así viene.
Ya no basta describir, será preciso contar. Pero aún resultará insuficiente.
La cuestión que deja la pregunta «¿quién?» reaparece como conversación en la
que cuaja y rezuma quien, y queda efectivamente en cuestión. Esta se reabre en la
misma medida en que el sujeto se muestra como una adecuada conversación. No es
un mero intercambio de opiniones, se trata de un conflicto en el que muestra su
poder, que es también, como Ricoeur señala, su poder hablar, poder actuar... «¿Qué
significa hacer?» resuena ahora en «¿qué significa poder?»^. Poder, por ejemplo, decir,
cuando decirse no es un mero gesto de autopresentación^. Mejor, cuando replantea

^ G. W. F. Hegel, Phdnomenologie des Geistes, en Gesammelte Werke, Hamburgo, Félix Meiner, 1980, cf «Vorre-
de», pp. 22, 20-24. Trad. cast.: Fenomenología del espíritu, México, F.C.E., 2' reirap., 1973, í;f «Prólogo», p. 19.
' IhU, pp. 22, 24-25. Trad. cast.: pp. 19-20.
•• «'Wirken' heisst 'tun'. Was heisst 'tun'?» M. H e i d ^ e r , «Wissenschaft und Besinnung», en Vortrage undAuf-
sdtzt, PfiJlingen, Neske, 4" ed., 1978, pp. 41-66, p. 45. Trad. cast.: «Ciencia y meditación», en Conferencias y articu-
las, Barcelona, Serbal, 1994, pp. 39-61, p. 42.
5 Ibid.
^ P Ricoeur y G. Aranzueque, «Ontología, dialéctica y narratividad», en Horizontes del relato. Lecturas y con-
versaciones con Paul Ricceur, Madrid, Cuaderno Gris/UAM., 1997, p. 424.
' Basta pensar con Gadamer en lo que ello pueda significar, lejos de una mera visión de lo que ya sucedería en
algún lugar. La Selbstdarsteliung no es mera ostentación. Cf, por ejemplo, «Autopresentación de Hans-Georg Gada-
mer», en Hermeneutik II, Wahrheit und Methode. Ergánzungen. Register, en Gesammmelte Werke, Tubinga, Mohr,
vol. 2, 2." ed., 1993, pp. 479-508. Trad. cast.: Verdad y método II, Salamanca, Sigúeme, 1992, pp. 375-402.

282
lo que ello pueda querer, en efecto, decir. Esperemos en esta dirección. Conste, por
ahora, que tal autopresentación no es una mera aparición de algo que existiría ya dado
en lo oculto. Antes bien, se trata de un acontecimiento, aquél en el que lo presenta-
do no precede a la presentación, sino que viene a ser en su conformación. En este
terreno, la voluntad de decir como voluntad de decirse no será la de una brillante
irrupción de un supuesto yo (moij, sino efectiva exposición, aventura del y para uno
mismo {soi), la de sí mismo {soi-méme). La problematización de la cuestión quien
abre, por supuesto, más allá de una reducción al qué, la posibilidad de preservar la
pregunta en el modo de una historia, la de las decisiones o respuestas que no elimi-
nan sino que preservan dicha cuestión.
El cultivo de sí, el cuidado {soucif, será ya cuidado con el lenguaje; más aún,
del lenguaje. El soi no precede como un supuesto yo al decir; es ese decir, que no es,
sin más, el de uno, el que le sitúa más allá de las ocurrencias de su mera expresión.
La presentación es un efectivo riesgo, el de la exposición en la que se presenta teji-
do-texto a merced de la lectura, de la acción de leer. Esta forma de decir «heme aquí»
será atestación de un quien que no es de ningún uno y que, sin embargo, se ofrece
como alguien para otro, como quien en acción. No se trata de alguien ya dado que,
posterior u ocasionalmente, queda «a merced de»; es quien consiste en ser otro para
otro y sólo en esa medida, en ese hacer, es. El «aquí» de «heme aquí» no es el que
Hegel delata con buenas razones^. Es, a la par, kairós, tiempo y espacio adecuado,
apropiado en tanto que propicio, y no sólo conveniente. Esta conversación, que quien
otorga, preserva el diálogo efectivo, y esta disposición muestra que no se trata de un
diálogo sobre o acerca de la cuestión, sino de la cuestión.
En esta perspectiva cabe hacerse cargo de que Ricceur se sitúe entre Descartes y
Nietzsche. Pero no en un espacio intermedio, ni en un cómodo valerse de las apor-
taciones de uno y otro, ni en una toma de distancia que enseñoree sus posiciones.
Entre ellos dice, a la par, entreverado en su cuestión, sin quedar prendado por quie-
nes más bien desempeñan ahora la labor de interlocutores. Entre dice participando,
interviniendo en lo que está diciéndose y dando que decir.
Ciertamente, el sujeto no está definitivamente dado. Ahora bien, no se trata de
señalar, sin más, que está en permanente proceso de cambio o formación, como si
esta especie de peripecia supusiera un acopio y modificación sustantivas, y en ello
radicara la novedad. Todo se reduciría a afirmar que el sujeto no es algo fijo y firme.
Pero ello resulta no sólo insuficiente, sino además infecundo. No estamos ahora en
el debate sobre si caben alteraciones decisivas. La cuestión es la de la permanencia,
no la de la quietud o la firmeza ante los envites. Para empezar, porque los que resul-
tan históricos lo son, a la par, lingüísticos. Por tanto, no es que el sujeto haya de
interpretarlos, sino que él, como ya se dice, es interpretación. Pero el sujeto de la
interpretación, nuevamente, no es el de quien interpreta.

* Ricceur ha destacado «el valor de reflexivo omnipcrsonal que se preserva en el empleo del 'iol en la función
de complemento del nombre: 'le souci de sot -según dice el magnífico título de Michel Foucault-». Soi-mrme comme
un autre, op. cit., p. 12. Trad. cast.: p. XII.
' Guardemos, en todo caso, en esta certeza sensible la negación y la mediación, y aunque en ella «no nos expre-
samos sencillamente tal como lo suponemos», el lenguaje viene haciendo, como lo más verdadero, su tarea. Se dice
algo otro de lo que uno supone. Phanomenologie des Geistes, cf. pp- 65, 20 y ss. Trad. cast.: p. 65.

283
No resultan ni suficientes ni adecuadas la exaltación o la humillación del cogito.
Situarse entre ambos (ahora en los relatos de Descartes y de Nietzsche) no es tam-
poco quedarse a medio camino, en una distribución más o menos elegida de sus
peculiaridades o aportaciones, sino remitir la lectura de cada cual -el leer que en ellos
actúa- a aquello a partir de lo que se muestran ineludiblemente diferentes, esto es,
caben y se hacen necesarias como diferentes.

II. CON QW£A^CONTAR

El problema es, entonces, el de la existencia de ese quien, el de su ser absoluta-


mente como posición absoluta. Considerarle como locutor, agente, personaje de
narración, sujeto de imputación moral, etc., según se subraya en Soi-méme comme un
autre, sitúa ya la cuestión del sujeto como sujeto ¿/É-/pensar. De ello no se desprende,
en todo caso, que él sea quien lo sostenga o sustente. Tal parecería ser, sin embargo,
la posición de Descartes, aquélla en la que quien piensa es un yo que puede afirmar
<ije suis» y que subyace como sujeto del pensar, como su fundamento. Obviamente,
ello exige ligar otras verdades a la certeza del cogito. Y aquí es cuando la demostración
de Dios se hace necesaria: el fundamento se ftindamenta a sí mismo. Ricoeur estima
que esto, así planteado, es excesivo.
La cuestión resulta literalmente descorazonadora. Lo es para uno mismo y otro
tanto para los demás. En el supuesto de un sujeto que ya es con independencia de lo
que dice o, en el mejor de los casos, aunque así no Riera, sí lo es de aquél con quien
habla (quede claro que «Descartes» es ahora una referencia que sólo juega como lugar
común), el diálogo, la interlocución y la responsabilidad serían secundarios respecto
de lo que él ya es. Esta «sustancialización» del sujeto haría de él un cierto —y excesi-
vo— objeto, al margen de una adecuada consideración del obrar que resultaría, en
efecto, demasiado accidental. En este punto, Ricoeur insiste en que es preciso dudar
más y mejor que Descartes. Y Nietzsche lo hace. El lenguaje no sólo da cuenta del
ser y quehacer del sujeto, forma parte del mismo, es él. No es una mera lectura o sim-
ple interpretación, es su obra. Más exactamente, es interpretación que es existencia,
no existencia que reclama interpretación.
Nietzsche, en efecto, sospecha; más y mejor que Descartes. Se abre la cuestión,
no sólo de hasta dónde sospechar sino la de los límites (que no la de las fronteras) de
dicho sospechar. Y aquí es donde Ricoeur considera inadecuada la fácil salida, no la
de sospechar de uno mismo cuando uno mismo sospecha, sino la de sospechar tanto
de sí que ya no se necesite sospechar de la propia sospecha y se venga a dar con el
cómodo lugar de una postura indiferente. No se ganaría en complejidad sino en
complicación; la suficiente para reposar en la tranquilidad de no vérselas con la nece-
sidad de la decisión. Este empeño en impedir tal necesidad confirma al sujeto, afin-
cado en la ausencia de inquietud de lo que, en nombre de la sospecha, adopta la
forma (se adapta a la forma) de una comodidad; quizás inquietante, pero una como-
didad. Los caminos de la sospecha podrían ser, entonces, los de una especie de
«demostración» que se impondría, sin más, evitando la necesidad de una «responsa-
bilidad» (llamémosla por ahora así), esto es, una disposición y una toma de posición
que se hace cargo constitutivo de sus efectos. Sin embargo, se trataría de que adop-

284
tara un aire más argumentativo, que no es simplemente lógico, sino que, con gran
peso y conformación retóricos, conduce a un terreno en el que ya no es posible elu-
dir la cuestión que se hace en Ricoeur -ahora también lector de Lévinas- clave: «Me
voicih {«¡heme aquíhy^. Ya no sólo un «podéis contarme algo», que sin duda aporta-
ría un cierto quien (hay alguien a quien hablar). No estamos ante él, nos sentimos
con él. Más aún, tal posición responde a un requerimiento, pues escucha lo que suce-
de y parece suceder en otro y, sin embargo, me reclama. Y ni siquiera lo hace como
algo mío, ni simplemente desde mí. No me pertenece; le pertenezco más que a cual-
quier yo. Es soi. ¿Cabrá decir paradójicamente «mi ÍÍ»¿>? ¿NO será más bien en el que
mi yo se agota y resuena, se entrega? De este modo, «l'effacement» no es sólo la diso-
lución en el olvido. También en Foucault" guarda el sentido de un determinado
recogimiento, no mero desvanecimiento o disolución. Ahora el yo autor viene a
resultar de lo que en él resuena al precio de un gesto de entrega en el que se extravía.
No se agota ahí la cuestión. Efectivamente, el diálogo así entendido, como el
encuentro de interlocutores y no mero intercambio de noticias, como necesario espa-
cio de confrontación, de trato, de travesía de las palabras, es decisivo para una deter-
minada consideración del sujeto. Sólo lo sería en tanto en cuanto se encontrara en ese
espacio y no cupiera el idealismo de un suhjectum, en efecto tal, al margen de ese
campo de conflicto y de combate, que se acercara a un supuesto «lugar» con su pro-
pia sede, ya siendo previamente quien es y dispuesto a mostrarlo. En efecto, el diálo-
go es el permanente ir de camino en el que el quien no se identifica simplemente con
el de los caminantes. Y no lo hace porque carece de sentido todo decir «¡heme aquí!»
si no responde a alguna espera, incluso a la que se inaugure con dicho decir. Es una
respuesta a algún tipo de escisión o necesidad, siquiera la de uno mismo. No se trata
de que diga porque escucha (como si el secreto radicara en esa causa), es que dice
cuando escucha, en ese «mientras que» que es un durar que florece porque y mientras
lo hace. El quien no antecede al escuchar; viene a ser tal al hacerlo; mejor, en tanto
que lo hace; más aún, mientras lo hace. O quizás, cuando en él se hace; o tal vez, cuan-
do él se viene haciendo gracias (memorantes y rememorantes) a ese escuchar.
Replanteada así la cuestión del hacer, se puede, entonces, oír no sólo algo, sino
a alguien, en ese oír que sólo se oye cuando se habla con él, esto es, en el entrar en
aquello que el otro dice hasta hacerse cargo de «a qué responde» y que corresponde
a lo que a ambos «les hace decir». El quien, de nuevo, no es, sin más, el de los inter-
locutores. Más bien, su quien es tal en el de aquello que les hace no sólo decir, sino
ser. Se trata, en efecto, de un decir que les constituye como siendo lo que son. Decir
y ser del quien, palabra.

•» Ricceur trae a E. Lévinas, Autrement quetre ou au-delí de l'asence, La Haya, M. Nijhoff, 1974, p. 180. Trad.
cast.: De otro modo que ser, o más alU de la esencia. Salamanca, Sigúeme, 1987, p. 217 (cf. So, mime comme un autre,
op. cit., p. 195; trad. cast.: p. 168).
" Cf.U. Foucault, «Qu'est-ce qu'un auteur?», en Dits et écrits, París, Gallimard, 1994, t. I, pp. 789-821; trad.
cast.: «¿Qué es un autor?», en Creación, n." 9, octubre, 1993, pp. 35-68, cf. p. 47.

285
III. EN LA INTRIGA DE LA VIDA

Michel Foucault, en su ensayo sobre Julio Verne, señala que «en cualquier obra
que tiene forma de relato, hay que áisún^ir fábula j ficción. Fábula, lo que es con-
tado (episodios, personajes, funciones que ejercen en los relatos, acontecimientos).
Ficción, el régimen del relato o, más bien, los diversos regímenes según los cuales
aquél es 'relatado'»'^. Esta última se muestra, así, como la trama de las relaciones
establecidas, a través del discurso mismo, entre el que habla y aquello de que habla:
«aspecto» de la fábula. Lo que nos ocupa es la posibilidad de esa clase de voz eterna-
mente «fiíera de fábulas», esa voz que indica referencias históricas, recuerda otros
relatos, reanima la memoria del lector; esa voz de relator, primera persona del escri-
tor, que anota en los márgenes del relato claves imprescindibles pero que pueden
extraviarse en la memoria. Y no sólo porque «el significado metafórico de una pala-
bra no es nada que pueda ser encontrado en el diccionario»'^, sino porque la propia
vida, que es también de las palabras, se ofrece como un lapsus de ficción, no un mero
desvío, sino su curso. La ficción no es un fingimiento que busque velar la verdad. Su
modo de proceder corresponde al modo de ser de la propia verdad, presentándose
como relato trágico y poético que, de modo bien compuesto y configurado, con
vocación de unidad y totalidad, pero sin afán de ultimarlas, es una síntesis de lo hete-
rogéneo que recrea lo que hay, que procura de nuevo la acción y que responde a la
verdad en su voluntad de decirse.
Es bien conocido, en todo caso, que Paul Ricceur ha subrayado que cabe la
unión de la ficción y de la historia, de la que nace el retoño frágil de la asignación a
un individuo o a una comunidad de una identidad específica que puede denomi-
narse una identidad narrativa. No hemos de olvidar que la propia teoría narrativa de
Ricceur, en tanto que prefigurada en la Poética de Aristóteles, reclama una transpo-
sición moderna, a panir del concepto central de intriga (mythos), que precisamente
significa, a la par, fábula (en el sentido de historia imaginada) e intriga (en el senti-
do de historia bien construida). Y es de esta consideración de donde caben extraerse
elementos susceptibles para la reformulación de la relación entre la vida y el relato
que nos deja quien. De ahí que haya de recordarse, de nuevo, que lo que Aristóteles
denomina intriga no es una estructura estática sino una operación, un proceso
estructurante e integrador, un trabajo de composición que hace que la historia rela-
tada tenga una identidad dinámica. Este proceso, como veremos, sólo se realiza en el
lector o en el espectador activos, esto es, en el receptor vivo de la historia relatada'"*.
Por ello, la identidad es considerada, por Ricceur, como una categoría de la prác-
tica", en tanto que responder a la cuestión «¿quién?» es contar la historia de una
vida. «Las historias se relatan, la vida se vive. Parecería que se abre un abismo entre

" M. Foucault, «L'arricre-fable», en Dits et écrits, op. cit., pp. 506-513, p. 506. Trad. cast.: «La trasfábula», en
De lenguaje y literatura, Barcelona, Paidós, 1996, pp. 213-221, p. 213.
" P. Ricceur, «La metáfora y el problema central de la hermenéutica», en Hermenéutica y acción. De la herme-
néutica del texto a la hermenéutica de la acción, Buenos Aires, Docencia, 1985, pp. 27-45, p. 31.
'* P. Ricceur, «La vida: un relato en busca de narrador», en Educación y política, Buenos Aires, Docencia, 1984,
pp. 45-58. « y pp. 45-46.
'^ R Ricoeur, Temps et récit 3. Le temps raconté, París, Seuil, 1985, p. 355.

286
la ficción y la vida»"'. Sin embargo, la historia contada dice el quien de la acción. No
se trata, por tanto, de una identidad formal, sino que el sujeto aparece como lector
Y escritor de su propia vida y la misma historia de una vida no cesa de ser refigurada
por todas las historias verídicas o ficticias que un sujeto cuenta sobre sí. Esta refigu-
ración hace de la vida misma un tejido de historias contadas. El sujeto se reconoce
en la historia que se cuenta a sí mismo sobre sí, pero es la cuestión la que da que con-
tar, es ella la que en dichas historias dice su «¡heme aquí!» y, en esa medida, pervive.
En ese sentido, somos narradores y personajes de una vida de la que no somos
autores; a lo sumo, coautores (corresponsables de nuestras disposiciones), lo que no
impide que ello remita a una disposición moral plena. Se trata del relato de una vida
de la que no soy autor en cuanto a la existencia, pero sí coautor en cuanto al sentido.
El asunto reviste especial importancia ya que es el propio Ricoeur quien ha dado
pie para destacar que «todos los símbolos de la culpa, la desviación, el vagabundeo,
la cautividad, —todos los mitos- el caos, la ceguera, la caída, hablan de la situación del
ser del hombre en el mundo. La tarea es, entonces, partiendo de los símbolos, elabo-
rar conceptos existenciales, lo que significa, no solamente estructuras de reflexión,
sino estructuras de existencia, ya que la existencia es el ser del hombre»'''. El propio
relato forma parte de la vida antes de exiliarse de ella en la escritura, hace el retorno
de la vida, según múltiples vías de aproximación y al precio de tensiones inexpugna-
bles. A condición, en todo caso, de que el proceso de composición, de configuración,
no se realice en el texto sino en el lector. Así se posibilita la reconfiguración de la vida
por parte del relato, en tanto se produce la refiguración por él de la acción.
Ricoeur ha señalado que «el sentido o el significado de un relato brota de la
intersección del mundo del texto con el mundo del lector. El acto de leer se convierte así
en el momento crucial del análisis. Sobre dicho acto descansa la capacidad del rela-
to de transfigurar la experiencia del lector»'^. Y, en esa medida, el poder de la ficción
se muestra ligado al de la redescripción, y toda intriga ofrece la urdimbre de un espa-
cio-mundo en el que cabe urdir otras intrigas: espacio de vida soportable, espacio de
supervivencia. Nuestra propia vida se muestra como el campo de una actividad cons-
tructiva, mediante la cual intentamos reencontrar/recrear la identidad narrativa que
nos constituye. Es este cuidado el que aporta quien.

IV. LA ATESTACIÓN DE QUIEN

Cabe hablar en este contexto de lo que Ricoeur sostiene como atestación. Sin
necesidad de enredarnos en primera instancia en las dificultades de otros usos del tér-
mino, a las que han de añadirse las habituales en toda traducción, puede señalarse
que la sola irrupción del término modifica, no sólo el tipo de certeza cartesiana (la
seguridad de que soy yo quien..., siquiera cuando...), sino lo que quepa entender por
tal. No es extraño, por tanto, que el propio Ricoeur insista en que la atestación es «la

'^ P. Ricceur, «La vida: un relato en busca de narrador», art. cit., p. 50.
'• B. Melano Couch, «Simbolismo e interpretación filosófica», en A.A.V.V., Paul Ricaur. Del existencialismo a
la filosofía del lenguaje, Buenos Aires, Docencia, 1983, pp. 37-52, p. 39.
" P. Ricceur, «La vida: un relato en busca de narrador», art. cit., p. 51.

287
especie de certeza que puede pretender la hermenéutica»'^: exige menos que la exal-
tación epistémica del cogito a partir de Descartes y más que su humillación en Nietz-
sche y sus sucesores. Sin quedar prendidos en este «menos» y «más», ya estamos en
unos terrenos en los que la cuestión quien viene a ofrecer, si no seguridad, sí algún
tipo de palabra. De nuevo, no la palabra que contar sino con la que contar. Es la
palabra de alguien otro que, sin embargo, nos involucra de tal modo que lo que dice
se dice en nosotros, como si a la palabra le ocurriera que sólo es propiamente tal al
decirse, no a nosotros sino en nosotros; quizás, mejor, como nosotros. No es que
caiga sobre nosotros, es que parece brotar de nuestra propia disposición y decirse sólo
por nuestra presencia. Lo que ocurre es que tal presencia ofrece espacios en su seno
de necesidad. No son lagunas de ausencia; son el constitutivo ausentarse en que
dicha presencia consiste. No es un irse del asunto; es que éste consiste en un ser que
viene dándose, yéndose; que es ir.
La verdad de esa palabra es que resulta verosímil, se comporta como la propia
verdad, que no es la verdad de uno, sino la verdad en la que uno puede ser. Y no es,
sin más, uno; es uno en otro. No es extraño que Ricoeur haya señalado, por tanto,
que la atestación viene a ser una cierta creencia y confianza. Es la de quien no se limi-
ta a creer lo que algún otro dice, sino que se hace cargo de que algo otro se dice, de
lo que no es absoluto propietario o autor. Pero se dice en él y reclama correspon-
dencia. Sabe (y ello no es simplemente del verbo saber) que puede otorgársele ima
respuesta, que es tiempo de confiarse en ella, que las huellas resultan muy adecuadas,
que lo conveniente y lo convincente coinciden, como en un encuentro aceptable, y
que es cuestión de saborearse en ello.
Se produce, de este modo, una especie de parresí^'^. No ya porque se realice la
mera identificación del sujeto de la enunciación y del sujeto de la conducta, sino por-
que se juega lo que supuestamente se es en un decir que compromete más allá de la
palabra que se cree poseer, con la verdad que se prociu^a. Es, en efecto, un probarse, un
ensayarse, un experimentarse, una auténtica búsqueda de un modo de vivir. La atesta-
ción corre aún más su suerte. Lo que es atestiguado en la atestación no es tampoco nin-
gún yo {moí). En última instancia, es la ipseidad^'. Esto hace de ella un modo de decir
el ser verdadero, un modo de decir que lo que dice como ser-verdadero es el soi.
Ciertamente, se ha subrayado la vinculación de esta atestación con la del testi-
monio de Jean Nabert^^. Pero no hay que quedarse atrapados en tal vinculación.
Ofrece efectivamente algunos caminos. No hablamos de la creencia de quien cree que,
sino de quien cree en. Más aún, de quien afirma no que creo que, sino que creo en. Ya
hemos recorrido lo suficiente para ir más allá, tal vez hacia un creo con, en el que las
copertenencias y coimplicaciones dejan la atestación en la inviabilidad de ignorar el
propio existir, en el sentido de la ipseidad. Creer la palabra del testigo es, a la par, un
gesto de coimbricación, de común confirmación, de comunicación, en la que no sólo
se comunica algo. Alguien es también lo que se dice.

''' P. Ricoeur, Soi-méme comme un autre, París, Seuil, 1990, p. 33. Trad. cast.: p. XXXIV.
'" M. Foucault, «L'herméneutique du sujet», en Dits et Écrits, op. cit., pp. 353-365. Trad. case: «La hermenéu-
ríca del sujeto», en Andbasis. Revista de filosofía. n.° 4, 1996/1, pp. 34-48.
•^^ P. Ricceur, Soi-meme comme un autre. op. cit.. p. 351. Trad. cast.: p. 334.
'•^ Como recuerda Olivier Mongin (PaulRicceur, París, Seuil, 1994, p. 172), el propio Ricoeur lo ha subrayado.

288
Es la confirmación (no una mera ratificación sino un nuevo sacramento) de lo
que si sucede es porque así viene: sucediendo. El sonido coincide con el sentido: es
sonido del sentido y sentido del sonido. Entonces hay acontecimiento. Es el quien
que hace suya, porque en cierto modo lo es, la declaración de otro. Y lo hace porque
otro declara que lo que le sucede le sucede en él. El testimonio no es sólo promesa.
El otro es su otro. Aquí, con independencia de que se trate de un absoluto e irre-
ductible otro (otro que sí mismo -en la línea de Lévinas-), u otro (el otro en el que,
a la par, consiste uno mismo -caminos hegeUanos-), se confirma que uno empieza
por ser otro para uno mismo y es testigo -lo testimonia en cada caso— de su consti-
tutiva alteridad. «¡Heme aquí!» es también esta palabra desdoblada, de intemperie.
No un gesto de arrogancia, sino de necesidad. Resuena con la fortaleza que otorga la
fragilidad. Ponerse en la propia superficie, sin más fondo. Desfondarse en esa epi-
dermis de las palabras que no son simplemente de uno es un gesto, en efecto, de fra-
gilidad pero, a su vez, de poder, el de la confianza de decir, de hacer; del decir, del
hacer. Ello muestra la necesidad de que un discurso otro que él mismo convenga a
la alteridad y, a su vez, la de sostener una cierta equivocidad en el plano puramente
filosófico del estatuto del otro, sobre todo si la alteridad de la conciencia debe ser
mantenida como irreductible a la de otro^^.
Tal irreductibilidad, sin embargo, no impide, precisamente, que el reconoci-
miento muestre hasta qué punto el quien ha venido (siempre viene) a ser otro. No
hablamos de la satisfacción de arrogarse la conveniencia del merodeo que uno se ha
dado y vuelve a su predispuesta casa plenificado por la riqueza de la «experiencia».
No es un acopio ni un incremento de mercancías, más o menos culturales, más o
menos morales. El reconocimiento, como la atestación, lo son de sí (soi), no de un
yo que se autoerige como quien dice lo que en él se dice, ese yo que olvida que él
queda dicho. Reconocerse es también una determinada respuesta. Para Ricoeur, la de
«responder a la acusación mediante el acusativo: me voici!» . Tal acusación es la que
atribuye a alguien un relato, le otorga esa categoría al decir algo de alguien, le hace
cómplice de una decisión, le involucra en una acción. Su desaparición (de nuevo effa-
cemeni} no es, entonces, la del que elude, sino la de quien se siente aludido. No es
remisión, sin más, como una carga, de un acto a un autor. El correo no funciona ya
con remitente y destinatarios prefijados. La palabra no es ya mero mensaje, escritu-
ra entendida como noticia de contenido prefijado. Se reclama, por el contrario, un
gesto de «correspondencia». Es, en efecto, un recibir, pero que exige el gesto de aco-
gida de una determinada acción de leer. El reconocimiento no es el de quien asume
que, en efecto, el texto-acción, la acción-texto le señala a él, dado que el destinatario
está escrito; es el reconocimiento de quien, en el ejercicio de hacerse cargo de lo que
se dice, sabe suyas las palabras que no le pertenecen. Lo sabe, no porque broten de él,
sino en él, pero de ningún otro que no sea sí mismo. No es el reconocimiento de
quien «ya sabía», es el acontecimiento de un saberse en lo que se dice; quizás, inclu-
so, reconocerse personaje.

Cf. Soi-méme comme un autre, op. at., p. 409. Trad. cast.: pp. 396-397.
Ihid., pp. 34-35. Trad. cast.: p. XXXVI.

289
V. EL FORO DE SÍ MISMO

La atestación ofrece una especie de creencia y de confianza que está ligada a la


afirmación de sí como ser que obra y sufre. No es una mera opinión, es un límite a
la absolutización de la sospecha, desde una determinada consideración del hacer. Y
conlleva una clara dimensión ontológica, ya que Ricoeur reinterpreta la noción de ser
como acto en tanto que horizonte de atestación y llega a hablar de «un fondo de ser
a la par potencial (puissant)y efectivo, sobre el que se arranca {détache) el obrar huma-
no»^'. No hay aquí un afán fimdamental. Es más, toda pretensión de ir demasiado
lejos queda protegida por «este concepto borroso de fondo de ser a la vez potencial
y efectivo» que relee la cópula «enérgeia-dynamisí?^.
La cuestión ^uien es, entonces, la de la hermenéutica de sí. La argumentación
conduce a un campo en el que el reconocimiento es un gesto, a la par, de fragili-
dad y de decisión. Quien ha conducido a un espacio que reclama una decisión.
El reconocimiento no es un mero acto: es la vida misma del obrar. Pero ya no se
trata de una gratificante recogida de las ventajas y valores de un cierto salir de
uno mismo.
La hermenéutica de sí es, por ello, «una hermenéutica del decir y del hacer»^'',
y no sólo porque lo es del decirse y hacerse, como si fueran expresión de un soi ya
constituido o como si se ofrecieran como posible resultado. El propio decir y hacer,
que no se reducen «al de uno» (un «yo» que es «moi»), son los que hacen la expe-
riencia de su acaecer. El decir y el hacer quedan también sujetos.
Pero Ricceur lleva en otras direcciones esta perspectiva. Las propuestas sobre
la identidad narrativa ofrecidas al final de Temps et récit acentúan la necesidad de
una identidad asignable (y ésta es ahora la clave) al sujeto del discurso y de la
acción. Se ha insistido, en todo caso, en el equívoco de confiíndir una identidad-
mismidad (a partir del idem latino) y la identidad-ipseidad (que se apoya en el
ipsi). Queda claro que Ricceur no se reduce a los rasgos objetivos del sujeto que
habla y obra, sino que atiende a esa capacidad de devenir sujeto precisamente
designándose «autor de sus palabras y de sus actos, un sujeto no sustancial ni
inmutable, pero sin embargo responsable de su decir y de su hacer»^^. Y, por otra
parte, estas consideraciones exigen atender lo que ha de estimarse como otro, ya
que no es suficiente con marcar la diferencias de la ipseidad respecto de la mismi-
dad, sino que muestra su alcance en la dialéctica con la alteridaé-''. La presencia
del interlocutor, en el terreno del discurso, y del protagonista o antagonista, en el
de la interacción, confirma la existencia de otra historia que la mía. Pero Ricoeur
no queda fijado en ese posible desdoblamiento. Ni se reduce al otro que soy yo
(incluso para mí), ni al otro en tanto que irreductiblemente tal. Abre una fecunda
perspectiva, al reconocer «una tercera figura de lo otro {de l'autre), a saber, el fuero
interno llamado también conciencia m^oral. En la meditación sobre el fiíero inter-

» Ibií, p. 357. Trad. cast.: p. 34l.


^' P. Ricoeur, «De la métaphysiquc a la morale», en Réflíxion faite. Auíohiographie intelUctuelle, París, Esprit,
1995, pp. 83-115, p. 100.
" P. Ricoeur, «Autobiographie intellectueüe», en Reflexión faite, op. cit., pp. 9-82, p. 76.
^s Il,id,p.77.
-' Cf. Soi-méme comme un autre, op. cit., p. 351. Trad. cast.: p. 334.

290
no se acababa el retorno de sí a sí mismo. Pero el soi no volvía a él {chez luí), sino
al término de un vasto periplo. Y volvía 'como otro'»^''.
Ha sido la cuestión quien la que ha conducido a la aserción de soi, sin quedar
prendada de ciertas filosofías del yo. De ahí que, para Ricoeur, se abra el espacio de
la cuestión entre la pregunta quién y la respuesta soi, que no se limita a dar cuenta de
la pregunta sino que la problematiza hacia el quien en el que el soi es más un espacio
de contestación que la satisfacción en lo respondido. Resultaría desafortunado con-
fundir esa cuestión en cuyo seno se abren dicha pregunta y posible respuesta con la
pregunta misma por un quien. No es ahora lo que nos ocupa, sino que se muestra
como espacio en el que brota -y lo hace como pregunta- la cuestión que nos acoge.
En esta perspectiva se desarrolla la necesidad de una relectura de los caminos
hegelianos. Reconocerse en el absoluto ser otro exige no reducir la meta-categoría del
otro a la alteridad del otro. No nos detendremos en las direcciones en las que ha
situado Ricceur la exploración del campo de la variedad de las experiencias de pasi-
vidad y de exterioridad, y en su vinculación con la intimidad del obrar humano
(hacia la carne, hacia el extranjero, hacia ese otro que constituye el fuero interno).
Tal vez, con todo, sea ahora fecundo centrarse brevemente en este último aspecto. Si
el ftiero interno^^ adopta la forma dejbrum, del coloquio de sí consigo mismo, ya no
sólo nos encontramos en terrenos fenomenológicos. En efecto, el sujeto viene a ser
un campo de polémico diálogo. Pero el asunto no se reduce a un simple conflicto en
el que se abre paso la voz cantante de una subjetividad que se autoerige o autopro-
clama sujeto del decir. «La atestación constituye la instancia de juicio que hace fren-
te a la sospecha, en todas las circunstancias en donde el soi se designa a sí mismo,
bien como autor de palabra, bien como agente de acción, bien como narrador de
relato, bien como sujeto que da cuenta de sus actos. En este sentido, el filero inter-
no no es sino la atestación mediante la cual el soi se afecta a sí mismo»^^.
Ello reviste para nosotros una importancia excepcional. El límite no es el arribo
a un perfilado precipicio insalvable que exige una improvisada audacia. Es, en cada
caso, no ya la necesidad de una decisión, sino la generosidad (guardemos esta pala-
bra querida por Ricceur, leída también en Descartes) de hacerse capaz de reconocer-
se responsable de lo que le adviene como un don, de lo que no dispone en todos sus
extremos, de lo que más parece oír que decir, la íntima confianza de obrar y sufrir,
de existir en el modo del soi, sin enseñorear ni dominar lo que sucede.
La atestación no elude las consecuencias. Y estas son ontológicas. Si el fuero
interno aparece como íntima convicción que permite decir «¡heme aquí!», se inscri-
be en la problemática de la verdad en tanto que creencia y confianza (fiancé). Enton-
ces, nos preguntamos con Ricoeur: «¿Podría decirse que el fuero interno es el ser ver-
dadero del ser como acto en las condiciones finitas del obrar humano?»^^.
Efectivamente, ya se había subrayado en otro lugar que la centralidad del obrar
se veía acompañada por el descentramiento en la dirección de ^^wn fondo de acto y de

'" «Autobiographie intellectuelle», art. cit., p. 77.


" Término que prefiere Ricoeur ai de «conciencia moral» para traducir el alemán Geu'issen y el ingles conscien-
'e. «De la métaphysique a la morale», en Reflexión faite, op. cit., p. 107.
" Ihid., p. 107.
" Ibid., p. 108.

291
potencia» y que «estos dos rasgos son igual y conjuntamente constitutivos de una
ontología de la ipseidad en términos de acto y potencia». Con ello Ricoeur destaca
que si es posible una ontología de la ipseidad es en conjunción con un fondo a par-
tir del cual cabe hablar del soi como agente {agissani}^^. Lejos de pretender una iden-
tificación del filero interno con dicho fondo, parece necesario subrayar, en todo caso,
que este proceso hacia este foro {fond dice también foro) procura, como se ha indi-
cado, y a la par, un determinado descentramiento.

VI. EL FRÁGIL QÍ//£iV DEL TEXTO

La extranjería de la voz, de la carne, del mundo, del otro... lo es de la palabra.


Sin embargo, la atestación se hace cargo de dicha extranjería, como tierra extraña,
quizás inhóspita, pero en tanto que hogar que se asume propio. La finitud es tam-
bién la de la palabra. Es como si hubiera de afirmar sin reducirse a asentir. Tal afir-
mar se produce en el espacio del hablar. Si «hablar era decir de nuevo el mundo», la
intencionalidad se concentraba en el acto de afirmar. «Afirmar, se insistía, es ratificar
lo que es»^'. Pero la atestación no es un gesto de claudicación, una rendición ante lo
dado, sino un efectivo acto de lectura, una verdadera reescritura. La confirmación
produce una reconfiguración si la acción de leer es artística. Ello sólo ocurre, en ver-
dad, si tal acción en efecto obra, respeta la textura de la obra (se inscribe en su obrar)
y le corresponde. Entonces no se limita a mero asentimiento. Es comprensión. No
la mera aceptación indiferente, con independencia del decir. «Lo que se debe com-
prender no es, primeramente, al que habla detrás del texto, sino aquello de lo cual
habla, la cosa del texto, a saber, la especie de mundo que la obra despliega de alguna
manera delante del texto»^^. La comprensión no es mera comprensión de un supues-
to prójimo, como si hubiera de aprehenderse su vida psíquica ajena, «detrás» del
texto. Hace historia, e historia poética. De quien se habla y de quien depende la
acción tienen una historia; más aún, son su propia historia^^. También «¡heme aquí!»
se dice de muchas maneras. Es, en efecto, una disposición a dejarse decir algo, pero,
a su vez, es un decirlo. No sólo un quedar a merced de que alguien nos diga algo,
sino un corresponder, un contestar que, a su modo, ya dice la posibilidad de toda
otra respuesta; la permite y la hace posible, incluso la reclama, ya que genera un ver-
dadero espacio de conversación, un campo de interlocución. Si Ricceur nos sitúa en
el ámbito en el que hemos de atender a que «alguien dice algo a alguien sobre algo»^^,
la atestación, no sólo afirma, sino que confirma lo que nunca fue de ese modo. Su

^ P. Ricoeur, Soi-méme comme un autre, op. cit., p. 357. Trad. cast.: p. 341.
^^ Ricoeur presenta sus búsquedas entre la fenomenología y el estructuralismo para abrir caminos que muestren
el alcance ontológico de! discurso. Para ello se detiene en la intencionalidad del decir, concentrada en el acto de afir-
mar. Cy «Autobiographie intellectuelle», en Reflexión faite, op. cit., p. 4 1 .
^' Ricoeur marca distancias en este punto respecto de una determinada lectura de Dilthey. Cf. «Expliquer ec
comprendre. Sur quelques connexions remarquables entre la théorie du texte, la théorie de l'action et la théorie de
l'histoire», en Du texte a l'action. Essais d'herméneutique. I!, París, Seuil, 1986, pp. 161-182, p. 168. Trad. cast.:
«Explicar y comprender. Texto, acción, historia», en Hermenéutica y acción, op. cit., pp. 75-93, p. 8 1 .
' ' Ricceur recuerda este olvido de ciertas referencias identificantes y de determinadas semánticas de la acción.
Cf. Soi-méme comme un autre, op. cit., p. 137.
" Ricoeur adopta esta clara posición como un verdadero y trifronte campo de batalla. Vid. «Autobiographie
intellectuelle», en Reflexión faite, op. cit., p. 40,

292
ratificación no es un mero copiar o repetir lo que es; antes bien, juega el poder poé-
tico del lenguaje y redescribe lo que hay. Quedamos redescritos en esa confirmación.
Confirmar lo que es, pero nunca «se dejó ser» así, ni así «se dijo», reabre de nuevo lo
que acontece como jamás sucedió. Baste recordar que el texto no es una entidad
cerrada, sino la proyección de un universo nuevo, distinto de aquél en el que vivi-
mos. Abre, en tanto que produce fiísión de horizontes, el de espera y el de expecta-
tiva, ya que el lector pertenece imaginativamente, al mismo tiempo, al horizonte de
experiencia de la obra y al de su acción real. La clave reside, entonces, en lo que
RiccEur denomina la experiencia del lector. Así, quien es tanto texto como lectura,
que es la acción de éste, su destino.
Por ello, entre la consideración de la lectura en el texto, en la que el autor impli-
cado puede jugar el papel de manipular y aterrorizar mediante el decreto de la pre-
destinación de la propia lectura, y la institución del acto de leer como instancia
suprema de una lectura infinita, se abre la urgencia de otorgar toda su amplitud al
tema de la interacción, la necesidad de «un lector de carne y hueso, que, efectuando
el papel de lector preestructurado en y por el texto, lo transforme>r'''.
Para hacerse cargo de tal interacción, no ha de olvidarse la posición de Ricceur,
desde el punto de vista hermenéutico, que se hace cargo de la interpretación de la
experiencia y ofi^ece perspectivas distintas de las reconocidas por el análisis estructu-
ral extraído de cierta lingüística en cuanto a la significación de un texto. Es una
mediación entre hombre y mundo (lo que nos permite hablar de referencialidad),
entre hombre y hombre {comunicabilidad) y entre el hombre y él mismo {compren-
sión de sí). Aquel «alguien dice algo a alguien sobre algo» nos obliga en la dirección
de atender a la dinámica de transfiguración propia de la obra. En este sentido, la
intriga es la obra común del texto y del lector, y es el acto de lectura quien realiza la
obra, quien la transforma en una guía de lectura, con sus zonas de indeterminación,
su riqueza latente de interpretación, su posibilidad de ser reinterpretada de maneras
siempre nuevas en contextos históricos siempre diferentes. «La lectura misma es ya
una forma de vivir el universo ficticio de la obra»^°, lo que permite recordar a Ricoeur
que las historias se narran, pero también se viven.
En definitiva, bien ha recordado que una vida no es sino un fenómeno biológi-
co hasta tanto no sea interpretada, lo que exige considerar el papel desempeñado por
la ficción en el proceso. La trama misma de una vida está constituida por una mez-
cla de acción, de sufrimiento, de actuar y de padecer. La acción no es un simple
movimiento físico o un comportamiento psicofisiológico. Hay una semántica de la
acción que nos permite hablar de proyecto, objetivo, medio, circunstancia, y que
constituye una verdadera Wque tiene todos los componentes del relato. Por ello, «la
propia intelección phronética preside la comprensión de la acción (y de la pasión) y
la comprensión del relato»^'.
La acción está, desde siempre, simbólicamente mediatizada, y en tanto en cuan-
to el simbolismo confiere a la acción una primera legibilidad, la propia acción viene

P. Ricoeur, Temps et récit, op. cit., pp. 242-243 y 249.


P. Ricceur, «La vida: un relato en busca de narrador», art. cit., p. 51.
Ibid., p. 53.

293
a ser un cuasi-texta'^. Gracias a esta cualidad prenarrativa de la experiencia humana,
la vida puede considerarse como una historia en estado naciente y, en consecuencia,
en palabras de Ricoeur, como «una actividad y una pasión en busca de relato»**^. Con-
tar la historia de la propia vida, reescribirla a partir de lo no contado y acallado, qui-
zás por exceso, hacerlo llegar a algo efectivo de lo que cabe hacerse cargo, crear las
condiciones de su posibilidad, dejarlo ser y decir, es constituir la identidad como
relato soportable -tal vez- e inteligible -quizás-.
Si el hombre no es sino un ser enredado en historias, soporte de la posibilidad
misma de relatar, y narrar es seguir esas historias no dichas, es el acto de leer el que
procura -una cura, por tanto, un cuidado- la acción y su seguir, recreando miméti-
camente las posibilidades de que sea el texto quien-, de nuevo, resulte activo y en su
leer se produzca un redecir5¿'. Esta autoimplicación y reactivación^ habrán de ganar
su alcance fecundo en una consideración sobre la apropiación, «categoría existencial
por excelencia»^'. El propio Ricoeur ha destacado que la ficción, en especial la fic-
ción narrativa, es una dimensión irreductible de la comprensión de sí. Si bien es cier-
to que la ficción no se realiza sino en la vida y la vida únicamente se comprende a
través de las historias que narramos, resulta que una vida examinada, ensayada, en el
sentido que cabe tomar, por ejemplo, de Sócrates, es una vida narrada. Por ello, la
apropiación está dialécticamente ligada al distanciamiento característico de la escri-
turt^ y a la objetivación característica de la obra. No responde al autor, responde al
sentido. Aquí Ricoeur, en diálogo con Gadamer, es bien claro. «Del mismo modo que
el mundo del texto no es real sino en la medida en que es ficticio, ha de decirse que
la subjetividad del lector no adviene a sí misma sino en tanto que es puesta en sus-
penso, irrealizada, potencializada, así como el mundo mismo que el texto despliega.
Dicho de otro modo, si la ficción es una dimensión fiíndamental de la referencia del
texto, no es menos una dimensión fiíndamental de la subjetividad del lector. Como
lector, no me encuentro sino perdiéndome (...). A todos los niveles del análisis, el dis-
tanciamiento es la condición de la comprensión»^'^. Del mismo modo que tal dis-
tanciamiento es constitutivo del fenómeno del texto como escritura es, por tanto y
a la par, condición de la interpretación. La Verfremdung no es, sin más, algo que ha
de reducirse"**.
Nuestra vida se nos muestra, prácticamente se nos aparece, como el campo de
ima actividad constructiva tomada de la intelección narrativa, mediante la cual pro-

^^ Cf. P. Ricoeurj «Le modele du texte: i'action sensée considérée comme un texte», en Du texte a l'action, op.
cit., pp. 183-211. Trad. cast.: «La acción considerada como un texto», en Hermenéutica y acción, op. cit., pp. 47-74.
« Ihid,p.54.
** Cf. «Explique! et comprendre», art. cit., pp. 176-177. Trad. cast.: pp. 88-89. El terreno plagado de ambi-
güedades hace que Ricoeur muestre las dificultades de introducir la mediación que impida la relación inmediata de
endopatía en la que parecen situarse cienas lecturas de la comprensión.
••' P. Ricoeur, «Herméneutique philosophique et hcrméneutique biblique», en Du texte a I'action, op. cit., pp.
119-133, p. 130.
^ Más que una «característica» viene a ser en Foucault una vénebra fundamental. No sólo porque su ejercicio
supone un verdadero cuidado de sí, sino porque, en cierto modo, todo cuidado de sí es una cierta escritura. Cf.
«L'écriture de soi», en Dits et e'crits, ÍV, pp. 415-430. Trad. cast.: «La escritura de sí», en Abraham, Th., Los senderos
de foucault, Buenos Aires, Nueva Visión, 1989, pp. 175-189.
'*' R Ricoeur, «La fonction herméneutique de k distanciation», en Du texte a I'action, op. cit., pp. 101-117. Evi-
tamos el incorrecto término «distanciación», pero no podemos dejar de lamentar cierta pérdida de la fecundidad de
su carácter activo y permanente.
« / W , p. 112.

294
curamos reencontrar la identidad narrativa que nos constituye, por lo que la reinter-
pretamos a la luz de los relatos que nos propone nuestra cultura. Vamos siendo
«narradores de nuestra propia historia», sin convertirnos totalmente en autores de
nuestra vida^'. Y aquí radican los límites en la diferencia irreductible, pero preserva-
da en la ficción del como, de «la vida comoficción».Ello incide en la conformación
del quien como tarea hermenéutica. En el conflicto de las interpretaciones se teje, a
la par, el texto mismo.

VII. QUIENLEE Y NARRA

Porque somos ensayo (de ahí «la vida examinada», «la constitución de sí», «la
experiencia de sí», etc.), y lo somos por el poder que disponemos de aplicar(nos) a
nosotros mismos las intrigas que recibimos de nuestra cultura y de probar así los dife-
rentes papeles asumidos por los personajes predilectos de las historias que preferi-
mos, que elegimos, así, mediante variaciones imaginativas sobre nuestro propio ego,
en las que, por cierto, me introduce la lectura'", es como intentamos una compren-
sión narrativa de nosotros mismos, la tínica que escapa a la alternativa entre cambio
puro e identidad absoluta. Entre ambos queda la identidad narrativa.
En lugar de un yo atrapado por él, surge el sí mismo, instruido por los símbolos
culturales, en cuya primera instancia se sitúan los relatos recibidos de la tradición
literaria. Son ellos quienes nos confieren una unidad no sustancial sino narrativa. No
atañe, en todo caso, sólo a la historia individual. El propio Ricceur no olvida la his-
toria común, la de un pueblo, de una nación y, por último, de la humanidad consi-
derada como un único actor de la historia.
Del mismo modo que la aristotélica fábula o intriga {m^hos) se ofrece como un
conjunto de incidentes sucesivos que forman un todo, a la vez, uno y completo, la
intelección narrativa consiste en hacer una síntesis de factores heterogéneos, o como
Paul Veyne señala, un conjunto de causas, casualidades e intenciones. La identidad
narrativa no cesa de hacerse y deshacerse, por lo que llega a ser tanto la conforma-
ción de un problema cuanto como el de cualquier solución. De hecho, como «es
posible componer varias intrigas respecto de los mismos incidentes (los cuales, a su
vez, no merecen ya ser llamados los mismos acontecimientos), así siempre es posible
tramar sobre la propia vida intrigas diferentes, y hasta opuestas»". Tal posibilidad no
se clausura jamás en quien vive.
Se comprende que la identidad narrativa no agote la ipseidad del sujeto, bien se
trate de un individuo particular o de una comunidad. La complejidad del asunto no
impide que quepa decirse que los relatos, incluso los que uno hace y se hace de sí
mismo, no son igualmente soportables. No todo es posible ni viable. No se están
subrayando con ello los meros límites de la capacidad personal, los históricos, los físi-
cos, los psicológicos, etc. Ni siquiera se alude, sin más, a posiciones de corte esteti-
cista. El cuidado es un efectivo cultivo, una búsqueda práctica, un estilo convincen-

R Ricoeur, «La vida: un relato en busca de narrador», art. cit., p. 57.


50 Cf. «La fonction hcrmcneutique de la distanciation», art. cit., p. 117.
P Ricoeur, Temps et récit, IIL op. cit., p. 358.

295
te, adecuado. La identidad narrativa no equivale a una ipseidad verdadera, sino en
virtud de ese momento decisorio que hace de la responsabilidad ética el factor supre-
mo de dicha ipseidad. El relato, como recuerda Ricceur, pertenece ya a un campo
ético. Corresponde al lector de la propia vida que somos -lector redevenido agente,
iniciador de acción— escoger entre las múltiples proposiciones de justicia ética, vehi-
cidadas por la lectura. Es en este punto en el que la noción de identidad narrativa
encuentra su límite y debe ligarse a los componentes no narrativos de la formación
del sujeto que obra^-^. Se reinstaura de este modo el combate y la lucha entre (que
preserva el quien de la cuestión) el texto y el lector, diálogo polémico y erótico que se
sostiene en la necesidad de hacer el relato de una vida, de la que, como vimos, no
somos autores en cuanto a la existencia, pero sí coautores en lo relativo al sentido^'.
El relato forma parte de la vida y su reapropiación nos nutre y reaviva, pero aquí tam-
bién se da, y se nos ofrece, no sólo lo indigesto, sino también lo indigerible. Reto-
mamos, entonces, el camino de nuestras preguntas. Para Ricoeur, el cuidado de sí
implica un modo tal de comportamiento que otro pueda contar con uno. A fin de
que alguien cuente conmigo (compte sur moi), soy responsable (comptable) de mis
acciones ante otro''*. El término «responsabilidad» reúne las dos significaciones. Y lo
hace incorporando la idea de una respuesta a la cuestión «¿dónde estás?». Y esta pre-
gunta por el tú {«Olí est tu?») se plantea por el otro que me requiere como alguien. La
permanencia del «¡heme aquí!» da la cimiplida respuesta que dice el ctüdado de sí. Es
este cuidar el que la cuestión quien requiere.
En la desnudez que enlaza las preguntas «¿quién soy yoh y «¡heme aquí!» (que
esconde el interrogante) se abre la cuestión, más que dialéctica, de la mutua y viva
copertenencia de la identidad narrativa y la identidad moral. Y éste es también un
verdadero ensayo: «es una dialéctica de la posesión y de la desposesión, del cuidado y
del descuido, de la afirmación y de la desaparición de sí»''. La decisión y la disposi-
ción se involucran en el sentido, funcionamiento y efectos de la palabra, ahora más
allá del mero control. Es esa palabra tendida, volcada, dispuesta, perdida... incluso
callada que, sin cegarse en otras, es palabra plena, la de quien se hace cargo lo sufi-
ciente de sí como para estar dispuesto a obrar; mejor, como para obrar esa disposi-
ción en las decisiones efectivas en las que queda «sujeto».
Queda claro que, en tales condiciones, hablar de un tal sujeto que enseñorea sus
actos, de un absoluto poseedor, foco de intención y de sentido, resulta claramente
inadecuado. Incluso uno ya dice lo que del otro se dice en él. La atestación hace que
ya sea por la palabra que se reclama de él, sin que pueda decirse en rigor que otro es
dueño de ella. No se trata de un desplazamiento de la posesión. La palabra que se
reclama es concretamente la palabra que clama por decirse, aquélla que es voluntad
de ácáise y que deja ese se, no previamente dado, dicho y extraviado como historia
contada a merced de la lectura. La atestación es también serenidad (Gelassenheit), que
no entiende el dejar como pasividad, sino como creación de condiciones de posibi-

52 I¿>U
5' P. Ricoeur, Soi-mhne comme un autre, op. cit., p. 191. Trad. cast.: p. 164.
''' «Un autre, en comptant sur moi, me rend comptable de mes actes». Ricoeur, R, «Fragilité et responsabilitc»,
en P. Van Tongeren et al. (eds.), Eros and Eris. Contributíons to a Hermmeutical Phenomenology. Liber Amicorum for
Adrián Peperzak, Dordrecht/Boston/Londres, Kluwer Academic Publishers, 1992, pp. 295-304, p. 297.
'^ P. Ricoeur, Soi-mhne comme un autre, op. cit., p. 198. Trad. cast.: pp. 171-172.

296
lidad para que algo, en efecto, se diga. Si afirma lo que es, lo hace en tanto que con-
firmación de lo que, a su vez, es potencia de existir y anhelo de ser (en expresión de
Nabert querida por Ricoeur). El es de «lo que fí» ocurre, «presenta su devenir» «bajo
la forma del libre acaecer contingente», según las conocidas palabras de HegeP''. Y
no está ya dado sino como un permanente darse. La atestación no se limita, por
tanto, a satisfacer la arrogancia de un supuesto sujeto que se ofrece a las necesidades
de los otros desde su satisfacción. La atestación es, a la par, convicción de la propia
necesidad, tensión por concretarse como alguien. No se reduce a un quien que vigi-
la o vela por los efectos de las palabras, antes bien corre su suerte, en el cuidado no
sólo por lo que cuida sino por el quien que trata de apropiaría -que no adueñarse-,
cuyo cuidar es acura sui».
El atestiguar o el testificar de la atestación no lo son de quien ya conoce lo suce-
dido. Menos aún, de quien es autor de su ocurrir. Es una auténtica prueba. Es cues-
tión de un experimentarse que empieza por mostrar una determinada disposición y
viene a ser una verdadera práctica de sí, un ejercicio que compromete, en cada caso,
modos de vivir. No se produce una mismidad del saber y el ejercicio; más bien, es el
propio saber el que se juega en su ejercicio. No hay un mero gesto sino, a la par, un
fecundo ensayo de uno mismo. Guarda el sabor de algo extremo y límite, una situa-
ción que se reclama como momento propicio de la credibilidad, en la que, en efec-
to, el verdadero ser de uno es su obrar; tal vez aquel hacer en el que ya no se limita
a ser uno. En una especie, insistimos, de parresía, cuando el ser y el obrar confirman
que el obrar no es, sin más, de uno, sino que corresponde a lo que es; es decir, cuan-
do lo es del ser, y la obra no es una excrecencia, sino, antes bien, aquello en lo que
se juega la suerte de lo que es'''.
Por ello, la atestación es entrega que entrega algo. Y no sólo. El testigo se da. El
testigo no es propiedad del testigo. No es, sin embargo, un mero mensaje del que cabe
desembarazarse. No es algo que imo tiene o le pasa, es aquello en lo que consiste. Es el
decirse de lo que se dice, incluso de lo que uno dice, en lo que algmen se dice. Se hace,
entonces, la experiencia de una situación que no coincide con lo que se hubiera plani-
ficado o con lo que se creería desear. Somos alcanzados, requeridos por ima situación
que es y que tal vez no debería ser. Se produce algo desconcertante. Aquello que per-
cibimos como deplorable, insostenible, inadmisible, injustificable resulta incorporado
como imperativo. Ricoeur habla en tales situaciones de <'lefragile»,«no algo sino
algiúen»'^. No nos referimos, sin más, a quien se designa a sí mismo como autor de sus
propios actos (algo que, en todo caso, no se desconsidera), sino más bien a quien, fi-á-
gil, es declarado responsable por algún otro, que le vuelve o hace tal, o mejor (y aqm'

'<• G. W. F. Hegel, Phanomenolopes des Geistes, op. cit., p. 433, 6-7. Trad. cast.: p. 472.
5^ Los terrenos de una hermenéutica de sí dejan ahora hilos para textos bien conocidos de Michel Foucault. Cf.,
por ejemplo, Le souci de soi. Histoire de la sexualité 3, París, Gallimard, 1984 (trad. ast.: La inquietud de si. Historia
de la sexualidad3, México, Siglo XXI, 1987); «Les techniques de soi», en Dits et écrits, París, Gallimard, 1994, t. IV,
pp. 783-812 (trad. cast.: Tecnobgías del yo y otros textos afines, Barcelona, Paidós, 2» reimp., pp. 45-94); «Lherme-
néutique du sujet», en Dits et écrits, op. cit., pp. 353-365 (trad. cast.: «La hermenéutica del sujeto», en Anábasis, n»
4, 1996/1, pp. 34-48). Cf. al respecto HermenéuHca del sujeto, Madrid, La Piqueta, 1994. Sobre una consideración
del alcance de este «cuidado», nos hemos detenido más expresamente en «Ocúpate de ti mismo», ArchipiéUgo, n"
25, otoño, 1996, pp. 101-108.
^' R Ricceur, «Fragilité et responsabilité», art. cit., p. 296.

297
Ricoeur'^ trae a Lévinas), le llama a la responsabilidad. Nuevamente es como si algo me
sucediera en otro, y yo, más que dejar de ser autor de los míos, viniera a ser también
coautor de sus actos. Aquí, en efecto, lo mío es mera opinión (Meinung) y ese otro
puede, en rigor, ser denominado, y Ricoeur así lo considera, mi semejante.

VIII. RETRATO DE SI MISMO

Cuando el sujeto «va a lo suyo», descubre que ni siquiera puede en ello recono-
cerse. Hace la experiencia de no pertenecerse del todo, de no ser tan suyo como para
poder identificar lo que propiamente es con lo que es, sin más, de él. De este modo,
más que de esa propiedad habrá de hablarse de apropiación. Tal apropiación resulta,
por tanto, una cierta desposesión, que adopta la forma de una concreta pérdida, ya
que más que de una constitución de uno mismo resultaría «más justo decir que el soi
está constituido por la 'cosa' del texto»^. Quien dice quien lo hace en el modo de la
búsqueda, de la identificación, que no es simplemente la identidad con algo ya dado
y definido. La identidad narrativa es el permanente proceso de apropiación en el que
se ofrece una vida, siquiera en busca de narrador. Una vida de la que ya uno no es
autor sino lector -que es otro modo de coautoría—, narrador —que es un modo de lec-
mra—. «¡Heme aquí!» es también un gesto de responsable desposesión, una entrega
incluso de lo que a uno le quedaría quizás por hacer según proyectos predefinidos, una
pérdida de ciertas expectativas, una reconfiguración del considerado tiempo propio,
una activa puesta en espera^'. Contar como alguien con quien alguien puede contarse
y tramar su narración; y no como un ingrediente, un elemento, un componente, sino
un interlocutor, un con quien que es contenido y forma constitutivos. Hay, sin embar-
go, un v^me voici!» que supone un acontecimiento para el que se descubre en ese decir.
Es como si ganara el espacio en el que perderse; o mejor, se reconociera ya en el seno
de una conversación. Como si en el «me voici!» se dijera un «¡heme aquí!» del lengua-
je que sólo gana espacialidad en el cuerpo-palabra de quien se deja (de nuevo, una
actividad en busca de relato) decir. «¡Heme aquí!» es ya escuchar.
La apropiación, en este caso, también se corresponde con el «'hacer propio' lo
que antes era 'extraño'» que, en opinión de Ricoeur, sigue siendo la meta final de toda
hermenéutica''^. Hay una especie de actualización del sentido, y este modo de ser, de
hacer, esta acción de leer es un cierto acontecimiento, el de una desposesión de lo
que pretende adoptar el privilegiado papel de preceder al soi, que queda tejido sin ser
un moi que se reduce a texto previo^^. Tal apropiación y tal actualización constituyen

" / W , p. 297.
"^ El problema de la apropiación (Aneignun^ o de la aplicación (Anwendun^ en los planteamientos de una her-
menéutica más tradicional encuentra su reescritura, más allá de ima adecuación a la situación presente del lector, en
esta efectiva exposición en la que el sujeto no dispone de la clave. Cf. «La fonction herméneutique de la distancia-
tion», art. cit., pp. 116-117.
" «[...J el estar a la expectativa es ya estar atado a una representación y a lo representado. [...] En la espera deja-
mos abierto aquello que esperamos». M. Heidegger, Gelassenheit, PfuUingen, Verlag Günter Neske, 1959, p. 42.
Trad. cast.: Sertnidad, Barcelona, Serbal, 1989, p. 49.
" Cf. P. Ricoeur, Teoría dt la interpretación. Discurso y excedente de sentido. Madrid/México, Siglo XXI, 1995,
p. 103.
» Ibid, p. 106.

298
una auténtica efectuación de la referencia diferida y no ostensiva de lo que está en
cierto modo aún «en el aire». Ello se cumple como acontecimiento en el que, al ins-
cribirse directamente en la letra de lo que el discurso quiere decir, se produce la apro-
piación, el trabajo del texto sobre sí mismo. La tarea es, por tanto, de reactivación del
decir del texto, un redecir que cumple el destino del texto, un interpretar que es el
acto ¿¿?/texto^. El cuidado de sí que el quien procura es, ahora, el del tejer de la cues-
tión que es trabajo del texto en el que se presenta.
Y tal cuestión se reescribe en nuevas preguntas que preservan el espacio de per-
manentes tareas. ¿Es el cuidado de sí un obrar en el que el sí mismo encuentra, en
su problematización, formas y terrenos de dejarse ser, el cumplimiento de su volun-
tad de decir, y, por tanto, una artística conformación; un sí mismo que no precede
definido a su voluntad de decir, sino que consiste en ello? Sólo, en la medida en que
se dice, es, y no a la inversa, como cree todavía cierta metafísica. El sí mismo como
conversación muestra que el sujeto de tal decir no es el de la voz de algún contertu-
lio que toma la voz cantante y se afinca como autor de lo que se dice.
Ello abre la perspectiva inadecuada de un sujeto que impusiera su voz siquiera
como resultado, una especie de inadecuado saber absoluto, sobre la pluralidad de
voces de cada cual. Éste, a su modo, supondría algún modo de concreción de ese
sujeto ¿ie la conversación. Sin embargo, considerado como la conversación misma
que es una riqueza de modos de subjetivación, el denominado sujeto es ya, en cuan-
to pluralidad de voces, una concretización de la conversación. Es el diferenciarse de
y no una mera diferencia; un sujeto de nuevo que hace la experiencia límite de sus
límites. Con ello, es experiencia del lenguaje y, efectivamente, el cuidado de sí es cui-
dado con el lenguaje.
Se ha reconocido como especialmente relevante la caracterización del autorre-
trato —mejor que autobiografía- atendiendo más a una ausencia, la de relato conti-
nuado o de historia sistemática de la personalidad'''. Esta ausencia de relato conti-
nuado no es sin más una insuficiencia. Es una carencia. Más aún, su presentación; la
presentación de una ausencia. Esa ausencia cobra materialidad, texto, cuerpo de len-
guaje que remite a un cierto retiro. Los rasgos y trazos no son, sin más, parciales o
escorados. Dicen todo otro no previamente existente. Tienen más narrador que
autor, pero son en efecto vida propia (narradores más que autores); son autobiogra-
fía de la ausencia que el relato preserva.
Con ello, el cuidado de sí es autorretrato'^, no sólo de im sujeto que, como supues-
to yo (mot), enseñorea o señorea el relato, sino como el autorretrato que deja (nue-
vamente ser/decir) sí mismo {soí}. El cuidado convoca, entonces, a una tarea en la
que lo legible da que leer, en la que hay una leyenda que acompaña, como en el auto-
rretrato de Rembrandt, en el que el nombre no figura en ningún interior. En efecto,
Rembrandt ha interpretado su imagen en el espejo, recreándola en la tela. La dis-
tancia guardada preserva el examinarse. Pero el retrato de uno mismo no sólo va más
allá; en cierto modo, provoca un desplazamiento, cuando no se limita a la represen-

" P. Ricoeur, «Qu'est-ce qu'un texte?», en Du texte a l'action, op. cit., pp. 137-159. C^pp. 153 y 158-159.
'•' Así lo señala Ph. Lejeune, «L'Autobiographie en France», en Le pacte autohiographique, París, Seuil, 1975.
•^ Cf.U. Beauvoir, Miroirs d'encre. Rhétorique de l'autoportrait, París, Seuil, 1980. Cf Introducción, «Autopor-
trait et aucobiographie», pp. 7-26.

299
ración del yo y deviene un determinado pintarse, aquél en el que compone una inter-
preración de sí mismo. En esre sentido, «he aquí el acto creador que funda para noso-
tros, espectadores y aficionados, la identidad de ambos nombres, el del artista y el del
personaje. Entre el yo {mot), visto en el espejo, y el sí mismo (sot), leído en el cua-
dro, se insertan el arte y el acto de pintar, de pintarse»''''.
El texto visible (y visto) del mot y el texto legible (y leído) del soi se preservan
en un cierto ocultamiento y desdoblamiento. La acción convoca a un redecir en el
que, a la par, se dice uno mismo como otro y en el que uno es otro que interpreta y
se interpreta. Ya no basta ver, si bien es necesario hacerlo. El quien de la cuestión acoge
este juego de la visión y la lectura en la que se dice -se abre—^*, no sólo la interpre-
tación de sí, sino también la vida posible.

'-' «Sur un autoponrait de Rembrandt», en P. Ricosur, Lectures 3. Aux frontieres de la philosophie, París, Seuil,
1994, pp. 13-15, p. 15.Trad. cast.: «Sobre un autorretraro de Rembrandt», en G. Aranzueque (ed.). Horizontes del
reUto, Madrid, Cuaderno Gris/U.A.M., 1997, p. 24.
'•' «El surgimiento del decir en nuestro hablar es el misterio mismo del lenguaje: el decir es lo que llamo la aper-
tura, o mejor, la apertura del lenguaje». R Ricoeur, «La structurc, le mot, l'événement», en Le conflit des interpréta-
úons. Essais d'herméneutique, París, Seuií, 1969, pp. 80-97, p. 97.

300
Metáfora y filosofía
En torno al debate Paul Ricoeur-Jacques Derrida
Marcelino Agís Villaverde

INTRODUCCIÓN

¿Tiene sentido hablar hoy de metafísica?, ¿la ontología que podemos hacer en
los albores de un nuevo milenio es algo más que hermenéutica? Son preguntas como
éstas las que contesta, de modo radical, la obra delfilósofofirancésJacques Derrida,
quien ha defendido la necesidad de deconstruir el lenguaje para superar una metafí-
sica caduca, la metafísica de la «presencia». Derrida se enmarca en la misma línea de
los herederos de la filosofía nietzscheana, cuyo objetivo es la superación de la meta-
física occidental, construida por el pensamiento platónico y cristiano, la superación
de una metafísica ontoteológica deseo razonadora para el hombre'.
Se impone, pues, derrumbar una construcción de muchos siglos corroyendo sus
bases y superando, si es preciso, al propio Heidegger, en la medida en que perma-
nezca todavía inmerso en esa línea de pensamiento'^. Pero partiendo de Heidegger,
porque no en vano ha sido él quien, en su intento de responder a la pregunta por el

' Siguiendo eJ modelo de Heidegger, Derrida denuncia que la ontoteología se haya mantenido en la esencia de
la metafísica, al mantener la existencia de Dios como fundamento y causa de todo ente. Sin embargo, no es menos
cierto que la defensa del último Heidegger, el de la diferencia ontológica, como modelo para acercarse al desvela-
miento áó ser, rompe con la tradición de una metafísica antropocéntrica y logocéntrica, una metafísica que ha liga-
do con excesiva despreocupación ei Ser al ente, sobre todo al hombre como ente privilegiado. En este segundo
momento de la filosofía heideggeriana ya no es el hombre quien desvela el ser, sino el ser quien desvela y clarifica al
hombre. El lenguaje se convierte, entonces, en el lugar de cita del ser con el hombre porque el ser se exterioriza, se
expresa. El lenguaje se convierte en la casa del Ser y en su morada habita el hombre. Heidegger aporta una perspec-
tiva nueva que sustituye al hombre y la Metafísica por el Ser y la Ontología. Desde este punto de vista hay que inter-
pretar las innovaciones lingüísticas de Heidegger: las palabras se rompen, se despojan de sus significados tradiciona-
les, reciben otra grafía, se buscan los significados originarios, el sentido etimológico. Todo porque ahora el ser tiene
voz. Cf S. Vences Fernández, Los caminos de Martin Heidegger:filosofíadel lenguaje en el siglo XX, La Coruña, Ser-
vicio de Publicaciones de ¡a Universidad de La Coruña, i 993, pp. i 97 y ss.
^ «Derrida recurre a la interpretación de Heidegger del sentido del ser en los griegos como un presentarse desde
lo oculto a su desvelación (estar presente, presentarse, hacer acto de presencia). La verdad consiste, entonces, en
rípresentar (volver a presentar en el habla) esta presencia originaria, en mostrar o desvelar el ser, y el conocimiento
de una representación. Si se puede decir la verdad ts porque se entiende que ella preexiste como significado, antes de
expresarse por los diversos significantes». Cf. A. Bolívar Botia, El estructuralismo de Lévi-Strauss a Derrida, Madrid,
Cincel, 1985, p. 179.

301
ser, ha denunciado la metafísica como una escritura teórica organizada en torno a la
presencia como lugar privilegiado. Y ello, en parte, porque el pensamiento represen-
tativo se ha limitado a ofrecer una reflexión sobre el sentido del Ser, considerado en
tanto que ser del ente, base de una interpretación regida por el concepto de presen-
cia. Estas determinaciones históricas por las que ha pasado el sentido del Ser como
presencia responden a una raíz común, a una relación natural para la metafísica «del
pensamiento como discurso racional {lógos inseparable de la verdad y del sentido)
con la voz (phoné que dice el sentido)»^. El fonocentrismo, que «trata a la escritura
en tanto que representación del habla y sitúa al habla en una relación directa y natu-
ral con el significado, que está asociada indisolublemente al 'logocentrismo' de la
metafísica»^, presiente Derrida, se confunde con la determinación del sentido del ser
como presencia.
Esta crítica restringida a la «destrucción» limitada de Heidegger es superada por la
deconstrucción derridiana en «La mitología blanca», ensayo subtitulado «La metáfora
en el textofilosófico»y que Ricceur critica en La metáfora viva, abriendo una polémi-
ca que será continuada posteriormente por Derrida en «La retirada de la metáfora».

L LA HUELLA METAFÍSICA DE LA METÁFORA: JACQUES DERRIDA

La preocupación inicial de Derrida es la de saber si hay múltiples metáforas en


el texto filosófico, con qué forma se presentan y si pueden ser consideradas partes
esenciales o accidentales del discurso. La primera certeza que logramos obtener en
este sentido, nos dice Derrida, es que «la metáfora parece comprometer en su totali-
dad el uso de la lengua filosófica, nada menos que el uso de la lengua llamada natu-
ral en el discurso filosófico, incluso de la lengua natural como lengua filosófica»'. Y,
al lado de esta primera certeza, el primer obstáculo: sólo a través de metáforas es posi-
ble hablar de la metáfora en filosofía. Por esta razón recomendará, desde estos pri-
meros compases del ensayo, substituir el término «uso» de la lengua filosófica por el
término «usura», para referirse al papel de la metáfora dentro de ella. «Usura» de la
fiíerza filosófica en el discurso, usura que será el alma de la metáfora filosófica, y su
propia estructura. Estamos ante una metáfora para hablar de la metáfora. ¿En qué
consiste esta «usura» aplicada a una palabra, a un enunciado, a un texto? Derrida
recurre a un diálogo perteneciente al Jardín de Epicuré entre dos interlocutores que
reflexionan sobre la figura sensible que cubre hasta hacer pasar desapercibida (ocul-
tar) cada uno de los conceptos filosóficos. Ésta es, por así decir, una de las primeras
perversiones de la lengua metafísica: «las nociones abstractas siempre esconden una
figura sensible». El problema estaría en saber si esta ocultación de la figura sensible,
que subyace en el origen del concepto metafisico, es o no premeditada^. Si revisamos

^ C. Peretti, Jacques Derrida: texto y Reconstrucción, Barcelona, Anthropos, 1989, p. 29.


•* J. Culler, Sobre la deconstrucción: teoría y crítica después del estructuralismo, Madrid, Cátedra, 1984, p. 85.
^ J. Derrida, «La mythologie blanche. La métaphore dans le texte philosophique», en Marges de la phihsophie,
París, Minuit, 1972, p. 249.
'' La referencia bibliográfica en el texto de Derrida es A. France, Jardín d'Epicure, París, Calmann-Lévy, ed.
1900. Trad. cast.: El jardín de Epicuro, Gijón, Júcar, 1989.
' H punto de vista expresado por Carlos Baliñas en distintos trabajos es que la mente humana funciona de
manera análoga en el plano del lenguaje cotidiano y del lenguaje más abstracto y conceptual del discurso filosófico.

302
la historia de la lengua metafísica comprobaremos su esfuerzo por borrar su eficacia
a través de la «usura de su efigie». Esta usura tendría un doble alcance: por una parte,
existe una ocultación, una borradura premeditada; por otra, aparece el producto de
un cambio que hace fructificar la riqueza primitiva y reporta beneficios innegables,
obtenidos a través de plusvalías lingüísticas, a través del juego de dos sentidos (lite-
ral y figurado) convergentes. Lo que la sensibilidad recoge de este texto es, primero,
el deseo de salvar la virtud original de la imagen sensible, deteriorada por la historia
del concepto, aceptando, como también lo hacía Heidegger, la destrucción del len-
guaje de los hombres para alcanzar el lenguaje del ser. El étimo de un sentido pri-
mitivo permanece siempre, aunque esté recubierto. Y, segundo, que la necesidad de
este etimologismo está evidenciando la degradación como paso de lo físico a lo meta-
físico. No es que el sentido original y primitivo, siempre de carácter sensible, haya
sido una metáfora, sino una especie de figura transparente equivalente a un sentido
propio. Cuando el discurso filosófico la acoge y pone en funcionamiento se convier-
te en metáfora. En este punto, se olvida tanto su primer sentido como el desplaza-
miento que realiza para convertirse en metáfora. Esta es la doble borradura a la que
se refiere Derrida. Lo que le lleva a considerar la filosofía como un proceso de meta-
forización que se apodera de sí mismo. La cultura filosófica es una cultura gastada
por la propia estrategia de los metafísicos de elegir las palabras más usadas de la len-
gua natural para economizar en su esfuerzo, para borrar su efigie y sustituirla por una
figuración nueva. «Somos metafísicos sin saberlo —dice- en la proporción de la usura
de nuestras palabras»^. Las consecuencias que podemos extraer de esta última cons-
tatación, por afectar a la raíz misma del discurso filosófico, podrían derivar, o bien
en un escepticismo que negase la posibilidad misma de filosofar de manera creativa
por el condicionamiento impuesto por el lenguaje filosófico; o bien, en el intento de
derribar todo el edificio filosófico heredado, por estar asentado en un lenguaje que
no es neutro sino que, por el contrario, nos llega ideológicamente condicionado.
Encerrado en la cárcel de su propio lenguaje, al filósofo sólo le restan dos posibili-
dades: la deconstrucción-destrucción del lenguaje filosófico tradicional o el silencio.
Derrida opta por la primera.
Labor del lector de filosofía, a la vista de la suspensión de la metaforización apa-
rente, es la de restituir el sentido primitivo, a pesar del intento (¿premeditado?) de la
metáfora metafísica de poner al revés todo sentido, borrando una ingente cantidad de
discursos físicos. La crítica más despiadada se cierne sobre esos metafísicos que bus-
can escapar al mundo de las apariencias y que, no obstante, no se dan cuenta de que
están condenados por ese mismo intento de ocultación a vivir en el mundo de la ale-
goría. Son poetas tristes, recolectores de fábulas a las que despojan de su color, cultiva-
dores de una «mitología blanca»'. La metafísica ha borrado la huella fabulosa que la
ha producido y ahora es una inscripción en tinta blanca, una mitología blanca que
refleja a una cultura asentada en la razón como forma universal: la cultura occidental.

Por esta razón, el filósofo emplea figuras sensibles, tomadas de la vida cotidiana, sin que en la mayoría de los casos sea
consciente de ello. Dichas figuras se convierten en conceptos, términos que el discurso filosófico adquiere en propie-
dad, una vez se ha olvidado su origen. Cf. C. Baliñas Fernández, La vida cotidiana y kfilosofia (inédito, por gentile-
za del autor).
" J. Derrida, «La mythologie blanche», en Margeí de laphilosophie. op. cit., pp. 251-252.
' Cf ihid., p. 253.

303
Esta crítica del lenguaje filosófico está hecha desde una posición simbolista, que
pone de manifiesto la afinidad entre lo metafórico, el simbolismo y el romanticismo
de la tradición hermenéutica. La tarea ahora es deconstruir los esquemas metafísicos
y retóricos para reinscribirlos de otra manera y comenzar a entender las exigencias
históricas que dieron lugar en el discurso filosófico a títulos metafóricos de sus con-
ceptos. Este es el proceso que va a criticar Ricceur: la posibilidad de retornar al ori-
gen remoto donde nace la metáfora para devolverle su vitalidad perdida.
Lo que se resalta con el valor de «usura» atribuido a la metáfora no es tanto el
desplazamiento, la ruptura y reinscripción de su sentido en sistemas heterogéneos,
cuanto la erosión progresiva de una pérdida semántica regular, de un agotamiento
del sentido primitivo. Hecho que Ricceur denomina «muerte de la metáfora», dis-
tinguiendo entre metáfora muerta y metáfora viva. El concepto de «usura» pertene-
ce, pues, al concepto de metáfora y a la tradición metafísica que lo determina. Esta-
mos ante un término que, en opinión de Derrida, corrobora la tendencia general del
proceso metafórico a expresarse siguiendo los paradigmas de moneda, metal, dinero,
oro, usura. Se trata de un intercambio analógico entre dos regiones (o reinos, en ter-
minología de Goodman): la de lo lingüístico y la de lo económico. Este entrecruza-
miento de campos es explícito en Marx o Nietzsche. Baste recordar cómo, para éste
último, «las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado lo que son, metáforas
que han sido usadas y que han perdido su fuerza sensible [...], monedas que han per-
dido su impresión y que, desde este momento, entran en consideración, ya no como
monedas sino como metal»'^. Así pues, la cuestión de la metáfora puede derivarse
tanto de una teoría del valor como de una teoría del significado.

IL METAFOROLOGÍA GENERAL DE LA FILOSOFÍA

El problema sería, visto el intento reiterado de borrar la efigie original de la figu-


ra sensible, cómo descifrar la metáfora en el texto filosófico. Partiendo de una pri-
mera formulación, todavía de carácter preliminar, Derrida afirma que la metáfora es
un filosofema clásico, un concepto metafísico, perteneciente al campo de una meta-
forología general de la filosofía, cuya composición se debe a una red de filosofemas
formada por tropos y figuras solidarias entre sí. Estamos ante un grupo de filosofe-
mas cuyo sentido no se domina y que, en cierto modo, encaja mal los esfuerzos com-
prensivos para hacerse con cualquiera de sus conceptos, en este caso, el de metáfora.
Nos enfrentamos, en primer lugar, con la imposibilidad de hablar de la metáfora sin
recurrir a otra metáfora. «Si se quisiera concebir y clasificar todas las posibilidades
metafóricas de la filosofía, una metáfora, al menos, seguiría siendo excluida, fiíera del
sistema: aquella, al menos, sin la cual no sería construido el concepto de metáfora,
o, para sincopar toda una cadena, la metáfora de la metáfora»".

"* Cf.]. Derrida, «Introduction théorétique sur la vérité et le mensonge au sens extra-moral»; Nietzsche, K, Le
//wr¿»;>/ií¿>ío/iAí, París, Aubier-Flammarion,pp. 181-182. Cit. por Derrida, J., «La mythologie blanche», en Mar-
ges de la philosophie, op. cit.. p. 258. Este motivo de la «borradura» se encuentra también en Die Tmumdeutung de
Freud.
" J. Derrida, «La mythologie blanche», en Marges de la philosophie, op. cit., p. 261.

304
Esta metáfora inaprensible, que desborda su propia semántica, genera lo que
Derrida denomina una «suplementariedad trópica», que daría lugar a que la historia
de las metáforas filosóficas nunca encontrase su término, a que nunca estuviese satu-
rada'^. Pretender, por ejemplo, elaborar una lista histórica y sistemática de las metá-
foras filosóficas sería una tarea imposible. Habría que conseguir, primeramente, un
concepto riguroso de metáfora, distinguiéndolo de todas las demás figuras que se
relacionan y, a menudo, se confunden con ella en el ámbito de una tropología gene-
ral. De conseguir esta definición, luego habría que rastrear todas las metáforas que,
llegadas de otras regiones o reinos, se insertan en el discurso filosófico, clasificándo-
las segiin su lugar de procedencia (biológicas, mecánicas, económicas, etc.). Este tra-
bajo, difícil de realizar dentro de la obra de un sólo filósofo, se convierte en inabar-
cable extendido a todos los filósofos que a lo largo de la historia han vertido sus
reflexiones a través de la escritura. También podríamos distinguir los discursos en dos
grandes tipos, de acuerdo con sus metáforas: «los que parecen precisamente más ori-
ginarios en sí mismos y aquellos cuyo objeto ha dejado de ser originario, natural, pri-
mitivo»'^. A esta división propuesta por Derrida nos parece que aún podría adjun-
társele otra división necesaria en atención a la praxis habitual del discurso: el discurso
directo o de creación y el discurso sobre discursos, tan frecuente en la aportación filo-
sófica de nuestro siglo. Una época que se'ha encontrado con una enorme tradición
a la que debe referirse y que, por ello, se ha visto muy condicionada para hacer dis-
cursos directos, renunciando, por lo general, a erigir sistemas filosóficos, tal como lo
había hecho la filosofía en el pasado. También se puede aspirar a distinguir dentro
del discurso filosófico si sus metáforas son poéticas y, por ende, meramente orna-
mentales, o filosóficas. O incluso agrupar las metáforas en atención a las ideas que
expresan. Derrida, no obstante, duda de la posibilidad misma de este principio. Y lo
hace porque cuestiona que la metáfora, encargada de manifestar una idea, haya
empeñado previamente la semántica de las palabras o conceptos que la componen en
el devenir histórico, en la que toda una «metafórica» o una «tropía» ha dejado en ellos
ciertas marcas insuperables que condicionan su actual modo de ser.
Todas estas dificultades para estudiar el lugar de la metáfora dentro del discur-
so filosófico se vuelven casi insuperables cuando lo que se analiza son tropos arcai-
cos, que se han convertido en conceptos básicos de la filosofía o que se han instala-
do con igual comodidad en el lenguaje ordinario. Conceptos tan importantes y
renombrados dentro del discurso filosófico como theoria, eidos, lógos o tropos, térmi-
nos que nosotros usamos tan a menudo en este texto, son metafóricos, aunque se
resistan a ser desmenuzados por cualquier intento «meta-metafórico», debido, en

'^ El concepto de «suplementariedad» es tomado por Derrida del Ensayo sobre el origen de las lenguas escrito por
Jean-Jacques Rousseau. Rousseau admite que «las lenguas están hechas para ser habladas, la escritura no sirve más
que como suplemento al habla». Pero es también Rousseau quien se percata del carácter originario del lenguaje figu-
rado frente al sentido propio, que fue hallado el úlrimo. La figura consiste, justamente, en la traslación del sentido,
y su preeminencia justifica toda la atención que el filósofo le depara en su búsqueda de significados originales. Cf.
J- J- Rousseau, Ensayo sobre el origen de las lenguas, Madrid, Akai, 1980, pp. 34-35.
" «Les premiers fournissent des métaphores physiques, animales, biologiques, les seconds des métaphores tech-
niques, artificielles, économiques, culturelles, sociales, etc. Cette opposirion dérivée (de physis i tekhne ou de physis
a nomos) est partout á l'oeuvre. Parfois le fil conducteur n'est pas declaré. 11 arrive qu'on pretende rompre avec la tra-
dirion. Le résultat est le méme. Ces principes taxinomiques ne relévent pas d'un probléme particulier de méthode.
Us sont commandés par le concept de métaphore et par son systcme [...]». J. Derrida, «La mythologie blanchc», en
Marges de la philosophie, op. cit., p. 262.

305
parte, a la «naturalidad» que han alcanzado dentro de la lengua filosófica''*. A esta
cuestión ha sido sensible un filósofo como Hegel. Para él, cada lengua posee una
multitud de metáforas que nacen del hecho de que una palabra no signifique, ini-
cialmente, más que algo sensible, transferido al orden conceptual, teórico o espiri-
tual. Pero este uso metafórico se borra poco a poco por el propio uso de la palabra,
dando como resultado que la imagen inicial que creó la metáfora no se distinga del
significado, pasando a ser una mera abstracción en lugar de la intuición concreta. La
diferencia entre metáforas efectivas y las que se han ido deteriorando a fiíerza de
usura, cayendo en el saco de las expresiones comunes, es fácil de establecer en las len-
guas vivas; pero no es tan sencillo en las lenguas muertas (griego, latín) ya que sólo
la investigación etimológica nos proporciona el origen primero y el significado ini-
cial sensible". Hegel ejerce una gran influencia sobre Jacques Derrida que atañe a las
consideraciones elementales en el tratamiento de la metáfora, no sólo como figura
estética, sino como instrumento de la lengua filosófica. La distinción que el filósofo
alemán realiza entre metáforas efectivas y metáforas apagadas coincide igualmente
con la distinción que Ricoeur establece entre metáforas vivas y metáforas muertas. El
movimiento de la metaforización es, sobre todo, un movimiento de idealización, que
va del sentido propio sensible al sentido propio espiritual a través de las figuras. El
esquema de Hegel es un sistema de opciones que se concretan en las binas naturale-
za/historia, sensible/espiritual, sensible/inteligible, sensible/sentido. En ellas, no sólo
se caracteriza el concepto de metáfora, sino el espacio de posibilidad de la metafísi-
ca, al que pertenece por entero la metáfora. Lo cual constituye para Heidegger, otro
de los autores a los que Derrida presta una constante atención, un motivo más de
desconfianza hacia el concepto de metáfora. La distinción entre lo sensible y lo no-
sensible penenecería tanto al reino de una meta-fórica, como al reino de una meta-
física. Por lo que este rasgo aparece como insuficiente para determinar toda una tra-
dición de pensamiento occidental y, como consecuencia de ello, la metafísica
perdería el rango de autoridad, de pensamiento autorizado, por la determinación del
pensamiento que surge de la metáfora. El ser del lenguaje se transforma, y surge la
atronadora sentencia de que «lo metafórico no existe sino en el interior de las fron-
teras de la metafísica»^^.
La pregunta, en todo caso, es si se pueden acreditar las opciones en las que
Hegel asentaba una dialéctica de la metáfora y que servía también de plataforma al
pensamiento metafísico occidental. Derrida lo pone en cuestión, sobre todo, cuan-
do lo que se quiere hacer es confiar a las citadas binas de oposición el programa de
una metafórica general de la filosofía. Movido por este deseo, hace una llamada al
sentido común del propio lenguaje empleado por Hegel para que, antes de utilizar

'^ Se olvida que conceptos como lagos o theoria no han sido desde siempre patrimonio de la filosofía, sino una
adquisición que ha sido laboriosa y prolongada en el tiempo, muy a menudo recurriendo aJ lenguaje poético, a la
lengua literaria, en general, cuya evolución en el mundo griego fue mucho más precoz que la del lenguaje filosófi-
co. Como se olvida también que la necesidad de apelar a un lagos, principio de organización de la realidad, por poner
un ejemplo, fiíe un hecho que podemos detectar en el pensamiento prefilosófico, en el mito, o que se expresaba
mediante símbolos, a falta de un lenguaje teórico que sólo llegaría con la aparición de la filosofía.
'^ Cf. Hegel, Estética, 3 a. Cit. por ] . Derrida, «La mythologie blanche», en Marges de la philosophie, op. cit.,
p. 268.
"^ Se cita la traducción francesa: M. Heidegger, Le principe de raison, París, Gallimard, 1962, p. 126.

306
el concepto dialéctico de metáfora, nos interroguemos sobre el doble giro abierto por
la metáfora y la dialéctica, que nos permite entender por sentido precisamente lo que
debería ser extraño a los sentidos. Y, a partir de aquí, realizar una taxonomía de las
metáforas en el texto filosófico supondría pasar por alto problemas filosóficos impor-
tantes que no están resueltos. Porque el concepto de metáfora, con todos los predi-
cados que conforman su modo de ser, resulta ser un filosofema. Ello da lugar a que
sea imposible dominar una metafórica, al estar basada en un concepto de metáfora
que sigue siendo filosófico. La filosofía está privada de lo que ella misma se da y no
alcanza a dominar su tropología y metafórica general, por dos razones principales:
«1. El filósofo nunca encontrará lo que ha puesto allí o, al menos, lo que en tanto
que filósofo ha creído poner. 2. La constitución de las opciones fiindamentales de la
metaforología [...] se ha producido a través de la historia de un lenguaje metafórico
o más bien a través de los movimientos 'trópicos' que, por no poder ser llamados ya,
con un nombre filosófico, metáforas, no constituyen, sin embargo, y por la misma
razón, un lenguaje propio'»'^.

IIL METÁFORA EN EL TEXTO FILOSÓFICO

La preocupación por la aportación de la retórica lleva a Derrida a recorrer con


minuciosidad y con gran brillantez la aportación de Aristóteles, a quien reconoce
como el que primero afrontó con sistematicidad el concepto de metáfora, y quien ha
provocado los efectos históricos más relevantes. Sin embargo, la retórica clásica no es
tampoco la que nos dará una visión definitiva de nuestro problema al contener en su
seno toda la sobredeterminación conceptual que arropa al texto filosófico. Y es ahora
cuando converge de forma puntual la posición de Derrida con la de Ricoeur, al
defender aquél que «la metáfora está menos en el texto filosófico (y en el texto retó-
rico que se coordina con él) que lo que está éste en la metáfora»' . ¿Cómo interpre-
tar esta defensa de la posición paradigmática y de absoluto privilegio de la metáfora
en la configuración del discursofilosófico?Pues, sin duda, como una concepción que
ha dejado atrás la vieja metaforología tropológlca y que apuesta por una visión reno-
vada del texto filosófico. La metáfora se erige en modelo del discurso filosófico y de
ahí que, en este punto, sea muy oportuno repensar la propuesta de Ricoeur, que ve
la metáfora como un «pequeño discurso», como un discurso en miniatura. Es cierto
que el carácter discursivo de la metáfora está presente en Aristóteles cuando en la
Retórica habla de la relación existente entre metáfora y comparación (eikón). Tam-
bién la filosofía anglosajona quiso recuperar este carácter discursivo, volviendo a un
modelo de metáfora asentado en la palabra como foco o núcleo del proceso metafó-
rico. Sin embargo, es Paul Ricoeur quien defiende sin ambages que el carácter dis-
cursivo de la metáfora se ttansforma en arquetipo del discurso filosófico. Este cam-
bio de perspectiva engendra un «giro copernicano» en la estimación del estatuto de
la filosofía, a partir de la transformación interna de su propio discurso. Esta meta-

" J. Derrida, «La mythologie blanche», en Marges de kphilosophie. op. rít.. p. 273.
'* Ihid., p. 308.

307
morfosis filosófica de la filosofía a través de su discurso es la que recoge la fi'ase de
Derrida antes citada. Desde dicha posición, el concepto debe recuperar la originali-
dad sensible que lo ha generado o, lo que es lo mismo, ceder su posición de privile-
gio dentro de las construcciones discursivas de la filosofía en favor de la metáfora, y
compartir con ella el carácter siempre insatisfecho en el plano del significado y de la
expresividad. La metáfora alcanza su mayoría de edad a través del discurso filosófico
o, invirtiendo los términos, tal como ha hecho Derrida, el texto filosófico encuentra
en la metáfora un lugar de arraigo y permanencia ante los embates de las filosofías
más críticas de nuestro tiempo'^.
Y, para corroborar la tendencia general a sustituir el papel de privilegio del con-
cepto dentro del texto filosófico, menciona a Bachelard, para quien la metáfora no
es un obstáculo para el conocimiento científico o filosófico. Muy al contrario, desde
ella podemos trabajar en la rectificación crítica del concepto, revelándolo como una
metáfora borrada, gastada, o, simplemente, como una mala metáfora. Ha pasado el
tiempo en que una filosofía podía ser descalificada e ignorada acusándola de ser poe-
tizante, de contener en su discurso metáforas, de alejarse de lafi"íaprosa del tratado
filosófico. Son las metáforas las que, en opinión de Bachelard, seducen ahora a la
razón. Un cambio profimdo se ha producido en el ámbito filosófico y un nuevo
paradigma pugna por regir su discurso. Partiendo de esta consideración de la metá-
fora como protagonista del filosofar de nuestro tiempo, posición que queda refleja-
da en el enorme número de teóricos de la metáfora que han vertido su aportación
desde campos como la teoría literaria, la filosofía del lenguaje, la antropología o la
hermenéutica, sólo cabe pensar que estamos en la «edad de la metáfora», una edad
que, sin sustituir a la «edad de la Razón» que la ha precedido, supera los grandes sis-
temas racionalistas creados en su nombre y recupera, al mismo tiempo, el primero y
más espontáneo paradigma del pensamiento humano: el mito. El mito generó un
pensamiento simbólico que ayudó al hombre a traspasar los umbrales de la vida coti-
diana para instalarse en el modelo de un pensamiento «meta-físico», que sólo con el
advenimiento de la filosofía será retomado conceptualmente y sistematizado con una
pretensión científica, desvirtuando no tanto la orientación de sus cuestiones sino el
modo de afrontarlas. Esta es la razón por la que el mito interesa tanto al pensamiento
metafórico, un pensamiento que, como aquél, busca ir más allá (meta-phéró) de lo
inmediato para captar la realidad y expresarla a continuación de una forma nueva.
El pensamiento metafórico se distancia del concepto o lo transforma por ser la hue-
lla de una razón que ha sacrificado demasiado a menudo los intentos de crear una
filosofía que rompa los patrones de la tradición, apostando por una revisión crítica
del lenguaje filosófico y sus conceptos.
No es posible, sin embargo, cerrar los ojos a la existencia del concepto y olvidar
a apetencia propia tantos siglos de pensamiento occidental. Más, si cabe, después de
la advertencia de Derrida de que todo concepto tiene en su origen la efigie de una
figura sensible. Ello crea una ambivalencia epistemológica en la metáfora que la obli-
ga, a la vez, a rechazar el concepto y a seguir su movimiento. Lo que nos invita a pen-

" Cf.yi. Agís Villaverde, El discuno filosófico: análisis desde la obra de Paul Ricceur, Servicio de Publicaciones de
la Universidad de Santiago de Compostela (Microficha), 1993, pp. 275 y ss.

308
sar que existe una indistinción profunda entre metáfora y concepto, cuando, de
hecho, estamos ante dos formas discursivas que conviven en una tensión creadora en
el interior del texto filosófico. Derrida es partidario de sustituir la oposición clásica
de la metáfora y del concepto por otra articulación que impida una reducción del
saber y una ideología fantástica de la verdad. Una articulación que obvie toda la
metafísica que ha nacido a partir de dicha oposición, y que reconociese, al mismo
tiempo, la existencia del propio concepto de metáfora, un concepto que tiene una
historia, da lugar a un saber, posee reglas críticas de importación y exportación, etc.^"
La metafórica que concibe Derrida es, ante todo, una metafórica plural, que,
por ello mismo, rehuye cualquier sintaxis y que genera un texto que no se agota en
la historia de su sentido, en la presencia de su tema. Es una metafórica abierta a sus
propias desviaciones, gracias a que no se borra a sí misma, a que construye su des-
trucción indefinidamente. Tal autodestrucción ha tomado, según declara, dos cami-
nos diferentes: uno «sigue la línea de una resistencia a la diseminación de lo metafó-
rico en una sintáctica que comporta en alguna parte o inicialmente una pérdida
irreductible de sentido: es el relevo metafísico de la metáfora en el sentido propio del
ser»^'. La metáfora es entendida ahora por la metafísica como aquello que debe reti-
rarse a su ser más íntimo para encontrar allí el origen de su verdad. No estamos ante
la muerte o desaparición de la metáfora sino ante una especie de anamnesis interio-
rizante, fruto del deseo filosófico de dominar la desviación metafórica entre el origen
y ella misma. La metáfora pasa a ser considerada por la filosofía como una pérdida
provisional de sentido y, por ello, como un reto de recuperación circular del sentido
propio. Lo que contribuye a crear una ambigüedad importante en lo que a su eva-
luación filosófica se refiere: desafía a la intuición, al concepto y a la consciencia, pero
es cómplice de esta amenaza desafiante, al ser una de sus primeras necesidades fun-
cionales, y supone una vuelta a sí misma a través de la función del parecido {mime-
sis, homoíosis).
El segundo camino de autodestrucción de la metáfora estaría caracterizado por
un suplemento de resistencia sintáctica. Sería una autodestrucción con la forma de
una generalización que no extendería un filosofema, sino que le arrancaría sus lími-
tes de propiedad, destruyendo la oposición tan cómoda entre lo metafórico y lo pro-
pio. A la metáfora podría aplicársele la sentencia que Marx aplicó a la sociedad capi-
talista: la metáfora lleva en sí misma el germen de su autodestrucción. Una muerte
que es también la muerte de la filosofía que una y otra vez renace de sus cenizas.

IV. LA INACTIVIDAD DE LA METÁFORA MUERTA:


RICCEUR INTERPELA A DERRIDA

Ricoeur entresaca dos afirmaciones de la compleja y amplia propuesta de Derri-


da. La primera referida a la eficacia de la metáfora gastada en el discurso filosófico.
La segunda, respecto a la unidad de la transferencia metafórica y analógica del ser

Cf.]. Derrida, «La mythologie blanche», en Marges de la philosophie. op. cit.. p. 315.
Ihid., p. 320.

309
visible al inteligible. La primera afirmación contradice el trabajo de Ricoeur dedica-
do a descubrir el modo de ser de la metáfora viva. Sólo que a diferencia de Paul
RiccEur, Derrida no accede al ámbito de lo metafórico a través del nacimiento de la
metáfora sino a través de su muerte, a través del concepto de desgaste, que no debe
confundirse con el concepto de «abuso», opuesto por autores anglosajones al con-
cepto de «uso».
Este concepto de desgaste aparece ligado, como hemos visto, a la metáfora de la
erosión, de la supresión por frotamiento, a la metáfora de la efigie o relieve gastado.
Se evoca el vínculo entre el valor lingüístico y el monetario (ya aludido por Saussu-
re y otros). Lo que llevará a Derrida a deducir que este desgaste de las cosas usadas
se corresponde también con la usura de los usureros. Otra de las comparaciones que
se relacionan con dicho concepto y con el doble valor de lo lingüístico y lo econó-
mico son las nociones de sentido propio y propiedad. La metáfora es entendida, en
atención a esta línea semántica, como «plusvalía lingüística»^'^.
Luego se liga la efectividad de la metáfora muerta con el movimiento ascendente
que constituye la formación del concepto. «El desgaste de la metáfora se disimula en
el relieve del concepto.» Es un proceso progresivo en el que reavivar el significado
original de la metáfora, muchas veces oculta en el concepto, equivale a desenmasca-
rarlo. Para ello, recurre, como ya hemos referido, al texto de la Estética de Hegel en
el que se describen los conceptos filosóficos primeramente como significados sensi-
bles trasladados al orden de lo espiritual. Se olvida el significado original y lo meta-
fórico desaparece, convirtiéndose su significado propio en impropio. La crítica que
realiza Ricoeur de esta lectura de Hegel es que, allí donde éste ve una innovación de
sentido, Derrida sólo ve el desgaste de la metáfora y un movimiento de disimulación
del origen metafórico por idealización. Una idealización que pone en acción todas
las oposiciones características de la metafísica. Lo que se describe en este proceso no
es tanto el surgimiento del concepto empírico como la génesis de los primeros filo-
sofemas. Llegando a la conclusión de que donde la metáfora se desvanece surge el
concepto metafísico.
En realidad, la interpretación de Ricoeur no recoge toda la dimensión crítica y
todo el recorrido «arqueológico» que realiza Derrida en su análisis del concepto.
Limitación que va a afectar también a la noción de metáfora. En Derrida no hay un
intento de sustitución de la metáfora por el concepto, sino una demanda de que el
concepto recupere su dimensión más auténtica: su origen sensible. Del mismo modo
que no hay una defensa de la metáfora gastada como paradigma de la metáfora sino
la constatación de que, de hecho, la metáfora sufre una erosión progresiva que da
lugar al agotamiento del sentido primitivo y de que sólo metafóricamente podremos
aproximarnos al concepto de metáfora. Planteamiento que es calificado de paradóji-
co por Ricoeur. Una paradoja que puede enunciarse del siguiente modo: «no hay dis-
curso sobre la metáfora que no se diga dentro de una red conceptual engendrada
metafóricamente. No hay lugar no metafórico desde donde se perciba el orden y el
cerco del campo metafórico. La metáfora se dice metafóricamente. Las palabras
'metáfora' y 'figura atestiguan esta recurrencia de la metáfora. La teoría de la metá-

•^•' R Ricoeur, La métaphore vive, París, Seuil, 1975, p. 363.

310
fora remite circularmente a la metáfora de la teoría, la cual determina la verdad del
ser en términos de presencia. Por tanto, no puede haber un principio de delimita-
ción de la metáfora, ni definición cuyo definidor no contenga al definido; la meta-
foricidad no es dominable en absoluto»^^.
La «táctica» de Derrida está concebida para derribar el discurso metafísico y, por
tanto, la aporía es una estrategia válida para llevar a cabo dicha destrucción. Por lo que
podemos atribuir a las conclusiones de este ensayo un valor de «jalón» dentro de una
obra que fomenta otras maniobras subversivas. A través de su crítica de la metáfora
gastada llega a la declaración heideggeriana de que «la metáfora sólo existe en el inte-
rior de las fronteras de la metafísica». Vista la teoría del relieve y del desgaste no resul-
ta extraña la equiparación plena entre metáfora y metafísica. «El 'relieve' por el que la
metáfora gastada se disimula en la figura del concepto -nos dice Ricceur- no es un
hecho cualquiera del lenguaje, es el gesto filosófico por excelencia que, en régimen
'metafísico', busca lo visible a través de lo invisible, lo inteligible a través de lo sensi-
ble, después de haberlos separado»^^. Esto da lugar a que la metáfora siga un camino
ascendente que la rescate de su postración, de su ocultamiento y la haga dirigirse hacia
lo trascendente^'. Por ello, la metáfora compromete en su totalidad la lengua filosófi-
ca y se erige en paradigma del discurso filosófico. En cuanto a la interpretación de la
sentencia de Heidegger, dirá Ricceur que «ya se hable del carácter metafórico de la
metafísica o del carácter metafísico de la metáfora, lo que es necesario captar es el
único movimiento que lleva las palabras y las cosas más allá..., metá...»^^.
La crítica de Ricoeur se centra en la supuesta tesis de Derrida de la fecundidad de
la metáfora gastada. Noción que, a nuestro juicio, ha sido interpretada parcialmente,
poniéndola en eqiiivalencia con el concepto de «metáfora muerta» y situándola como
opuesta al espíritu de los estudios semánticos realizados en torno a la metáfora en La
metáfora viva. De aquí parte el malentendido entre ambos autores porque la «metá-
fora gastada» da cuenta de una realidad diacrónica, mientras que la «metáfora muer-
ta» refleja un hecho sincrónico perfectamente descrito en los estudios ricoeurianos. En
ellos había defendido que lo que se denominan «metáforas muertas» ya no son, en rea-
lidad, metáforas, sino que pasan a formar parte de un término de la lengua natural,
añadiendo al significado literal una nueva acepción que extiende su polisemia. No
olvidemos que, para él, «el sentido metafórico de una palabra supone el contraste de
un sentido literal que, en posición de predicado, daña la pertinencia semántica»^''.
Desde este punto de vista, la única posibilidad de mantener la vigencia y eficacia de
la metáfora muerta es remitiéndola a cuestiones semióticas que buscan, ante todo, la
primacía de la denominación, la sustitución del sentido. Pero esta posibilidad lo único
que hace es soslayar todo el ámbito de la metaforicidad, relacionándola con el pro-

" /¿¿¿, pp. 364-365.


" Ibid., p. 365.
"' Derrida se detiene en la reflexión y descripción de ciertas metáforas dominantes en la historia de la metafí-
sica, siendo el Sol y las metáforas heliotrópicas las más relevantes. En estas metáforas dominantes ve el autor, por sus
características de estabilidad y petdutabilidad, la unidad epocaláe la metafísica.
''' V. Ricceur, La métaphore vive, op. cit. p. 366. Este énfasis de Ricoeur en el podet de la metáfora de «llevar más
allá» (metáj el valot de una palabta, ampliando su capacidad significativa y expresiva, da pie al establecimiento de
un paralelismo entre mito y metáfora. El mito es también un relato que «lleva más allá» de lo que dice, apottando
al hombre un significado existencial y un sentido proñindo que no está contenido en su realidad literal.
" /W,368.

311
blema de la pertinencia e impertinencia semánticas. Ésta no es, desde luego, la acep-
ción de la metáfora que interesa a Ricoeur, ni la que tendrá un mayor peso dentro del
discurso filosófico. Lo que de verdad interesa es la creación de significados nuevos, el
momento en el que la metáfora asume una función de suplencia ante la carencia
semántica hallada en el lenguaje. Ningún otro tipo de metáfora semiotizada, o de
metáfora muerta olvidada en el interior de una expresión usual del lenguaje, interesa
al filósofo para perfeccionar la expresividad de su discurso. Pues, como también decla-
ra Ricoeur, «cuando se habla de metáfora en filosofía, es del todo necesario distinguir
el caso, relativamente trivial, de un uso 'extensivo' de las palabras del lenguaje ordi-
nario con miras a responder a una carencia de denominación, del caso, mucho más
interesante a mi entender, en que el discurso filosófico recurre, de manera deliberada,
a la metáfora viva para obtener significados nuevos de la impertinencia semántica y
dar a conocer nuevos aspectos de la realidad mediante la innovación semántica»^^.
Pero, ¿es, acaso, la metáfora muerta la que interesa a Derrida? Difícilmente.
Cosa diferente sería intentar una reanimación de la metáfora muerta, entendi-
da como una operación positiva de deslexicalización, pues ello equivaldría a una
nueva producción de la metáfora y, por tanto, del sentido metafórico. Los procedi-
mientos y técnicas de rejuvenecimiento o rehabilitación pueden ser muy diversos y,
con ello, se consigue que lo que era metáfora muerta vuelva a interesar al discurso
filosófico, pues vienen a cubrir de nuevo una carencia del lenguaje. Una vez reani-
mada, la metáfora muerta describe la realidad, tal como sucede con la metáfora viva,
y deja de ser mera suplencia en el plano de la denominación. Es preciso advertir que
este proceso de renovación de metáforas pone en acción procedimientos más com-
plejos que los que harían falta para la creación de una metáfora viva, rescatando o
deformando a conveniencia propia las etimologías de los términos. Y, con relación a
este tema, hay que decir que reavivar la metáfora muerta no tiene nada que ver con
el desenmascaramiento del concepto. La metáfora reavivada ya no funciona como
una metáfora muerta, ni el concepto encuentra su género en el proceso por el que la
metáfora se lexicaliza. Sin embargo, como reconoce Ricoeur, «la conceptualización de
las diferentes metáforas se ve favorecida, no sólo por la lexicalización de las metáfo-
ras empleadas, sino también por el rejuvenecimiento de la metáfora gastada, que
pone al servicio de la formación conceptual el uso heurístico de la metáfora viva»^^.
Un último apunte crítico de Ricoeur es el que se refiere a la conexión entre la
bina metafórica de lo propio y lo figurado, y la bina metafísica de lo visible y lo invi-
sible. Ambas binas conforman el núcleo común a Heidegger y a Derrida, y, para
Ricoeur, es una conexión inútil. Sólo en el caso de una teoría de la metáfora-sustitu-
ción podría encajar esta afinidad con el «relieve» de lo sensible en lo inteligible, pero
desde una teoría de la tensión éste último es privado de todo privilegio. Por lo demás,
«el juego de la impertinencia semántica es compatible con todos los errores calcula-
dos susceptibles de crear sentido. Por tanto, la metáfora no sustenta el edificio de la
metafísica platonizante; es más, ésta es la que se adueña del proceso metafórico para
hacerle trabajar en su provecho»^*'.

'^ /¿¿¿, pp. 369-370.


" liU.p.iVl.
« IbU.p.}74.

312
V. LA METÁFORA SE RETIRA: DERRIDA RESPONDE A RICCEUR

Es fácil apreciar cómo Derrida se defiende de las objeciones de Ricoeur con una
cierta arrogancia intelectual que no oculta, sin embargo, su esfuerzo por precisar o
incluso modificar posiciones anteriores. En esta nueva versión, defenderá que «habita-
mos» en la metáfora y que nos valemos de ella como de un vehículo que no es mera-
mente metafórico, ni tampoco propio, literal o usual, nociones que, aun estando pró-
ximas, no pueden confundirse. Hablar de la metáfora es imposible si no recurrimos a
un more metaphorico. O, como escribe Derrida, «no puedo tratar de ella sin tratar con
ella». La metáfora se nos presenta como un vehículo imparable, que, en ocasiones, va
a la deriva en el interior de nuestros discursos, por lo que, incluso, si decidiésemos no
hablar metafóricamente de la metáfora, nada conseguiríamos porque ella nos haría
hablar de este modo. Nada hay que no pase a través de la metáfora y por medio de ella.
Pero quizás porque su modo de ser desborda todo límite, la metáfora tiende también
a la retirada. «Su retirada tendría entonces la forma paradójica de una insistencia indis-
creta y desbordante, de una remanencia sobreabundante, de una repetición intrusiva,
dejando siempre la señal de un trazo suplementario, de un giro más, de un re-torno y
de un re-trazo {re-trait) en el trazo {traO) que habrá dejado en el mismo texto»^'.
El concepto de «retirada» {re-traii) conserva un fondo común con el de «des-
gaste», pero a diferencia del primero no enfatiza un aspecto negativo emergente (ero-
sión, desgaste) sino positivo (re-trazo, re-construcción). La metáfora se presenta a los
ojos de Derrida como un tema desgastado, un tema que ha mantenido una relación
esencial con el uso o con la usanza, pero también con la usura. Lo que supone una
insistencia en los valores positivos de la metáfora, pues toda usura da lugar a ciertas
plusvalías, a ciertas ganancias, lícitas o no, en su valor semántico.
Otro modo de analizar la discrepancia entre las posiciones de Ricoeur y Derrida
es partiendo de la interpretación que Heidegger hace de la metáfora y que Derrida
había recogido en la frase «lo metafórico sólo existe en las fronteras de la metafísica».
La lectura de Ricceur se pliega a dos rasgos generales que Derrida pone en entredicho.
El primero de ellos es que Ricoeur hace depender su interpretación de «La mythologie
blanche» de la lectura de Heidegger y, sobre todo, del «adagio» en el que se inscribe la
metáfora dentro de la metafísica. Esto es, en opinión de Derrida, una reducción exce-
siva que conduce a pensar que su único intento es el de extender o continuar el movi-
miento iniciado por Heidegger, prolongar su «crítica restringida» hacia una destruc-
ción o deconstrucción sin límite. Paralelismo que, como acabamos de ver, Ricoeur
aplica también a la connivencia entre la pareja metafórica de lo propio y de lo figura-
do, y la pareja metafísica de lo visible y lo invisible. Derrida reconoce los valores de la
posición crítica inaugurada por Heidegger, pero expresa una reserva importante al filó-
sofo alemán en lo referido a las parejas visible/invisible, sensible/inteligible^^.
Otra de las discrepancias manifestadas por Ricoeur se refiere a la comprensión
derridiana de la metaforicidad siguiendo el esquema del desgaste. Se parte, como ya
hemos indicado, de una consideración muy limitada de la propuesta de Derrida al

^' J. Derrida, «La retirada de la metáfora», en La díconstrucaón en lasfronteraseU U¡filosofía.Barcelona, Paidós,


1989, pp. 37-38.
« e x ;fo¿, pp. 43-44.

313
mantener que lo que éste se había propuesto era acreditar el esquema de uso, mien-
tras que lo que en realidad propugna es deconstruir una propuesta filosófica edifica-
da sobre el esquema de la metáfora gastada. La metáfora muerta no es la consigna
principal de sus reflexiones y el vértice de su aportación a la teoría de la metáfora por-
que no es posible establecer como sinónimos los conceptos de «metáfora muerta» y
«desgaste de la metáfora».
Así pues, hay que volver a preguntarse cuál es la posición matizada de la rela-
ción entre lo metafórico y lo metafísico, pues, a tenor de los resultados, no ha sido
capaz de zanjar esta cuestión o de situarse con claridad en «La mythologie blanche».
La respuesta esquemática que ahora propone, apoyándose en el título de «retirada»,
es la de mantener que el concepto «metafísico» de la metáfora pertenece a la metafí-
sica, en tanto ésta ejerce una retiraíia que deja en suspenso el ser. El ser se retira en
un movimiento que es indisociable del movimiento de la verdad o, por seguir la ter-
minología de Derrida, de la presencia. El ser se somete a un desplazamiento metafó-
rico. Pero también la metafísica se encuentra con el mismo problema de la metáfora
para hablar de sí misma: la irrupción trópica del lenguaje. En efecto, toda la historia
de la metafísica podría ser entendida como un largo camino en el que la epochéo reti-
rada del ser provocaría unas formas, figuras o modos trópicos que se podrían descri-
bir desde la retórica. Esta tentación descriptiva supondría, no sólo que la metafísica
sería el recinto en el que se habría, producido y encerrado el concepto de metáfora, sino
que además ella misma estaría en situación trópica con respecto al ser.
La relación de la metafísica con el pensamiento del ser ya no puede llamarse
metafórica. El ser no es nada, no es un ente y no puede nombrarse de una manera
metafórica. La palabra «metáfora» ha tenido hasta el momento un uso metafísico
dominante que debe desaparecer. Con respecto al ser, ya no puede hablarse ni meta-
fóricamente ni literalmente. Tan sólo con una metáfora de la metáfora, es decir, cua-
simetafóricamente, podemos hablar del ser. Entendiendo su retirada y la retirada del
ser como una suplementariedad. Una retirada que se describe gráficamente en los
dos siguientes puntos: 1) la metafísica, tal como la concebía Heidegger, es una reti-
rada del ser y, por ende, la metáfora, en tanto que concepto metafísico, es un con-
cepto en retirada. El discurso metafi'sico y metafórico es el mismo con respecto al ser:
es una metáfora de una metáfora con un sentido que es también metafórico. 2) El
discurso metafísico no puede ser desbordado por corresponderse con una retirada del
ser más que si reconocemos la retirada de la metáfora como concepto metafísico con
respecto a la retirada de lo metafísico. Esta retirada de lo metafórico tampoco abre
paso a un discurso de lo propio o de lo literal^^.
Esta última posición manifestada por Derrida es mucho menos ambiciosa en sus
aspiraciones filosóficas que la propuesta de Ricoeur al descubrir en la metáfora el
juego de una intersección de discursos. Dicho juego, no sólo da cuenta del modo de
ser de la filosofía, sino que abre el camino a una metafísica en constante elucidación
de sí misma y de su discurso. La metáfora vivifica el lenguaje a través de la exigencia
de un «pensar más» muy beneficioso para la metafi'sica y que justifica plenamente el
interés que la filosofía ha puesto en la metáfora.

» Cf. ihid., p. 58.

314
2. Ética y acción discursiva
Etica y narratividad
A propósito de la obra de Paul Ricoeur «Tiempo y relato»
Peter Kemp

¿Qué es el tiempo? Ésta es sin duda la pregunta más radical que la filosofía se
esfiíerza en responder. Desde Platón hasta la filosofía fenomenológica moderna, el
problema del tiempo se ha impuesto como algo cada vez más inevitable y fijnda-
mental a la hora de pensar el mundo humano. Pero se rrata también de la cuestión
más compleja, pues el pasado ya no es, el fiíturo no es aún y el presente no es siem-
pre, y ¿cómo pensar lo que no e¿ Conocemos la famosa respuesta de Agustín a esta
pregunta: «¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si alguien lo pre-
gunta y quiero explicarlo, no lo sé»'. Sin embargo, hace todo lo posible por expli-
carlo. En nuestro días, pensamos que los mayores filósofos de nuestro siglo son los
que a su vez han querido explicar esta cuestión. Por eso, Bergson, Husserl y Heideg-
ger han dejado huella en toda una serie de filósofos del continente europeo merced
a sus reflexiones sobre el tiempo.
La obra de Paul Ricoeur Tiempo y relato'' se inscribe en esta corriente de pensa-
miento. Como concepción del tiempo, esta obra es incluso el mayor acontecimien-
to filosófico desde Ser y tiempo áe. Heidegger, aparecida en 1927, pues, aunque Hei-
degger ha revelado magníficamente el sentido existencia] del tiempo vivido, también
ha abierto un abismo -reforzando la tendencia que existe desde Agustín a pensar el
tiempo como el del «alma»— entre la concepción fenomenológica del tiempo y la
noción científica del mismo. Los científicos han podido, así, seguir rechazando «el
tiempo de los filósofos» por considerarlo «psicológico» y en consecuencia ilusorio
(recordemos a Einstein y su discusión con Bergson sobre la relación que existe entre
la idea de duración y el tiempo según la teoría de la relatividad), mientras que los
filósofos han podido considerar «el tiempo del instante», que medimos con nuestros
relojes, como algo vulgar (como hizo Heidegger en Ser y tiempo). Ahora bien, entre
el tiempo del ser-para la-muerte en Heidegger y el tiempo cosmológico de los astró-
nomos, de los físicos, de los biólogos y otros científicos, Ricoeur tiende un puente

' Agustín, Confesiones, en Obras completas, Madrid, B.A.C., vol. II, XI. 14.17 (N. del T.).
^ P. Ricceur, Temps et récitl-Ul, París, Seuil, 1983-1985. [Hay ed. cast. de los dos primeros volúmenes en
Madrid, Cristiandad, 1987.]

317
que denomina el tiempo histórico. Además, toda su obra muestra que este «tercer
tiempo» sólo puede ser pensado porque es contado; este tiempo -explica- sólo se
constituye mediante el entrecruzamiento de la memoria histórica y de la imaginación
productora, de la historiografía y del relato de ficción. Esta es su aportación sencilla
y genial a la hora de superar el conflicto más lamentable de nuestra cultura, que, pese
a su pretensión de ser científica y humanista a la vez, se encuentra dividida en dos
campos, en dos culturas que no se comprenden, como decía C. P. Snow. Ricceur nos
proporciona una base común para aproximar actividades separadas como las ciencias
humanas y las ciencias naturales, la historiografía y la crítica literaria, la tecnología y
la filosofía. Esto es lo que determina, básicamente, la importancia de su pensamien-
to acerca del tiempo.
Mi propósito no es sólo presentar las ideas centrales de Tiempo y relato, sino bus-
car aquí un esbozo de respuesta a un problema que no se plantea explícitamente en
la obra. A saber: ¿cuál es la repercusión ética de la narratividad del tiempo? Con otras
palabras: ¿qué relación existe entre ética y relato, dada la forma como vivimos el
tiempo contado?
Mostraré, en primer lugar, cómo el proyecto filosófico de Ricoeur para com-
prender el tiempo a través de la narratividad plantea este problema de la ética (I), y
recuerdo lo que hay que entender aquí por ética (II). Analizaré seguidamente cómo
la ética se ocupa a la vez de la precomprensión del relato (III) y de su efectividad
(rV). Examinaré, finalmente, si no sólo se recurre, en principio, a la ética para dar
solución a ciertas aporías del tiempo (V), sino también si es ella misma establecida,
como visión de la verdadera vida, por la narratividad (VI).

I. LA POÉTICA DEL TIEMPO

Para examinar la formación de la conciencia histórica del tiempo y el hecho de


que el tiempo humano sólo puede formarse y pensarse mediante el relato, Ricceur
no busca sólo comprender la experiencia viva del tiempo, conocida con todas sus
aporías por Agustín, quien se negaba a identificar el tiempo del alma o el tiempo
humano con los movimientos físicos de las cosas. Ricoeur busca también una res-
puesta a la pregunta que Agustín no se planteó: ¿qué es un relato?
Por esta razón se refiere a la Poética de Aristóteles. Este filósofo describe la acti-
vidad poética como un mythos, es decir, como la elaboración de una trama o, según
los términos de Aristóteles, como una «disposición de los hechos en sistemas»^ que
reorganiza la concepción de la realidad operando una especie de imitación creadora,
una mimesis. Ahora bien, Aristóteles analiza la elaboración de esa trama sin referirse
a su teoría del tiempo, que depende exclusivamente de su Física. Exige que toda
trama tenga un comienzo, un medio y un final, pero éstos son, a su modo de ver,
momentos lógicos del orden del relato, no etapas temporales. Para dar cuenta del
papel del tiempo, Ricoeur explora las relaciones que existen entre los tres momentos
de la mimesis: la mimesis I, constituida por la comprensión previa del mundo y de la

^ Aristóteles, La Poétiíjue, Texto, traducción y notas de Roselyne Dupont-Roc y Jean Lallot, Patís, Seuil, 1980,
cap. 6, 50 a 15. [Hay trad. cast.: Poética, Madrid, Credos, 1974, p. 147.]

318
acción (la de la realidad que el relato «imita»); la mimesis II, que es la propia elabo-
ración de la trama que se realiza mediante el acto de componer los signos y las fra-
ses en un relato; y la mimesis III, que es la apropiación de la trama y, con ello, la
transformación de la realidad en un mundo donde el espectador o el lector puedan
vivir, «purificando» sus emociones mediante la kátharsis de todo ese proceso poético.
Ricoeur designa con mucha claridad estos tres momentos de la mimesis como una
prefiguración del campo práctico, como una configuración textual y como una refigu-
ración, mediante la recepción de la obra, del mundo del sufrimiento y de la acción.
De este modo, tiene lugar la tarea de la comprensión del relato: «Seguimos, pues, el
destino de un tiempo prefigurado a un tiempo refigurado gracias a la mediación de
un tiempo configurado» (I, 87; I, 119)''.
En la segunda y en la tercera parte de la obra (vol. I y II), Ricoeur analiza los dos
grandes tipos de narratividad: la historiografía y el relato de ficción. Muestra que no
puede llevarse a cabo esfiaerzo alguno por expulsar la narratividad de la historiogra-
fía y de la literatura sin que éstas pierdan su especificidad. Además, constata que estas
dos formas originales de elaborar una trama están ligadas entre sí, en la medida en
que la historiografía recurre a la ficción imaginaria para poner en escena los aconte-
cimientos del pasado, y el relato de ficción sigue las huellas del relato histórico al
narrar su historia como si hubiese tenido lugar. De este modo, el tiempo humano, el
tiempo contado, nace de los intercambios íntimos que se dan entre la historización
del relato de ficción y la ficcionalización del relato histórico.
En el primer volumen de Tiempo y relato, Ricoeur designa estos intercambios
como «la referencia cruzada existente entre la historiografía y el relato de ficción»
(I, 124; I, 160), pero al final de su obra reconoce que el término «referencia», utili-
zado por Frege para designar la relación del lenguaje con la realidad física, no es sufi-
ciente o, mejor dicho, es inadecuado para expresar la refiguración mediante la histo-
ria y mediante la ficción de la realidad. Ni el relato histórico ni el relato de ficción
son una simple redescripción de una realidad dada, pues, por una parte, la relación
de la memoria con el pasado es una relación con una realidad que ya no es real en el
sentido de algo presente (como, por ejemplo, el objeto físico) y, por otra parte, la
relación de la imaginación con el mundo de lo posible es una relación con una irrea-
lidad que se hace real merced a sus efectos transformadores de la realidad. En ambos
casos, no existe simplemente una relación descriptiva con la realidad, sino que «la
referencia» a la realidad es creadora y la transforma: somos afectados por la recepción
del relato, de modo que nuestro mundo es recreado por la obra, ya sea ésta realizada
por el historiador o por el novelista. Más que una referencia cruzada, la conexión y
la dependencia mutua de la historiografía y del relato de ficción son una refiguración
cruzada {m,\50).
Bien es cierto que la idea de referencia cruzada no es falsa. Ricoeur puede inclu-
so seguir utilizándola (en III, 354, y en todo el artículo, publicado en la revista Esprit
de septiembre de 1986, «Lo que me preocupa desde hace treinta años», aunque es
cierto que este artículo es contemporáneo sin duda alguna del primer tomo de Tiem-

* La primera cifra se refiere a la edición original francesa: Temps eí récit. op. cit.. ¡upra, n. 2. U segunda, a la
página de la versión castellana correspondiente (N. del T ) .

319
poy relato de 1983). Pero -como declara ya en un artículo anterior que resume el ter-
cer tomo de la obra- para poder llamar a algo referencia creadora «la noción de refe-
rencia ya no sirve», y «la problemática de la refiguración ha de librarse definitiva-
mente de la de referencia»^.
Este cambio de vocabulario es muy ilustrativo para nuestro propósito, pues
revela un giro decisivo en Ricceur: la hermenéutica se desvía hacia la ética. Cierta-
mente, Ricoeur se ha interesado siempre por la ética; ya en los dos volúmenes de
Finitudy culpabilidad áe. 1960 daba testimonio de ello; más tarde, toda una serie de
artículos sobre cuestiones sociales o sobre la naturaleza misma de la ética'' pone de
manifiesto hasta qué punto su pensamiento implica una ética. Pero el hecho de haber
subrayado considerablemente, por ejemplo en La metáfora viva de 1975, que el
poema es una redescripción de la realidad y, por ello, una referencia a la realidad de
la significación, dado su interés por mostrar que el discurso poético quiere decir el
ser o la verdad, ha relegado su preocupación por relacionar el enunciado metafórico
con el mundo práctico. Por ello, podríamos preguntarnos si no existía el riesgo de
que entraran en conflicto su hermenéutica y la ética''. Ahora bien, desde el momen-
to en que ha tratado la narratividad bajo el aspecto de refiguración de la realidad,
como en el tercer volumen (cuarta parte) de Tiempo y relato, dirige clara y fácilmen-
te sus esfuerzos, aunque de modo más bien implícito, a la dimensión ética de su poé-
tica del tiempo.
Intentemos rastrear el papel de la ética en toda esta poética, desde la prefigura-
ción hasta la refiguración. Pero antes de entrar de lleno en el tema, hay que ponerse
de acuerdo sobre la noción de ética.

II. LA EXPERIENCIA ÉTICA

No se trata de imponer un concepto de ética ajeno al pensamiento de Ricoeur.


Hay que interesarse por la noción de ética implicada en Tiempo y relato. Esta noción
es aristotélica. Se trata de la idea de «la vida buena» (eúCwía) o de la verdadera vida,
en italiano «buona vita», en inglés <ithe good Ufe», según la Ética a Nicómac(?. Esta
visión del verdadero modo de vivir no tiene ciertamente, hoy en día, ni para Ricceur,
el significado que tenía para Aristóteles. Por ejemplo, la idea del mal radical que preo-
cupó a Agustín y a Kant, y en nuestros días a Nabert y a Ricceur, es desconocida para
Aristóteles. Y la idea de virtud (ápeTq), es decir, de excelencia, cuyo ejercicio con-
duce a la felicidad o a la verdadera vida, la vida lograda, no puede ser la misma en
un contexto social y cultural moderno y en la época de Aristóteles. Pero indepen-

^ P. Ricoeur, «Le temps raconté», en Rrvue de métaphysique et de morale, 1984, p. 448 [vol. 89, n." 4, octubre-
diciembre, pp. 436-452. Hay ed. cast.; «El tiempo contado», en Revista de Occidente, n." 76, 1987, pp. 41-64,
p. 59]; cf. Temps et récit, II!, 229.
' Ver sobre todo P. Ricoeur, «Le probléme du fondement de la morale», en Sapienza, Napoli, 1975, 3. [Hay
traducción castellana: «El problema del fundamento de la moral», en P. Ricceur, Amor y justicia, Madrid, Caparros,
1993, pp. 67-94 (N. del T.).]
' Cf. P Kemp, «Le conflit entre l'herméneutique et l'éthique», en Revue de métaphysique et de morale, 1986,
pp. 115-131.
' Aristóteles, Éthique á Nicomaque {uad. ].Tncot), París, Vrin, 1983,1, 8, 1098 b (p. 64: «vie heureuse» [«vida
feliz». Trad. cast.: Ética Nicomáquea, Madrid, Credos, 1985, pp. 143-144]).

320
dientemente del contenido particular y de la hondura de la verdad ética, podemos,
en otro nivel, aceptar o no la importancia de la ética como dimensión de la vida
humana. De este modo, la noción aristotélica de la ética puede tener un contenido
cristiano, y oponerse a la noción kantiana de la ética como ley moral que tiene un
valor categórico en forma de máxima o de regla para la acción. La ética, según Kant,
exige someter los deseos al deber, mientras que la ética de Aristóteles constata una
experiencia constituida por la idea ás. felicidad, es decir, por el deseo elevado de vivir
bien según la sabiduría práctica (<|)póvriois-), y que es a la vez una disposición exis-
tente a obrar y una tarea a realizar, una realidad práctica y un ideal a perseguir.
Esta ética de la experiencia, y no la del deber, está sin duda implícita en Tiempo
y relato. Además, en una nota acerca de la ética de Kant', Ricoeur declara que Aris-
tóteles explica mejor que Kant «la estructura específica del orden práctico, cuando
elabora la noción de deseo deliberativo, y une el deseo recto y el pensamiento justo
en su concepto de phrónesis».
Ahora bien, lo que la poética del tiempo revela es justamente una experiencia
histórica dotada de la misma ambigüedad que la experiencia ética en el sentido aris-
totélico: es algo dado y, a la vez, algo por hacer. No es, pues, de extrañar que en las
«conclusiones de Tiempo y relato», Ricoeur subraye que «la estrategia persuasora que
cultiva el narrador tiene por objeto imponer una visión del mundo que nunca es éti-
camente neutra, sino que más bien induce implícita o explícitamente a una nueva
valoración del mundo y del propio lector: en este sentido, el relato pertenece ya al
terreno ético en virtud de su pretensión, inseparable de la narración, de la rectitud
ética. Baste decir que corresponde al lector, convertido en agente, en quien inicia la
acción, elegir entre las numerosas propuestas de corrección ética que transmite la lec-
tura» (III, 359).
Recibir a través del relato una visión del mundo (la que elabora el autor o el his-
toriador) y elegir si queremos o no aplicar o en qué medida dicha visión a nuestra
vida práctica constituye una experiencia poético-histórica del tiempo narrado que
nunca es éticamente neutra. Ahora bien, como hemos visto, la propia experiencia
ética tiene exactamente la misma forma, su figuración se lleva a cabo de un modo
completamente análogo.
Implícitamente, Tiempo y relato nos permite pensar que ambas experiencias
coinciden: ésta es la tesis que vamos ahora a tratar de demostrar.

III. LA ÉTICA DE LA PREFIGURACIÓN

Volvamos a la comprensión previa de la acción en la elaboración de la trama del


relato. Ricoeur sabe perfectamente que la actividad mimética conlleva presupuestos éti-
cos. Se refiere a la obra de James M. Redfield, quien, en un estudio sobre la naiurale-

' E Ricoeur, «Retourner á Kant ou passer par Kant?», en Esprit, n." 8-9, agosto-septiembre 1986, p. 155; cf.
Ricoeur, P., Du texte a l'action, París, Seuil, 1986, pp. 247-251. [Las páginas citadas pertenecen al artículo «La rai-
son pratique», publicado anteriormente en T. Geraets (cd.). La rationalité aujourd'hui, Université d'Ottawa, 1979,
pp. 225-241. Hay versión castellana en Hermenéutica y acción. Docencia, Buenos Aires, 1985, pp. 115-134, pp. 124-
127(N. delT.).]

321
za y la cultura en la Ilíada^^, interpreta la tragedia de Héctor a la luz de la Poética de
Aristóteles. Esta teoría presupone la idea de caracteres buenos y malos (cualidades éti-
cas) cuando define la tragedia como la representación «de hombres mejores que noso-
tros»", en oposición a la comedia que representa «personajes peores que los hombres
actuales»'^. La interpretación aristotélica que hace Redfield de la Ilíada presenta la tra-
gedia como «una investigación sobre la fuerza y la debilidad de una cultura»'^ y, en
consecuencia, sobre su experiencia ética, sobre sus ideas de felicidad y de excelencia,
como una investigación que nos propone una enseñanza sobre el valor de la cultura.
De este modo, la prefiguración de la obra de Homero implica la ética. Es una
comprensión previa del mundo de la acción sin la cual no tendría sentido la trage-
dia. El relato trágico «imita» las ideas ya establecidas de una cultura, no sólo las ideas
generales de sufi-imiento y de acción, sino también las ideas más específicas de accio-
nes estimadas y acciones despreciadas. Ricceur describe este ámbito de la mimesis I
(I, 87 y ss.; I, 120 y ss.) como la previa comprensión práctica que incluye la capaci-
dad de. utiüzar de modo significativo la red conceptual de la acción, y una preferen-
cia wom/expresada mediante símbolos, reglas y normas.
El relato se construye sobre la base de una experiencia donde la ética es ya una
realidad, es decir, el mundo cotidiano del hombre donde no hay acción que no sus-
cite, por poco que sea, como dice Ricceur, «aprobación o desaprobación, en virtud
de una jerarquía de valores cuyos polos son la bondad y la maldad» (I, 94; I, 127).
Esto está claro en Aristóteles: «¿Qué queda concretamente de la compasión que Aris-
tóteles nos enseñó a unir a la desgracia inmerecida -se pregunta Ricceur— si el placer
estético llegara a separarse de toda simpatía y de toda antipatía por la calidad ética
de los caracteres?» (ibid). La acción en una cultura humana nunca es originaria-
mente neutra desde el punto de vista ético.
Bien es cierto que la literatiu-a moderna suele oponerse a las normas estableci-
das de nuestra cultura, y se plantea la pregunta de si el poeta, e incluso el lector, pue-
den abstenerse de toda valoración ética. Pero sea cual sea la respuesta a esta pregun-
ta, nos asegura Ricceur, «la poética no cesa de recurrir a la ética, incluso cuando
preconiza la suspensión de todo juicio moral o su inversión irónica. El proyecto
mismo de neutralización presupone la calidad originariamente ética de la acción por
encima de la ficción» {ibid.).
Pero esto no significa que la realidad prefigurada sea concebible sin alguna
narratividad o sin lo que Ricceur llama «inductores de relato» (I, 96; I, 129). La pra-
xis cotidiana, como Agtistín entendió acertadamente, «ordena entre sí el presente res-
pecto al futuro, el presente respecto al pasado, el presente respecto al presente, y vice-
versa». Esta articulación práctica del tiempo, «constituye el inductor de relato más
elemental» {ibid.). De este modo, nada permite afirmar que la ética, por encima del
relato poético, sea vivida de un modo completamente no-narrativo. Pero, ¿se trata
sólo de una «narratividad incoativa» como afirma Ricceur (I, 113; L 148)? ¿No nos

'" J. M. Redfield, Nature and culture in the Iliade, Chicago, The University of Chicago Press, 1975; [erad, case:
La tragedia de Héctor Naturaleza y cultura en la Ilíada, Barcelona, Destino, 1992].
" Aristóteles, La Poétüjue. op. cit., cap. 15, 54 b (p. 87); [trad. cast.; Poética, op. cit., p. 181].
'^ Ihid., cap. 2, 48 a (p. 37); [trad. cast.: p. 132],
'^ J. M. Redfield, op. cit., p. 89; [trad. cast.: p. 171].

322
hace reconocer que antes de toda composición artística de una obra, las personas
contamos nuestra vida y nos explicamos respecto a otros mediante las pequeñas his-
torias de todos los días? ¿No hay que constatar también que aunque podemos hablar
de la vida humana como de una historia en estado embrionario, esta vida sólo llega
a ser una historia verdadera, un tiempo contado, mediante todas estas pequeñas his-
torias? Luego la experiencia ética sólo se lleva a cabo gracias a sus historias.
Resulta que «la estructura prenarrativa de la experiencia» de la que habla Ricoeur
{ihid) sólo es un presupuesto abstracto del relato, igual que la mimesis I sólo es una
abstracción de toda la operación mimética. Por ello, cabe suponer que a partir del
momento en que hay ética, hay también pequeñas historias contadas. Y los relatos
de los historiadores y de los poetas nunca se habrían compuesto si sólo hubiese «his-
torias (aún) no contadas» (I, 113; I, 148) o si sólo hubiese conocimientos de vidas
humanas que «merecen ser contadas» (I, 115; I, 150).
Además, esta identidad narrativa de un individuo o de un pueblo, de la que
habla Ricoeur al final de su obra, procede siempre, como él mismo dice, «de la rec-
tificación continua de un relato anterior mediante un relato ulterior y de la cadena
de refiguración que de ello resulta» (III, 357-358). El hecho de que conozcamos ya
historias contadas es la condición necesaria para que sean posibles los relatos artísti-
cos y científicos que ordenan con mayor rigor o conciencia las tramas y que, final-
mente, nos permiten constituir nuestra identidad como modernos.
Éste es, además, el único modo de poder evitar el círculo vicioso y concebir
como un «círculo saludable» la circularidad, de la que habla Ricceur, a saber, «la cir-
cularidad manifiesta de todo análisis del relato, que no cesa de interpretar la forma
temporal inherente a la experiencia mediante la estructura narrativa, y viceversa»
(I, 116; I, 151). Desde los inicios de la cultura humana el tiempo es contado. Ense-
guida veremos la importancia que tiene esto para la configuración de la ética.

IV. LA ÉTICA DE LA REFIGURACIÓN

Hemos reconocido que la ética es inseparable de la prefiguración del relato.


Pasemos al otro extremo de la actividad mimética, la refiguración. ¿Hay también una
ética inherente a ésta? Ricoeur analiza la refiguración bajo dos formas: la de la histo-
riografía y la del relato de ficción. Comencemos por ésta última.

1. La enseñanza del relato de ficción

Para James Redfield no hay duda. Cuando Aristóteles declara que la «tragedia es
representación no de hombres sino de acción, de vida y de felicidad», añadiendo que
«también la desgracia reside en la acción»,''* Redfield ve en ello la afirmación de que
el relato de ficción presenta una realización de la felicidad respecto a la cual la ética
como teoría sólo puede señalar sus condiciones de posibilidad". Además, considera

Aristóteles, La Poétique, cap. 6, 50 a 16 (p. 55); (trad. case: p. 147].


J, M, Redfield, op. cit., p. 65; [trad. case: p. 129].

323
que la kátharsis, es decir, el efecto del drama en el espectador, no depende sólo del
hecho de que la tragedia sea emocionante (según la célebre frase de Aristóteles: «al
representar la compasión y el terror, lleva a cabo una purificación de este género de
emociones», cap. 6, 49 b 27)"^, sino que contiene una enseñanza sobre la felicidad y
la desgracia, y, en consecuencia, sobre el éxito o el fracaso de la ética: «Supongo
-escribe Redfield— que Aristóteles entiende exactamente por kátharsis esta combina-
ción de emoción y de enseñanza»'^.
Pero RiccEur duda mucho antes de reconocer al final de la obra que la refigura-
ción tiene necesariamente un efecto ético. En la primera parte, considera la posibili-
dad de una neutralidad ética, aunque «habría de conquistarse en dura lucha con un
rasgo inherente a la acción: a saber, precisamente el de que nunca puede ser ética-
mente neutra» (I, 94; I, 127). Pero en la última parte considera que las ficciones tie-
nen efectos que «expresan su firnción positiva de revelación y de transformación de
la vida y de las costumbres» (III, 149); concluye (siguiendo nuestra cita precedente)
que la estrategia del narrador «consiste en imponer una visión del mundo que nunca
es éticamente neutra» (III, 359).
Esta convicción, reforzada por la idea de que se impone inevitablemente una
ética en la confrontación de la obra con la realidad práctica del lector, es por otra
parte una de las razones por las que Ricceur sustituye el término referencia por refi-
guración, pues «la noción de referencia ya no sirve, ni tampoco sin duda la de redes-
cripción» (III, 229) porque el relato de ficción es, a la vez, revelador y transformador
respecto a la práctica cotidiana.
Es cierto que la literatura puede apartarse de las normas y de los paradigmas de
una cultura y mostrarse decididamente crítica en relación con la sociedad. De este
modo, «la literatura narrativa, entre todas las obras poéticas, moldea la efectividad
práxica tanto a través de sus separaciones como de sus paradigmas» (I, 120; I, 156).
Ricceur llega a decir que «la verdadera mimesis de la acción se ha de buscar en las
obras de arte menos preocupadas por reflejar su época» y que, consiguientemente, «la
imitación, en el sentido vulgar del término, es en este punto el enemigo por exce-
lencia de la mimesis» (III, 278).
Sin embargo, el fin perseguido no es suprimir la ética sino modificarla. Por otra
parte, esta ética no se identifica con la moral reducida a pura denuncia moralizante.
Tomemos el ejemplo de Ricoeur: si una obra como Madame Bovary ha podido influir
en las costumbres, ello se debe más a «sus innovaciones formales, en particular a la
introducción de un narrador, observador «imparcial» de su heroína», que a «las inter-
venciones abiertamente moralizantes o denunciadoras, propias de literaturas más
comprometidas». De aquí la conclusión: «La literatura sólo influye indirectamente
en las costumbres, cuando crea cierta clase de separaciones de segundo grado, que
son secundarias respecto a la separación primaria que se da entre lo imaginario y lo
real cotidiano» (III, 254, n. 2).
En última instancia, el relato literario puede refigurar la realidad por el simple
hecho de provocar en el lector un rechazo de la visión de la vida que expresa: «inclu-

"• Aristóteles, Poética, op. cit., p. 145 (N. del T.).


' ' J. M. Redfield, op. cit., p. 67; [trad. cast.: p. 1331.

324
so la más perniciosa, la más perversa empresa de seducción (la que, por ejemplo, hace
estimable la degradación de la mujer, la crueldad y la tortura, la discriminación
racial, incluso la que nos recomienda no entablar compromisos, el escarnio o, en
pocas palabras, el abandono de la ética, tanto a través de la exclusión de toda trans-
valoración, como a través de la exclusión de todo fortalecimiento de los valores),
puede, en última instancia, asumir en el plano de lo imaginario una flinción ética: la
del distanciamientm (III, 237 n.)-
Ahora bien, incluso en este caso el lector ha de tener confianza, en el relato, al
menos en lo que concierne a la verdad de una parte de lo que éste describe, de modo
que el lector pueda decirse a sí mismo: «la vida llegaría a ser tal como el relato la des-
cribe si viviéramos de este modo». En general, Ricoeur insiste en el hecho de que sin
una apropiación, ya sea más o menos ingenua o más o menos crítica, no es posible
la refiguración del mundo efectivo de la acción. Sigue, así. La retórica de laficciónde
Waine Booth'®, quien defiende que la refiguración presupone «en el pacto de la lec-
tura una nota de confianza que compensa la violencia disimulada que se da en toda
estrategia de persuasión» (III, 235). La refiguración es, pues, siempre ética en la
medida en que exige un mínimo de comunidad entre los hombres: la existente entre
el autor implicado por el texto y el lector que aplica ese texto a su propia vida.

2. La enseñanza de la historiografía

Aunque resulta evidente que la apropiación del relato de ficción es una trans-
formación de la vida, no lo es tanto que nuestra acción pueda ser afectada por la lec-
tura de la historiografía. ¿Se trata de algo más que de satisfacer la curiosidad o de cier-
to placer de saber? La respuesta de Ricosur a esta pregunta es la siguiente: dado que
el trabajo del historiador no es sólo una construcción sino una reconstrucción, se
trata de «devolver» el pasado, en el sentido de que se ha de «devolver lo que se debe
a lo que ya no es, pero fije»''.
En efecto, como motivación última del esfiíerzo de reconstrucción llevado a cabo
por el historiador, Ricoeur supone la conciencia de una «deuda con respecto al pasa-
do, de una deuda de reconocimiento con respecto a los muertos, que hace de él un
deudor insolvente»^". Sin duda, esta experiencia de la deuda es lo que ha llevado al his-
toriador H. I. Marrou^' (a quien está dedicado Tiempo y relato) a defender que el cono-
cimiento histórico se fijnda en la apertura hacia el otro, en una disponibilidad amis-
tosa para con el otro, que en principio es la misma ya se trate de la comprensión del
otro en el presente o de la comprensión del otro en el pasado. «Para Marrou —dice
Ricoeur- el paso de la memoria individual al pasado histórico no plantea problemas,
en la medida en que el verdadero corte es el que se produce entre el apego a uno
mismo y la apertura hacia el otro» (I, 141; I, 177, n. 2).

" W. Booth, The Rhetoric ofFictian, Chicago, Utiiversity of Chicago Press, 1961; 2» cd. (con un importante
epílogo), 1983 (N. d e X ) .
" E Ricoeur, «Le temps raconté», art. cit., p. 446; [trad. cast.: p. 56].
" Ihid., p. 444; [trad. cast.: p. 53].
'' Vid. H. I. Marrou, De la connaissance historique, París, Seuil, 1954. Trad. cast.: El conocimiento histórico. Bar-
celona, Labor, 1968 (N. delT).

325
Ahora bien, esta idea se remonta a Wilhelm Dilthey, que fue el primero en que-
rer fundar todas las ciencias del espíritu (Geisteswissenschafien) —incluida la historia—
en el conocimiento de una vida psíquica ajena, mediante la comprensión de los sig-
nos que la expresan. Ésta es una idea fuerte en la medida en que impide la confusión
del pasado con los hechos empíricos, pero es débil en la medida en que no distingue
al otro del pasado, pues el conocimiento histórico no es ético del mismo modo en
que lo es la relación con el otro que puedo entablar en el presente.
Según RiccEur, estamos afectados por el pasado (III, 300) o, mejor dicho, por las
reconstrucciones del pasado. Éstas tienen lugar en o representan la vida que ya no es.
Ricoeur habla de su carácter representativo o de su tener lugar (III, 149). Esto no ten-
dría sentido, alega Ricoeur, si no hubiésemos contraído una deuda impagada con los
muertos. Es cierto que una conmemoración ferviente de los grandes personajes
puede ser un obstáculo para la explicación de la historia mediante fuerzas anónimas
(geográficas, económicas, tecnológicas, etc.). Pero esto no excluye que siempre haya
habido en el pasado seres humanos que sufi'ieron y que, como víctimas, merecen ser
admirados o venerados.
Esto residta evidente cuando se trata de víctimas que viven bajo regímenes que
están lo bastante cerca de nosotros como para despertar nuestro horror. De este
modo, con relación a los acontecimientos de Auschwitz, la neutralización ética no es
posible, ni deseable. Según Ricoeur, las víctimas de Auschwitz «son, por excelen-
cia, los representantes ante nuestra memoria de todas las víctimas de la historia»
(III, 273). Por consiguiente, este horror, vinculado a los acontecimientos que es
necesario no olvidar nunca para que nunca se repitan, «constituye la motivación ética
última de la historia de las víctimas». Ahora bien, dado que a menudo los vencedo-
res o los poderosos de la época de las víctimas han borrado todo lo posible las hue-
llas de su crimen, el historiador recurre a la ficción para elaborar su reconstrucción.
De este modo, «la ficción da ojos al narrador horrorizado. Ojos para ver y para llo-
rar. El estado actual de la literatura del Holocausto lo prueba ampliamente. Como
también lo hace el recuento de cadáveres o la leyenda de las víctimas» (III, 274). He
aquí un buen ejemplo del hecho de que la historia verdadera, que nos informa sobre
el pasado y, con ello, sobre la motivación de nuestra acción, es refigurada por el cruce
entre la historiografía documentada y el relato de ficción.
Pero esta enseñanza acerca de los crímenes a evitar no es el único efecto ético de
la refiguración del tiempo histórico. También reencontramos la ética implicada en la
historia contada para resolver las aporías del tiempo.

V. LA ÉTICA Y LAS APORÍAS DEL TIEMPO

Podemos enumerar tres grandes aporías del tiempo. Entre ellas, la idea de la
narratividad del tiempo puede aclarar y, al menos en cierto sentido, resolver dos de
ellas, pero no basta para responder a la tercera. Hemos presentado ya la primera:
si el tiempo no es el movimiento de una cosa o de una sustancia, ¿cómo pensar esta
no-cosa? En particular, se trata de saber, por una parte, cómo pensar esa no-cosa,
cómo comprender que el curso de las cosas (el tiempo del mundo) se puede medir
y, por otra parte, ¿cómo pensar la identidad de un individuo y de una sociedad sin

326
la noción imposible de una sustancia atomística en el tiempo? La segunda apotía es
la siguiente: ¿cómo pensar la historia como una si hay que renunciar a la idea hege-
Uana de que todo el curso de la historia se resume y acaba (como Weltgeschichtej en
el presente; o, ¿cómo pensar la historia sin el cisma que se produce entre utopía pura
y tradicionalidad muerta? La tercera aporía está ligada al problema de saber cómo
pensar la génesis del tiempo y el hecho de que hayamos nacido y vivamos en ese
tiempo. Como este problema pone de manifiesto un límite del proyecto mismo de
pensar el tiempo mediante el relato, sólo volveremos a él al final. Veamos las solu-
ciones que RiccEur propone para las dos primeras aporías y la ética que implican sus
respuestas.

1. La idea del tercer-tiempo

Aparentemente, la solución que da a la primera aporía no tiene un significado


ético, sino sólo un alcance epistemológico y ontológico. Se trata de conciliar dos con-
ceptos de tiempo que hemos mencionado ya al inicio de nuestra presentación del pro-
yecto de Ricoeiu:: la conciencia íntima del tiempo y la experiencia exterior del tiem-
po, en resumen, el tiempo fenomenológico y el tiempo cosmológico. Difieren por el
hecho de que elpresente del tiempo vivido no es un instante cualquiera del tiempo físi-
co. De ahí que, el instante cosmológico pueda ser concebido en cualquier momento,
mientras que el presente fenomenológico sólo puede vivirse «ahora», «hoy».
Si la medida del curso temporal de las cosas con nuestros calendarios y nuestros
relojes resulta problemática, ello se debe a que el tiempo que medimos no parece que
tenga sentido si no hay un tiempo del que alguien tenga conciencia. En tal caso, nos
tienta la idea de Heidegger de que el tiempo cosmológico es un tiempo secundario
fiíndado en el tiempo originario del Dasein, del ser que tiene experiencia de sí mismo
como ser-para-la-muerte. Pero este «tiempo vulgap> del que habla Heidegger no
puede explicar el hecho de que, para no caer en la idea absurda de que el mundo
perece cuando muero, hay que pensar en un universo que precede a la existencia de
mi ser-para-la-muerte, y que prosigue después de ella.
Ahora bien, es cierto que si la idea del yo, sustancia entre el resto de las cosas,
cuya posición temporal en el mundo medimos, resulta problemática, ello se debe a
que el tiempo vivido personalmente nunca se puede medir, sino que constituye un
pasado recordado, un futuro proyectado y un presente inasequible en el momento.
Cuanto más explora la reflexión filosófica las profiíndidades de este tiempo ínti-
mo, más se acentúa el conflicto entre fenomenología y ciencia. Este conflicto es el
que ha dividido nuestra cultura en dos campos opuestos: los humanistas y los cien-
tíficos. Si pudiera superarse o al menos reducirse ese conflicto mediante una conci-
liación de ambos conceptos del tiempo, es evidente que se trataría de algo más que
una victoria epistemológica. Sería la instauración de una nueva comprensión entre
ambas partes y, por ello, de una nueva vida en común, y consiguientemente, tam-
bién, de una victoria o un logro ético.
La propuesta de Ricoeur, recordémoslo, es mostrar que el tiempo histórico cons-
tituye el tercer-tiempo de la conciliación. En primer lugar, explica que el relato de
ficción cuenta su trama de una manera histórica, como si hubiera tenido lugar, lo
mismo que hemos visto que en el caso del Holocausto nazi la historiografía necesita

327
la ficción. Esto resulta especialmente claro en la novela moderna (véase el análisis que
hace en el segundo volumen de Tiempo y relato de tres grandes «fábulas sobre el tiem-
po»: Mrs. Dalloway de Virginia Woolf, Der Zauberherg de Thomas Mann y A la
recherche du temps perdu de Marcel Proust).
Después analiza los tres «conectadores» más importantes que permiten al histo-
riador científico vincular los dos aspectos del tiempo, el tiempo vivido y el tiempo
universal. Para el historiador en cuanto tal, estos conectadores sólo son simples ins-
trumentos mentales. Pero la reflexión filosófica descubre su significado, que consis-
te en «proyectar en el universo» (III, 153) las estructuras narrativas del tiempo y
demostrar, así, que el tiempo histórico es el tiempo de la conciliación.
El primer conectador es la institución del calendario. Este último se apoya origi-
nariamente en un tiempo mítico que se refiere a un acontecimiento fimdador (el
comienzo de un reino, el nacimiento de Buda o de Cristo, etc.) en relación con las
observaciones astronómicas. De este modo, divide el tiempo, estableciendo intervalos
constantes -días, meses, años—, que ordena relacionando éstos con otros ciclos de
distinta duración: los grandes ciclos celestes, las recurrencias biológicas y los ritmos
de la vida social. A partir del acontecimiento fiíndador «todos los acontecimientos
adquieren una posición en el tiempo, definida por su distancia respecto al momen-
to axil», y «los acontecimientos de nuestra propia vida reciben una situación respec-
to a los acontecimientos fechados» (III, 159). Este acontecimiento, instituido como
un instante con relación a un presente vivido, hace que el tiempo del calendario sea
a la vez «exterior» al tiempo físico y al tiempo vivido. Desempeña el papel de media-
dor entre estos dos tiempos, pues «cosmologiza el tiempo vivido y humaniza el tiem-
po cósmico» (III, 160).
El segundo conectador es la noción de sucesión generacional Esta noción une el
ritmo biológico al tiempo del ser-para-la-muerte. Crea un ritmo social, pues la idea
de pertenencia a una generación nos permite hablar de contemporáneos, de prede-
cesores y de sucesores, y nos recuerda que la historia es la historia de seres mortales.
También «expresa el anclaje de la tarea ético-política en la naturaleza y vincida la
noción de historia humana a la de especie humana» (III, 161).
El tercer conectador es la huella, en particular los archivos y los documentos. La
huella es el vestigio que deja el paso de un ser humano o de un animal. El paso ya
no es, pero la huella permanece como cosa entre las cosas. Desde ese momento, la
huella «combina una relación de significación, que se puede discernir mejor en la idea
de vestigio de un paso, y una relación de causalidad, incluida en la coseidad de la
señal» (III, 177). Se convierte en histórica cuando es la señal de un paso en el tiem-
po del calendario o en el tiempo astral que prolonga éste ultimo. Decir, como Hei-
degger, que los documentos y los monumentos sólo ejercen una fiínción historio-
gráfica gracias al tiempo vivido, no es suficiente. Esto le hace pensar que el tiempo
de las huellas sólo es la nivelación vulgar del tiempo, pero olvida que la huella tiene
su propia autonomía, que procede del hecho de que es «la huella del otro», del otro
que ha estado ahí. En realidad, Heidegger no puede pensar el tiempo histórico, pues
sólo puede pensar el tiempo a partir de su propio presente. No puede hacer el tra-
yecto inverso y pensarlo a partir de la huella.
Ninguno de los tres conectadores puede tener significado fitera de la narrativi-
dad. Es preciso al menos un mínimo de relato para hablar de las fechas y de la suce-

328
sión generacional, y para descifrar las huellas {cf. la crítica de la historia de «la larga
duración» en Tiempo y relato. I, part. 11). En consecuencia, el tercer-tiempo es siem-
pre un tiempo contado. Y en la medida en que opera la unión entre el tiempo vivi-
do de los mortales y el tiempo cosmológico que nos ignora, y reúne las dos culturas
que el desacuerdo en torno al tiempo ha puesto en conflicto, lleva a cabo una con-
ciliación, no sólo teórica, sino también profundamente ética.
Esta conciliación hace comprensible una identidad diferente a la del yo sustan-
cial. Se trata de la identidad narrativa. Siguiendo a Hannah Arendt, Ricoeur defien-
de que «responder a la pregunta '¿quién?' es contar la historia de una vida». A dife-
rencia de la identidad sustancial, esta identidad narrativa «puede incluir el cambio o
la mutación en la cohesión de una vida. El sujeto aparece, entonces, a la vez como
lector y como escritor de su propia vida, como desea Proust» (III, 355-356). La iden-
tidad narrativa se aplica, por lo demás, tanto a la vida de un individuo como a la vida
de una sociedad.
Ahora bien, la constitución de una identidad mediante el relato es, a la vez, una
operación ética. Ricoeur lo afirma explícitamente al decir: «el sí del conocimiento de
sí no es el yo egoísta y narcisista cuya hipocresía y cuya ingenuidad han sido denun-
ciadas por las hermenéuticas de la sospecha» (III, 356), se trata de un sí instruido por
las obras de la cultura que se ha aplicado a él mismo.

2. La idea de iniciativa

Aunque el aspecto ético de la solución a la primera aporía del tiempo ha nece-


sitado un largo análisis para desligarlo de una reflexión exclusivamente epistemoló-
gica, será más sencillo mostrar el carácter ético de la solución a la segunda aporía del
tiempo. Ésta consiste, como recordaremos, en la dificultad de pensar la totalización
del tiempo histórico, cuando ya no se puede, a semejanza de Hegel, pensar la histo-
ria como una trama suprema mediante la cual un presente eterno -el Espíritu- con-
fiere al presente actual la capacidad de retener el pasado conocido y de anticipar el
flituro trazado en las tendencias del pasado. Según Ricoeur, la especulación hegelia-
na tiene el defecto, no sólo de querernos consolar demasiado fácilmente de todos los
sufrimientos que testimonia la historiografía, sino también de hacer imposible pen-
sar la libertad como iniciativa.
Esta iniciativa es el momento «en el que se descarga, suspende e interrumpe el
peso de la historia ya hecha, y en el que el sueño de la historia que queda por hacer
se convierte en decisión responsable» (III, 301). Con relación a ella, Ricoeur pien-
sa el futuro como «horizonte de espera» y el pasado como «espacio de experiencia»
(III, 309 y ss.). Además, defiende que una tensión entre estas dos categorías «debescv
preservada para que siga habiendo historia» (III, 311). En efecto, esta tensión corre
siempre el riesgo de convertirse en un cisma entre el alejamiento del horizonte de
espera en la utopía pura sin conexión histórica (como en Ernst Bloch), por una parte,
y el estrechamiento del espacio de experiencia en la tradicionalidad muerta, por otra.
Entre estos dos extremos se encuentra el compromiso responsable, de modo que
resistir a la seducción de las expectativas puramente utópicas y luchar contra la ten-
dencia a considerar sólo el pasado desde el ángulo de lo acabado y de lo cumplido es
algo más que una tarea teórica: es una tarea práctica. Como declara Ricoeur, es un

329
«deber, ético y político, procurar que no se convierta en un cisma la tensión que exis-
te entre el horizonte de espera y el espacio de experiencia» (III, 370).
¿Cuál es el fundamento de este deber? Si la ética se impone a la hora de hacer la
historia, parece que es externa a la propia historia y quizás externa incluso a toda
temporalidad narrada. ¿No hay, a pesar de todo, una configuración narrativa de la
ética, y, en tal caso, cómo pensarla sin caer en un círculo vicioso?

VI. LA CONFIGURACIÓN DE LA ÉTICA

Hemos visto la ética en la prefiguración y en la refiguración narrativas de la rea-


lidad. Pero la gran cuestión que planteamos es saber si la ética es una visión añadida
a la actividad mimética, como la Poética de Aristóteles nos da a entender, o si ella
misma se constituye mediante una configuración mimética. En pocas palabras, ¿se
fimda la ética en el relato?
A esta pregunta no hemos encontrado una respuesta afirmativa en Ricoeur, pero
él mismo nos pone sobre la pista cuando, al acusar a Heidegger, se pregunta si no
es «dentro de una configuración ética, muy acentuada por una especie de estoicis-
mo, donde la resolución fi-ente a la muerte constituye la prueba de autenticidad»
(III, 101). Ahora bien, si podemos hablar de una configuración ética, ¿cómo se ha
de pensar esta actividad?
Sin duda se trata de una actividad llevada a cabo por la imaginación, pues la
ética, recordémoslo, es una visión de la verdadera manera de vivir, visión arraigada
en las costumbres y a la vez tarea a realizar. Hay que precisar, pues, la relación de la
imaginación con la acción. Esta relación ha sido analizada por el propio Ricceur en
un artículo de 1976 sobre «La imaginación en el discurso y en la acción»^^.
Muestra en dicho artículo que, respecto a la acción, el papel de la imaginación es
doble: por una parte, puede redescribir la acción que ya está ahí (en este artículo,
Ricoeur sólo considera la fimción mimética del relato como una «redescripción de la
realidad»); por otra parte, la imaginación «tiene una flinción proyectiva que pertenece
al propio dinamismo del obrar» (217; 104). Veamos cómo cumple esta otra fiinción.
En primer lugar, imaginamos un proyecto que «comporta cierta esquematiza-
ción de la red de fines y de medios» (ibid). Para llegar a dicho proyecto, «ensayamos»
diversos cursos posibles de acción y «jugamos», en el sentido estricto de la palabra,
con las posibilidades prácticas. A esto se añade la motivación de la acción a realizar.
En este punto, la imaginación «suministra el medio, el claro del bosque luminoso,
en el que se pueden comparar y medir motivos tan heterogéneos como los deseos y
las exigencias éticas» (217; 105), en suma, «en lo imaginario ensayo mi poder hacer,
tomo las medidas del yo puedo'» (218; 105).
Ahora bien, según Ricoeur, la imaginación no se limita a establecer un proyec-
to, a justificarlo y a asegurarse de su realismo. Imagina la intersubjetividad de las
libertades sin la cual la acción no puede comprometerse respecto a otro y con otro.

'^ P. Ricoeur, «L'imagination dans le discours et dans l'action», en Savoin faire, espérer: les limites de la raison,
Bruselas, Facultes Universitaires Saint-Louis, 1976. [Trad. casi, en P. Ricoeur, Hermenéutica y acción, op. cit, pp.
95-113 (N. del T.).]

330
No hay, en efecto, ni amor ni odio sin «trasladar con la imaginación mi 'aquí' a tu
'ahí'» (220; 107).
Ricoeur concluye la sección del artículo citado diciendo que la tarea de la ima-
ginación creadora es luchar contra esta «entropía aterradora que se da en las relacio-
nes humanas» (221; 108), consistente en una reificación que elimina la diferencia
entre el curso de la historia y el curso de las cosas.
En el resto del artículo describe lo imaginario social en dos aspectos: la ideolo-
gía y la utopía, dos prácticas imaginativas que, según Karl Mannheim, tratan res-
pectivamente de justificar y de subvertir la sociedad. Completando el análisis de
Ricoeur, diremos que en la base de estas prácticas se encuentra la visión de la verda-
dera vida de la que hablaba Aristóteles, a saber, la ética. Ésta no es sino la configura-
ción mediante la imaginación de la vida en comunidad. Sólo sobre la base de esta
visión de la verdadera vida social podemos tomar una decisión a favor o en contra de
las ideologías y de las utopías.
Falta por saber si la configuración imaginaria de la ética es necesariamente
narrativa. Recordemos que la ética no se identifica con las reglas y las normas mora-
les, sino que es su ftmdamento o, mejor dicho, el fundamento de su permanencia y
a la vez de su transformación. Consiguientemente, si se trata de una visión no es una
regla, sino la intuición de los modelos de acción. Imagina maneras sabias de obrar y
de comunicarse, y expresa de este modo la verdad práctica de la vida humana.
Esta imaginación de un desarrollo de la vida buena no es concebible sin un rela-
to que consista en expresar en forma de trama dicho desarrollo. La ética es, pues, cla-
ramente la configuración narrativa de la verdadera vida. Si no estuviera ya configu-
rada mediante los relatos, no podría integrarse ni en la obra del novelista ni en la del
historiador, como esa visión, nunca éticamente neutra, que se impone al lector. Sería
en ese caso como un cuerpo extraño en el ojo.
Pero, en tal caso, ¿cómo ha podido erigirse la ética en el principio que sirve, por
una parte, de guía para luchar contra el cisma entre la pura utopía y la tradicionali-
dad muerta y, por otra, para constituir una identidad narrativa, dicho de otro modo,
en el principio que juzga las configuraciones narrativas, si ella misma es una confi-
guración narrativa?
Se podría temer un círculo vicioso. Respondamos a esto que siempre hay dife-
rentes niveles de narratividad en el mundo humano, y que la configuración ética que
requerimos para justificar la elección o el juicio que da valor a los relatos se encuen-
tra por eso mismo en un nivel distinto al de éstos. Sin embargo, nunca podemos cri-
ticar los relatos sobre una base que no sea la de otros relatos. No hay aquí punto de
Arquímedes alguno. Lo cual no significa que se ejerza la crítica necesariamente por
azar. Los relatos que constituyen el fiíndamento de una ética muy arraigada en la
vida son aquéllos cuya firerza perdura a través de la historia o los que han demostra-
do su capacidad para animar, en los momentos críticos, a la gente estabilizada así en
un pensamiento conceptual.
Podemos concluir que la relación entre relato y ética, al igual que la relación
entre tiempo y relato, es un círculo saludable.

331
VIL MÁS ALLÁ DEL RELATO

Al final de Tiempo y relato-, Ricoeur habla de la tercera aporía del tiempo, que
consiste en la dificultad de pensar la génesis del tiempo y el hecho de que vivimos en
el tiempo. Desde que Platón, en el Timeo, tuvo que recurrir al mito para hablar de
la génesis del tiempo, y Agustín a la queja y al elogio para relacionar el tiempo de su
vida mortal con la eternidad, la filosofía ha tenido muchas dificultades para pensar
lo que supera y limita el tiempo.
¿Es un error querer pensar más allá del tiempo? No, el tiempo mismo es quien
plantea e! problema: su propia inescrutabilidad hace que el relato sea insuficiente.
Quizás solamente la poesía lírica, o algo similar a un mito lírico, a un poema narra-
tivo, pueda ir más allá y decir más.
Si cabe una recuperación filosófica de este sentido lírico o mito-poético, no
podemos excluir la idea de una «filosofía lírica» como la de Bergson sobre la dura-
ción de la conciencia inserta en la duración del universo. Por ello, lamento que
Ricoeur, en su última obra, rechace todo acercamiento al pensamiento de Bergson e
incluso toda discusión sobre su valor.
La narratividad es el fiíndamento de la ética como visión contada del modo ver-
dadero de vivir. Pero quizás la lírica mito-poética desempeñe un papel fiíndamental
en la motivación misma que conduce a configurar la ética, al inscribir una concep-
ción del mundo en la visión práctica.

Traducción: Gabriel Amnzueque

332
Sobre lo bueno y lo justo:
Rawls en Ricoeur
Enrique López Castellón

No es frecuente el diálogo entre filósofos franceses y filósofos en lengua ingle-


sa. Ricoeur representa una feliz excepción. Sus referencias, cada vez más abundantes
en sus últimos escritos, a autores como Dworkin y Nagel o Taylor y Walzer, por
citar nombres que se hallan a uno y otro lado de la polémica que divide hoy a libe-
rales y comunitaristas, son sólo una muestra de su interés por la filosofía anglosajo-
na en general y por las cuestiones éticas, jurídicas y políticas en particular. Sin
embargo, desde la recepción de A Theory ofjustice en Francia a mediados de los años
ochenta, Rawls ha presidido el interés de Ricoeur por exponer los supuestos e impli-
caciones éticos que conlleva la fenomenología hermenéutica que había empezado a
desarrollar a partir de la década anterior'. Cabe decir, entonces, que en Soi-méme
comme un autre (1990) cristaliza una filosofía moral, <^unepetite éthique», algo que
no puede extrañar a quien conozca sus anteriores libros. Le volontaire et l'involon-
taire (1950) y Finitude et culpabilité (1960). Desde aquellos años hasta hoy, Ricoeur
ha insistido en la dimensión teleológica de la acción, situándose por tanto del lado
de las éticas del bien frente a las éticas procedimentales de orientación kantiana, y
en la figura del sujeto como agente responsable de sus actos. Ambos temas no esta-
rían, naturalmente, desligados porque la referencia a unos «bienes humanos funda-
mentales», permanentes y transhistóricos, condición que hace posible el ejercicio de
la elección libre y el desarrollo de una vida regida por intenciones razonadas, ha de
desembocar por necesidad en una ontología del sujeto o, desde la perspectiva de
Ricoeur, en una fenomenología hermenéutica del sí mismo donde «el yo y el bien
se constituyen mutuamente».

' J. Rawls, ^ rfeorv o/A«í/fí, Cambridge, Harvard University Press, 1971; Teoría de ¡ajusticia, México, Vondo
de Culrura Económica, 1979; Théorie de lajustice, París, Seuil, 1985. Cito por la edición castellana. El hecho de que
se tardaran catorce años en traducir al francés una de las obras contemporáneas más importantes de filosofía moral
y política es una muestra más de la desconexión a la que aludimos.

333
De forma muy resumida cabe decir que, para Ricceur, la estructura de la mora-
lidad admite una lectura horizontal y una lectura vertical que se entrecruzan^. La pri-
mera lleva a derivar la constitución del sí mismo de la experiencia primaria y espon-
tánea del sujeto a quien su deseo de vivir una vida buena le impulsa a comprender
que dicha vida ha de ser vivida con y para los otros y, finalmente, que ha de contar
con unas instituciones justas. A lo largo de este proceso se constituiría dialéctica-
mente el sí mismo mediante la subordinación de la autorreflexividad a la mediación
de la alteridad, primero en el seno de las relaciones interpersonales regidas por la vir-
tud de la amistad y luego, tras el reconocimiento del otro como lejano, como extra-
ño, abriéndose a la totalidad de los seres humanos bajo el signo de la hospitalidad^.
Recogiendo el concepto heideggeriano de Sorge, Ricceur ha expresado a veces esta
tríada como cuidado de sí, cuidado del otro y cuidado de la institución. La primera
de estas ideas implica la autoestima, siendo fundamentalmente estimable la capaci-
dad de obrar intencionadamente y la capacidad de iniciativa, esto es, de introducir
cambios en el curso de las cosas. Ahora bien, como no podemos hablar de autoesti-
ma sin ponerla en relación con una demanda de reciprocidad que obliga al indivi-
duo a atribuir al otro las capacidades que descubre en sí, se hace necesario un segun-
do momento de este proceso que estará marcado por la solicitud. Finalmente, la
apertura a las instituciones, entendidas como un sistema de reparto, exige el tránsi-
to de la solicitud a la justicia, lo cual entraña una exigencia de igualdad y de univer-
salidad distinta a la amistad y eleva el respeto al mismo rango que la solicitud, por
ser su equivalente en este plano moral.
A su vez, la lectura vertical de la estructura de la moralidad permite encadenar
los puntos de vista teleológico, deontológico y prudencial, y, con ello, encuadrar de
forma suigenerisa Kant en el sistema aristotélico, sin olvidar, como veremos después,
el drama platónico del dualismo intrasubjetivo. Esta segunda perspectiva se inicia
con la subordinación del enfoque teleológico, guiado por la idea de «vivir bien», al
deontológico, donde imperan la norma, la prohibición, el formalismo, el procedi-
miento, atraviesa este plano y culmina en el nivel de la sabiduría práctica, de la «pru-
dencia», entendida como el arte de la decisión equitativa en situaciones de incerti-
dumbre y de conflicto. El primero y el tercero de estos planos constituyen lo que
Ricceur llama la ética, y el segundo e intermedio la moral. De este modo, considera
que la justicia es la regla práctica más elevada por constituir el punto donde culmi-
na el deseo de vivir bien y, a la vez, templada por la equidad, representa el último
tramo del enfoque horizontal donde prima la sabiduría práctica. Aunque la idea de
«bueno» hace que la justicia dependa originariamente del deseo de vivir bien, es la
idea de «justo» la que, al poner en movimiento la doble dialéctica (horizontal y ver-
tical), la promesa de vivir bien, sitúa a la bondad bajo el signo de la prudencia. La
justicia, a su vez, es corregida en este último plano por la equidad aristotélica, allí

^ Este resumen está tomado de P. Ricceur, Soi-méme comme un autre, Études 7, 8 y 9, París, Seuil, 1990, y de
«Éthique et morale», incluido en P. Ricceur, Lectures 1. Autour dupolitique, París, Seuil, 1991, pp. 256-269. El capí-
tulo de este libro «John Rawls: De í'autonomie morale á la fiction du contrat social» apareció en castellano en Cua-
derno Gris, 4, 2.» época (1992), 18-34.
' Esta postura optimista de Ricoeur debe ser contrastada con la teoría de la benevolencia limitada de Hume
que ha estudiado H. Kliemt en Las instituciones morales, Barcelona, Alfa, 1986, y con los matices introducidos por
R. Rorty, en Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, Paidós, 1991, cap. 9.

334
donde la generalidad de las leyes y los principios de aquélla no ofrecen soluciones
específicas a la hora de tener que decidir en situaciones dilemáticas, cuando normas
que parecen tener el mismo peso se contradicen mutuamente, o el respeto a la norma
colisiona con la solicitud hacia personas, o el margen de elección se reduce a tener
que optar entre lo malo y lo peor. En suma, el paradigma de lo que entiende Ricoeur
aquí por justicia es la toma de decisiones judiciales en las circunstancias singulares de
un proceso dentro de sus correspondientes instituciones.
En consecuencia, Ricoeur se enfrenta a la tarea de mostrar la parcialidad y la
insuficiencia del deontologismo kantiano por su pretensión de desvincular la
«moral» de la fase teleológica que la precede (del deseo y de los sentimientos) y del
plano de la sabiduría práctica en la que ha de desembocar, esto es, de eliminar la
«ética». Y respecto a Rawls tratará de despojarle de sus elementos más kantianos (el
constructivismo) para resaltar la dimensión más humeana de su postura y destacar
su preocupación por ajustar su teoría de la justicia a las convicciones más extendidas
y profundas entre los seres humanos, es decir, tratará de poner en primer plano su
noción de «equilibrio reflexivo» de la que luego hablaremos. Por consiguiente, a dife-
rencia de Kant, la ética de Ricoeur se articula en torno al concepto de imputabilidad
y no al de autonomía^. Y la razón es clara: Ricoeur pretende restituir la moralidad a
la naturaleza al situar la espontaneidad «libre» del deseo en el punto de arranque del
proceso dialéctico que conduce a la justicia institucional, mientras el concepto kan-
tiano de autonomía se basaba precisamente en la trascendencia del agente racional
como ser nouménico. Ahora bien, el concepto de imputabilidad que utiliza Ricoeur,
según el cual el hombre es capaz de hacer llegar cosas al mundo, esto es, de introdu-
cir orígenes o comienzos en el curso de éste, constituye la tercera de las antinomias
cosmológicas que Kant incluyó en la «Dialéctica Trascendental» de su Kritik der rei-
nen Vemunfi. Esta tesis, al igual que su contraria (en el mundo no hay libertad, sino
que todo ocurre de acuerdo con las leyes físicas), no eran para Kant falaces en sí, pero
pueden probarse con el mismo grado de verosimilitud, lo que impide conceder vali-
dez a ninguna de ellas. Este es, a mi juicio, el principal punto de fricción entre
Ricoeur y Kant. Optando, pues, por una de las tesis de la antinomia y sin pararse en
el problema de su validez, Ricceur pasa directamente a especificar las figuras que
reviste la imputabilidad en los tres niveles en que se articula la estructura de la mora-
lidad. En el nivel teleológico del deseo que impulsa al individuo a llevar una vida
buena, la imputabilidad es sinónimo de capacidad, lo que tiene un cierto matiz aris-
totélico porque ser capaz de sentir ese deseo es lo que distingue ontológicamente al
hombre de otros seres de la naturaleza. También en el nivel deontológico la idea de
imputabilidad remite a la idea de capacidad, aunque en este caso se trata de la capa-
cidad que tiene todo sujeto de hacer abstracción de su punto de vista individual y de
adoptar una perspectiva impersonal, capacidad que le permite asegurar que «toda
vida humana cuenta por igual y que nadie es más importante que otro», con lo que
Ricoeur cree poder situar al agente moral en el mismo plano desde el que Kant dicta

^ Para un desarrollo de esta cuestión, véase «Le concept de responsabilité», incluido en E Ricoeur, Le juste,
París, Éditions Esprit, 1995, pp. 41-70. El capítulo de este libro titulado «Une théorie purement procédurale de la
justice, cst-elle possiblc?» corresponde aproximadamente al artículo de R Ricoíur, «Historia de la justicia, 4, J. Rawls:
Teoría de la justicia» traducido al castellano en Archipiélago, 23 (1996), 106-122.

335
su segunda formulación del imperativo categórico: «Obra de modo que tomes a la
humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin
al mismo tiempo y nunca solamente como un medio»^ y desde el que Rawls enun-
cia su segundo principio de la justicia que exige mejorar en los repartos desiguales la
parte mínima^. De este modo, la escisión kantiana entre naturaleza y moralidad, y la
delimitación rawlsiana entre lo estrictamente político y lo no político, se traduce,
platónicamente, en Ricoeur en un conflicto interior del agente moral que se origina
en el alma de todo sujeto entre dos de sus capacidades: la capacidad de adoptar un
punto de vista individual y la capacidad de asumir una perspectiva impersonal; con-
flicto que el sujeto ha de resolver atendiendo a la exigencia de alteridad universal, es
decir, respondiendo a la demanda del otro, no sólo próximo, sino también lejano. La
justicia desempeña aquí un papel eminentemente prohibitivo, esto es, impide que el
sujeto se deje conducir por su tendencia -tan natural como su deseo de llevar una
vida buena— a violentar al otro, a no respetar sus derechos individuales. Frente a las
miiltiples figuras del mal (que son las distintas formas de violencia) la moral se expre-
sa en prohibiciones que se concentran en la antigua Regla de Oro que exige no hacer
a otro lo que no se desea para sí. Por último, en el nivel de la prudencia o de la sabi-
duría práctica, la imputabilidad ya no remite a la idea de capacidad sino a la de con-
veniencia, a la de «ajuste» (que Ricoeur recoge de Dworkin)^ entre interpretación y
argumentación, pues el juicio que ha de emitir la sabiduría práctica es una especie de
«evidencia situacional», propia de una «convicción íntima», que permite asegurar que
«ésta es la mejor decisión, lo único que se puede hacer en esa situación». No se trata,
pues, de situar el caso bajo la regla general, sino de interpretar los hechos ocurridos
(que es el nivel último del orden narrativo) y de interpretar la norma en orden a saber
en qué medida «se ajusta» a los hechos. Para Ricoeur, este proceso oscila, pues, entre
dos niveles de interpretación (la interpretación narrativa del hecho y la interpretación
jurídica de la norma) y culmina en un equilibrio de conveniencia mutua entre
ambos*. Paradigmáticamente, esta sabiduría práctica correspondería a los tribunales
de justicia, pero Ricoeur la extiende también a otros casos muy dispares. A ella corres-
pondería, por ejemplo, emitir un juicio histórico sobre el peso que se ha de conceder
a la acción de un individuo o a las fuerzas colectivas o sobre el orden de prioridad
entre valores heterogéneos que ha de establecer un estadista en su acción de gobierno.
Todas estas cuestiones ponen de relieve la insuficiencia que, para Ricoeur, pre-
senta una concepción puramente procedimental de la justicia como la de Rawls, por-
que desde ella no se tiene en cuenta la diversidad cualitativa de las cosas a repartir. Y
aunque se introduzca -como hace Rawls— la noción de «bienes sociales primarios»,
apetecibles por todos los hombres, se plantean las preguntas —insolubles desde un
enfoque formalista— de qué es lo que califica como «buenos» a dichos bienes, que son

' Las citas de Kant hacen referencia a la reimpresión de la edición crítica oficial, Kants Werke, 9 vols., Berlín,
Walter de Gruyter, 1968 (en abreviatura Ak.) y por las traducciones castellanas que se indican. Ak., IV, p. 429; Fun-
damentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Espasa-Calpe, 1963, p. 84.
' J. Rawls, Teoría de la justicia, op. cit., p. 341.
' R. Dworkin, Los derechos en serio, Barcelona, Ariel, 1984, pp. 234-242.
' Un resumen de la postura de Ricoeur en estas cuestiones puede verse en O. Mongin, Paul Ricoeur, París,
Seuil, 1994, pp. 97-104, así como en el artículo divulgativo del propio Ricoeur, «Ética y moral», en Culturas, Dia-
rio 16, 27-1-1990, n." 241, pp. I-Vll.

336
en sí heterogéneos, y a qué orden de prioridad se debe obedecer en caso de conflic-
to entre ellos'. ¿Corresponde también a esta equidad de Ricoeur dirimir política-
mente entre las concepciones opuestas del bien que por necesidad habrán de susten-
tar los ciudadanos en las sociedades democráticas modernas caracterizadas por un
pluralismo moral «razonable»? Ricoeur no alude a esta cuestión porque sus referen-
cias al último Rawls son escasas y aerificas, pero su planteamiento es aquí pertinen-
te para introducir el discurso de Rawls y establecer lo que es o no concihable con la
postura de nuestro autor.

II

Valgan, pues, estas cuestiones introductorias para hacer ver que el interés de
Ricoeur por Rawls no tiene un carácter coyuntura! ni se reduce a la polémica que se
suscitó en Francia sobre la ética procedimental a raíz de la traducción de A Theory of
Justice. En efecto, a partir de la pasada década, Ricoeur ha tomado a Rawls como
interlocutor privilegiado mientras escribe Temps et récit y Soi-méme comme un autre.
Y es que la postura de Rawls le permite superar la oposición infructífera que dividía
a la sociología francesa de la moral entre el holismo sociologista de Durkheim (a
quien inexplicablemente no recurren los comunitaristas de lengua inglesa, pese a la
insistencia de todos ellos en considerar que la sociedad es una entidad supraindivi-
dual) y el individualismo metodológico de corte weberiano que reduce la sociedad a
la yuxtaposición de los intereses e individuos que la componen'". Ricoeur ve con
acierto que el concepto rawlsiano de ciudadano no se ajusta a estas interpretaciones
extremas y que tampoco puede asimilarse su idea de la relación social a un diálogo,
en el sentido de Lévinas, entre dos individuos donde el tercero sería un derivado abs-
tracto y deshumanizado, ni al anonimato y la impersonalidad del Man heideggeria-
no. Muy al contrario, la sociedad es, tanto para Rawls como para Ricoeur, un meca-
nismo de asignación (de derechos y deberes) y de distribución (de papeles, cargas y
beneficios, ventajas y desventajas), lo que confiere a los individuos que la integran la
condición de partes y de colaboradores. Lo imponante es que esa asignación y esa
distribución van dirigidas a cada uno de los sujetos que forman parte del colectivo,
de suerte que el individuo al que se refiere Rawls es ya, de entrada, miembro, copar-
tícipe de esa «aventura de cooperación con vistas al beneficio mutuo» que constituye
el vínculo social". La justicia es, ciertamente, la virtud de las instituciones, pero la
institución se orienta a promover el bien de los que participan en ella, esto es, a atri-
buir a cada uno lo suyo. Y ese cada uno es el destinatario de un reparto justo. En
suma, la justicia de la que habla Rawls es básicamente distributiva y su enfoque se

' Este es el problema que trata de resolver M. Walzer en ha¡ esferas de ¡ajusticia, México, Fondo de Cultura
Económica, 1993, desmembrando la idea de justicia en una serie de esferas y estableciendo la prioridad que se ha
de dar a las reivindicaciones ligadas a cada una de ellas. Como Ricoeur hace una crítica a Rawls desde Waizer es per-
tinente conocer las debilidades reóricas de ésre. Véase al respecto mi artículo «Contextualismo ético y relatividad de
la justicia», Anuario de Fihsofia del Derecha, XI (1994), 13-40.
'" Para constatar este impasse de la sociología francesa de la moral, véase el número monográfico dedicado 3 este
tema en Cahiers Internatiormwc de Sociologie, 88 (1990).
" P. Ricoeur, Lectures 1, op. cit., pp. 218-219.

337
sitúa en el plano deontológico, cuya independencia reclama, por lo que las objecio-
nes que Ricoeur va a hacer a su planteamiento se refieren, en esencia, a la imposibi-
lidad de abordar las cuestiones de la justicia al margen de una teleología que las
prepara y antecede o, más concretamente, a la imposibilidad de entender lo justo
independientemente del bien. Esto interesa sobremanera a Ricoeur porque si no
demuestra que la dimensión teleológica desempeña algún papel, por discreto y sub-
terráneo que sea en una teoría de la justicia, habrá de admitir no ya la autonomía de
la norma, de la «moral», con relación a la «ética», sino la falta de toda vinculación
entre ambas, y toda la puesta en práctica de la «petite éthique» que esboza en Soi-
meme comme un autre se vendría por tierra. De ahí el esfuerzo de Ricoeur por seña-
lar que la idea de justicia no es puramente «moral», sino que tiene también un sig-
nificado «ético», que «lo justo» se sitúa entre «lo legal y lo bueno»'^, que «el sentido
de la justicia no se agota en la construcción de los sistemas jurídicos que suscita».
Como en el planteamiento rawlsiano, lo justo no puede definirse recurriendo al bien,
se ha de elaborar, de construir mediante una deliberación que se produce en esas con-
diciones de imparcialidad (faimess) absoluta a la que Rawls llama «posición origi-
nal»'^, donde las partes «escogen» los principios de la justicia y suscriben un contra-
to por el que se comprometen a su cumplimiento. La idea de Ricceur es que entre la
adopción de una perspectiva exclusivamente deontologista y el recurso a un proce-
dimiento contractualista existe un vínculo necesario. Y si deontologismo y contrac-
tualismo son las dos caras de una misma moneda, las numerosas críticas que ha sus-
citado y suscita todo intento de hacer derivar la obligación de ser justo de un
presunto contrato primitivo, hipotético y ahistórico, afectarían negativamente a todo
el sistema rawlsiano. Dada, pues, la importancia de este punto, cabe plantear una
serie de preguntas: ¿por qué defiende Rawls la primacía de lo justo? ¿Es realmente
cierto que no dé por sentadas ciertas ideas de bien? ¿En qué sentido es Rawls con-
tractualista? Habrá que responder a estas preguntas para poder calibrar el alcance de
la objeción de Ricoeur.
La postura de Rawls puede ser caracterizada negativamente como antiteleológi-
ca, y ello por dos razones fiandamentales: primera, porque la ciencia moderna des-
cubre un mundo cuyos seres no persiguen —a la manera de Aristóteles- los fines que
les son propios, alcanzando así su bien, habida cuenta de que no existen realmente
otros fines que los que el hombre se propone libremente alcanzar. La ausencia de
fines dados permite, además, basar la ética en la autonomía del agente frente a toda
determinación de la naturaleza. Segunda, porque desde W. H. Sibley'^ se había

'- ídem, pp. 176-195. La versión castellana de este artículo se encuentra en P. Ricoeur, Amor y justicia, Madrid,
Caparros, 1993, pp. 35-55, con el mismo título: «Lo justo entre lo legal y lo bueno».
'^ Disiento de Ricoeur cuando dice (^c faímessse ha traducido «bastante acertadamente por equidad {équite}»
{Lectures 1, op. cit., p. 200), como igualmente ha sucedido en castellano. Pero en inglés^^/rKé-íí es sinónimo de jus-
ticia Y en sentido figurado de imparciaütUd, que es lo que mejor responde a la semántica del término y al uso que
hace Rawís del mismo. Equity, que es igualmente sinónimo de justicia, recoge también en inglés la idea de impar-
cialidad e incluso de reasonableness {«razonabilidad», «tolerancia»), lo que también se compagina con el uso rawlsia-
no del término. El problema es que «equidad» significa «propensión a dejarse guiar o a fallar por el sentimiento del
deber o de \¡i conciencia, más bien que por las prescripciones rigurosas de la justicia o por el texto terminante de la
ley» {D. de la R. A. de la L.), lo que encaja perfectamente con la lectura que hace Ricoeur de Rawls, pero no con el
sentido de faimess en el discurso rawlsiano.
'^ W. H. Sibley, «The rational versus the reasonable», en The Philosophical Review, 62 (1953), 554-560.

338
introducido en este contexto una distinción entre lo racional y lo razonable, que D.
Richards había desarrollado explicando que «las cuestiones de racionalidad incluyen
los objetivos del agente y la forma mejor de realizarlos; mientras que las cuestiones
de razonabilidad implican la valoración de los propios fines a la luz de las exigencias
y derechos moralmente justificados de los demás», de forma que «los principios de
la racionalidad dependen de la noción de cómo alcanzar mejor y más satisfactoria-
mente los fines del agente, cualesquiera que fueran, a diferencia de los principios de
la moralidad, que imponen ciertos tipos de restricción sustantiva sobre la clase de
fines que un agente puede legítimamente perseguir»". Recogiendo esta distinción,
Rawls considera que «el interés supremo» del ser humano está determinado por su
capacidad de actuar de forma razonable («su capacidad para entender los principios
de la justicia, para aplicarlos y para obrar de acuerdo con ellos») y por su capacidad
para actuar de forma racional («su capacidad para elaborar, revisar y poner en prác-
tica racionalmente una determinada concepción del bien»), lo que sin muchas mati-
zaciones podemos comparar con la idea teleológica de Ricceur de que el hombre
desea y es capaz de llevar una vida buena. Sin embargo, para Rawls, como existen de
hecho concepciones contrapuestas del bien y la razón se ve sometida a las «cargas»
emocionales de las situaciones específicas de los sujetos y a la dificultad de los temas
que se abordan en este nivel, es imposible llegar a un acuerdo entre todos los ciuda-
danos acerca de una única concepción del bien que sirva de base a la concepción de
la justicia, cuestión que habrá que abordar apelando a la capacidad de razonabilidad
que posee todo ser humano, potencialmente hablando. Lo razonable, entonces, es
que los principios de la justicia acordados por todos en virtud de su razonabilidad
prevalezcan sobre las concepciones del bien que sustentan los ciudadanos, pues sólo
se conseguiría implantar una concepción del bien haciendo uso del poder coactivo
del Estado y, por consiguiente, faltando al respeto a quienes no comparten la con-
cepción en cuestión. En última instancia, este escepticismo de Rawfls respecto a la
posibilidad de superar el pluralismo moral razonable es realmente lo que le distancia
de Ricceur, y no la afirmación de la supremacía de lo justo"'.
Esto no quiere decir, naturalmente, que en la teoría rawlsiana de la justicia no
se den por válidas, como condición indispensable de la validez de la teoría, ciertas
concepciones del bien. La cuestión está en que Rawls considera que tales nociones
caen dentro de lo razonable, esto es, que pueden ser asumidas por todas las doctri-
nas globales {comprehensive) razonables, independientemente de la noción de bien
«global» que persigan. Estas concepciones serían: 1) La idea de que todos los parti-
cipantes en un debate sobre la justicia reconocerán ciertos valores, como la satisfac-
ción de las necesidades básicas del hombre y tener un proyecto racional en cuyos tér-
minos los individuos puedan orientar sus vidas. Es lo que Rawls llama «la bondad
como racionalidad» (goodness as rationality). 2) La idea de unos bienes primarios (los
recursos que se supone que necesitan los ciudadanos para poner en práctica un plan
de vida). 3) Las concepciones del bien que son permisibles en cuanto que admiten

'^ D. Richards, A Theory of Ríosons for Action, Oxford, Clirendon Press, 1971, pp. 76 y 229-230.
"" Entre otras cosas, el propio Ricoeur reconoce que «la idea de bien no está totalmente ausente de una teoría
donde lo justo tiene prioridad sobre lo bueno» y que sólo es excluida del procedimiento de distribución (Le jusíe.
op. cit., pp. 102-103).

339
los principios de la justicia. 4) Las virtudes que se consideran necesarias para ser un
buen ciudadano en un Estado liberal y democrático. Y 5) el bien que supone «una
comunidad política bien ordenada», esto es, regida por dichos principios. En conse-
cuencia, el problema al que se enfrenta Rawls no es tanto el de justificar la primacía
de lo justo sobre lo bueno cuanto el de justificar esas concepciones del bien dentro
del formalismo procedimental que defiende y, sobre todo, de mantener la idea de
contrato sobre la base de la noción fuerte de razonabilidad que sostiene. Este último
problema, que Rawls no resuelve, nos lleva, sin embargo, a responder al último de
nuestros interrogantes: ¿en qué sentido es Rawls contractualista?
Para Rawls, la prioridad de lo justo sobre el bien no sólo se debe a que sus exi-
gencias son moralmente prioritarias sino también a que los principios de la justicia se
obtienen mediante un procedimiento que presume independiente de toda concep-
ción del bien que pueda introducir el disenso entre las personas que han de deliberar
sobre dichos principios. Es importante señalar aquí -porque es lo que Ricoeur pasa
por alto- que lo que excluye Rawls del ámbito de lo justo no es tanto el bien en gene-
ral sino el desacuerdo que determinadas concepciones del bien generan entre los indi-
viduos, lo que explica que dicha exclusión responda a las mismas razones por las que
se excluyen otras fuentes de desigualdad como las diferentes aptitudes de los sujetos o
la posición social que ocupan. La desavenencia que aquí se produce entre Rawls y
Ricoeur se debe al hincapié del primero en destacar la imposibilidad de superar la plu-
ralidad y la oposición entre las concepciones del bien, y a la falta de sensibilidad del
segundo para detectar este problema desde la posición intuicionista que sostiene.
Con vistas a establecer los principios de la justicia, Rawls construye una. situación
que, a su juicio, representa una perspectiva desde la que cabe abordar los problemas
prácticos recurriendo a deliberaciones donde intervienen conjeturas y acuerdos
simulados que permiten utilizar teoremas de elección racional-prudencial'^. Ahora
bien, ¿poseen los principios de la justicia una racionalidad propia que les confiere la
necesidad de que toda persona que se halle situada en la «posición original» los
asuma sin discusión o es el procedimiento democrático e imparcial que se sigue para
su elaboración lo que les dota de legitimidad moral? Si aceptamos la primera opción,
destacaremos el carácter constructivista y racionalista de la posición rawlsiana, y si nos
decidimos por lo segundo, subrayaremos su dimensión coherentista, ya que en este
caso no se trata tanto de acordar ni de construir los principios morales cuanto de des-
cubrir aquéllos que mejor se acomodan a nuestras convicciones «bien ponderadas»
(considered convictions), es decir, los que permiten establecer entre ambos un «equili-
brio reflexivo» {reflective equilibriuní)^^. Como luego veremos, RiccEur aboga por esta
segunda interpretación. Pero detengámonos ahora en el problema que nos ocupa.
Está claro que el coherentismo no responde a una concepción contractualista; más

^^ La posición original de Rawls vendría a equivaler a lo que Baier y Toulmin llamaron «el punto de vista
moral». G. H. Mead «la adopción de! papel ideal» y P. Lorenzen «transubjetividad». De ahí que sea discutible la afir-
mación de Ricceur de que la teoría de Rawls «es una deontología sin fundamentación trascendental» {Lejuste, p. 75)-
El equivoco se debe a que Ricoeur interpreta el transcendentalismo como «la oposición entre la obligación surgida
de la razón práctica y la inclinación empírica» {Le juste, p, 102), oposición que, efectivamente, Rawls rechaza.
'^ La contraposición entre una forma constructivista y una coherentista de concebir la ética atraviesa el ensayo
de S. Hampshire, Dos teorías de la moralidad, México, Fondo de Cultuta Económica, 1984, donde, sin asignarles
esos rótulos, aparece ía ética de Spinoza como paradigma de la primera y la de Aristóteles de la segunda.

340
bien, todo lo contrario: concede al intuicionismo lo que el propio Rawls no está dis-
puesto a admitir, pues el criterio de validez de los principios lo establecen en última
instancia nuestras «convicciones bien ponderadas», método que se acomoda más a
las nociones de ética y de moral que sustenta Ricceur que a una posición genuina-
mente kantiana. Ahora bien, si ubicamos el contractualismo en la perspectiva exclu-
sivamente deontológica, hallaremos un callejón sin salida, que, como hace ver
Ricoeur, estaba ya presente en el sistema kantiano: el de cómo pasar de la autonomía
al contrato, es decir, el de «cómo pasar del primer principio de la moralidad, la auto-
nomía (entendida en su sentido etimológico, a saber, como la libertad que en cuan-
to racional se da a sí misma la ley como regla de universalización de sus propias máxi-
mas de acción), al contrato social por el cual una multitud abandona su libertad
externa con vistas a recuperarla en calidad de miembro de una república»". Con
otras palabras, Ricoeur está apuntando a la paradoja que supone la determinación
racional de la autodeterminación.
Comprenderemos mejor el problema si nos atenemos a las propias declaracio-
nes de Rawls cuando afirma que «la aceptación de los principios de la justicia no es
una conjetura basada en una ley psicológica o en un cálculo de probabilidades, sino
una aceptación ideal en todos los sentidos de la palabra [...]. Por eso me gustaría
demostrar que su reconocimiento es la única elección acorde con la descripción de
la posición original en conjunto. En última instancia, el argumento es estrictamente
deductivo»^". ¿Qué margen de elección tendrían, entonces, las partes en la posición
original? Aunque en teoría son libres de elegir los principios que quieran, su situa-
ción (los requisitos que ha de cumplir la posición donde deliberan y eligen) está con-
cebida de un modo que asegura que sólo desearán escoger unos principios específi-
cos en los que coincidirán por unanimidad. No cabe, pues, negociación, porque
negociar implica que las partes tienen intereses, conocimientos, poder o preferencias
que son, en cierto modo, diferentes. Y todo ello es, precisamente, lo que excluye el
velo de ignorancia que cubre a las partes impidiéndoles ver lo que les separa y hacién-
doles que fijen su atención en lo que podría ser para ellas objeto de consenso. Tam-
poco cabría pensar coherentemente que se produzca discusión alguna entre las par-
tes, pues se presume que todas razonan del mismo modo y extraen idénticas
conclusiones. Y si todas razonan igual y tienen los mismos intereses y preferencias,
cada una de ellas puede extraer la conclusión por sí misma para saber lo que han
hecho o lo que harán todas las demás. Estamos ante una conformidad de carácter
cogniíivo que es fruto de una deducción necesaria. La situación sería radicalmente
opuesta a como la plantea Ricoeur: en lugar de darse una relación necesaria entre
deontologismo y contractualismo, lo que sucedería, más bien, es que el racionalismo
deontológico anula toda posibilidad de un contrato en sentido genuino, pues, a dife-
rencia de Habermas, ni tan siquiera está muy claro que el diálogo sea realmente nece-
sario para aunar a las partes que se hallan en esa posición ideal que, aunque huma-
na, es concebida como una asociación de seres racionales y razonables entre los que
-abstracción hecha de su diferencia y tenidos por prescindibles sus fines e intereses

P. Ricoeur, Lectures 1, op. cit., pp. 197-198.


J. Rawls, Teoría de ¡ajusticia, op. cit. p. 146.

341
particulares— nada habrá que se oponga a un armonioso consenso de sus voluntades.
Esas partes «no se hallarían en una situación similar o simétrica, sino en una situa-
ción idéntica»^^. No puede, pues, hablarse de contrato en sentido propio, y la adhe-
sión que pide Rawls a sus principios de la justicia no apela a la fidelidad moral a lo
acordado, sino que exige «una aceptación ideal en todos los sentidos de la palabra»^'^,
es decir, la plena identificación kantiana de la voluntad pura con sus principios,
generada por su racionalidad y su coherencia interna. Lo que busca Rawls, en suma,
es una adhesión moral, pues moralidad y razonabilidad son en este contexto térmi-
nos intercambiables. Por el contrario, en la interpretación de Ricoeur, se pasa por alto
la separabilidad e independencia de lo razonable respecto al deseo o al sentimiento,
y ello conduce a interpretar el contractualismo de Rawls en términos hobbesianos'^^.
El acento que puso Rawls en la racionalidad de su teoría a lo largo de A Theory
ofjustice nos sugería que trataba de ofirecer una concepción de la naturaleza razona-
ble del ser humano, y su descripción de la posición original como una especie de
«punto de Arquímedes» alentaba la sospecha de que pretendía ofi-ecer una teoría de
aplicación universal, derivada de la capacidad de razonar, común a toda la especie
humana, lo que le llevaba a decir al final del libro que «observar nuestro lugar en la
sociedad desde la posición original es observarlo sub specie aetemitatis: es contemplar
la situación humana, no sólo desde todos los puntos de vista sociales, sino también
desde todos los puntos de vista temporales»^^.

III

Es bien sabido que las críticas que se hicieron a esta pretensión de universalidad
condujeron a Rawls a modificar notablemente su postura en este punto^^. Estas crí-
ticas vinieron a decir, en términos hegelianos, que sin eticidad (sin principios éticos
particulares generados en una determinada comunidad) no hay moralidad (conjun-
to de reglas universales y abstractas). En un artículo aparecido catorce años después
de A Theory ofjustice, se veía Rawls obligado a admitir que los principios de la justi-
cia no pueden entenderse como «verdaderos» -en consonancia con lo sostenido por
Ricoeur—^'', ni ser afirmados sub specie aetemitatis, sino como válidos para nosotros a
la luz de lo que constituye nuestra conciencia moral o política, o «las ideas intuitivas
básicas que están arraigadas en las instituciones políticas de un régimen constitucio-

^' M. Sandel, Liheralism andthe Limits ofjwtice, Cambridge, Cambridge University Press, 1982, pp. 130 y ss.
^^ J. Rawis, Teoría de U justicia, op. cit., p. 146.
^' En este punto, señala Ricoeur: «E! libro entero es un intento de desplazar el problema de la fiíndamentación
en beneficio del problema del mutuo acuerdo, que es el mismo tema de toda teoría contractualista de la justicia» {Le
juste, p. 75). «La posición original de Rawis sustituye al estado de naturaleza de los primeros contractualistas» (liiem,
pp. 103-104). Para Ricoeur, lo único que diferencia el contractualismo de Rawls del de Hobbes es que en el contra-
to del primero se busca la justicia y en el del segundo la seguridad.
^^ J. Rawls, Teoría de la justicia, op. cit., p. 648.
^' Ricoeur recoge algunas de estas modificaciones en «Aprés Théorie de lajustice de John Rawls», incluido en Le
juste, pp. í 08-120, más con ánimo expositivo que crítico. Sus referencias se basan en un conjunto de artículos de
Rawls que se recopilaron en la traducción francesa con el título át Justice et démocratie, París, Seuil, 1993. No hace
mención a la última versión que ha hecho Rawls de su teoría en Political Liheralism, Nueva York, Columbia Uni-
versity Press, 1993 (versión castellana en Barcelona, Crítica, 1996).
-'' P Ricoeur, Lectures 1, op. cit, pp. 300-301.

342
nal democrático y en las tradiciones públicas de su interpretación»^''. Entre estas
ideas intuitivas destaca la idea de sociedad como un sistema equitativo de coopera-
ción entre ciudadanos libres e iguales. Rawls trata ahora de reformular su tesis ante-
rior de que su teoría de la justicia ha de guardar un «equilibrio reflexivo» con nues-
tras convicciones más ponderadas, hasta el extremo de que muchos autores llegaron
a interpretar que su modelo fundamental era el de la coherencia y su técnica básica
la de ese equilibrio reflexivo^^. Rawls aclaraba, así, que su teoría no pretendía una
mera coherencia lógica ni una «verdad objetiva», como adecuación entre un sistema
de enunciados y un orden moral independiente, sino generar las bases de un acuer-
do operativo y viable entre ciudadanos libres mediante el ejercicio público de la
razón. No se trataba, pues, de una teoría especulativa sino práctica, encaminada a
pasar del actual desacuerdo sobre cuáles son las razones apropiadas para justificar (o
criticar) y reforzar (o reformar) las normas e instituciones básicas que presiden nues-
tra convivencia, a un «acuerdo por superposición» {overlapping consensus) entre nues-
tras doctrinas globales razonables, partiendo de las más profondas bases de entendi-
miento insertas (a veces no verbalmente) en nuestra cultura política pública, en ese
fondo de sobrentendidos que constituye nuestro «sentido común».
Huelga decir que esta vertiente del pensamiento raw^lsiano ha suscitado una
calurosa acogida en la obra de Ricoeur, para quien «todo el aparato de la prueba apa-
rece como una racionalización de esas convicciones, mediante el rodeo de un com-
plejo proceso de ajuste mutuo entre las convicciones y la teoría»'^'. Al margen de las
críticas al constructivismo en las que no voy a entrar porque coinciden con las for-
muladas por los comunitaristas y porque no tienen validez después de los matices y
correcciones que ha introducido Rawls en su teoría a lo largo de su último libro, Poli-
tical Liheralism, lo más interesante de la lectura que hace Ricoeur de A Theory ofjus-
tice radica en su intento de amoldar su contenido a la «petite éthique» que esbozába-
mos al principio de este trabajo. En este sentido, Ricoeur destaca que el autorrespeto
cae dentro de los «bienes primarios» rawlsianos, que las partes que deliberan en la
posición original disponen previamente de un «sentido de la justicia» y que el antiu-
tilitarismo de Rawls le lleva a rechazar, en nombre del principio de igualdad que
forma parte de la justicia, la justificación del principio sacrificial que remite a la lógi-
ca del chivo expiatorio y que legitima el sacrificio de una persona o de un sector
de la sociedad en beneficio de la mayoría^". En suma, Ricoeur señala, en detrimento
de la dimensión kantiana, los aspectos más huméanos de Rawls, excepción hecha de
la inviolabilidad de la persona individual, que a su juicio quedaría a salvo obede-
ciendo la Regla de Oro. De este modo, el constructivismo presuntamente procedi-

^' J. Rawls, «Justice as Fairness: Political, not Metaphysical», en Philosophy and Public Affairí, 14, 3 (1985), p.
20; (versión castellana en Diálogo filosófico, 16 (1990), 4-32).
'* Véanse, por ejemplo, L. G. Ballestrem, «Methodologische Problem in Rawls' Theorie der Gerechtigkeit», en
O. HofiFe (ed.), Uberjohn Rawls' Theorie der Gerechtigkeit. Theorie-Diskussion, Frankfurt, Suhrkamp, 1977, pp. 108-
131; y N. Bowie, «Equal Basic Libcrr)'for All», en H. G. BlockeryE. H. Smith {eás.), John Rawls' Theory ofJusti-
ce, Ohio, Ohio University Press, 1980, pp. 110-132.
-'' P. Ricoeur, Lectures 1, op. cit., p. 211.
'" Básicamente, Ricoeur se refiere al Libro III del Treatise donde Hume aborda los problemas de la moral y, en
concreto, el carácter «natural» o «artificial» de la justicia. La relación del principio sacrificial con el utilitarismo que
Rawls rechaza es una idea desarrollada por Jean-Pierre Dupuy en «Les paradoxes de Theorie de la Justice (J. Rawls)»,
en Espñt, 1 (1988), pp. 70 y ss.

343
mental exigiría la referencia a nuestros sentimientos y convicciones más hondos y
trasluciría el impulso de la solicitud que en el esquema de Ricceur favorece el tránsi-
to entre la autoestima y el sentido ético de la justicia. Si queremos aquilatar las dife-
rencias entre Ricoeur y Rawls en este punto concreto, cabe decir que el primero insis-
te más en el carácter natural y espontáneo del autorrespeto y del impulso que lleva
al hombre a indignarse ante la violencia ejercida contra el débil y a solidarizarse con
él, mientras que Rawls explica las condiciones sociales e institucionales en que se ges-
tan esos sentimientos y el aprendizaje que permite su desarrollo, en línea con la psi-
cología cognitiva de Piaget y de Kohlberg".
Ahora bien, una vez dicho esto, hay inmediatamente que añadir que el deseo de
llevar una vida buena, la autoestima y la solicitud, de los que habla RiccEur en su des-
cripción del primer nivel de la ética, y el sentido previo de la justicia que Rawls atri-
buye a las partes en la posición original («la disposición a actuar desde los principios
de la justicia, a aceptar las instituciones justas que se nos aplican y a mantener y
reformar las existentes cuando la justicia lo requiera»)^^ no son elementos ajenos al
sistema kantiano. Como el fragmento siguiente nos explica, «hay ciertas disposicio-
nes morales que si no se poseen, tampoco puede haber un deber de adquirirlas. Son
el sentimiento moral, la conciencia moral, el amor al prójimo y el respeto por sí
mismo (la autoestima), porque están a la base como condiciones subjetivas de la
receptividad del concepto de deber, no como condiciones objetivas de la morali-
dad»^^. Es decir, sin autoestima, sin amor, sin respeto, la moral, subjetivamente
hablando, no sería posible. En el otro extremo del Faktum der Vemunfi del que nos
habla Kant y nos recuerda críticamente Ricoeur, estaría este otro Faktum der GeftihL,
que Kant no incluye dentro de las condiciones objetivas de la moralidad precisa-
mente por ser im Faktum, esto es, por pertenecer al ámbito de los fenómenos natu-
rales, pero que tiene en cuenta al destacar el papel del factor subjetivo que aporta la
sensibilidad o el sentimiento en la determinación subjetiva de la voluntad, esto es,
las condiciones que hacen posible que el ser humano se interese por la ley moral o la
tenga como incentivo.
Vistas así las cosas, la pregunta que plantea Ricoeur respecto a Rawls de si puede
construirse una teoría puramente procedimental de la justicia sin presuponer en las
partes que la formulan y acuerdan un sentido previo de la justicia, sólo puede con-
testarse negativamente. Pero ello no autoriza a concluir que toda la argumentación
rawlsiana se reduce a una racionalización de nuestras «convicciones bien pondera-
das», es decir, a afirmar que lo único que puede dar credibilidad a la ficción de la
situación original es la búsqueda de un «equilibrio reflexivo» entre la teoría y dichas
convicciones. Pasemos, pues, a explicar por qué no es válida esta reducción.

^' E. Tugendhat, en Problemas de ética, Barcelona, Crítica, 1988, ha combinado esta psicología del desarrollo
cognitivo con otros elementos tomados del psicoanálisis para explicar el logro de la madurez moral a partir de las
primeras experiencias de autoestima y de respero en las relaciones interpersonales.
'^ ] . Rawls, «Kantian Constructivism in Moral Theory», en The Journal ofPhibsophy, 77, 9 (1980), p. 553 (ver-
sión castellana en J. ^vAs, Justicia como equidad, Madrid, Tecnos, 1986, pp. 137-186); y j . Rawls, Teoría de la jus-
ticia, op. cit., p. 524.
-•' I. Kant, Metaphysik der Sitien, Ak. VI, p. 399; versión castellana en Madrid, Tecnos, 1989, pp. 253-254.

344
Ricceur aborda este tema en su artículo Le cercle de la démonstration''^ y en él
pone de relieve que la demostración de Rawls es circular porque nuestras conviccio-
nes bien ponderadas y su teoría de la justicia se presuponen mutuamente. O, por
decirlo en términos de las obras más recientes de Rawls, porque la misma idea regu-
lativa de que los individuos como ciudadanos son libres e iguales es la que le lleva a
buscar la justificabilidad pública de sus principios de la justicia y lo que es pública-
mente justificable. En consecuencia, la convicción, presente en la cidiura política
pública de toda sociedad democrática moderna, de que los ciudadanos son libres e
iguales, es precisamente lo que prescriben los principios de la justicia, principios que,
a su vez, son una racionalización de nuestras propias convicciones. El método rawl-
siano no pasaría de ser, para Ricceur, una formalización de un sentido de la justicia
que siempre actuaría como un supuesto básico e indispensable de la teoría, y se ase-
mejaría al proyecto de Michael Walzer, para quien la tarea del filósofo político «con-
siste en interpretar a nuestros conciudadanos el mundo de significados que todos
compartimos»^^.
La originalidad de Ricceur radica en juzgar que esta circularidad no representa
una debilidad de la argumentación de Rawls, sino que es propia de toda filosofía
moral, incluyendo la de Aristóteles y la de Kant, pues «ninguna fiínda nada ex nihi-
lo, sino que justifica intemporalmente las convicciones morales más comunes»^''. En
el caso de Rawls, se trataría de hallar «un punto de ajuste» entre interpretación y
argumentación (o en sus propios términos «un equilibrio reflexivo entre nuestras
convicciones bien ponderadas y su teoría de la justicia»), con lo que, desde la pers-
pectiva de Ricceur, su proyecto superaría el nivel exclusivamente deontológico para
ingresar en el de la prudencia o sabiduría práctica, tal como la entiende Ricceur. La
faimess rawlsiana no sería imparcialidad kantiana sino epiqueya aristotélica. ¿Es legí-
tima esta interpretación de Rawls, o Ricceur se limita a proyectar aquí sus propias
concepciones de la ética y de la moral que antes esbozamos? Trataremos de mostrar
que la verdad está de parte de esto último.
Rawls ha insistido repetidas veces en que su teoría de la justicia ha de exponer-
se en dos fases. En la primera, la del constructivismo o la de la posición original, se
ha de elaborar una concepción política y moral que sirva de base a los principios nor-
mativos fiíndamentales para una sociedad bien ordenada. El modelo constructivista
le permite concebir una noción de justicia cuyos principios constitutivos no son
principios a priori, evidentes por sí mismos, sino el resultado de un proceso de ela-
boración que suscribiría toda persona razonable. En una segunda fase, se considera
que la forma de concebir a la sociedad y a sus miembros que preside tales principios
se halla implícita en nuestra cultura política pública y que, en consecuencia, cabe
esperar que gozará de estabilidad una vez puesta en práctica^''. En un sentido secun-
dario respecto a lo fijndado en la primera fase, Rawls se ocupa de responder a la exi-
gencia de que dichos principios guarden un equilibrio reflexivo con nuestras convic-
ciones bien ponderadas, o, como dice en sus últimos trabajos, que puedan ser el

^ Este artículo apareció en Esprit (1988) y ha sido incluido en Lectures 1, op. cit., pp. 216-230.
^^ M. Walzer, Las esferas íle la justicia, op. cit., p. 12.
^'' P. Ricceur, Lectures 1, op. cit., p. 230.
'^ J. Rawls, £1 liberalismo político, op. cit., pp. 172-173.

345
núcleo de un «consenso por superposición» entre personas que sustenten doctrinas
globales distintas e incluso contrapuestas pero razonables. A nadie que esté familiari-
zado con los escritos éticos de Kant puede extrañarle esta forma de exposición de la
teoría, pues Rawls no hace sino seguir el consejo que aquél nos da en las primeras
páginas del capítulo segundo de la Grundlegung al decir: «Conviene primero fundar
la teoría de las costumbres en la metafísica, y luego, cuando sea firme, procurarle
acceso por medio de la popularidad». El punto clave de la fixndamentación rawlsiana
es su noción de razonabilidad (y a él deben y pueden dirigirse las objeciones), pero
no su pretensión de coherencia con nuestras convicciones bien ponderadas. Rawls
señala abiertamente que su «teoría de la justicia como equidad no es razonable en
primera instancia a menos que pueda granjearse de la forma debida el apoyo racio-
nal de todos y de cada uno de los ciudadanos a quienes va dirigida»'^. Es decir, lo
que busca, ante todo, Rawls es que su teoría resulte razonable a toda persona y a toda
doctrina global razonables, o, dicho de otro modo, que sea aceptable a la luz de la
«razón pública», no debiéndose abordar el tema de su adecuación o no con nuestras
convicciones bien ponderadas hasta que no se disponga provisionalmente de los prin-
cipios de la justicia elaborados en la posición original, es decir, haciendo abstracción
del conocimiento que tienen los ciudadanos de concepciones específicas del bien^'.
En contra de la interpretación de Ricoeur, «lo razonable» ocupa un lugar tan des-
tacado en la teoría rawlsiana que más bien cabe preguntar por qué conceder tanta
importancia a lo que está o a lo que no está implícito en nuestra cultura política
pública o a lo que se ajusta o no se ajusta a nuestras convicciones más profundas.
Pues o nuestras ideas intuitivas suscriben la concepción de la justicia que hemos ela-
borado independientemente de lo que cabe esperar de forma razonable que acepta-
rá un ciudadano (en cuyo caso estaremos ante una feliz coincidencia) o dichas ideas
intuitivas están en contra de la concepción de la justicia en cuestión (en cuyo caso
debemos rechazarlas por violar los límites de lo razonable, que también hemos esta-
blecido independientemente). Esto no resta, claro está, a la teoría rawlsiana im ápice
de su interés, como el llamado «pensamiento contrafáctico» tendría que habernos
hecho comprender a estas alturas, pues incluso una hipótesis científica comporta
siempre tma «idealización» de la realidad y no tiene de esa manera otro remedio que
contrariar a los hechos, por más que luego esté obligada a congraciarse, en ima medi-
da o en otra, con los hechos contrariados. Pero, además, «se podría alegar con Kant
que -a diferencia de lo que ocurre con una 'idea teórica' o una hipótesis científica-
una hipótesis moral o 'idea práctica' es reduplicativamente contrafáctica, y su contra-
facticidad la exime incluso, versando como versa sobre 'lo que no existe, pero podría
llegar a existir', de la obligación de congraciarse con los hechos a los que continua-
ría testarudamente contrariando mientras éstos no se acomoden a sus exigencias»^".
Volviendo a Rawls, el problema es si puede darse, en realidad, una oposición entre
lo razonable y nuestras convicciones bien ponderadas. Es evidente que, para Ricceur,
esa oposición no se produce porque interpreta las «convicciones bien ponderadas» en

^ J. Rawls, Teoría dt ¡ajusticia, op. cit., pp. 38-39; El liberalismo político, op, cit., p. 175.
^' J. Rawls, B liberalismo político, op. cit., pp. 95, 165-166 y 172 y ss.
•*" J. Muguerza, «Habermas en el Reino de los Fines», en E. Guisan (coord.). Esplendor y miseria de la ética kan-
tiana, Barcelona, Anthropos, 1988, p. 102.

346
un sentido fuerte, esto es, como las convicciones que superan la prueba de «some-
terse a la crítica de otro o de colocarse bajo la regla de la argumentación, como di-
rían Habermas o Apel»'*^ En términos rawlsianos, las convicciones bien ponderadas
serían las convicciones admisibles por la razón pública, pero en tal caso ya no podría
seguir hablándose de coherencia, de adecuación o de equilibrio entre las conviccio-
nes y la teoría, sino de identidad (o, a lo sumo, de un mayor grado de formalización
por parte de ésta última). El malentendido de la interpretación de Ricceur consiste en
creer que el coherentismo tiene un valor metodológico y probatorio fundamental en
el sistema de Rawls, sin percatarse de que el equilibrio reflexivo ocupa un lugar secun-
dario respecto al constructivismo y de que, en última instancia, lo que conduce a la
justificabilidad pública no es una exigencia metodológica, sino la obligación moral áe
orientar la teoría a la razonabilidad de los ciudadanos a quienes va dirigida, porque,
de no ser así, se atentaría contra el respeto que se les debe como seres racionales y razo-
nables, y Rawls sería el primero en incumplir una de las nociones normativas básicas
que presiden los principios de la justicia elaborados en la posición original.
Con todo, no es este el problema fundamental que plantea la lectura que hace
Ricceur de Rawls. Porque, independientemente de que su discurso tenga o no tenga
un carácter circular y que esa circularidad tenga o no tenga, a su vez, un carácter
vicioso, parece claro que si Rawls se limitara a interpretar nuestros significados com-
partidos o a formalizar nuestro sentido espontáneo de la justicia, nuestro interés
natural por la autoestima, nuestro deseo de llevar una vida buena o incluso nuestro
impulso a la solicitud y a la compasión, estaría incurriendo en la falacia naturalista.
No es de extrañar que Ricceur no sea sensible a este peligro porque su descripción
del nivel ético es inicialmente naturalista: parte de fenómenos psicológicos y se eleva
a la idea de deber como simple correctivo de la tendencia igualmente natural del
hombre a la violencia. Pero lo deontológico, lo que Ricceur llama «la moral», no se
agota en una serie de prescripciones negativas destinadas a hacer frente a las diversas
«figuras del mal»"*-^. Más bien esas prescripciones derivan de una concepción previa
de la persona que en un sentido positivo y normativo resalta su derecho inalienable
a ser respetada en base a su condición de agente racional. Es precisamente aquí
donde se aprecia la imposibilidad de que el enfoque teleológico de la ética que
defiende Ricceur se prolongue en solución de continuidad dialéctica en el enfoque
deontológico, porque el deontologismo elimina toda noción de fin que sea ajena o
externa a la persona: ella es el fin, multiplicado en todos y cada uno de los indivi-
duos que constituyen el reino de los fines o la sociedad bien ordenada de Rawls. El
corte (la coupuré) que Ricceur aprecia entre toda convicción bien ponderada y la deli-
beración que tiene lugar en la posición original"*^ refleja el deslinde necesario entre
lo que sucede y lo que debiera suceder, pero no la eliminación de toda convicción.
Pues, como señala Kant al comienzo del capítulo segundo de la Grundlegung, «para
conservar en nuestra alma el fundado respeto a la ley del deber, no hay nada como

*' P. Ricceur, Lecmres 1, op. cit., p. 228.


••^ Contra la reducción del deontologismo a prescripciones negativas, véase mi trabajo «Sobre los deberes lla-
mados imperfectos», en J. Ayllón, G. Escalona y M." E. Gayo, üher Amicorum Antonio Fernández Galiana, Madrid,
Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Educación a Disrancia, 1995, pp. 451-468.
•" E Ricocur, Lectures 1, op. cit., p. 225.

347
la convicción clara de que no importa que no haya habido nunca acciones emana-
das de esas puras fuentes, pues no se trata aquí de si sucede esto o aquello, sino de
que la razón, por sí misma e independientemente de todo fenómeno, ordena lo que
debe suceder, y que algunas acciones, de las que el mundo quizá no ha dado toda-
vía ningún ejemplo y hasta de cuya realizabilidad puede dudar muy mucho quien
todo lo funde en la experiencia, son ineludiblemente mandadas por la razón». Esta
autonomía, esta independencia de la deliberación rompe la circularidad que
Ricoeur atribuye a toda demostración moral y orienta la deontología por el cami-
no de la utopía en el sentido de que siempre cabe avanzar un paso más en la trans-
formación de una sociedad real en una sociedad bien ordenada. Si la tarea del filó-
sofo de la política se limitara a la que Walzer le encomienda («interpretar a los
conciudadanos el mundo de significados que todos compartimos»), resultaría difí-
cil evitar la conclusión que establece y no afirmar con él que «una sociedad deter-
minada es justa si su vida esencial se vive de una manera fiel a las nociones com-
partidas de sus miembros. Contravenir esas nociones es siempre obrar injustamente»^.
Aunque la interpretación de las convicciones compartidas estuviera acompañada
por esa labor de rectificación permanente de los prejuicios y de racionalización del
sentimiento que Ricceur le atribuye, siempre correría el riesgo de legitimar moral-
mente las creencias más generalizadas^^.
Naturalmente, Ricoeur no aboga por la simple interpretación de los significados
morales imperantes en una cidtura, pues, a diferencia de Walzer, la misión que asig-
na a la filosofía es la de detectar los invariantes básicos en los que cabe reconocer el
invariable humano, e invariables humanos son la capacidad de diálogo, la acción y
el sufrimiento en una realidad interpretable y la posibilidad de memoria, es decir, de
narración. Y confía en la comprensión previa para discernir entre el bien y el mal,
como determinante último de la singularidad de lo humano. De ahí su empeño por
mostrar que el sentido espontáneo de la justicia, la comprensión previa que tenemos
de lo justo y de lo injusto es «lo único que impide a la argumentación deontológica
de Rawls inclinarse a favor del utilitarismo»^. Por comprensión previa de lo justo y
de lo injusto entiende Ricceur «algo parecido a la Regla de Oro cuya formulación
encontramos en los rabinos del siglo primero, en el sermón de la montaña y en algu-
nos moralistas de la época helenística: 'No hagas a otro lo que odiarías que te hicie-
ran a ti'. Me atrevo a afirmar —sigue diciendo Ricoeur— que, separado del contexto
de la Regla de Oro, cuya formulación milenaria acabo de recordar, la regla del maxi-
min regresaría del plano categórico al plano prudencial propio de toda negociación.
En este último aspecto, nuestro sentido de la justicia, no intuitivo, sino instruido y
educado por una larga tradición cultural cuyo origen es tanto judío y cristiano como
griego y romano, constituye la base de la caracterización ética de la regla del maxi-
min en situaciones de incertidumbre»^^. Ahora bien, como esa caracterización deri-

"^ M. Walzer, Las esferas de lajtísticia, op. cit., pp. 322 y 324.
••' Para un tratamiento de este problema, véase mi artículo «Sobre las interpretaciones morales del sentimien-
to», en Anuario del Departamento de Filosofía, Universidad Autónoma de Madrid, VII (1990-1991), 37-58.
'**' P, Ricoeur, Lectures 1. op. cit., p. 229.
•*^ Ibidem.

348
va de la noción normativa de persona contenida en la segunda formulación del impe-
rativo categórico kantiano, lo que en realidad está defendiendo Ricoeur aquí es que
la Regla de Oro es equiparable a dicho imperativo e incluso que puede sustituirlo
con ventaja.
Vale la pena que nos detengamos en esta cuestión como punto final de nuestro
trabajo porque ello puede ayudarnos a perfilar algunas de las ideas que hemos veni-
do exponiendo. Ante todo, advierta el lector que Ricceur habla de «la caracterización
ética», siendo así que, teóricamente, el principio de la Regla de Oro habría de caer
de lleno en el plano deontológico que él mismo distingue y denomina «moral», a
diferencia de los otros dos planos éticos. Este plano moral se singularizaría, como
señala Ricoeur, por «su exigencia de universalización»'^^, lo que presupone que no
sólo el deseo sino también el contenido de ese deseo (el modo como un individuo
desearía ser tratado, en su formulación positiva, y el modo como odiaría ser tratado,
en su formulación negativa) tienen un alcance universal. No es preciso adoptar una
posición kantiana para constatar la debilidad de esta presunción y los numerosos
argumentos fácticos que tendría en contra de su universalizabilidad, a menos que le
dotemos de un soporte deontológico previo que nos indique cómo debemos desear u
odiar ser tratados. Sin embargo, lo importante es que, aunque la Regla de Oro fuese
válida como principio, sería una máxima prudencial, no deontológica, pues podría
resolverse diciendo: «Si tratas mal a otros, te expones a recibir el mismo tratamien-
to». Su distinción radical de la segunda fórmula del imperativo kantiano resulta evi-
dente si tenemos en cuenta que la Regla de Oro es, en sí, un imperativo hipotético,
cuya fuerza obligatoria responde a la razón prudencial (o al deseo o al rechazo) de
obtener un fin externo al sujeto, lo que indicaría que no hemos traspasado el plano
teleológico: la conducta presuntamente «moral» sería un medio para lograr que se
produzca una determinada consecuencia (el trato a recibir por parte de otros).
Ricoeur respondería a esta objeción señalando que interpreta de forma «perversa» la
Regla de Oro, pues, «por su exigencia de reciprocidad, permanecería en el ámbito de
la Ley del Tallón: 'Ojo por ojo, diente por diente'. Se limitaría a decir: 'Yo doy a fin
de que tú des' {do ut Í/«)»^'. En contraposición, habría que interpretar la Regla de
Oro desde el mandamiento evangélico del amor, «sustituyendo el ^a fin de qué del
do ut des por el aporqué de la economía del don: 'Porque te ha sido dado, da tú tam-
bién a tu vez'»'". Pero en este segundo caso, la objeción a la asimilación de la Regia
de Oro al segundo imperativo kantiano seguiría en pie. El fin buscado con la acción
moral continúa siendo ajeno al sujeto: el pago de una deuda (contraída quizás al
margen de la intervención de la libertad del sujeto). De acuerdo con esta segunda
interpretación, la máxima fundamental sería, lógicamente, circular («debo porque
debo») y, traducida a un enunciado, una tautología («deber es deber»). Cabría decir
-y creo que ésta sería la lectura de Ricceur- que esa circularidad no es «viciosa» por-
que el principio de reciprocidad serviría de fundamento al deber. ¿No es función de
la Regla de Oro afirmar la libertad, entendida como intercambio de libertades, como

•"* ídem, p. 260.


* P. Ricoeur, «Entre la filosofía y la teología: la Regia de Oro en cuestión», en P. Ricoeur, Amor y justicia, op.
cit., p. 63.
5» Ihidím.

349
reciprocidad de libertades entre seres dotados de voluntad, es decir, servir de
mediación entre voluntades? El problema es que, entonces, la Regla de Oro, en
cualquiera de sus dos interpretaciones, no se acomodaría a la fórmula del impera-
tivo categórico, pues Kant señala claramente que cada individuo tiene la obligación
de cumplir con su deber aun cuando nadie más lo haga. En la interpretación teo-
lógica, además, lo que está en juego no es la autonomía, y, por ende, la racionali-
dad del deber y la dignidad del sujeto, sino el estado permanente de deuda-culpa
{Schuld) en que siempre se encuentra la criatura con relación a su Creador. En
suma, estaríamos ante un discurso que no tiene nada que ver con el kantiano ni con
el rawlsiano. Y es aquí donde la interpretación que RiccEur hace de Rawls apelan-
do a «las convicciones bien ponderadas» (¿y qué convicción puede ser más ponde-
rada, a los ojos de Ricceur, que la Regla de Oro?) revela el mayor de sus malenten-
didos. Porque tanto la tesis de que los juicios morales equivalen a enunciados sobre
hechos no morales (naturalismo) como la tesis de que son enunciados sui generis
sobre hechos morales discernibles por intuición o por apelación a convicciones
(intuicionismo), por respetables que sean las tradiciones que las apoyen, llegan
demasiado rápido a sus conclusiones en virtud de una premisa adiciona! que es
incierta, a saber, que las únicas cuestiones sobre las que podemos razonar son las
cuestiones fácticas*^ En su loable afán por incorporar a Kant a su «petite éthique»,
RiccEur pasa por alto la aclaratoria precisión que hace éste en una nota a pie de
página de la Grundlegung. «La teleología considera a la naturaleza como un reino
de los fines; la moral considera un posible reino de los fines como un reino de la
naturaleza. En el primer caso, el reino de los fines es u.na idea teórica para explicar
lo que es; en el segundo, es una idea práctica para realizar lo que no es, pero puede
ser real merced a muchos actos u omisiones [...]. El reino de los fines es, desde
luego, solamente un ideal»''^.
Si entendemos que el reino de los fines kantiano es «la unión sistemática de
diversos seres racionales bajo leyes comunitarias»'^ y admitimos la semejanza que ven
algunos intérpretes de Rawls entre el principio kantiano del reino de los fines y el
modelo contractualista de la justicia desarrollado por éste'^, podríamos concluir que
el concepto de «sociedad bien ordenada» representa una meta a alcanzar histórica-
mente, a condición de aceptar que el contrato que propone no lo habrían suscrito
individuos presociales que vivían en un estado de naturaleza, a la manera del con-
tractualismo clásico, sino el contrato que deberían suscribir sujetos pertenecientes a

" Hay que recordar aquí los argumentos de R. Haré en Essays on Phibsophical Method, Londres, MacMillan,
1971, p. 122, cuando rechaza que pueda demostrarse la inaceptabilidad de una teoría moral, pues «las opiniones
morales vigentes en un grupo social no tienen valor probatorio alguno en una filosofía moral».
'^ I. Kant, Ak., IV, pp. 436 y 433; versión castellana, pp. 95 y 91. El malentendido de Ricoeur en Lectures /,
pp. 199-200, deriva de tomar al pie de la letra la afirmación de Kant de que «el hombre, y en general todo ser racio-
nal, existe como fin en //, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad» {Ak., ÍV, p. 428;
versión castellana, pp. 82-83), sin ponerlo en relación con nuestra cita anterior de Kant y con lo que exphca en la
Kritik der Urteilskraft (Ak., V, p. 433), al señalar que habla del ser del hombre «no como miembro de la naturaleza,
sino en la libertadas su facultad de desear, es decir, que su buena voluntad es lo único que puede dat a su existen-
cia un valor absoluto». Salvando las distancias, también la dynamis ds'isxoxéXiOí es una realidad intermedia entre el ser
y el no ser, entre la nada y el acto (Física, IV, 2, 209 b 23; Metafísica, V, 7, 1017 b 9).
" 1. Kant, Ak., IV, p. 433; versión castellana, p. 90.
'^ Thomas E. Hill, «The Kingdom of Ends», en L. W. Beck (ed.), Proceedings ofthe Third International Kant
Congress, Dordrecht, 1971, pp. 307-315.

350
sociedades injustas y mal organizadas, los cuales deberían acordar una forma de orga-
nizar las bases políticas de la comunidad a la que pertenecen a la luz de unos princi-
pios asumidos libre y racionalmente, esto es, moralmente. Esta interpretación per-
mite entender la idea de Rawls de que «en cualquier momento podemos colocarnos
en la posición original, por así decirlo, siguiendo simplemente un procedimiento, a
saber, el de argumentar en favor de ios principios de la justicia dentro de las restric-
ciones pertinentes»'^. Pero entonces los principios de la justicia no exigirían tanto el
cumplimiento de un contrato originario cuanto la construcción moral de un futuro
en común. Y el carácter ahistórico que achacan los comunitaristas a ese contrato ori-
ginario revestiría la transhistoricidad del ideal y de la utopía.

J. Rawls, Teoría de U justicia, op. cit., p. 36.

351
Violencia, lenguaje e interpretación
Manuel Maceiras

Como toda obra dilatada en el tiempo y amplia por la diversidad de problemas,


la de Ricoeur se presta también a la pregunta por la coherencia de sus discontinui-
dades. La respuesta es, a nuestro modo de ver, indudable: aparentemente heterogé-
nea en los asuntos, se despliega sobre la permanente y perceptible preocupación por
una ontología de la subjetividad. Ontología militante, es cierto, porque ella se va
diseñando como el horizonte en el que concurren temáticas muy diversas, todas rela-
cionadas con los asuntos que avivaron el interés filosófico a lo largo de más de sesen-
ta años. Pero decir que su obra está inspirada por una ontología de fondo no supo-
ne sino reiterar el carácter filosófico de su pensamiento, puesto que no cabe filosofía
sin ontología. No percatarse, sin embargo, de esta regularidad, puede inducir a inter-
pretaciones poco adecuadas con sus propósitos reflexivos.
Si evocamos aquí el asunto, es porque los tres conceptos que constituyen el títu-
lo de este breve ensayo, se inscriben en la matriz de esta ontología del sujeto, según
la cual el yo es una realidad constituida por la dialéctica arqueología/teleología, que,
entre otros trabajos menos extensos, se explícita en su libro sobre la interpretación
de Freud'. Freud, tomado sólo como ejemplo, hace explícita la dimensión arqueoló-
gica y Hegel la teleológica {Fenomenología del Espíritu), pero ambas recubren o reco-
rren, por entero, el ser del yo: en sus manifestaciones más espirituales está presente
una irrenunciable naturaleza; y en ésta radicada el germen de toda espiritualidad, en
el sentido hegeliano. Por eso, ni Freud es el maestro de las tinieblas ni Hegel el de la
luz, puesto que naturaleza y espíritu no son dos caras del hombre, sino entidades
recíprocas, incomprensibles la una sin la otra. Si la temática es común a todo realis-
mo existencial, de Jaspers a Merleau-Ponty y Marcel, Ricoeur se aproxima a él con
indudable originalidad.
Sin extendernos más en esta referencia, puede decirse que, para Ricoeur, la vio-
lencia pertenece al ser del yo, de igual modo que a éste le es connatural el lenguaje.
Pero la oposición violencia/lenguaje es dialéctica y, por tanto, no será posible la eli-
minación de una por el otro, sino la recuperación del sentido de su unidad sintéti-

' P. Ricceur, De Vinterprétanon, essai sur Freud, París, Seuil, 1965. Trad. cast.: Freud, una interpretación de la
cultura, Madrid, Siglo XXI, 1970.

353
ca, por encima de su polaridad. Es en el discurso, vertebrado por la comunicación y
la interpretación, donde se hará posible su síntesis dialéctica.
Atenderemos al despliegue de estas ideas con la explícita intención de no pres-
cindir de algunos de sus primeros escritos, que adquieren mayor significación a la luz
de las últimas obras de Ricceur.

I. LO IRASCIBLE Y EL PRINCIPIO VIOLENTO

En su primera obra^, diez años después del inicio de sus publicaciones, comen-
tando a Jaspers, Ricceur y Dufrenne insisten con decisión en el carácter singular e ina-
lienable de cada existente: cada uno se enfi-enta a los demás existentes en un combate,
amoroso en la intención, pero que no por eso deja de ser lucha no exenta de violencia,
porque la comunicación no puede reducirse a comunión de existencias. Cada cual
combate por «su verdad», no por «una verdad universal que crearía una comunidad en
la que cada ser, lejos de afirmarse en su singularidad, tendría por misión la de identifi-
carse con los otros en una comunión que sería lo contrario de la comunicación»^.
La comunicación, pues, solicita la afirmación fijerte de quienes se comunican.
Se hace así posible que la intolerancia y el fanatismo sean permanente tentación,
abriéndose paso la violencia en virtud de la esencial categoría comunicativa del exis-
tente. Marcadas originalmente por el existencialismo, de tales ideas Ricceur partici-
pará en adelante, tanto en su interpretación de las comunidades cortas, como y sobre
todo en su visión posterior de la sociedad civil y del estado. En la propia esencia del
estado se alberga el germen mismo de la violencia, lo que solicita, precisamente, el
recurso a mecanismos reguladores de la comunicación, distintos y añadidos a los
derivados de las convicciones puramente éticas. Ricceur en nada participa del espiri-
tualismo comunitario o del anarquismo utópico, como tampoco del indiferentismo
del pensamiento débil, precisamente porque toda comunicación y convivencia se
producen entre seres que, si se proponen ser algo en común, deben serlo a partir de
la afirmación de la propia identidad.
La imposibilidad de la comunión o fusión de existencias, por otra parte, encuen-
tra sus límites en las categorías de «secreto» e «intimidad», por las cuales se hace
imposible el despojo total de sí mismo, de lo que cada uno es, reivindicando un esen-
cial egoísmo. Por eso, incluso si yo lo pretendo, «a cada instante mi esftierzo tropie-
za con la resistencia del amor-propio, del interés, de este yo avaro, celoso, desleal, que
no quiere comprometerse y, buscando siempre la confrontación y la prevalencia,
rompe este contrato de igualdad sobre el que se funda la comunicación»'*.
Tal es la condición del existente de «carne y hueso», con Unamuno, que, con rea-
lismo, nos obliga a asumir «este desgarro del ser» (Jaspers), por encima de su trascen-
dencia, que viene a poner de manifiesto la fragilidad de toda relación comunicativa y
el abismo de su perversión violenta al «perder pie» por esta ruptura interior del ser.

^ M. Dufrenne et P. Ricoeur, Karl Jaspers et la philosophie de l'existence, París, Seuil, 1947. El libro, escrito en
colaboración con M. Dufrenne, va prologado por el propio Jaspers, quien reconoce que en él se expone, no sólo <*mi
filosofía, sino la filosofía propia de los señores Dufrenne y Ricoeur» (p. 8).
' Ibid., p. 167.
" Ihid., p. 170.

354
Tal abismo contra-comunicativo se abre como la primera «situación-límite» del
«ser en situación», esto es, del existente, a la que no son ajenos ni el combate ni la
violencia: «[...] no salimos de la lucha: no eludimos su forma violenta si no es para
acceder a su forma amorosa. La violencia pertenece a la vida de los individuos y de
los grupos; tiene por apuesta el espacio, los bienes materiales, la autoridad, la gloria:
ella se oculta detrás de la igualdad, de la cultura, que se asienta sobre la explotación
de un pueblo, con frecuencia desconociéndolo sus beneficiarios, detrás de la caridad
y de la unión, que constituye siempre la fuerza de alguno o de algunos»'.
Afirmar que esto es esencial a nuestro modo de ser en el mundo, supone tomar
conciencia de que sólo somos capaces de compromisos «impuros entre lafiaerzay el
derecho»; compromisos trabajosamente alcanzados y cuyo mantenimiento y perma-
nencia no son tampoco posibles sin la fiíerza. Nadie, pues, está capacitado para decir
definitivamente «no» a la fiierza, por grande que sea su voluntad de paz y concordia.
La analítica existencial, guiada por Jaspers, se ve confirmada por la filosofía de
la voluntad. Ésta se revela, no sólo como apetito de lo concupiscible, sino como
enérgica capacidad de enfrentarse a lo difícil, a lo arduo ligado a lo irascible, en len-
guaje escolástico. Ricoeur hace radicar este impulso en la naturaleza misma de la vida.
Ésta se manifiesta, citando a Adler, por la serie de impulsos que éste llama Ichtriehe,
impulsos del yo, no reductibles a la libido freudiana. Impulsos del yo que en Nietz-
sche se asocian a la voluntad de afirmación, de autodeterminación y de poder que se
realizan como creación y contienda. Eso mismo es confirmado por la propia ciencia
biológica que nos presenta la vida como tendencia a lo difícil, a lo desinteresado, a
la sobreabundancia de potencia, hasta tal punto que toda vida pone en ejercicio un
impídso «de lucha no para vivir sino para vencer»^.
Se abre así el camino hacia una psicología del combate, concernida por el aspec-
to destructor y dominador de la voluntariedad que encuentra su última razón en la
vida misma que no puede ser sino enérgica reivindicación de supervivencia. Lo que
no supone, en absoluto, primar la guerra sobre la paz, sino reconocer que «la paz es
siempre una conquista ética sobre el querer-vivir violento; ella procede de la afirma-
ción de otros valores supra-vitales de justicia y de fraternidad. Por esto no puede
haber moral puramente biológica; porque la vida tiende a la efijsión y a la destruc-
ción con una sorprendente indistinción»^.
Es de la misma arqueología del sujeto de donde mana la vida como combate.
Siendo «arqueológica», la violencia no es atributo histórico-paleolítico al que la cul-
tura pueda hacer desaparecer. Sigue presente en el seno mismo del hombre morali-
zado y civilizado, del que vive en comunidad y en sociedad. No otra cosa había
dicho Rousseau, afirmando que el amor propio es el germen de la violencia que
arruinó la igualdad natural. Por eso la paz, para Ricoeur, es conquista premiosa y
cotidiana con las armas de otros valores no estrictamente vitales: valores morales,
civiles y jurídicos. Pero, no por redimible, deja de ser real la relación vida-violencia:
«El gusto por lo terrible, con su desprecio latente por el placer y por lo fácil, su

Ibid., pp. 188-189.


P. Ricoeur, Le volontaire et l'involontaire, París, Aubier, 1963, p- 113.
/¿¿¿, p. 113.

355
inquietante aceptación del sufrimiento, parece ser una de las primerísimas compo-
nentes del querer-vivir»*.
Gusto por lo terrible e impulso que se hace real como ansia de hazaña, como
ambición heroica de vencer frente al deseo de poseer; «voluntad quijotesca», dice
Ricoeur. Sin embargo, la cita no parece muy feliz porque Don Quijote se empeña en
la hazaña con una previa voluntad moral: la defensa del débil y del oprimido. Es un
luchador «por los espíritus», confirma Unamuno, porque la hazaña toma carne en la
voluntad desinteresada de vencer la violencia que sufren los que considera indefensos'.
En continuidad con la aproximación existencial y biológica a la raíz de la violen-
cia, Ricoeur confirma el mismo propósito, ahora con Freud, desde un punto de vista
psíquico. No se trata de pesimismo alguno, sino de dar cuenta de una historia que, día
a día hasta nuestro tiempo, va confirmando la no falsedad del «homo homini lupus».
El inconsciente, tan natural como eficaz, es impulso a satisfacer la necesidad de agre-
sión, de explotación y de utilización —sexual, social, económica...— del prójimo. Es
indudable esta «hostilidad primordial del hombre respecto al hombre»'". Seamos más
o menosfi^eudianos,lo cierto es que la historia confirma a Freud. Pero, para Ricoeur,
no es ésta una interpretación que haga justicia a Freud por completo. Y lo que acaba-
mos de decir reclama su contrapartida dialéctica. No se trata de negar el carácter taná-
tico del inconsciente, sino de atender también al concepto de «sublimación», reinter-
pretando su sentido a partir del mundo de la cultura, en donde la vida prevalece contra
la muerte y la violencia interior se sobrepone a la violencia exteriorizada.
Atendiendo a los tres hitos jalonados por la filosofía de la existencia, el vitalis-
mo y el freudismo, Ricoeur esboza una arqueología de la violencia no reductible a los
circuitos psicológicos del estímulo/respuesta ni deducible de consideraciones histó-
ricas o experimentales. Ella es antes y con independencia de los comportamientos y
de la propia experiencia. Un real y violento «a priori», preempírico en cuanto cons-
titutivo del ser mismo del yo, hace imposible omitir «lo irascible, el gusto por el obs-
táculo, la voluntad de expansión, de combate y de dominación, los instintos de
muerte y sobre todo esta capacidad de destrucción, ese apetito de catástrofe que es
la contrapartida de todas las disciplinas que convierten el edificio psíquico del hom-
bre en un equilibrio inestable y siempre amenazado»^ K
Ahora bien, como todo «a priori», este principio preempírico afincado en lo irasci-
ble debe tomar tierra en la experiencia. Por eso no es, de modo automático, generador
de violencia real. Debe ser ejercido, praaicado y encarnado para que la violencia apa-
rezca. Eso quiere decir que, aun siendo connatural, no es necesariamente esencial. En
una consideración puramente eidética, el hombre puede ser pensado como esencial-
mente no violento. Pero, de hecho, lo encontramos históricamente siempre vinculado a

« I¿>U,p. 114.
' CfM. Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, Madrid, Espasa-Calpe, 1881, 17." ed.
'" P. Ricoeur, De t'interprétation, essai sur Freud, op. cit„ p. 299; trad. cast.: p. 263. En estas páginas interpreta
la «pulsión de muerte» siguiendo El malestar en la cultura, entre otras obras de Freud, para reconocer con él que, si
bien «el fin de toda vida es la muerte» {Más allá del principio del placer), lo cieno es que tai afirmación debe ser
enfi"entada, dialécticamente, con la no menos legítima interpretación de Freud según la cual la vida y la cultura son
permanente lucha contra la muerte. Si recordamos aquí a Hegel, la cultura como espíritu o permanente impulso que
todo ser natural ejerce como antídoto contra el «anquiíosamiento y la muerte».
" P. Ricoeur, Histoire et venté, París, Seuil, 1955 (3.' ed.), p. 237. Trad. cast.: Historia y verdad Madrid,
Encuentro, 1990, p. 209.

356
la violencia. Ésta es histórica, pero lo es desde el principio. Se establece así una analogía
necesaria entre violencia y mal: el hombre, para Ricoeur, es pensable como inocente,
pero su propia naturaleza es el origen, la ocasión y el lugar por donde el mal entra en el
mundo. Eso quiere decir que el hombre tanto lo comete cuanto lo padece. Es esta la
paradoja con la que nos enfrenta Kant después de Rousseau: concebible como esencial-
mente bueno, al hombre no lo encontramos más que históricamente depravado.
Siguiendo esta analogía, Ricoeur insistirá en que inocencia y culpa deben ser
pensadas como cara y cruz de la misma moneda ya que la voluntad malvada lleva
implícita la posibilidad de su superación. El mal no es destino irremediable, lo que
abre el camino a su remisión y a su reasunción en el orden de la regeneración y del
perdón'^. El lenguaje simbólico es aquí elocuente, sin que sea necesario recurso algu-
no a motivaciones teológicas. Del mismo modo, violencia y no violencia deben ser
retomadas conjuntamente por la reflexión, y lo que venimos llamando principio vio-
lento no puede ser desvinculado del empeño reflexivo para la reducción e incluso eli-
minación de la violencia. Esto nos remite al ámbito del discurso, como veremos.
Pero antes, saliendo de lo vital y psíquico, no es posible eludir otra violencia igual-
mente ineludible: la connatural a la propia vida política.

II. VIOLENCIA Y POLÍTICA


La relación violencia-política pasa por la previa determinación de la especifici-
dad de lo político, antes de atender a la oposición Estado-Ciudadano. Ricoeur rein-
cide en la permanente y bien conocida convicción que se mueve entre Aristóteles y
Rousseau: el hombre no alcanza su humanidad sino en su desarrollo como ciudada-
no, esto es, en la vida que tiene como ámbito y horizonte el de una «universalidad»
vertebrada por exigencias que no son las del individuo aislado. Si eso mismo había
reconocido Aristóteles en relación con el sentido teleológico de la naturaleza huma-
na, Rousseau, en El contrato social, reitera las mismas certezas, si bien a partir de la
historia de la convivencia que, para hacerse posible, requiere que la voluntad de cada
uno sea enajenada en favor de la voluntad general, objetivada como Estado. De este
modo, cada uno ve salvaguardada su libertad, sus bienes y su vida en virtud de la ins-
titución y de la ley que todos y cada uno acatan como propia.
Con Aristóteles y Rousseau, Hegel es un permanente invitado en esta contien-
da, ya que para él es en la Sittlichkeit, en el mundo de la eticidad o de las institucio-
nes familiares, jurídicas, políticas, estatales, etc., en donde se hace posible la realiza-
ción de la libertad no alienada, a lo que sirve de garantía lo jurídico, asimilado a lo
espiritual, según sus propias palabras: «El ámbito del derecho es lo espiritual, que es
libre de tal modo que la libertad constituye su substancia y determinación, y el sis-
tema del derecho es el reino de la libertad realizada, el mundo del espíritu produci-
do de él mismo como una segunda naturaleza»'^.

' ' Temática aquí sólo apuntada, que constituye el núcleo teiterado de vatios ttabajos de los que el más signifi-
cativo es la obta Finitudy culpahilidai. I. L'homme faillthle, II. La symholique du mal París, Aubier, 1960. La tra-
ducción castellana recoge los dos tomos en un solo volumen: Finitud y culpabilidad, Madrid, Taurus, 1969.
'^ G. W. E Hegel, Fundamentos di la filosofía del derecho, Madrid, Libertarias, 1993, § 4, p. 96. Estas ideas de
Hegel rondan toda la filosofía política de Ricoeur Explícitamente véase «La filosofía y la política ante la cuestión de
la libettad», en Libertad y orden social Madrid, Guadiana, 1970.

357
Abriéndose camino entre Aristóteles, Rousseau y Hegel, Ricceur es claro: todas
las recriminaciones al estado, todas las críticas a su carácter opresor, a la despersona-
lización y anonimato en él frecuentes..., todo eso adquiere sentido dentro y no fuera
del reconocimiento de su necesidad. De sus primeras a sus últimas obras (Soi-méme
comme un autre, Le justé}, las instituciones políticas -civiles, aconfesionales, religio-
sas, etc.- aparecen como mediaciones necesarias para el desarrollo de una libertad
realmente humana, precisamente porque la experiencia antropológica original no es
la del yo o el tú, sino la del nosotros. Por eso mismo es impensable cualquier bande-
ría moral o el utópico anarquismo, ajeno a fines, bienes y formas concretas de con-
vivencia, más o menos institucionalmente establecidas.
Pero la aceptación de su necesidad, no puede ocultar la paradoja que el estado
lleva en su seno, ya que su propia naturaleza condensa no pocas violencias: la de su
origen, generalmente derivado de la fuerza, la impuesta por exigencias del orden, la
del propio derecho penal... Por eso, «lo que una fisiología de la violencia no puede
olvidar es que el Estado es el foco de una concentración y de una transmutación de
la violencia [...]. Lo que está en juego en lo político, en sentido propio, es el poder;
efectivamente, en el plano del Estado se trata de saber quién es el que manda, quién
está subordinado, en una palabra, quién tiene la soberanía, en beneficio de quiénes,
dentro de qué límites, etc.»'^.
No se trata, como se ve, de ima consideración formal de la realidad política,
puesto que ésta no es concebible sin su encarnación histórica. Es entonces cuando,
además de afirmar su racionalidad, debe ser reconocido el «origen pasional del Esta-
do» que, como realidad histórica, perdura como autocracia residual, en cuanto que,
solicitado para hacer posible la limitación y el control de la violencia natural indivi-
dualista, no alcanza su fin sólo por medios racionales y pacíficos, sino y en buena
medida a través de los componentes violentos consubstanciales a toda empresa de
control. Ello implica una esencial paradoja de todo Estado, al no poder prescindir de
aquello que pretende erradicar. Del derecho penal al extremo de la guerra, pasando
por infinitas situaciones de fuerza a las que se ve obligado el estado, todos estos
hechos parecen justificar las anteriores afirmaciones.
Pero la condición paradójica del Estado queda más al descubierto si se atiende
a las múltiples variantes pasionales que pueden engendrase a partir de su propia legi-
timidad: él puede ser arbitrario, violento, tiránico, deshumanizador, verdugo de sus
propios ciudadanos, con no poca frecuencia movilizados hasta la muerte invocando
la razón de estado. No es, por eso, ningún desacierto decir que es «poder susceptible
de convertirse en insensato». Las cosas no parecen de otro modo si nos apartamos del
formalismo político, como hace Ricceur respecto a Eric Weil", quien, por otra parte,
le ha servido siempre de sugerencia y magisterio. Pero el formalismo es engañoso
porque el Estado sólo pensado no es histórico, su contenido es inherente a relacio-
nes de fuerza: fuerza interior de la libertad que debe realizarse a sí misma en relación
con la norma; fuerza exterior de la ley, a la que es ineludible su carácter de límite.

'•* P. Ricoeur, «El hombre no violento y su presencia en la historia», en Histoire et vérité, op. cit., pp. 238-239;
trad. cast.: p. 210.
'^ E. Weil, Philosophiepolirique, París, Vrin, 1956.

358
Abandonado el punto de vista formal, es entonces cuando se desvela el verda-
dero rostro de todos los factores de la vida comunitaria y queda al descubierto su
alcance: lo que importa y tiene significación no es ya lo político, sino la política; no
los hitos históricos, sino los acontecimientos. A su vez, el problema no es la sobera-
nía sino el soberano, no el Estado sino el gobierno. En fin, la ftierza impulsora de
comunidades y pueblos cae más de parte del Poder que de la Razón histórica'^.
De este modo, la esencia política del hombre debe conjugarse, no con la ideali-
dad de la autoridad, sino con la realidad del poder que no gobierna sin coacción,
incluso cuando lo hace dentro de los límites legales. Tanto el concepto mismo de
«estado de derecho» como el de «límites constitucionales» delatan la componente
violenta del estado en cuanto que su propia estructura solicita la tutela constitucio-
nal como frontera y cauce del propio poder. Es mérito de Maquiavelo haber puesto
de manifiesto la relación entre política y violencia. La acción política se vertebra por
una lógica de medios y técnicas para adquirir y conservar el poder. Lo cual trae a pri-
mer plano la importancia de las ideas, de las clases, de los intereses, etc. dominantes
y movilizadores de fiierzas. No cabe duda: la sociedad política se mueve entre la esfe-
ra ideal de las relaciones de derecho y una esfera real de relaciones comunitarias,
inviables sin un gobierno, sin poder, en fin, sin policía y sin violencia.
Con Max Weber, Ricoeur reitera que la fuerza pertenece a la definición del Esta-
do de derecho, único detentor de la legítima facultad de coacción'^. No se trata,
pues, de que la violencia siga siendo la tentación mayor de los gobiernos, sino de la
exigencia de pensar juntos el Estado como límite de la violencia y la violencia que él
mismo implica. Eso obliga a no disociar la reflexión política de la reflexión sobre el
mal. Aparecerán entonces dos certezas. La primera pondrá en evidencia que violen-
cia y razón son «radicales» y coinciden en la definición del estado, a lo que se mues-
tra contraria la filosofía política. La segunda dejará al descubierto que la política
encuentra su pleno sentido en el empeño de reducir la violencia y regenerar la his-
toria, del mismo modo que el mal lleva en sí mismo implícita la conciencia de su
remisión. En este sentido, «la política es [...] una empresa de culpabilidad calculada,
de reducción de la violencia, que se mantiene más acá de la regeneración radical y
conserva solamente al género humano»'*.
De este modo, el empeño político encaminado a la reducción de la violencia es
la contrapartida del origen pasional y de la autocracia residual del estado. Lo que sig-
nifica también que no es automático el paso a la situación de no violencia, ni está
prescrito el tránsito a la paz perpetua. En esa tarea radica la legitimación que histó-
ricamente debe darse a sí mismo el estado para reconocerse como estado de derecho.
En este sentido, su violencia legal no podrá tener más propósito que el de ser condi-
ción de posibilidad para acrecentar la paz y, con ella, los beneficios de la libertad.
Pero la violencia es también connatural a otro ámbito, no menos significativo
que el estrictamente político: el de las convicciones culturales, religiosas y simbólicas
en general.

"• R Ricoeur, Histoire et vérité, op. cit., p. 268; trad. case: p. 236.
" P. Ricoeur, Du texte a iaction, París, Seuil, 1986. Comentario que Ricoeur evoca con frecuencia en relación
con las tesis mis formalistas de Eric Weil y las más comunitaristas de Hannah Arendt. Cf igualmente, «Pouvoir et
violence», en Lectures 1, París, Seuil, 1991, pp. 20-42.
" P Ricoeur, Lectures 1, op. cit., p. 114.

359
III. LA VIOLENCIA EN LAS CULTURAS

Recurrimos al concepto de «cultura» en su sentido amplio, asimilado, en buena


medida, al de «civilización». Sin embargo, también para Ricoeur este término abarca
toda la gama de realidades tradicionales que tienen que ver con las instituciones, los
instrumentos técnico-económicos y las formas de vida de un grupo amplio de per-
sonas o pueblos. «Cultura», en proximidad al alemán Kultur, se aplica más específi-
camente a los valores propios de una comunidad. Lo que diremos a continuación
puede ser referido a ambos significados.
No hay duda: una civilización planetaria tiende a generalizarse, no sólo en el
orden de los instrumentos, sino incluso en el de los valores. A pesar de eso, cada
grupo humano, cada pueblo, sigue siendo fiel a determinadas maneras de interpre-
tar su modo de estar en el mundo, impulsado por motivaciones peculiares, más o
menos conscientes. Se originan así modos de vida, vinculaciones con la naturaleza,
formas familiares, festivas, etc. muy específicas, que conducen hasta valores básicos
y símbolos fundamentales muy diferenciados que caracterizan a pueblos y lugares.
Visto el problema históricamente, es claro que el tiempo, el espacio, la sociedad, etc.
no eran igualmente entendidos en Grecia, en la Edad Media o en nuestros días. Sea
en una visión sincrónica o diacrónica, no es posible afirmar la unidad del éthos
humano: «la humanidad no está constituida por un solo estilo de cultura, sino que
ha 'tomado' su estilo en figuras históricas coherentes y cerradas: las culturas. La con-
dición humana es tal que no es posible desplazarse fiíera de ella»''.
La heterogeneidad cultural es el envoltorio del núcleo creador de los pueblos:
sus símbolos básicos. Pero, de forma más evidente, se manifiesta en la diversidad de
lenguas. Símbolos básicos y lengua son, de este modo, el santo y seña de las cultu-
ras. Si los primeros son intransferibles, de la segunda podemos hacer traducciones.
Pero, si es penosa toda traducción, lo es mucho más la comunicación en el terreno
de las instituciones y los valores. La dificultad es visible entre nosotros, si atendemos
al que llamaré «efecto antiilustrado», común en la España actual. «Antiilustrado»
porque si la Ilustración se propuso primar lo histórico -entendido como lo técnica y
socialmente progresista—, frente a lo tradicional -costumbres populares y religión—,
hoy tendemos a minimizar la historia a la que han concurrido los empeños diversos
para elevar a primer plano las tradiciones peculiares de unos y otros. De este modo,
la espontaneidad cidtural originada en la convivencia, y por eso mismo el valor
popular más respetable, se eleva a ctiterio «progresista» frente a proyectos históricos
que requieran el concurso de otras tradiciones.
La exaltación del «espíritu popular», entendido como cultura y no irracional-
mente invocado, parece que debiera generar comunicación con aquellos que, por ser
culturalmente diferentes, se hacen acreedores a igual respeto que cada cual solicita
para su propia cultura. Sin embargo, en tal espíritu, no menos que en el religioso, se
afincan y de él se alimentan actitudes hostiles y violentas, justificadas por la fuerza
de las convicciones peculiares.

" V. Ricoeur, Histoire et vérité, op. cit.. p. 296; trad. cast.: p. 260. Igualmente Lectura 1, op. rít., pp. 239-255.

360
Toda convicción alberga en su seno un principio de fuerza, la de la propia adhe-
sión a sus valores específicos, que no facilita la comunicación. Aparece así la tenta-
ción de la violencia, tanto más perversa cuanto larvada bajo la túnica de la fidelidad
a lo ancestral y popular. Tampoco en este caso tiene cabida formalismo alguno: la
tolerancia postulada y procurada debe pasar por reconocer el principio violento que
se alberga en las convicciones fuertes. Por eso una cierta paradoja acecha también
aquí: la de proclamar la comprensión universal y practicar la intransigencia.
Soporte de la convicción cultural es el lenguaje, animado por los fervores que
invocan «lo más sagrado», el espíritu del pueblo, como el más eficaz de los instru-
mentos para la salvaguarda de las propias convicciones, precisamente cuando éstas
entran en relación con otras diferentes. Y cuanto mayor es la diferencia, más fiíerte
la violencia para movilizarse. Es ésta la razón de que una generalizada sofística tien-
da a legitimar el espíritu culturalmente conservador, incluso cuando la cultura es sólo
máscara de la tentación usurpadora. Una retórica perversa es el primer paso que,
como hoy tenemos por demostrado, da uno segundo y definitivo con la invocación
de la violencia, más o menos explícita, contra lo diferente.
Concluyendo estas aproximaciones, la reflexión de Ricceur sobre la violencia,
diversificada por sus objetos, se enmarca en continuidad de una antropología dise-
ñada en la Filosofía de la voluntad, y que lleva la marca del realismo fenomenológico
existencial: si, por una parte, el yo se reconoce en las cosas mismas, por otra, es en
su mismo seno donde aparecen sus propias patologías. Entre ellas la de la violencia.
Debemos, en consecuencia, reconocer que «el conflicto aparece como originariamen-
te constitutivo del hombre; el objeto es síntesis, el yo es conflicto. [...] Todos los con-
flictos externos no podrían ser interiorizados si un conflicto latente de nosotros con
nosotros mismos no los precediese [...], si nosotros no fuésemos ya esta despropor-
ción de bios y de lógos, cuya original discordia sufre nuestro 'corazón'»'^".
No puede ser pasada por alto esta invocación al realismo, por una parte psíqui-
co y por otra histórico, porque es bien cierto que «lo terrible de la psique» se pro-
longa en «lo terrible de la historia». Ayuntamiento que, sin pesimismo, acompaña a
toda voluntad de comunicación. No podemos engañarnos ni engañar: siempre y en
todo caso la violencia puede aflorar porque ella habita nuestro interior y nos englo-
ba desde el exterior. Y, siguiendo su propia lógica, toda violencia busca suprimir al
otro, la muerte del otro. Éste es el siste viator que, si distingue violencias menores o
mayores, debe ser consciente de que no hay ninguna que no conduzca al asesinato.
Una vez iniciado su proceso exterior, por leve que sea su marcha, la violencia inte-
rior impondrá un determinismo que no acabará sino en la destrucción. De ahí el
valor de la educación, de la formación..., que no pasen por alto que la violencia exis-
te como realidad antropológica e histórica primitiva. Pero antropología e historia
quedan como cometidos encomendados a la capacidad humana para procurar la paz.
Confluimos con ello en nuestro último punto.

^'' P. Ricocur, L'homme faillihU, op. cic, p. 148 (erad, cast.: Finitudy culpabilidad, op. cit., p. 148). El término
«corazón» quiere expresar ia parte afectiva y sentimental que en las páginas anteriores del libro se había analizado.
La conclusión de esta obra es la de ofrecer un concepto comprensivo (no explicativo) del hombre como desigual con-
sigo mismo, habitado por la desproporción de sí a sí mismo. Él es «mediador de la realidad fuera de sí misma, media-
ción fiígil para sí mismo» (p. 156. Trad. cast.: p. 156), «síntesis frágil del hombre como el dtvenir de una oposición.
la oposición de la afirmación originaria y de la diferencia existencial» (p. 157. Trad. cast.: p. 157).

361
IV. PRINCIPIOS DE LA ACCIÓN N O VIOLENTA

La sutileza de las formas de violencia no es recapitulable, haciendo con ello invá-


lida cualquier tentativa moralizante. Evitando la simplificación y el moralismo,
Ricceur se sitúa en lo que puede llamarse «exigencias de la acción sensata»: «acción»
porque la violencia no puede ser afrontada desde el formalismo político o a partir de
meras convicciones, sino por medio de prácticas específicas y concretas; «sensata»
porque la violencia tiene como su otro, como su contrario, el sentido, esto es, una
interpretación del hombre y de la historia vertebrados por el despliegue de una lógi-
ca de la libenad. Lo cual no supone la contradicción de afirmar que la libertad sea la
realización de la necesidad -natural, psíquica, social, etc.-, sino reconocer que la
acción humana presume el desarrollo de una racionalidad vivificadora y no su irra-
cional destrucción. Si el hombre no es lobo para sí mismo, esto quiere decir que tam-
poco puede serlo para los demás. Es este el sentido que se opone como contraparti-
da a los diversos principios violentos.
Retomando ideas permanentes de Ricceur nos aproximaremos a ámbitos en los
que se despliega el sentido de la «acción sensata» como lo «otro» de la violencia.

1. La conciencia ética como «estima de sí»

Fiel a sus pretensiones ontológicas, que evocamos en la primera página, Ricceur


no se propone una «teoría de las virtudes» o la formulación de una filosofía moral,
si bien toda su filosofía tiene trasfondo ético. Pero ético no puede confundirse con
moralismo. La filosofía, en efecto, es ética, como para Spinoza, en cuanto conduce
de la alienación a la libertad a través de la reasunción del yo por sí mismo, en un
esfuerzo por ser, por existir y por identificarse con el fiíndamento de sus propios
actos, en un movimiento próximo a lo que Fichte llama «juicio tético»^'. Es éste un
acto de reapropiación porque en la afirmación originaria «yo soy» se desvela la «falta
de ser», la negatividad que radica en la misma afirmación originaria.
Estas ideas, que guardan relación con el existencialismo fenomenológico de
Ricceur, sugieren una primera concreción, importante para nuestro propósito: la de
interpretar la ética en sentido más ilustrado que puritano. La conciencia ética, en su
origen más primitivo, no se refiere tanto a una norma que manda o prohibe, cuan-
to a la intencionalidad de afirmarse como proyecto que debe ser realizado con pleno
dominio de sí. No se caracteriza, pues, por el «no hagas esto y haz lo otro», sino por
el «puedes ser de otro modo, ser más, ser mejor». La «filautía» aristotélica {Etica a
Nicómaco, DC, 1168 b 8) se retoma, en consecuencia, no en sentido egoísta, sino
como solicitud de «elección reflexiva y razonada» {proaíresis meta lógou) por la cual
el hombre se hace cargo de sí mismo como autoproyecto, irrealizable sin contar con
la irracionalidad de lo irascible, pero factible afrontando el principio subjetivo vio-
lento por medio de la reflexión.
En consecuencia, la conciencia ética es responsable, en primer lugar, ante sí
misma. En igual sentido podría interpretarse el inicio de Ser y tiempo, en donde al

" P. Ricocur, De l'interprétaríon. essai sur Fmul, op. di., p. 53- Trad. cast.: p. 43; Le conflit des interprétatiom,
París, Seuil, 1969, pp. 325, 336.

362
Dasein se le asigna el cometido de su propia existencia y de responder ante sí mismo,
porque no es un mero poder ser, sino también un deber ser. En esta orientación ética,
la intencionalidad moral se interpreta como la realización efectiva e histórica de la
libertad, entendida, no como tendencia, sino como tarea que coincide con la de
hacerse el hombre a sí mismo por medio de obras y realizaciones concretas. Hegel
quiere expresar eso mismo cuando insiste en que el derecho es el mundo de la liber-
tad hecha realidad {Fundamentos de lafilosofíadel derecho, § 4). Aquí «derecho» sig-
nifica lo mismo que «eticidad» y Hegel lo usa para expresar el contenido histórico de
la moralidad, reaccionando, a su vez, contra la tradición kantiana que había visto en
la moral un ideal «a priori» sin contenido histórico. Para Hegel, como es bien sabi-
do, derecho significa el conjunto de obras, de instituciones, de actividades y prácti-
cas comunitarias por las que la libertad se va haciendo real. Lo cual, por ser com-
partido, es indisociable del derecho como ordenamiento jurídico.
La toma de conciencia de que el yo es una tarea encomendada a sí mismo le
convoca a superar el principio violento y destructor, como condición para su propia
realización. La lógica violenta conduciría, en efecto, a la sucesiva eliminación de opo-
nentes. La propia racionalidad en primer lugar. Y no cabe duda que algo similar pare-
ce decir la historia. Pero la conciencia ética sale al paso para advertir que eso supo-
ne, con la autodestrucción, un reconocimiento de la inhumanidad. De ahí que
también la historia va siendo testigo de la toma de conciencia de la indignidad de la
violencia. Un permanente «no hay derecho», «esto no es justo» se sucede en todos los
tiempos reivindicando la dignidad de los oprimidos y trayendo a primer plano la
indignidad de los opresores. Pero, no cabe duda, la conciencia antiviolenta no puede
eximirse del reconocimiento de lo violento. Por eso «la primera condición que debe
cumplir una doctrina auténtica de la no violencia es haber atravesado en toda su den-
sidad el mundo de la violencia; [...] hay que haber practicado hasta el fondo esta
toma de conciencia de la violencia por la que se exhibe su trágica grandeza [...]. Sólo
entonces, a costa de esta veracidad, se plantea la cuestión de saber si la reflexión reve-
la \xn plus, algo mdsgrande que la historia [...], reconociéndose como perteneciente a
un 'orden distinto del de la violencia que hace la historia»^^.
«Orden distinto» que la reflexión revela: es la «estima de sí» como condición de
posibilidad de la «estima del otro». A la postre, no se ve por dónde la violencia pueda
perder toda justificación si no es en el reconocimiento de la identidad de los seres
humanos. Lo que nos conduce a la permanente solicitud del reconocimiento de la
alteridad por encima de las diferencias. El reconocimiento del otro como un «sí
mismo» que, hoy por hoy, es más el ideal de una conquista que el logro de una pose-
sión. En este asunto, Ricoeur no deja de tomar sus distancias respecto a las tesis de
Lévinas. Para nuestro filósofo, el reconocimiento del otro debe obedecer al principio
de la reciprocidad, de inspiración fenomenológica, más que al de la alteridad, como
quiere Lévinas. De este modo, la obligación del respeto radica en la propia iniciati-
va de los sujetos de la relación, con la marcada insistencia en el «yo puedo», «yo
debo» de cada uno,fi-enteal «heme aquí» de Lévinas. Lo que en situaciones reales de
fiiertes desigualdades, impone al fuerte obligaciones más ftiertes.

P. Ricoeur, Histoire et véñté, op. cit., p. 236; trad. cast.: p. 208.

363
Hegel es también aquí la buena referencia, al insistir en que el mundo de la
Sittlichkeit, el de la libertad realizada por y en las instituciones, sólo es realizable por
el reconocimiento {Wiedererkenneri). Desde la Fenomenología del Espíritu, el reconoci-
miento es punto de partida de la reflexión ética y, por tanto, piedra de toque de la
relación no violenta. En la dialéctica del señor y del esclavo, la intencionalidad ética
se vincula a la génesis del reconocimiento, precisamente a partir de situaciones con-
flictivas. Aceptar que la ética consista en hacer posibles otras situaciones que las del
señor y el esclavo, en esencia desiguales, conduciéndolas hacia el reconocimiento,
además de distanciarse de la ética kantiana en la que el deber aparece desvinculado
de situaciones concretas, implica todo un proyecto moral y político que supone, por
sí mismo, la posibilidad de superar la violencia. Esta, por el contrario, persistirá
como esencial a toda situación en la que la alteridad no sea reconocida, precisamen-
te respetando las diferencias.
Si bien el reconocimiento hegeliano nos aproxima a un ética más cargada de his-
toria, no por eso la exigencia kantiana del respeto deja de ser, por reiterado que esto
parezca, el imperativo más radical frente a la violencia. A la postre, tratar a los demás
como fines en sí mismos, tiene siempre sentido y eficacia, incluso cuando se deben
afrontar relaciones conflictivas. Si cada uno toma a los demás como fines en sí mis-
mos, el otro y los otros no serán nunca enemigos a abatir, sino sólo contradictores u
opositores a respetar, por encima de los conflictos. Lo que nos conduce a una segun-
da consideración.

2. Violencia y discurso

Más que atender de inmediato al «lenguaje de la violencia», la reflexión debe


proceder a partir de la afirmación de la oposición entre discurso y violencia. Esto sig-
nifica que donde hay violencia no hay discurso, y viceversa. El discurso, en efecto,
supone, por sí mismo, el reconocimiento de la diversidad y de la jerarquía de len-
guajes, respetando en cada uno su fiínción y su valor. O, en otros términos, implica
la comunicación de las razones sin elevar ninguna a lógos universal de un lenguaje
igualmente tínico. En esto consiste la voluntad de sentido, por sí misma contraria a
la univocidad que, por única, no puede sino llevar aneja la violencia.
Pero el discurso no es asimilable, sin más, al lenguaje por coherente que éste
parezca. Reclamándose implícitamente de la confiísión entre ambos, toda violencia
se procura un lenguaje. La tiranía recurre a términos ideológicos, la revolución a la
palabra vehemente de sus líderes; el terrorista y el opresor ejercen la seducción y la
persuasión. Con más sutilezas, la violencia intelectual busca su legitimación a través
de constructos ideológicos sofísticos para hacer pasar esta o aquella manera de ver las
cosas como la única verdadera. Tentación de la que no están exentas, sino todo lo
contrario, las filosofi'as cuando, por una interpretación dogmática de su historia,
alguna reivindica, a través de sus escolasticismos, la exclusividad en el dominio de la
verdad. Con ello la filosofía como discurso se pervierte en ideología excluyente, que
prescinde de la verdad y sólo atiende a la coherencia de los enunciados. Para la filo-
sofía, sin embargo, la coherencia no es disociable de la intención de verdad. Por eso,
«el discurso verdadero coherente» es, precisamente, el que nadie ha pronunciado o
detenta en exclusiva, precisamente porque a su definición pertenece lo plural y diver-

364
so y, por tanto, los discursos de los otros. De ahí la oposición entre el individualis-
mo de la violencia y la comunicabilidad del discurso.
Con lo que acabamos de decir, se apuntan algunas convicciones permanentes de
Ricoeur que remiten a la práctica y sugieren líneas de acción.
En primer lugar, la no violencia debe pasar por la toma de conciencia de que no
es la paz sino la guerra y la violencia el motor de la historia. La paz es sólo el fin pre-
tendido por la acción individual y por la actividad política. Si ellas buscan alguna efi-
cacia, no podrán entender como adquirido lo que es sólo procurado. Por eso el ene-
migo de la violencia debe reconocerse inserto en la misma historia violenta que
pretende superar, participando en el sucederse cotidiano de la violencia y afi-ontán-
dola con técnicas de carácter activo, esto es, con acciones concretas pacíficas y paci-
ficadoras, enfi-entadas a la acción directa violenta.
En segundo lugar, el lenguaje y la razón no pueden ser sometidos a las exigen-
cias de una concepción sólo calculadora y dominadora de la naturaleza, de la histo-
ria y de la cultura. A la postre, todo reduccionismo del sentido -sea el de la razón al
entendimiento o el del lenguaje a su estructura- se convierte en aliado de la violen-
cia^^. En un contexto, como en gran medida es el que vivimos, en el que se ha redu-
cido todo sentido a proyectos de dominio, por terrible que parezca, se comprenden
aunque no se justifiquen, la violencia y el crimen como medio de dominio. Si polí-
tica, profesión, lenguaje, cultura... van encaminados sólo al dominio, incluso «el cri-
men puro», el matar por matar, se abre paso como expresión perversa, pero no inde-
pendiente, de la voluntad pura de dominación.
En tercer lugar, ya en el plano de las opiniones intelectuales y culturales, para
Ricceur la razón -antes de Habermas- se manifiesta a través de la pluralidad de los
modos de pensar. Y, del mismo modo que la unidad del hablar humano no adquie-
re sentido sino en la diversidad lingüística, la razón se manifiesta precisamente en su
pluralismo. Es esto lo que llamábamos discurso, sea hablado sea pensado; discurso
que rememora el concepto de symploké como género del alma, tan bellamente
expuesto en el Sofista platónico. De ahí, por un parte, la exigencia de la comunica-
ción como condición del conocimiento verdadero. Por lo que a las filosofías con-
cierne, debe afirmarse que todas las filosofías están en la verdad, en cuanto que todas
buscan la verdad. Lo que, por otra parte, trae a primer plano la solicitud de una her-
menéutica amplia que haga comprensible la heterogeneidad y sea capaz de conjugar
los diversos estilos de interpretar el lenguaje, mejor, los lenguajes. La filosofía, con
mayor responsabilidad, no puede hoy ser ajena al empeño de contribuir a la consti-
tución de discursos, antropológica y culturalmente coherentes, a partir precisamen-
te de la diversidad de sus formulaciones.
Se pueden ahora deducir ciertos corolarios prácticos, que enunciaremos con las
palabras expresivas de Ricceur.
a. Evitando entenderlo sólo como enunciado formal, adquiere categoría de
principio práctico el enunciado siguiente: «El discurso y la violencia son los contra-
rios más fundamentales de la experiencia humana. Testificado sin cesar es la única

P Ricceur, Lectures 1, op. cit., p. 138.

365
condición para reconocer la violencia allí donde se encuentre y recurrir a la violen-
cia cuando es necesario»^'*.
El discurso, pues, es el patrón de referencia para situar en su lugar la legitimi-
dad y la no legitimidad de la violencia. Siempre y en todo caso, ella es lo contrario,
lo otro, lo irreductible a discurso y, por eso, aquello de lo que no será nunca posible
la apología o el disfraz. La violencia será siempre violencia y, en consecuencia, como
opuesto, negación del discurso.
b. A partir de lo dicho se esboza un segundo corolario: «El recurso a la violencia
debe entenderse siempre como culpabilidad limitada, como falta calculada; el que
llama crimen al crimen, está ya en el recto camino del sentido y de la regeneración»^^.
Corolario que bien podría vincularse a la doble invitación fenomenoíógica
de «ir a las cosas mismas» y «prescindir de la teoría». Precepto husserliano aplicable
de modo eminente a la violencia: el asesinato, la violación, la tortura, la vejación de
cualquier tipo... antes que enjuiciables en relación con circunstancias o teorías (polí-
ticas, culturales, sociales, coyunturales, etc.) son hechos no discutibles, evidentes por
su propia materialidad. Por esto mismo, manifestaciones extremas de violencia,
como el asesinato o la tortura, no pueden ser confrontadas con teorías, ideas, creen-
cias o prejuicios... prescindiendo de lo que son como hechos. Antes que consecuen-
cia de algo, el crimen es crimen.
c. Un tercer corolario adquiere, en consecuencia, carácter de imperativo: «'No
matarás' es siempre verdad». Del mismo modo, negar legitimidad a la violencia es
siempre legítimo, también cuando no sea posible la no violencia. Por esta razón,
incluso en el límite extremo de la guerra, no debe sei cometido «ningún acto que haga
imposible la paz»^^. Lo que implica, no sólo convicciones, sino responsabilidades: las
de actuar siempre en dirección del discurso, incluso cuando se pueda hablar de vio-
lencia legítima.
d. No es posible pasar por alto que una de las formas más «tenaces de las formas
de la violencia» es la venganza o pretensión del individuo de tomarse la justicia por
su mano. Forma sutil, porque es ejercida invocando razones y presentándose como
análoga a la justicia, cuando es su simulación. Con todos los reparos que el antiesta-
tismo pueda sensatamente alegar, el estado civil y de derecho encuentra la razón más
poderosa de su existencia precisamente en la capacidad de sustraer a los individuos
«el poder de hacerse justicia entre sí [a través del] acto por el cual el poder público
confisca en su favor este poder de pronunciar y de aplicar el derecho»^''.
El estado es el único detentor de la violencia y de la fuerza, siguiendo a Max
Weber. Lo que, por una parte, socializa o «legaliza» la venganza; por otra, no puede
impedir que al trasluz del poder (penal) estatal, se perciban sus trazas. Lo que, con
toda una filosofía política, introduce la exigencia de la absoluta independencia de la
institución judicial, con la solicitud del razonamiento y reconocimiento de las sen-
tencias. Y no con menor apremio aparece la necesidad de una auténtica «educación
en la equidad» de la sociedad civil, encaminada a disciplinar el deseo vindicativo.

^^ liU, p. 139.

^^ P. Ricoeur, Le juste, París, Esprit, 1993, p. 190.

366
e. Por último, los principios de la justicia no son suficientes para hacer firente a
la violencia que se deriva de la adhesión a las convicciones (culturales, religiosas, ideo-
lógicas). Cuando éstas se elevan más allá de las legalidades, lo jurídico tropieza con
su propia limitación. Es entonces cuando el imperativo kantiano del respeto debe
tomar como objeto la propia convicción, asimilándola a la persona, y haciéndola, en
consecuencia, digna del mismo trato que la libertad. El estado es sólo garantía de la
justicia para reconocer y proteger la legitimidad del pluralismo, declarando como
intolerable sólo al o lo intolerante.
Si cada uno de los ciudadanos no puede sentirse ajeno al empeño, corresponde
de modo primordial a la responsabilidad del gobernante reducir la violencia, porque
en esto radica la razón de ser del propio estado y de toda acción política. Tarea sin
límites que solicita el ejercicio eminente de la prudencia, síntesis del mucho saber y
del acertado proceder.

367
Retórica, política y hermenéutica
Paul Ricceur y los acuerdos razonables
Gabriel Aranzueque

INTRODUCCIÓN

Nos da que hablar en estas líneas, como condición de posibilidad de las mismas
y, simultáneamente, como motivo de reflexión, el espacio que abre el discurso. Un
espacio que, no sólo convoca nuestro decir, como sostiene Ricceur a lo largo de
buena parte de su obra, sino que, de ese modo, pone de manifiesto la imposibilidad
de pensar un lenguaje clausurado. El modo de ser del lenguaje constata, como trata-
remos de mostrar, la inviabilidad ontológica de convertirlo en su mera hipóstasis y,
por ende, la necesidad de corresponder a su invocación, la necesidad de «estar a la
escucha» de su embestida'.
Se trata, pues, de hablar del lenguaje en el seno del mismo, es decir, de posibi-
litar que él mismo cobre conciencia de sí en el curso de su ejecución. Se trata, por
consiguiente, de llevarlo a nosotros mismos. Esta actitud, que supone, para Ricceur,
uno de los elementos constitutivos del arte de la retórica^, se encuentra, a su vez, en
el eje que vertebra la hermenéutica contemporánea. Encontramos, de este modo, un
primer punto de intersección entre la retórica y la hermenéutica filosófica, que
Gadamer ha subrayado en varios escritos^ y que Ricceur, por su parte, ha tratado de
matizar en diversas ocasiones.
Lo que sigue es el intento de aclarar las relaciones existentes entre la retórica y
la hermenéutica en el marco de la interpretación textual y de la práctica discursiva,
incidiendo a continuación en la complementariedad dialéctica que vincula ambas
disciplinas en el seno de la acción social y de lo jurídico. En ese recorrido, atendere-
mos al carácter paradójico de lo político para Ricceur y a la analogía que éste señala
entre el ámbito del uso discursivo del lenguaje y los fenómenos de la ideología y de
la utopía. Estaremos, de este modo, en condiciones de mostrar cómo la obra del pen-

' Cf. M. Heidegger, De camino al habla, Barcelona, Serbal, 1987, p. 30.


^ P. Ricoeur, R, La métaphore vive, París, Scuil, 1975, p. 14.
^ Vid. H. G. Gadamer, «Retórica y hermenéutica» y «¿Lógica o retórica? De nuevo sobre la historia primitiva
de la hermenéutica», en Verdad y método II, Salamanca, Sigúeme, 1992, pp. 267-291.

369
sador francés, en el contexto que nos ocupa, está animada por un mismo modelo de
pensar, inserto en la comprensión del texto, de la acción y de lo político.

I. RETÓRICA, POÉTICA Y HERMENÉUTICA

¿Cuál es el sentido medular que vertebra las relaciones habidas entre las tres dis-
ciplinas que aquí nos ocupan?, ¿cuál es el dominio que, entre sí, se reparten y recla-
man? Para Ricceur, como es sabido, la experiencia del sentido se inaugura con la ten-
sión que articula entre sí los elementos de la frase. Un signo no tiene significado
independientemente de la frase de la que forma parte, de la tensión semántica que
ésta constituye. La frase, al tener la intención de decir algo verdadero, es la unidad
básica en vinud de la cual el discurso se cumple como acontecimiento lingüístico o
se inserta en la realidad circunstancial. Ello implica que el lenguaje sólo hace refe-
rencia a un mundo en un nivel frástico o hiperfrástico, es decir, en un nivel discur-
sivo. El discurso actualiza la fiinción simbólica del lenguaje, hace que éste último
describa, represente o exprese un mundo determinado.
Ahora bien, esta función referencial del lenguaje no se lleva a cabo de igual modo
en todo el dominio discursivo. Retórica, poética y hermenéutica ocupan determina-
das áreas restringidas en función de los elementos diferenciales que constituyen cada
una de estas tres disciplinas.
La retórica, como técnica del discurso persuasivo, comporta, para Ricoeur, una
teoría general de la argumentación, una teoría de la elocución y una teoría de la com-
posición del discurso. Esta concepción de la retórica, deudora de la lectura de Aris-
tóteles, no pone el acento en el nexus {pamphyés) que ligaba la retórica aristotélica a
la dialéctica filosófica y a la filosofía primera -caso de Gadamer, que subraya la rela-
ción histórica habida entre el ars hene dicendi y el ars bene legendi a lo largo de toda
la tradición hermenéutica-, sino en los loci communes y en la intención persuasora
que constituyen el núcleo distintivo o focus de este uso del discurso. El foco de irra-
diación de lo retórico viene definido por las situaciones típicas de interlocución en
las que se pronuncia el discurso, es decir, por los lugares {topos koinós) en los que
tiene lugar el uso público de la palabra (la asamblea, el tribunal o las conmemora-
ciones) y por las reglas generales de relación destinadas a demostrar la validez de
reglas de carácter particular en un caso concreto {sedes argumentoruni).
El segimdo elemento específico de la retórica con respecto a las otras dos disci-
plinas que nos ocupan es, para Ricceur, su naturaleza argumentativa. La retórica
entra en juego siempre que se presenta la necesidad de elegir entre discursos enfren-
tados en una situación conflictiva, es decir, siempre que la acción social se mueve
dentro del esquema habilitado por la bina «controversia/decisión». La argumenta-
ción, operando mediante la lógica de lo probable {eikós, es decir, lo que sucede «la
mayoría de las veces» {hós ept topoly), lo plausible {éndoxos)Y, se emplaza, a juicio de
Ricoeur, entre lo necesario de la prueba y el arbitrio de lo contingente, que acaba

*• Aristóteles, Retórica, Madrid, Credos, 1990,1, 1357 a 34-36, pp. 185-186.

370
desembocando en la violencia de la seducción^. Entre la deducción lógica propia del
silogismo y la patología del sofisma, se intercala el ámbito del entimema, es decir, del
silogismo retórico construido sobre premisas probables, sobre la base de los elemen-
tos {stoicheid) o lugares de la argumentación. La retórica, como ingrediente esencial
de la razón práctica, canaliza la deliberación con vistas a lo preferible; como modo
de ser del sujeto {héxis) -como modo de estar-en-el-mundo, puntualizaría Heideg-
ger— señala un camino (hodopoieiri) que posibilita la teorización de cualquier causa
{ten aitían theoreiri)^. La retórica, en este marco, como arte del discurso en acción,
como praxis discursiva, es condición de posibilidad de la theoria y, como veremos,
polo dialéctico de la interpretación en el plano de lo político.
Sin embargo, tanto para Ricceur como para Hegel, el objetivo perlocucionario
o persuasivo propio de la retórica orienta el discurso hacia un auditorio determina-
do, lo cual impide «el acuerdo del auditorio universal como cuestión de derecho»''
pretendido por Perelman, y muestra la inviabilidad de elevar la persuasión al rango
del desinterés filosófico. El cuerpo de la persuasión {soma písteos), inseparable, por
otra parte, del conocimiento de las cosas {rerum cognitio), cae, como subraya Hegel,
bajo el paradigma de la intencionalidad, del deber-ser, es decir, su acción está siem-
pre orientada conforme a un fin, a la consecución de un efecto práctico. Para Hegel,
el orador, al tener que movernos a convicción, toma la ocasión y el contenido de su
arte de la realidad efectiva dada, de una situación concreta, y dirige su labor argu-
mentativa a un fin subjetivo. Nos atreveríamos a decir que, tanto en Ricceur como
en Hegel, es esto justamente lo que separa la retórica de la poética y de la filosofía.
Mientras que lo poético auna la circunstancia y el fin determinado, en la medida en
que su fin es ya la propia producción, a saber, el núcleo mímesis-mythos-poíesis, en lo
retórico la meta pretendida está ya fijera del discurso mismo, pues sólo es el objeti-
vo subjetivo del orador^. Esta ley práctica de la conformidad a un fin, propia de la
retórica, choca en Ricceur con la libertad de lo imaginario cuyo objeto no es reiterar
el conjunto de presupuestos previos compartidos por un auditorio singular con vis-
tas a la persuasión, sino alterarlos, recrearlos a través de la ficción. La retórica trata
de hacer amable y plausible lo probable, la poética trata de subvertirlo. La retórica
apunta en las conclusiones las mismas ideas que dieron inicio a la argumentación,
pone de relieve el carácter recurrente de sus presupuestos, es decir, no sale a lo largo
del proceso argumentativo de los lugares comunes inscritos en las premisas y, por
consiguiente, no comporta innovación semántica alguna; algo que sí tiene lugar en
el terreno de la poética. El modo estático de entender la retórica por parte de Ricceur
se constata significativamente en su análisis de la metáfora. Para Ricceur, la retórica
tradicional, al describir la metáfora como un mecanismo de sustitución por seme-
janza, no sólo la entiende de forma errónea, sino que no da cuenta de la riqueza del

* P. Ricceur, «Rhétorique, Poétique, Herméneucique», en M. Meyer (ed.), De la métaphysique í k rhétorique.


Essais á la mémoire de Chaim Perelman, Bruselas, Université de Bruxelles, 1986, p. 145.
'• Aristóteles, Retórica, op. cit.. I, 1354 a 9-11, p. 162.
' C. Perelman y L. Olbrechts-Tyteca, Tratado de la argumentación, Madrid, Credos, 1989, p. 72. Para Ricceur,
el conocimiento por parte del orador del auditorio que trata de persuadir no es sólo la condición previa de toda argu-
mentación eficaz {vid. p. 56), sino una limitación consritutiva de lo retórico a la hora de ser extrapolado al dominio
de lo propiamente filosófico.
* G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la estética, Madrid, Akal, 1989, pp. 715-717.

371
fenómeno, pues no percibe el «incremento icónico» a que da lugar cada operación
metafórica. La forma retórica de entender el lenguaje supone que las palabras están
aisladas entre sí, que cada una rellena una laguna semántica en el código léxico, y
entiende cualquier fenómeno de recreación lingüística como un accidente de la
denominación, como un mero desplazamiento en el significado de las palabras, tal
como ocurre con el procedimiento de la alegoría. La retórica, en su dimensión tipo-
lógica, sólo describe un proceso de sentido y es ajena a la producción de sentido que
tiene lugar en una expresión o en una oración completa. La retórica ignora, para
Ricceur, la semántica oracional Ác la poética, la creación de sentido surgida en el seno
del discurso debido al acercamiento de lo irreconciliable, a la torsión de las palabras
entre sí'. La soldadura de lo discorde da lugar, en el caso de la poética, a un nuevo
campo semántico, susceptible de reescribir la trama simbólica que rige en la tópica.
Cada «error categorial», comprendido Riera de la lógica sustitutiva de la retórica,
puede dar pie a una resolución activa que haga surgir una nueva relación de sentido.
La poética es, ante todo, producción del discurso, poiesis de una trama según los
principios de lo verosímil, con el objeto de reconstruir imaginariamente {mimesis} la
acción humana. De aquí su diferencia con la retórica: mientras que ésta hace hinca-
pié en el fin de la persuasión, la poética subraya enfáticamente la primacía de la
invención de la trama, cuyo fin, la kátharsis, no es externo al propio discurso, pues
no se produce por la acción perlocucionaria del discurso, caso de la retórica, sino por
la participación comprensiva en el mythos ilocucionario de la fábula. Es más, la
invención argumentativa propia de la retórica clásica, la heúresis, sólo es, para Ricceur,
un punto de intersección de la poética con el dominio de la retórica, pues toda ver-
dadera inventio (aneúrema) comporta un alejamiento de lo ya dicho (rema) en pro
de un decir (résis) innovador, a saber, supone un desplazamiento de los tópoi que sub-
yacen a la argumentación retórica'". Este alejarse de lo dicho para configurarlo de
otro modo es lo característico del arte de la poética. De ahí que, como veremos más
tarde, Ricoeur asocie la retórica, en el dominio político, a la ideología, y la poética al
fenómeno de la utopía. A pesar de ello, cabe advertir que el modo de proceder de
Ricceur no es, en este caso, tipológico o disyuntivo, sino que opera por composición
de conceptos". Poética, retórica y hermenéutica se complementan e interrelacionan
sin llegar a confiíndir sus dominios. Una de las tareas imprescindibles de la filosofía,
para Ricceur, es la clarificación conceptual; matiz de estilo donde se percibe su deuda
con respecto a la filosofía analítica anglosajona.
Este deseo de clarificación es el que motiva en Tiempo y relato su rechazo de la
«retórica de la ficción» o de la «retórica de la lectura» como formas híbridas frente a
una concepción de la acción de leer propiamente hermenéutica'^. Frente a la acción

' Vid. P. Ricoeur, Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido, México, Siglo XXI, 1995, pp- 60-
61; «Palabra y símbolo», en Hermenéutica y acción, Buenos Aires, Docencia, 1985, pp. 9-10.
'" La etimología de 'heúresis' y 'résis' se desfonda en la raíz común '"wef, de tal manera que todo verdadero
decir parece tener que ver con el descubrimiento o la innovación de lo dicho, con su efectivo alumbramiento. Vid.
P. Chantraine, Dictionnaire étymologique de la langue grecque Histoire des mots, París, Klincksieck, 1983, vol. I, pp.
325 y 387.
" P. Ricoeur, Du texte a l'action. Essais d'herméneutiqtie, //, París, Seuil, 1986, p. 237.
'•^ Vid. V. Ricoeur, Trmps et récit. 3. Le temps raconté, París, Seuil, 1985, pp. 288-303, donde comenta y discute
las obtas de Wayne Booth, The Rhetoric ofFiction, Chicago, Univeisity of Chicago Press, 1961, y de Michel Char-
les, Rhétorique de la lecture, París, Seuil, 1977.

372
comunicativa de la ficción o a la construcción del lector por el texto (rasgos defini-
torios de las retóricas de la ficción y de la lectura respectivamente), la fenomenolo-
gía hermenéutica sostenida por Ricceur pone el acento en la respuesta del lector a las
estratagemas del autor implicado, en el acto de reconfiguración que inscribe la lec-
tura en el texto. El paradigma de la lectura rompe con la situación de interlocución
propia del enfi-entamiento retórico y, por consiguiente, deja de referirse a una situa-
ción concreta {Umweli) para pasar a poner de manifiesto el «mundo propio del
texto» (Welí). La apropiación del texto en el proceso de lectura es, para Ricceur, irre-
ductible a la situación conversacional basada en la inmediata reciprocidad existente
entre el hablar y el escuchar. Posee una serie de rasgos que le son propios y que vie-
nen determinados por la autonomía u objetividad del texto, es decir: a) por la fija-
ción del texto en la escritura (don de los grámmata), b) por la disociación de la inten-
ción del autor, c) por su referencia no-ostensiva y d) por el carácter universal de sus
destinatarios'^. La lectura hermenéutica reactiva la trama del texto, amplia su hori-
zonte de sentido. La distancia del texto respecto a su auditorio originario posibilita
la descontextualización del sentido y motiva la innovación semántica propia del uso
referencia! de la ficción. Sin situación circunstancial original, el movimiento de la
referencia hacia el acto de mostrar no se suspende, como proclama cierta semiótica
estructural, sino que, por el contrario, es interceptado. La lectura, como interpreta-
ción, ejecuta la referencia inscrita en las frases del texto independientemente de su
posible referencia ostensiva: convierte el mundo en el aura de las obras, en el paisa-
je abierto por la civilización de la escritura'^. El «autor» no es, como en el caso de la
retórica, el emisor de su discurso, sino algo instituido por el texto, algo labrado por
la escritura, inmerso en el plano del significado. No hay interlocutor alguno ni
comunicación en el proceso de lectura. La interpretación del texto genera el doble
ocultamiento del lector y del escritor. La borradura del autor es paralela, en este caso,
a la ausencia del lector de carne y hueso, a su despojamiento en la lectura, a su carác-
ter desconocido e invisible. El acto de lectura, para Ricoeur, es inconmensurable, por
tanto, con la acción del diálogo o del conflicto retórico. No existe en él juego algu-
no de preguntas y respuestas, sino que, por el contrario, se toma el camino de pen-
samiento abierto por el texto (vox significativa), se encadena un nuevo discurso a su
dinámica semántica, se reactiva su decir. La escritura crea por sí misma su propio
auditorio, a saber, el conjunto de lectores potenciales capacitados para comprender
el mundo designado por el texto, es decir, el conjunto de referencias abiertas en el
proceso de la interpretación. El texto media a través de signos {hermeneíá) en el escla-
recimiento de nuestra propia situación, proyecta un modo de estar-en-el-mundo que
ensancha el horizonte de nuestra autocomprensión. Refigura, mediante la reinscrip-
ción del sentido en el contexto del lector, la obra abierta en que consiste su vida. La
«cosa del texto», sus referencias creadoras, hacen que el lector o, mejor dicho, el
copartícipe de la acción lectora, que fragua la activación del texto como entidad
interpretativa, pueda encontrarse a sí mismo en el modo posible de ser-en-el-mundo
que el texto descubre y reclama. La apropiación (Aneignung) del espacio de signifi-

P. Ricoeur, Du texte a l'aaion, op. cit., p. 199.


lhid.,y. 141.

373
cado autónomo del texto permite que el lector haga suyo (eigen) lo que en un princi-
pio le era extraño; la labor de dejar-ser el mundo del texto labra nuestra propia com-
prensión, reconfigura la vida del lector e indica determinadas pautas de acción que
acaban por alterar la dinámica interna de nuestra experiencia posible. «Comprender-
se, para el lector —señala Ricceur—, es comprenderse ante el texto y recibir de él las con-
diciones en las que puede surgir un sí mismo -distinto al yo- que suscita la lectura»''.
El acto interpretativo es susceptible, como vemos, de redescribir la acción, lo
cual supone que la interpretación desempeña, como en el caso de la retórica, un
papel en el dominio de la razón práctica. Retórica y hermenéutica intervienen dia-
lécticamente en el terreno de la praxis social, en el espacio consensuado o conflicti-
vo que define lo público. La acción está articulada mediante signos, reglas y normas,
es decir, está mediatizada simbólicamente, posee una legibilidad que le es propia. Es
más, constituye una configuración que puede ser interpretada en fiínción de sus
conexiones internas. Existe, a juicio de Ricceur, un paralelismo entre la autonomía
del texto y el talante autónomo de la acción. El significado de la acción adopta la
forma de una huella inscrita en el curso de las cosas que acaba convirtiéndose en un
archivo, en un documento, en una marca en el tiempo independiente de su aconte-
cer fiígitivo. Además, tiene la estructura de un acto ilocucionario cuyo contenido
proposicional puede ser identificado en distintas circunstancias y desarrollar, al igual
que el texto, sus propias consecuencias. La historia, para Ricceur, no es sino el infor-
me en el que se consigna la acción humana, el depósito institucional en el que se
sedimenta un tiempo social susceptible de ser reconstruido, reactivado en nuevos
contextos o circunstancias'^. Nuestras acciones confo.rman, según Ricceur, el archi-
vo imaginario de nuestra reputación (que recuerda la etuloxía de la Retórica aristoté-
lica), un dossier 2k)\exx.o a nuevos «lectores», es decir, a una interpretación práctica que
mostrará la perdurabilidad o no de su pertinencia. Nuestra propia vida, enredada de
continuo en historias, busca una especie de unidad narrativa, juega con lo sedimen-
tado en la tradición en busca de las variaciones imaginativas del ego que mejoren su
autocomprensión, que enriquezcan el horizonte de su acción.
Ahora bien, para ello, ha de decidir, ha de validar el carácter conjetural de sus
interpretaciones y, en este marco, necesita aliarse con la retórica. Toda interpretación,
para Ricceur, viene precedida por una deliberación argumentativa entre las conjetu-
ras alternativas que se presentan con anterioridad a la decisión. Esta imbricación
entre hermenéutica y retórica, que, en sus últimos textos, presenta la forma de un
círculo dialéctico entre la argumentación y la interpretación en el seno de lo públi-
co, encuentra un punto de enlace común en el polo del principio de responsabilidad.
La fragilidad del texto, de la acción social y de las instituciones democráticas depen-
de de la responsabilidad de la comunidad de intérpretes que conforma el espacio
comunitario, ya sea en el nivel de la lectura o en el de la acción política. La lectura
se ve necesitada de nuestra responsabilidad en lo común, es siempre el acto respon-
sable de alguien, como subraya el propio Ricceur''', y ese rasgo lo comparte con el

" P. Ricoeur, Reflexión faite. Autobiographie intellectuelle, París, Esprit, 1995, p. 60.
'^ P Ricoeur, Histoire et vérité, París, Scuil, 1955, p. 35.
' •• P Ricoeur, «Hermenéutique et sémiotique», en CPED. BuUetin du Centre Protestant d'Études et de Documen-
tation, n.o 255, noviembre 1980, p. VIII.

374
uso del lenguaje llevado a cabo por la retórica'^. Responsabilidad en la propia acción
que no puede consistir en la tensión abierta entre la imputación y la retribución, en
la contabilidad moral de los méritos y de los fracasos {imputarelcomputaré), sino que
ha de pasar de la desmoralización de la imputación a la remoralización -en su
dimensión ética, no-normativa— de la espontaneidad libre, de la capacidad de obrar
con independencia de la idea de obligación". Éste es el foco en torno al cual se arti-
cula la dialéctica entre hermenéutica y retórica habida en el plano de lo social; éste
es el núcleo de sentido que posibilita su mutua interrelación, pues, para Ricoeur, el
significado principal de la acción humana es, en todo momento, la búsqueda res-
ponsable del buen gobierno^''.
La ciudad, como comunidad de intereses y de fines en conflicto, como politeta,
como Sittlichkeit, es el espacio labrado por el conjunto de nuestras actividades, no el
espacio que determina el Estado. El sujeto sólo tiene derechos en el seno de lo comu-
nitario, no hay un agente social libre fuera del medio asociativo que concede dicha
autonomía. De aquí que el carácter autónomo que precisa toda interpretación se
forje como un valor público constitutivo del hombre que actúa y defiende la esfera
de sus intereses desde el uso común de la palabra. Es entonces cuando pone en juego
su propia interpretación, es decir, cuando la apuesta en el conflicto que nutre y enri-
quece lo político. Para Ricceur, lo político no es algo distinto a su modo de usar el
lenguaje: la esencia de lo político es ya la retórica. A saber: a) la deliberación políti-
ca (necesariamente conflictiva), b) la discusión sobre los fines del buen gobierno y c)
la controversia sobre el horizonte de valores que conformarían la vida buena'^'.
La necesidad de elegir, preferir o excluir determinadas interpretaciones se ve
necesitada de una buena retórica. La plurivocidad de la acción puede dar lugar a
equívoco o a actitudes anómicas si no se muestra como un conflicto de interpreta-
ciones, es decir, si no contamos con una disciplina argumentativa, que, operando en
conformidad con la lógica de lo probable, permita su interpretación, es decir, la vali-
dación o no de un acto determinado. El ejemplo más evidente lo tenemos en la juris-
prudencia: el conflicto de interpretaciones habido en la tensión de un proceso, con-
flicto que se ajusta evidentemente al uso discursivo de la retórica, ha de resolverse
con una toma tajante de decisión que instituya una justa distancia entre las partes
enfrentadas. Esta decisión, que adopta asimismo la forma de una interpretación, es
el resultado de una serie de fases retóricas que contribuyen positivamente a la conse-
cución de la interpretación final y que vienen reguladas u orientadas por el principio
de responsabilidad. Para Ricoeur, sólo hay política y, conforme a lo dicho, podría
decirse que sólo hay retórica cuando hay ciudad, es decir, ciudadanía, ciudadanos
que superan su violencia privada y la subordinan a una regla de derecho. Atestiguar
la violencia inherente a la acción es ya un modo de poder reconocerla e incluso de
recurrir a ella, cuando sea preciso, desde el ejercicio de la moral de la convicción y
de la responsabilidad^^. La dialéctica existente, en este contexto, entre argumenta-

" Vid. P. Ricceur, «Langage politique et rhétorique», en Lectures 1. Autour dupoUtitjue, París, Scuil, 1991, p. 161.
" R Ricceur, «Le concept de responsabilicé», en Le juste, París, Esprit, 1995, p. 52.
^° R Ricoeur, Lectures 1. Autour du politique, op. cit., p. 162.
'' Ibid., p. 166.
" Ihid., p. 139-140.

375
ción e interpretación conlleva, no una anatomía, sino una fisiología de la palabra, del
uso discursivo del lenguaje leído de este modo, es decir, no en un sentido meramen-
te topológico, sino en su dimensión tropológlca. El momento de incertidumbre
característico de la apertura del proceso jurídico no puede ser superado mediante un
ejercicio meramente procedimental de la justicia, sino por una palabra que haga jus-
ticia, por una interpretación consistente en la aplicación de la norma al litigio. La
argumentación que da paso a dicha interpretación se encuentra en el ámbito de lo
discutible, de lo plausible, y no se reduce a la subsunción del caso bajo una regla,
sino al reconocimiento del carácter apropiado de la aplicación de la norma a tal caso^^.
El sentido de la ley ha de buscarse en el texto que la articula y en sus conexiones inter-
textuales, no en la intención del legislador. La autonomía de la ley motiva, de este
modo, una disyunción entre el sentido de la ley y la situación legislativa que la vio
nacer. Ello pone de manifiesto la historicidad de toda empresa jurídica y la fi^agilidad
de las conclusiones a las que llegue un juicio determinado. Entre lo demostrable de la
deducción lógica que daría lugar a la rigidez jurídica de la regla unívoca y la arbitra-
riedad del decisionismo se intercala el círculo nunca clausurado de la interpretación y
de la argumentación, que es análogo en el ámbito jurídico al círculo hermenéutico
habido entre explicación y comprensión en el terreno de la interpretación.
Esta implicación dialéctica encuentra debido parangón en la relación habida
entre la fiínción integradora de la ideología y la fiínción subversiva de la utopía. Un
mismo modelo de pensar articula en Ricceur la construcción del imaginario social.
Frente a la ideología de la conciliación y del diálogo que trata de obliterar todo con-
flicto yfi-entea la ilusión de la disidencia, que concibe lo social como un bloque indi-
visible de poder y represión que sólo puede originar una estrategia de polarización,
Ricoeur propone el círculo práctico abierto por el carácter reflejo de la ideología, que
se sustenta en la reduplicación de los tópoi que mediatizan el lazo social, y por la
deambulación de la utopía, que inserta en lo político un elemento potencialmente
excéntrico, un efecto de distanciamiento con respecto a los patrones socialmente
incentivados. Sólo en dicho círculo, dinamizado por la búsqueda continua de senti-
do que define la lógica de la reescritura, puede labrarse un acuerdo razonable, un dis-
curso que integrefi-ágilmenteen una unidad comprensiva la relación del hombre con
la naturaleza (referencialidad), con los otros (comunicabilidad) y consigo mismo
(autocomprensión), es decir, allí donde la inteligencia instrumental y el entendi-
miento calculador de la razón técnica resultan, cuando menos, insuficientes.

IL IDEOLOGÍA, UTOPÍA Y REESCRITURA

Comentábamos con anterioridad la relación existente, para Ricceur, entre las


parejas «retórica/poética» e «ideología/utopía». A nuestro juicio, el esquema puede
ampliarse si introducimos, en este modelo, la hermenéutica y lo vinculamos a los
mecanismos de reescritura que operan en la esfera de lo político. Advertiremos, enton-

^' P. Ricoeur, «Interprétation et/ou argumentation», en Le juste, op. nt., p. 178. Cf. H. G. Gadamer, Verdad y
método II, op. cit., p. 269: «La jurisprudencia está en realidad al servicio de la recta interpretación de la ley (y no sólo
de su aplicación correcta)».

376
ees, la existencia de un mismo esquema conceptual en el análisis de los focos de cons-
titución y de los objetivos del lenguaje discursivo, de la constitución imaginaria de la
identidad social y de los tres momentos que definen, para Ricoeur, la mimesis en el
dominio de la narratividad. Comprobemos la fecundidad de esta analogía.
Ricceur entiende por mimesis I la comprensión previa que tenemos del mundo
de la acción, es decir, de sus estructuras inteligibles, de sus recursos simbólicos o de
la red conceptual que posibilita la comprensión de la trama de un relato. El nivel o
momento de la mimesis I corresponde a los rasgos estructurales que conforman una
narración. Tenemos, pues, en este punto, el conjunto de simbolizaciones admitidas
que articulan el dominio de la acción. Ahora bien, ¿no entiende Ricoeur por ideolo-
gía, de la mano de Mannheim, el conjunto de creencias, representaciones y símbo-
los que constituyen la identidad social y que posibilitan cualquier forma de conoci-
miento y, con ello, cualquier relato utópico; relato necesariamente regulado? ¿Y no
parte la retórica, asimismo, de esta inercia recurrente de los idola propia del nivel de
la mimesis I? A decir verdad, encontramos la misma relación entre mimesis II, poéti-
ca y utopía, y entre mimesis III, hermenéutica y lo que aquí llamaremos reescritura.
La mimesis II supone, para Ricoeur, la apertura del reino del «como si», del dominio
de la ficción; es, en sentido propio, la operación de configuración narrativa, aquello
que Aristóteles entendía por mythos, es decir, el núcleo constitutivo de la poética y
también del relato utópico como invención de una fábula social capaz, en principio,
de modificar la forma de vida de una sociedad determinada. Por su parte, la mimesis
III conlleva la restitución del relato al tiempo de la acción, es decir, su aplicación o
ejecución en el proceso de lectura con el objeto de refigurar las configuraciones sim-
bólicas de las que se partía en la mimesis I; fiínción en la que coincide de nuevo con
la hermenéutica y con el proceso de reescritura sociopolítico^''. Como vemos, un
mismo modelo de pensar alienta en las tres esferas que venimos estudiando. Modelo
que el propio Ricoeur resume en el esquema prefiguraciónkonfiguración/refiguración.
Ahora bien, ¿cuál es la lectura que hace Ricceur de los procesos de configuración
social ligados a la dialéctica ideología/utopía, análoga de la coimplicación retóri-
ca/poética? Para presentar en toda su riqueza esta polaridad entre utopía e ideología,
consistente, en última instancia, una vez trabados sus dominios, en un círculo prác-
tico, es preciso, a nuestro juicio, analizar el concepto de reescritura: tercero en dis-
cordia que media en una antítesis que, planteada aisladamente, desemboca por sí sola
en un regressus in infinitum o, mejor, en un regressus in indefinitum. Desarrollemos
detalladamente lo que hasta ahora sólo hemos podido esbozar.
Para Ricoeur, toda valoración de una ideología tiene a la base un discurso que
presenta elementos utópicos, va dirigida desde los mismos. La única posibilidad de
salir de la indefinición ad infinitum en que nos sume el conflicto ideológico en su
vertiente retórica es la toma de posición declarada por una utopía específica, puesta
de relieve explícitamente, desde la que enjuiciar las distintas ideologías. Tal postura,
lejos de salvar la circularidad de la praxis, la enriquece. A saber, no es posible un
espectador absoluto de la dinámica social; pero sí es viable la valoración crítica de la

" Para el estudio de los tres momentos de la mimesis, véase Temps et récit. 1. Lintrigue et le récit historique, París,
Seuil, 1983, pp. 105-162.

377
propia postura, la asunción de la responsabilidad inherente a todo enjuiciamiento
propio. Ningún punto de vista está fuera del juego abierto por la dialéctica interpre-
tación/argumentación. Por el contrario, se encuentra tan inmediatamente implicado
en el entramado social del que forma parte que sólo puede reconsiderar y reescribir
su propio posicionamiento desde su confrontación y trabazón con el resto de pers-
pectivas. Asumir la responsabilidad de la propia postura es asumir su continuo dife-
renciarse, su fragilidad estructural frente al resto de estilos y modelos de pensar. Las
posiciones utópica e ideológica no son trascendentes la una respecto a la otra, sino
que se imbrican dialécticamente en el juego continuo de la praxis; juego en el que
cada frágil síntesis, cada interpretación, no es sino el inicio de su reconsideración, el
relato de una identidad siempre ya diferida.
El posicionamiento utópico, en el sentido en que aquí lo abordamos de la mano
de Ricoeur, no se ajusta al modelo estructural-funcional descrito por Ralf Dahren-
dorf en el que «cada uno y cada cosa tienen su sitio fijo, representan su papel y
desempeñan su función; la sociedad en la que todo sigue su marcha a la perfección
y nada tiene por ello que alterarse; la sociedad perfectamente ordenada para siem-
pre»^'. Nos encontramos, más bien, con el fenómeno contrario: toda utopía vive de
su continuo diferenciarse, de su estar fuera de sí, proyectada hacia la reconstrucción
y valoración del orden preservado por la ideología. Un orden que, no obstante, cum-
ple ima función positiva a la hora de posibilitar la autoidentidad de un determinado
grupo social. Sin embargo, el aspecto más enriquecedor del problema surge de la
interacción entre el orden estructurado ideológicamente y su continua reconstruc-
ción. Esta interacción, que, por el lado ideológico, adopta la forma de la recurren-
cia^^ y, por el polo utópico, supone un desenmascaramiento, no es otra cosa que una
tarea abierta de reescritura.
Reescritura: juego de la recurrencia y del desenmascaramiento; círcido práctico
en el que se configura constantemente la identidad de un determinado grupo social.
La reescritiu-a, por tanto, no es una vuelta a un presunto origen primigenio, a una
síntesis conceptual absoluta, sino «un 'abrirse camino', una Durcharheitung, un pro-
ceso de pensar sobre los significados y los hechos que se esconden, no sólo en los pre-
juicios, sino también en los proyectos, pro^zmzs, perspectivas y similares»^''. No se
da, pues, el observador absoluto, ni lo real absoluto: lo «real en sí» no es sino el fruto
de su elaboración histórica. La reescritura supone, por tanto, una decisión práctica
acerca de la validez de los distintos modelos de pensar, del orden generado por los
mismos. La reescritura es la «de-construcción de la retórica [...] de los conjuntos
preorganizados de significantes»^^ que condicionan la vida como destino: la recons-
trucción utópica del entramado social legitimado ideológicamente, cabría argüir en
este contexto. Esta tarea persistente de recreación elude los mecanismos habituales
de justificación y desvela la incongruencia oculta interesadamente en las distintas

" R. Dahrendorf, Sociedad y libertad, Madrid, Tecnos, 1971, p. 121.


^ Entendemos por recurrencia el mecanismo de control del azar histórico mediante el cual se logra una estabi-
lidad ordenada, es decir, mediante el cual las conductas son emplazadas en sistemas clasificatorios estables. Emilio
Lamo de Espinosa opone esta noción a la de reflexividad, garante de un cambio social dinámicamente encauzado.
Cy Lamo de E. Espinosa, La sociedad reflexiva, Madrid, C.I.S., 1991, cap. 2.
^' J. E Lyotard, «Reescribir la modernidad», en Revista de Occidente, nov. 1986, n." 66, p. 25.
^» /¿¿/.,p. 31.

378
formas de pensamiento. Es precisamente esta potencia de cambio, ínsita en la utopía,
lo inviable para el pensar ideológico: todo defensor del statu quo considera irrealiza-
ble en cualquier circunstancia aquello que la utopía enuncia. La tipificación de la uto-
pía misma es fruto de un análisis conducido ideológicamente: «Es siempre el grupo
dominante, que está siempre de completo acuerdo con el orden existente -argumen-
taba Mannheim—, el que determina lo que debe ser mirado como utópico o no, mien-
tras que el grupo en ascenso, que también se halla en conflicto con las cosas tal como
son, es el que determina lo que debe ser considerado como ideológico»'^^.
La reescritura nos orienta prácticamente de continuo a través de los conflictos
habilitados y sostenidos por y contra el orden social. La potencialidad de oposición
constante de la utopía, su naturaleza entrópica, posibilita la toma de posición propia
y, con ello, el surgimiento de nuevas perspectivas. El juicio utópico es saludable «sólo
en la medida en que contribuye a la interiorización de los cambios»^", en la medida
en que hace viable una lectura crítica de los mismos. No sucede así cuando el uto-
pista pretende la reificación positiva, efectiva, de aquello que fraguó imaginariamen-
te. La tensio continua en que consiste la existencia no está sujeta a cierre efectivo algu-
no, no puede ser reemplazada por la «pretensión de dominar el tiempo en una síntesis
conceptual»^'. La identidad de un determinado grupo social está siempre en trance de
ser constituida. Su constitución plena desembocaría en una especie de acronía, en
negación temporal, en algo similar a lo que entendemos con la noción de «apocalip-
sis». Por contra, la reescritura supone un flujo incesante, una creatio contínua de imá-
genes, cuya característica esencial en su «capacidad de ser siempre re-creada, sin clau-
surarse nunca sobre sí misma, como unívocamente fijada de una vez por todas»^^.
La reescritura utópica es la poética siempre infieri de la voluntad. Tras cada esti-
lo de pensamiento existen tensiones y orientaciones volitivas que condicionan tam-
bién las formas en que se forja la identidad de un determinado grupo social. Sin
embargo, esta pretensión poiéticct'^ de modificar el estado de cosas dado en pro de
una futurible realidad, en último término inasequible, sólo puede darse en el marco
previo del orden que cuestiona. Todo grupo social reescribe desde sí mismo, desde el
precario orden que configura su identidad, las posibilidades de su acción: «[...] los
grupos sociales surgidos en el proceso de devenir social son capaces de dar lugar
desde sí mismos a las distintas tendencias básicas que en cada caso componen la ten-
sio en la que constantemente se vive, se piensa y se actúa»^''.
Dicha tensión vive justamente de la inviabilidad de su realización plena y del
abanico de posibilidades abierto y limitado por el orden de cosas dado en un
momento concreto. Sin embargo, como ha indicado Max Horkheimer, «la imposi-
bilidad de realizar inmediatamente este objetivo y la utilidad del orden combatido,
no significan desde luego la justificación de las contradicciones existentes en éste»''.

^' K. Mannheim, Ideobgiay utopia, Madrid, Aguilar, 1973, p. 206.


'" P. Ricoeur, Ideología y utopia, Barcelona, Gedisa, 1989, p. 328.
" J. F. Lyotard, «Reescibir la modernidad», art. cit., p. 32.
^^ J. L. López Aranguren, «Utopía y libertad», en Revista de Occidente, Extraordinario IX, n° 33-34.
" Cf. R. Trousson, Voyages auxpays de nulle part. Histoire littéraire de la pernee utopique, Bruselas, Univcrsité de
Bruxelles, 1979, p. 19.
^•^ K. Mannheim, El problema de una sociología del saber, Madrid, Tecnos, 1990, p. 98. Cf. Ideología y utopia,
op. cit., p. 270.
" M. Horkheimer, «La utopía», en A. Ncusüss et al. Sociología de la utopia, Barcelona, Hacer, 1992, p, 132.

379
Por el contrario, la utopía-praxis es esencialmente inconformista con ios mecanismos
de resignación recibidos de continuo vía presión social; subvierte el desarrollo pre-
suntamente normal de lo que acontece; configura a modo de «demiurgo» otro
mundo posible conforme a las directrices del deber ser: lo «trascendente» de la uto-
pía es «el debiera ser que está oculto por el esir'^. La reescritura, por tanto, trata de
estar más allá del espíritu dominante; pero sólo surge desde la reflexión acerca de
dicho espíritu. Puede decirse que éste último es su condición de posibilidad.
La dialéctica de la reescritura, como vemos, plantea por sí misma la necesidad
de reconsiderar la propia identidad, confi-ontando el mapa de nuestros posibles con
aquello que efectivamente somos. La utopía es, en buena medida, «voluntad para la
propia acción»^''.
A través de la lectura de Ricoeur, los conceptos prácticos de ideología y utopía
cobran una nueva dimensión al ser inscritos en el análisis de la dinámica del cambio
social o en el problema de la configuración de la propia identidad. «Utopía» y «rees-
critura», en tanto que composibles, se coligan, al igual que la retórica y la poética,
para dar cuenta de aquello que íntimamente somos: juego continuo de lo prefigura-
do y su transfiguración. «El hombre [...] él mismo es utopía, él mismo es lo que no es
(aún), él mismo está en un lugar —topos- (todavía) inexistente. [...] Frente a la uto-
pía impuesta, la utopía que se es»^^. Frente a la trama cerrada, el suspense de lo posi-
ble venidero; cabría atestiguar.

IIL FRAGILIDAD DE LO POLÍTICO

Tratemos de perfilar, por último, los rasgos que definen la esfera de lo político
desde el análisis que venimos haciendo del fenómeno de las ideologías y de la poéti-
ca de lo utópico.
Para Ricceur, la lectura del enfrentamiento social ha de asumir, a un tiempo, su
dimensión política y la responsabilidad pública de su ejercicio, pues sólo desde ese
talante es posible una experiencia de lo social que atienda a la diversidad y a la con-
tingencia constitutivas de la práctica del poder. La búsqueda de dicha experiencia, a
su vez, sólo puede llevarse a cabo a través del diálogo y del conflicto habidos en el
seno de la comunidad, a través de la deliberación pública. Por ello, los ensayos de
RiccEur en torno al fenómeno de lo político poseen una estructura dialógica. Son
interpretaciones de la propia condición política, surgidas del intercambio de opinio-
nes con otros pensadores (Hannah Arendt, Jan Paiocka, Max Weber, Eric Weil, Karl
Jaspers o John Rawls). En todos ellos se vislumbra un fondo común de preocupa-
ciones, cuyo centro podría concretarse en torno al fenómeno de la dominación polí-
tica o en la atención prestada a los problemas internos de la vida comunitaria. La pre-
sente sección tiene por objeto articular las ideas compartidas, los nexos y disensiones
existentes entre los planteamientos de Paul Ricoeur y algunas de las perspectivas habi-
litadas tradicionalmente por la filosofía política. Lo dicho hasta ahora cobrará una

P. Ricoeur, Ideología y utopia, op. cit., p. 209.


E L. Polak, «Cambio y tarea persistente de la utopía», en A. Neusüss, Utopía, op. cit.. p. 174.
J. L. López Aranguren, «Utopía y libertad», art. cit., pp. 34-35.

380
mayor claridad conforme vayamos desglosando el núcleo de convicciones que dan
un cuerpo propio a su pensamiento.
¿Cuáles son los rasgos definitorios de la actividad política? Para Ricoeur, la esen-
cia de lo político es en principio paradójica. A lo político corresponden una racio-
nalidad y un mal específicos. A saber: la esfera política puede entenderse, a un tiem-
po, como comunidad (espacio público de conflicto y decisión) y como ámbito de
dominación (definido por las relaciones existentes entre la ciudadanía y el estado).
¿Cómo caracterizar la autonomía propia de lo político-, si el propio concepto se ve
inmerso en esta equivocidad radical, si ni siquiera es posible deslindar su definición
positiva, comunitaria, de su contradefinición? Para Ricoeur, la tarea de la filosofía
política, en este marco, consiste en generar las condiciones de posibilidad que per-
mitan distinguir los diversos sentidos de un mismo concepto, separarlos y eliminar
las confusiones existentes en el discurso y en la acción. El modelo de pensar que,
según Ricoeur, nos capacita para llevar a cabo esta empresa consiste en evitar el sur-
gimiento de dicotomías que impidan su posterior conciliación o que hagan inviable
la mediación dialéctica de los sentidos enfrentados. Lafilosofíade la acción aquí pro-
yectada tiene por objeto el logro de una experiencia práctica que permita superar la
clásica distinción existente entre lo teleológico y lo deontológico, entre la esfera ética
(impelida hacia el bien) y el plano normativo propio de la moral. Para Ricoeur, la ten-
dencia hacia la vida buena y virtuosa propia de lo ético ha de poseer siempre cierta
primacía respecto a la obligación moral^'. Sin embargo, el paso de la ética a la moral
resulta igualmente necesario, según Ricoeur, una vez que introducimos en el análisis
de lo político el fenómeno de la violencia.
Si la constatación de la paradoja de lo político había sido fruto de la confronta-
ción de las lecturas de Eric Weil y Jean Nabert, la distinción paralela desarrollada por
Ricoeur entre el poder y la violencia es el resultado del profundo análisis de los tex-
tos de Hannah Arendt*". El poder, para Arendt, surge allí donde la acción comuni-
taria está regulada por un lazo institucional reconocido por los miembros del grupo,
que asumen así conjuntamente una tarea perdurable (lo político). El poder procede,
por tanto, de la capacidad de obrar en común, en vías de un proyecto político que
permita ai individuo implicado en tal empresa cierto grado de inmortalidad históri-
ca. La institución política surge de resultas de esta acción comunitaria; es la encar-
nación de lo perdurable, de los rasgos transhistóricos propios de la acción social. Sin
embargo, este carácter invariable de lo político se ve acompañado por la fragilidad
propia de toda actividad práctica, por su contingencia, por su finitud. La acción
comunitaria es, para Ricoeur, esencialmente trágica, pues conjuga en sí misma, como
muestran los análisis de Arendt, lo perdurable con lo frágil, lo transhistórico de nues-
tra condición política con la naturaleza volátil de la acción. El límite de lo político
viene dado por la dimensión humana, demasiado humana, de toda institución. Es
este carácter bipolar de lo político el que puede dar pie a su corrupción, a la disper-
sión del obrar en común, a su perversión. La violencia explota esta debilidad propia
de la acción, reconduciéndola a un proyecto a corto plazo de tipo instrumental. Es

Vid. P. Ricceur, «Le soi et la visee cthique», en Soi-méme comme un autre, París, Seuil, 1990, pp. 199-236.
Vid. P. Ricceur, Lectures I. Autour du politique, op. cit., pp. 15-66.

381
más, fragua su dominio mediante la impostura del discurso coherente que obra en la
acción social, es decir, a través de su inversión. Con ella, lo perdurable se convierte
en instrumental; la regla aceptada {pacta sunt servandd) pasa a ser impuesta; lo direc-
tivo se confunde con lo coercitivo; la moralidad trata de implantarse prescindiendo
de su dimensión ética. Es decir, en manos de la violencia se olvida que el sujeto de
derecho es, a un tiempo, ciudadano potencial, y que el espacio público ha de cons-
truirse a través del intercambio de palabras entre los individuos que lo conforman, a
saber, mediante la fiterza de las opiniones puestas en conflicto^'. Sin embargo, el
hecho de mostrar la existencia de este olvido no va ligado, en modo alguno, a un sen-
timiento de nostalgia o a la necesidad de recuperar un pasado que se quiere ideal. No
se trata de promover una vuelta a un pasado que habría de ser vivido de nuevo como
presente. El olvido no es del pasado, de un presunto origen prístino de nuestras
sociedades, sino de lo que constituye nuestro presente modo de vida. Olvido, pues,
del consentimiento que, a través del fenómeno de la promesa y del intercambio de
opiniones, hace comunidad; olvido de la potencia de ser conjuntamente que nosotros
mismos somos sin ser conscientes de ella. Lo más próximo de nuestras sociedades
resulta ser así lo más escondido. Esto motiva, para Ricoeur, que del poder puro, olvi-
dado, sólo seamos capaces de ofrecer interpretaciones históricas. Podría decirse que
el acceso fenomenológico a la conciencia de la comunidad se ve, por ello, conduci-
do a acometer una hermenéutica de la acción social. No es factible, en consecuencia,
un saber o ciencia (epistémé) de lo político, sino una phrónesis constante que atienda
a la retórica de la argumentación política que constituye la ciudad, a la léxis apro-
piada para la praxis social, a esa energía del poder que, surgida del enfrentamiento
de opiniones, perdura tras el acto de fiíndación de la ciudad (acto siempre presumi-
do y siempre inabordable).
Esta energía es ya la base de toda reconstrucción de un espacio político perdu-
rable. Ahora bien, ¿dónde radica la naturaleza transhistórica de lo político? Para
Ricceur, como para Arendt, reside en la constitución propia de la condición huma-
na, en su capacidad para abrir, regañar o preservar un espacio público de conversa-
ción^^. La tarea de la filosofía política, convertida, en este contexto, en antropología
de la acción, ha de posibilitar la controversia entre iguales, es decir, entre miembros
de la comunidad diferentes e insustituibles. Ello pasa por pensar la posibilidad de lo
no-totalitario. Todo sistema totalitario reposa, para Ricceur, en la disolución de las
distintas clases sociales, es decir, en la eliminación de los diversos grupos de interés y
de opinión, en la erradicación del conflicto social^^. Es decir, se nutre de la violen-
cia, de su incapacidad para generar nada a largo plazo. Corresponde a todo totalita-
rismo la fabricación de una masa social, atomizada a través de la organización buro-
crática. Dicho sistema hace obrar a sus miembros conforme a las reglas de un mundo
ficticio, en el que la acción se encuentra sometida íntegramente a leyes naturales o
históricas. El hombre pasa a ser en este marco animal laborans, es decir, se trata de
amoldar su condición a la dimensión económico-instrumental de la acción. Sin embar-

•" Cf.V. Livet, «Sens commun et politiquc», en Esprit (Paul Ricoeur), n." 7-8, 1988, pp. 50-55.
"•^ Vid. J. Román, «Entre Hannah Arendt et Eric Weil», en Esprit (Paul Riarur), op. cit., pp. 38-49.
^^ Vid. P. Ricoeur, «Politique et totalitarisme», en La critique et la conviction, París, Calmann-Lévy, 1995,
pp. 147-175.

382
go, la dimensión temporal de todo ser mortal, guarda en sí misma la posibilidad de
pensar lo perdurable, la inmortalidad. A través de la acción política, el hombre es
consciente de que puede llegar a trascender la transitoriedad de lo consumible, su rela-
ción instrumental con lo real. Mediante la empresa política, la propia mortalidad
puede cobrar una dimensión trágica, naciendo así a algo perdurable, humanizado,
deslindado de la repetición insoslayable de hphysis. Desde esta dimensión política de
la acción, la noción de hombre cobra un nuevo sentido. De productor pasivo, pasa a
ser agente y portador de su propia acción. El ciudadano, animal político y hablante,
es ahora aquel que comienza responsablemente algo en el mundo, aquel que trata de
desplegar su propia historia en el contexto antecedente de lo piiblico.
Dicha historia, en la que el ciudadano se revela agente de la acción social, es, sin
embargo, opaca para su propio héroe, pues es siempre el resultado de su incursión
en la totalidad de las relaciones humanas. La vida, para Ricceur, es el relato de un
héroe sin autor, de un héroe incapaz de hacer su propia historia. La historia y el des-
tino de la propia vida pasan por el cuerpo de la ciudad, son el resultado de la acción
social y, por ello, cada ciudadano está incapacitado ab initio para determinar los ava-
tares de su propio obrar. Sin embargo, asumiendo la responsabilidad política de su
acción, todo ciudadano afronta el desafío de la fragilidad de las relaciones humanas;
se esfiíerza en el logro de lo perdurable a sabiendas de la imprevisibilidad e irreversi-
bilidad de su actividad. Dicho hombre, agente y víctima, queda así religado a la vida
de la comunidad, implicándose activamente, desde su convicción, en la toma de
decisiones. Adoptar una determinada posición, para Ricoeur, es admitir que su sig-
nificado se encuentra en su ejercicio, que es el resultado de su interacción conflicti-
va con otras instancias ante las que adopta una resistencia determinada. Esta resis-
tencia de la convicción, que Ricceur retoma de su lectura de Patocka'*^, permite al
ciudadano identificarse con un orden de valores que orienta su actividad social.
Puede decirse, de este modo, que el individuo sólo se convierte en humano a través
de la mediación de las instituciones sociales, es decir, perteneciendo autónomamen-
te a un espacio político, caracterizado por la convergencia de diversos intereses en
conflicto. Dicho espacio de deliberación ptíbüca se construye a través del uso res-
ponsable del lenguaje. La libre discusión es siempre fruto de la articulación conjun-
ta del consenso y del conflicto a través de argumentos probables. A la base del bien
público está, por tanto, el carácter abierto y negociable de los problemas planteados;
algo que sólo resulta llevadero a través de una retórica apropiada que conozca la fra-
gilidad de su empeño, es decir, que, sin caer en el ámbito de la violencia, abra paso
a una interrogación permanente sobre los temas que debate. Este tipo de retórica no
es sino el reflejo del carácter trágico de la existencia humana; la cual, persiguiendo
los fines del buen gobierno, no puede nunca atender a todos los valores a un tiem-
po: viéndose conminada a la acción, se enfrenta, al mismo tiempo, a la inconmen-
surabilidad existente entre las distintas decisiones posibles. La fragmentariedad esen-
cial de lo político, cuando atiende a la dimensión ética de los valores, consiste en la

" O. Mongin, «De la justicc á la convicción», en J. C. Acschiimann, Paul Rkocur. Éthique tt respomabiUté,
Boudry-Neuchátel, Éditions de la Baconniére, 1994, pp. 51-85.

383
inviabilidad de una concepción unívoca de la vida buena, en la indeterminación del
fundamento del poder, de la ley y del saber.
La interpretación de uno mismo en el seno de lo social se ve definida siempre,
por tanto, en términos de crisis y conflicto. El individuo, según Ricceur, toma con-
ciencia del carácter histórico de la moral, abriendo un espacio de libertad razonable
que hace posible la meditación acerca de sí mismo y de los otros. Sólo de este modo
aprecia la falta de una mediación constructiva entre lo racional y lo histórico, entre la
organización técnica de la sociedad y la tradición viviente de lo comunitario. Dicha
mediación ha de ser llevada a cabo según el ideal regulativo de la justicia. La ausencia
de lo justo, como pauta orientadora de las relaciones humanas, es precisamente aque-
llo que, para Ricoeur, pone en movimiento el pensar político. La racionalidad de lo
político es, en consecuencia, indisociable de un télos, de una finalidad, y la filosofía
política no puede deslindarse de una teleología, de una representación del bien^'.
La teoría de la justicia de Ricoeur, deudora de su lectura de Rawls, enfatiza aún
más la naturaleza distributiva de lo social. Desde esta perspectiva, a todo individuo
le corresponde un conjunto de beneficios y de cargas, de obligaciones y de derechos.
El norte referencial de la justicia consistirá, desde este enfoque, en atribuir a cada
uno su parte, en lograr el consenso y el reconocimiento de los agentes sociales a pesar
de la inevitabilidad del conflicto, cuya ausencia, por otra parte, resultaría indeseable
a la hora de lograr acuerdos razonables que agilicen la dinámica social. Lo justo, para
Ricoeur, se encuentra emplazado entre lo legal y lo bueno. Hacer justicia no es sino
el intento de conciliar, como veíamos anteriormente, lo deontológico con lo teleoló-
gico. En consecuencia, la idea de justicia no puede ser sometida a una lectura pura-
mente moral, en la medida en que posee una significación ética que le es propia. La
formalización del principio de justicia no puede ser, por tanto, perfecta, en la medi-
da en que nunca pueden desvincidarse lo justo y la idea de bien: una convicción res-
ponsable está ya siempre dirigida a la consecución de lo bueno. La primacía del bien
público ha de estar siempre presente en el acto de juzgar y, en un sentido amplio, en
toda acción política^*^.
Este acto, dentro de la fragilidad propia de todo discurso político, puede, de este
modo, lograr un consenso conflictivo en el seno de la comunidad, eliminando tanto
la violencia del estado (su falta de sometimiento a los principios con los que se ha
comprometido) como la violencia del individuo o de un grupo de individuos. Para
Ricoeur, la democracia es el único espacio social en el que la apertura al conflicto
puede ser compatible con el respeto de las diferencias y con la pluralidad irreducti-
ble de lo humano.
Según se desprende de sus planteamientos, todo ámbito político puede ser abor-
dado desde dos planos diferentes, aunque mutuamente imbricados. A saber: a) desde
su dimensión estática, institucional, según la cual lo político sería una forma de la
existencia social en la que las relaciones habidas entre los individuos se regulan de
modo normativo; y b) desde su concepción dinámica, que relaciona la praxis políti-
ca con el ejercicio de la decisión y de la fuerza en el contexto de la comunidad. Esta

Cf. D. jervoimo,
c/. u. Jervolino, «L'herméneutique
«i.nermeneunqu de la 'praxis'», en J. Greisch (ed.), Paul Ricíeur. L'herméneutique a iécole
, , _ . „ , _ _ . . T,,^,. o-...-L____ 1995, pp. 261-281.
de la phénoménobgie, París, Beauchesne, 1995, pp. 261-281
P. Ricoeur, Le juste, París, Esprit, 1 995, pp. 185-193.

384
polaridad dialéctica de lo político, abierta siempre por la pinza trágica existente entre
la ética y la moral'*'', motiva la imposibilidad de una experiencia adquirida de las rela-
ciones de poder, susceptible de progresión o de regresión. La experiencia del poder
político es siempre histórica, está marcada por crisis diversas, por su propia finitud,
por su carácter frágil o incierto. No existe, por tanto, una hipótesis evolutiva que
muestre a las claras el fenómeno de lo político, sino un constante ejercicio de inter-
pretación y de memoria, a través del cual cada grupo histórico, poseedor de un éthos
peculiar, de un poder de creación ligado a la tradición, reconstruye -mediante la dia-
léctica del consenso y del conflicto— su propia identidad política. La obra de Ricoeur
supone, en consecuencia, la aceptación de las contradicciones de la acción y de su
fragilidad constitutiva, hasta el punto de llegar a «institucionalizar» la propia diná-
mica del conflicto social. Nos atreveríamos a decir que el recorrido llevado a cabo en
sus textos no es sino la experiencia del paso de la constatación de la fragilidad de lo
político a la política de lo frágil. Y algo más...

Vid. O. Abel, Paul Ricaur. La promesse et la regle, París, Michalon, 1996, p. 36.

385
3. Fenómeno, signo y sentido
Reflexión y símbolo
La empresa filosófica de Paul Ricoeur
Xavier Tilliette

Una de las publicaciones destacadas de un año especialmente rico —1960— ha


sido sin duda alguna la obra de Paul Ricoeur Finitud y culpabilidad, continuación
pero no final aún de una Filosofía de la voluntad inzuguTidz hace diez años con una
tesis que hizo época'. Durante este largo intervalo, toda una década, el pensamiento
de Ricoeur se ha desarrollado, se ha abierto a nuevos territorios. El joven profesor de
la Sorbona, cristiano «comprometido» pero hombre de reflexión ante todo, se ha
confirmado como uno de los maestros de la enseñanza filosófica en Francia, muy
apreciado por el difi'cil público estudiante. Parece haber llegado la hora de evaluar el
resultado provisional de sus investigaciones.
No obstante, sólo emprendemos este examen a beneficio de inventario. En efec-
to, el movimiento de la imponente obra que será de ahora en adelante Filosofía de la
voluntad se orienta, incluso en sus rodeos, hacia un objetivo no declarado; la pro-
blemática ya desarrollada plantea interrogantes que quedan momentáneamente sin
eco. Pero podemos desde ahora señalar la convergencia de las líneas de investigación
y suponer su concordancia final. La espera sería, por lo demás, demasiado larga si
hubiese que renovar un crédito de diez años.
Filosofía de la voluntades la obra maestra de Ricoeur. Ha estado acompañada o
precedida por varios artículos, algunos recogidos en un volumen. Historia y verdaS,
y por estudios de juventud dedicados a Jaspers (en colaboración con Mikel Dufi-en-
ne)^ y a establecer un paralelismo entre Jaspers y Gabriel Marcel^. Además, Ricoeur

' Philosophie de la vobnté, Col. «Philosophie de l'Esprit», París, Aubier: 1. Le vohntaire et l'inmlontaire, 1950.
2. Finitude et culpahilité, 1960:1. Vhomme faillihle. 11. La symholique du mal [Hay ed. cast.: Finitud y culpabilidad,
Madrid, Taurus, 1982]. Designaremos estos volúmenes respectivamente mediante las cifras romanas I, II j III, segui-
das de la paginación. [La segunda cifra hará referencia a la traducción castellana.] Se encontrará un excelente resu-
men del primer libro en la conferencia del 25 de noviembre de 1950 en la Sociétéfranfaisede Philosophie [P. Ricoeur,
«L'unité du volontaire et de rinvolontaire comme idée-limite», en BuUttin de la Société jranfaise de Philosophie, vol.
45, n.° 1, enero-marzo 1951, pp. 3-29 (N. delT.)].
' París, Seuil, 1955 [Madrid, Encuentro, 1990].
^ Karl/aspen et la philosophie de l'existence, Pilis, Seuil, 1947.
"• Gabriel Marcel et KarlJaspers, París, Éditions du Temps Présent, 1948.

389
ha realizado una traducción de las Ideen de Husserl, su tesis secundaria, enriquecida
con un prólogo muy perspicaz'.
En contacto con estos antecesores ilustres, Husserl, Jaspers y Gabriel Marcel,
Ricoeur ha elaborado sus herramientas intelectuales y su modo de abordar los pro-
blemas. Su orientación filosófica se sitúa en el punto de encuentro difícilmente dis-
cernible de sus mentores. Con buenos y meritorios trabajos de comentarista, de crí-
tico y de traductor ha realizado, pues, sus años de aprendizaje, dejándose llevar
al umbral del «reino de los espíritus filosóficos», donde, según Jaspers, «nadie nos
acoge»^.
Sin embargo, la influencia de estas tres grandes autoridades, tan fácilmente apre-
ciable en el primer volumen. Le volontaire et l'involontaire, se enriquece en adelante
con otros patronazgos, que la desplazan incluso a un segundo plano. Ricoeur sigue
ahora las huellas de Kant, de un Kant inteligentemente reinterpretado «sin preocu-
paciones criticistas onodoxas» (II, 36, 40); recurre también gustosamente a Platón,
a Descartes, a Hegel y a Schelling; toma de Heidegger categorías hermenéuticas y el
emplazamiento de la perspectiva «epocal». Pero persiste la tríada antigua. Recurre
constantemente al análisis eidético husserliano. Jaspers, abandonado en el punto ver-
daderamente capital de la Culpa como situación límite, da, en cambio, un impulso
decisivo a la exploración de los mitos y de los símbolos, la idea de las tres lenguas
cifradas que descifra una lectura existencial es una de las claves que utiliza Ricoeur, y
el carácter irremediable de la «ingenuidad perdida» sigue proyectándose en sus exé-
gesis. Ecos vivos de Marcel persisten en el acento puesto en la alegría primordial de
existir, anterior a la gravedad del mundo amenazado, en la evocación del nuevo orfis-
mo y, por último, en la concepción de una filosofía que se abastece «plenamente del
lenguaje» (III, 332,498). Pero todas estas inspiraciones, todas estas aportaciones, asi-
miladas libremente, sólo permanecen en él como presencias discretas y tutelares. Las
coincidencias, a veces fortuitas o subconscientes, con problemáticas tradicionales,
especialmente las del idealismo alemán, subrayan, mediante la falta misma de citas,
la autonomía de su proceder''. Ricoeur renuncia a las fiínciones de bedel o de comen-
tarista para asumir el papel de profesor original. Estamos ante un investigador inde-
pendiente, cuyos materiales constituyen, en conjunto, una cantera que le pertenece.
En Filosofía de la voluntad, ha proyectado, más que los conocimientos adquiridos, la

' E. Husserl, Idees directricespaur unephénominobgiepuré, 1.1, Introducción, traducción y comentario de Paul
Ricoeur, París, Gallimard, 1950. [Hay edición castellana: Ideas relativas a una fenomenología pura y una filasofia feno-
menotígica, México, F.C.E., 1949 (N. delT.).]
^ K. Jaspers, Von dtr Wahrheit. Philosophische Logik, vol. 1, Munich, R. Piper, 1947, p. 965. Selección de tex-
tos en castellano: Lo trágico. El lenguaje. Málaga, Agora, 1996. Parte de la obra ha sido reimprimida posteriormen-
te con el título Üher das Tragische, Munich, R. Piper, 1952. Hay trad. cast. de esta segunda edición: Esencia y formas
de lo trágico, Buenos Aires, Sur, 1960 (N. del T ) .
^ La dialéctica de lo finito y de lo infinito es el nervio de los sistemas idealistas. Ricoeur seguramente hará alu-
sión a ello en su próximo voliunen, pero es su última oportunidad. De momento, se pueden poner de relieve sor-
prendentes coincidencias que algunas notas habrían podido apoyar. Por ocupamos de Schelling, la «tristeza de lo
finito» (I, 420 y ss., II, 154-156, 154-156) que además de un tema romántico es una nota dominante de toda su
filosofía (v.g Ed. Schroter [Werke, Munich, ¡2 vol., 1927-1928], IV, 291; V, 313; etc.); el Zom Gottesyel caos ocu-
pan en su espeaJación un lugar considerable (cfir, III, 65 y ss., 199 y ss.; 225 y ss., 363 y ss.); incluso la metáfora
del Vínculo (Band der leberuiigen Krdfte) aparece a menudo en Ricoeur. Es cierto que Schelling permanece abocado
al origen de los mitos; pero hemos encontrado una fiase que podría servir de epígrafe a El hombre láhii «Alie Schwa-
che kommt aus der Geteiltheit des Gemüts» (Ed. Schroter, IV, 369). En II, 83, 85, se podría añadir una cita de Sein
undZeit (Tübingen, Nicmeyer, 1953), p. 244 n., que hace referencia a Husserl.

390
historia de su pensamiento, con sus intenciones, sus puntos de referencia y sus ase-
dios. ¡Dichosos aquellos que tienen amplios proyectos!
Pero Ricoeur no quisiera que dejáramos de mencionar a un filósofo francés
recientemente desaparecido, Jean Nabert, autor de L'expérience intérieure de la liber-
té, de Eléments pour une éthique y de un extraordinario Essai sur le maP. El propio
Ricoeur proclama su deuda con este excelente pensador de la corriente reflexiva,
impregnado también de preocupaciones existenciales. Essai sur le mal KA suministra-
do a Ricoeur el modelo de un razonamiento bien dirigido y centrado invariablemente
en su problema. En Nabert, en efecto, la solución no supera la hipótesis; lo Injusti-
ficable-ú «Mal radical»—, reasumido por la libertad, resuena, tras chocar con ella, en
la doctrina de la libertad para ampliarla e intensificarla. Con el acicate de lo Injusti-
ficable, el Yo se siente estimulado a llevar a cabo sin cesar la experiencia amarga y
salubre de la contradicción. Leemos, por ejemplo, en la página 35 del Essai: «Sólo se
nos ofrece una vía: volver del mundo, en el que hemos buscado las huellas de lo
injustificable, al yo, donde éste podría tener su origen verdadero si fiíese cierto que,
sin salir de sí, y sólo mediante la relación que entabla consigo, el yo discierne la
invencible contradicción inscrita en su propio ser y se asegura mediante el acto
mismo que denuncia esa contradicción: dicha contradicción no tiene remedio ni ate-
nuación imaginable, reaparece en todo esfiíerzo por superarla. Pero se trata de una
contradicción salvadora cuya ignorancia y desconocimiento están en el origen de las
pretensiones del yo».
Sustituid «yo» por «conciencia», «injustificable» por «culpa» o «discernimiento»
por «confesión» y tendréis el tema central de las meditaciones de Ricoeur. La con-
ciencia confiesa su propia Culpa. Éste es, muy esquemáticamente, el programa que
desarrolla, según un plan ordenado, en los dos volúmenes de Finitudy culpabilidad.
Además, la separación entre lo infinito y lo finito, el análisis de la «desproporción»
(o de la «desigualdad»), la noción kantiana de humanitas que subyace a una visión
ética del mundo, marcan puntos de contacto {>ermanentes entre la tentativa de
Ricoeur y el ensayo de Nabert.

No podríamos reprochar al autor que realice su vasta empresa por etapas. El


monumento ampliado queda, en consecuencia, inacabado por segunda vez. Pero la
interrupción resulta más molesta que al término del volumen precedente, pues Le
volontaire et l'involontaire, descripción pura de las estructuras del querer y prolegó-
menos de una ontología de la libertad, formaba una relativa totalidad, muy delimita-
da en su horizonte y en sus conclusiones. En cambio, a los dos tomos de Finitudy cul-
pabilidad les falta desgraciadamente el tercer cuadro del tríptico. La Empírica de la
Voluntad sigue abierta, los interrogantes que se plantean se abren al borde del vacío.
En cuanto a la última etapa de la construcción, la Poética de la voluntad, mencionada
repetidas veces, podemos resistir más fócilmente su aplazamiento, precisamente por-
que sólo es el reverso de una mítica de la culpa y depende, por consiguiente, de la
misma instancia metódica.

' J. Nabert, Vexpérimce intérieure <U k liberté, París, PUF, 1923. Eléments pour une éthique, París, PUF, 1943;
2» ed., París, Aubier, 1962, Esw sur le mal, París, PUF, 1955; 2" cd., París, Aubier, 1970 (N. del T ) .

391
En efecto, las divergencias y los cambios de estructura de la Filosofía de la volun-
tad cstin articulados firmemente en base a supuestos metodológicos. A cada sección
de la investigación, a cada curva de la espiral, corresponde, según un plan preconce-
bido la puesta en práctica de un nuevo método. La Eidética de la Voluntad, que prac-
tica la puesta entre paréntesis o la epoché de la Culpa y de la Trascendencia, es decir,
la abstracción de la ética y de la metafísica, se atiene al método fenomenológico de
la pura descripción y de la comprensión de las estructuras subjetivas: «El eje del
método es una descripción de tipo husserliano de las estructuras intencionales del
Cogito práctico y afectivo» (I, 22). La segunda investigación reintroduce y tematiza
la Culpa: la Empírica de la Culpa o del siervo arbitrio, ampliada en una Simbólica
del Mal, se separa de una Mítica de la Inocencia. Postula una descripción ya no teó-
rica, sino empírica, «mediante la convergencia de índices concretos» o mediante «el
desciframiento de las pasiones» —el único método, dice Ricoeur, «que conviene a una
topografía del absurdo»- (I, 27). Además, recurre a «la experiencia imaginaria» depo-
sitada en ios mitos y los relatos primitivos. No obstante, tste programa metodológi-
co formulado en 1950 no ha sido estrictamente observado y ha sufrido algunos rea-
justes en el camino. Por último, el tercer estadio, la Poética o Pneumatología de la
Voluntad, establecerá las vías de aproximación a la trascendencia. Es prematuro decir
cómo tratará de armonizar el autor la lectura ininterrumpida de los mitos, el uso de
las «nociones unitivas» (I, 32), la sugerencia de las «experiencias radicales que captan
el querer en su origen» (L 33), el recurso a la experiencia artística que «conjura» la
creación, y la fecundidad de una «alógica de la paradoja» (I, 35).
Se avanza, pues, de lo abstracto a lo concreto, de lo universal a lo existencial, de
los datos puros a la experiencia vivida. No es preciso decir que la Empírica y la Poé-
tica de la Voluntad se interfieren, aunque menos de lo que era previsible inicialmen-
te (I, 28, n. 31), sin duda porque la mítica de la inocencia es abarcada y como aplas-
tada por la simbólica del mal. Sea lo que fiíere, el mérito de Ricoeur reside tanto en
la aplicación metódica como en su docilidad a lo que llama la «gracia del lenguaje».
Los análisis diversos de Finitud y culpabilidad á2S\ testimonio de la movilidad y de
los descubrimientos de un pensamiento en continua búsqueda, que la intención sis-
temática consigue contener, no refrenar. Además, el formalismo conduciría a la este-
rilidad si no fiíese alimentado continuamente con una aportación no-filosófica. La
filosofía no es una ciencia deductiva. En este punto, Ricoeur refleja la tendencia
general de los pensadores contemporáneos.

Al entregar al editor la primera fase de su trabajo, Ricoeur subrayaba explícita-


mente que la continuación requeriría una modificación del método. Sabía, al menos
conñisamente, que el «largo rodeo» (L 25) que tenía previsto le llevaría a explorar la
«vía larga de los mitos» (IH, 244, 411). La promesa estaba echa. De todas formas, los
resultados del primer volumen no debían ser puestos en duda. Las estructuras antro-
pológicas de la libertad sin la Culpa, no la libertad ante la Culpa, que pueden ser leí-
das en el espectro de los «índices racionales de la existencia» (L 20), mantienen invul-
nerable su validez. La reintroducción de la Culpa, aislada mediante una reducción
deliberada —Ricoeur inventa la afortunada comparación con un país intacto ocupa-
do completamente por el enemigo (I, 28; IH, 150, 312)-, exigía, sin embargo, la elu-
cidación preventiva de la posibilidad de la Culpa, es decir, del concepto de labilidad.

392
Esta cuestión previa sólo era entrevista en 1950, sus perfiles aparecían indetermina-
dos, en la medida en que, al ser la culpa un «cuerpo extraño» (II, 10, 14) en la eidé-
tica humana, «esta debilidad no resulta en principio inteligible» (I, 27).
El proyecto se ha aclarado, pues, en el camino, desde el momento en que no se
percibían claramente el lugar de la empírica descriptiva y el de la mítica concreta. El
hombre lábil, esbozo de una antropología filosófica, desempeña el papel de eslabón
intermedio. Responde a la pregunta acerca del lugar o del punto de inserción del mal
en la realidad humana. Pero demos la palabra al autor: «La teoría de la labilidad
representa una ampliación de la perspectiva antropológica de la primera obra, que se
ceñía más estrictamente a la estructura de la voluntad. La elaboración del concepto
de labilidad dio ocasión a una investigación mucho más extensa acerca de las estruc-
turas de la realidad humana; la dualidad habida entre lo voluntario y lo involuntario
vino a ocupar el puesto que le correspondía dentro de una dialéctica mucho más
amplia, dominada por las ideas de desproporción, de polaridad de lo finito y de lo
infinito, y de intermedio o mediación. Precisamente en esta estructura de mediación
entre el polo de la finitud y el polo de la infinimd del hombre es donde buscamos la
debilidad específica del hombre y su esencial labilidad» (II, 11-12, 15-16).
Este estudio preliminar, que ocupa uno de los tomos de Finitud y culpabilidad,
empieza más acá o más arriba de la ética propiamente dicha. Se lleva a cabo bajo la
égida de Kant, y pone en práctica una especie de analítica trascendental, definida
sencillamente como «inspección de la capacidad de conocer» (II, 35, 39), que verifi-
ca en el objeto las intencionalidades. El hilo conductor o la hipótesis de trabajo es la
idea cartesiana y pascaliana de desproporción que se ampliará y se precisará como
«firagilidad». En una primera etapa, precomprensiva, perifilosófica, se recurre a lo
patético y a la retórica de la «miseria», tal como la elaboraron, por ejemplo. Platón y
Pascal. Después, esta nebidosa o esta «matriz» extrae mediante el análisis reductor la
síntesis trascendental, cuyos momentos son la «perspectiva finita», el «verbo infini-
to» y su mediación en la «imaginación pura», trascendental y esquematizadora. A la
síntesis trascendental se añade y le corresponde una síntesis práctica y voluntaria.
Esta peripecia abandona la «reflexión de tipo trascendental» por una «aproximación
a la totalidad humana», conservando no obstante la primera como guía.
El paso de lo teórico a lo práctico, del conocimiento al querer, se lleva a cabo
mediante un regreso al basamento concreto de la reflexión trascendental. Ésta se
extrae, en efecto, de la opacidad sensible, y está lejos de poder agotar la experiencia
de la miseria. Anteriormente, los análisis de Le volontaire et l'involontaire insistían en
el arraigo afectivo de la voluntad. En este punto, la síntesis práctica se aclara en la
intencionalidad afectiva. Recuperando una intuición de Schelling, que llamaba al
deseo «la grandiosa madre del conocimiento»^, Ricceur habla de la «luz de la afecti-
vidad» o de la «claridad del deseo» (II, 71, 74). Una antropología de lo lábil y de lo
finito pasa por la desproporción afectiva.
La antinomia práctica opone entre sí la estrechez finita del carácter y la infini-
tud de la felicidad en que consiste el destino del hombre. La reconciliación de estos
dos momentos tiene lugar en la persona, basada en la idea de humanidad que se

Ed. Schroter, IV, 252 («Gefiihl, Sehnsucht, herrliche Mutter der Erkenmnis»).

393
manifiesta, a su vez, en el sentimiento de respeto {Achtung). La referencia kantiana es
notoria y, por otra parte, confesada. Pero no podemos dejar de descubrir en esta sín-
tesis algo de ingenio y de artificio. El argumento no convence plenamente, y mues-
tra el defecto de toda prospección fenomenológica. Es cierto que una síntesis de la
fragilidad puede repercutir en la fragilidad de la síntesis. En cualquier caso, Ricoeur
subraya precisamente la función notablemente semejante que desempeña el respeto
en la síntesis subjetiva y la imaginación en la síntesis objetiva. Aunque Kant orienta
expresamente el análisis del respeto hacia la ley moral, era oportuno no dejar de lado
la orientación lateral hacia la persona.
La síntesis práctica así constituida se prolonga en la dimensión del sentimiento,
a fin de recuperar totalmente la plenitud de la miseria, una vez que se hubiese con-
jurado y eliminado lo patético. Una filosofía del sentimiento -en el sentido de Gemiit
(IL 96, 96)-, del «corazón inquieto» (II, 98, 99), es el tercer tiempo de la antropo-
logía de la labilidad. Este momento integra e interioriza a los demás. Así como la sín-
tesis cognitiva, objetual, supone el «punto ciego» (ibid) de la imaginación trascen-
dental, en el punto neurálgico de la «fragilidad afectiva» se basa la realización de una
exégesis de la desproporción. Aquí la «piedra angular» del modo de reflexión es que
«el sentimiento pone de relieve la propia intencionalidad de las tendencias» (II, 102,
103). El carácter revelador del sentimiento alcanza lo fiindamental. «El sentimiento
constata que, sea cual sea el ser, somos» (II, 119, 119). El sentimiento merece califi-
carse de ontológico cuando es la Alegría paradójica en la «ausencia misma del ser en
los seres» (II, 122, 122). Este poder de revelación es simultáneamente un poder vin-
culante: el sentimiento «une lo que el conocimiento escinde; me une a las cosas, a los
seres y al ser» (II, 147, 147). Pero esta fimción vinculante da lugar a una nueva dico-
tomía, a una disonancia íntima. Todas las desproporciones se condensan en el con-
flicto originario de la subjetividad distendida entre la vida orgánica y la vida espiri-
tual. La mediación que ahora se requiere la ofrece el corazón, el thymós platónico,
que ocupa un lugar de honor a lo largo de páginas vibrantes. Pero mientras que la
imaginación establece calladamente un orden inocente y sereno, la mediación del
thymós refleja una aspiración indefinida, esencialmente agitada e imposible de apla-
car: se trata del corazón inquieto, testimonio y principio de toda fragilidad.
De todo ello, resulta que la labilidad, h. posibilidad áú Mal moral, se inscribe en
la propia constitución del ser humano. El hombre es limitación, el hombre es mixto.
A través de estnfallaexistencial (II, 92, 156; 93, 156) se insinúa la «tristeza de lo fini-
to», la tristeza según Spinoza (II, 156, 156). Pero se trata de pasar de la capacidad no-
tética a la posición del mal, de comprender no ya el punto débil sino la ruptura misma.
En el umbral de la falta cometida, el método ha de sufrir una reftindición radical.

La verdadera cesura metodológica, la línea divisoria de las vertientes de esta Filo-


sofía de la voluntad, se encuentra, en efecto, en el surgimiento de la falta cometida,
opacidad impenetrable, contingencia, enigma desconcertante. La fractura refleja el
«salto de lo lábil a lo ya caído» (II, 159, 158), de lo ontológico a lo histórico. La arti-
culación débil se ha quebrado, la juntura que existía aún en la «diferencia ontológi-
ca» del ser finito ha cedido.
Este accidente absoluto sólo se puede constatar. Ninguna necesidad lo liga a la
deficiencia entrevista. La culpa no se puede deducir, es inexplicable; sólo puede ser

394
reconocida, confesada. Sin embargo, no queda abolida toda continuidad entre la des-
cripción antropológica y la visión ética que domina la Simbólica del mal Aunque sólo
se percibirá claramente, con la convergencia del mal y de la desgracia, al término del
largo periplo que constituye la odisea de la conciencia desgraciada a través de los mitos.
Se ofrece una anticipación de este retorno especulativo en las páginas intermedias sobre
el concepto de siervo arbitrio, donde se profiíndiza en él a través de los símbolos mix-
tos y del símbolo puro de la mancha para descubrir las infraestructiu-as intencionales
del «télosn en que consiste la noción de siervo arbitrio. Cabría señalar que las indica-
ciones que se ofrecen sobre esta cuestión nos dejan perplejos, por los juegos de palabras
que se hacen sobre «afección, infección y defección», y la reminiscencia kantiana de la
auto-afección (III, 148-150, 311-312). Hay que esperar los desarrollos prometidos.
El método seguido es una hermenéutica filosófica, una interpretación ordenada
del lenguaje de la confesión tal como quedó depositado en la conciencia arcaica y en
la conciencia mítica. El filósofo reproduce, imaginativa y simpáticamente (III, 153,
320; 315, 488), la confesión inmemorial. Ésta es la tarea de una filosofía de carácter
exploratorio y prospectivo que se deja «seducir» e «instruir» (III, 331-332, 498) por
los símbolos. Una bella máxima, inspirada por Kant, le sirve de talismán: el símbo-
lo da que pensar. No como la Athikté de Valéry'°, ocasión y estímulo de vagos pro-
pósitos, sino porque un discurso latente está ligado, incorporado a la sustancia de los
mitos. La hermenéutica se basa en el carácter heurístico de los mitos y de los símbo-
los. El mito, exégesis primitiva de la condición humana, es tan importante como el
sentimiento (III, 273, 439).
La simbólica del mal consta de dos partes: una elucidación de los símbolos pri-
marios y un examen tipológico de los mitos del principio y del fin. Estrictamente
hablando, el título sólo corresponde, pues, a la primera parte, que examina esas som-
brías flores del Mal, cada vez más interiorizadas, que son la mancha, el pecado y la
culpabilidad. Las conclusiones de esta primera parte anticipan, en cierto modo, las
de la segunda. Pero el circuito mítico tiene un alcance más amplio, y desencadena un
movimiento destinado a superar más adelante la esclavitud de la libertad. Además,
ambos campos de investigación presuponen la misma tesis, a saber, la «tautegoría»
del mundo simbólico y mítico. El término, como sabemos, proviene de Schelling y
se distingue del de alegoría". El mito es tautegórico porque no hay que buscar fuera
de él un sentido que le es ajeno. Significa lo que enuncia, y enuncia lo que significa.
Por ello, la hermenéutica de los mitos no consiste en traducirlos, sino en rehacerlos,
en volver a captar su vida implícita y su lógos latente.
Un método que se adhiere hasta ese punto a su objeto no puede definirse con la
precisión adecuada. Es soHdario constantemente con lo dado, recurre continuamente
a la capacidad de invención y a la simpatía inteligente de quien lo practica. Los análi-
sis sutiles, los distintos enfoques y el esclarecimiento recíproco de lo histórico y de lo
racional conforman el valor de la obra de Ricceur. Ni siquiera podemos resumirlo'^.

•» Vid. P. Valéry, «L'Ame ct la Danse», en CEuvres, vol. II, París, Gallimard, 1960, pp. 148-176 (N. del T.).
" Cjf la importante obra de M. Pépin, Mythe et aüégorie, París, Aubier, 1958. La referencia a Schelling es bas-
tante superficial y de segunda mano.
'^ He aquí al menos el plan de esta tipología mítica; 1. El drama de la creación y la visión «ritual» del mundo
(relatos sumerios y asirio-babilonios, epopeya de Gilgamesh, el rey hebreo, el titán helénico). 2. El dios malvado y la

395
La mayor dificultad de una hermenéutica de los símbolos, ya sean éstos de pri-
mer o de segundo grado'^, reside en mantener simultáneamente una reproducción
fiel y una criteriología. El filósofo se deja instruir por la tradición simbólica y míti-
ca; pero, por otra parte, la comprende y extrae el sentido de su lenguaje imaginado.
Su situación no está fiindada, no es concluyente. La «modernidad» le prohibe vivir
en el mundo mítico, pero el fin de la ontoteología le obliga a regresar a las fiíentes
de la racionalidad. De modo que ha de estar a la vez ftiera y dentro.
La perspectiva o el postulado que ha seguido Ricoeur, con una gran honestidad,
para evitar el dilema, es precisamente la máxima que le sirve de «estrella guía» (IH,
222, 387): el símbolo da que pensar. El símbolo transmite el contenido de un con-
junto de pensamientos, incita a la expresión especulativa, no es un pensamiento inar-
ticulado y confiíso propiamente dicho, sino la inauguración de un movimiento que
acaba sublimándose o desembocando en un lenguaje racional. ¿Es preciso emitir un
juicio de valor sobre esta evolución? ¿Somos jueces y justicieros del destino de los
mitos y de los símbolos? Leyendo a Ricoeur, calibramos el profiíndo cambio que ha
experimentado la mentalidad filosófica en algunas décadas. El racionalismo ha per-
dido toda presunción; pero la senda que ha trazado no permite el regreso.
¿Cómo abarcar, en estas condiciones, la dinámica interna de los mitos, cómo
introducir la deriva del tiempo histórico en el tiempo mítico, cómo adoptar un prin-
cipio de clasificación, no dejarse desarmar por la proliferación simbólica o seguir la
flecha que conduce al futuro? Ningún apriori preside la explotación de esta selva vir-
gen, pero los trabajos de los mitólogos, fenomenólogos, exegetas e historiadores de
las religiones aportan una valiosa contribución. Hay que tener en cuenta sus méto-
dos comparativos. Una vez delimitado un campo concreto, en este caso los mitos del
principio y del fin, es posible elaborar, con ayuda de los especialistas, una morfolo-
gía o una tipología de los mitos. Calibramos su importancia, su área de influencia,
su vitalidad y su complejidad; podemos incluso determinar las formas «recesivas» y
las formas «cambiantes» junto a las formas dominantes.
Evidentemente, el procedimiento se basa en la uniformización de los mitos y en
la universalidad de la conciencia mítica. Es acrónico. Reduce la importancia de las
mitologías en beneficio de los mitos, y no intenta establecer un orden de sucesión ni
una genealogía, lo que lo separa radicalmente del intento, todavía tan imponente, de
Schelling. Cabe preguntarse hasta qué punto es legítimo reducir así la consideración
propiamente histórica y el problema metafísico.
Pero Ricoeur ha escogido deliberadamente la «vía larga» (IIL 244, 249; 411, 416)
de las figuras simbólicas y de la hermenéutica de los símbolos. Al hacerlo, es cons-
ciente del «lugar» desde el que lleva a cabo la exégesis como heredero de la tradición
judeo-cristiana y pensador occidental de la «modernidad», en el crepúsculo de una era
metafísica que ha sustituido los mitos en declive. De modo que existe una coinciden-
cia entre el final de la irreversible odisea mítica y el punto de partida de ese movi-
miento retrógrado de lo Verdadero que constituye la recuperación filosófica del mito
o, si se prefiere, su «remitologización». Hay que examinar dos cosas, indisociables

visión «tr^ca» de la existencia (tragedia griega). 3. El mito «adánico» y la visión «escatológica» de la historia (Biblia,
san Pablo). 4. El mito del alma desterrada y ia salvación mediante el conocimiento (Platón, orfismo, pitagorismo).
'^ Los símbolos de tercer grado son los símbolos racionales, que serán desvelados en el próximo volumen.

396
entre sí. En primer lugar, la propia aventura mítica. Ésta es promovida por el lengua-
je, es lógos que se busca y se abre un camino. De entrada, el mito es la forma cifrada
de la crítica de la apariencia (III, 238, 404), signo de distancia y de entrega, aurora de
la reflexión. Pero el mito es una experiencia narrada, y sólo es experiencia mediante el
relato. En este camino, «la vivencia accede a la luz de la palabra» (III, 244, 411). Las
imágenes mueren «como flores cortadas» (III, 191, 355), el flujo de significados con-
tinúa fluyendo bajo otros. El mito está animado por una vida latente (III, 165, 327).
«Se entrega a la palabra significativa» (III, 159 n, 321 n). En su último estadio, «se
eleva» a la «especidación» (III, 284, 451), «prepara la especulación examinando el
punto de ruptura de lo ontológico y de lo histórico» (III, 227, 392). Ahora bien, la
especulación, la gnosis especidativa, germina en los mitos que ella misma extingue.
Esta constatación tiene muchas consecuencias, pues permite prever un tratamiento
análogo para las organizaciones míticas y los grandes sistemas conceptuales.
La otra cuestión que queríamos abordar se refiere a la actitud del filósofo de la
modernidad, es decir, a los «hijos de la crítica», a los «hombres de inmensa memoria»,
de los que habla Ricoeur (III, 285, 452). Su posición se define lealmente al final del
volumen. El lugar de escucha privilegiado es el de la tradición de origen, en este caso,
aquel donde se proclama la hegemonía del mito adánico. El principio del discerni-
miento hermenéutico se basa en una apuesta por la fe. Dicho principio se verifica
mediante la experiencia integral, que pone de manifiesto el poder revelador del mito
preeminente. Es el círculo de la hermenéutica, esbozado en la conclusión, «centro de
toda la obra», círculo que será recorrido en el próximo libro. Otro modo de justificar
la elección, que es objeto de estudio en el capítulo «El ciclo de los mitos», consiste en
crear un espacio de gravitación alrededor del mito privilegiado: el poder de atracción
y de repulsión de éste, su capacidad de consolidar las tensiones y los conflictos, y de
hacerles frente, constituye la prueba de una apropiación que lucha victoriosamente
por otras apropiaciones. Un último modo de legitimar el mito depende de la teolo-
gía: pone en perspectiva la simbolización bíblica acerca de la cristología. El filósofo,
que no quiere invadir el dominio teológico, se contentará con verificar lo revelado en
aquello que revela, el Kerigma en el símbolo {cf. III, 252, 418).
El bosquejo que ofrece Ricceur de las líneas directrices de su empresa roza el
umbral de una filosofía religiosa o de una apologética. Es importante, sin embargo,
dejar de lado un error. Lejos de renunciar a sus derechos y de faltar a su juramento
de comprensión total, la filosofía convertida en hermenéutica hace prevalecer su
autonomía. El último capítulo, transición más que conclusión, muestra que una
«filosofía que comienza por el símbolo» procede de modo inverso a la apologética
clásica. Se trata de recuperar racionalmente, de colmar de inteligibilidad, la creencia
precomprensiva (la Vorverstdndnis). Con el éxito de este modo de proceder, la filo-
sofía sigue en pie; con su fracaso, muere. Se adivina la amplitud y la dificultad de la
tarea que ha afrontado el pensador de la modernidad. Hubo de colmar en la medi-
da de lo posible el hiato metódico que había aceptado. Es decir, habrá de dirigir la
filosofía del símbolo a la filosofía de la voluntad, y justificar el largo rodeo dado por
la selva de los símbolos. Esta «segunda revolución copernicana» (III, 331, 498) será
una deducción trascendental de un nuevo estilo, la constitución de una «empírica del
siervo arbitrio» a partir de símbolos que, en lugar de ser descifrados, se convierten en
descifradores. Pero Ricoeur trata de señalar que tal operación no se contenta con

397
ampliar la conciencia de sí, con abrir un espacio de obediencia reflexiva; dicha ope-
ración suscita una verdadera conversión, sumerge al ser personal en una ontología
existenciaria de la finitud.
Por ello, pretende acceder a una «segunda ingenuidad», a una «segunda inme-
diatez». Expresiones paradójicas y casi insostenibles en su contenido literal. Enuncian
el deseo —la «apuesta inmensa»— de una crítica que supere la crítica, de una crítica res-
tauradora, de una remitización que suceda a la irremediable desmitologización, de
una comunicación que supere el olvido de lo sagrado: «Sólo podemos creer al inter-
pretar. Este es el modo moderno de creer en los símbolos; expresión de la angustia de
la modernidad y remedio de esa angustia» (III, 327, 493). Una llamada que procede
de la noche de los tiempos nos encuentra a la escucha, en el silencio agrandado por
tantas voces extinguidas. «Lo que nos anima no es la nostalgia de la Atlántida sumer-
gida, sino la esperanza de una recreación del lenguaje; por encima del desierto de la
crítica, queremos de nuevo que se nos interpele» (III, 325, 491).

El bache metódico sólo es, por consiguiente, provisional, y se rellenará con una
segunda lectura de orientación trascendental y existenciaria. Al desciframiento míti-
co va a sucederle la interpretación de lo que tiene de críptica la experiencia humana.
RiccEur no oculta el peligro de esta postura, pues lo que hace que su tesis sea cauti-
vadora es lo que la hace también frágil. Nos referimos a una comprensión de los
mitos que sea también un recuerdo, de un exilio que sea una tierra habitable. Planea
sobre las páginas finales de la Simbólica del mal unz nostalgia que recuerda el lamen-
to de Hiperión.
A decir verdad, vemos claramente hacia dónde se encamina este «amanecer»,
este esfuerzo apasionado por recuperar el lugar, que está en todas partes y en ningu-
na, donde nacen conjuntamente el ser, lo sagrado, el lenguaje y la filosofía. El origen
lleva en su seno toda verdad. Pero tenemos derecho a pedir una explicación y un esta-
tuto más satisfactorios de la aventura metafísica. La angustia de la modernidad no es
la última palabra. ¿No es la diversidad metodológica la imagen de un desconcierto
que cede demasiado rápido a la fatalidad? Por citar sólo dos ejemplos: Blondel y el
padre Fessard (este párrafo de Ricoeur recuerda la dialéctica del pecado en los Ejerci-
cios)^^ señalan vías rectilíneas, racionales e históricas que no han dejado de tener
vigencia. Por otra parte, el teólogo, según Ricoeur, nos parece algo peligroso separa-
do del filósofo. Un pensador protestante, es cierto, tiene más campo libre, se siente
menos incómodo que un filósofo católico, quien no se atreverá a escribir que la
noción de pecado original es un «pseudoconcepto»". Pero lo que más nos inquieta
es la suerte que aguarda a las formalizaciones filosóficas y teológicas y, en general-, a la
especulación. Tenemos la impresión de que, en el próximo libro, Ricoeur se aproxi-
mará a un vado muy estrecho y apenas señalizado. Las interferencias entre la Empíri-
ca y la Poética amenazan con midtiplicarse, algo que, por otra parte, no reprochamos.

'•* Cf. III, 235, 401 más que III, 72, 231 (el pecado como «nada») o p. 82, 241 (el pecado como «posición»).
'^ Cf. III, 85, 244 donde el pecado original es una racionalización de tercer grado, mientras que en la página
224, 389 vuelve a pasar al segundo grado y es calificado de «falsa columna». Renunciando a toda discusión acerca
de este problema cargado de malentendidos, planteamos simplemente la pregunta: ¿qué es el pecado original priva-
do de su dimensión histórica?

398
Pero el autor, obligado a devaluar la «gnosis especulativa», se inclinará a sustituir por
la especulación verdadera la evocación mítica y la invocación existencial.
Sin embargo, nuestro crédito y nuestra atención siguen intactos. El valor de un
libro se mide tanto por el interés que suscita como por el asentimiento que provoca.
Y vamos a señalar, según el propio Ricceur, las direcciones titubeantes en las que la
obra trata de inscribirse. Las buscamos en el corto «ruego de publicación» que apa-
rece junto a Finitudy culpabilidad, y, sobre todo, en una conferencia reciente que
impartió en el Istituto di Studi Filosofici de Roma"'; esta conferencia enlaza directa-
mente con las conclusiones de la Simbólica del mal.
La problemática en curso de explicación se refiere al pensamiento reflexivo,
armazón de la visión ética. Hay que atravesar éste de parte a parte, asumirlo hasta el
final. La desmitologización es ineluctable. Los filosofemas sustituyen a los símbolos.
Pero la ruina de los mitos conlleva un déficit de sustancia existencial y afectiva. «El
precio de la claridad es la pérdida de profundidad»^''. Además, la reflexión raya peli-
grosamente, como su tentación permanente, en la gnosis especulativa, cuyo exube-
rante florecimiento invade el problema del mal. Para no extraviarse en el falso saber,
ha de exorcizar los «símbolos racionalizados» (caída, pecado original, pasión, mate-
ria, negatividad, etc.), que son falsos conceptos, y ha de devolverlos a los estratos ante-
riores, símbolos primarios y mitos, como verdaderos símbolos del siervo arbitrio. La
reflexión rigurosa lucha, pues, en dos frentes: contra la ingenuidad mitológica y con-
tra la gnosis especulativa y dogmática. Sin embargo, se desarrolla en esta doble opo-
sición, pues los símbolos, «fondo revelador de la palabra que habita entre los hom-
bres»'*, imantan el pensamiento que les confiere sentido. Las gnosis y las teodiceas
dan un nuevo impulso, mediante su propio oscurecimiento, a la visión moral hacia
su rostro tenebroso, no ético, trágico, hacia el misterio de la iniquidad. Luego, la
reflexión, superándose a sí misma, busca la inteligibilidad en una historia sensata más
que en una lógica del ser. El mal como aventura del ser, como algo integrado en la
historia del ser, lo trágico conservado o reconciliado". Éste es el polo que se vislum-
bra en el horizonte de esta dialéctica que se da entre el siervo arbitrio y el mal. Por
ello, además, «los grandes mitos son, a primera vista, mitos del principio y del fin»^°.
El examen del universo ético no se limitará a explorar el remoto pasado cultu-
ral y filosófico. Confrontará la simbólica en conjunto con las explicaciones moder-
nas de la culpabilidad. Psicoanálisis, criminología, ciencia política, «genealogía de la
moral», etc., serán invitadas, de este modo, a poner a prueba la solidez de una filo-
sofía instruida por los símbolos^'.

'^ P. Ricoeur, «Herméneutique des symboles et reflexión philosophique», en Archivio difilosofia, 1961 [vol. 31,
n.o 1-2]. IIproblema della demitizzazione, pp. 51-73. Debate, pp. 291-297 (con una intervención de H. Birault,
quien critica ía idea del discurso filosófico necesariamente lastrado por supuestos no-filosóficos).
'-' Art. cit., p. 65.
'* Art. cit., p. 60.
" Se trata de la «tragilógica del ser» de la que habla en III, 304-306, 471-473. Ésta pone de manifiesto una de
las motivaciones más escondidas y más imperiosas de la investigación de Ricoeur. Citemos: «Toda nuestra reflexión
posterior depende en este punto de esta última alternativa: o consolidar lo trágico integrándolo en una lógica del ser,
o invertirlo en una cristoíogía. Esta elección entre dos posibilidades depende de una Poética de la libertad que toda-
vía no está a nuestro alcance» {III, 306, 473).
™ Art. cit., p. 70.
^^ Consiguientemente, «diremos más tarde cómo esta alienación que acabamos de aclarar a partir de ía justifi-
cación por las obtas puede ser comprendida igualmente al modo hegeiiano, marxista, nietzscheano, fieudiano o sar-
triano» (III, 139-140, 300).

399
Más allá de la ética y de su historia, es decir, como una apuesta lejana, se abre
el ámbito de la historia sensata que jalonará la Poética. Pero es demasiado pronto para
trazar sus líneas directrices^^. Si la empresa llega a buen puerto, y hay muchas posi-
bilidades de que así sea, se cumplirá el deseo que formulaba Ricoeur al pensar en el
reiterado callejón sin salida del que trata una y otra vez de salir: «Acertado y extraño
sería que, en el seno de una misma filosofía, coincidieran la abundancia de los sig-
nos y de los enigmas sin resolver y el rigor de un discurso no complaciente»^^.

Traducción: Gabriel Aranzueque

^- Cf. art. cit., p. 73.


" Art. cit., p. 58.

400
Historia y visibilidad:
sobre un Ricoeur (no tan) olvidado
Jorge Pérez de Tudela

Historia, advierten los diccionarios, significa en griego «ind^ación». Historio.,


historein viene a ser tanto como «inquirir», «averiguar», «interrogar». Así que con his-
toria, que acaso pudiéramos traducir por «exploración», no sólo se mienta el conoci-
miento que se obtiene preguntando e investigando, sino, igualmente, la exposición
misma de lo averiguado, el relato de los hechos, la historia como narración. Quien
«historia», en este sentido, es el ver. Y es de la acumulación del ver de donde provie-
ne la ciencia, el saber. De ahí que en el más antiguo vocabulario (en el vocabulario,
por ejemplo, de los poemas homéricos) un histor no sea otra cosa que quien, por su
superior conocimiento, puede hacer de juez, arbitro o testigo en un proceso judicial.
Pero histor, «perito», «sabedor», es ante todo un término de la familia de oida, «yo
sé»; y oida, perfecto de idetn, se usa como aoristo segundo de horáo, cuyo campo
semántico es, efectivamente, el del «ver». Si «sé» algo, pues, así parece razonar el grie-
go, es por la sencilla razón de que «he visto»; es, en otros términos, porque en rela-
ción a ciertas cosas he tenido ocasión de «verlas», de «historiarlas», de hacer balance
de su experimentación. Así es como, por extraño que nos parezca ahora, en el con-
cepto original de «historia», como en la simple idea de «visibilidad», el griego captó
la presencia de un elemento que no dudó en tener por común.
El pensar de los griegos, se admite hoy generalmente, tuvo que hacerse eco (aun-
que quizá sólo eso, eco) de semejante concepción del ver. Todo lo contrario —sigue
explicando la interpretación al uso— de lo que por su parte hizo esa otra filosofía que
llamamos «moderna», a cuyos primeros planteamientos, en apariencia, se remiten
todavía hoy los nuestros. Pues justamente ésta, la filosofía moderna, si a algo se mos-
tró reacia fiíe a reconocer que entre la historia y el conocer fundado, entre la ciencia
y el saber narrado, pudiera llegar a darse algún tipo de acuerdo o elemento común.
Más aún: tal escisión del ámbito cognoscitivo, repartido entre la soberanía de un ver
inmediato y la subordinación de un narrar indirecto y poco fiable, tal escisión, digo,
habría comenzado ya a producirse desde los propios griegos. Y es que la filosofía, se
nos dice, siempre ha luchado por reducir a «presencia», esto es, a la pura inmediatez
de un «dato», toda forma pensable de inteligibilidad. Tendencia innata, pues, que si
Grecia sólo embrionariamente habría conocido, habría llegado al triunfo en la moder-

401
nidad; una modernidad que, rechazando la vía de Vico, y aceptando la de Descartes,
habría convertido la «perfección» del percibir «claro y distinto» no sólo en seña de
flindamento, sino en menosprecio, igualmente, de historia y de historicidad. La
razón es muy simple: y es que, una vez perdido (en esto) el sentido griego de una vin-
culación de fondo entre alétheia y mnemósyne, entre memoria y verdad, la filosofía se
vedó a sí misma, inevitablemente, la posibilidad de acceder en teoría a aquellas for-
mas del tiempo, como el pasado y el futuro, que se resisten a ingresar por sí mismas
en el abstracto esquema de la visibilidad. Así que el ámbito de lo histórico, demasia-
do volitivo, sentimental y humano como para ser racionalmente expUcado, se vio,
cuando no silenciado, sí ya siempre disociado de aquel otro ámbito de la objetividad,
dominio de la representación, para el que todo conocimiento es dato, y para el que
dicho dato se le ofrece a una conciencia perceptora de presencias que se concibe, al
mismo tiempo, como auto-presentación. Es Michel Foucaulf, entre tantos otros,
quien así lo ha venido a recordar. ¿O no es el propio autor de las Regulae, texto fiín-
dacional donde los haya, quien expresamente ha sentado las bases para esta (relativa)
disociación entre el narrar y el fundamentar, entre las ciencias y la tarea de contar?
Disociación que, tras él, y con mucha menos matización que en él, se ha convertido
como decimos en santo y seña, cuando no en distintivo bélico, de la modernidad'.
Hablamos ahora, por tanto, del sueño filosófico de la modernidad. Pero nues-
tra meta, en rigor, es algo más amplia. Y es que no se trata sólo de dibujar los perfi-
les de un proyecto concreto de fundamentación; de lo que se trata, más bien, es de
precisar el semblante de ese mismo complejo conceptual al que, por su lado, buena
parte de la filosofía contemporánea se ha propuesto conscientemente combatir. En
efecto: de la filosofía de orientación semiótica a las reflexiones sobre la complejidad;
de las distintas corrientes «post-», analíticas o hermenéuticas, a la querella —hoy reno-
vada— sobre el estatuto de la subjetividad (por citar tan sólo algunas de las más cons-
picuas tendencias en la reflexión actual), el pensar de estos años no ha dejado nunca
de situarse, frente a la opción moderna por la exclusividad, en la ambigua esfera de
la mediación. Los grandes textos de nuestros días ocupan encrucijadas, abren bifur-
caciones, se yerguen en amplios lugares de paso; entre sus líneas se abre espacio a los
motivos más dispares de especulación. Así que lo propio de nuestro tiempo, se diría,
es en verdad lo impropio: la mezcla, el mestizaje, la puesta entre corchetes del viejo
estilo disociativo que dio su signo a la modernidad. Con lo que, caso particular, lo
que ahora se está buscando reencontrar, y con másfiaerzaacaso que nunca, es aquel
antiguo puente tendido por los griegos entre el saber y la experiencia, el recuerdo y

^ R. Descartes, Regulae ad directionem ingenii, Reg. líl. Vid. la edición castellana: Reglas para la dirección del
espíritu. Introducción, traducción y notas de J. M. Navarro Cordón. Madrid, Alianza, 1984, pp. 72-74 («Se deben
leer los libros de los antiguos [...]. Sin embargo, hay el gran riesgo de que quizá algunos errores, contraídos en una
lectura demasiado atenta de ellos, se nos peguen a pesar de nuestras resistencias y precauciones [...]; pues, por ejem-
plo, nunca llegaremos a ser matemáticos, por mucho que sepamos de memoria todas las demostraciones de otros, a
no ser que también nuestro espíritu sea capaz de resolver cualquier problema; ni llegaremos a ser filósofos, aunque
hayamos leído todos ios razonamientos de Platón y Aristóteles, si no podemos emitir un juicio firme sobre las cues-
tiones propuestas: pues de este modo parecería que hemos aprendido no ciencias, sino historias»). Foucault se ocupa
del pasaje, como es sabido, en Les niots et les chases. Su interpretación es la misma: «Por un lado, estará la erudición,
la lectura de los autores, el juego de sus opiniones [...]. Frente a esta historia, y sin medida común con ella, se levan-
tan los juicios seguros que podemos hacer mediante las intuiciones y su encadenamiento» (cito por la edición caste-
llana: Las palabras y las cosas. Traducción de Elsa Cecilia Frost. México, Siglo XXI, 1968 [or.: 1966], p. 62).

402
la visibilidad. Ahora bien, una apreciación como ésta, que me parece es válida a títu-
lo general, lo es todavía más en el caso de una figura de la filosofía actual como la
que ahora nos ocupa; alguien, por fortuna todavía activo, en quien la asimilación
—altamente crítica— del legado de la modernidad se conjuga efectivamente, como es
notorio, con un decidido gusto por la tarea de la mediación: la figura de Paul Ricoeur.
Pocas obras, en efecto, se han mostrado tan receptivas al debate, tan dispuestas
a acoger tensiones y contrastes, como la que viene siendo firmada, desde hace casi ya
medio siglo, por el pensador de Valence. Ese constante carácter de sus textos res-
ponde, sin duda, a una convicción intelectual; aunque también, a nada que uno se
sienta fichteano, a una forma peculiar de ser; en todo caso, dicho carácter es inequí-
voco. Después de todo, se trata de alguien que, según propia confesión, se ha encon-
trado siempre «combatiendo en dos frentes»^. Cierto que no por afán guerrero. Pole-
mizar, en Ricceur, es sólo la primera de las caras de un hombre que también se ha
encontrado siempre -completemos su propia frase— «reconciliando adversarios recal-
citrantes al diálogo»^. La suya ha sido siempre, por tanto, una doble labor; una difí-
cil propuesta de mediación (y de mediación de la mediación) cuyos resultados, hasta
ahora, han tenido que plasmarse —exigencias de la conciliación— en un cuerpo hte-
rario que, no sólo incluye la filosofía, sino también la epistemología, la lingüística, la
semiótica, la crítica bíblica, el espacio narrativo y el debate cultural, la preocupación
ética y, en fin, aunque no al final, una vertiente social y política. Todo ello hace que
su obra se constituya, como apuntamos, en lugar de privilegio para apreciar no sólo
el sentido, sino también la profiandidad de aquel giro que, como dijimos, nuestro
tiempo viene oponiendo hace mucho a los postulados de la modernidad. Tanto más
privilegiado cuanto que, según declaración expresa de nuestro autor, si algo pudo
mover —y aún sigue moviendo— su interés por la filosofía, es precisamente este tor-
cedor del espíritu, además de exigencia vital, que representa la necesidad de conciliar
los opuestos. Pero es que, además, esos opuestos, en su naturaleza final, no son otros
que los que se han propuesto como definidores de la cuestión. Cualquier duda a ese
respecto puede muy bien despejarla un texto de nuestro autor:

Reflexionando, con la retrospectiva de medio siglo —¡sí, medio siglo ya!— acer-
ca de las influencias que reconozco sobre mí, estoy agradecido por haber sido, desde
el principio, solicitado por flierzas contrarias y fidelidades opuestas: de un lado,
Gabriel Marcel con la añadidura de Emmanuel Mounier, y de otro, Edmund Hus-
serl. De un lado, la búsqueda existeacialista, con sus temas de la eacarnación, del
compromiso, del diálogo de la invocación; del otro, la exigencia reflexiva con su
preocupación de exigencia intelectual, sus análisis rigurosos, sus articulaciones com-
plejas del campo fenoménico, a la luz de la racionalidad cartesiana y kantiana*.

«Fuerzas contrarias», pues, y a la vez «fidelidades opuestas»: es ese agón, al pare-


cer, el que «desde el principio» ha venido catapultando el trabajo hecho por Paul

^ P. Ricoeur, «Autocomprensión e hisEoria», en T. Calvo Martínez y R. Ávila Crespo (eds.), Paul Ricasur: los
caminos de la interpretación. Symposium internacional sobre el pensamienro de Paul Ricoeur, Barcelona, Anthropos,
1991, p. 27.
í Ihid.
'• Ai, pp. 26-27.

403
Ricoeur. Irenista^ en el fondo, pero siempre abierto a la discusión, en él vienen a bata-
llar, efectivamente, dos tendencias encontradas: la llamada a la transparencia de una
filosofía reflexiva, ganosa de claridad, y el ansia no menos urgente de atender a lo
concreto, a lo irrepetible, al cuerpo vivo y singular. Instancias muy distintas, como
se observa; y que no resulta fácil conducir a la unidad. Pero instancias, además, que
tienen a su favor corrientes muy diversas de la tradición. No tiene nada de extraño,
en este sentido, que el texto que acabamos de citar se atreva a personalizar el signifi-
cado de las mencionadas instancias en dos o tres nombres emblemáticos que sirvan
para resumir su respectivo alcance: así, a «Mounier» y «Marcel», por un lado, se les
opone por otro «Husserl», como símbolo que concentra, en apariencia, no sólo la
fenomenología, sino, más generalmente, la filosofía reflexiva, la filosofía de raíz kan-
tiana que pone el punto de anclaje de toda certeza en la auto-patencia de la subjeti-
vidad. Husserl y Mounier... ¿serán también ésos, por lo demás, los nombres que
recogerían lo que el propio Ricoeur ha denominado —a mi juicio, determinantemen-
te— «su doble cultura», a saber, la cultura bíblica y la griega, Atenas y Jerusalén?^ Es
posible que sea así. Y en cualquier caso, aunque sea discutible que «Marcel» y «Mou-
nier» representen por sí solos el lado «teológico» de una reflexión, lo que sí es segu-
ro es que para toda una generación, y para muchos que fiíeron de otra, en Husserl,
y muy especialmente en el Husserl de las Ideas, se vio, efectivamente, la cumbre y la
culminación de todo un modo de entender la mirada. Un modo que el propio padre
de la fenomenología, como se sabe, no sólo remontó a las aventuras de un Descar-
tes, de un Hume, sino, todavía más, a los propios diálogos de Platón. Entre la refle-
xión y la pasión, entre la transparencia y la opacidad, «Husserl» es para Ricoeur nada
menos que el nombre de lo primero. El encuentro con tan potente dimensión del
espíritu, lo mismo que el de la persona que nos lo proporcionó, no puede por menos
de dejar su huella: «Je ne saurais oublier ma premiére rencontre approfondie avec
Husserl: ce fut en lisant la Théorie de l'intuition dans la Phénoménologie de Husserl pa.i
Emmanuel Lévinas»^. El encuentro no puede olvidarse porque en él no sólo se tomó
conciencia de algo a lo que, en última instancia, también se hubiese podido acceder
desde otros planos. El encuentro es inolvidable porque, ante todo, con él se aprendía.
no sólo a reconocer, como digo, un aspecto clave de la existencia; sino, más bien, a
manejarse con él, a tratarlo, a desarrollarlo como procede y, por último, a encontrar
sus límites. Es en ese sentido en el que, para Ricceur, así como Husserl es, sobre todo,
un maestro, la fenomenología es, antes que nada, una «escuela». Una fiaerte y nece-
saria disciplina de la mente, cuyos límites sólo puede pretender dibujar aquel que
haya pasado por la ascesis de la epoché. Es ésta una concepción de las cosas que hoy
acaso nos resulte estrafalaria. De la fenomenología no sabemos bien qué pensar.
Ahora bien, sea lo que sea la fenomenología, no creo que hoy domine la opinión de
que hay en ella un procedimiento que aprender, una técnica que dominar. Entre
otras muchas cosas, porque lo que quizá se nos ha vuelto extraño, en filosofía, es la

^ En calificación que éi mismo otorgará a sus textos: vid. Du texte a l'action. Essais d'herméneutique, //, París,
Seuil, 1986, p. 8: «[...] la ronalité irénique dont je m'autorise dans cet ouvrage».
' P. Ricoeur, «Autocomprensión e historia», art. cit., p, 31: «[•••] la presión de mi doble cultura, bíblica y grie-
ga [...]». La misma idea, en p. 33.
' P. Ricoeur, A l'école de la Phénoménologie, París, J. Vrin, 1986, p. 285. El texto pertenece al comienzo de un
artículo («L'originaire et la question-en-retour dans la KrisisAi Hussetl», publicado originalmente en 1980).

404
propia posibilidad de «escuela». Pero además, porque eso supondría tanto como
aceptar que el proyecto husserliano goza de una viveza, de una fecundidad que
muchos, en todo caso, más bien quisieran atribuir a otros maestros. Los avatares hus-
serlianos, por su parte, avatares que en gran medida están aún por descubrir, parecen
haber alcanzado ya esa traidora forma de perdurar que consiste, sencillamente, en
ocupar por derecho propio alguna sala no muy visitada del Gran Museo de las Tra-
diciones. Nada de esto, sin embargo, resulta válido para Ricoeur. Su opción es en
rigor la contraria. Y así, en un libro relativamente reciente^, y acaso no tan conocido
como otros suyos, ha querido reconocer su deuda con la fenomenología, volviendo
a presentar, sólo que esta vez reunidos, trabajos que se escalonan a todo lo largo de
su producción; trabajos que, al tiempo que ilustran sobre el sentido de la marcha
husserliana, sirven también para aclarar, siquiera sea indirectamente, la propia posi-
ción que Ricoeur viene adoptando respecto a cuestiones que comparte con la feno-
menología. Son pues los «primeros años» de Ricceur los que aquí se resucitan. Años
que él mismo no duda en calificar, insistimos, como «años de aprendizaje»: años de
una auténtica introducción educativa, a través del rigor fenomenológico, en el asun-
to del pensar. No quiere ello decir, sin embargo, que sea intención de Ricoeur hacer
profesión de «fidelidad» a la causa husserliana. Más bien habría que pensar, como él
mismo se encarga de precisar, que fije «en términos de ampliación» como Ricoeur
concibió siempre su «contribución a la fenomenología, en una época en la que éra-
mos muchos los que consultábamos en Lovaina los inéditos de Husserl»'. En el
ámbito de la ortodoxia husserliana, Ricceur no fiae nunca más que un hereje. Una
herejía, como él mismo recuerda, sin duda avalada nada menos que por Merleau-
Ponty. Pero aun así, tan profunda como para llegar hasta el temprano reconoci-
miento de que «la puesta en práctica del método repercutiría sobre algunos de los
presupuestos fundamentales de la fenomenología, como, por ejemplo, la transpa-
rencia de la conciencia a sí misma»'". (Lo que, efectivamente, nada tiene de baladí.
Volveremos sobre este punto.) Infidelidad o herejía, en cualquier caso, no quiere
decir traición. El aprendiz de fenomenólogo lo siguió siendo hasta el final. No, desde
luego, a cualquier sugerencia que el maestro ofreciese como conclusión. Pero sí al
espíritu y, como acabamos de ver, al método. Y es que la fenomenología, para nues-
tro autor, no es tanto una doctrina cuanto, dice, «un método», un método «suscep-
tible de múltiples encarnaciones»". Un proceder tan susceptible de diversas aplica-
ciones, tan abierto a la posibilidad de ser pluralmente interpretado que, para la
fenomenología, desviarse de la ruta (o de alguna de las rutas) trazadas por el maes-

^ P. Ricoeur, Á l'école de la Phénoménologie, op. cit. Se trata de una recopilación de artículos, publicados en dis-
tintos lugares y fechas, unidos por una común consagración a los problemas husserlíanos; están aquí, entre otros,
«Husserl et le sens de l'histoire», de 1949; «Méthode et tache d'une phénoménologie de la volonté», de 1931; «Sur
la phénoménologie», de 1953; «Kam et Husserl», 1945-55; «Sympathie et respect», de 1954, y «L'originaire et la
question-en-retour dans la Krisisie Husserl», muy posterior en el tiempo a los anteriores (1980). Es una larga c ina-
cabada conversación con Husserl la que aquí se documenta.
^ E Ricceur, «Respuesta a Antonio Pintor-Ramos», en Paul RiciFur: los caminos de la interpretación, op. cit, p.
112.
'° Id, p.Ui.
" P. Ricceur, Á l'école de la Phénoménologie, op. cit., p. 8: «En outre la phénoménologie est un vaste projet qui
ne se referme pas sur une osuvre ou un groupe d'ceuvres precises; elle est en effet moins une doctrine qu'une mé-
thode capable d'incarnations múltiples et dont Hussed n'a exploité qu'un petit nombre de possibilités [...]».

405
rro no constituye en modo alguno la excepción, sino más bien la regla. La obra de
Husserl, escribe Ricceur,

es el tipo de obra inconclusa, embrollada, tachada, arborescente; por eso, porque


prolongaban una línea magistralmente esbozada por el fiíndador y no menos
magistralmente borrada por él, muchos investigadores han encontrado su propio
camino abandonando también a su maestro. En buena medida, la fenomenología
es la historia de las herejías husserlianas. La estructura de la obra del maestro impli-
caba que no hubiese ortodoxia husserliana'^.

Es por tanto ima cierta fidelidad, pese a todo, la que muestra nuestro disidente.
Un disidente que, insistiré en ello, no desdeña en modo alguno lo que pudo haber
captado en aquella primera escuela. Frente al legado de la fenomenología, efectiva-
mente, RiccEur adopta una postura que nada tiene de sencilla. En un primer
momento, desde luego, se podría llegar a pensar que alguien que se alinea con las
tesis de la hermenéutica habrá de tener por superado el intento, crucial para los hus-
serlianos, de buscar el verdadero fiíndamento, como apuntamos, en la línea de la
intuición, en la línea del más puro «ver»'^. Podría aducirse incluso, en esta misma
línea de interpretación, que la fenomenología habría de ser incapaz, por sí misma, de
proporcionar aquellos aspectos complementarios y propiamente «existenciales» de la
interpretación del mundo y de la auto-interpretación del hombre que Ricceur, como
leímos, habría tenido que buscar en la órbita del llamado «existencialismo cristiano»,
más volcado en última instancia hacia la raíz «hebrea» que hacia la raíz «griega» de la
reflexión. ¿O no habría de ser necesariamente ciega para «lo humano» —signifique eso
lo que signifique— una filosofía de base subjetiva que, lejos de representar ninguna
mutación brusca de la historia, aparece como heredera de Descartes, de Hume, de
Kant?''' Los límites de la fenomenología, ¿no serán los mismos que los del cogito car-
tesiano?'^ Dicho en otros términos, y retomando la cuestión que más arriba se plan-
teaba: ¿no habrá de ser desesperada, para una filosofía del cogito, del retorno radical
al ego como principio de fundación de todo ser, el intento de fundar una filosofía de
la historia?'^ Respondamos a ambas preguntas, como parece imprescindible, que sí;
pero, entonces, ¿cómo es que Ricceur ha seguido considerando que en el gesto feno-
menológico se encuentra algo que conviene aprender?
Ocurre que las cosas, aquí como casi siempre, no son en realidad tan simples.
«Cartesiano» o no, «humeano» o no (en la medida en que la fenomenología recoge-

'^ «L'oeuvre de Husserl est íe type de l'oeuvre non résolue, embarrasée, raturée, arborescente; c'est pourquoi bien
des chercheurs ont rrouvé leur propre voie en abandonnanc aussí leur maitre, parce qu'iís prolongeaient une iigne
magistralement amorcée par le fondateur et non moins magistralement biffée par luí. La phénoménologie est pour
une bonne part rhistoire des hérésies husseríiennes. La stnicture de l'oeuvre du maitre impliquait qu'il n'y eút pas
d'orthodoxie husserlienne.» {A l'écoU de la Phénoménologie, op. cit., p. 156).
'^ Sobre este y otros aspectos de ia polémica entre hermenéutica y fenomenoíogia, Rícoeur se ha explicado en
múltiples lugares. Vid., pot ejemplo, «Phénoménologie et herméneutique», ahora en Du texte a l'action, op. cit., pp.
39-73.
^^ R Ricceur, Á recolé de la Phénoménologie, op. cit., p. 8.
'^ E Ricoeur, «Autocomprensión e historia», art. cit., p. 30: «Es aquí donde la fenomenología, extendida inclu-
so a la filosofía existencial que reconciliaba a Hussetl con Marcel y a Mounier con Naberr [...], comprobaba sus lími-
tes, que eran los mismos que los del co^to cartesiano, con su ambición de inmediatez, de transparencia y de apo-
dicticidad».
^^ P. Ricoeur, Á l'école de la Phénoménologie, op. cit., p. 23.

406
ría ese gusto del escocés por lo «originario», por lo «pleno», por lo «presente»), Hus-
serl, después de todo, bien ha podido enseñar dos cosas que Ricoeur no vacila en
encontrar fundamentales: una, el respeten, otra, la generosidad con respecto a la plura-
lidad y riqueza de la experiencia humana'^. Ahora bien, ¿habrá una palabra más car-
gada de sentido que ésta, «respeto», para alguien que, además de asomarse a la epi-
fanía griega de la presencia, ha querido recoger también la dimensión «hebrea» de la
responsabilidad? ¿Y habrá palabra que convenga más que la segunda, «generosidad»,
a quien pretenda dar entrada en su discurso a los aspectos más antitéticos de la rea-
lidad cultural? Muchas veces, por cierto, el mediador se encuentra con que ha de
mediar entre tendencias y opiniones que de algún modo ya han procedido a integrar,
cada una por su lado, facetas que no formaban parte, en los comienzos, de su propia
y peculiar interpretación. No otro es el caso de la fenomenología. Justo de ahí pro-
cede su vigencia. Y es que, a juicio de Ricoeur, por lo demás tan plausible, en ella no
sólo cabe encontrar esa apoteosis que muchos encuentran de la filosofía del yo, de la
filosofía de la intuición. Sostener tal cosa sería tanto como ignorar no sólo la ya men-
tada dispersión de la obra husserliana, sino, especialmente, su evolución. Y es en vir-
tud de esa transformación interna como la fenomenología, según sabemos, llegó a
hacerse cuestión (¡y cómo!) de esos mismos temas de la carnalidad, del diálogo, de la
historia, de la otredad, que en principio sólo se dirían propios de una especulación
menos «lógica», más «existencial». Recuérdese, en este sentido, los gestos fundamen-
tales del Husserl posterior a Ideen. Ricoeur mismo lo ha formulado con notable pre-
cisión. Y así, dice, es mérito innegable de Husserl, resolviese o no el problema, haber
planteado en sus verdaderos términos el desafío básico al que tiene que enfrentarse
actualmente una reflexión radical: «¿cómo escapar al solipsismo de un Descartes revi-
sado por Hume, para tomar en serio el carácter histórico de la cultura, su auténtico
poder de formar al hombre» sin que, a la vez, se caiga «en el piélago hegeliano de una
historia absoluta?»'*. Dejemos a un lado, por esta vez, la justicia o injusticia de esta
postrera imputación hegeliana. Lo que nos interesa destacar, por el momento, es este
inequívoco recoger en Husserl la vocación mediadora que, desde el inicio, atribui-
mos a Ricoeur -pero que toda hermenéutica, como se sabe, comparte en última ins-
tancia—. EntreWcgú y Descartes, sobre todo entredichos (esa expresión-fetiche), la for-
mación, la cultura, la historia. Esto, se dirá, es hermenéutica; pero, apostilla Ricoeur,
esto es también la Crisis, la penúltima refundación conocida del proyecto husserlia-
no. Y es que, si lo dicho es correcto, es en Husserl, parece, donde habría de encon-
trarse ya, siquiera sea entrevista, aquello que pasa por ser la aportación clave de
Ricceur a la idea de mediación entre subjetividad y textualidad, a saber, la idea de
que la comprensión de uno debe pasar necesariamente, lejos de toda supuesta inme-
diatez de conciencia, por un trabajo de apropiación comprensora de los símbolos.
Tampoco quiere esto decir, sin embargo, que en la escuela fenomenológica no
hubiese, estando ya todo dicho, cosa nueva que aprender. Insistamos, con Ricoeur, en

'^ Id., p. 143 (el texto pettenece al artículo «Sur la phénomcnologie»),


'^ Id., p, 57: «Du moins Husserl a-t-il cerne les contouts du vrai probléme: comment échapper au solipsisme
d'un Descartes revu par Hume, pour prendre au sérieux le caractére historique de la culture, son pouvoir vcritable
de former l'homme? Comment en méme temps se garder du piége hégélien d'une histoire absolue, louée á l'égal
d'une divinité étrangére [...]?».

407
que la fenomenología, y de ahí su valor pedagógico, es más que nada una disciplina,
un modo de proceder. (De ahí que, en el libro que comentamos, se subraye más de una
vez el hecho de que la fenomenología, lejos de tener que ser concebida como «la» filo-
sofía misma, acaso no pase de ser su umbral''. Páginas notables, que aquí no hay espa-
cio para comentar, se dedican en este sentido a trazar los límites entre el sentido hus-
serliano del «aparecer» y la apertura del kantismo al límite práctico de dicho aparecer,
a saber, el en-sí que se determina como libertad.) Ese modo de proceder, volviendo
incansablemente sobre sus propios pasos, vendrá a poner ante los ojos, como dijimos,
aspectos que, no sólo eran insospechados para las primeras formulaciones fenómeno-
lógicas, sino que anticipan, en muchos aspectos, problemáticas muy explícitas de otras
vías fwsteriores de reflexión. A la fenomenología, en este contexto, se le impondrá tarde
o temprano algo hacia lo que, dice nuestro autor, convergen todas sus líneas maestras:
el problema «de la constitution d'autrui»^". Se trata de saber, en efecto,

cómo unafilosofíaque tiene por principio y fundamento el ego del Ego Cogito Cogi-
tatum da cuenta de lo que no soy yo y de todo lo que depende de esa alteridad fiín-
damental, a saber, por im lado la objetividad del mundo, en tanto que es lo coloca-
dofrentea una pluralidad de sujetos, por otra parte la realidad de las comunidades
históricas edificadas sobre la red de intercambios entre hombres reales^'.
Más aún: en esta misma línea de su ampliación interna, la fenomenología ter-
minará por plantear temas tan difundidos hoy como el de la pérdida de la inmedia-
tez del «mimdo» (el mtmdo percibido, el mundo de la vida, la Lebenstueli) a partir de
la abstracción reductora propiciada por los modernos, y especialmente por Galileo, en
su trabajo de continuación de la geometría de los griegos^-^. Y la fenomenología, en
segundo lugar, ha venido a desarrollar un concepto dinámico de razón'^^, de razón con-
vertida en «tarea infinita» que, por caminos que ahora no es del caso precisar, y por lo
demás conocidos, ha reintegrado en su seno la idea misma de historia'^^. Una historia
que se convierte, a su vez, en ftinción de la razón, en modo de su realización'^'.
¿Debemos continuar? Tal vez no sea preciso. Nuestra meta era mostrar la com-
pleja situación en que un maestro de la mediación veía su propio trabajo en relación
con el de alguien a quien, pasados tantos años, sigue teniendo por mentor en los
negocios del pensamiento. Y hemos dicho: «Husserl» es hoy ante todo, para Ricoeur,
el nombre para un modo aún fecundo de proceder. De él aprendió esa apertura hacia
la totalidad de la experiencia, y últimamente hacia la mediación que hace que, por
ejemplo, en el libro que presentamos él llegue a situar su propia concepción de una

" M , pp. 159 y 250.


^ Id, p. 246.
^' Id., p. 197: «[...] le probiéme d'autrui [...] est la pierre de touche de la phénoménologie transcendentale. 11
s'agit de savoir comment une philosophie, qui a pour principe et fondemenc Vego de VEgo Cogito Cogitatum, rend
compte de l'autre que moi et de tout ce qui dépend de cette altérité fondamentale: a savoir, d'une part, l'objectivi-
té du monde en tant qu'il est le vis-á-vis d'une pluralité de sujets, d'autre part, la réalité des communautés histori-
ques édifiées sur le réseau des échanges entre des hommes réeís».
^^ Id, p. 14: «La phénoménologie heurte en effet de front la conviction qui fut celle des Galiléens; la premíe-
te vérité du monde n'est pas celle de la physique mathématique, mais bien celle de la perception [...]».
^^ Id, p, 36: «La phénoménologie s'est développée en une philosophie de la raison dynamique, en reprenant
l'opposition kantienne de la raison et de l'entendement».
" /¿,p.35.
" / ¿ . p . 30.

408
«génesis recíproca» entre la razón y el sentimiento, pese a las apariencias, en la pro-
pia órbita de la fenomenología. Pero quizá no es esto lo que ahora convenga desta-
car aquí. Insistiré más bien en estos últimos aspectos, apenas esbozados, de la torna
fenomenológica, claro que a partir de la Crisis, pero también desde las propias Medi-
taciones, a los problemas de la otredad, de la transmisión cultural, del tiempo y de la
historia. Unos problemas que, por recuperar ahora nuestra disquisición inicial,
muestran el camino por el cual la fenomenología, al repensar el proyecto moderno,
se diría dispuesta a escuchar, a su manera, la vieja lección de los griegos, aquélla de
la comunidad entre el ver, el saber y el recordar. Porque, si el intento ricoeuriano, y
hermenéutico, tiene que ver igualmente con la reconstrucción de semejante comu-
nidad, está justificado el hecho de que, todavía hoy, vea él en Husserl no una torre a
derribar, sino una voz de la que aprender.

Una última cuestión. Hemos estado hablando de interpretar, de mediar, de


comprender...; para otros pensadores de nuestro tiempo, cosas como éstas no son, en
realidad, más que las formas, quizá incluso las últimas formas, que ha logrado adop-
tar el alma bella, «comprensiva», tan dispuesta siempre a resignarse y transigir. «Inter-
pretar es nuestra manera moderna de creer y de ser piadosos»: así escriben Deleuze y
Guattari, por ejemplo, en un texto célebre. Y es que lo suyo, aseguran, y también lo
filosófico, es otra cosa: no «hacer exégesis», sino experimentar. La filosofía no es dis-
cusión, ni conversación de sobremesa en casa del señor Rorty^''; la filosofía no es
glosa ni comentario: es invención, creación de esas entidades irreductibles que son
los conceptos. La filosofía, o es constructivista, o no es. ¿Diremos pues algo así como
que de aquí, precisamente de aquí, nacen las raíces del innegable desencuentro pro-
ducido entre Ricoeur y otros representantes de la filosofía francesa contemporánea,
sin ir más lejos entre Ricceur y Michel Foucault? Puede que sea así. Y hasta puede
que esas raíces de las que hablamos lleguen aún más hondo de lo que estas indica-
ciones aciertan a traslucir. A una filosofía de la experiencia extrema, desde antiguo,
siempre le habría resultado opuesta, en efecto, una filosofía de la mediación, conci-
liadora y pacifista... Esta misma fidelidad que aquí hemos expuesto a la lección hus-
serliana no puede por menos de chocar, se diría, con una proclamada fidelidad a la
decisión de Spinoza, el revolucionario, el ateo. Tal es la polémica. Ahora bien -con-
cluyamos con esto—, se opine lo que se opine de semejante discusión, tengamos siem-
pre presente que, para Ricoeur, la anterior caracterización de la labor hermenéutica
no responde en modo alguno a su propia auto-interpretación. Y es que, para él,
situarse «en el medio» no significa otra cosa, en realidad, que situarse «en el extre-
mo». Le creeremos o no; pero su declaración es tajante^^. No menos que otros, pues,
aunque sin duda en otro sentido, su pensar ha buscado colocarse «en el límite de la
mediación». Una nueva paradoja, y muy de fondo, para quien tantas ha explorado.

^^ G. Deleuze y E Guartari, Qu'est-ce que la philosophie^, París, Minuit, 1991, p- 138: «C'est la conception
populaire dcmocratique occidentale de la philosophie, oíi celle-ci se propose de fournir d'agréables cu agressives con-
versations de diner chez M. Rorthy». Hay traducción castellana: ¿Qué es la filosofía?, Barcelona, Anagrama, 1993,
pp. 146-147.
•'^ R Ricoeur, Á l'écoU de la Phénoménologie, op. cit., p. 251: «Je voudrais explorer une voie intermédiaire, entre
la hargne d'une philosophie d'entendement et les complaisances d'une philosophie du sentiment; une voie qui ne
soit pas celle d'un faciie éclectisme, mais un vrai milieu, c'est-á-dire, un extreme. Cette voie intermédiaire [...¡».

409
La fenomenología y el problema
de la interpretación
(Fenomenología y hermenéutica)
Cario Sini

La fenomenología y la hermenéutica constituyen hoy en día dos direcciones del


pensamiento muy distintas. No es infrecuente el caso de aquellos estudiosos que,
siguiendo una de ellas, tienden a ignorar la otra, contentándose con una información
superficial, sin llegar a iniciar una profimdización con respecto a las cuestiones que
de hecho tienen en común la tradición fenomenológica y la tradición hermenéutica.
Esta tradición, como se sabe, corresponde a los destinos de la obra de Husserl y de
Heidegger: destinos inicialmente entrelazados, después netamente divergentes y
marcados por una polémica no demasiado subterránea. Ahora bien, ¿es posible hoy
en día alentar una conciliación entre la postura fenomenológica y la postura herme-
néutica? Ésta es la pregunta que se ha planteado en particular Paul Ricoeur. Volvere-
mos brevemente sobre sus respuestas a dicha pregunta (respuestas por otra parte de
sobra conocidas), asumiéndolas como introducción a nuestro problema.
En un ensayo de 1975', Ricoeur sostiene que la hermenéutica se apoya en un
fundamento fenomenológico esencial. Es cierto que la hermenéutica se ha alejado
progresivamente de dicho fundamento a lo largo de un camino totalmente peculiar,
pero también es verdad que, al término del camino, la hermenéutica acaba ejercien-
do un «efecto retroactivo» sobre la fenomenología, liberándola de su componente
idealista y concienciaiista. En efecto, este componente «sucumbe a la crítica de la
filosofía hermenéutica». No sucumbe, sin embargo, toda la perspectiva fenomenoló-
gica, por lo que la hermenéutica descubre al final que no puede renunciar, a su vez,
a un fiíndamento fenomenológico.
En el ensayo en cuestión, Ricoeur precisa algunas tesis de fondo del idealismo
fenomenológico husserliano, refiriéndose, bien al Nachwort ác Ideen de 1930, bien
a las Cartesianische Meditationem. Recordemos brevemente cuatro de ellas:

' P. Ricoeur, «Phénoménologie et hermenéutiquc», en AA.W., Phdnomenohgie heute, Freiburg-München,


Alber, 1975, pp. 31-75. [Publicado con anterioridad en Man and World, La Haya, Martinus NijhofF, vol 7, n.» 3,
agosto 1974, pp. 223-253. Se trata, evidentemente, del ensayo recogido en el presente volumen (N. del T.).]

411
1. La fenomenología persigue un ideal de cientificidad rigurosa que se propone
como fundamento del saber científico, articulado en disciplinas. Este fundamento
no apunta, sin embargo, a un formalismo axiomático o a un ingenuo experimenta-
lismo fisicalista. La fundamentación y justificación última perseguida por la feno-
menología no es algo «demostrable», sino que consiste más bien en la exigencia de
un radicalismo metodológico que supere cualquier presupuesto o paradoja.
2. Para la fenomenología, «fundar» significa «ver». Frente a la deducción y al
constructivismo, la fenomenología privilegia la «intuición», la «visión de la esencia».
3. El lugar de la intuición y de la ocupación total de la evidencia es la esfera de
la subjetividad. Toda «trascendencia» es en efecto dudosa, una presunta trascenden-
cia (en la medida en que es afectada por las Abschattungen, o sea: por la donación,
mediante perfiles, constitutiva de los objetos de la experiencia). La inmanencia del
cogito es en cambio indudable: constituye una «presencia viva» en la que lo vivido y
la reflexión cogitativa dirigida a lo vivido coinciden. El cogito es transparente y se
autopertenece.
4. La subjetividad privilegiada no es la subjetividad empírica, objeto de la psi-
cología, sino la subjetividad trascendental revelada por la disminución de la actitud
natural en este ámbito trascendental: dominio de las operaciones fundantes que dan
«sentido» al mundo.
Observa Ricceur que es posible oponer, tesis contra tesis, la hermenéutica al idea-
lismo husserliano:
1. El ideal de la cientificidad rigurosa se mantiene en el terreno del pensamien-
to objetivador, es decir, en el terreno de la metafísica. Cualquier pretensión de fun-
damentación desconoce el originario «estar en el mundo» del Dasein y su naturaleza
radicalmente finita. El sujeto «autónomo» y el objeto, entendido como un «estar
enfrente» (Gegenstand) de aquél, son presuposiciones indebidas.
2. Al recurrir a la intuición, Husserl malentiende el hecho de que todo com-
prender es posible gracias a una interpretación que, además, remite a una pre-com-
prensión «histórica». La hermenéutica, dice Ricoeur, sitúa al intérprete in medias res
y nunca al principio o al final. La interpretación es un proceso abierto que ninguna
«visión», ya sea la primera o la última, puede concluir.
3. La esfera de la subjetividad, el cogito, está tan sujeta a la duda como la esfera
de la trascendencia. Al dirigirse hacia sí mismo, en la comunicación interior, ei suje-
to no puede evitar esas «distorsiones» de sentido paralelas a las «ilusiones perceptivas».
El sujeto, como observa Gadamer, está sometido a la eficacia de la historia y se
encuentra, por tanto, «distanciado de sí». El prejuicio, en sus formas históricas e ins-
titucionales, no se puede eliminar ni de la comprensión ni de la autocomprensión, ni
de la comunicación ni de la autocomunicación.
4. Pasar de la intencionalidad de la conciencia psicológica a la intencionalidad
de la conciencia trascendental no resuelve el problema. En efecto, la conciencia, en
cualquier caso, tiene su sentido fuera de sí. «Estar en el mundo» comporta una pre-
comprensión «histórica», en la que el sujeto se encuentra ya siempre captado y, a la
vez, activo. El problema no es, pues, el paso de la psicología a la fenomenología tras-
cendental, sino el del enraizamiento ontológico del Dasein.
Esta contraposición no es una estéril puntualización crítica. Al contrario: con-
duce, según Ricoeur, a un resultado positivo. Dicho resultado consiste en la posibili-

412
dad de delinear una «fenomenología hermenéutica» que, por un lado, abandone el
giro idealista husserliano, constituyéndose en una «interpretación de la vida del ego»
y que, por otro, sin embargo, conduzca a la hermenéutica a reconocer en la feno-
menología su «insuperable presupuesto». En particular, este presupuesto atañe a la
cuestión del «sentido»: toda filosofía de la interpretación, en efecto, no puede dejar
de reconocer que todas las cuestiones dirigidas a un ente, sea éste el que sea, atañen
al «sentido» de dicho ente. Mientras tanto, esto pone tanto a la hermenéutica como
a la fenomenología frente al problema del lenguaje, frente a eso que Ricceur llama
o.dimensión langagiere {Sprachlichkeií)i>. El sentido de lo «vivido» y su copertenencia
originaria a la dimensión del lenguaje son, pues, los temas que estimulan a la her-
menéutica y a la fenomenología (la hermenéutica fenomenológica) hacia un posible
camino común cuyo núcleo podría venir indicado en la correspondencia habida
entre el plano antepredicativo intencional y el plano antepredicativo de las estructu-
ras existenciales constitutivas del «estar en el mundo».
No es necesario para nuestro objetivo proseguir la exposición de la investigación
de Ricceur. Las indicaciones que hemos dado sobre dicha investigación son cierta-
mente valiosas. Sin embargo, no se puede ignorar que son también, por muchas
razones, insuficientes^. En la comparación establecida, Ricceur no parece llegar a la
raíz misma del problema. Esta raíz podría ejemplificarse oportunamente mediante el
concepto de «fenómeno». Como sabemos, Husserl asimila el fenómeno al Erlehnis
(vivencia), o bien considera el «flujo de Erlebnisse» (y su temporalidad inmanente-
constitutiva) como el lugar originario del hacerse fenómeno del fenómeno. En otras
palabras: como el lugar de su «verdad» (manifestación). Si, en cambio, traemos a la
memoria el célebre parágrafo 7 de Sein und Zeit, encontramos, no casualmente, y
con una clara voluntad crítica respecto a la fenomenología husserliana, una temati-
zación muy diversa del concepto de fenómeno. Como se recordará, Heidegger des-
compone la palabra «fenomenología» en sus dos componentes. Fenómeno, dice, es
lo que se manifiesta en sí mismo, lo manifiesto, lo claro (de la raíz 'phd de phaíno y
de phós, luz). El fenómeno es el hacerse visible en sí mismo, haciendo visible a la vez
lo que puede ser llevado a la luz (es decir, en la terminología tradicional, los entes, tá
óntd). En base a todo esto se ha de concluir que «fenómeno significa un modo parti-
cular de encontrar algo» (41)^. Respecto a lógos, como segundo elemento de la pala-
bra «fenomenología», puede decirse que designa «el dejar ver algo» (phaínesthai) a
partir {apd) de aquello mismo de lo que se habla. Lógos equivale, por tanto, a apophaí-
nesthai. Naturalmente, esto no es entendido como una concordancia entre estados
anímicos y hechos externos, convertida luego en «expresión». Y sobre todo: el lógos,
como modo determinado de «dejar ver», no es «el lugar primario de la verdad». Si
ahora unimos los dos componentes de la palabra «fenomenología» nos encontramos

"^ Para un análisis más detaílado remito a mi escrito «Ricceur e ia sfida semioiogica», en Semiótica e filosofia.
Segno e linguaggio in Peine, Nietzsche, Heidegger e Foucauít, Bologna, II Mulino, 1978. [Trad. cast.: «Ricceur y el desa-
fío de la semiología», en Semiótica y filosofia, Buenos Aires, Hachette, 1985, pp. 176-188 (N. del T.).]
^ Hemos indicado en cada caso la página de la edición castellana de José Gaos (Heidegger, M., El ser y el tiem-
po, México, F.C.E., 197Í, 2.* ed.). Asimismo, se ha respetado, para conservar la coherencia del texto de Sini, ía tra-
ducción italiana de P. Chiodi (Essere e Tempo. L'essenza cUlfi}ndamento, Torino, Utet, 1955), modificándola donde
ha sido preciso {N. del T ) .

413
con que ésta significa, según Heidegger, apophaínesthai th phainómenar. dejar ver
desde sí mismo lo que se manifiesta, tal como se manifiesta en sí mismo.
Surge entonces el problema relativo a cómo se muestre y se trate lo que cons-
tituye el objeto de la fenomenología. En particular, el problema atañe al modo en
que los fenómenos salen al encuentro. ¿Qué es lo que la fenomenología debe dejar
ver? «Se trata, dice Heidegger, evidentemente, de aquello que inmediata y regular-
mente no se manifiesta, de aquello que, al contrario, está oculto, pero que al mismo
tiempo es algo que pertenece en esencia a lo que inmediata y regularmente se mani-
fiesta, de modo que constituye su sentido y su fiíndamento» (46). Aquello que no
se manifiesta inmediata y regularmente es obviamente el ser, el ser del ente. El fenó-
meno que no se da es el ser. «Precisamente porque los fenómenos no están dados
inmediata y regularmente es necesaria la fenomenología» {ibid.). Esto para Husserl
podría significar: lo que no se manifiesta es la intencionalidad de la conciencia, su
«tejer el mundo», como correlación universal noético-noemática. En cierto modo,
los fenómenos, para Husserl, son «datos», pero purificados mediante la epoché y
reconducidos a las operaciones subjetivas donantes de sentido. Para Heidegger, en
cambio, es precisamente el ser, en el sentido de estar-en-el-mundo (In-der-Welt-
Sein), lo que no es «dado». Además éste no puede ser convertido en una «intui-
ción»: el sentido del estar-en-el-mundo del Dasein es un problema de interpreta-
ción, de interpretación de este ser como originario estar-en-el-mundo del Dasein.
Escribe Heidegger en el citado parágrafo 7: «Considerada en su objeto real, la feno-
menología es la ciencia del ser del ente. [...] el sentido metódico de la descripción
fenomenológica es una interpretación (Auslegung). El lagos de la fenomenología del
Estar tiene el carácter del hermeneúein [...]. La fenomenología del Estar es herme-
néutica en el sentido originario de la palabra, ésta designa el deber mismo de la
interpretación» (48).
Ya por estas breves alusiones cabe apreciar la distancia radical que separa a Hei-
degger de Husserl. Esta distancia encuentra después confirmación en varios puntos
de Sein undZeit. Baste recordar aquí el parágrafo 13, donde Heidegger, analizando
el «estar-en», hace una dura crítica del enfoque cognoscitivo. Esta crítica contiene
más de una alusión elocuente, sobre todo por lo que se refiere al conocer entendido
como una «cosa» que está «dentro», como inmanencia abocada a la «esfera externa»
o trascendencia. El conocer no consiste en «imágenes guardadas ahí 'dentro', hacien-
do surgir así el problema de su 'concordancia' con el mundo externo, con la realidad
externa. En el 'dirigirse hacia' y en el comprender, el Estar no va más allá de una esfe-
ra interna, en la que estaría enclaustrado desde el inicio; el Estar, en virtud de su
modo fimdamental de ser, está ya siempre 'fuera', cabe el ente que encuentra en un
mundo ya siempre descubierto» (75). Ahora bien, entre los modos de estar-fiíera se
encuentra precisamente esa actitud que llamamos conocer («conocer es un modo de
ser del Estar en cuanto estar-en-el-mundo que tiene su fiíndamento óntico en esta
constitución ontológica» {ibid). Sólo gracias a esta actitud sale al encuentro «el ente
intramundano únicamente en su puro aspecto {ei¿ios)>> (74). El eidos, la esencia,
depende de la actitud asumida respecto al mundo. Esta actitud, entendida como
puro observar, nos orienta «en una particular dirección», es decir, «es un mirar a la
simple-presencia». Este «estar a ver» «prescribe anticipadamente el ente que viene al
encuentro desde un particular punto de vista» {ibid).

414
Ricoeur tiene razón al observar que la fenomenología y la hermenéutica tienen
en común el problema del sentido. Pero la fenomenología procede a una autofian-
damentación de la experiencia tal como ésta se da, y dentro de los límites en que se
da. (En otras palabras: la fenomenología lleva a la máxima evidencia y claridad los
ftindamentos que de Platón en adelante han constituido la mirada y la actitud «teo-
rética» de la humanidad fllosófico-científica, la mirada del «Sí mismo que filosofa».)
La hermenéutica procede en cambio a una autosuperación (a un autodesfondamien-
to, como diría Vattimo) de estos presupuestos «teoréticos». (Aunque esto en Sein und
Zeit no esté ya total y explícitamente decidido, como pone de manifiesto el proyec-
to, bastante contradictorio, de una «ontología fundamental».) Es decir, la herme-
néutica no se limita a tematizar el «sentido»; se dirige hacia el no-sentido del senti-
do. Ya en Sein und Zeit, leemos: «El sentido del ser nunca puede ser contrapuesto al
ente o al ser, como si fuera un presunto 'fundamento del ente'; el 'fundamento' sólo
se puede pensar como sentido, aunque ello sea el abismo sin fondo de lo que está
desprovisto de sentido» (170).
Esta conclusión es congruente con la observación heideggeriana puesta de relie-
ve anteriormente: el problema de la fenomenología concierne esencialmente al modo
en que los fenómenos salen al encuentro, o bien a lo que se encuentra en ellos. Ahora
bien, lo encontrado, o sea el fenómeno en su acepción hermenéutica, es el estar arro-
jados en una pre-comprensión interpretativa, esto es, en una perspectiva. Este «hallar-
se-arrojados» tiene al final el mismo sentido que el círcido hermenéutico: para com-
prender se necesita haber comprendido, para interpretar se necesita haber
interpretado. Este círculo «vicioso» es lo que constituye propiamente el estar-en-el-
mundo del Estar, lo que hace que el ser del Estar se manifieste en un vórtice o abis-
mo sin fondo (Abgrund). De aquí se sigue finalmente la radical finitud e «historici-
dad» del Dasein.
La mirada teórica misma es, entonces, un modo del ser, finito e «histórico», del
Dasein. También la filosofía, sea a lo largo de su entera tradición o en su forma extre-
ma, como cientificidad fenomenológica aspirante a la más alta rigurosidad, no es más
que un proyecto «yecto» (lo que Heide^er llamará epocalidad del ser): un proyecto
que ya ha pre-comprendido y pre-interpretado el mundo desde su perspectiva. Hablar
entonces de «fenomenología hermenéutica», como hace Ricceur, no ayuda a clarificar
ulteriormente el problema del sentido, ya que esta perspectiva o propuesta es simple-
mente un contrasentido. En la medida en que desemboca en la hermenéutica, la feno-
menología se enfrenta de hecho con la imposibilidad, constitutiva, de la ratto occi-
dental de alcanzar una verdad única, absoluta y universal del mundo y del hombre en
el mundo. El proyecto de la ratio no es inocente, sino que paga desde su origen la
deuda de su valencia «histórica» (de su destino).
A haber tomado conciencia de este hecho se debe que Heidegger, después de
Sein und Zeit, se dirigiera a la superación de la cuestión misma del ser, aludiendo al
Ereignis. El sentido del ser es algo que, de hecho, cabe denominar solamente (y sólo
eso) como Ereignis (acaecimiento propicio). El sentido es un movimiento de apro-
piación: un llevar al hombre a lo propio, dis-poniéndolo de este modo en esa pers-
pectiva. En ella, el fenómeno toma la configuración de una apertura {Lichtung, Zeit-
Raum). Pero, al mismo tiempo, el movimiento del Er-eignis es también Ent-eignir.
ex-propiación que sustrae, al ser arrojados en la presencia y en la apertura, proceden-

415
cia y destino; es decir, el sentido se zafa. Lo que aquí cabe nombrar (mas no propia-
mente com-prender) es la sustracción misma del ser a todo sentido y comprensión.
Ereignis es de hecho una palabra (pensada hasta el fondo) privada de sentido; podría-
mos decir, utilizando la terminología de De Saussure, que no pertenece a ninguna
langue, sino que asume, simple y paradójicamente, el sentido de parole única, irre-
petible, impredicable, extraña a toda sintaxis y semántica (el 'Ello' al que alude el
Ereignis no es un sujeto, aun impersonal). El acaecimiento del ser {Ereignis) «asigna»
al hombre a la interpretación «viciosa» de su estar-en-el-mundo (a la interpretación
ya siempre comprometida de su presencia yecta'). Toda presencia es de este modo un
«signo» asignado, de significado irremediablemente «finito», de sentido oscuro y gua-
recido en la oscuridad.
A la luz de esta «torna» hermenéutica, todo proyecto fenomenológico queda,
por principio, anulado e inhibido. Y ello por dos razones al menos:

A) Porque el análisis de la presencia (de la lebendige Gegenu/ari) y de sus estruc-


turas noético-noemáticas (así como de la génesis trascendental de éstas) no constitu-
ye el todo del «dato fenomenológico». La presencia es una alusión, un indicio, un
signo o huella de algo radicalmente «otro», en ella anunciado y al mismo tiempo
oculto (y oculto porque se revela y en tanto que se revela: en el hecho de anunciar-
se); se revela y, precisamente por ello, se oculta.
B) Porque lo que se revela y se sustrae ocultándose es por principio invisible e
inefable; no puede dar lugar a intuiciones ni ser objeto del lagos (o sea, de revelación
apofántica).
El foco de revelación fenoménica y la consiguiente expresión fonética de la visi-
bilidad de la mirada teórica son puestos fiíera de juego por la naturaleza inobjetiva-
ble del Ereignis (o sea, por su «diferencia» insuperable con respecto al ente y al Estar,
entendido como aquello que desde el inicio está «fiaera», en el comercio mundano
con los entes). Por ello, Heidegger sustituye la «visión» por la «escucha» del ser (el
cual, por su parte, calla obstinadamente); por ello rechaza el «decir» propio del lógos,
poniéndose en el silencio de la espera (que, por otra parte, tiene pocas esperanzas de
no ser desilusionada, pues ni tan siquiera tiene claro «aquello» que espera). Se mani-
fiesta de este modo tanto el fin de la metafísica como la insuperabilidad de su pro-
yecto, que no puede ser trascendido por ningún otro proyecto imaginable. Y ya que
la metafísica ha quedado por completo resuelta en el universo de la ciencia y de la
técnica, se manifiesta esa imposibilidad de diálogo, que Ricoeur ha denunciado
sagazmente, entre la hermenéutica heideggeriana y las ciencias^.
Esto demuestra, a sensu contrario, que el humanismo trascendental de Husserl
es efectivamente la única posible fiíndamentación rigurosa de la humanidad cientí-
fica^. Sin embargo, éste se fiínda a su vez en el pre-juicio de tal humanidad científi-
ca, es decir, en una noción de hombre y de mundo predeterminada, no originaria, o

^ Para una comparación crírica entre Ricosur y Heidegger, cf. K, CazzuUo, «Paul Ricceur e Termeneutica oggi»,
en Cultura e scuola, n.° 81, enero-marzo 1982; ID-, «L'apeno deirinterpretazione. Paul Ricceur e la referenza sdop-
piata», en i'uomo, un segno, n° 2, 1982.
^ Como demuestra comprender en nuestros días Jean Petitot; cf el ensayo de Petitot «Per un nuovo criticis-
mo», en L'uomo, un segno, n.° 2-3, 1980.

416
cuando menos no universal ni universalizable, de no ser a través de la violencia. El
télos de la humanidad «racional», del que hablaba angustiadamente el último Hus-
serl, es en su núcleo irracional (algo ya comprendido por lo demás por Nietzsche, a
su modo). Se abandona ciegamente a un antropologismo que ha rebajado ya el
mundo a sin-sentido, y decidido que sólo la «voluntad teórica», la «persona huma-
na», tiene sentido. El núcleo de esta decisión está en esa «estrategia del alma» que de
Platón en adelante rige la civilización occidental^.
Es ciertamente significativo que la hermenéutica desemboque en estas conclu-
siones, al haber partido en cierto modo de una aceptación y puesta en práctica del
método fenomenológico. Dar la palabra a las cosas mismas, dejar que se revelen en
sí mismas, perseguir su manifestación de modo radical, lleva al proyecto fenomeno-
lógico a su propia autodestrucción, es decir, a la destrucción de la historia del ser (de
la metafísica), cuyo sentido quería revelar la fenomenología. Sólo en este sentido
radical se podría estar de acuerdo con la tesis de Ricoeur ya mencionada, esto es: que
en la hermenéutica se oculta un núcleo fenomenológico irreductible. Este núcleo
consiste en la voluntad de tomarse en consideración a si misma, de ser radicalmente
crítica y anti-intelectualista, que guía la reflexión fenomenológica. Pero dicho núcleo
no permite «recuperaciones» positivas, es decir, no permite retornar a la fenomeno-
logía, aun «hermenéutica». De hecho, la hermenéutica ha ensanchado desmesurada-
mente los confines de la autoconsideración fenomenológica, ya sea remontando el
territorio de la conciencia (con independencia de que ésta sea puesta al principio, en
el medio o al final del proceso interpretativo), ya sea dirigiendo la atención al movi-
miento que se encuentra «detrás» del presentarse de la presencia. Este movimiento,
que por naturaleza «hace historia», esta oscilación entre Léthe y Alétheia, es algo que
por principio no tiene lugar en el mundo, ni tampoco siquiera en el (supuesto) fun-
damento del mundo; ni en la tierra ni en el cielo; ni entre los hombres ni entre los
dioses. En busca del fenómeno del ser, el pensamiento ha perdido la huella de éste.
El problema de la interpretación, en cuanto problema fenomenológico (proble-
ma del sentido), se revela pues como un fenómeno que ha pasado el signo de todo
posible pensamiento, de toda posible fenomenología.
Con esta última consideración podríamos dar por finalizado el tema tratado en
el presente escrito. Me permito, sin embargo, del modo más rápido posible y a títu-
lo de mera indicación, algunas observaciones críticas.
Ante todo: ¿es cierto que la hermenéutica ha captado la integridad del carácter
de donación propio de la fenomenología? ¿Es cierto que ha comprendido a fondo su
naturaleza? Podríamos precisar la cuestión preguntando: ¿qué es lo que «viene al
encuentro» y se convierte en fenómeno en la experiencia cotidiana? Heidegger res-
pondería que estar-en-el-mundo es ante todo, no una empresa cognoscitiva, una
contemplación «pura», sino un comercio con los entes intramundanos. En el fondo
del estar-en-el-mundo se encuentra aquella praxis que ha sido comparada acertada-
mente por varios estudiosos con la Lebenswelt de Husserl, con la praxis de Marx o
con el pragmatismo de Peirce (y de Dewey, aunque la referencia sea aquí bastante

'' Para el sentido y el desarrollo de esta afirmación remito a mi Passare il segno. Semiótica, cosmologia, técnica,
Milán, II Saggiatore. 1981. [Hay versión castellana: Pasar el signo, Madrid, Mondadori, 1989 (N. del T.).]

417
impropia y empobrecedora desde un punto de vista teórico). Las cosas, dice literal-
mente Heidegger, se presentan como prágmata: «aquello con lo que se puede hacer
algo en el comercio del 'cuidarse de': praxis» (81). Como prágmata, las cosas tienen
carácter de medios: algo que remite a otra cosa para... El «para» manifiesta así el carác-
ter de remisión de los entes intramundanos. En la medida en que remiten, los entes
son (unos) útiles, dentro de la circun-spección (Umsicht). Como se recordará, en Sein
undZeit conducen estos análisis «fenomenológicos» al siguiente descubrimiento: que
es la imposibilidad de utilizar un determinado medio (en base a sorpresa, inoportu-
nidad o impertinencia) lo que revela y hace explícito el carácter mismo de la remi-
sión. Viene entonces finalmente a la luz el horizonte del mundo, presupuesto hasta
ahora por toda praxis. Este horizonte se manifiesta como una «totalidad de remisio-
nes»: «Todo el taller {Werkstatí) se pone entonces en claro, precisamente como el
lugar en el que el 'cuidarse de' ya siempre se da» (88).
¿Cómo comprender entonces el mundo en cuanto totalidad de remisiones? Se
impone un análisis del carácter de «remisión», en cuanto propiedad del horizonte del
mundo. Guía este análisis la consideración del «signo», es decir, del objeto óntico,
que es el que, por esencia y constitución, «remite». ¿Cómo remiten los signos? Los
signos, dice Heidegger, «indican»; lo cual significa: los signos dan lugar a una orien-
tación en el mundo-en-torno, el cual es, de este modo, accesible al Estar. Desde
ahora, liberado el camino de la referencia al signo, cabe proseguir a través de la «sig-
nificatividad» (el Estar se halla siempre en una interpretación de sí, o sea de su
mundo: es íntimo al mundo como su orientación y su habitar, de modo que el
mundo es el horizonte hermenéutico mismo): «La significatividad, en la que el Estar
se encuentra ya siempre ensimismado, lleva consigo la condición ontológica de la
posibilidad de que el Estar entendedor pueda, interpretando, abrir algo así como 'sig-
nificados', los cuales, a su vez, fiíndan la posibilidad de la palabra y del lenguaje»
(102). De la significatividad se pasará a la comprensión, la situatividad de acordes
afectivos y el proyecto, para llegar finalmente al círculo hermenéutico.
Heide^er no ha notado, sin embargo, algo implícito con todo en su propio
camino: esto es, que todo el dominio de los prágmata, en cuanto remisiones, es de
naturaleza sígnica; y que el Estar, como «Interpretante» (la expresión es del propio
Heidegger), es a su vez un signo^. El signo, pues, no es un ente particular, con el que
«ejemplificar» el remitir óntico; al contrario, todos los entes son «signos» (ésta es,
como se sabe, la tesis de Peirce). Es esta falta de atención por parte de Heide^er (y
no sólo de él) lo que permite decir entonces que la hermenéutica, en cuanto pensa-
miento de la interpretación, no ha captado en su integridad el carácter de donación
propio de la fenomenología al que sin embargo se dirigía, sin entender tampoco a
fondo su naturaleza. Como pensamiento de la interpretación, la hermenéutica es
inadecuada a la hora de afrontar el problema de la remisión y del signo, es decir, a la
hora de afi-ontar sus propios problemas capitales.
Pero la naturaleza del fenómeno ha sido también ulteriormente incomprendida,
en la medida en que el signo ha sido captado dentro de esa tradición óntica y con-

•' « 0 hombre es un signo» es por demás una afirmación heideggeriana. Acerca del sentido y de los límites de
esta afirmación cf. mi ensayo: «11 problema del segno in Heidegger», en Kinesis. Sagpo di interpretazione. Milano,
Spirali Edizioni, 1982.

418
vencionalista que domina el pensamiento occidental desde el Sofista de Platón y el
Peri hermeneías de Aristóteles hasta las Investigaciones láceos de Husserl, el Tratado de
De Saussure y las ramificaciones contemporáneas de la semiótica. Aunque Heidegger
ha denunciado el carácter «metafisico» de la Ungüística, no ha ampliado después ade-
cuadamente esta consideración hasta el signo. Ha continuado mirando el signo con
ojos metafísicos, es decir, como un puro medio óntico para la expresión de las almas.
Al no haber reconocido la necesidad de pasar el signo de la tradición metafi'sica, se ha
encontrado después con la necesidad de denunciar el lenguaje como algo constituti-
vamente metafi'sico, y por tanto inadecuado al problema del sentido y del no-sentido;
o, si se prefiere, al problema del ser y de la nada del ser. Que sea precisamente en el
signo donde pueda ocultarse el secreto y el destino de la hermenéutica, es lo que aquí
se aventura, en cuanto manifestación de lo «impensado» de la hermenéutica.

Traducción: Ana Isabel Caballero

419
IV
Conversaciones
Ontología, dialéctica y narratividad
Paul Ricoeur
Gabriel Aranzueque

En su último libro publicado en castellano. Sí mismo como otro', Paul Ricoeur dia-
loga abiertamente tanto con lafilosofíaanalítica en lengua inglesa como con la ontología
tradicional. Abre así un espacio en el que se encuentran constructivamente lafilosofíadel
lenguaje y la hermenéuticafilosófica.En dicho terreno, confluyen los tres motivos que dan
titulo a esta conversación. Ontología, dialéctica y narratividad vertebran un discurso cuyo
norte referencial se encuentra en el polo siempre diferido de la identidad narrativa. Entre
el sujeto exaltado durante la modernidad, que desempeña el papel de fundamento último,
y el sujeto humillado por las distintas derivaciones del pensamiento nietzscheano, Ricoeur
defiende la necesidad de una hermenéutica de sí que supere la alternativa irresoluble del
cogito y del anti-cogito. Dicha hermenéutica, definida por el carácter omnipersonal del
sí mismo, adquiere a lo largo del ensayo un valor epistémicoy ontológico que pone de mani-
fiesto la triple dialéctica existente entre alteridad mismidade ipseidaden el seno de nues-
tra propia identidad; identidad narrativa que muestra la urgencia de repensar ontológi-
camente el sujeto como ámbito de tensión dialéctica en el que se juega de modo radical la
alteridad constitutiva.
Dentro de este amplio marco, y sin dejar a un lado la consideración conjunta de su
obra, propusimos a Paul Ricoeur la presente entrevista como aportación personal a este
volumen. El hilo de la conversación, como suele ocurrir cuando se habla largo y tendido,
acabó trastocando en buena medida el horario pactado previamente. Por ello, el fruto de
lo que sigue se debe por completo a su generosidad.

G. Aranzueque.- A lo largo de su obra, la relación con la ontología ha sido suma-


mente comedida. A pesar de ello, su pensamiento se ha dirigido siempre al umbral de la
misma, mostrando tanto su carácter problemático como su necesidad. Evidentemente, la
cuestión ontológica no podía abordarse de un modo directo, conforme lo venía haciendo
la filosofia idealista, pues toda reflexión exigía con anterioridad, como usted mismo
subraya, el «largo rodeo» de la interpretación. En Sí mismo como otro, la interpreta-
ción de sí pone de relieve una vez más la urgencia de pensar ontológicamente los modos

' R Ricceur, Soi-méme comme un autre, París, Seuil, 1990. Trad. cast.: Sí mismo como otro, Madrid, Siglo XXI,
1996.

423
de ser de uno mismo. ¿Cuál es la dimensión ontológica de su pensamiento y cuál es para
usted hoy en día el sentido de una meditaciónfilosóficaacerca del ser?
P. Ricoeur.- La ontología sigue siendo para mí la cuestión última. No digo mar-
ginal, sino siempre interrogativa, al final de una investigación cuyo centro no es la
ontología, sino lo que he llamado antropología filosófica, es decir, una interrogación
sobre lo que constituye la humanidad del hombre. Voy a mostrarle cómo conduce
esto a la ontología. Pongo cada vez más el acento en la noción de capacidad, de
poder, en lo que el hombre puede hacer y también en lo que no puede hacer: poder
hablar, poder actuar, poder ser responsable de sus actos, etc. Veo aquí el punto de
partida de una posible reflexión ontológica en torno precisamente a la noción de
poder. En este punto, se produce una intersección de la antropología y de la ontolo-
gía. Sólo en el plano ontológico se alcanza la raíz de lo que el hombre puede y no
puede hacer. Lo que sigue siendo el punto final de la antropología constituye el
punto de partida de la ontología: ¿qué significa poder? Y, en este punto, me encuen-
tro con la gran tradición de la ontología desde Aristóteles hasta Schelling, es decir,
con los filósofos que han puesto el acento más en la noción de potencialidad que en
la de sustancia. Se trata de una orientación en la ontología que reapareció con el
conatus de Spinoza y en Leibniz con la idea de potencia; orientación que era muy
diferente a la que predominó en la Edad Media.

— El debatefilosóficocontemporáneo se ha centrado en numerosas ocasiones en la


propia disciplina. La controversia en tomo a la muerte de lafilosofia o, en el mejor de los
casos, la discusión acerca de su carácter agónico han suscitado tanto interés como recha-
zo. A su vez, libros como ¿Qué es lafilosofía?^de Gilíes Deleuze han señalado tanto el
interés como el carácter ineludible de la pregunta por los límites y la naturaleza del pen-
sar. En esta misma línea, nos gustaría preguntarle por la razón de ser de esta peculiar
forma de pensamiento: ¿por qué seguir haciendofilosofia,cuáles serian hoy en día sus con-
diciones de posibilidad?
— Diría sencillamente: porque nos encontramos en una cultura influida por las
cuestiones filosóficas que nos han precedido. Nadie comienza la filosofía. Nos
encontramos en una cultura influida por problemas que no son precisamente pro-
blemas ni de la vida cotidiana ni de la política, ni de las ciencias naturales ni de las
ciencias humanas, sino que se halla marcada por preguntas como: ¿qué es un fenó-
meno?, ¿qué son la apariencia y la realidad?, ¿qué es la verdad? Todas ellas son, en
cierto modo, preguntas de segundo grado respecto a las preguntas que se plantean en
ámbitos positivos, determinados, ya sea el de la ciencia, el de la moral, el del dere-
cho o el de la política. Fue Grecia quien creó la pregunta filosófica. ¿Por qué hacer
filosofía? Porque una vez que se ha planteado esta pregunta, ya no podemos escapar
de ella. Naturalmente, nadie está obligado a dedicarle su vida, pero una vez que uno,
si se me permite decirlo, se ha planteado esta pregunta, piensa filosóficamente. Pero
añadiría que no es simplemente el peso de una tradición que nos precede, sino tam-
bién el hecho de que los científicos, los juristas, los politólogos y los propios mora-

' G. Deleuze y F. Guaturi, Quest-ce que laphilosophie?, París, Minujt, 1991. Trad. cast.: ¿Qué es lafilosofia?,
Barcelona, An^rama, 1993.

424
listas -en particular, actualmente, esto me llama mucho la atención— necesitan acu-
dir a la filosofía. A menudo, incluso, no son los filósofos quienes plantean las mejo-
res preguntas filosóficas. Me he interesado, por ejemplo, estos últimos años, por el
problema de la justicia. El problema jurídico nos lleva a plantearnos preguntas
totalmente fundamentales: ¿qué es el sujeto de derecho?, ¿por qué hay que respetar,
por ejemplo, los tratados o los contratos? Porque aquí tenemos una estructura total-
mente primitiva del lenguaje humano que se basa en la confianza en el lenguaje, y,
por consiguiente, para mantener esa confianza, hay que cumplir las promesas. Vea
cómo un problema de especialistas —¿por qué el derecho?— conduce a una pregunta
filosófica —¿qué es una promesa?-.

- Usted mismo ha indicado que su labor filosófica supone el intento de responder


fragmentariamente en cada una de sus obras a una cuestión en si misma limitada. Nos
gustaría saber cuál es el papel que juega lofragmentarioen su pensamiento. ¿Existe, a su
vez, un principio de cohesión en su modelo de pensar?
- Pienso que se puede acceder a lafilosofi'apor puntos, por lugares completa-
mente diferentes entre sí. Y, por mi parte, siempre he partido de un problema deter-
minado. Por ejemplo, en mis últimas obras, desde los años setenta, son problemas
planteados por el lenguaje, por la creatividad en el lenguaje. Partí del problema que
plantea la forma metafórica del lenguaje, pero, desde ese momento, se pone en tela
de juicio todo el lenguaje y su capacidad de expresar la realidad directa o indirecta-
mente. Pero, después de esto, partí de otro punto, que aparentemente se halla aleja-
do del anterior: el problema del tiempo y de la relación entre el tiempo y el relato.
Sin embargo, hay una corriente subterránea de un libro a otro, ya que ambos tienen
en común la creatividad en el lenguaje; creatividad que es típica de un ser humano
finito que no es el creador de toda la realidad, sino que crea de acuerdo con unas
reglas. No conocemos la creación en su forma absoluta, sino siempre siguiendo reglas
anteriores, o aboliendo o quebrantando esas reglas. Me ha llamado la atención ver la
gran afinidad existente entre las reglas que jalonan, en cierto modo, el lenguaje poé-
tico y luego las reglas que jalonan el lenguaje narrativo, que son reglas de composi-
ción. Esto nos lleva a reflexionar sobre los aspectos y las relaciones existentes entre
estructura e innovación, ya sea en el terreno de la poesía lírica —¿cómo conduce a ella
la metáfora?— o en el terreno de lo narrativo, que nos lleva también hacia la historia,
hacia el mito, hacia la novela, hacia múltiples formas literarias. Respondo a su pre-
gunta diciendo que puede haber aquí varios puntos de inserción en un problema
filosófico, pero esto no desemboca en la inexistencia de un problema general. El
modelo lo tenemos en Platón. Si toma los diálogos socráticos de Platón, podrá ver
cómo se desarrollan siempre a partir de una pregunta determinada: ¿qué es la pie-
dad?, ¿qué es lo justo?; preguntas que son puntos de partida completamente distin-
tos. Pero, tras estas preguntas, hay otra de carácter político: ¿qué es una sociedad bien
ordenada? Diría incluso que el modelo del pensamiento filosófico en Platón es su
capacidad de partir siempre de preguntas muy específicas. Por ejemplo, al final de su
vida. Platón se enfrentó, ciertamente, al escándalo que representaba, para él, la exis-
tencia misma de los sofistas. El problema no consiste solamente en saber cómo refií-
tar a los sofistas, sino en decir cómo es posible el sofista, cómo está hecho el lengua-
je para que sea posible el sofista. Estas preguntas le llevan al sofista «que es», pero que

425
dice «lo que no es», y, por consiguiente, esto le lleva a la relación entre ser y no-ser.
Vea cómo una pregunta muy específica —¿cómo es posible el sofista entre nosotros?-
conduce a la pregunta del ser y del no-ser. Este me parece el modelo de la filosofía.

— A la luz de lo que acaba de decir, parece evidente que lafragmentariedadde la


que hablábamos en un principio, esta limitación del dominio de estudio a la hora de
abordar temáticamente un problema filosófico, coexiste en sus textos con la búsqueda de
respuesta a preguntas de carácter general. Ese paso de lo particular a lo general y vicever-
sa, característico de los Diálogos de Platón, es propio de un modo de pensar dialéctico
que, a nuestro juicio, desempeña a su vez un importante papel en su pensamiento. ¿Qué
función cumple el método dialéctico en su filosofía?, ¿precede acaso la propia dialéctica de
la experiencia al acto de pensar filosóficamente?
- En este punto, he de ser muy prudente en la respuesta porque la palabra dia-
léctica es en sí misma fuente de mucha confijsión. Tenemos, al menos, tres modelos
filosóficos del uso de la palabra dialéctica. Por ejemplo, en Aristóteles. Llama dialéc-
tica a la lógica de lo probable. Aquí dialéctica se opone a analítica, pues la analítica es
la lógica del razonamiento necesario y, por consiguiente, de la prueba, mientras que
la afinidad entre dialéctica y retórica es lo probable. Me encuentro muy próximo a
^t^ uso de la palabra dialéctica, pues muchas ciencias y prácticas emplean la dialécti-
ca en este sentido. Pienso, por ejemplo, en el razonamiento jurídico, en el razona-
miento histórico o en el razonamiento médico. Tenemos aquí un uso de la lógica de
lo probable. Después, tiene usted un segundo uso del término dialéctica que es muy
negativo. Es el que se da en Kant, que opone analítica y dialéctica, recuperando el
vocabulario de Aristóteles para la analítica. Mientras que Aristóteles daba un sentido
positivo a la dialéctica, con la idea de lo probable, para Kant son, precisamente, todas
las contradicciones, lo que llama paralogismos, antinomias, es decir, los fracasos de la
razón cuando se sale del campo de la experiencia, los que componen la dialéctica. Ésta
es una visión completamente negativa de la dialéctica. Y, por liltimo, tiene usted la
glorificación de la dialéctica con Hegel. En Hegel, lo negativo se integra en el movi-
miento del pensamiento, que, en lugar de generar simplemente contradicciones, pro-
duce tensiones que se superan mediante un tercer término. Por consiguiente, halla-
mos aquí una dialéctica productiva. He mencionado tres modelos, pero de hecho cada
uno de los tres modelos que he citado han dado lugar a submodelos. Pienso, por ejem-
plo, en el uso que hizo Kierkegaard de la dialéctica. Recupera la dialéctica de Hegel y
la vuelve contra sí misma para transformarla en paradoja, entendiendo por paradoja
un uso del pensamiento donde proposiciones opuestas entre sí son al mismo tiempo
verdaderas. Hay que mantenerlas en tensión sin que quepa descubrir un tercer térmi-
no. Buena parte de la filosofía moderna se reconoce en particular a partir de la idea
de que el pensamiento humano es finito. A partir de la finitud, hay una orientación
antisistemática. Esto va a conducir, no sólo a la paradoja, sino incluso muy a menu-
do a las culturas del fracaso y de la aporía, es decir, de las preguntas sin respuesta.
Podría decirse que la pregunta destruye sus propias respuestas. Nietzsche se encontra-
ría en este lado, por su forma de hacer un uso de la dialéctica que hoy denominaría-
mos deconstructivo. Por consiguiente, la dialéctica se convierte en un instrumento de
disputa, de ruptura e incluso de destrucción, por emplear el término de Heidegger.
Estoy, como todos los filósofos del siglo XX, por así decirlo, tras estas pistas, sabien-

426
do que tenemos detrás numerosos usos de la dialéctica. En algunos casos, me siento
más cerca del sentido aristotélico, de la lógica de lo probable, en particular en las dis-
ciplinas que he mencionado hace un momento: el derecho, la medicina y la historia,
en las que concedo mucha importancia al uso de la probabilidad en las situaciones de
incertidumbre. He citado estos tres modelos, pero en el fondo habría que remontar-
se más lejos. En ese caso, iremos a dar siempre con Platón, pues practica precisamen-
te una dialéctica diferente de aquélla cuya teoría elabora. En su teoría, la dialéctica es
la ciencia suprema. Esto nos lleva a Hegel, pero en la práctica es el diálogo, una dia-
léctica-diálogo. La mayoría de los diálogos platónicos no llevan a ninguna parte.
Es «el pensamiento el que no lleva a ninguna parte», según un título de Heidegger,
Holzwege'. Es muy curioso constatar que el propio Platón se encuentra, de algún
modo, en los dos extremos de la cadena de figuras de la dialéctica, por un lado, con
una dialéctica que fracasa y, por otro, con una dialéctica que triunfa.

— Esta dialéctica dialógica adopta siempre en su obra un carácter conversacional,


conciliador. ¿En qué medida sus propios textos consisten en una mediación entre posturas
en principio divergentes, como, por ejemplo, ha sucedido en su relación con lafilosofíadel
lenguaje? Ampliando la pregunta, ¿en qué medida el texto filosófico nace ya de esta
mediación?
— La pregunta es muy difícil. Pienso que el carácter conversacional viene de Pla-
tón, del diálogo. Es cierto que el diálogo ocupa un lugar importante en mis libros
porque siempre me encuentro entre dos posiciones opuestas, entre dos posiciones
extremas, y es cierto que el problema de la mediación desempeña un papel muy
importante en mi obra. Le pondré un ejemplo que tomo de la filosofía del lenguaje.
Sobre todo en el período norteamericano de mi trabajo, hace diez o quince años, me
preocupaba mucho descubrir un camino entre la filosofía analítica y la filosofía her-
menéutica. En la filosofía analítica, sólo se tiene en cuenta, sólo se considera, las pro-
posiciones. Las proposiciones, como decía Frege, que podemos escribir en una pared.
No hay nadie que hable, hay una proposición. Y nos preguntamos: ¿cómo funciona?
Aquí tiene usted toda la lógica de predicados con el cálculo de predicados, la rela-
ción entre semántica y pragmática, etc. He intentado encontrar una vía de concilia-
ción mediante el lado reflexivo del lenguaje, mediante el hecho de que las proposi-
ciones siempre son dichas por alguien y se dirigen a otro, precisamente, en una
situación dialógica. Por consiguiente, el sujeto hablante, que, en cierto modo, se
pone entre paréntesis en la filosofía analítica, vuelve a ocupar un primer plano en el
momento reflexivo en que planteo la pregunta ¿Quién habla? \^ pregunta ¿quién? es
irreductible a la pregunta ¿qué? (¿qué se dice?, ¿qué es lo que se ha dicho?). Aquí vol-
vemos a encontrar el problema planteado por la pregunta anterior, el del enfrenta-
miento entre sujetos hablantes en la conversación. Se trata de todo el aspecto que
Rorty, por ejemplo, ha desarrollado ampliamente, y que va unido a ese otro ámbito
de la filosofía en lengua inglesa que es el pragmatismo, el cual había puesto precisa-
mente el acento en la inserción de las operaciones lingüísticas en situaciones concre-

^ La edición francesa de Holzwege lleva por título Chemins qui ne menent nulle pan, París, Gallimard, 1962
(literalmente: Caminos que no llevan a ninguna parte).

427
tas. Por otra parte, estoy vinculado a esa gran tradición que he llamado hermenéuti-
ca, es decir, a la interpretación de textos de todo tipo, no sólo de los textos de los que
se ocupó la exégesis bíblica, sino de los textos de los que se ocupó la filología clásica
y, hoy en día, de textos literarios de todo tipo. Este interés por la textualidad me llevó
al mismo problema del que acabo de hablar, a saber, que cabe considerar un texto
como si estuviese ahí delante de nosotros. Bien es cierto que la escritura da a la pro-
ducción del pensamiento una especie de existencia física. Los libros se imprimen y
son cosas en nuestras bibliotecas, pero no hay textos sin lector. La relación escritura-
lectura me lleva de la objetividad del texto a la implicación del sujeto que lee. Por
múltiples caminos, podemos redescubrir esa dialéctica entre la objetividad del len-
guaje y la implicación de un sujeto hablante que, tras haber sido el sujeto hablante,
es lector de sus propias obras o de las obras de otros.

— En Sí mismo como otro, como ya hiciera al final de Tiempo y relato, ha emplea-


do con gran acierto su análisis del relato en Lt comprensión de la identidadpersonal. ¿Qué
problemas no podrían ser estudiados desde la perspectiva del relato?, ¿cuáles son, en su
opinión, los límites de la narratividad?
— Creo que el criterio del relato es doble. En primer lugar, se refiere a una suce-
sión de estados o de acciones y, por consiguiente, guarda relación con aconteci-
mientos en el tiempo. Está arraigado en el tiempo. En segundo lugar, contiene un
elemento compositivo. Hay relato cuando los acontecimientos no se narran unos
detrás de otros, sino encadenados. Éste es el problema de la coherencia narrativa:
¿qué genera la coherencia narrativa? En este punto, respondo a su pregunta: ¿cuál es
el límite de lo narrativo? Hay dos límites: un límite interno y un límite externo. El
límite interno es el límite de la composición. Es un problema completamente con-
temporáneo, planteado en buena medida por la evolución de la novela contemporá-
nea, pues la gran novela del siglo XIX, si usted quiere de Balzac a Tolstoi y Dos-
toievski, estaba construida. Hoy, por influencia de Joyce principalmente, pero
también de Borges y de Kaflca en muchos aspectos, no hay una descomposición, sino
una especie de desestructuración concertada. Como si el arte de narrar luchase con
sus propias leyes. Por ejemplo, un punto crítico muy importante es lo que se ha lla-
mado el problema del cierre, es decir, cómo termina la novela clásica, cuyo final, en
cierto modo, es siempre algo impuesto por el desarrollo. De algún modo, el final se
produce dentro del relato. Si toma, por ejemplo, a Joyce y, sobre todo, Finnegans
Wake^ ya no encontrará un criterio de cierre, de clausura. La novela y, a la vez, el
tiempo son devueltos a una especie de nomadismo no-conclusivo. He dicho ante-
riormente que había dos límites. Hay también un límite externo: no todo es objeto
de relato. En primer lugar, porque la realidad no se considera siempre desde el punto
de vista de la sucesión temporal. Pienso, por ejemplo, en la literatura, donde tiene
usted formas distintas de lo narrativo. Por ejemplo, la poesía lírica. Diría, incluso,
que hay una gran oposición entre lirismo y narratividad. Pero tiene usted también
todas las formas de análisis de lo real en términos de estructuras y no ya en términos
de sucesiones. Hay aquí, en cierto modo, un intento de dominar el tiempo, un juego

•* J. Joyce, Finnegans Wake, Londres, Faber & Faber, 1939. Hay edición castellana: Barcelona, Lumen, 1993.

428
de abolición del tiempo mediante la lógica del desarrollo, mediante la lógica de la
transformación. Toda una escuela de pensamiento que hoy en día está menos pre-
sente en la discusión, el estructuralismo, ha intentado, en cierto modo, si no elimi-
nar el tiempo, al menos someterlo a leyes intemporales.

- ¿Qué relación guarda en su obra la polisemia propia del lenguaje, espacio de las
variaciones del sentido, con el diálogo sociopolttico, que configura la ciudad como espacio
público de conflicto y de decisión? ¿No es la equivocidadpropia del lenguaje la condición
de posibilidad de toda dialéctica social y, por tanto, del consenso logrado mediante el uso
público de la palabra?
— Creo que hay que decir algo sobre lo que entendemos concretamente por poli-
semia. Es un hecho que las palabras de nuestro lenguaje tienen más de un sentido.
Si abre el diccionario, verá que todas las palabras tienen significados diferentes según
el contexto en que se emplean. Esto no es una enfermedad del lenguaje, sino, al con-
trario, una fuerza considerable del mismo, pues se trata de una ley de economía. Si
hubiese tantas palabras como significados posibles, como sentidos posibles, tendría-
mos un lenguaje infinito. Para tener un lenguaje que podamos dominar hay que dis-
poner de un lenguaje cuyas palabras tengan más de un sentido. El equívoco designa
algo distinto: la polisemia se refiere a las palabras, el equívoco se refiere a las frases.
Hay equívoco cuando el contexto de las frases en la conversación no Umita la poli-
semia de las palabras, es decir, no da pistas para indicar en qué sentido se usan las
palabras. El problema de la polisemia va unido a otro problema con el que nos
hemos encontrado hace un momento: el de los argumentos probables. Consiguien-
temente, se encuentra con la retórica. Se crea una especie de convergencia entre la
fragilidad semántica del lenguaje y la fragilidad de lo político, tanto en el plano de
las palabras como en el de las frases, pero también en el del discurso. Cabe decir que
el lenguaje fijnciona en tres niveles: las palabras, las frases y, por último, los discur-
sos. La lógica de lo probable opera en el nivel del discurso. También, en este punto,
tenemos la posibilidad de oponer las composiciones entre sí. Pienso, sobre todo, en
el plano histórico. Un ejemplo muy simple: siempre es posible contar de otro modo
los mismos acontecimientos; usted puede hacer relatos igualmente verosímiles, igual-
mente creíbles, de esos acontecimientos, pues no organiza siempre del mismo modo
los acontecimientos que componen el relato. Estamos ante lo que llamaría la con-
troversia: el hecho de que, en ese nivel, siempre es posible discutir, oponerse unos a
otros. Es el caso de las interpretaciones, sobre todo cuando, en historia, nos encon-
tramos con grandes conjuntos de acontecimientos para juzgar un período, por ejem-
plo, para juzgar una revolución. Cuando se trata, simplemente, de acontecimientos
singulares, podemos verificarlos mediante los documentos, pero, cuando interpreta-
mos grandes períodos, tenemos problemas para encontrar una lectura unívoca. El
lenguaje político, en cierto modo, sufre aún más esta desgracia de tener que usar
siempre palabras polisémicas: libertad, igualdad, justicia, etc. Todo el lenguaje polí-
tico está lleno de palabras con varios sentidos, sobre todo cuando aparecen en los dis-
cursos construidos sobre la base de teorías (teoría de la justicia, teoría de la libertad,
etc.). Creo que una de las funciones de la filosofía es aclarar el lenguaje. En este
punto, le estoy muy agradecido a la filosofía analítica. Pongamos un ejemplo: el
importante filósofo-politólogo en lengua inglesa Isaiah Berlin escribió un libro sobre

429
los diferentes sentidos de la palabra libertad en política: Four Essays on Liberty'. Yo
diría que es útil, no sólo para los teóricos, sino también para quienes la practican
saber en qué consiste la libertad negativa («no invada mi terreno») o la libertad posi-
tiva («tengo derecho a participar en los asuntos públicos»). Creo que esto describe,
al mismo tiempo, una tarea muy importante de losfilósofos:dedicarse a aclarar el len-
guaje, a distinguir los sentidos de las palabras. Es el servicio mínimo que puede pres-
tar un filósofo en su trabajo pluridisciplinar. Yo, por ejemplo, estoy muy contento,
ahora que ya no estoy en la universidad, de poder trabajar en grupos de investigación
donde me enfi-ento constantemente a estos problemas, bien en ética médica, bien res-
pecto al problema de la justicia en el plano judicial, en el de la magistratura, o bien
en cuestiones de teoría de la historia. Son los tres ámbitos en los que estoy más impli-
cado en la actualidad. Cabría decir que el servicio que hemos prestado, en concreto,
consiste en aclarar el lenguaje y aclarar los argumentos. Me atrevería a decir que la pre-
gunta es siempre: ¿cuál es su mejor argumento? ¡Exponga su mejor argumento!

— En su análisis de la metáfora viva, central en su concepción del lenguaje y de la


hermenéutica, la muerte de la innovación semántica, generada en un principio por la
metáfora, es decir, la pérdida de la reunión de acontecimiento y de sentido, ¿es fruto de
una especie de inercia lingüística, según la cual el acabamiento estaría siempre más allá
del acontecer del lenguaje metafórico, o bien la muerte de la riqueza de sentido acompa-
ña y forma parte ya del propio acontecimiento lingüístico? ¿Nofiguraya en toda metáfo-
ra como piedra fundacional su ruina, del mismo modo en que el ser-para-la-muerte hei-
deggeriano supone la posibilidad inminente y cotidiana ¿¿f/Dasein.''
— Sí, es del segundo modo. Pero el lenguaje es, en este punto, muy interesante.
En todo caso, enfirancésse puede pasar fácilmente de la palabra uso (usagé) a la pala-
bra desgaste {usuré). La palabra se desgasta cuando la usamos, como una moneda
cuyo relieve se hubiese borrado. Por ejemplo, todo el análisis de Derrida partió de
esta especie de desgaste. A mí, sin embargo, me interesó la viveza de la metáfora. Por
eso, puse a mi libro el título de La metáfora viva. Es decir, me interesó la metáfora
en su estado naciente, y me interesó mucho menos el problema de saber cómo se
introducen las metáforas muertas en el lenguaje filosófico sin ser reconocidas. Se
trata del mismo problema que ya Nietzsche planteara en El libro delfilosofía',y que
reaparece en Heide^er y Derrida. Se trata de la muerte de la metáfora escondida en
el lenguaje aparentemente conceptual, donde la deconstrucción hará que aparezca
una metáfora muerta detrás de los conceptos. Éste es un trabajo filosófico perfecta-
mente legítimo, pero no es el que me ha interesado.

— ¿En qué medida la dialéctica heideggeriana entre la identidady la diferencia está


también presente en Sí mismo como otro, en la dialéctica habida entre la alteridady la
ipseidad? ¿Cuál es la dimensión ética de dicha dialéctica?

'' I. Berlin, Four Essays on Liberty, Londres, Oxford Univcrsity Press, 1969. Trad. cast.: Cuatro ensayos sobre la
libertad, Madrid, Alianza, 1988.
^ F. Nietzsche, Das Philosophenhuch, en Samtliche VCerke, Beriín/Nueva York, Deutscher Taschenbuch Verlag
de Gruyter, 1967-1977, vol. VIII. Hay trad. cast.: £1 libro del filósofo, Madrid, Taurus, 1974.

430
— Creo, en primer lugar, que hay que volver a la pregunta a la que responde la
noción de ipseidad. Se trata, esencialmente, de la pregunta ¿quién? Podría decirse
que la pregunta ¿quién? plantea un problema de identificación, la pregunta ¿qué?
pide una descripción y la pregunta ¿por qué? requiere una explicación. Aquí, esta-
mos, pues, en el terreno de la identificación. Desde el momento en que planteamos
el problema de la identidad, nos enfi-entamos al problema de la alteridad, pues el
otro es el otro de lo idéntico. Es decir, no puedo situarme como yo mismo sin
enfi-entarme con el otro, no necesariamente en forma de lucha, de conflicto, sino
también en forma de cooperación, de amistad o de amor. La relación con el otro
está implicada en la propia noción de identidad, pues cabría decir que la identidad
se opone a la alteridad. Me ha interesado, en este punto, el hecho de que la alteridad
no sea externa a la identidad, sino que sea, en cierto modo, inmanente a ella. Mi pro-
pia identidad contiene la alteridad a causa del tiempo. Vuelvo a encontrar aquí mi
análisis del relato, pues mi propia identidad queda, en buena medida, recogida o
expresada en esos relatos, filosóficamente llamados Zusammenhang eines Lebens, que
dan cohesión a una vida. Dentro de esa cohesión tiene usted la diferencia. Intento
mostrar en Sí mismo como otro cómo he descubierto la alteridad en el interior de la
identidad, es decir, en la identidad narrativa. Llegando a ser siempre otro es como
llego a ser yo mismo.

— ¿Cuálseria, en ese caso, la relación entre ipseidad e identidad narrativa? La con-


tinuidad de la identidad-ipsc, ¿es fruto del fenómeno de la promesa, del carácter inte-
grador del relato o de la responsabilidad? ¿Cuál es el principio de cohesión de la ipseidad,
qué garantiza que su trabazón no sea completamente arbitraria?
— Nada, salvo la capacidad de una coherencia narrativa: lo que se ha llamado,
como ya he dicho, Zusammenhang eines Lebens, la cohesión de una vida. En este
punto, concedo mucha importancia a la promesa, a la capacidad de reconocer que se
es el mismo, el que ha prometido y el que cumplirá. Esta cohesión entre el juramento
y la ejecución es muy importante. Con la promesa, aunque cambie, mantendré mi
palabra. Doy mucha importancia a la categoría de la promesa, pues, al mismo tiem-
po, ésta tiene consecuencias en el campo del derecho que me han interesado. Tam-
bién en derecho hay que cumplir los pactos. Se trata de una de las primeras obliga-
ciones, pues aquí nos jugamos la confianza en la palabra.

— El acto de juzgar, como ha señalado en Le juste'', comporta una separación, una


de-cisión, una elección tajante que, según nuestro modo de ver, conlleva asimismo una
forma mínima de violencia. ¿Cuál es, para usted, la interacción existente entre el lenguaje
jurídico, la libertad y el mal propio de lo violento?
— Creo que hay que partir de la siguiente consideración: la justicia implica tres
supuestos respecto a la violencia. En primer lugar, desplazar los conflictos del orden
de la violencia al orden del lenguaje. En lugar de herirse, en lugar de matarse, se dis-
cute. Creo que es muy importante encontrar un espacio de discusión. El segundo
supuesto es que hay que encontrar un tercero entre los adversarios, y este tercero

P. Rícoeur, Le juste, París, Éditíons Esprit, 1995.

431
adopta, además, diversas figuras: no sólo el Estado, sino también las leyes escritas, las
instituciones, los tribunales, un cuerpo facultativo, los jueces, y también todo el pro-
cedimiento del proceso, que es una batalla de argumentos. Y el tercer elemento es el
que usted ha mencionado. Finalmente, ese tercero va a decidir entre las partes. ¿Es
esto un acto de violencia? Yo diría que, en el mejor de los casos, es decir, cuando un
proceso ha sido, como solemos decir, un proceso honesto, un proceso que forma
parte de los derechos del hombre, no hay violencia en su primer sentido. Todo hom-
bre tiene derecho a un proceso equitativo. Se trata de la justa distancia entre las dos
partes del conflicto. Hay que separar el crimen del sentimiento, al criminal de la víc-
tima. Resumo estos tres supuestos de la justicia: llevar los conflictos al orden del len-
guaje; en segundo lugar, instituir entre nosotros un tercero y, en tercer lugar, hacer
justicia, separar a los combatientes, encontrar una justa distancia que no es, en abso-
luto, una eliminación de uno o de otro, pues, considerando el caso de un proceso
penal, el condenado a quien se va a terminar enviando a la cárcel sigue siendo un
sujeto de derecho. Diría, incluso, que el criterio de un Estado democrático es que el
condenado, el detenido, siga siendo un sujeto de derecho. Y aquí es donde hay una
especie de límite a la violencia, pues si añadiésemos simplemente sufrimiento al
sufrimiento, si hiciésemos sufrir a aquel que ha hecho sufrir, sólo multiplicaríamos
esa violencia. Es decir, seguiríamos en la lógica de la venganza, y la justicia es, preci-
samente, la ruptura con la lógica de la venganza.

— ¿Cuál es la vinculación existente entre ética y narratividad? En Sí mismo


como otro ha relacionado la identidad narrativa y la sabiduría práctica. ¿Pueden
entenderse lo justo y lo bueno como horizontes posibles, aunque nunca realizados, de
lo narrativo^
— No, porque el relato puede incluirse, a mi juicio, en la categoría estética, y la
categoría estética es neutra desde el punto de vista del juicio moral. Lo he dicho ya
varias veces: lo imaginario es libre. No se puede censurar lo imaginario. Pero cabe
decir que el juicio moral puede apoyarse en relatos ejemplares. Y creo que, efecti-
vamente, desde el punto de vista del bien y del mal, si usted quiere, las historias bio-
gráficas aportan testimonios. Es cierto que necesitamos ejemplos de bondad o de
abnegación, pero el relato explora también las posibilidades de la violencia o del
mal. El relato es una exploración de todas las posibilidades humanas comprendidas
en el orden del bien y del mal. Pero no creo que haya un vínculo directo entre el
relato y la moral. Discuto este problema al final del capítulo sexto de Si mismo como
otro, por influencia de mi amigo danés Peter Kemp, que me había reprochado haber
separado completamente lo narrativo de la ética. Para Kemp, lo narrativo es tam-
bién una especie de lugar de exploración de las posibilidades del bien, del mal, de
la violencia, etc. Y es cierto que el carácter ejemplar del relato existe. Si toma usted
la tragedia griega, encontrará que se trata de una exploración de los límites del
poder, de los límites, por ejemplo, de la venganza. Así, en la Orestíada, en el modo
como se define la repetición de la venganza, se descubre cómo se pone coto a esa
venganza, en un momento determinado, mediante la justicia: aquí tiene usted un
buen ejemplo de que esas exploraciones narrativas de lo trágico son también una
exploración del bien y del mal. James Redfield, uno de mis colegas de Chicago,
escribió que la epopeya y la tragedia griegas contribuyeron a la exploración de los

432
límites de la ciudad griega, de sus posibilidades y de sus peligros. Y esto me ha inte-
resado mucho. No quiero, en absoluto, reducir todo nuestro problema a una espe-
cie de análisis sociológico, pero la literatura es también una especie de exploración
de nuestras capacidades extremas.

- Sí, pero esta exploración que lleva a cabo el relato, ¿no deja siempre abiertas, como
usted mismo ha señalado, distintas posibilidades de vida, que interfieren en la identidad
narrativa y que tienen que ver con la problemática de lo bueno?
- Sigo siendo fiel a Aristóteles cuando dice que la poesía es superior a la histo-
ria porque la historia se refiere a lo que existe o ha existido, mientras que la poesía se
refiere a la posibilidad y a lo verosímil (eikós). Creo que hay una exploración de lo
posible y de lo verosímil por parte del relato. Por otra parte, he dicho, alguna vez,
que el cuadrilátero compuesto por el bien, el mal, la vida y la muerte es explorado
por el relato, por todas las combinaciones narrativas. Lo narrativo es un medio de
exploración de todas las posibilidades humanas.

- Puesto que el relato puede ser inscrito en la dimensión estética, como decíamos hace
un instante, ¿sería la belleza uno de los puntos de referencia de la narratividadí
- Sí, un horizonte del relato puede ser lo bello. Pero hay que admitir tam-
bién que la noción de lo bello tiene múltiples sentidos, pues puede incluso incluir
lo feo. Si usted quiere, hay una belleza de la fealdad representativa. Si toma, por
ejemplo, los retratos de Picasso, con su destrucción del rostro femenino, encon-
trará en ellos que la belleza es sólo una belleza formal, una belleza que surge en la
representación de la fealdad. Pero tengo muchas reservas porque no estoy seguro
de que lo bello sea la única categoría de la estética. Ya en Kant tiene usted lo bello
y lo sublime. Me explico un poco acerca de este problema en el último capítulo
de La critique et la convictiorf', donde aclaro algo mi posición sobre la cuestión
estética. Para Kant, lo sublime es una especie de análogo estético del bien y del
deber, de lo obligatorio. Hay, en este punto, una intersección interesante con la
ética. Lo sublime nos recuerda que estamos por encima de la naturaleza, nos
recuerda la superioridad de nuestra naturaleza y, por consiguiente, nos lleva de la
estética a la ética, pues nos recuerda que somos fines en sí, que somos superiores
a los medios.

- En su ensayo «Sobre un autorretrato de Rembrandt», define el espacio propio del


arte como el ámbito abierto entre el yo (moi) y el sí mismo (soi). ¿Cómo entiende la posi-
ble vinculación existente entre estética, identidad narrativa y hermenéutica?, ¿cuáles serían
las consecuencias para la propia identidad del proceso creativo de la producción artística
y de su ulterior recepción?
- Menciona usted el ejemplo del retrato de uno mismo, que llamamos, a
veces, autorretrato. Pero me gusta mucho más el término «retrato de uno mismo»,
pues se da en él, si usted quiere, una relación triangular. Tenemos al pintor, un

* P. RicoEur, La critique et la conviction. Entretiens avec Fran(ois Azouvi et Marc-B. de Launay, París, Calmann-
Lévy, 1995.

433
hombre real, Rembrandt; después, tenemos su retrato, que sigue aquí cuando el
pintor ha muerto; y, por último, estoy yo que intento captar al que está represen-
tado en el retrato. Cabe decir que, en su acto de recepción, el aficionado, el espec-
tador delante del retrato, reconoce a un ausente que sólo está representado en la
interpretación que el pintor ha ofrecido ya de sí mismo, pues no es una fotografía,
sino una composición. A través de una composición, intento captar un estadio de
una vida. Me ha interesado mucho el autorretrato de Rembrandt porque hay pocos
pintores que hayan escrutado su rostro de un modo tan lúcido e, incluso, en los
últimos autorretratos, tan cruel. Hay aquí una especie de búsqueda de la verdad.
Estaba interesado también por otra razón. Este pequeño texto, en el que muy poca
gente se ha fijado, fue el germen de Si mismo como otro, pues todo el mundo se
conoce como otro. Rembrandt sólo se conoce al pintar su retrato y al mirarse en
su retrato. Es decir, el examen de él mismo se da en el acto de pintarse a sí mismo.
Pero al descifrar, al leer, en cierto modo, el cuadro, leo a Rembrandt, pero también
a mí como semejante y distinto a Rembrandt. Estamos ante una relación de inter-
pretación extremadamente compleja que tiene varios estratos o grados. En el
fondo, vi en este acto de descifrar el autorretrato de Rembrandt (Rembrandt pin-
tándose a sí mismo e interpretándose al pintarse, y yo interpretando la pintura
como la interpretación de Rembrandt) la ilustración del título de mi libro Si
mismo como otro.

— ¿Quéproyectos ocupan su atención en este momento?¿Cuáles son las líneas de tra-


bajo que, a su modo de ver, dejan abiertas sus escritos? En suma, ¿cuál es la tarea aún
pendiente del pensar?
- No tengo mucho tiempo por delante. Tengo muchas cosas que escribir, pero
no me siento todavía obligado a publicar, aunque tengo dos obras iniciadas sobre
temas que son, por así decirlo, una verdadera cantera. Una, más lógica si usted quie-
re, sobre la afinidad que existe entre todas las disciplinas de lo probable. Voy a hacer
un pequeño trabajo donde mostraré que operan de forma muy similar el juicio médi-
co en el pronóstico y el diagnóstico, el juicio del historiador, el juicio del juez y el
juicio del político. Quisiera demostrar que, en mi opinión, tenemos aquí una buena
retórica. Quiero mostrar esta afinidad entre estas cuatro disciplinas de lo probable.
Por otra parte, he retomado mi problema de la historia de los historiadores, aunque
desde un punto de vista bastante diferente al que adopté en Tiempo y relato, donde
planteé el problema siguiente: ¿es también la historia un relato?, ¿utiliza leyes, estruc-
turas o causas? Me he dado cuenta de que había olvidado un problema previo: la
memoria. Trabajo actualmente en el problema de la memoria, a la vez como mi
memoria y como la memoria colectiva, en relación, en buena medida, con lo que
llamo las enfermedades de la memoria, la memoria enferma de Europa. A mi edad,
estoy en condiciones de hacer una especie de revisión biográfica desde 1930. Des-
pués de haber atravesado todos esos horrores, esos terribles acontecimientos, hay que
plantearse algunas preguntas. ¿Cómo se construye una memoria colectiva?, ¿qué se
recuerda, qué se olvida?, ¿qué se escapa?, ¿qué lugar ocupa el olvido involuntario o el
olvido astuto en aquellos que no quieren recordar un crimen? Tenemos también el
problema de la memoria enferma. Pienso, por ejemplo, en los Balcanes hoy en día,
en los pueblos que repiten indefinidamente las humillaciones o las glorias del pasa-

434
do. ¿Cómo —voy muy rápido al decir esto— conciliar la acción del recuerdo, que es
inversa a la repetición (esto viene de Freud) y la acción del duelo? ¿Cómo renunciar
a los objetos perdidos, como la gloria, pero también a los objetos perdidos del sufri-
miento, motivo de humillaciones? ¿Cómo perdonar? El perdón sería una especie de
olvido activo, de reconstrucción de una memoria reconciliada. Esto afecta tanto a las
fuentes de la historia como a las de la política y de la distancia justa respecto a su
propio pasado. Recupero el concepto de justa distancia respecto de uno mismo y de
su pasado, y del pasado de otros.

435
Respuestas a algunas preguntas
Claude Lévi-Strauss

Paul Ricoeur.— Las preguntas de carácter metodológico que quisiera plantearle son de
tres tipos. Los tres se refieren a la posibilidad de coordinar su método científico, el estruc-
turalismo entendido como ciencia, con otros modos de comprensión que no se tomarían
de un modelo lingüístico generalizado, sino que consistirían en una recuperación del sen-
tido mediante un pensamiento reflexivo o especulativo, en una palabra, mediante lo que
yo mismo he llamado hermenéutica.
La primera pregunta se refiere a la intransigencia del método, a su compatibilidad
o incompatibilidad con otros modos de comprensión. Esta pregunta metodológica mefiíe
sugerida directamente por la meditación de sus propios ejemplos: me he preguntado hasta
qué punto el éxito de su método no se ha vistofizvorecidopor el área geográfica y cultu-
ral en la que sefiínda, a saber, la del antiguo totemismo, la de la «ilusión totémica», que
se caracteriza, precisamente, por la extraordinaria exuberancia de los ordenamientos sin-
tácticos y quizás, en cambio, por la gran pobreza de sus contenidos. ¿No explica este con-
traste el hecho de que el estructuralismo triunfe con una gran facilidad en estas zonas, en
el sentido de que apenas deja un problema sin respuesta?
Mi segunda pregunta, en tal caso, consiste en saber si hay una unidad del pensa-
miento mítico, si no hay otras formas del pensamiento mítico que se acomodarían menos
fácilmente al estructuralismo.
Esta duda me lleva a la tercera pregunta: ¿En qué se convierte, en junción de otros
modelos, la relación estructura-acontecimiento, la relación sincronía-diacronía? En un sis-
tema en el que la sincronía es más inteligible, la diacronía se presenta como una pertur-
bación, como aquello que acentúa lafragilidaddel sistema. Estoy pensando en lafrasede
Boas, que a usted le gusta citar, sobre el desmante¡amiento ík los universos míticos, que se
vienen abajo apenasformados porque su solidez es instantánea y sólo existe, en cierto modo,
en la sincronía. Sucede todo lo contrario si reflexionamos sobre las organizaciones menta-
les que surgen, no de la relación existente entre la diacronía y la sincronía, sino de la exis-
tente entre la tradición y el acontecimiento. Esta tercera pregunta se une a la de la histori-
cidad, que constituye el objeto de su discusión con fean-Paul Sartre al final del libro^.

' C. Lévi-Strauss, La Pernee sauvage, París, Plon, 1962. Trad. cast.: El pensamiento salvaje, México, F.C.E., 1964
(N. del T ) .

437
En nuestro seminario, además, hemos discutido sobre la fibsofia implícita en su
método, aunque sin detenemos mucho en ello, pues pensamos que no era justo respecto a
su obra entrar de lleno en el ámbito de lafilosofía.Por mi parte, creo que no hay por qué
pasar rápidamente a discutir la filosofía estructuralista, con el objeto de detenerse en el
método estructural. Propongo, por tanto, que dejemos para el final de la discusión las
diferentes posibilid¿uiesfilosóficasque usted compagina, a mi juicio, de un modo incier-
to: ya se trate de la renovación de lafilosofia dialéctica o, por el contrario, de una especie
de combinatoria generalizada, o, por último, como usted mismo señala, de un materia-
lismo puro y simple, en el que todas las estructuras son naturales.
Este es el conjunto de preguntas que me permito plantearle, dejando que las consi-
dere según su propio parecer.

Claude Lévi-Strauss.— Me parece que un libro es siempre un niño nacido pre-


maturamente. Tengo la impresión de que se trata de una criatura demasiado repug-
nante en comparación con la que hubiera deseado traer al mundo, y no me siento
muy orgulloso de presentarla a la mirada de los demás. Por eso, no vengo aquí con
una actitud beligerante a defender encarnizadamente posiciones cuya precariedad
soy el primero en constatar, y que el trabajo de Ricoeur pone en evidencia muy acer-
tadamente.
Permitidme una observación inicial. Hay una especie de malentendido, del que
sólo yo soy responsable, acerca del lugar que ocupa este libro en el conjunto de mis
trabajos. De hecho, no se trata —y retomo en este punto las expresiones de Ricoeur-
de «la última etapa de un proceso gradual de generalización», de «una sistematiza-
ción terminal» o de «un estadio terminal». Se puede creer tal cosa, pero de hecho se
trata de algo muy distinto. Del mismo modo en que El totemismo en la actuali-
doíí' es el prefacio de El pensamiento salvaje, como ya he explicado, éste es el prefa-
cio de un libro más importante; pero, como cuando escribía aquél no estaba seguro
de comenzar alguna vez este otro libro, preferí no decirlo para no correr el riesgo
de tener que retractarme. En mi pensamiento, se trata, más bien, de una especie de
pausa, de alto en el camino, de un momento para tomar aliento en el que me aven-
turo a contemplar el paisaje circundante; un paisaje al que no iré, al que no puedo y
al que no quiero ir: ese paisaje filosófico que diviso en la lejanía; pero que apenas pre-
ciso, pues no se encuentra en mi itinerario.
Se trata de hacer una pausa; pero, ¿entre qué momentos.' Entre dos etapas de una
misma empresa, que podría definirse como una especie de inventario de esquemas
mentales, como un intento de reducir lo arbitrario a un orden, de descubrir una nece-
sidad inmanente a la ilusión de la libertad. En Las estructuras elementales del parentes-
co', el^í un ámbito que podía distinguirse, a primera vista, por su carácter incoherente
y contingente, y traté de hacer ver que se podía reducir a un número muy pequeño de
proposiciones significativas. Sin embargo, esta primera experiencia resultaba insufi-
ciente, pues en el ámbito del parentesco los esquemas no son de orden puramente

^ C. Lévi-Strauss, Le totémisme aujourd'hui, París, RU.E, 1962. Hay versión casteüana; El totemismo en la
actualidad, México, F. C E., 1971 (N. d e l T ) .
* C. Lévi-Strauss, Les structures éUmentaires de la párente, París, P.U.F., 1949. Trad. cast.: Las estructuras ele-
mentales del parentesco, México, Paidós, 1983 (N. del T.).

438
interno. Lo que quiero decir es que no es cierto que éstos se originen exclusivamente
en la estructura del espíritu: pueden ser fruto de las exigencias de la vida social y del
modo en que ésta imponga sus propios esquemas al ejercicio del pensamiento.
La segunda etapa, que estará dedicada por completo a la mitología, tratará de
salvar ese obstáculo, pues me parece que es precisamente en el terreno de la mitolo-
gía, en el que el espíritu se abandona, con mayor libertad, a su espontaneidad crea-
dora, donde será interesante comprobar si éste líltimo se somete o no a leyes. Res-
pecto al parentesco y a las reglas del matrimonio podía plantearse el problema de
saber si los esquemas provenían de fuera o de dentro. Esta duda ya no es posible res-
pecto a la mitología: si, en este ámbito, el espíritu se encuentra encadenado y deter-
minado en todas sus operaciones, afortiori, ha de estarlo en todas partes.
También le estoy agradecido a Ricoeur especialmente por haber subrayado la
similitud que puede existir entre mi empresa y la del kantismo. Se trata, en resumi-
das cuentas, de una transposición de la investigación kantiana al ámbito etnológico,
con la diferencia de que, en lugar de emplear la introspección o de reflexionar sobre
el estado de la ciencia en la sociedad concreta en la que el filósofo se encuentra
emplazado, nos dirigimos a los límites: investigamos lo que puede haber en común
entre hombres que nos parecen sumamente alejados, y el modo en que trabaja nues-
tro propio entendimiento; tratando, de ese modo, de poner de relieve las propieda-
des fundamentales y determinantes de todo entendimiento, sea el que sea.
Esto es lo que quería decir en primer lugar. Paso ahora a la primera pregunta
planteada por Ricoeur, que, a mi juicio, domina su estudio, a saber, la de si la mito-
logía tiene una única explicación.
Hay algo en su argumentación que me ha desazonado un poco. A mi juicio,
dicha argumentación, lógicamente, no es propia de alguien que se encuentra en la
situación de Ricoeur, sino de un «ultra», por así decirlo, de El pensamiento salvaje, que
hubiera podido reprocharme no haber incluido en su jurisdicción la Biblia, la tradi-
ción helénica y algunas otras. Pues bien, hay que elegir una de estas opciones: o bien
estas obras pertenecen al pensamiento mítico, y si se está de acuerdo en que el méto-
do sirve para analizar este pensamiento, se ha de concluir que vale también para ellas;
o se considera que, en este caso, el método no se puede aplicar, y, por ello, se las
excluye del reino del pensamiento mítico. Consiguientemente, se tendría que estar
de acuerdo conmigo por haberlas dejado fuera.
De hecho, mi posición es extremadamente prudente y trato continuamente de
matizarla. No postulo de ningún modo que, en todo lo que podemos englobar suma-
riamente con el término de «pensamiento mítico» -incluso la expresión me parece-
ría demasiado limitada—, todo dependa de un único tipo de explicación. He tratado
de señalar aquellas cosas que me daban la impresión de poder ser consideradas desde
el análisis estructural, he estudiado esas cosas y me he abstenido cuidadosamente de
ir más lejos. Mi eminente colega inglés Edmund Leach, de la Universidad de Cam-
bridge, se ha entretenido en aplicar el análisis estructural a la Biblia en un estudio
cuyo título es significativo: «Lévi-Strauss in the Carden of Edén»"*. Se trata de un tra-

"* E. Leach, «Lévi-Strauss in the Carden of Edén: an examination of some recent developments in the analysis of
myth», en Tramactions ofthe New York Academy of Sciences, Serie 2, vol. XXIIL n." 4, 1961, pp. 386-396 (N. del T ) .

439
bajo muy brillante y, sólo en parte, de un juego. Por mi parte, vacilaría mucho antes
de emprender una empresa del mismo género, por escrúpulos similares a los mani-
festados por Ricceur. En primer lugar, porque el Antiguo Testamento, que emplea
evidentemente materiales míticos, los recupera con vistas a un fin distinto al que
tuvieron originalmente. Los redactores, sin duda alguna, los deformaron al interpre-
tarlos. Estos mitos fueron sometidos, por consiguiente, como dice acertadamente
Ricceur, a una operación intelectual. Habría que comenzar realizando un trabajo pre-
liminar, con la intención de encontrar el residuo mitológico y arcaico que subyace
en la literatura bíblica, tarea que sólo puede ser llevada a cabo, evidentemente, por
un especialista. En segundo lugar, me parece que una tarea de este calibre implica
una especie de círculo vicioso vinculado al hecho de que, a mi modo de ver —y qui-
zás sea éste uno de los puntos de desacuerdo con Ricceur-, los símbolos —por recu-
perar un término al que tiene especial cariño— nunca presentan un significado
intrínseco. Su sentido sólo puede ser «posicional», y, por consiguiente, no podemos
acceder a él mediante los mitos, sino haciendo referencia al contexto etnográfico, es
decir, a lo que podemos conocer del tipo de vida, de las técnicas, de los ritos y de
la organización social de las sociedades cuyos mitos queremos analizar. En el caso
del antiguo judaismo, nos enfrentaríamos a una situación paradójica, pues el con-
texto etnográfico ha desaparecido casi por completo, salvo, precisamente, el que
podemos obtener de los textos bíblicos. Todas nuestras hipótesis descansan, por
tanto, sobre una petición de principio. Lo que acabo de decir acerca de la Biblia
puede aplicarse a otras ftientes mitológicas: los grandes textos de la antigua India,
los clásicos de la protohistoria japonesa, Kojiki y Nihongi, y muchas otras cosas.
Hay, por consiguiente, un buen número de materiales que, repito, no he querido
abordar: por una parte, debido a la ausencia de contexto etnográfico, y, por otra,
debido a que necesitarían una exégesis previa, que el etnólogo no está capacitado
para llevar a cabo.
Incluso en la mitología de la que tratará, casi íntegramente, mi próximo libro,
a saber, la de América tropical, aprecio niveles heterogéneos. Además, prefiero dejar
a un lado algunos textos, al menos provisionalmente, debido a que su organización
interna parece depender de otros principios; en América del Sur, existe una literatu-
ra mezclada con los mitos casi en forma de novela que, tal vez, sea susceptible de ser
analizada estructuralmente, pero mediante un análisis estructural transformado y
mucho más preciso que, por el momento, no me atrevo a llevar a cabo.
Consiguientemente, desde este punto de vista, hay que ser prudente: se aborda
aquello que parece posible abordar con éxito en un momento determinado. El resto
se reserva hasta que lleguen tiempos mejores, hasta que el método dé prueba de sus
aptitudes. A mi juicio, esta reserva es característica de toda empresa que quiera ser
científica. Si se hubiera comenzado el estudio de la materia con una teoría de la cris-
talización, muchos físicos hubiesen podido decir: «éstos no son los únicos estados de
la materia, hay otros de los que no sois capaces de dar cuenta». A lo cual, sin duda,
los cristalógrafos arcaicos hubiesen replicado: «Sí, pero se trata de las propiedades
más bellas, o más simples, de las propiedades que nos ofrecen una especie de atajo
hacia la estructura, y, por este motivo, aplazamos, por el momento, el problema de
saber si el estudio de los cristales explica toda la matetia o si hay otras cosas que
hemos de consideran).

440
Por lo que se refiere a las objeciones filosóficas, que comento rápidamente, dado
que RiccEur desea que se las deje a un lado por el momento, él mismo ha subrayado
su aspecto apenas «esbozado», su carácter incierto. Estoy completamente de acuerdo
con él. No pretendía desarrollar una filosofía. Sencillamente, intenté darme cuenta,
en beneficio propio, de las implicaciones filosóficas de algunos aspectos de mi tra-
bajo. Diré, sólo de pasada, que donde Ricceur ve dos filosofías tal vez contradicto-
rias, la que se aproxima al materialismo dialéctico y acepta la primacía de la praxis,
por una parte, y, por otra, la que se inclina al materialismo a secas, yo veo, más bien,
dos etapas de una misma reflexión; pero sólo concedo a todo esto una importancia
secundaria y estoy dispuesto, en este punto, a dejarme reprender por los filósofos.
Asimismo, estoy completamente de acuerdo con Ricoeur cuando define -sin
duda alguna para criticarla- mi posición como «un kantismo sin sujeto trascenden-
tal». Esta deficiencia le lleva a acoger mi propuesta con reserva, mientras que a mí
nada me impide aceptar su expresión.
Atiendo, ahora, a lo que, a mi juicio, es la objeción fundamental; objeción que
RiccEur repite reiteradamente y que yo mismo había anotado en su texto junto a esta
significativa frase: «Encontramos -dice- que una parte de la civilización, precisa-
mente aquella de la que no procede nuestra cultura, se presta mejor que ninguna otra
a la aplicación del método estructural». Se plantea, en este punto, un problema con-
siderable. ¿Se trata de una diferencia intrínseca entre dos tipos de pensamiento y de
civilización o, sencillamente, de la posición relativa del observador, que no puede
adoptar, frente a su propia civilización, la misma perspectiva que le parece normal
ante una civilización diferente? Dicho de otro modo, como miembro de mi civiliza-
ción, que trata de asimilar esa tradición mítica, que se ha alimentado de ella, com-
parto la inquietud de Ricoeur, su convicción de que, si quiero aplicar mi método a
los textos míticos de nuestra propia tradición (lo que, por otra parte, evito con mucho
cuidado), me daré cuenta de que siempre queda un resto, un residuo irreductible que
no podré suprimir; pero me pregunto si, un sabio indígena que leyera El pensamien-
to salvaje y observara el modo en que he tratado sus propios mitos, no me haría, con
razón, exactamente la misma objeción. Cuando Ricceur opone en su texto el tote-
mismo y el kerigmatismo (palabra cuyo sentido entre los filósofos y los teólogos
actuales no conozco bien, pero que, si la considero etimológicamente, conlleva la
idea de una promesa, de un anuncio), siento la necesidad de preguntarle lo siguien-
te: ¿qué resulta más «kerigmático» que los mitos totémicos australianos, que también
se ftindan en acontecimientos como la aparición del antepasado totémico en un
punto concreto del territorio o sus peregrinaciones, que han santificado cada lugar
con un nombre y que definen, para cada indígena, los motivos de un apego perso-
nal que da un significado profundo al territorio, y que conllevan, al mismo tiempo,
con la condición de que se siga siendo fiel a dicho territorio, una promesa de felici-
dad, una garantía de salud y la certeza de la reencarnación? Esas profundas convic-
ciones se encuentran en todos aquéllos que interiorizan sus propios mitos, pero no
pueden ser percibidas y, por ello, han de ser dejadas a un lado por quienes las estu-
dian desde fiíera. De tal modo que, frente a esta especie de trato que se me propo-
ne, y que consiste en cambiar un ámbito donde el análisis estructural regiría por
completo por otro donde su poder se encontraría limitado, me pregunto si, en caso
de aceptarlo, dicho trato no me llevaría, si no a introducir de nuevo la distinción tra-

441
dicional entre mentalidad primitiva y mentalidad civilizada, al menos a hacerlo de
un modo más reducido, en miniatura, por así decirlo, es decir, si no me llevaría a dis-
tinguir dos tipos de pensamiento salvaje: el que compete por completo al análisis
estructural y el que conlleva algo más. No me decido a aceptar el trato porque me
ofrecería más de lo que puedo asumir.
Tal vez no lo he señalado suficientemente en mi libro: lo que he intentado defi-
nir como «pensamiento salvaje» no puede atribuirse en sentido propio a nadie, ya se
trate de una porción o de un tipo de civilización. No tiene carácter predicativo algu-
no. Más bien, digamos que, con el nombre de pensamiento salvaje, designo el siste-
ma de postidados y de axiomas requeridos para fimdar un código que permite tra-
ducir, con el mayor rendimiento posible, «lo otro» en «lo nuestro» y, recíprocamente,
el conjunto de las condiciones en las que podemos comprendernos mejor; natural-
mente, siempre con un residuo de incomprensión. En el fondo, mi intención es con-
siderar al «pensamiento salvaje» el punto de encuentro, el fruto de un esfrierzo de
comprensión, de mí colocándome en su lugar y de ellos colocados por mí mismo en
mi lugar. Los circunloquios más apropiados para examinar su naturaleza harían refe-
rencia a las nociones de lugar geométrico, de denominador común, de máximo
común múltiplo, etc., que excluyen la idea de algo que pertenece intrínsecamente a
parte de la humanidad, o de algo que la definiría absolutamente. De tal modo que,
en el fondo, estoy totalmente de acuerdo con lo que dice Ricceur, excepto en que el
principio de la diferencia que postula no se encuentra, a mi juicio, en los pensa-
mientos en sí mismos, sino en las distintas situaciones en las que el observador se
encuentra frente a esos pensamientos.

Paul Ricoeur.— Ese cambio de observadores no me resulta completamente satisfacto-


rio, especialmente si me remito a su propia obra. Hay diferencias en el propio objeto de
estudio que no podrían horrarse con un cambio de papeles entre el observador y el obser-
vado. Se trata de caracteres objetivos que, en la época del totemismo clásico, garantizaban
las relaciones diacrónicasy sincrónicas óptimas en un conjunto cultural. El punto de vista
del observador no es, por consiguiente, lo que distingue un conjunto mítico de otro; difie-
ren desde el mismo punto de vista. Por ello, todos se prestan a la aproximación estructu-
ralista, aunque con distintos grados de éxito. Al final de mi estudio, he mostrado que no
existe una simbólica rutural, que un simbolismo sólo funciona en una economía de pen-
samiento, en una estructura. Por esa razón, nunca podrá hacerse hermenéutica sin estruc-
turalismo. El problema que me planteo consiste en saber si existen gradas, de éxito si usted
quiere, que corresponden al carácter prioritario de la sincronía sobre la diacroníay que con-
dicionan su tarea como estructuralista. No creo que se trate de un problema observacional:
la temporalidad no tiene en todas partes el mismo significado. A mijuicio, cuando dice, pre-
cisamente, que la sincronía esfuerte y la diacroníafrápl, no creo que su afirmación sea fruto
de la posición del observador, sino de la constitución del conjunto que estudia.

Claude Lévi-Strauss.— Exactamente. La explicación ha de buscarse en el hecho de


que usted asigna al adjetivo «totémico» un significado mucho más amplio que el que
yo le doy. Como etnólogo, empleo el término en un sentido técnico y restringido.
He notado, en efecto, que, a lo largo de su artículo, establece una especie de equiva-
lencia entre «pensamiento totémico» y «pensamiento salvaje». A mi juicio, la relación

442
es diferente: el totemismo surge del pensamiento salvaje -he insistido mucho en
ello—, pero éste último desborda ampliamente el marco del sistema religioso y jurí-
dico que se pretende aislar, falsamente por otra parte, con el nombre de totemismo.
Por tanto, cuando señalo el «vacío totémico» de las grandes civilizaciones de Europa
y de Asia, no quiero decir que no se encuentren, con otras formas, los rasgos distin-
tivos del pensamiento salvaje. Ambos problemas no se plantean en el mismo plano.
Si el fondo de su argumento quiere decir que existe una diferencia objetiva entre
nuestra civilización y las de los pueblos sin escritura, a saber, que la primera acepta
la dimensión histórica y que las otras la rechazan, estaremos de acuerdo, pues he
insistido en ello en numerosas ocasiones. Pero me parece que no hablamos exacta-
mente de la misma historia: esa temporalidad que usted introduce como una pro-
piedad intrínseca de algunas formas de pensamiento mítico no es necesariamente
una función de la historicidad objetiva de nuestras civilizaciones occidentales ni del
modo en que «historizan» su devenir. Conocemos muchos mitos «historizados» en el
mundo. Es sorprendente, por ejemplo, que la mitología de los indios Zuñi del su-
doeste de Estados Unidos haya sido «historizada» (a partir de materiales que, por otra
parte, no son del mismo grado) por teólogos indígenas de un modo comparable a
como otros teólogos lo han hecho a partir de los mitos de los antepasados de Israel.
Me parece, por tanto, que la diferencia, según se presenta en su estudio, no depen-
de tanto de la existencia de una historia en la mitología (pues incluso los mitos aus-
tralianos más «totémicos» cuentan una historia, suceden en el tiempo), cuanto del
hecho de que esa historia existe, ya sea encerrada en sí misma, aherrojada por el mito,
o como una puerta abierta hacia el futuro.

Paul Ricoeur— ¿Cree que es accidental que los estratos prehelénico, indoeuropeo y
semítico, precisamente, hayan posibilitado todas las reinterpretaciones que nos han ofre-
cido losfilósofos,los teólogos, etc.? ¿No depende todo ello, precisamente, de una riqueza
de contenido que requiere una reflexión sobre la semántica antes que sobre la sintaxis? El
hecho de admitir la unidadprofiínda del ámbito mítico conlleva también, retroactiva-
mente, que podamos aplicar al totemismo otros métodos distintos al suyo, que podamos
reflexionar sobre lo que dicen y no simplemente sobre el modo en que lo dicen, pues su
decir está lleno de sentido, cargado defilosofíaslatentes, y, por consiguiente, podríamos
esperar la llegada del Hegel o del Schelling del totemismo.

Claude Lévi-Strauss.- Se ha intentado, pero no ha dado buenos resultados.

Paul Ricasur.— Pero si no me comprendo mejor al comprenderles, ¿puedo seguir


hablando de sentido? Si el sentido no es un segmento de la autocomprensión, no sé en qtié
consiste.

Claude Lévi-Strauss.— Dado que, en este caso, nos encontramos presos de la sub-
jetividad, no podemos, a la vez, tratar de comprender las cosas desde dentro y desde
fuera; sólo podemos comprenderlas desde dentro cuando hemos nacido dentro,
cuando estamos efectivamente dentro. La empresa consistente en intentar trasladar
-si así puede decirse- una interioridad particular a una interioridad general me pare-
ce de antemano bastante comprometida. Hay un punto en el que, a mi juicio, nos

443
distanciamos bastante. Dice usted en su artículo que El pensamiento salvaje opta por
la sintaxis en vez de por la semántica. Para mí, no se da tal elección. No se da por-
que la revolución fonológica, que usted menciona en varias ocasiones, consiste en el
descubrimiento de que el sentido siempre es fruto de la combinación de elementos
que, en sí mismos, no son significativos. Por consiguiente, usted trata de encontrar
-espero no tracionarle en este punto, pues usted mismo lo dice de este modo e inclu-
so lo reivindica— un sentido del sentido, un sentido detrás del sentido, mientras que,
desde mi perspectiva, el sentido nunca es un fenómeno primario: el sentido siempre
puede ser reducido a elementos no-significativos. Dicho de otro modo: detrás de
todo sentido hay un sinsentido, y lo contrario no es verdadero. Para mí, el significa-
do es siempre fenoménico.

Marc Gaboriau— Se ha hablado algo de la historia, de la «diacronta». Quisiera


plantear algunas preguntas sobre este tema, referidas en concreto a los problemas de la
«diacronta». ¿Cómo puede ser que una socieeiad dada se transforme a lo largo del tiem-
po? En algunas partes de su obra —concretamente en Antropología estructural y en su
prefacio a Sociología y antropología de Mauss-^ insiste en el hecho de que hay que bus-
car los factores de transformación, no en los sistemas sociales considerados aisladamente
(sistema de parentesco, mitolo^a, etc.), sino en el modo en que éstos se superponen y arti-
culan. Esto constituye, a su juicio, una serie defactores que hay que estudiar antes de con-
siderar las influencias extemas. Quisiera pedirle que aclarase esta primera serie de facto-
res. Al final de Antropología estructural, introduce el concepto de «estructura de
subordinación»; pero me parece que al emplear este término habla de dos cosas diferentes:
por una parte, de las desigualdades sociales (poligamia, privilegios, etc.), por otra, parece
designar en ocasiones con ese término la superposición de los diferentes sistemas que cons-
tituyen una sociedad. ¿Podría precisar este tema?

Claude Lévi-Strauss.— Me plantea dos preguntas, ¿no es así? En primer lugar, la


pregunta general. Confieso que me siento incapaz de responderle. Creo que la etno-
logía, la sociología y las ciencias humanas en su conjunto no pueden responderle,
pues las sociedades evolucionan por lo general bajo el efecto de factores externos, que
dependen de la historia y no de un análisis estructural. Por tanto, para elaborar una
teoría de la evolución social, habría que haber observado numerosas sociedades que
hubieran permanecido al abrigo de toda influencia de tipo externo (y cuando digo
«externo», no hablo simplemente de la acción de otras sociedades, sino de fenóme-
nos biológicos o de otra clase), lo cual es evidentemente imposible. Digo a menudo
a mis estudiantes que no hubiera habido un Darwin si no hubiese existido antes un
Linneo; no se hubiera podido plantear el problema de la evolución de las especies si
no se hubiese comenzado definiendo lo que entendemos por especie y haciendo una
tipología. Ahora bien, estamos lejos de poseer y quizás nunca poseeremos una taxo-
nomía de las sociedades que sea comparable a las taxonomías prelinneanas, como la

' C. Lévi-Strauss, Anthropolope structuraU, París, Plon, 1974. Trad. cast.: Antropología estntctuml, Buenos Aires,
Eudeba, 1973, 5." ed.; C. Lévi-Strauss, «Introduaion a l'oeuvre de Marcel Mauss», en M. Mauss, Sociolope et anthro-
poiope, París, P.U.F., 1950. Trad. cast.: Sociología y antropología, Madrid, Tecnos, 1991, pp. 13-42 (N. dclT.).

444
de Tournefort. Por consiguiente, creo que sobre estos problemas podemos hacer
especulaciones —lo cual no es inútil-, pero nunca diremos algo realmente serio.
Respecto a la otra pregunta, si hay un equívoco en mi texto -confieso que no lo
tengo muy presente-, me disculpo. Se trata de una traducción del inglés, pues lo
escribí directamente en esa lengua. Me parece, no obstante, que acotaba la expresión
«estructura de subordinación» oponiéndola a las «estructuras de comunicación».
Quería decir de ese modo que existen en la sociedad dos grandes tipos de estructu-
ras: las estructuras de comunicación, que son biunívocas, y las estructuras de subor-
dinación, que son unívocas e irreversibles. Puede ser que haya cierta ambigüedad
entre este sentido en particular y el que usted señala; pero no era esa mi intención.

Marc Gaboriau— Hay una ambigüedad, sobre todo si comparamos ese texto con
otros, especialmente con el prefacio a Mauss, donde usted trata de explicar las transfor-
maciones de las sociedades estudiando la articulación de diversos sistemas. Dice usted,
concretamente, que estos sistemas, debido a su propia naturaleza, nunca se pueden tra-
ducir íntegramente entre si, y que, por ello, una sociedad nunca puede permanecer idén-
tica a sí misma.

Claude Lévi-Strauss.— Sí, tratamos de buscar —dentro de una sociedad reducida


a cierto número de ordenamientos estructurales apilados unos sobre otros o imbri-
cados entre sí— los medios para restablecer especies de desequilibrios que explican por
qué una sociedad, aunque se encontrase al abrigo de influencias externas, «se move-
ría» de todos modos.

Mikel Dufrenne.— Quisiera regresar al problema de las relaciones existentes entre la


sintaxis y la semántica que se mencionaba hace un instante. Me pregunto si lo que acaba
de decir sobre el hecho de que, para usted, el sentido siempre es algo secundario respecto a
un dato premitico y no significativo, no es negado, en buena medida, por sus propios aná-
lisis. Cuando muestra —por ejemplo, en el análisis del mito de Asdiwal llevado a cabo en
la Escuela Práaica de Altos Estudios de París-^ que, en última instancia, al considerar
el comportamiento de los Tsimshian y especialmente de las mujeres ante el pez, el hombre
se identifica con dicho pez, este hecho se convierte en algo repentinamente esclarecedor
para entender el resto del mito. Tenemos la impresión de que el análisis previo, realizado
mediante parejas de opuestos (alto-bajo, este-oeste, mar-montaña, etc.), preparaba, en
cierto modo, esta especie de alumbramiento final del sentido, en el que el sentido se da de
otro modo, mediante una especie de toma de conciencia inmediata en la que dicho sen-
tido no es el resultado de un análisis sintáctico. Aunque es cierto que, en matemáticas,
para un pensamiento verdaderamente formal, la semántica, en cierto modo, se encuentra
siempre en el nivel de la sintaxis, subordinada a ésta última, me pregunto si, por el con-
trario, en un análisis como éste o asimismo en el de Edipo (donde muestra de pronto que

^ Vid. C. Lévi-Strauss, «La Geste d'Asdiwal», en Annuaire de l'Écok pmtique des hautes éttides (Sciences Religieu-
ses), 1958-1959, pp. 3-43. Publicado más tarde en Le Temps Modemes, n.» 179, marzo 1961 y en E. R. Leach, The
StructuralStudy ofMyth andTotemism, Londres, Tavistock, 1968. Trad. cast.: E. R. Leach, Btructuralismo, mitoy tote-
mismo, Buenos Aires, Nueva Visión, 1970 y en Antropología estructural 11, México, Siglo XXI, 1979. Cf. C. Lévi-
Strauss, «Asdiwal visitado de nuevo», en Palabra dada, Madrid, Espasa-Calpe, 1984, pp. 116-122 (N. del T ) .

445
Edipo, «pie hinchado», significa algo por si mismo, a saber, un modo de nacimiento que
se opone a otro), no hay una especie de desquite de la semántica respecto a la sintaxis, una
inmediatez de un sentido que no surge o se manifiesta lógicamente.

Claude Lévi-Strauss.— Tengo la impresión de que, en los ejemplos que cita usted,
el sentido no se percibe directamente, sino que se deduce, se reconstruye a partir de
im análisis sintáctico. En ese párrafo de «La Gesta de Asdiwal», si mis recuerdos son
exactos, demuestro que determinada relación sintáctica no es reversible (al contrario de
lo que sucede en la gramática, donde puede decirse tanto «Pedro mata el toro» como
«El toro mata a Pedro»). Debido a que ima proposición sólo es formidable en un sen-
tido, se pueden aventurar algunas hipótesis sobre el método secreto del pensamiento
indígena; pero, a pesar de todo ello, quien aventura dichas hipótesis soy yo. A mi jui-
cio, por tanto, se trata de ima «reconstrucción». Ahora bien, he de añadir, para res-
ponder a Dufrenne y a Ricoeur, que, desde luego, no excluyo en modo alguno —lo que
sería, por otra parte, imposible— esa recuperación del sentido a la que alude Ricoeur. La
diferencia reside quizás en que, para mí, dicha recuperación se presenta como un
medio suplementario del que disponemos para intentar controlar a destiempo la vali-
dez de nuestras operaciones sintácticas. Dado que hacemos «ciencias humanas», dado
que esmdiamos a los hombres, podemos darnos el lujo de tratar de ponernos en su
lugar. Pero se trata de la última oportimidad, de la últíma sadsfacción que nos conce-
demos al plantearnos la pr^imta «¿funciona esto asi?, ¿funciona así si lo experimento
en mí?». Por consiguiente, la recuperación del sentido, desde el pimto de vista del
método, me parece algo secimdario y derivado resf»ecto a la tarea esencial, que consis-
te en desmontar el mecanismo de un pensamiento objetivado. En este punto, lo mejor
que puedo hacer es retomar los propios términos de la crítica de Ricoeur, pues no me
parece que se trate de una crítica, sino, precisamente, de lo que intento hacer.

Paul Ricoeur.— Si el sentida que he recuperado de ese modo no amplia mi autocom-


prensión o la comprensión que tengo de las cosas, no merece ser llamado sentido. Ahora
bien, nada de esto puette suceiler si la investigación sintáctica se emprende en un fondo
de sinsentido, pues ¿no designan las palabras sentido y sinsentido los episodios de una
conciencia de la historia, que no consiste simplemente en la subjetividad de una cultura
mirando a otra, sino ciertamente en una etapa de la reflexión que trata de comprender
cualquier cosa? Dicho de otro modo, no tienen sentido simplemente los ordenamientos sin-
tácticos hechos por un observador extemo, sino los discursos particulares, aquello que se
dice. Comprendo que, para hacer ciencia, hay que limitarse a considerar sólo los ordena-
mientos que uno observa. De ese modo, se evita entrar en lo que he llamado «círculo her-
menéutico»; círculo que me convierte en uno de los segmentos históricos del contenido que
se interpreta a través de mí. Para hacer «ciencias humanas», es preciso que me encuentre
fuera de dicho círculo; pero si ese sentido no es el episodio de una reflexión fundamental
o de una antología fundamental (no quiero escoger aquí entre dos grandes tradiciones, la
de Kanty la de Hegel), ¿se puede seguir hablando de sentido y de sinsentido?

Claude Lévi-Strauss.- Me parece que vincula usted la noción de discurso y la de


persona. Pero, ¿en qué consisten los mitos de una sociedad? Constituyen el discurso de
esa sociedad, im discurso sin un emisor concreto y, por consiguiente, un discurso que

446
se obtiene del mismo modo en que un lingüista que va a estudiar una lengua mal cono-
cida intenta elaborar su gramática sin preocuparse de saber quién dijo tal o cual cosa.

Paul Ricceur.— Pero, repito Lz pregunta anterior, si no me comprendo mejor al com-


prenderles, ¿puedo seguir hablando de sentido^ Si el sentido no es un segmento de la auto-
comprensión, no sé en qué consiste.

Claude Lévi-Strauss.- Me parece legítimo que un filósofo que plantea el proble-


ma desde la perspectiva de la persona haga esa objeción, pero no estoy obligado a
hacer lo mismo. ¿Qué es, a mi juicio, el sentido? Un sabor específico percibido por
la conciencia cuando prueba una combinación de elementos que por separado no
tendrían un sabor semejante. En ese caso, al igual que un científico, que trata de rea-
lizar en el laboratorio una combinación química, dispone de muchos medios para
cerciorarse de su éxito —el espectrógrafo y las reacciones, aunque no se contenta gene-
ralmente con esto: prueba la sustancia, reconoce su sabor característico y dice «sí, así
está bien»-, el etnólogo trata de recuperar también el sentido y de completar sus
pruebas objetivas mediante la intuición, pues es un ser dotado de sensibilidad y de
inteligencia, y dispone de ese medio. Intentamos, por consiguiente, reconstruir un
sentido. Lo reconstruimos a través de medios mecánicos, lo fabricamos y le quitamos
la cascara. Y más tarde, en la medida en que somos hombres, lo saboreamos.

Jean-Pierre Faye— Quisiera plantear una pregunta respecto a los mitos contemporá-
neos. Se trata de zonas del lenguaje en las que se mitifica la historia. En lugar de mitos
historizados, habrá en este caso «historias» (interpretaciones históricas) mitificadas. Con-
sideremos el caso de las ideologías nacionalistas alemanas en elperíodo comprendido entre
las dos guerras mundiales. Creo que hay aquí un ámbito al que pueden aplicarse sus cri-
ticas. Nos encontramosfrentea una especie de nimbo lingüístico, con una fuerte carga
biológica, muy próximo a lasformas de la mitología arcaica y en el que la historia se vier-
te por completo en el mito. Si se intenta hacer el mapa de estos diferentes lenguajes, se
obtiene, por una parte, una especie de topología, en la que dichos lenguajes presentan
intersecciones muy precisas. Por otra parte, se los puede tratar, igualmente, como trans-
formaciones de sentido. Al respecto, presentan dos rasgos destacables: cada uno de ellos
admite una transformación inversa. Por otra parte, la combinación o la composición de
dos de ellos da lugar a «algo» (a un significado) que sin duda pertenece, a su vez, a ese
conjunto ideológico, pues se trata de un pensamiento retrógrado que, en consecuencia, se
encierra en sí mismo. No podríamos encontrar ese «axioma del cierre» en otras ideologías
como, por ejemplo, el liberalismo o la izquierda marxista. En el caso de la ideología
nacionalista, que engloba el nacionalsocialismo de la Alemania de Weimary que se desig-
na a sí misma como el «Movimiento nacional», se puede apreciar ciertamente esa especie
de cierre que parece prestarse a un análisis estructural, si se toma la palabra «estructura»
en su sentido algebraico: un conjunto cualquiera tiene una estructura si posee una «ley de
composición» claramente definida.
Ahora, a pesar de todo, parece imponerse el problema del «residuo» que elude, par-
cialmente, esta formalización y que, en algunas ocasiones, resulta sorprendente. Podemos
tomar como ejemplo un simple adjetivo, un término típicamente ideológico, que adqui-
rió, en el ámbito del «Movimiento nacional», un sentido posicional muy determinado,

447
y muy alejado de su primer sentido, de su sentido etimológico; este término, que se politi-
zó por completo entre 1900y 1945, desaparecería más tarde casi totalmente del vocabu-
lario alemán. La palabra es volkisch''. ¿C^iié quiere decir? Deriva de la palabra Volk y
tendría que significar popular. Pero, de hecho, volkisch adquirió un valor posicional
completamente distinto en el ámbito nacionalsocialista (o, mejor dicho, «nacional revo-
lucionario» o «conservador revolucionario»). Digamos que significa algo parecido a lo que
en castellano entendemos por «racista». Pero, a su vez, esta palabra simboliza su propia
raíz, su etimología. Conlleva una especie de alusión a su primer sentido, en la medida en
que, en dicha palabra, se percibe el término subyacente Volk a partir del cual ha sido
creada. Encontramos distinciones que emplean los lingüistas en el terreno de la semánti-
ca: por una parte, se da un nivel lingüístico en el que el principio d£ lo arbitrario del
signo actúa plenamente, donde el signo es una pura moneda de cambio, completamente
convencional, en un circuito donde convenimos darle un valor (posicional); pero, por
otra, el signo se encuentra siempre vinculado a lo que algunos lingüistas llaman su moti-
vación etimológica, al «motivo» inicial que lo creó, aun cuando haya perdido su primer
significado. De este modo, volkisch ya no significa popular, sino racista. Su primer sig-
nificado sólo se percibe a través del último, y existe una especie dejuego entre ambos nive-
les. Ese juego funcionó de un modo muy preciso en el lenguaje político de la Derecha ale-
mana, conllevando un crecimiento de la participación afectiva. Lo cual permitió
bastantes malabarismos políticos, pues el hitlerismo jugaba con esa especie de valor
«izquierdista» de la palabra Volk, que conservaba su sentido etimológico, pero que posi-
bilitaba, al mismo tiempo, el desarrolla del valor ultranacionalista del racismo.
Este ejemplo concreto tal vez nos permita aproximarnos o captar la imbricación de
la participación afectiva con la red estructural. Se trata de un problema que, a mi juicio,
en la metodología del estructuralismo, se ha descartado provisional o definitivamente,
debido sin duda a las ligerezas o alas repeticiones inútiles y pesadas que se introdujeron
en etnología al seguir a Lévy-Bruhl Pero quizás se trate, por el contrario, en un segundo
análisis, en una segunda etapa, de un aspecto muy estimulante. Lo importante, precisa-
mente, en un caso como el del nazismo consiste en saber cómo es posible que una red ideo-
lógica aparentemente arbitraria, aparentemente confusa, no sólo funcione de un modo
muy preciso, desempeñe un papel social en última instancia muy concreto, exprese las con-
tradicciones de la situación histórica y socioeconómica, y traduzca la lógica de los intere-
ses enfrentados, sino que además entrañe un alto grado de participación y levante seme-
jante «ola de entusiasmo».

Claude Lévi-Strauss.— Estaría completamente de acuerdo con usted en pensar


que nada se asemeja más -desde un punto de vistaformal—a los mitos de las socie-
dades que llamamos exóticas o sin escritura que la ideología política de nuestras pro-
pias sociedades. Si intentásemos transponer el método estructural a nuestras socie-
dades, no tendríamos que aplicarlo, en primer lugar, a las tradiciones religiosas, sino
al pensamiento político. Ahora bien, ¿hay que privilegiar un pensamiento político
determinado? Vacilaría mucho en admitir algo así. Me parece, por ejemplo, que la
«mitología» de la Revolución Francesa presentaría ambigüedades similares a las que

' Vid. J. P. Faye, «Heidegger et la revolución», en Médiation, otoño 1961 (N. del T.).

448
usted ha citado. Después de todo, el término «sans-culotte» tuvo bastante éxito, mien-
tras que su sentido primitivo probablemente se perdió. Es probable que su afinidad
con «culot, culotté> desempeñara un importante papel en ese éxito^. Pero una vez
dicho esto volvamos nuevamente al mismo punto. El problema consiste en saber si
lo que intentamos alcanzar es verdadero por y para la conciencia que tenemos de ello,
o si se encuentra fuera de la conciencia. Considero que buscar dentro de la concien-
cia la recuperación del sentido es algo perfectamente legítimo; pero creo que esa
recuperación, esa interpretación que los filósofos o los historiadores dan de su pro-
pia mitología, ha de ser tratada simplemente como una variante de la mitología
misma. Dicha interpretación se convierte, por tanto, en una materia más de mi aná-
lisis, en pensamiento objetivado. Dicho de otro modo: no desprecio en modo algu-
no trabajos que sólo conozco por el resumen de Ricoeur, pero -después de conocer-
los a través de su resumen- si tuviera que dedicarme a ese tipo de problemas —¡Dios
no lo quiera!-, lo consideraría una variante de la mitología bíblica, que habría que
añadir a la otra en lugar de ponerla a continuación.

Paul Ricoeur.— No he dicho que el sentido sea sentido por o para la conciencia. El
sentido es, en primer lugar, aquello que conforma la conciencia. El lenguaje, por su parte,
es el vehículo de un sentido que puede ser recuperado. Pues bien, ese potencial de sentido
no se reduce a mi conciencia. No hay por qué escoger entre el subjetivismo de una con-
ciencia inmediata del sentido y la objetividad de un sentido formalizado. Entre ambos se
encuentra lo que el sentido propone, lo que dice, y este «por decir» y «por pensar» es, a mi
juicio, el otro lado del estructuralismo. Cuando digo «el otro lado del estructuralismo» no
me refiero forzosamente a un subjetivismo del sentido, sino a una dimensión del mismo
que también es objetiva, pero cuya objetividad sólo se muestra a la conciencia que la recu-
pera. Esta recuperación expresa la ampliación de la conciencia mediante el sentido, antes
que el poder de la conciencia sobre el sentido. Por ello, no opondría la subjetividad a la
estructura, sino lo que llamo precisamente el objeto de la hermenéutica, es decir, las
dimensiones de sentido abiertas por estas recuperaciones sucesivas. Se plantea, en ese caso,
el problema siguiente: ¿ofrecen lo mismo todas las culturas a este proceso de recuperación,
están por decir y pensar de igual modo?

Claude Lévi-Strauss.— He estado a punto de hablar hace un momento de ejemplos


privilegiados —y voy a regresar a la proposición de Ricoeur mediante este rodeo—; pero,
¿lo son realmente? El tema es sumamente rico y nos abrumaría con su abundancia. La
situación eminentemente favorable en la que nos encontramos respecto a las socieda-
des exóticas consiste precisamente en que no sabemos casi nada de ellas, y en esa pobre-
za radica, en cierto modo, nuestra ftierza: estamos condenados a lo esencial...

fean-Pierre Faye.- Tal vez ese privilegio se aclare mediante otra pregunta que qui-
siera plantearle. En Saussure, existe, en un momento dado, una distinción entre el signo
puro y el símbolo: en el símbolo hay más que en el signo, pues lo arbitrario del signo no
actúa completamente. Hay una especie de presencia de lo natural, una especie de conte-

' Lévi-Strauss señala la vinculación existente entre los términos «sans-cuhttn (revolucionario francés de 1792.
Litetalmente: «sin pantalón») y «culot» (frescura, descaro) o i'culotté» (caradura, fresco o descarado) (N. del T ) .

449
nido natural que permanece pegado, que lo sobrecarga. A mi juicio, la diferencia entre la
mitología y una ideología de tipo racionalista como la de la Revoluciónfrancesao la del
movimiento obrero del siglo XIK consiste en esto. La palabra «sans-culotte», por ejemplo,
se desvinculó del pantalón de los nobles y, de ese modo, se dejó de pensar al emplearla en
el pantalón de seda. El término adquirió ciertamente una autonomía semiológica y cir-
culaba como una moneda completamente «arbitraria». Se llegan a crear, de ese modo,
como en el caso del pantalón, sentidos derivados, asociaciones derivadas, como usted
mismo dice continuamente.

Claude Lévi-Strauss.— En ese caso, sencillamente, el signo se transformó en sím-


bolo.

Jean-Pierre Faye.— Sí, pero perdió los vínculos que lo ligaban al símbolo inicial

Claude Lévi-Strauss.— ¡Qué va! Era un signo y se convirtió en un símbolo.

Jean-Pierre Faye.— Sí, pero el segundo símbolo es algo artificial, tiene ribetes de ser
algo fabricado, mientras que en las mitologías políticas retrógradas se encontrará tal vez
con mayor facilidad lo que podríamos llamar el recurso al cordón umbilical. Los signos
políticos de la izquierda o del liberalismo son más «semiológicos» y menos «simbólicos».
En cierto modo, se dirigen a un pensamiento de tipo kantiano (o durkheimiano), consi-
derando al pensamiento kantiano, como hecho histórico, un subproducto de la ideología
liberal y, de pleno derecho, el basamentofilosóficode ésta última. Por el contrario, si se
consideran pensamientos políticos en sí mismos «salvajes», ideologías sobre las que la mito-
logía ejerce una influencia mucho más directa, entonces el pensamiento salvaje de éstas
tal vez resulte mucho más salvaje que el suyo, pues contiene en mayor ^ado ese elemento
de participación del que hablábamos antes; entendiendo, en este punto, por «participa-
ción» esa especie de doble juego del signo que, por una parte, opera en un determinado
círculo estructural y que, por otra, se encuentra vinculado a una especie de «naturaleza»
del lenguaje. Evidentemente, esta naturaleza lingüística constituye un problema. Pero el
empeño de Heidegger en volver siempre a la originariedad del lenguaje es, a mi juicio, un
camino completamente distinto al del estructuralismo, y no parece que carezca de funda-
mento, pues, incluso cuando fue engañado por un lenguaje ideológico, descubrió que él
mismo verificaba de algún modo sufilosofíadel lenguaje...

Rostas Axelos.— Quisiera plantear una pregunta qu£ me inquieta bastante, y que me
preocupa mucho más después de leer El pensamiento salvaje. Puede decirse que existen dos
pensamientos genealógicos: un pensamiento genealógico ingenuo, para el que las cosas se
suceden, generación tras generación, en el espacio-tiempo, y un pensamiento genealógico
especulativo, como el de Hegel por ejemplo, para el que existe un desarrollo genealógico,
una fenomenología del Espíritu, que consiste en el desarrollo de la estructura inicial y total
de la Gran Lógica. A mi modesto entender, Hegel es, por así decirlo, el padre del estruc-
turalismo, pues fiíe el primero en valorar el pensamiento genético. Hay que comprender
también la dimensión «lagos» de la genealogía. Al hacer estallar el cuadro limitado de una
mentalidadprimitiva, por urm parte, y de un pensamiento civilizado, por otra, que puede
comenzar donde cada uno quiera, habla usted de un pensamiento salvaje global A la luz

450
de lo dicho, planteo una pregunta ingenua: ¿dónde comienza el pensamiento salvaje en el
espacio-tiempo? ¿A partir de qué momento puede hablarse de «pensamiento»?

Claude Lévi-Strauss.— Es una gran pregunta, pero no sé por qué se espera de mí


que pueda responderla, pues se trata del problema de los orígenes de la humanidad,
de lo que los antropólogos físicos llaman «hominización». ¿A partir de qué momen-
to hubo seres que pensaban? No sé nada al respecto y dudo que nuestros colegas de
la antropología física tengan las ideas claras sobre este tema. Es más: dudo incluso
que podamos captar teóricamente, en el ftituro, un momento en el que el hombre
habría comenzado a pensar, y más bien estaría dispuesto a admitir que el pensa-
miento comienza antes que los hombres.

Jean Lautman— Quisiera retomar una vez más el problema del sentido, pues, en el
fondo, la obra de Lévi-Strauss me inquieta en cierto modo porque nos dice que nos expre-
samos cuando no pensamos hacerlo. Mi pregunta está dividida en tres partes.
En primer lugar, cuando en Antropología estructural muestra que el método del
shaman se asemeja estructuralmente al tratamientopsicoanalítico, he apreciado una espe-
cie de ambigüedad: por una parte, una critica subyacente de dicho tratamiento, como si
no fuese algo nuevo por el hecho de ser el método ¿¿?/shaman, y, por otra, una valoración
que comprendo mucho mejor ahora que ha publicado El pensamiento salvaje, en la
medida en que, para usted, son válidas tanto una como otra de esas expresiones liberado-
ras que ponen de manifiesto al hombre su propia condición. ¿Aceptaría que pensemos que,
en cierto modo, usted intenta llevar a cabo un psicoanálisis colectivo; el cual no estaría
vinculado a las estructuras individuales del señor X, ni siquiera a las estructuras psicoló-
gicas de una sociedad, sino, remontándonos más lejos, al esquema de organización de toda
sociedad? De ser así, puedo comprender el gran interés que concede a la lingüística, simi-
lar al que muestra la escuela psicoanalítica francesa contemporánea por el mismo moti-
vo: la ley de Zinff, por ejemplo, pone de manifiesto que, cuando hablamos y creemos
hacerlo libremente, estamos gobernados de hecho por estructuras anteriores al surgimien-
to del sentido en nuestro propio pensamiento.
La segunda parte de la pregunta se refiere a la historia. Con respecto a la reflexión
crítica sobre la obra deJean-Paul Sartre que propone al final de El pensamiento salva-
je, paso por alto aquello en lo que estoy evidentemente de acuerdo con usted para cen-
trarme en aquello que critica a la historia: el hecho de que emplee un código muy pobre;
lo esencial de su sistema de codificación es la cronología y, en elfondo, se trata de un saber
importante, pero limitado. Sin embargo, usted dice que la historia es importante. Ahora
bien, me parece que para usted la historia consiste muy a menudo en un oscurecimiento
del sentido; un sentido que, en la medida en que es importante, se expresa mucho mejor
en el momento del surgimiento de las estructuras de la sociedad, de su primera cristaliza-
ción, que en el devenir del desarrollo que se les impone.
Para abordar el último punto, he de decir que me sorprendió mucho que, en las últi-
mas páginas de El pensamiento salvaje, afirmara que los caminos modernos de la cien-
cia nos aproximan al mundo de la materia a través de la comunicación. Muestra usted
que ese proceso es, de hecho, el mismo que sigue el pensamiento mágico, que siempre se ha
aproximado a la naturaleza mediante los distintos modos de ser de la interpretación.
Ahora bien, personalmente, me muestro reacio a pensar que los caminos de la ciencia con-

451
temporánea y las prácticas mágicas puedan ser reabsorbidos en el mismo conjunto. Ha
mostrado que, en ambos casos, existe un conjunto estructurado, pero —y no estoy de acuer
do con usted cuando cita a Heiting en este mismo capítulo— los sistemas estructurados que
operan en las sociedades que usted estudia se encuentran totalmente saturados, mientras
que los sistemas axiomáticos del pensamiento contemporáneo son fundamentalmente sis-
temas no saturados. Me parece que esta oposición va a parar más lejos, pero seria muy
aventurado el pedirle que lo hiciese.

Claude Lévi-Strauss.— ¡Plantea grandes problemas! El primero se refiere al psi-


coanálisis. He intentado realizar un análisis del sentido; pero, ¿por qué llamarlo
psicoanálisis? Usted acaba de señalar, me parece, que lo que no es consciente es más
importante que aquello que lo es. Digamos que lo que intento hacer, a mi manera,
como etnógrafo, es participar en una empresa colectiva en la que la colaboración del
etnógrafo ocupa un lugar modesto. A saber: comprender cómo fiínciona el espíritu
humano. Por consiguiente, se trata de algo comparable, probablemente, a parte -y
digo parte— de lo que hacen los psicoanalistas, pues distinguiría dos aspectos en el
psicoanálisis: la teoría del espíritu elaborada por Freud, fundada en una crítica del
sentido (en este punto, tengo la impresión de que el etnólogo hace, al estudiar colec-
tividades, lo mismo que el psicoanalista hace con los individuos), y, por otra parte,
una teoría del tratamiento, que dejo completamente a un lado, pues no creo que el
análisis que el espíritu humano hace de sí mismo conlleve su mejoría. Desde este
punto de vista, por consiguiente, mi enfoque no es psicoanalítico, pues me resulta
completamente indiferente si se mejora o no. Lo que me interesa es saber cómo fun-
ciona, y eso es todo. Hasta aquí el primer punto.
Respecto al segundo, creo que existe un malentendido, y no es la primera vez
que me encuentro con él. En el fondo, no hay en absoluto una crítica de la historia
en el último capítulo, en el sentido de que no soy yo quien ha comenzado. No des-
precio la historia. Siento el mayor respeto por ella. Leo con muchísimo interés e,
incluso, con pasión las obras de los historiadores, y siempre he dicho que no se puede
emprender ningún análisis estructural sin haberle pedido a la historia previamente
todo lo que puede aportarnos para aclarar un punto concreto, lo cual, desgraciada-
mente, no es gran cosa cuando se trata de las sociedades sin escritura. He intentado
sencillamente reaccionar o, al menos, rebelarme contra una tendencia que me pare-
cía muy evidente en la filosofía contemporánea francesa, a saber, el considerar que el
conocimiento histórico era de un tipo superior a los otros. Me he limitado, por
tanto, a afirmar que la historia era un conocimiento como los demás, que no podría
existir un conocimiento de lo continuo, sino únicamente de lo discontinuo, y que la
historia no es algo distinto al respecto. No pretendo defender, pues, que el código de
la historia sea más pobre que otro, lo cual sería evidentemente inexacto. Simple-
mente es un código y, por consiguiente, el conocimiento histórico padece las mismas
enfermedades que cualquier otro tipo de conocimiento, lo cual no quiere decir que
no sea muy importante. Me parece, asimismo, que usted me acusa intencionada-
mente (lo digo sin acritud) de tener cierta tendencia a pensar que los hombres se
expresan mejor mediante sus instituciones cristalizadas que mediante su devenir his-
tórico. Aquí plantea usted un gran problema, que hemos tratado superficialmente en
numerosas ocasiones, que probablemente tendríamos que haber considerado y que

452
ahora podemos abordar gracias a usted: el problema de las estructuras diacrónicas.
Después de todo, no basta con que ios acontecimientos se sitúen en el tiempo para
considerar que eluden todo análisis estructural. Sencillamente, dicho análisis resulta
más complicado. Sin embargo, la posición de los Ungüistas en este punto es clara:
admiten tanto una lingüística diacrónica como una lingüística sincrónica. La prime-
ra plantea más dificultades. La principal consiste en que hay que comenzar por des-
cubrir secuencias recurrentes en un devenir que no siempre permite aislar términos
comparativos. Tal vez la historia, con ayuda de la sociología, de la etnografía y de Dios
sabe qué otra ciencia, lo logre un día de estos, pero ese día aún no ha llegado. Por ello,
más vale dejar a un lado de momento el problema de las estructuras diacrónicas, y
dedicarnos a los aspectos que hasta la fecha hemos considerado con mayor solidez.
Abordemos ahora el tercer punto. Admito (y ya se me ha reprochado esto
mismo por parte de nuestros colegas de las ciencias exactas y naturales) que las últi-
mas páginas de El pensamiento salvaje caen en un lirismo de baja calidad, es decir, me
he dejado llevar y he acabado diciendo algo más de lo preciso. Sin embargo, no creo
haber propuesto, en ningún momento, una equivalencia entre el pensamiento cien-
tífico moderno y el pensamiento mágico. Usted mismo lo dice: uno está saturado y
el otro no. Creo haberlo dicho, casi en los mismos términos, en el primer capítulo
de mi libro, cuando digo que el signo es un operador de la reorganización del con-
junto, mientras que el concepto es un operador de la apertura de dicho conjunto.
Evidentemente, si quisiera establecer una equivalencia entre la ciencia moderna y la
magia, se me reirían en la cara, y tendrían razón. Lo que he querido mostrar es que
la ciencia moderna, al progresar, encuentra, en sí y por sí misma, un buen número
de cosas que le permiten emitir un juicio sobre el pensamiento mágico más toleran-
te que el que daba con anterioridad.

Jean Cuisenier.— Evidentemente, es muy difícil aplicar la lingüistica estructural a la


diacronía. Sin embargo, existe un caso en el que, desde hace mucho tiempo, nos dedica-
mos a aplicar a la diacronía análisis análogos. Se trata de la economía política. En este
ámbito, ha nacido y crecido el interés por el estudio de los tipos de fluctuaciones, la loca-
lización de los grandes períodos y la delimitación de algunas formas de secuencias. Cuan-
do estudiamos el siglo XIX, disponemos, en efecto, de un gran número de informaciones
estadísticas de buena calidad, y hemos intentado separar de ese material, de un modo
empírico, los principales tipos de fluctuaciones. Existe, pues, un caso —probablemente pri-
vilegiado— en el que el análisis estructural tiene por objeto típico las secuencias y en el que,
indiscutiblemente, tiene cierto éxito. La razón de ello, me parece, se debe al hecho de que
los acontecimientos económicos eluden con creces el control consciente y voluntario de los
sujetos humanos a los que afectan. Cuando se compara, por ejemplo, el fenómeno del
parentesco y los fenómenos económicos, nos encontramos ante algo análogo, pues dichos
fenómenos sólo pueden ser captados estudiando largos períodos de tiempo. Asimismo,
tanto su conquista como la intervención voluntaria del hombre en ellos son especialmen-
te difíciles. Ahora bien, los análisis estructurales, tanto en el caso de la sincronía como en
el de la diacronía, han obtenido sus mayores éxitos precisamente en este ámbito. Eviden-
temente, la economía no ha desarrollado el análisis estructural hasta un punto tan ex-
traordinariamente sutil por mero azar, sino mediante técnicas como las del cuadro eco-
nómico, las de la contabilidad nacional y las de las matrices input-output. El éxito y la

453
sutilidad del análisis, cuando se aplica a las estructuras del parentesco y a las de la eco-
nomía, son un dato epistemológico que conlleva en realidad una serie de enseñanzas.

Claude Lévi-Strattss— Sí, creo que conlleva algunas enseñanzas, pero no son del
todo optimistas, pues los fenómenos económicos son un ejemplo excepcionalmente
favorable, en la medida en que observamos, en primer lugar, una sociedad en la que
han desempeñado un papel esencial desde hace mucho tiempo. Por otra parte, el
ritmo y la periodicidad son rápidos. En un siglo o siglo y medio, han sucedido muchas
cosas, en las que es posible apreciar, a su vez, numerosas recurrencias. Por último,
nuestras sociedades capitalistas están construidas de tal modo que todos esos fenóme-
nos se han encontrado inscritos o recogidos en documentos de forma directa o indi-
recta, y, en consecuencia, podemos reconstruirlos. En el caso del lenguaje (aun cuan-
do la lingüística diacrónica tenga en su haber grandes éxitos) comienza a ser más
difícil, pues hay un montón de cosas, en la evolución del lenguaje, que se pierden por
completo, dado que no fueron transcritas cuando se las podía observar, y apenas que-
dan rastros. No siempre tenemos la suerte de encontrar fenómenos favorables.
Fierre Hadot— Ha dedicado su libro a Merleau-Ponty y, por otra parte, hemos podi-
do apreciar que la expresión espíritu salvaje se encuentra en este mismo pensador. ¿Hay
alguna relación entre su pensamiento y el de él? Este año hemos discutido entre nosotros
ese mismo problema.

Claude Lévi-Strauss.— Al respecto, diré que la relación no es evidentemente biu-


nívoca, en la medida en que Merleau-Ponty tiene la impresión, como evidencian sus
escritos y nuestras conversaciones, de que lo que yo hago confirma su filosofía, mien-
tras que yo no creo que esté vinculado a ella; tal vez debido a cierta incompatibili-
dad, probablemente provisional, entre el modo en que el etnólogo y el filósofo plan-
tean los problemas. Ricoeur insiste en ello en varias ocasiones con mucha razón. Hay,
por parte del filósofo, una especie de insistencia —que no critico en modo alguno por
el hecho de señalarla- en el todo o nada. Le preocupa de inmediato ampliar el radio
de acción de una posición concreta, desea que la coherencia se mantenga y cuando
ve un punto en el que ésta falla, plantea una objeción fundamental, mientras que el
etnólogo no se preocupa tanto por el día de mañana. Intenta resolver un problema,
después otro y después un tercero. Si existe una contradicción entre las implicacio-
nes filosóficas de los tres intentos, no se atormentará por ello, pues, para él, la refle-
xión filosófica es un medio, no un fin.

Jean Conilh.— Explica en su libro que el pensamiento occidental siempre se ha sen-


tido atraído por el pensamiento salvaje. Me pregunto, entonces, si el problema que usted
plantea no es el siguiente: cada vez que intentamos llevar a cabo una interpretación de
los salvajes, ¿no se trata, en el fondo, de un modo de ciarles sentida con el objeto de com-
prendemos a nosotros mismos? En el siglo XVflI, los escritores hablaban del buen salvaje
en relación con los problemas que ellos mismos se planteaban. En la época del colonialis-
mo burgués, podemos encontrar una concepción del primitivo en la que éste se presenta
como un ser inferior («prelógico»). Me parece significativo que, en nuestros días, los eco-
nomistas e, incluso, los novelistas hablen también de estructuralismo y coincidan con su
libro. Dicho de otro modo, ¿no ha elaborado usted una filosofía, unafilosofiacaracterís-

454
tica de nuestra época? De ser así, puedo rechazarla y recuperar la mentalidad primitiva
leyéndola desde otro nivel, desde el de los símbolos por ejemplo, y darle otro sentido. En
resumen, ¿nuestro problema consiste en clasificar o en dar sentido?

Claude Lévi-Strauss.— Creo, en efecto, que uno de los motivos de la atracción que
ejerce la etnología, incluso en el caso de los no profesionales, reside en que su inves-
tigación se encuentra profiíndamente arraigada en el corazón de nuestra sociedad e
integra un buen número de sus dramas. Pero ha de hacerse una distinción: después de
todo, ¿qué motivó la constitución de la astronomía? Preocupaciones de carácter teo-
lógico, o el deseo de elaborar horóscopos y de asegurar el éxito de los poderosos en la
guerra o en el amor. Sin embargo, éstas no son las verdaderas razones de su impor-
tancia: los residtados obtenidos hacen que su interés se sitiie en otro plano. No creo,
pues, que exista ninguna contradicción entre ambos aspectos. Podemos asumir tran-
quilamente que hacemos etnología o nos interesamos por ella por razones científica-
mente impuras. Sin embargo, si la etnología merece algún día que se le reconozca un
papel en la constitución de las ciencias del hombre, será por otras razones.

Paul Ricoeur.- Tal vez podamos entendemos, precisamente, respecto al campo en el que
desemboca su propia obra. ¿Forma parte sufilosofia de sus motivaciones personales, pasaje-
ras e impuras? ¿O cree que existe unafilosofíaestructuralista vinculada al método estructu-
ral? En el primer caso, su obra seríafilosóficamenteneutra, y nos dejaría, de ese modo, ante
la responsabilidad de tener que elegir, asumiendo nuestros propios costes y riesgos...

Claude Lévi-Strauss.— No, sería hipócrita por mi parte pretenderlo; pero, en este
caso, no hablo ya como el hombre de ciencia que trato de ser cuando intento resolver
problemas etnológicos, sino como un hombre formado en el ámbito de la filosofía, y
que necesariamente sigue siendo aún algofilósofo.Una vez hecha esta aclaración, con-
fieso que la filosofi'a que implica, a mi modo de ver, mi investigación se encuentra
completamente a flor de tierra. Es la más limitada de las concepciones que usted
mismo esbozó en su estudio cuando se preguntó por la orientación filosófica del
estructuralismo y terminó señalando que podían concebirse varias. No me asustaría si
se me demostrase que el estructuralismo desemboca en la restauración de una especie
de materialismo vulgar. Pero, por otra parte, sé lo suficientemente bien que esa orien-
tación se contrapone al movimiento del pensamiento filosófico contemporáneo como
para no dejar de adoptar con respecto a mi trabajo una actitud de desconfianza: leo la
señalización y me prohibo a mí mismo avanzar por el camino que indica...

Paul Ricceur.- Diría, más bien, que estafilosofíaimplícita forma parte del campo de
su trabajo, el cual me parece una forma extrema del agnostiásmo moderno. Para usted, no
hay «mensaje». No hablo en el sentido de la cibernética, sino en el kerigmático. Parece encon-
trarse en la desesperación del sentido; pero se salva gracias a la idea de que, aunque la gente
no tiene nada que decir, al menos lo dice tan bien que su discurso puede someterse al estruc-
turalismo. Salva usted el sentido; pero se trata del sentido del no-sentido, del admirable orde-
namiento sintáctico de un discurso que no dice nada. Creo que conjuga el agnosticismo con
una hiperintelección de la sintaxis Por ello, resulta a la vez fascinante e inquietante.

Traducción: GabrielAranzueque

455
Más allá de la hermenéutica
Gianni Vattimo
Gabriel Aranzueque

I. MÁS ALLÁ DE LA INTERPRETACIÓN

Gabriel Aranzueque.— Uno ele los fines explícitos de Más allá de la interpretación'
es, como usted mismo comenta en reiteradas ocasiones, su voluntad de ruptura con la her-
menéutica entendida como koiné dialekté, es decir, comofilosofíade la cultura apegada
a la maniera metafisico-objetivadora según la cual la disciplina hermenéutica podría defi-
nirse como una descripción de la «estructura interpretativa» permanente de la experiencia
humana. Frente a esta especie de multiculturalismo más o menos inoperante e indetermi-
nado en el que desemboca dicho planteamiento, propone una asunción de la carga histó-
rica que define la «verdad» hermenéutica. ¿Cómo es posible conciliar la radicalización de
los contenidos de la hermenéutica con el hecho de que ésta, en dicho proceso, quede sobre-
pasada {en el sentido deYtrwmáan^? Es decir, ¿por qué la profundización hermenéuti-
ca nos lleva, paradópcamente en un principio, más allá de la interpretación y, con ello, más
allá de la hermenéutica?
Gianni Vattimo.- No se trata tanto de ir literalmente más allá de la hermenéuti-
ca, cuanto de considerarla en un sentido más radical. Es decir, me parece que la her-
menéutica ha de tener en cuenta de un modo muy radical el hecho de que consiste en
una teoría que no puede probarse de un modo ostensivo u objetivador, sino que, por
el contrario, sólo puede demostrarse cuando se la considera la interpretación o el resul-
tado de un proceso histórico. Es decir, no existen hechos que prueben la hermenéuti-
ca, sino una serie de transformaciones de la teoría o de la situación social y política que
hacen que la hermenéutica sea, de algiin modo, verdadera, o que ponen de manifies-
to que la hermenéutica resulta más persuasiva que otras teorías. Cuando la hermenéu-
tica tiene en cuenta su estatuto, no puede dejar a un lado el problema de adoptar una
posición frente a la situación histórica efectiva. Muchos hermeneutas, sencillamente,
no dicen nada al respecto. Lo único que subrayan es que cualquier cosa que hagamos

' G. Vattimo, Oltre l'interpretazione, Roma-Bari, Laterza, 1994. Trad. cast.: Más allá de la interpretación, Bar-
celona, Paidós, 1995.

457
es ya una interpretación. Pero, como piensan que ésta es una descripción metafísica de
la experiencia humana en general, no contraen ningún compromiso frente a la situa-
ción histórica concreta. A mi juicio, dado que la hermenéutica no puede concebirse
como ima teoría descriptivo-metafísica, ha de ser legitimada, por así decirlo, por una
historia. Una historia que, a su vez, consiste en la interpretación de un proceso.
En cuanto a la Verwindung, no creo que la historia de la hermenéutica pueda
entenderse como la superación de algo.

— Efectivamente. No se trataba de eso. Hablaba de Verwindung en el sentido de


continuación, remisión y distorsión del proceso de desfondamiento que acompaña a su
modo de concebir el nihilismo''. Con ese término, trataba de evitar el sentido fuerte de
superación vinculado a la Aufhebung hegeliana que, pese a su doble sentido, «pone fin»
a lo superado o al concepto de Überwindung, como superación dialéctica de contradic-
ciones. ¿No puede entenderse como Verwindung el «más allá» que da titulo a su libro?
— Sí, es cierto, más o menos; pero no tomemos demasiado en serio el título, pues
fue casi accidental. Quería llamar a este libro Consecuencias de la hermenéutica, títu-
lo que se asemejaba al de Rorty Consecuencias del pragmatismo. Pero me di cuenta de
que un editor americano había anunciado ya una colección de ensayos míos con ese
nombre, que yo mismo había sugerido, y, por ello, no pude utilizarlo. Por eso, no se
ha de exagerar la literalidad del título. Este «más allá» significa, precisamente, no sólo
una Verwindung de la interpretación, sino una teoría filosófica que se plantea el pro-
blema de saber cuál es la ontología que corresponde a la hermenéutica. General-
mente, los hermeneutas no se plantean dicho problema, ni siquiera Gadamer, que a
mi juicio es el más agudo de todos ellos. Obviamente, siempre que se avanza hasta
cierto punto, se puede desarrollar más tarde esa posición. No creo que mi herme-
néutica sea mejor que la de Gadamer. Él ha realizado la mayor parte del trabajo, y
yo sólo he intentado radicalizar su posición.

— A mi modo de ver, este «más allá» de la hermenéutica (en el sentido objetivo y sub-
jetivo del genitivo) puede constatarse también en la apertura de la misma a otras discipli-
nas paralelas, como es el caso, por ejemplo, de la ética. ¿Cuál es el grado de asimilación de
la hermenéutica a la filosofía práctica? Es decir, ¿cuál es la relación de continuidad exis-
tente en sus escritos entre ambas disciplinas? Me gustaría, especialmente, que ampliara la
sugerente propuesta que existe en su libro cuando comenta, de la mano de Heidegger, que
la verdad hermenéutica encuentra su esencia originaria en el concepto de «libertad»?'
— No creo que haya una diferencia disciplinar entre hermenéutica y filosofía
práctica. Son dos términos que pueden significar más o menos lo mismo. La her-
menéutica no es una metodología de la interpretación, sino una reflexión sobre el
fenómeno de la interpretación que conlleva, de un modo inmediato, numerosas con-
secuencias éticas. No se trata de reconocer ima continuidad, de establecer una dife-
rencia o de mostrar una conexión, sino de constatar que en ambas se dicen aproxi-
madamente las mismas cosas. Si se piensa sobre todo en Heide^er cuando escribía

" Cf G. Vattimo, «Heidegger y ía superación (Verwimiun^ de la modernidad», en filosofía, política, religión.


Más allá del -pensamiento débil', Oviedo, Nobel, 1996, pp. 31-46.
^ G. Vattimo, Más allá de la interpretación, op. cit., p. 146.

458
Sein undZeito en Gadamer posteriormente, se puede ver que ambos toman la ética de
Aristóteles como continuo punto de referencia. Esta idea cobra ima mayor claridad tras
la publicación de los inéditos del joven Heidegger. Es en Vom Wesen der Wahrheitáonác
comenta, como señala usted en la pregunta, que la esencia de la verdad es la libertad.
Lo dice, principalmente, en el sentido de la libertad como apertura de horizontes,
como libertad de opción, como Ojfenheit. Creo que la verdad de la hermenéutica no
consiste sólo en la idea de que el ser se encuentra arrojado en una apertura histórico-
destinal, sino en que dicha apertura, al no ser objetiva, sino algo que se dirige al hom-
bre y a lo que éste ha de corresponder interpretativamente, es efectivamente libertad en
el sentido común de la palabra: libertad de opción, de elección o de asumir una res-
ponsabilidad. En este sentido, la hermenéutica tiene un significado eminentemente
práctico, que no se reduce a la concepción heideggeriana de la libertad como apertura,
sino que entiende el concepto de libertad como asunción de responsabilidades.

- La estética es otro de los campos en los que se prolonga este debilitamiento de la


hermenéutica que promueve toda su obra. Una vez que el ser deja de serfundamento para
convertirse en fábula —tengo presentes, por ejemplo, pasajes concretos de Etica de la inter-
pretación^ muy cercanos al Crepúsculo de los ídolos de Nietzsche—, es decir, una vez
que se alude al ser con una categoría estético-narrativa, ¿cómo separar el dominio de la
ontología del de la estética? ¿Y cómo evitar el peligro de «esteticismo» que cierta lectura
de esa propuesta puede arrastrar consigo y que su obra trata de evitar continuamente?
— Esteticismo sería el hecho de no tomar en serio el compromiso histórico de la
hermenéutica. Dicho esteticismo puede encontrarse en los planteamientos de Rorty,
cuando opone la hermenéutica, como encuentro con otras formas de vida, a la epis-
temología, entendida como el desarrollo de determinados paradigmas o como la arti-
culación de ciertas verdades en el interior de un paradigma. La hermenéutica, para
Rorty, es el encuentro con paradigmas nuevos. Pero estos paradigmas tienen sólo el
carácter de obras de arte, es decir, de creaciones originales sin legitimación alguna.
El esteticismo consiste en imaginar que la hermenéutica es una filosofía sobre la crea-
tividad histórica entendida como algo genial o puramente artístico. Por el contrario,
cuando digo que existe una conexión entre la hermenéutica y la estética es porque,
efectivamente, la fabulación del mundo se da como hecho estético. La metafísica es
un discurso fiíndamentador que trata de ser sistemático y global. La verdad de la
obra de arte, por el contrario, no tiene nada que ver con la verdad descriptiva: con-
lleva una participación activa en la historicidad, y no simplemente la transposición
del espectador a un mundo imaginario. De algún modo, el modelo estético forma
parte, en buena medida, de la hermenéutica; pero cuando se entiende de este modo,
no se trata de un modelo esteticista. Esteticista sería, precisamente, considerar las
aperturas de la verdad epocal como puras obras de arte que pueden exhibirse en un
museo una al lado de la otra. No hay sólo una apertura de la verdad, sino una ver-
dad de la apertura: la continuidad de la historia del ser; que no es completamente
estética en oposición a lo científico, como sostiene Rorty.

"* G. Vattimo, Etica dell'interpretazione, Turín, Rosenberg & Sellíer, 1989. Trad. cast.; Ética de U interpretación,
Barcelona, Paidós, 1991.

459
— En el capítulo de Más allá de la interpretación dedicado a la cuestión ética, toma
partido, en un momento determinado', por una hermenéutica de tipo continuista, deu-
dora de Gadamer, que consistiría en entrelazar en una unidad articulada y armónica,
en el lógos o lenguaje histórico-destinal de una comunidad, los múltiples aspectos de la
experiencia (científico, ético, estético, religioso, etc.). Sin embargo, posteriormente', para
evitar el modelo de una continuidad cerrada, armónica en el sentido clasicista, introdu-
ce en su análisis el elemento de la distorsión, entendida como transformación y, a la par,
como conflicto ¿le interpretaciones; un elemento que, a mi modo de ver, es propio precisa-
mente de la «ética de la redescripción» de Klossowski, Foucault o Ricoeur, en los que prima
la creatividad íle la acción de leer y los elementos distorsionadores o reconfigurativos que
dicha acción propicia. ¿Puede entenderse la ética continuista sin la distorsión caracterís-
tica de las éticas de la redescripción?
— Me parece que sería ilustrativo de lo que trato de decir conectar el modelo de
la ética continuista-distorsionadora con la experiencia del arte vanguardista del si-
glo XX. Gadamer tiene razón cuando considera apropiado el modelo estético para
dar cuenta de la verdad hermenéutica. Dicho modelo, como comenta usted en su
pregunta, no tiene por qué ser un modelo clasicista, apegado a la armonía y a la
rotundidad, sino un modelo basado en la fractura, en la pluralidad, en la multipli-
cación de perspectivas, etc. Me parece que resulta más acertada esta comparación con
las vanguardias que con las éticas de la redescripción. Es conveniente que haya redes-
cripciones; pero no creo que puedan justificarse filosóficamente. Por el contrario,
creo que la verdad ha de entenderse siempre como inclusión en un horizonte deter-
minado. Ahora bien, dicha inclusión no puede ser tranquilizadora. Se trata, más
bien, de algo similar al shock que produce la obra de arte, comentado por Heidegger
en «Der Ursprung des Kunstwerkes»'', es decir, de una experiencia estética, no objeti-
vo-descriptiva, sino inquietante. Creo que esta experiencia se da más en un modelo
estético moderno, irónico o fracturado que en la idea de redescripción como novedad,
pues desde el punto de vista de la ética de la redescripción, el modo en que se conci-
be la estética sigue siendo muy tradicional. Concibe la obra de arte como algo nuevo
e incluso genial. Mi hipótesis es que todos estos elementos siguen formando parte de
una concepción de la estética en la que prima la novedad formal. Por el contrario, en
el arte de finales del XIX, se desarrolló una actitud estética para la que la forma deja-
ba de ser rotunda y se convertía en algo esencialmente informe. Este es el modelo que
me interesa, pues pone el acento en la distorsión de la forma, en su destrucción.

— Una de sus tesis más controvertidas debe ser, sin duda, la adscripción a un mismo
modelo de pensar de «personajes conceptuales», como diría Deleuze, tan dispares en prin-
cipio como Heidegger, Habermas, Apel, Gadamer o Ricoeur. En varias ocasiones, ha
defendido la idea de que existe un parecido de familia entre estos autores. Pues bien, ¿cuá-
les serían los rasgos comunes que avalarían su posición, en qué consiste esa atmósfera com-
partida de la que parecen nutrirse todos ellos?

^ Vid. G. Vattimo, Más allá de la interpretación, op. cit.. p. 80.


^ ¡hid, pp. 82-83.
M. Heidegger, «Der Ursprung des Kunstwerkes», en Hohwege, Gesamtausgabe, Frankfurt/M-, Kiosrermann,
1977, vol. 5, pp- 1-74. Trad. cast.: «El origen de la obra de arte», en Caminos del bosque. Madrid, Alianza, 1995,
pp. 11 -74.

460
— La idea compartida consiste en que, para todos ellos, sólo hay experiencia de
la verdad como experiencia de la interpretación. Si tomamos a Rorty o a Ricceur, a
Heidegger o a Gadamer, advertiremos que la experiencia de la verdad se da median-
te una participación activa y distorsionadora del sujeto que conoce en un ámbito
previo, es decir, mediante una pertenencia a una comprensión que precede a dicho
sujeto. Creo, asimismo, que más allá del círculo de los hermeneutas oficiales, es decir,
en el ámbito de buena parte de la filosofía de la ciencia contemporánea, sobre todo
cuando se habla de paradigmas, se da una concepción hermenéutica generalizada.
Por ello, la hermenéutica se ha convertido en algo demasiado pacífico, en una espe-
cie de tendencia general de nuestro pensamiento.

II. PAUL RICCEUR Y EL PROBLEMA DE LA METAFÍSICA

— En Las aventuras de la diferencia^, dicha atmósfera común se define abierta-


mente como «antología hermenéutica» —cercana, a mi juicio, en muchos aspectos a la
«antología del presente» faucaultiana—, e incluye en dicha acepción el pensamiento de
Paul Ricceur. Ricoeur, sin embarga, se ha declarada al margen de la cuestión ontalógica o,
mejor dicha, la ha mantenida como un interrogante siempre abierta y la ha caracterÍ2M-
do cama el umbral no-explícito de buena parte de su filasofía. A pesar de ello, algunos
intérpretes piensan que la antología de Ricoeur es algo mucho más evidente de lo que él
mismo se atreve a confesar. ¿En qué sentido formaría parte, para usted, de lo que llama
«antología hermenéutica»?
— Creo que Ricceur es, esencialmente, un hermeneuta. En cuanto a la ontolo-
gía, tendría que haber sido más prudente, pues no veo, en realidad, muchas impli-
caciones ontológicas de carácter hermenéutico en el pensamiento de Ricoeur. Me
parece que toda su filosofía se desarrolla entre una concepción descriptivo-metafísi-
ca, que concibe el sujeto independientemente de la realidad y que el propio Ricoeur
rechaza, y una concepción propiamente hermenéutica. Ricoeur defiende que la cons-
trucción de la verdad, como se ve en De Vinterprétatian, su ensayo sobre Freud, con-
siste en un recorrido o en un proceso muy amplio en el que el sujeto se reconstruye
como historia subjetivo-objetiva. En dicho proceso, no existe separación alguna de
tipo descriptivo entre sujeto y objeto. Pero, a mi juicio, este modelo por sí solo no
implica, al menos explícitamente, una actitud ontológica. Si he hablado de ontolo-
gía hermenéutica y he incluido a Ricoeur, tendría que haber sido más claro y hablar
simplemente de hermenéutica, pues no creo que la ontología de Ricceur sea algo
característicamente hermenéutico.

-Alo larga de su obra, que comienza a ser abundante, ha insistido en la necesidad


de repensar el concepta de «historicidad». En Ética de la interpretación, comentaba que
Tiempo y relato de Ricoeur partía de ese misma empeño par evaluar el problema de lo
histórico constitutivo. Por otra parte, para usted, la asunción de la historicidad es una de

^ G. Vattimo, Le avventure ¿ella dijferenza, Milán, Garzanti, 1980. Trad. cast.: Las aventuras de la diferencia,
Barcelona, Península, 1986.

461
los elementos determinantes del nihilismo como secularización de la metafísica. ¿Existiría,
en ese caso, una dimensión nihilista implícita en elpensamiento de Ricosur cuando decide
pensar de nuevo, de la mano de Heidegger, el problema de la temporalidad vinculado a la
comprensión histórica? ¿Qué elementos de Tiempo y relato influyen en su pensamiento?
— Lo más importante de Tiempo y relato es, en mi opinión, el énfasis que se pone
en la narratividad del pensamiento, en el hecho de que la experiencia del tiempo, que
también es central en el pensamiento heideggeriano, es básicamente una experiencia
narrativa. Se trata indudablemente de un paso muy importante en el análisis de la
temporalidad. Pero me parece que Ricceur —y en este sentido su ontología no sería
hermenéutica- sigue adoptando una actitud de tipo descriptivo-estructural. Ricoeur
describe la temporalidad de la existencia, relacionándola con diferentes formas de
relato o de narratividad, como si siempre sucediera así, es decir, como si los ejemplos
que pone de novelas contemporáneas se repitieran siempre en la construcción de la
identidad. Sin embargo, sólo son ejemplos y bien podrían ponerse otros. Su mode-
lo permanece en el marco de la poética aristotélica, que conlleva una estructura que,
al parecer, según él, sería la misma en Aristóteles que en el arte contemporáneo. La
temporalidad, en cierto sentido, prevalece sobre la historicidad. La historicidad se
limita, desde este enfoque, a una estructura construida en base a un esquema tem-
poral, existencial y estructural en el que la historicidad queda sumamente mermada.
No existe en Ricceur una ontología que asuma por completo la historicidad, y no
creo que tenga razón en este sentido. El esquema narrativo aristotélico propuesto por
Ricceur no puede aplicarse a la existencia moderna, tardomoderna o postmoderna.
Ricosur cree haber descubierto un rasgo de la existencia humana omnitemporal. Pues
bien, la filosofía pensada de ese modo me parece una ontología de tipo metafísico
tradicional, que cree en la existencia de estructuras que, posteriormente, pueden ser
ilustradas teóricamente. Lo extraño es que Ricceur trate de concebir esas estructuras
como algo histórico. A mi juicio, en cualquier caso, Ricoeur está pensando en estruc-
turas eternamente históricas. Lo cual me parece contradictorio, aunque obviamente
Ricceur tiene sus razones para pensar así. Creo que no se puede defender que esta-
mos eternamente en la historia, pues en la historia estamos históricamente. Lo cual
trae aparejado todo mi discurso anterior sobre la hermenéutica como teoría cuya ver-
dad sólo puede probarse dentro de una determinada situación histórico-destinal del
ser, no como estructura existencial permanente.

— Yíi en su artículo «Hermenéutica: nueva koiné»' definía Tiempo y relato como


una descripción estructural de la narratividad. ¿En qué sentido está vinculada esta obra
a un modelo estructural; máxime, después de la polémica entre Ricceur y Lévi-Strauss a
propósito del estructuralismo a principios de los sesenta?
— Evidentemente, cuando hablo de descripción estructural me refiero al hecho
de que Ricoeur no aclara si el descubrimiento de la estructura narrativa de la exis-
tencia consiste en el descubrimiento de una estructura esencial del hombre o no. Es
cierto que dicha estructura no tiene nada que ver con el estructuralismo más mate-
mático o positivista de Lévi-Strauss. No quiero acusar a Ricceur de ser un estructu-

^ G. Vatcímo, «Ermeneutica come koiné», en aut aut, 1987, n.° 217-218, pp. 3-11. Trad. cast.: «Hermenéuti-
ca: nueva Koinh, en Ética de la interpretación, op. cit., pp. 55-71.

462
ralista en un sentido fuerte. Ahora bien, toda su concepción de ios modelos narrati-
vos, que provienen de la existencia y que, más tarde, se aplican a la misma como
principios de orden de nuestra experiencia existencial, no tiene en cuenta el hecho
de que muchos de esos modelos narrativos, por ejemplo, han surgido en la moder-
nidad. La novela es un género literario relativamente moderno, como sucede con el
teatro burgués. La tragedia, por el contrario, es constitutivamente griega. Ricceur,
evidentemente, no ignora todo esto; pero a mi modo de ver no lo desarrolla sufi-
cientemente, pues parece que la estructura de la Poética de Aristóteles es idéntica en
la tragedia griega y en la novela moderna. Esa actitud me parece extraña, pues la filo-
sofía tiene hoy en día la responsabilidad de dejar de pensar en términos de esencias
eternas. Sobre todo después de Heidegger y su modo de entender la noción de Wesen,
sólo se puede hablar de esencias históricas. Lo cual resulta paradójico, pues la filoso-
fía nació como búsqueda de las estructuras eternas, como ejemplifica Platón. Pero la
revuelta contra el platonismo creo que tiene vigencia en este punto. Todo el discur-
so de Ricoeur sobre la narratividad me parece una introducción magnífica a una her-
menéutica comprometida históricamente, pues basándome en Ricoeur puedo tratar
de comprender cómo se ha transformado la experiencia existencial del hombre con
la transformación de la literatura o del tipo de relatos con los que contamos. Pero
esto es lo que en realidad me interesa, no las estructuras hermenéuticas.

— En Etica de la interpretación, insiste en la necesidad de recuperar un diálogo no


superador con la historia de los símbolos. En dicha tarea, encuentra un peligro metafisi-
co, propio de la filosofía de la mitología de Schelling, consistente en considerar lo mítico
como una presencia desplegada por completo, e incluye en dicha caracterización de lo sim-
bólico los planteamientos de Ricoeur. ¿En qué sentido participaría el pensamiento de
Ricceur de este ideal de la sincronía de lo mítico, plenamente metafisico, que usted com-
bate en numerosas páginas?
— Me parece que cuando Ricceur habla del símbolo adopta una actitud, por así
decirlo, «simbolista». Concibe el símbolo como si fiíera un momento denso, lleno de
significado o de sentido, que siempre tiene algo más que decir. En este punto, me
refiero sobre todo a una obra no muy reciente, su ensayo sobre Freud, donde se con-
trapone un psicoanálisis de lo sacro a una hermenéutica de lo sagrado. Ésta última
concibe lo sagrado como una especie de densidad simbólica que se asemeja al modo
de entender el símbolo que tenían algunos románticos como Schelling. Para ellos, el
símbolo era algo lleno de sentido frente al carácter puramente alusivo e inestable de
la alegoría. La idea de un símbolo lleno como un núcleo de verdad que siempre
puede ser reinterpretado de nuevo o que siempre da más que pensar se elabora desde
el modelo de la presencia. En dicha concepción, no es metafisico el hecho de que el
símbolo parece darse en una experiencia que no es racional, ni demostrativa, ni obje-
tiva, ni descriptiva. Pero la idea de que existe un sentido presente o denso en un obje-
to, en un signo o en una imagen conlleva una noción de presencia que, a mi juicio,
puede considerarse metafísica. Desconfío —y trato de justificar mi desconfianza, aun-
que comprendo que no se comparta totalmente mi posición- de todo aquel pensa-
miento que cree alcanzar una presencia plena, pues dicha actitud, en última instancia,
me parece completamente metafísica en el sentido heideggeriano. La metafísica defien-
de la existencia de una evidencia incontrovertible a partir de la cual no es posible plan-

463
tear nuevas preguntas, es decir, descansa en la perentoriedad del fundamento, en su
carácter último. El símbolo tal como lo entiende Ricceur se encuentra inscrito en este
modo de pensar, pues excluye un análisis deconstructivo o secularizador de lo sagrado.
Mantiene el símbolo como un núcleo de verdad que hemos de respetar en silencio. Por
mi parte, creo que la secularización es un proceso necesario del pensamiento a la hora
de liberarse de la violencia de lo sagrado y del fundamento metafisico.

— En Más allá de la interpretación, definía también la violencia como «la perento-


riedad silenciante del fiíndamento dado 'en presencia'»^^, es decir, como la consecuencia
directa de la metaflsica en su sentido tradicional En la dirección hermenéutica que ha tra-
tado de seguir en este punto, hace referencia, no obstante, al texto de Ricosur «Violencia y
lenguaje»^' que comprende el fenómeno de la violencia como algo vinculado a la impos-
tura del discurso coherente, al hecho de negar la posibilidad de entablar una discusión
razonable o al punto de partida excesivamente arbitrario con el que comenzamos el desa-
rrollo de un tema. ¿Cuáles son los «momentos significativos» de este análisis de Ricceur,
como usted mismo comenta, que tienen un peso específico en su obra? ¿Cómo relaciona, a
la luz de lo que venimos diciendo, esta lectura de la violencia realizada por Ricceur, que
usted parece compartir parcialmente, con el nihilismo de su ontología hermenéutica?
— No he desarrollado esa cita del texto de Ricoeur. Tenía la impresión de que mi
concepción de la violencia podía ampliarse en esa dirección; pero no recuerdo en qué
sentido. No obstante, podría decirse que mi discurso sobre la violencia es completa-
mente hermenéutico, es decir, se trata de un discurso que identifica la violencia con
la interrupción del juego de la interpretación. El fundamento último, como comen-
taba anteriormente, no permite plantear más preguntas. Simplemente, está ahí y eso
es todo. Creo que el trabajo de Ricoeur sobre la metáfora puede ir en la misma direc-
ción, pues pasa de la violencia del símbolo a la vitalidad de la metaforización. Por lo
que a mí respecta, creo que la única definición posible de la violencia en un sentido
filosófico es ésta, pues las demás están vinculadas siempre a una profesión de fe meta-
física en una esencia. Desde este punto de vista, es violento aquello que viola una
esencia, entendida desde el modelo del lugar natural aristotélico. Este enfoque me
parece insuficiente, pues toda teoría de la violencia vinculada al esencialismo conlle-
va siempre un riesgo añadido de violencia. Pongamos un ejemplo: la política guber-
namental sobre el problema de la droga parte del supuesto de que los drogadictos no
son libres porque toman decisiones contrarias a su esencia humana. Por ello, cree-
mos tener el derecho de impedirles violentamente que tomen drogas. Es un caso
paradigmático: cuando uno establece esencias, se toma la libertad de negar la liber-
tad ajena, pues se presume tanto de conocer la esencia del otro que se cree tener el
derecho de obligarle a hacer lo que uno quiera. Por el contrario, la definición no-
metafísica de la violencia consiste, sencillamente, en poder seguir preguntando. Lo
cual explica por qué Heidegger es el enemigo de la metafísica; no se enfrenta a ella
porque falte a la verdad, en un sentido descriptivo, pues ésta sería, a su vez, una obje-
ción metafísica. La única razón que tiene para enfrentarse a la metafísica y que, en

"> G. Vattimo, Más allá de la interpretación, op. cit., p. 72.


" P. Ricoeur, «Violence et langage», en ¿ í r í « r « / . vÍKíoKr í/«/>o/¿n^»f, París, Seuil, 1991, pp- 131-140.

464
mi opinión, tenía ya en Sein und Zeit, aunque esto no esté tan claro, es de carácter
ético-político. Para Heidegger, la metafísica es reprobable porque identifica el pen-
samiento del ser con los entes y, de ese modo, funda la tecnología moderna, el esta-
do totalitario, etc. Estoy muy comprometido con esta definición hermenéutica de la
violencia, pues no veo a nadie —aunque, en un principio, todo el mundo está contra
la violencia— que haya tratado filosóficamente el problema. Cuando he tratado de
estudiar filosóficamente el problema de la violencia no he encontrado casi nada, ni
siquiera en Hannah Arendt. En buena medida, sólo existen estudios tomistas que se
centran en la idea de esencia que, como le decía anteriormente, es siempre la raíz de
nuevas violencias.

465
Filosofía y verdad
Michel Foucault, Paul Ricoeur, Jean Hyppolite
Georges Canguilhem, Alain Badiou y Dina Dreyfus

PRIMERA PARTE

(Jean Hyppolite y Georges Canguilhem)


Jean Hyppolite.— No se contradicen la proposición «no hay error en filosofía» y
la proposición «no hay más verdad que la científica». Quizás antes se podía hablar de
verdad en lafilosofíay de verdad en las ciencias, en la medida en que las ciencias exis-
tían. Pero hoy, ciertamente, y esto es irreversible, sólo hay verdades -en plural— allí
donde hay ciencia, allí donde ésta las establece.
Georges Canguilhem.— Por otra parte, me parece que al decir que no hay verdad
filosófica no había querido decir que un filósofo nunca tenga que preocuparse de
saber si dice o no la verdad, o que la filosofía sea ajena a una investigación relativa a
la naturaleza, al sentido o a la esencia de la verdad.
Jean Hyppolite.— Justamente, hay que distinguir entre la verdad y la esencia
de la verdad. Del mismo modo que se ha dicho que la esencia de la técnica no es
técnica, la esencia de la verdad no es, a su vez, verdadera. Esta problemática es
realmente importante en relación con las verdades especializadas de las ciencias
actuales.
Georges Canguilhem.— La relación de la filosofía con estas verdades que las cien-
cias definen progresivamente es objeto de una meditación, de una investigación que
no podemos decir que sea verdadera o falsa, en el sentido en que se habla de verda-
dero o falso en las ciencias.
Jean Hyppolite.— Anies, en tu entrevista con Badiou, has dicho que no concer-
nía a las ciencias un objeto global al que llamaríamos naturaleza, universo o mundo.
Ese objeto global se encuentra desmembrado en las ciencias. Hoy en día las verdades
científicas son esencialmente culturales, ya no son en modo alguno cosmológicas.
Esto es lo que Bachelard ha visto con claridad cuando emplea la palabra «cósmico»
solamente para hacer referencia al ámbito de la poesía o de lo imaginario, y nunca a
la esfera de lo racional. Sin embargo, sigue existiendo en el filósofo un sentido de la
totalidad que no podemos desechar de nuestra vida.
Georges Canguilhem.— Se trata de la definición misma de la filosofía.

467
Jean Hyppolite.— Hay en ello una base o un terreno que pertenecen a la filoso-
fía, aunque no se puedan discernir aquí verdades o una verdad. Y la exploración de
ese terreno es lo que ahora tratamos de precisar, junto con el nombre que vamos a
darle, la exploración de ese terreno a partir del que las ciencias se desarrollan al rom-
per con él, y al que hay que llevarlas de nuevo cuando se quiere evaluar la diversidad
de las ciencias en relación con la existencia humana.
Georges Canguilhem.— Efectivamente, ésta es la tarea propia de la filosofía. Y
esto quiere decir que la filosofía ha de confrontar ciertos lenguajes especiales, cier-
tos códigos, con lo que sigue siendo profunda y fundamentalmente nuevo en la
experiencia vivida. La filosofía no se dirige en especial a nadie, sino universalmen-
te a todos. Y la relación existente entre el pensamiento filosófico y el de las diferen-
tes disciplinas científicas es una relación concreta y, en modo alguno, abstracta o
especial. En esta medida —y esto es lo que he querido decir—, el valor propio de ver-
dad no es el que conviene a la filosofía. Y si se me pregunta qué es lo que llamo
«valor filosófico», responderé que no veo qué otro nombre darle, sino precisamen-
te ése: «valor filosófico».
Jean Hyppolite.— Una explicación científica no quita nada a la experiencia vivi-
da de los hombres: cuanto más cultural llegue a ser la ciencia, menos cósmica y glo-
bal será, y más necesitará la filosofía para unir a los hombres. La filosofía será tanto
más indispensable cuanto la ciencia sea más verdadera, más rigurosa y más técnica
en un dominio especial...
Georges Canguilhem.— Cuanto menos se parecen las ciencias a la filosofía, más
aparece la necesidad intelectual de ésta última.

S E G U N D A PARTE

(Michel Foucaulty Paul Ricosur)


Michel Foucault.— H a dicho usted en su programa que el objeto de la filosofía,
el fin que debía proponerse, era una especie de clarificación del lenguaje y el esta-
blecimiento de una coherencia. Y ha hablado del carácter polisémico fiíndamental
del lenguaje. ¿No hay aquí una especie de oposición, que coincide con la que hemos
creído percibir entre Hyppolite y Canguilhem, cuando Hyppolite decía que no hay
error en filosofía y Canguilhem que no hay más verdad que la científica? ¿No se
podría decir que la ciencia estaría, entonces, del lado de la coherencia y la filosofía
del de la polisemia?
Paul Ricceur.— Pienso que esta oposición ha de ser introducida y sostenida den-
tro del propio trabajo filosófico. La coherencia no es un fin, sino el medio obligado,
el tributo impuesto a la filosofía, aquello que la separa por completo de la poesía o
de la literatura. Pero esta coherencia nunca podrá ser más que un ideal formal para
la filosofía, pues la filosofía ha de ser considerada una especie de terreno cercado
donde se enfrentan la rique2a del lenguaje, que lleva consigo el peligro del equívoco,
y la ley de la coherencia, que es la regla de la comunicación; se trata de ese lugar de
enfrentamiento entre una tarea formal de coherencia y el esfiíerzo por recuperar, a
través de múltiples sentidos, aquello por lo que se pregunta finalmente la filosofía,
que trata de decir lo que es.

468
Michel Foucault.— Es decir, que el polisemantismo estaría del lado, o bien de la
ontología, o bien de los contenidos culturales dados y trasmitidos por la historia, y
la coherencia estaría del lado de la forma misma del discurso.
Paul Ricceur.- ¡Sí! Hablaba de ello en mi programa sobre la comunicación. Esa
comunicación con uno mismo o con otros es el plano formal del discurso. Pero no
creo que se pueda definir la filosofía por su propia formalidad. Me parece que la filo-
sofía nos hace volver a una pregunta mucho más primitiva, a la pregunta, en suma,
primordial, a la pregunta de Aristóteles «¿qué es lo que es?».
Michel Foucault.—VtTo, entonces, dígame, ¿el polisemantismo es solamente una
propiedad formal del lenguaje?
Paul Ricaeur.— El lenguaje filosófico, al ser el lenguaje de los filósofos, la lengua
de su propia historia, sólo puede esperar que llegue el sentido de su propio discurso
a través de un debate constante con los sentidos heredados.
Así pues, un filósofo sólo puede plantear un problema nuevo al debatir con los
problemas antiguos, e incluso esta situación resulta equívoca. A través de esta situa-
ción equívoca ha de perseguir también la polisemia.

TERCERA PARTE

(Jean Hyppolite, Georges Canguilhem, Paul Ricaeur, Michel Foucault y Dina Dreyfus)
Dina Dreyfus.— Supongo que anteriormente han hablado entre ustedes sobre
este tema. Desde mi punto de vista, hay tres cuestiones vinculadas entre sí en el pro-
blema que nos ocupa hoy:
- la primera cuestión o el primer punto es la contradicción aparente -y subra-
yo «aparente»— entre la proposición de Hyppolite «no hay error enfilosofía»y la pro-
posición de Canguilhem «no hay verdad filosófica». Por otra parte, la proposición de
Hyppolite ha sido interpretada por algunos como si dijera «la filosofía no se equivo-
ca nunca». Pienso que no es eso exactamente lo que ha querido decir;
- la segunda cuestión es la elucidación de la concepción de Canguilhem;
- Finalmente, la tercera cuestión, que a mi juicio subyace a las demás, pues
constituye su sentido, es el problema del significado de la empresa filosófica. ¿Qué
significa «filosofar»?
Estos tres puntos están vinculados, y creo que hay que considerarlos conjunta-
mente.
Jean Hyppolite.— Por mi parte, pienso que la contradicción es, en efecto, pura-
mente aparente. Lo que ha dicho Canguilhem me parece que complementa lo que
yo he dicho.
Georges Canguilhem.— Ciertamente, desde mi punto de vista, tampoco existe
ningún desacuerdo. De todas formas, me sorprende un poco haber sido mal com-
prendido.
He dicho: «no hay verdad filosófica».
No he querido decir: «no hay verdad en una filosofía». Pues un filósofo puede
equivocarse si comete paralogismos.
Simplemente, he querido decir esto: el discurso filosófico que trata sobre lo que
las ciencias entienden por «verdad» no puede considerarse, a su vez, verdadero. No
existe una verdad de la verdad.

469
Jean Hyppolite.— Esto tiene un alcance mayor. Pienso que podríamos decir que,
al igual que la esencia de la técnica no es técnica, la esencia de la verdad no es ver-
dadera.
Mientras que, para Kant, por ejemplo, la analítica trascendental representaba un
tipo de verdad, hoy en día para nosotros ha dejado de ser verdadera.
Nos encontramos en una antropología que se supera, no en un trascendental.
Michel Foucault.— Sí, pero incluso la antropología sobre la que, desgraciada-
mente, reflexionamos demasiado a menudo, es precisamente un trascendental que
pretende ser verdadero en el nivel natural.
Jean Hyppolite.— Pero que no puede serlo.
Michel Foucault.—Qnc no puede serlo; pero a partir del momento en que inten-
tamos definir una esencia del hombre que pudiera enunciarse a partir de sí misma y
que fuera, al mismo tiempo, el fundamento de todo conocimiento posible y de todo
límite posible del conocimiento, nos encontramos inmersos en un paralogismo.
Dina Dreyfus.— Finalmente, ¿admite o no usted que hay una verdad del discur-
so filosófico como tal, es decir, que éste pueda ser considerado verdadero o falso? O
bien, ¿puede decirse que un sistema filosófico es verdadero o falso?
Georges Canguilhem.— Personalmente, no lo admito. No veo cuál es el criterio al
que podría usted referir un sistema filosófico para decir de él que es verdadero o falso.
Michel Foucault.— Yo tampoco lo admito. Hay una voluntad de verdad.
Dina Dreyfus.— Cuando ponemos nuestra mira en la verdad, incluso aunque no
la alcancemos, es la norma de verdad la que está todavía en juego. Pues es de esto de
lo que se trata: ¿conviene la norma de verdad a la filosofía?
Georges Canguilhem.— No admito que la norma de verdad convenga a la filoso-
fía. Es otro tipo de valor el que le conviene.
Paul Ricoeur.— Sí, pero, ¿no sucede esto porque usted ha comenzado a pensar el
problema de la verdad en términos de norma y de criterio? Me pregunto si el pro-
blema de la verdad no es el último que puede plantearse y no el primero. No es a
partir de un modelo epistemológico como puede plantearse el problema de la ver-
dad, sino a partir de una cuestión distinta. Me parece que la pregunta fundamental
de la filosofía es acerca de lo que es. Entonces, si la primera pregunta es «¿qué es lo
que es?», pregunta de Aristóteles, la teoría del conocimiento es secimdaria con relación
a la teoría del ser, y la ciencia misma es secundaria con relación al conocimiento. Aun-
que usted llama «valor» a esto, ¿no debemos llamarlo «verdad» si definimos la verdad
como la recuperación más completa que sea posible del discurso y de lo que es?
Si usted admite que, para la filosofía, hay un problema valorativo, el campo en
el que usted integra el valor científico y los demás valores es, precisamente, un campo
donde viene a manifestarse lo que llamaba hace un rato «verdad», a saber, la recupe-
ración del ser por su discurso.
Entonces, usted no tiene más que una forma, no diría venida a menos, ya que
es una forma privilegiada, aunque sea una forma derivada de la verdad científica.
Georges Canguilhem.— Podría responder a su pregunta, en cierto modo, recha-
zándola, es decir, podría rechazar su definición de verdad como la recuperación del
discurso y de lo que es. Precisamente, para la ciencia, lo que es, consiste en lo que
ella define progresivamente como lo verdadero, independientemente de toda rela-
ción con un ser supuesto como término de referencia.

470
En la medida en que ciertos filósofos ha conservado una especie de definición
realista de la verdad, por medio de esta confrontación del discurso y del ser, se puede
admitir que, partiendo de aquello que hoy, en la ciencia, se entiende por verdad, cabe
extraer la conclusión de que la filosofía puede, permaneciendo fiel a su proyecto fiín-
damental, definir o al menos entrever su propio valor, su propia autenticidad, sin rei-
vindicar para sí ese concepto de verdad, del cual está claro que tiene que ocuparse,
en la medida en que ella es el lugar donde la verdad de la ciencia se confronta con
otros valores, como los valores estéticos o los valores éticos.
Jean Hyppolite.— Canguilhem ha dicho que ya no había, para la ciencia, un obje-
to global, ni naturaleza, ni cosmos, ni universo, y que, en el momento actual, ya no
hay ciencia, sino ciencias, es decir, aspectos extremadamente especializados que esta-
blecen técnicamente su verdad. Pero somos, existimos y nos encontramos inmersos
en esa totalidad que las ciencias han eliminado.
Paul Ricceur.— Sin embargo, esta relación con la totalidad es el problema de la
verdad. Comprendo perfectamente que, históricamente, las filosofías sean contem-
poráneas de ciertas formas de ciencia y que los enunciados filosóficos se vean afecta-
dos también por el envejecimiento, en la medida en que son correlativos de un esta-
do de las ciencias. Pero el problema central, a saber, que estoy en lo que es y que
experimento, a la vez, mi situación, que tengo proyectos, y que, en la relación que
existe entre situación y proyecto, trato de abrir un camino en el que sea posible un
discurso determinado, es el problema de la verdad, pues si no llamamos a esto ver-
dad, sino valor, la relación entre los diferentes valores en juego en nuestra existencia
va a encontrarse completamente separada del problema de la totalidad. Dicho de
otra manera, la idea de totalidad es la forma en la que recupero racionalmente esta
relación de mi ser con el ser.

CUARTA PARTE

(Jean Hyppolite, Georges Canguilhem, Paul Ricoeur, Alain Badiou, Dina Dreyfus)
Georges Canguilhem.— Me parece que no he dicho nada diferente a lo que sos-
tiene Badiou al decir que la totalidad no se encuentra del lado de la naturaleza, del
cosmos o del mundo en el que la encontramos, sino que es, precisamente, la tarea
propia de la filosofía, que consiste en confrontar los valores entre sí dentro de una
totalidad que sólo puede ser presumida. Pero desde el momento mismo en que sólo
puede ser presumida y usted no puede, en mi opinión, darle el significado del Ser en
el sentido aristotélico, me parece que la tarea propia del filósofo no depende especí-
ficamente de esa clase de juicio al que convienen expresamente los valores de verda-
dero y falso.
Dina Dreyfus.— ¿Qué pensar, entonces, de una empresa como la de Descartes?
¿No se trata de ver la verdad, por ejemplo, en el prefacio de los Principios^
Georges Canguilhem.— Sí, pero sucede que, a pesar de todo, el prefacio de los
Principios es el prefacio de un tratado defi'sicay de cosmología. Es decir, que, para
Descartes, nos encontramos en presencia de una filosofía tradicional para la que el
problema práctico, el problema concreto, se halla estrechamente ligado al problema
de la determinación de lo verdadero. Cuando usted quita de la física o de la filosofía

471
de Descartes aquello que precisamente hoy ya no puede ser considerado verdadero,
¿qué nos queda en la filosofía de Descartes de lo cual se pudiera decir con precisión
que se trata de una proposición filosófica verdadera o falsa?
Jean Hyppolite.— ¿Estaríamos de acuerdo en que ya no es posible, hoy en día,
tener un pensamiento filosófico que se parezca a la ontología antigua, es decir, a una
teoría previa del Ser; en que ya no hay teología, pues ya no hay categorías objetivas
preexistentes a la ciencia, substituibles por un pensamiento revolucionario activo?
Georges Canguilhem.— No hay ontología, ni teología, ni ninguna categoría obje-
tiva preexistente a la ciencia... Y entre los oyentes que han podio sorprenderse por mi
fórmula relativa a la no-verdad filosófica, hay precisamente algunos para quienes la
filosofía es más o menos un sustituto de la teología y otros que piensan que tienen
los medios para transformar en lo sucesivo la filosofía en ciencia.
Paul Ricoeur.— Pero las categorías objetivas de las que usted habla son ya una
forma degradada de su propio problema. Este es el problema que hay que recuperar.
Y si hay un problema, ¿cómo llamaría usted a la relación que nosotros tenemos con
ese problema, si no es una relación de verdad? De lo contrario, ¡usted va a convertir
la reunión de los valores y su confrontación en una magnitud cultural!
Las culturas hacen aparecer, precisamente, ciertas combinaciones de valores y
son el medio histórico de su confrontación. Sin embargo, lo que está en juego, cuan-
do decimos con Descartes —el Descartes del co^to- «pienso, luego existo», es que el
problema que está implicado en el «existo» no está vinculado a la historia de una cul-
tura. Tiene ima dimensión distinta.
Georges Canguilhem.— Tiene, quizás, otra dimensión. Pero si usted pregunta
«¿esta relación de la pregunta '¿qué soy?' con el Ser no puedo llamarla verdad?», le
responderé que no puedo llamar verdad a una pregunta. Podría, con rigor, llamar
verdad a una respuesta. El problema de la vedad es quizá un problema filosófico.
Pero una filosofía, en la medida en que se propone como una respuesta a esta pre-
gunta, no puede ser clasificada con relación a otra filosofía que da otra respuesta dife-
rente, según el criterio de lo verdadero y de lo falso. Con otras palabras, no puedo
decir que la filosofía de Kant es verdadera y la de Nietzsche, falsa. Hay filosofías ridí-
cidas y filosofías estrechas de miras. No conozco una filosofía que sea falsa y, por con-
siguiente, no conozco una que sea verdadera.
Paul Ricaeur.— Pero nos interesamos por la filosofía porque cada una tiene una
relación interna entre sus preguntas y sus respuestas. Al dibujar el campo finito de su
verdad, nos interesa porque tenemos la convicción o la esperanza de que a través de
estas obras finitas del espíritu humano se produce el reencuentro con el Ser mismo.
Sin esto, estaríamos esquizofrénicos. Sin embargo, no tenemos a la par el medio de
mostrar que se trata de la misma cosa.
Por este motivo, todo lo que podemos decir es que esperamos estar en la verdad,
pero no podemos asimilar la verdad a un sistema filosófico producido por la historia
de la cultura.
Alain Badiou.— Quisiera llevar la cuestión a un terreno quizás más elemental y
más positivo al mismo tiempo. Usted mismo ha mostrado que la ciencia no descu-
bre la verdad o no revela una realidad que sería anterior a ella, sino que instituye o
constituye a la vez el problema de la verdad y los procedimientos efectivos median-
te los que, parcialmente, dicho problema puede recibir una serie de respuestas orde-

472
nadas. Usted aceptaría, pues, sin duda, que la ciencia no es aquello a través de lo que
el hombre descubre lo verdadero, sino la forma cultural que instituye, históricamen-
te, sobre un terreno válido, el problema de lo verdadero. Si admite así que el hom-
bre es, en suma, históricamente, productor de la verdad, que adopta la forma de la
ciencia, entonces, como para toda producción, se plantea el problema del fin o del
télos del producir. Estaría de acuerdo, entonces, en que la filosofía no es, en cuanto
tal, una producción de verdades, sino que se interroga sobre el fin o sobre el destino
de este acontecimiento productivo particular que ha surgido en su historia.
Georges Canguilhem.— No tengo ninguna dificultad para estar de acuerdo con lo
que me pregunta. Me parece que ya lo habíamos cucho a lo largo de nuestra entre-
vista. Creo haber comentado, si mal no recuerdo, que el problema de la posibilidad
de la ciencia no era un problema científico. El porqué de las matemáticas no es un
problema matemático. La ciencia constituye la verdad sin finalidad, sin la finalidad
de la verdad. La interrogación sobre la finalidad de la verdad, es decir, sobre lo que
se puede hacer con ella, por ejemplo, en la práctica, es precisamente filosófica. Pero
me parece que toda la filosofía moderna, sobre todo después de Kant, se caracteriza
por esto, porque el conocimiento de la verdad no es suficiente para resolver el pro-
blema filosófico por completo.
Jean Hyppolite.— Canguilhem estará de acuerdo seguramente conmigo en que las
ciencias hablan un lenguaje técnicamente próximo a un lenguaje unívoco y en que,
por sí solas, constituyen verdades en el sentido estricto del término. Este lenguaje,
que posee un determinado código y que está instituido a partir de ciertas conven-
ciones expresas, está ligado a un lenguaje natural. Partimos de este lenguaje natural,
que era espontáneamente ontológico antes de lafilosofi'ay que ya no puede serio hoy,
pero que, sin embargo, no deja de ser un lenguaje natural. Este lenguaje natural es,
en sí mismo, su propio código, mientras que todos los demás están codificados con
relación a él. Queda, pues, un cierto lugar donde se vuelve a dar con todos los pro-
blemas técnicos sobre la verdad que son descubiertos por las ciencias cada vez más
culturales y especializadas, lugar del que se parte y al que se vuelve. Si me atreviera,
diría que la verdadera filosofía hoy en día está obligada a ser una cierta vulgarización,
en el mejor sentido del término. Entiendo por esto que está obligada a volver a tra-
ducir poco a poco aquello que nunca se traducirá, pues, incluso en las intersecciones
existentes entre las distintas ciencias, éstas siguen siendo ciencias especiales.
De modo que se ha comprendido mal el pensamiento de Canguilhem si se ha
creído que quería hablar de una verdad del cientificismo, del tipo el «porvenir de la
ciencia». Sin embargo, finalmente, ha querido decir todo lo contrario. Hay verdades
científicas y hay un lugar donde germina la esencia de la verdad, la existencia en su
proyecto global. Pero algo irreversible le ha sucedido a la filosofía: ya no se puede
rehacer una ontología, como la de Aristóteles o la de Descartes. Después de Kant,
hay algo que hace que el pensamiento filosófico sea lo más indispensable y que a la
vez no pueda volver a ciertas posiciones.
Paul Ricceur.—Y, al mismo tiempo, puedo comprender perfectamente cuál era el
problema que estaba en juego en las filosofías pasadas, en consecuencia, lo que estos
filósofos buscaban, y, si puede decirse así, retomando el lenguaje que usted emplea,
el lugar del que partían y el lugar a donde van, que no es un lugar prohibido o cerra-
do para nosotros.

473
Por esta razón, la historia de la filosofía no es la historia de la ciencia. Usted dice
que no hay error en filosofía, pero también se podría decir que no existe un proble-
ma o una pregunta que hayan sido abolidos o prescritos por la filosofía, mientras que
en la historia de las ciencias o la historia de las técnicas hay algo que se ha perdido
definitivamente.
En suma, me parece que, no sólo podemos reconocer en los filósofos del pasa-
do una problemática que no carece de vigencia, que no ha sido superada, sino que
podemos, incluso sin recurrir a la norma de verdad, evaluar el alcance, la grandeza o
la fuerza de un sistema filosófico, en el mismo sentido en que usted decía hace un
momento que hay filosofías ridiculas o filosofías estrechas de miras, y, en conse-
cuencia, en el sentido de que la historia de la filosofía es originalmente selectiva: todo
el mundo distingue los grandes filósofos, los momentos importantes de esa historia
y los momentos secundarios.
Alain Badiou.— ¿Estarían de acuerdo en que una filosofía es un centro de totali-
zación de la experiencia de una época? Desde luego, la ambigüedad de las relaciones
con la ciencia tal vez nace del hecho de que esta totalización se esfiíerza en produ-
cirse con arreglo a un código o a un lenguaje que, por una parte, toma sus criterios
de rigor, e incluso de coherencia, de la ciencia.
Desde ese momento, tendríamos a la vez una definición del proyecto filosófico,
y podríamos, según creo, reconocer el valor y el significado de este proyecto, inde-
f)endientemente de la noción de verdad, en sentido estricto. Por otra parte, dispon-
dríamos de cierta norma con respecto a ese proyecto, de una finalidad que le daría
sentido y dignidad, y, al mismo tiempo, podríamos, quizás, dar cuenta de las ambi-
güedades, de las dificultades que localmente se han producido en la confrontación
entre ciencia y filosofía, en la medida en que antes, en diversas épocas y quizás ahora,
lafilosofíaha podido creer que esta totalización general de la experiencia de una época
en la cual ella estaba comprometida podría formularse en un lenguaje analógicamen-
te riguroso, con respecto al modelo o paradigma que la ciencia le suministraba.
Por ejemplo, tomemos el caso de Descartes, con el concepto mediador de méto-
do; me parece que, en este caso, reservaríamos a la filosofía la originalidad constitu-
tiva del proyecto filosófico, explicaríamos que éste es, en cierto modo, contemporá-
neo del proyecto científico, y, al mismo tiempo, podríamos dar cuenta, lo que me
parece fiíndamental, del concepto de gran filosofi'a, pues si retiramos la norma de
verdad, habrá que reintroducir otra que nos permita evaluar los discursos filosóficos.
Paul Ricceur.— Al mismo tiempo, no hay que reducir estas filosofías a simples
destellos culturales que serían puntos de concentración históricos, so pena de perder
lo que estaba en juego en estas filosofías y, al mismo tiempo, de expulsar de la his-
toria de la filosofía el sentido de la continuidad de los problemas filosóficos y, en
consecuencia, del espacio en el que se plantean esos problemas, y de llegar simple-
mente a ima esf)ecie de historia cultural de la filosofía en lugar de a una historia filo-
sófica de la filosofía.
Es preciso que la historia de la filosofía sea una actividad propia, no del histo-
riador, sino del filósofo. Es necesario que, de alguna manera, el reconocimiento de
un problema arcaico por un hombre de hoy en día se haga en un cierto espacio de
reencuentro, que quizás podría llamarse, precisamente, la verdad del ser o la verdad
de la existencia.

474
Y este reconocimiento tiene dos dimensiones: por una parte, consiste en nues-
tra capacidad de entrar en el diálogo de todos los filósofos y de cada uno con todos
ellos -en eso consiste, precisamente, la historia de lafilosofía—y, por otra parte, lo
que antes llamaba Badiou la relación de totalización con una época.
Ser en el discurso continuo de los grandes filósofos y en la comprensión de los
problemas de mi tiempo: quizás sea aquí donde reside la historicidad y la perenni-
dad de la filosofía.
Jean Hyppolite.— Me parece que hay dos problemas en lo que decía Badiou cuya
relación presenta dificultades. Decir que una filosofía es un centro de totalización de
una época (en el fondo es así como la concibo) y decir, a su vez, que es un diálogo
con todas las filosofías, son dos cosas bastante diferentes; es posible que en nuestra
historia existan puntos de novedad esenciales en un principio, lo que no hace desa-
parecer el diálogo con los filósofos del pasado. Podría ocurrir que antes del naci-
miento de la filosofía hubiera cierta forma de plantear el problema de la filosofía y
del Ser, y es posible que haya habido una época en la que la ciencia apareciera casi
bastándose a sí misma y una época en la que incluso ya no pueda haber un Newton
y quizás tampoco un Einstein, y donde la filosofía todavía esté obligada a plantearse
de otro modo, sin romper el diálogo con el pasado; pero esta novedad a la hora de
pensar una época es también algo esencial.
Alain Badiou.— Sí, estoy de acuerdo, pero me parece que la filosofía, en el seno
mismo de su proyecto, ha de ser mediada por su propia historia porque encuentra
en esa historia los instrumentos que han sido forjados progresivamente, es decir, los
de la categoría de totalidad. En otras palabras, me parece que es la categoría de tota-
lidad en cuanto tal la que funda la continuidad del discurso filosófico. Sobre la iden-
tidad transhistórica de cada una de las filosofías históricas se apoya el diálogo que
entablamos con ellas.
Paul Ricoeur- Sí, soy muy sensible a lo que Hyppolite decía sobre la novedad;
pero nos equivocamos muy a menudo al respecto. Muchas épocas han creído que
ellas habían roto con las que les habían precedido, pues, a menudo, la comprensión
de la novedad se produce incluso recuperando lo arcaico, sin lo cual recaeríamos en
este tiempo de progreso que no es ciertamente el tiempo de la filosofía.
]ean Hyppolite.— Tiene usted razón, pero lo que quería evitar es una concepción
de los problemas filosóficos extraída de \xvafilosofíaperennis e.n. la que no creo. Creo
en el diálogo entre los filósofos, creo en la mediación de los filósofos y creo mucho
más en el pensamiento filosófico que en una historia independiente de los proble-
mas filosóficos a través de los filósofos.
Georges Canguilhem.— Estoy de acuerdo con la definición que ha dado Badiou
de la fijnción de la filosofía como totalización de la experiencia de una época. Sin
embargo, esto no carece de dificultades. Si bien es verdad que no hay progreso filo-
sófico, y si también lo es que la filosofía es la totalización de la experiencia de una
época (en la medida en que esta experiencia contiene modos tales como la ciencia, el
arte o la técnica, que, al menos por lo que respecta a la ciencia y la técnica, son acti-
vidades que descalifican o desprecian su propio pasado, y cuya fiínción esencial con-
siste incluso en esto), la integración en un momento dado de una matemática como
la de Hilbert, una física como la de Einstein o una pintura como la de Picasso, la
integración de estos modos de experiencia, precisamente porque algunos de ellos

475
conllevan el progreso, no puede nunca producirse de la misma manera, aunque la
intención de totalización sea la misma; y, en consecuencia, no hay homogeneidad
filosófica, es decir, homogeneidad de estos intentos de integración, desde el punto de
vista de su procedimiento, de su estilo y de sus conclusiones.
De ahí que, entonces, no se puedan confirontar unas con otras conforme a su
grado mayor o menor de verdad.
Por tanto, las filosofías se distinguirán unas de otras, no porque unas son más
verdaderas que otras, sino porque hay filosofías que son grandes y otras que no
lo son.
Dina Dreyfus.— ¿En qué las reconoce usted? Dicho de otro modo: ¿cuál es el cri-
terio de esa grandeza o de esa estrechez de miras?
Georges Canguilhem.— Hablando con propiedad, no pienso que haya un cri-
terio. Hay signos o indicios mediante los que se reconoce una gran filosofía y una
filosofía pequeña o estrecha de miras, como he dicho hace un rato. Si es verdad
que la filosofía ha de ser la vulgarización, en un sentido no vulgar, como decía
Hyppolite, de todos los códigos diferentes que son adoptados por las ciencias en
vía de constitución y por todas las actividades de tipo cultural de una época dada,
me parece que hay un aspecto fundamentalmente ingenuo y, por así decirlo,
incluso popular de la filosofía que se tiende a menudo a descuidar. Quizás una
gran filosofía es aquella que ha dejado en el lenguaje popular un adjetivo: los
estoicos han dado estoico. Descartes ha dado cartesiano, Kant ha dejado kantia-
no e imperativo categórico; dicho de otro modo, hay filosofías que han totaliza-
do bien la experiencia de una época, que han logrado difundirse en aquello que
no es la filosofía, en los distintos campos de la cultura (los cuales, a su vez, serán
totalizados por otra filosofía), y que han tenido, en este sentido, un impacto
directo sobre todo lo que se puede llamar nuestra existencia de todos los días,
nuestra existencia cotidiana.
Jean Hyppolite.— De tal modo que una filosofía grande es aquella que es capaz
de traducirse, en cierto modo, al lenguaje comiín de todos.
Simplemente, hay que distinguir totalización de suma, estamos todos de acuer-
do, y una totalización, para tener un punto de impacto, es a menudo una totaliza-
ción fragmentada y casi parcial, de tal modo que el carácter agudo del genio filosó-
fico, pues es algo que concierne al genio, es entrar en contacto con su época, no
mediante el trabajo de los epígonos, sino mediante un contacto profiíndo con lo que
la época está balbuceando.
Paul Ricceur.— Matizaría solamente un punto. No quisiera reducir a un criterio
de influencia social lo que es también la relación de cada totalidad parcial con lo que
llamábamos antes ese espacio de reencuentro de las filosofías, donde reside el pro-
blema de la verdad, pues quizás la verdad sigue siendo su propio problema. Esta pre-
suposición de la verdad es tal vez lo que el sentimiento popular experimenta perfec-
tamente en una gran filosofi'a.
Georges Canguilhem — No digo lo contrario, pues prefiero admitir la palabra que
usted acaba de retomar y de la que me he servido antes, es decir, «popular», en lugar
de social. No he querido hablar de un criterio social, sino popular, que, para mí, es
el signo de una cierta autenticidad.
Paul Ricaeur.- Por mi parte, no quisiera separar autenticidad de verdad.

476
Georges Canguilhem.— Y bien, me parece, precisamente, que toda mi defensa
consistiría en decir que no veo por qué emplear la misma palabra y el mismo con-
cepto en dos sentidos diferentes.
Dina Dreyjus- Pero, Alain Badiou, usted es profesor. Cuando define una filo-
sofía como centro de totalización de la experiencia de una época, ¿esto le permite
enseñar filosofía? ¿Qué enseña usted bajo ese nombre?
ALtin Badiou.— De todos modos, no enseñamos una filosofía en el sentido de
totalización de la experiencia de una época: esto sería dar una enseñanza dogmática
que procedería efectivamente a esta totalización, algo así como un curso de Hegel o
un curso de filosofía escolástica; en consecuencia, en el sentido más riguroso del tér-
mino, en la enseñanza elemental de la filosofía, no se filosofa. Entonces, ¿qué se
hace? Pues bien, creo que se enseña a los alumnos la posibilidad de la filosofía, es
decir, a través de una serie de rodeos, a partir del examen de doctrinas y de textos,
mediante el examen de los conceptos o recorriendo problemas concretos, se les
muestra que es posible un lenguaje a través del que se llevaría a cabo esa totalización.
Y definiría, de buena gana, la enseñanza de la filosofía como la enseñanza de la posi-
bilidad de la filosofía o la revelación de la posibilidad de la filosofía. De no ser así,
no habría otro recurso que enseñar una filosofía, y esto es, precisamente, lo que nues-
tra enseñanza trata de evitar.
Dina Dreyjus.— Y, desde el punto de vista de la enseñanza, ¿sería posible extraer
conclusiones sobre el debate que nos ha ocupado? Quiero decir, sobre el problema
de la verdad o no verdad filosófica.
Alain Badiou.— Es un asunto difícil, pues usted no está de acuerdo, y no creo
que haya que disimidar ese desacuerdo. En resumen, usted me invita a extraer, si así
puede decirse, la verdad de este desacuerdo sobre la verdad, y espero que mi punto
de vista no sea en todo momento una totalización excesiva y rechazada por cada uno
de aquellos cuyo desacuerdo voy a intentar inscribir en un campo tínico.
Ustedes están en desacuerdo. Sin embargo, me parece que el espacio de dicho
desacuerdo está limitado por dos acuerdos que, pese a todo, son esenciales.
Primero, todos ustedes admiten que la ciencia es uno de los lugares de la verdad
o, lo que es lo mismo, que tiene plenamente sentido hablar de verdad científica o de
verdades científicas, y, por otra parte, admiten también que el problema de la esen-
cia de la verdad es esencialmente filosófico y que, en cuanto tal, no pertenece al
campo de la actividad científica. El desacuerdo comienza, pues, entre estos dos
acuerdos, en el momento en que nos preguntamos por aquello que regula o rige el
problema de la verdad.
Ahora bien, el argumento esencial de Canguilhem contra la idea de verdad filo-
sófica consiste en decir que no es la verdad la que regula el problema de la esencia de
la verdad. A lo que Hyppolite, Ricoeur y quizá yo mismo estaríamos tentados de res-
ponder que una verdad que ignora su propia esencia sólo puede considerarse verda-
dera en un sentido débil o secundario, y que se puede hablar de una verdad filosófi-
ca al menos en el sentido de que ésta se desvela o se descubre como el proyecto de
instituir el fundamento de la verdad. El problema consiste en saber, precisamente,
cómo va a plantear la filosofía dicho problema. En este punto, encontramos cierto
número de acuerdos: primero, todos han coincidido en señalar que el problema de
la esencia de la verdad o de la verdad, o el problema de la existencia y de lo que ha

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de ser ésta para sustentar algo semejante a la verdad es, en cierto modo, contempo-
ráneo de la ciencia, y todos hemos dicho: a decir verdad, no hay filosofía anterior a
la ciencia; es la ciencia la que instituye el tipo de problema en el que la filosofía viene
a continuación a inscribirse.
La filosofía consiste, entonces, en preguntarse, desde el punto de vista de la tota-
lización, por lo que ha de ser el hombre o qué relaciones ha de mantener con el Ser
para que el hombre sea aquel para el que hay verdad. En resumen, la filosofía se inte-
rroga, no por las verdades, sino por el télos de la verdad respecto a la existencia huma-
na. Esta definición, para unos, supone que la propia filosofía aflora en una especie
de connivencia fundamental, fiíndadora, con la norma que se propone indagar, y
que, en suma, está regida por la norma de verdad; y para otros, este problema supo-
ne, por el contrario, que la filosofía, al preguntarse por el lugar de la verdad, sale de
dicho lugar y ha de inventar sus propias normas.
Diría que, como siempre en filosofía, el desacuerdo surge, a pesar de todo, del
interior de una definición y de un problema que permite que nos comprendamos
unos a otros; quiero decir con esto, y quizá, Canguilhem, esto es lo irónico de su
posición, que la pretensión de verdad del discurso de su interlocutor es reconocida
por usted, aunque el contenido de su propio discurso consiste en afirmar que el valor
de verdad no tiene cabida aquí.
Y, en consecuencia, diría que, aunque el estatuto de la verdad controlable, ela-
borada y precisa sigue siendo el objeto de nuestro desacuerdo, se atisba, en el hori-
zonte del diálogo, lo verdadero, o una apertura a la verdad, que quizás es aquello a
partir de lo que hemos planteado nuestras preguntas, las hemos comprendido y tam-
bién, por tanto, aquello a partir de lo cual hemos formulado nuestras respuestas.

Traducción: Paloma Olmedo

478
Epílogo
Narratividad, fenomenología y hermenéutica
Paul Ricoeur

Para dar una idea de los problemas a los que me dedico desde hace treinta años
y de la tradición a la que pertenece mi tratamiento de los mismos, me ha parecido que
el método más apropiado era partir de mi trabajo actual sobre la función narrativa,
luego mostrar la afinidad de este trabajo con mis trabajos anteriores sobre la metáfo-
ra, sobre el psicoanálisis, sobre la simbólica y sobre otros problemas afines, y, por últi-
mo, dirigirme de estas investigaciones parciales a los supuestos, tanto teóricos como
metodológicos, en los que radica el conjunto de mi investigación. Esta progresión a
la inversa en mi propia obra me permitirá referirme, al final de mi exposición, a los
supuestos de la tradición fenomenológica y hermenéutica a la que pertenezco, mos-
trando cómo mis análisis, a un tiempo, continúan, corrigen y, en ocasiones, ponen en
tela de juicio esa tradición.

I. LA FUNCIÓN NARRATIVA

Diré, en primer lugar, algo sobre mis trabajos dedicados a la función narrativa.
Aquí aparecen tres preocupaciones principales. Esta investigación sobre el acto de
narrar responde, en primer lugar, a una preocupación muy general, que expuse no hace
mucho en el primer capítulo de mi libro sobre Freud y la filosofía: la de preservar la
amplitud, la diversidad y la irreductibilidad de los usos del lenguaje. Desde un princi-
pio, puede constatarse, pues, que me uno a aquellos filósofos analíticos que se resisten
a aceptar el reduccionismo según el cual las «lenguas bien hechas» habrían de valorar
la pretensión de sentido y de verdad de todos los usos no «lógicos» del lenguaje.
Una segunda preocupación completa y, en cierto modo, modera la primera: la
de reMnir\is formas y modalidades dispersas del juego de narrar. En efecto, a lo largo
del desarrollo de las culturas de las que somos herederos, el acto de narrar no ha deja-
do de ramificarse en géneros literarios cada vez más específicos. Esta fragmentación
plantea a los filósofos un problema central, dada la importante dicotomía que divi-
de el campo narrativo y que opone tajantemente, por una parte, los relatos que tie-
nen una pretensión de verdad comparable a la de los discursos descriptivos que se

479
usan en las ciencias -pensemos en la historia y en los géneros literarios afines a la
biografía y a la autobiografía- y, por otra, los relatos de ficción, como la epopeya,
el drama, el cuento y la novela, por no decir ya los modos narrativos que emplean
un medio distinto al lenguaje: el cine, por ejemplo, y, eventualmente, la pintura y
otras artes plásticas. Contra esta interminable división, planteo la hipótesis de que
existe una unidad funcional entre los múltiples modos y géneros narrativos. Mi
hipótesis básica al respecto es la siguiente: el carácter común de la experiencia
humana, señalado, articulado y aclarado por el acto de narrar en todas sus formas,
es su carácter temporal. Todo lo que se cuenta sucede en el tiempo, arraiga en el
mismo, se desarrolla temporalmente; y lo que se desarrolla en el tiempo puede
narrarse. Incluso cabe la posibilidad de que todo proceso temporal sólo se reconoz-
ca como tal en la medida en que pueda narrarse de un modo o de otro. Esta supues-
ta reciprocidad entre narratividad y temporalidad constituye el tema de Tiempo y
relato. Por limitado que sea el problema, en comparación con la gran amplitud de
los usos reales y potenciales del lenguaje, resulta realmente inmenso. Reúne, en un
mismo rótulo, problemas que habitualmente se abordan con títulos diferentes: epis-
temología del conocimiento histórico, crítica literaria aplicada a las obras de ficción,
teorías del tiempo (dispersas, a su vez, entre la cosmología, la física, la biología, la
psicología o la sociología). Al tratar la cualidad temporal de la experiencia como
referente común de la historia y de la ficción, uno en un mismo problema ficción,
historia y tiempo.
En este punto, entra en juego una tercera preocupación, que ofrece la posibili-
dad de hacer menos inabordable la problemática de la temporalidad y de la narrati-
vidad: la de poner a prueba la capacidad de selección y de organización del lenguaje
mismo, cuando éste se ordena en esas unidades de discurso más largas que la frase a
las que podemos llamar textos. En efecto, si la narratividad ha de señalar, articular y
aclarar la experiencia temporal -por retomar los tres verbos usados anteriormente—,
hay que buscar en el uso del lenguaje un patrón de medida que satisfaga esa necesi-
dad de delimitación, de ordenación y de explicitación. El hecho de que el texto sea
la unidad lingüística buscada y que constituya el medio apropiado entre la vivencia
temporal y el acto narrativo puede ser esbozado brevemente del siguiente modo.
Como unidad lingüística, un texto es, por una parte, una expansión de la primera
unidad de significado actual, de la frase o instancia discursiva en el sentido de Ben-
veniste. Por otra parte, aporta un principio de organización transfrástica del que se
beneficia el acto de narrar en todas sus formas.
Podemos llamar poética —siguiendo a Aristóteles— a la disciplina que trata de las
leyes de la composición que se añaden a la instancia discursiva para dar lugar a un
texto, al que se considera un relato, un poema o un ensayo.
Se plantea, entonces, el problema de identificar la característica más importan-
te del acto de hacer-relato. Sigo también a Aristóteles para designar la clase de com-
posición verbal que convierte un texto en relato. Aristóteles designa esta composición
verbal con el término mythos, término que se ha traducido por «fábula» o por
«trama»: «llamo aquí mythos a la composición {synthesis o, en otros contextos, systa-
sis) de los hechos» (1450 a 5 y 15). Más que una estructura, en el sentido estático de
la palabra, Aristóteles usa este término para designar una operación (como indica la
terminación -sis de potesis, synthesis o systasis), a saber, la estructuración que requiere

480
que hablemos de «elaboración de la trama» antes que de trama. La elaboración de la
trama consiste, principalmente, en la selección y en la disposición de los aconteci-
mientos y de las acciones narradas, que hacen de la fábula una historia «completa y
entera» (1450 b 25), que consta de principio, medio y fin. Con esto queremos decir
que ninguna acción es un principio más que en una historia que ella misma inaugu-
ra; que ninguna acción es tampoco un medio más que si provoca en la historia narra-
da un cambio de suerte, un «nudo» a deshacer, una «peripecia» sorprendente, una
sucesión de incidentes «lamentables» u «horrorosos»; por último, ninguna acción,
considerada en sí misma, es un fin, sino en la medida en que, en la historia narrada,
concluye el curso de una acción, deshace un nudo, compensa la peripecia mediante
el reconocimiento, sella el destino del héroe mediante un último acontecimiento que
aclara toda la acción y produce, en el oyente, la kátharsis de la compasión y del terror.
Tomo esta noción como hilo conductor de la investigación, tanto en el orden
de la historia de los historiadores (o historiografía) como en el orden de la ficción
(desde la epopeya y el cuento popular a la novela moderna). Me limitaré a insistir
aquí en el rasgo que confiere, a mi modo de ver, una fecundidad así a la noción de
trama, a saber, su inteligibilidad. Podemos mostrar del siguiente modo el carácter
inteligible de la trama: la trama es el conjunto de combinaciones mediante las cua-
les los acontecimientos se transforman en una historia o —correlativamente— una his-
toria se extrae de acontecimientos. La trama es la mediadora entre el acontecimien-
to y la historia. Lo que significa que nada es un acontecimiento si no contribuye al
avance de una historia. Un acontecimiento no es sólo una incidencia, algo que suce-
de, sino un componente narrativo. Ampliando aún más el ámbito de la trama, diré
que la trama es la unidad inteligible que compone las circunstancias, los fines y los
medios, las iniciativas y las consecuencias no queridas. Según una expresión que
tomo de Louis Mink, es el acto de «ensamblar» -de com-poner— esos ingredientes de
la acción humana que, en la experiencia diaria, resultan heterogéneos y discordantes.
De este carácter inteligible de la trama se deduce que la capacidad para seguir la his-
toria constituye una forma muy elaborada de comprensión.
Diré ahora algo sobre los problemas que plantea la extensión de la noción aris-
totélica de trama a la historiografía. Citaré tres de estos problemas. El primero se
refiere a la relación que existe entre la historia erudita y el relato. Parece, en efecto,
una causa perdida pretender que la historia moderna conserve el carácter narrativo
que encontramos en las crónicas antiguas y que ha llegado hasta nuestros días a tra-
vés de la historia política, diplomática o eclesiástica, la cual cuenta batallas, tratados,
particiones y, en general, los cambios de fortuna que afectan al ejercicio del poder
por parte de individuos determinados.
Mi tesis es que el vínculo de la historia con el relato no puede romperse sin que
la historia pierda su especificidad entre las ciencias humanas. Diré, en primer lugar,
que el error fundamental de aquellos que oponen historia y relato se debe al desco-
nocimiento del carácter inteligible que la trama confiere al relato, algo que Aristóte-
les había sido el primero en subrayar. Una noción ingenua del relato, como sucesión
deshilvanada de acontecimientos, se encuentra siempre en el trasfondo de la crítica
al carácter narrativo de la historia. Dicha crítica sólo aprecia el carácter episódico y
olvida el carácter configurado, que constituye la base de su inteligibilidad. Al mismo
tiempo, se ignora la distancia que establece el relato entre él y la experiencia viva.

481
Entre vivir y narrar existe siempre una separación, por pequeña que sea. La vida se
vive, la historia se cuenta.
En segundo lugar, el desconocimiento de esta inteligibilidad fundamental del
relato, impide comprender cómo se inserta la explicación histórica en la compren-
sión narrativa, de modo que cuanto más se explique, mejor se narrará. El error de los
defensores de los modelos nomológicos no es tanto que se equivoquen respecto a la
naturaleza de las leyes que el historiador puede tomar de otras ciencias sociales más
avanzadas —demografía, economía, lingüística, sociología, etc.-, cuanto que se equi-
voquen respecto a su funcionamiento. No aprecian que estas leyes revisten un signi-
ficado histórico en la medida en que se insertan en una organización narrativa pre-
via que ya ha calificado los acontecimientos como contribuciones al desarrollo de
una trama.
En tercer lugar, la historiografía, al alejarse de la historia de los acontecimientos,
principalmente de la historia política, se ha alejado menos de la historia narrativa de
lo que pretenden los historiadores. Para que la historia llegue a ser una historia de
larga duración, convirtiéndose en historia social, económica o cultural, ha de estar
vinculada al tiempo y dar cuenta de los cambios que vinciüan una situación termi-
nal a una situación inicial. La rapidez del cambio no tiene nada que ver con el asun-
to. Al estar vinculada al tiempo y al cambio, está ligada a la acción de los hombres
que, según Marx, hacen la historia en circunstancias que ellos no han hecho. Direc-
ta o indirectamente, la historia es la historia de los hombres, que son los portadores,
los agentes y las víctimas del poder, de las instituciones, de las funciones y de las
estructuras en las que se insertan. En última instancia, la historia no puede separar-
se por completo del relato, pues no puede separarse de la acción que implica agen-
tes, fines, circunstancias, interacciones y consecuencias queridas y no queridas.
Ahora bien, la trama es la unidad narrativa de base que integra estos ingredientes
heterogéneos en una totalidad inteligible.
Una segunda serie de problemas atañe a la validez de la noción de trama en el
análisis de los relatos de ficción, desde el cuento popular y la epopeya hasta la nove-
la moderna. Esta validez sufre dos ataques de direcciones opuestas, aunque comple-
mentarias.
Dejaré a im lado el ataque estructuralista contra una interpretación del relato que
sobrestima indebidamente, a su modo de ver, la cronología aparente del relato. He dis-
curido en otro lugar la pretensión de sustituir la dinámica de superficie a la que perte-
nece la trama por una lógica «acrónica», válida en el plano de la gramática profunda
del texto narrativo. Prefiero centrarme en un ataque opuesto, aunque complementario.
Al contrario que el estructuralismo, cuyos análisis destacan en el dominio del
cuento popular o del relato tradicional, varios críticos literarios apelan a la evolución
de la novela contemporánea para constatar que en la escritura se da una experimen-
tación que echa por tierra todas las normas, todos los paradigmas recibidos de la tra-
dición y, entre ellos, los tipos de trama heredados de la novela del siglo XDÍ. La opo-
sición mediante la escritura llega incluso al extremo de que parezca que desaparece
toda noción de trama, y de que ésta pierde su valor pertinente en la descripción de
los hechos narrativos.
A esta objeción, puedo responder que interpreta incorrectamente la relación
entre paradigma —cualquiera que sea— y obra singular. Lo que llamamos paradigmas

482
son tipos de elaboración de una trama surgidos de la sedimentación de la propia
práctica narrativa. Encontramos aquí un fenómeno fundamental, el de la alternan-
cia entre innovación y sedimentación; este fenómeno es constitutivo de lo que lla-
mamos una tradición y se encuentra directamente implicado en el carácter histórico
del esquematismo narrativo. Esta alternancia de innovación y de sedimentación hace
posible el fenómeno de desviación al que se refiere la objeción. Pero hay que enten-
der que la propia desviación sólo es posible sobre la base de una cultura tradicional
que crea en el lector expectativas que el artista se complace en despertar y defraudar.
Ahora bien, esta relación irónica no podría establecerse en un vacío paradigmático
total. Confieso que los supuestos sobre los que me extenderé con toda tranquilidad
más adelante no me permiten pensar en una anomia radical, sino únicamente en un
juego con reglas. Sólo es pensable una imaginación reglada.
El tercer problema que quisiera mencionar se refiere a la referencia común de la
historia y de la ficción en la base temporal de la experiencia humana.
El problema es notablemente difícil. Por un lado, en efecto, sólo la historia pare-
ce referirse a lo real, aunque esa realidad haya pasado. Sólo ella parece pretender hablar
de acontecimientos que se han producido realmente. El novelista ignora la carga de la
prueba material vinculada a la obligación de recurrir a documentos y archivos. Una
asimetría irreductible parece oponer lo real histórico y lo irreal de la ficción.
No se trata de negar esta asimetría. Al contrario, hay que apoyarse en ella para
percibir el cruce o el quiasmo entre los dos modos referenciales de la ficción y de la
historia. Por un lado, no es preciso decir que la ficción no haga referencia a nada. Por
otro, no es preciso decir que la historia se refiera al pasado histórico en el mismo sen-
tido en que las descripciones empíricas se refieren a la realidad presente.
Decir que la ficción no carece de referencia supone desechar una concepción
estrecha de la misma que relegaría la ficción a desempeñar un papel puramente emo-
cional. De un modo u otro, todos los sistemas simbólicos contribuyen a configurar
la realidad. Muy especialmente, las tramas que inventamos nos ayudan a configurar
nuestra experiencia temporal confusa, informe y, en última instancia, muda. «¿Qué
es el tiempo? -se preguntaba Agustín—. Si nadie me lo pregunta, lo sé; si alguien me
lo pregunta, ya no lo sé.» En la capacidad de la ficción para configurar esta expe-
riencia temporal casi muda, reside la función referencial de la trama. Volvemos a
encontrar aquí el vínculo entre mythos y mimesis en la Poética de Aristóteles: «La
fábula, dice él, es la imitación de la acción» {Poética, 1450 a 2).
La fábula imita la acción en la medida en que construye con los únicos recursos
de la ficción esquemas inteligibles. El mundo de la ficción es un laboratorio de for-
mas en el que ensayamos configuraciones posibles de la acción para comprobar su
coherencia y su verosimihtud. Esta experimentación con los paradigmas depende de
lo que antes llamábamos la imaginación creadora. En este estadio, la referencia se
mantiene como en suspenso: la acción imitada es una acción sólo imitada, es decir, fin-
gida, inventada. Ficción esfingerey fingere es hacer. El mundo de la ficción, en esta
fase de suspensión, sólo es el mundo del texto, una proyección del texto como mundo.
Pero la suspensión de la referencia sólo puede ser un momento intermedio entre
la comprensión previa del mundo de la acción y la transfiguración de la realidad coti-
diana que realiza la propia ficción. El mundo del texto, pues es un mundo, entra
necesariamente en conflicto con el mundo real, para «re-hacerlo», ya lo confirme o

483
lo niegue. Pero incluso la relación más irónica del arte respecto a la realidad sería
incomprensible si el arte no des-ordenara y re-ordenara nuestra relación con lo real.
Si el mundo del texto no tuviera asignada una relación con el mundo real, entonces
el lenguaje no sería «peligroso», en el sentido en que lo decía Hoiderlin, antes de
Nietzsche y Walter Benjamín.
Un desarrollo paralelo se impone por parte de la historia. Al igual que la ficción
narrativa no carece de referencia, la referencia propia de la historia no deja de tener
una afinidad con la referencia «productora» del relato de ficción. No es que el pasa-
do sea irreal, sino que la realidad pasada es, en el sentido propio del término, inve-
rificable. En la medida en que ya no es, el discurso histórico sólo la aborda indirec-
tamente. En este punto, se impone la afinidad con la ficción. La reconstrucción del
pasado, como ya había dicho CoUingwood enérgicamente, es obra de la imagina-
ción. También el historiador, en virtud de los vínculos a los que antes aludíamos
entre la historia y el relato, configura tramas que los documentos permiten o no,
pero que en sí mismos nunca contienen. En este sentido, la historia combina la cohe-
rencia narrativa y la conformidad con los documentos. Este vínculo complejo carac-
teriza el estatuto de la historia como interpretación. Se abre, así, una vía a una inves-
tigación positiva de todos los cruces entre las modalidades referenciales asimétricas,
aunque igualmente indirectas o mediatas, de la ficción y de la historia. Gracias a este
juego complejo entre la referencia indirecta al pasado y la referencia productora de
la ficción, la experiencia humana, en su dimensión temporal profunda, no deja de
ser refigurada.

Me propongo ahora situar la investigación de la función narrativa en el marco


más amplio de mis trabajos anteriores, antes de exponer los supuestos teóricos y epis-
temológicos que no han dejado de confirmarse y precisarse a lo largo del tiempo.
Las relaciones entre los problemas que plantea la fianción narrativa y los que
abordé en La metáfora viva no son evidentes a primera vista: 1) Mientras parece que
el relato ha de incluirse entre los «géneros» literarios, la metáfora parece pertenecer,
en primer lugar, a la categoría de los «tropos», es decir, de las figuras del discurso. 2)
Mientras que el relato engloba entre sus variedades un subgénero tan considerable
como la historia, que puede pretender ser una ciencia o describir, al menos, aconte-
cimientos reales del pasado, la metáfora parece caracterizar únicamente a la poesía
lírica, cuyas pretensiones descriptivas resultan muy débiles, por no decir nulas.
La investigación y el descubrimiento de los problemas comunes a ambos cam-
pos, a pesar de sus diferencias evidentes, van a conducirnos hacia el horizonte filo-
sófico más amplio de la última parte de este ensayo.
Dividiré mis observaciones en dos grupos, en fiínción de las dos objeciones que
acabo de esbozar. El primero se refiere a la estructura o, mejor dicho, al «sentido»
inmanente a los propios enunciados, ya sean narrativos o metafóricos. El segundo
afecta a la «referencia» extralingüística de estos enunciados y, por ello mismo, a la
pretensión de verdad de unos y otros.
1) Situémonos primero en el nivel del «sentido».
a) El vínculo más elemental entre el «género» narrativo y el «tropo» metafórico,
en el plano del sentido, está constituido por su pertenencia común al discurso, es
decir, a unos usos del lenguaje de igual o mayor dimensión que la frase.

484
Me parece que uno de los primeros logros de la investigación contemporánea de
la metáfora es, en efecto, haber desplazado el ámbito del análisis de la esfera de la
palabra a la de lafrase.Según las definiciones de la retórica clásica, que proceden de
la Poética de Aristóteles, la metáfora es la transferencia del nombre usual de una cosa
a otra en virtud de su semejanza. Para entender la operación que genera esta exten-
sión, hay que salir del marco de la palabra, elevarse al plano de la frase y hablar de
enunciado metafórico y no de metáfora-palabra. Parece, entonces, que la metáfora es
una acción que se lleva a cabo sobre el lenguaje, consistente en atribuir a unos suje-
tos lógicos unos predicados incompatibles con los primeros. Esto quiere decir que,
más que una denominación que se desvía de la norma, la metáfora es una predica-
ción arbitraria, una atribución que destruye la consistencia o, como se ha dicho, la
pertinencia semántica de la frase, del modo que determinan los significados usuales,
es decir, lexicalizados, de los términos en juego. Si consideramos como hipótesis,
pues, que la metáfora es, en primer lugar y principalmente, una atribución imperti-
nente, comprendemos el motivo de la distorsión que sufren las palabras en el enun-
ciado metafórico. Dicha distorsión es «el efecto de sentido» requerido para preservar
la pertinencia semántica de la frase. Hay metáfora, entonces, porque percibimos, a
través de la nueva pertinencia semántica - y de algún modo por debajo de ella-, la
resistencia de las palabras en su uso habitual y, por consiguiente, también su incom-
patibilidad en el nivel de la interpretación literal de la frase. Esta oposición entre la
nueva pertinencia metafórica y la impertinencia literal caracteriza a los enunciados
metafóricos entre todos los usos del lenguaje en el nivel de la frase.
b) Este análisis de la metáfora en términos de frase y no de palabra o, más exac-
tamente, en términos de predicación arbitraria y no de denominación que se desvía
de la norma, abre la vía para una comparación entre la teoría del relato y la teoría de
la metáfora. Ambas tienen que ver, en efecto, con los fenómenos de innovación
semántica. Bien es cierto que el relato se sitúa, fácilmente, en el nivel del discurso,
entendido como una secuencia de frases, mientras que la operación metafórica sólo
requiere, estrictamente hablando, el fiincionamiento básico de la frase, a saber, la
predicación. Pero realmente, en su uso, las frases metafóricas requieren el contexto
de un poema entero que entreteja las metáforas. En este sentido, podría decirse, con
un crítico literario, que cada metáfora es un poema en miniatura. El paralelismo
entre relato y metáfora se restablece, de este modo, no sólo en el nivel del discurso-
frase, sino también en el del discurso-secuencia.
En el marco de este paralelismo es donde puede apreciarse en toda su amplitud
el fenómeno de la innovación semántica. Este fenómeno constituye el problema más
fundamental que tienen en común la metáfora y el relato en el plano del sentido. En
ambos casos, lo nuevo —lo no dicho todavía, lo inédito— surge en el lenguaje: en un
caso, la metáfora viva, es decir, una nueva pertinencia en la predicación, en el otro,
una trama ficticia, es decir, una nueva congruencia en la elaboración de la trama.
Pero, por ambas partes, la creatividad humana se deja distinguir y delimitar en unos
perfiles que la hacen accesible al análisis. La metáfora viva y la elaboración de la
trama son como dos ventanas abiertas al enigma de la creatividad.
c) Si nos preguntamos ahora por los motivos de este privilegio de la metáfora y
de la elaboración de la trama, habremos de dirigirnos al fiincionamiento de la ima-
ginación creadora y del esquematismo, que constituye su matriz inteligible. En ambos

485
casos, en efecto, la innovación se realiza en el medio lingüístico y pone de manifies-
to en qué puede consistir una imaginación que crea sometiéndose a reglas. Esta pro-
ducción regulada se expresa, en la construcción de tramas, mediante un tránsito
incesante entre la invención de tramas singulares y la constitución por sedimentación
de una tipología narrativa. En la producción de nuevas tramas singulares, se genera
una dialéctica entre la conformidad y la desviación respecto a las normas que son
inherentes a toda tipología narrativa.
Ahora bien, esta dialéctica es paralela al nacimiento de una nueva pertinencia
semántica en las metáforas nuevas. Aristóteles decía que «hacer buenas metáforas es
percibir lo semejante» (Poética, l459a 4-8). Ahora bien, ¿qué es percibir lo semejan-
te? Si la instauración de una nueva pertinencia semántica conlleva que el enunciado
«tenga sentido» como un todo, la semejanza consiste en la aproximación creada entre
unos términos que, estando primero «alejados», aparecen repentinamente como
«próximos». La semejanza consiste, pues, en un cambio de distancia en el espacio
lógico. No es otra cosa que este surgimiento de una nueva afinidad genérica entre
ideas heterogéneas.
Aquí es donde entra en juego la imaginación creadora, como esquematización
de esta operación sintética de aproximación. La imaginación es esta competencia,
esta capacidad de producir nuevas especies lógicas por asimilación predicativa y para
producirlas a pesar de y gracias a la diferencia inicial entre términos que se resisten a
ser asimilados.
Ahora bien, la trama nos ha revelado también algo comparable a esta asimila-
ción predicativa: también se nos ha presentado como un «tomar conjuntamente»,
que integra acontecimientos en una historia, y que compone, conjuntamente, facto-
res tan heterogéneos como las circunstancias, los personajes con sus proyectos y moti-
vos, interacciones que implican cooperación u hostilidad, ayuda o impedimento y,
por último, casualidades. Toda trama es esta forma de síntesis de lo heterogéneo.
d) Si ponemos ahora el acento en el carácter inteligible vinculado a la innova-
ción semántica, surge un nuevo paralelismo entre el ámbito del relato y el de la metá-
fora. Hemos insistido antes en el modo tan peculiar de comprensión puesto en juego
por la actividad de seguir una historia y hemos hablado, en ese caso, de intelección
narrativa. Hemos defendido la tesis de que la explicación histórica mediante leyes,
causas regulares, funciones y estructuras se incorpora a esta comprensión narrativa.
De este modo, hemos podido decir que explicar más es comprender mejor. Hemos
defendido la misma tesis a propósito de las explicaciones estructurales de los relatos
de ficción: la aclaración de los códigos narrativos subyacentes al cuento popular, por
ejemplo, se nos ha presentado, así, como un trabajo de racionalización de segundo
grado aplicado a la comprensión de primer grado que tenemos de la gramática de
superficie de los relatos.
Esta misma relación entre comprensión y explicación se observa en el dominio
poético. El acto de comprensión que correspondería en este ámbito a la capacidad de
seguir una historia consiste en volver a captar el dinamismo semántico en virtud del
cual, en un enunciado metafórico, una nueva pertinencia semántica surge de las rui-
nas de la impertinencia semántica que aparece en una lectura literal de la frase. Com-
prender es, pues, hacer o rehacer la operación discursiva que comporta la innovación
semántica. Ahora bien, a esta comprensión mediante la cual el autor o el lector

486
«hacer» la metáfora, se superpone una explicación erudita que toma un punto de
partida completamente distinto al dinamismo de la frase y rechaza la irreductibilidad
de las unidades discursivas con respecto a los signos que pertenecen al sistema de la
lengua. Al plantear como un principio la homología estructural de todos los niveles
lingüísticos, del fonema al texto, la explicación de la metáfora se inscribe en una
semiótica general que considera el signo como unidad de medida. Mi tesis, en este
punto, como en el caso de la función narrativa, es que la explicación no tiene un
carácter primario sino secundario respecto a la comprensión. La explicación, enten-
dida como una combinatoria de signos y, por consiguiente, como una semiótica, se
construye en base a una comprensión de primer grado que descansa en el discurso
como acto indivisible y capaz de innovación. Así como las estructuras narrativas
extraídas mediante la explicación presuponen la comprensión del acto de estructu-
ración que construye la trama, las estructuras extraídas mediante la semiótica estruc-
tural se construyen en base a la estructuración del discurso, cuyo dinamismo y poder
de innovación pone de manifiesto la metáfora.
En la tercera parte de este ensayo, diremos de qué modo contribuye al desarro-
llo contemporáneo de la hermenéutica esta doble aproximación de la relación entre
explicar y comprender. Antes explicaremos cómo la teoría de la metáfora coopera
con la del relato en la aclaración del problema de la referencia.
2) En la discusión precedente, nuestro único objetivo era el «sentido» del enun-
ciado metafórico, es decir, la estructura predicativa interna de su «referencia», es
decir, de su pretensión de alcanzar lo real extralingüístico y, consiguientemente, de
su pretensión de decir la verdad.
Ahora bien, el estudio de la fiínción narrativa nos puso, primeramente, frente al
problema de la referencia poética con motivo de la relación entre mythos y mimesis
en la Poética de Aristóteles. La ficción narrativa, como hemos dicho, «imita» la acción
humana en la medida en que contribuye a remodelar esas estructuras y esas dimen-
siones según la configuración imaginaria de la trama. La ficción tiene esa capacidad
de «rehacer» la realidad y, de modo más preciso en el marco de la ficción narrativa,
la realidad práxica, en la medida en que el texto tiende a abrir intencionadamente el
horizonte de una realidad nueva, a la que hemos podido llamar mundo. Este mundo
del texto interviene en el mundo de la acción para configurarlo o, me atrevería a
decir, para transfigurarlo.
El estudio de la metáfora nos permitió profundizar más adelante en el meca-
nismo de esta operación de transfiguración y extenderla al conjunto de las produc-
ciones imaginativas que designamos con el término general de ficción. La metáfora
permite percibir la conjunción entre los dos momentos constitutivos de la referen-
cia poética.
El primero de estos momentos es el más fácil de identificar. El lenguaje cumple
una fiínción poética siempre que desplaza la atención de la referencia hacia el men-
saje mismo. En el vocabulario de Román Jakobson, la función poética acentúa el
mensaje for its own sake a expensas de la fijnción referencial que, por el contrario,
predomina en el lenguaje descriptivo. Podría decirse que un movimiento centrípeto
del lenguaje hacia sí mismo sustituye al movimiento centrífugo de la función refe-
rencia!. El lenguaje se celebra a sí mismo en el juego del sonido y del sentido. El pri-
mer momento constitutivo de la referencia poética es, pues, esta suspensión de la

487
relación directa del discurso con lo real, constituido y descrito ya con los recursos del
lenguaje ordinario o del lenguaje científico.
Pero la suspensión de la función referencia! implicada por la acentuación del
mensaje for its own sake sólo es el reverso, o la condición negativa, de una función
referencia! de! discurso más oculta, que se libera de algún modo mediante la sus-
pensión del valor descriptivo de los enunciados. De esta manera, el discurso poético
aporta al lenguaje aspectos, cualidades y valores de la realidad que no tienen acceso
al lenguaje directamente descriptivo y que sólo pueden decirse gracias al juego com-
plejo del enunciado metafórico y de la transgresión regulada de los significados usua-
les de nuestras palabras.
Esta capacidad de redescripción metafórica de la realidad es completamente
paralela a la función mimética que antes hemos asignado a la ficción narrativa. Esta
se ejerce preferentemente en el campo de la acción y de sus valores temporales, mien-
tras que la redescripción metafórica rige, más bien, en el de los valores sensoriales,
estéticos, axiológicos y relativos a! páthos que hacen que el mundo resulte habitable.
Las implicaciones filosóficas de esta teoría de la referencia indirecta son tan con-
siderables como las de la dialéctica entre explicar y comprender. Vamos a incorpo-
rarlas de inmediato al campo de la hermenéutica filosófica. Digamos, de modo pro-
visional, que la función de transfiguración de lo real que reconocemos en la ficción
poética implica que dejemos de identificar realidad y realidad empírica o, lo que
viene a ser lo mismo, que dejemos de identificar experiencia y experiencia empírica.
El lenguaje poético debe su prestigio a su capacidad de llevar al lenguaje aspectos de
lo que Husserl llamaba Lebenswelt y Heidegger In-der-Welt-Sein. Por ello, exige
incluso que reconsideremos también nuestro concepto convencional de verdad, es
decir, que dejemos de limitarla a la coherencia lógica y a la verificación empírica, de
modo que tengamos en cuenta la pretensión de verdad vinculada a la acción transfi-
guradora de la ficción. No es posible seguir hablando de lo real y de la verdad -y sin
duda alguna tampoco sobre el ser— sin haber intentado hacer explícitos previamente
los supuestos filosóficos de toda la empresa.

II. UNA FILOSOFÍA HERMENÉUTICA

Quisiera tratar de responder ahora a dos preguntas que los análisis anteriores no
habrán dejado de plantear a los lectores formados en una tradición filosófica distin-
ta a la mía. ¿Cuáles son los supuestos de la tradición filosófica a la que reconozco per-
tenecer.'' ¿Cómo se inscriben los análisis anteriores en esa tradición?
I) Por lo que respecta a la primera pregunta, me gustaría caracterizar la tradi-
ción filosófica a la que pertenezco mediante tres rasgos: está en la línea de una filo-
sofía reflexiva:, se encuentra en la esfera de influencia de la fenomenología:, pretende
ser una variante hermenéutica de dicha fenomenología.
Por filosofía reflexiva entiendo, en líneas generales, el modo de pensamiento
procedente del Cogito cartesiano, a través de Kant y de la filosofía postkantiana fran-
cesa, poco conocida en el extranjero y cuyo pensador más destacado ha sido para mí
Jean Nabert. Los problemas filosóficos que una filosofía reflexiva considera más
importantes se refieren a la posibilidad de la comprensión de uno mismo como sujeto

488
de las operaciones cognoscitivas, volitivas, estimativas, etc. La reflexión es el acto de
retorno a uno mismo mediante el que un sujeto vuelve a captar, en la claridad inte-
lectual y la responsabilidad moral, el principio unificador de las operaciones en las que
se dispersa y se olvida como sujeto. «El yo pienso —dice Kant— ha de poder acompañar
todas mis representaciones.» En esta fórmula se reconocen todas las filosofías reflexi-
vas. Pero, ¿cómo se conoce o se reconoce a sí mismo el yo piensói En este punto, la
fenomenología —y más aún la hermenéutica- representa, a la vez, una realización y
una transformación radical del propio programa de lafilosofi'areflexiva. En efecto, se
vincula a la idea de reflexión el deseo de una transparencia absoluta, de una coinci-
dencia perfecta de uno consigo mismo, que haría de la conciencia de sí un saber indu-
dable y, por este motivo, más fundamental que todos los saberes positivos. Esta rei-
vindicación fiíndamental es la que la fenomenología, en primer lugar, y después la
hermenéutica no cesan de situar en un horizonte cada vez más alejado, a medida que
la filosofía ha logrado las herramientas conceptuales capaces de satisfacerla.
Por ejemplo, Husserl, en sus textos teóricos más influidos por un idealismo que
recuerda el de Fichte, concibe la fenomenología, no sólo como un método de des-
cripción esencial de las articulaciones fiíndamentales de la experiencia (perceptiva,
imaginativa, intelectiva, volitiva, axiológica, etc.), sino como una autofimdamenta-
ción radical en la más completa claridad intelectual. Ve entonces en la reducción —o
epoché- aplicada a la actitud natural la conquista de un ámbito de sentido donde
toda pregunta relativa a las cosas en sí queda excluida al ponerse entre paréntesis.
Este ámbito de sentido, liberado, así, de toda cuestión fáctica, constituye el campo
privilegiado de la experiencia fenomenológica, el lugar por excelencia de la intuitivi-
dad. Volviendo a Descartes, más allá de Kant, sostiene que toda aprehensión de una
trascendencia es dudosa, pero que la inmanencia del yo es indudable. Debido a esta
afirmación, la fenomenología sigue siendo una filosofía reflexiva.
Y, sin embargo, la fenomenología, en su ejercicio efectivo y no en la teorización
que aplica a sí misma y a sus pretensiones últimas, señala ya el alejamiento más que
la realización del sueño de dicha fundamentación radical basada en la transparencia
del sujeto con respecto a sí mismo. El gran descubrimiento de la fenomenología,
sometida al requisito de la reducción fenomenológica, sigue siendo la intencionali-
dad, es decir, en su sentido menos técnico, la primacía de la conciencia de algo sobre
la conciencia de sí. Pero esta definición de la intencionalidad es aún trivial. En su
sentido riguroso, la intencionalidad significa que el acto de hacer referencia a algo
sólo se logra a través de la unidad identificable y reidentificable del sentido referido
-lo que Husserl llama el «noema» o correlato intencional de la referencia «noética»-.
Además, sobre este noema se deposita en estratos superpuestos el resultado de las
actividades sintéticas que Husserl denomina «constitución» (constitución de la cosa,
constitución del espacio, constitución del tiempo, etc.). Ahora bien, la tarea concre-
ta de la fenomenología —especialmente en los estudios dedicados a la constitución de
la «cosa»— pone de manifiesto, de modo regresivo, estratos cada vez más fundamen-
tales donde las síntesis activas remiten continuamente a síntesis pasivas cada vez más
radicales. La fenomenología queda, así, atrapada en un movimiento infinito de «inte-
rrogación hacia atrás» en el que se desvanece su proyecto de autofiíndamentación
radical. Incluso los últimos trabajos dedicados al mundo de la vida designan con este
término un horizonte de inmediatez que nunca se alcanza. La Lebenswelt no se da

489
nunca y siempre se presupone. Es el paraíso perdido de la fenomenología. En este
sentido, la fenomenología ha subvertido su propia idea directriz al intentar realizar-
la. Aquí reside la grandeza trágica de la obra de Husserl.
Teniendo en cuenta este resultado paradójico, cabe comprender cómo la her-
menéutica pudo incorporarse a la fenomenología y mantener respecto a ella la misma
relación doble que mantiene la fenomenología con su ideal cartesiano y fichteano.
Los antecedentes de la hermenéutica parecen, primeramente, convertirla en algo
ajeno a la tradición reflexiva y al proyecto fenomenológico. La hermenéutica, en
efecto, nace —o más bien resurge— en tiempos de Schleiermacher de la fusión entre
la exégesis bíblica, la filología clásica y la jurisprudencia. Esta fusión entre varias dis-
ciplinas pudo producirse merced a un giro copernicano que dio primacía a la pre-
gunta ¿qué es comprender? sobre la pregunta por el sentido de tal o cual texto o de tal
o cual tipo de textos (sagrados o profanos, poéticos o jurídicos). Esta investigación
sobre el Verstehen acabaría desembocando, un siglo más tarde, en el problema feno-
menológico por excelencia, a saber, en la investigación sobre el sentido intencional
de los actos noéticos. Bien es cierto que la hermenéutica continuaba teniendo preo-
cupaciones diferentes a las de la fenomenología concreta. Mientras que ésta plan-
teaba preferentemente el problema del sentido en el plano cognitivo y perceptivo, la
hermenéutica lo planteaba, desde Dilthey, en el plano de la historia y de las ciencias
humanas. Sin embargo, en ambos casos, se trataba del mismo problema fundamen-
tal: el de la relación entre el sentido y el si mismo, entre la inteligibilidad del primero
y la reflexividad del segundo.
El famoso círculo hermenéutico entre el sentido «objetivo» de un texto y su
comprensión previa por parte de un lector singular se presentaba entonces como un
caso particular de la conexión que Husserl llamaba, por otro lado, correlación noé-
tico-noemática.
El arraigo fenomenológico de la hermenéutica no se limita a esta afinidad muy
general entre la comprensión de los textos y la relación intencional de una concien-
cia con un sentido que tiene delante. El tema de la Lebenstuelt, al que la fenomeno-
logía se enfrenta a su pesar, es asumido por la hermenéutica postheideggeriana, no
ya como un residuo, sino como una condición previa. Dado que, primeramente,
estamos en un mundo y pertenecemos a él con una pertenencia participativa irrecu-
sable, podemos, en segundo lugar, enfrentarnos a los objetos que pretendemos cons-
tituir y dominar intelectualmente. El Verstehen, para Heidegger, tiene un significado
ontológico. Es la respuesta de un ser arrojado al mundo que se orienta en él proyec-
tando sus posibilidades más propias. La interpretación, en el sentido técnico de
interpretación de los textos, sólo es el desarrollo, la explicitación, de este compren-
der ontológico, siempre solidario de un previo ser arrojado. De este modo, la rela-
ción sujeto-objeto, de la que sigue dependiendo Husserl, se subordina a la constata-
ción de un vínculo ontológico más primitivo que cualquier relación cognoscitiva.
Esta subversión de la fenomenología llevada a cabo por la hermenéutica apela a
otra: la conocida «reducción», mediante la que Husserl escinde el «sentido» del fondo
existencial donde la conciencia natural se encuentra primeramente inmersa, ya no
puede ser un gesto filosófico primario. En adelante adquiere un significado episte-
mológico derivado: es un gesto secundario, consistente en el distanciamiento -y, en
este sentido, en el olvido del arraigo primario del comprender— que requieren todas

490
las operaciones objetivadoras características tanto del conocimiento vulgar como del
conocimiento científico. Pero este distanciamiento presupone la pertenencia partici-
pativa mediante la cual estamos en el mundo antes de ser sujetos que se sitúan fren-
te a objetos para juzgarlos y someterlos a su dominio intelectual y técnico. De este
modo, la hermenéutica heideggeriana y postheideggeriana, aunque sea la heredera
evidente de la fenomenología husserliana, es, en última instancia, su inversión, en la
medida en que es su realización.
Las consecuencias filosóficas de esta inversión son considerables. No se perciben
si nos limitamos a subrayar la finitud que convierte en algo caduco el ideal de trans-
parencia respecto a sí mismo de un sujeto fiandamental. La idea de finitud, en sí
misma, sigue siendo banal, incluso trivial. En el mejor de los casos, sólo expresa en
términos negativos la renuncia de la reflexión a toda hybris, a toda pretensión del suje-
to de fundarmentarse en sí mismo. El descubrimiento de la precedencia del ser-en-el-
mundo respecto a todo proyecto de fundamentación y a todo intento de justificación
última, recupera toda su fiíerza cuando extraemos de él las consecuencias positivas que
tiene para la epistemología de la nueva ontología de la comprensión. Al extraer estas
consecuencias epistemológicas, llevaré mi respuesta de la primera pregunta planteada
al inicio de la tercera parte de este ensayo a la segunda. Resumo esta consecuencia
epistemológica en la siguiente fórmula: no hay comprensión de sí que no esté media-
tizada por signos, símbolos y textos; la comprensión de sí coincide, en última instan-
cia, con la interpretación aplicada a estos términos mediadores. Al pasar de una a otra,
la hermenéutica se libera progresivamente del idealismo con el que Husserl había
intentado identificar la fenomenología. Sigamos, pues, las fases de esta emancipación.
Mediación a través de los signos: con ello se afirma la condición originariamen-
te lingüística de toda experiencia humana. La percepción se dice, el deseo se dice.
Hegel lo había demostrado ya en la Fenomenología del espíritu. Freud dedujo de ello
otra consecuencia, a saber, que no hay experiencia emocional, por oculta, disimula-
da o retorcida que sea, que no pueda ser expuesta a la luz del lenguaje para que reve-
le su sentido propio, favoreciendo el acceso del deseo a la esfera del lenguaje. El psi-
coanálisis, como talkcure, no se basa en otra hipótesis que en esta proximidad entre
el deseo y la palabra. Y como la palabra se entiende antes de ser pronunciada, el
camino más corto entre mí y yo mismo es la palabra del otro, que me hace recorrer
el espacio abierto de los signos.
Mediación a través de los símbolos: por este término entiendo las expresiones
con doble sentido que las culturas tradicionales han incorporado a la denominación
de los «elementos» del cosmos (fiaego, agua, viento, tierra, etc.), de sus «dimensio-
nes» (altura y profiíndidad, etc.) o de sus «aspectos» (luz y tinieblas, etc.). Estas
expresiones con doble sentido se escalonan en símbolos universales, en los que son
propios de una cultura y, por último, en los que han sido creados por un pensador
particular, incluso por una obra singular. En este último caso, el símbolo se confiín-
de con la metáfora viva. Pero, a la inversa, no hay quizás creación simbólica que no
esté arraigada, en última instancia, en el acervo simbólico común a toda la humani-
dad. Hace tiempo, yo mismo esbocé una Simbólica del mal, basada enteramente en
este papel mediador de ciertas expresiones con doble sentido, como la mancha, la
caída, la desviación, en la reflexión sobre la voluntad malvada. En esa época, había
reducido incluso la hermenéutica a la interpretación de los símbolos, es decir, a la

491
explicitación del segundo sentido —a menudo escondido— de estas expresiones con
doble sentido.
Esta definición de la hermenéutica como interpretación simbólica me parece hoy
en día demasiado estrecha, por dos razones que nos conducirán de la mediación a tra-
vés del símbolo a la mediación a través de los textos. En primer lugar, no parece que
im simbolismo tradicional o privado desarrolle sus recursos de multivocidad soXdsncn-
te en contextos apropiados y, por consiguiente, en el nivel de un texto completo, por
ejemplo, un poema. Además, el mismo simbolismo da lugar a interpretaciones riva-
les, incluso polarmente opuestas, dependiendo de que la interpretación pretenda
reducir el simbolismo a su base literal, a sus fuentes inconscientes o a sus motivacio-
nes sociales, o ampliarlo en virtud de su potencialidad máxima de tener sentidos múl-
tiples. En un caso, la hermenéutica pretende desmitificar el simbolismo, desenmasca-
rando las fiíerzas no declaradas que se ocultan en él. En el otro, la hermenéutica
pretende recoger el sentido más rico, el más elevado, el más espiritual. Ahora bien, este
conflicto de interpretaciones se produce, igualmente, en el nivel de un texto.
De todo ello resulta que la hermenéutica no puede definirse simplemente como
la interpretación de símbolos. Sin embargo, debemos mantener esta definición como
una etapa entre el reconocimiento generalísimo del carácter lingüístico de la expe-
riencia y la definición más técnica de la hermenéutica como interpretación textual.
Además, contribuye a disipar la ilusión de una conciencia intuitiva de uno mismo,
al imponer a la comprensión de sí el gran rodeo a través del acervo de símbolos
transmitidos por las culturas en cuyo seno hemos accedido, al mismo tiempo, a la
existencia y a la palabra.
Por último, mediación a través de los textos. A primera vista, esta mediación
parece más limitada que la mediación a través de los signos y a través de los símbo-
los, que pueden ser simplemente orales e incluso no verbales. La mediación a través
de los textos parece reducir la esfera de la interpretación a la escritura y a la literatu-
ra en detrimento de las culturas orales. Esto es cierto. Pero lo que la definición pier-
de en extensión, lo gana en intensidad. La escritura, en efecto, otorga recursos origi-
nales al discurso, tal como lo hemos definido en las primeras páginas de este ensayo.
En primer lugar, identificándolo con la frase (alguien dice algo sobre algo a alguien),
después, caracterizándolo mediante la composición de series de frases en forma de
relato, de poema o de ensayo. Gracias a la escritura, el discurso adquiere una triple
autonomía semántica: respecto a la intención del locutor, a la recepción del audito-
rio primitivo y a las circunstancias económicas, sociales y culturales de su produc-
ción. En este sentido, lo escrito se aleja de los límites del diálogo cara a cara y se con-
vierte en la condición del devenir-texto del discurso. Corresponde a la hermenéutica
explorar las implicaciones que tiene este devenir-texto para la tarea interpretativa.
La consecuencia es que se pone definitivamente punto y final al ideal cartesia-
no, fichteano y, en cierta medida, también husserliano de la transparencia del sujeto
respecto a sí mismo. El rodeo a través de los signos y de los símbolos se amplía y alte-
ra a la vez, en virtud de esta mediación a través de los textos que se alejan de la con-
dición intersubjetiva del diálogo. La intención del autor ya no se da inmediatamen-
te, como pretende darse la del locutor al hablar sincera y directamente. Ha de ser
reconstruida a la vez que el significado del propio texto, como el nombre propio que
se da al estilo singular de la obra. Por consiguiente, no se trata ya de definir la her-

492
menéutica mediante la coincidencia entre el talento del lector y el talento del autor.
La intención del autor, ausente de su texto, se ha convertido en sí misma en un pro-
blema hermenéutico. En cuanto a la otra subjetividad, la del lector, es tanto el fruto
de la lectura y el don del texto como la portadora de las expectativas con las que ese
lector aborda y recibe el texto. Por consiguiente, no se trata tampoco de definir la
hermenéutica mediante la primacía de la subjetividad del que lee sobre el texto y, por
tanto, mediante una estética de la recepción. No serviría de nada sustituir una «inten-
tionalfallacy» por una «-affectivefallacy». Comprenderse es comprenderse ante el texto
y recibir de él las condiciones de un sí mismo distinto al yo que se pone a leer. Nin-
guna de las dos subjetividades, ni la del autor ni la del lector, tiene, pues, prioridad
en el sentido de una presencia originaria de uno ante sí mismo.
Una vez liberada de la primacía de la subjetividad, ¿cuál puede ser la primera
tarea de la hermenéutica.' A mi juicio, buscar en el propio texto, por una parte, la
dinámica interna que preside la estructuración de la obra; por otra, la capacidad de
la obra para proyectarse fuera de sí misma y dar lugar a un mundo, que sería cierta-
mente la «cosa» del texto. Dinámica interna y proyección externa constituyen lo que
llamo la labor del texto. La tarea de la hermenéutica consiste en reconstruir esta
doble labor del texto.
Podemos ver el camino recorrido desde el primer supuesto, el de la filosofía
como reflexión, a lo largo del segundo, el de la filosofía como fenomenología, hasta
el tercero, el de la mediación a través de los signos, después a través de los símbolos
y, por último, a través de los textos.
Una filosofía hermenéutica es una filosofía que asume todas las exigencias de
este largo rodeo y que renuncia al sueño de una mediación total, al final de la cual
la reflexión equivaldría, de nuevo, a la intuición intelectual en la autotransparencia
de un sujeto absoluto.
2) Puedo ahora tratar de responder a la segunda pregunta que antes planteaba.
Si éstos son los supuestos característicos de la tradición a la que pertenecen mis tra-
bajos, ¿cuál es, a mi juicio, su lugar en el desarrollo de esta tradición?
Para responder a esta pregunta, me basta con aplicar la última definición que
acabo de dar de la tarea de la hermenéutica a las conclusiones a las que llegábamos
al final de la segunda parte.
La tarea de la hermenéutica, como acabamos de decir, es doble: reconstruir la
dinámica interna del texto y restituir la capacidad de la obra para proyectarse al exte-
rior mediante la representación de un mundo habitable.
Creo que a la primera tarea corresponden todos los análisis orientados a articu-
lar entre sí comprensión y explicación, en el plano de lo que he llamado el «sentido»
de la obra. Tanto en mis análisis del relato como en los de la metáfora, lucho en dos
frentes: por una parte, rechazo el irracionalismo de la comprensión inmediata, con-
cebida como una extensión al terreno de los textos de la intropatía mediante la cual
un sujeto se introduce en una conciencia extraña en la situación del cara a cara ínti-
mo. Esta extensión indebida alimenta la ilusión romántica de un vínculo inmediato
de congenialidad entre las dos subjetividades implicadas por la obra, la del autor y la
del lector. Pero rechazo con idéntica fuerza un racionalismo de la explicación que
extendería al texto el análisis estructural de los sistemas de signos característicos no
del discurso, sino de la lengua. Esta extensión igualmente indebida da lugar a la ilu-

493
sión positiva de una objetividad textual cerrada en sí misma e independiente de la
subjetividad del autor o del lector. A estas dos actitudes unilaterales, he opuesto la
dialéctica de la comprensión y de la explicación. Entiendo por «comprensión» la
capacidad de continuar en uno mismo la labor de estructuración del texto, y por
«explicación», la operación de segundo grado que se halla inserta en esta compren-
sión y que consiste en la actualización de los códigos subyacentes a esta labor de
estructuración que el lector acompaña. Este combate en dos frentes, contra una
reducción de la comprensión a la intropatía y una reducción de la explicación a una
combinatoria abstracta, me lleva a definir la interpretación mediante esta misma dia-
léctica de la comprensión y de la explicación en el plano del «sentido» inmanente al
texto. Este modo específico de responder a la primera tarea de la hermenéutica tiene
la gran ventaja, a mi juicio, de preservar el diálogo entre la filosofía y las ciencias
humanas; diálogo que rompen, cada uno a su manera, los dos modos contrarios de
la comprensión y de la explicación que rechazo. Ésta sería mi primera contribución
a la filosofía hermenéutica de la que procedo.
En las líneas precedentes, me he ocupado de situar mis análisis del «sentido» de
los enunciados metafóricos y del «sentido» de las tramas narrativas en el último plano
de la teoría del Verstehen, limitada a su uso epistemológico, en la tradición de Dil-
they y de Max Weber. La distinción entre «sentido» y «referencia», aplicada a estos
enunciados y a estas tramas, me permite atenerme, provisionalmente, a este logro de
la filosofía hermenéutica que no me parece, en modo alguno, que haya quedado abo-
lido por el desarrollo ulterior de esta filosofía con Heidegger y Gadamer, en el sen-
tido de una subordinación de la teoría epistemológica a la teoría ontológica del Ver-
stehen. No quiero olvidar la fase epistemológica, cuya apuesta sigue siendo el diálogo
de la filosofía con las ciencias humanas, ni descuidar este desplazamiento de la pro-
blemática hermenéutica, que desde ahora pone el acento en el ser-en-el-mundo y en
la pertenencia participativa que precede a toda relación de un sujeto con el objeto
que tiene delante.
En este último plano de la nueva ontología hermenéutica, me gustaría situar mis
análisis sobre la «referencia» de los enunciados metafóricos y de las tramas narrativas.
Confieso muy gustosamente que estos análisis presuponen continuamente la convic-
ción de que el discurso no es nunca for its own sake, para su propia gloria, sino que
quiere, en todos sus usos, llevar al lenguaje una experiencia, un modo de vivir y de
estar-en-el-mundo que le precede y pide ser dicho. Esta convicción de la preceden-
cia de un ser que pide ser dicho respecto a nuestro decir explica mi obstinación por
descubrir, en los usos poéticos del lenguaje, el modo referencial apropiado a estos
usos, a través del cual el discurso continúa tratando de decir el ser, incluso cuando
parece haberse retirado en sí mismo, para celebrarse a sí mismo. Este empeño por
romper la clausura del lenguaje en sí mismo lo heredé de Sein und Zeit de Heideg-
ger y de Wahrheit und Method de Gadamer. Aunque me atrevo a pensar que la des-
cripción que propongo de la referencia de los enunciados metafóricos y de los enun-
ciados narrativos añade a ese empeño ontológico la precisión analítica que le falta.
Por una parte, en efecto, me ocupo en dar un alcance ontológico a la pretensión
referencial de los enunciados metafóricos por influencia de lo que acabo de llamar el
empeño ontológico de la teoría del lenguaje: de este modo, me atrevo a decir que ver
algo como... es poner de manifiesto el ser-como de la cosa. Pongo el «como» en posi-

494
ción de exponente del verbo ser y hago del «ser-como» el referente último del enun-
ciado metafórico. Esta tesis tiene indiscutiblemente el sello de la ontología posthei-
deggeriana. Pero, por otra parte, la constatación del ser-como... no podría, a mi juicio,
separarse de un estudio detallado de los modos referenciales del discurso y requiere un
tratamiento propiamente analítico de la referencia indirecta, en base al concepto de
«j/)/zV referencei> que he recibido de Román Jakobson. Mi tesis sobre la mimesis de la
obra narrativa y mi distinción de los tres estadios de la mimesis —prefiguración, confi-
guración y transfiguración del mundo de la acción por el poema— expresan el mismo
deseo de añadir la precisión del análisis a la atestación ontológica.
Este interés que acabo de expresar se une a mi otra preocupación, mencionada
anteriormente, de no oponer comprender y explicar en el plano de la dinámica
inmanente de los enunciados poéticos. Tomadas conjuntamente, estas dos inquietu-
des muestran mi deseo de que, al trabajar por el progreso de la filosofía hermenéuti-
ca, haya contribuido, por poco que sea, a suscitar un interés por esta filosofía entre
los filósofos analíticos.

Traducción: Gabriel Aranzueque

495
Procedencia de los textos

RiCCEUR, E: «Sobre un autorretrato de Rembrandt» («Sur un autoportrait de


Rembrandt»), en La revue de gérontologie, n.° 61, enero 1987. Recogido posterior-
mente en Lectures 3- At4Xfrontiéresde la philosophie, París, Seuil, 1994, pp. 13-15.

RiCCEUR, E: «Fenomenología y hermenéutica» («Phénoménologie et herméneu-


tique»), en Man and World, La Haya, Martinus NijhofF, 1974, vol. 7, n.° 3, agosto
1974. Recogido posteriormente en Du texte a l'action. Essais d'herméneutique II,
París, Seuil, 1986, pp. 39-73.

RiCCEUR, R: «Estructura y hermenéutica» («Structure et herméneutique»).


Publicado por primera vez en 1963 bajo el título «Symbolique et temporalité», en
Archivio di Filosofía (Ermeneutica e tradizione). Actas del Coloquio internacional de
Roma, vol. 33, n.° 1-2, pp. 5-31. El artículo sería recogido posteriormente en el
número monográfico que la revista £s/)rzí dedicó a la obra de Claude Lévi-Strauss en
noviembre de aquel mismo año {«La pensée sauvage» et le structuralisme, vol. 31,
n.° 11, pp. 596-627. Seis años más tarde, Ricosur incorporaría dicho texto a su obra
Le conflit des interprétations (París, Seuil, 1969, pp. 31-63). La presente traducción,
centrada en el ensayo de Esprit, que ha vuelto a ser editado en Lectures 2 (París, Seuil,
1992, pp. 351-384), no recoge las leves modificaciones que Ricoeur llevó a cabo en
el texto con motivo de su edición definitiva en 1969.

RiCCEUR, P.: «Poder,fi-agilidady responsabilidad». Discurso de investidura como


doctor «honoris causa» por la Universidad Complutense de Madrid (27 de enero de
1993). El título dado al ensayo es nuestro. En torno a este mismo tema, Paul Ricoeur
ha publicado posteriormente «Le concept de responsabilité. Essai d'analyse sémanti-
que», en Esprit, n.° 11, noviembre 1994, pp. 28-48, y «Fragilité et responsabilité»,
en Van Tongeren, P. et al. (eds.), Eras and Eris, Dordrecht/Boston/Londres, Kluwer
Academic Publishers, 1992, pp. 295-304.

RiCCEUR, P: «Retórica, poética y hermenéutica» («Rhétorique, poétique, her-


méneutique»), en Meyer, M. (ed.). De la métaphysique a la rhétorique. Essais a la

497
mémoire de Chaim Perelman, Bruselas, Université de Bruxelles, 1986, pp. 143-155.
Reeditado en Lectures 2. La contrée des philosophes, París, Seuil, 1992, pp. 479-494.

RiCCEUR, R: «Hermenéutica y semiótica» («Herméneutique et sémiotique»), en


CPED. Bulletin du Centre Protestant d'Etudes et de Documentation, n° 255, noviem-
bre 1980, pp. I-XIII. Conferencia de Ricceur en el encuentro Herméneutique et
sémiotique (París, 4 de junio de 1980).

POGGELER, O . : «El conflicto de las interpretaciones» («Auf Hegel verzichten?


Konflikt der Interpretationen»), en Hegel Studien, vol. 23, 1988-1989, pp. 245-264.
«Laudarlo» en honor de Paul Ricceur con motivo de la concesión del «Hegel-Preis»
en Stuttgart (14 de junio de 1985).

ALTHUSSER, L.: «Ensayo y propósito. Sobre la objetividad de la historia (Carta a


Paul Ricceur)» («Essais et propos. Sur l'objectivité de l'histoire (Lettre a Paul
Ricceur»)), en Revue de l'enseignementphilosophique, vol. 5, n.° 4, abril-mayo 1955,
pp. 3-15.

GADAMER, H . G.: «La hermenéutica de la sospecha» («The Hermeneutics of


Suspicion»), en Man andWorld, n.° 17, 1984, pp. 313-324. Reeditado en Mohanty,
J. N. (ed.), Phenomenology and the Human Sciences, Dordrecht, M. Nijhoff, 1985,
pp. 73-83.

LYOTARD, J. E : «El umbral de la historia» («Le seuil de l'histoire»), en Digraphe,


n° 33, 1984, pp. 7-56; n.° 34, 1984, pp. 36-74.

DERRIDA, J.: «La retirada de la metáfora» («Le retrait de la métaphore»), en


Poésie, n.° 7, 1978, pp. 103-123. El artículo, con algunas modificaciones, sería
publicado posteriormente en Psyché. Inventions de l'autre (París, Galilée, 1987).
Existe traducción castellana de esta segunda versión en Derrida, ]., La desconstrucción
en lasfronterasde lafilosofía,Barcelona, Paidós, 1993, 2* ed., pp. 35-75.

GREISCH, J.: «Hacia una hermenéutica del sí mismo» («Vers une herméneutique
du soi»), en Petme de métaphysique et demórale, n.° 3, 1993, pp. AM-All. Reeditado
posteriormente en Aeschliman J. C. (ed.)., Ethique et responsabilité. Paul Ricceur,
Boudry-Neuchátel, La Baconniére, 1994, pp. 155-173.

KEMP, R: «Ética y narratividad» («Éthique et narrativité»), en Aquinas, vol. 29,


n«'2, 1986, pp. 211-232.

TILLIETTE, X.: «Reflexión y símbolo» («Reflexión et symbole»), en Archives de


philosophie, vol. 37, n.° 3-4, julio-diciembre 1961, pp. 574-588.

SlNI, C : «La fenomenología y el problema de la interpretación» («La fenome-


nología e il problema dell'interpretazione»), en Aquinas, vol. 26, n.° 3, 1983, pp.
519-529.

498
LÉVI-STRAUSS, C : «Respuestas a algunas preguntas» («Réponses á quelques
questions»), en Esprit, vol. 31, n° 11, noviembre 1963.

FOUCAULT, M., RiCCEUR, R, HYPPOLITE, J. y OTROS: «Filosofía y verdad»


(«Philosophie et vérité»), en Dossierspédagogiques de la radio-télévision scolaire, 27 de
marzo de 1965, pp. 1-11. Reeditado en Foucault, M., Dits et écrits (1954-1988),
París, Gallimard, 1994, vol. I, pp. 448-464.

MONGIN, O.: «Prólogo. Frente al escepticismo» («Introduction. Face au scepti-


cisme»), en Paul Ricoeur, París, Seuil, 1994, pp. 17-29.

RiCCEUR, R: «Epílogo. Narratividad, fenomenología y hermenéutica» («Narrativité,


phénoménologie et herméneutique»), en Jacob, A. (ed.), L'Encyclopédie philosophique,
París, P.U.F., 1987. Publicado anteriormente bajo el título «De l'interprétation», en
RiccEur, P., Du texte á. l'action, París, Seuil, 1986, pp. 11-35. Versión parcial de un ar-
tículo publicado en Montefiore, A. (ed.), Philosophy in France Today, Cambridge,
Cambridge University Press, 1983.

499
Autores

MARCELINO AGÍS VILLAVERDE. Profesor del Departamento de Filosofía y


Antropología Social de la Universidad de Santiago de Compostela y profesor-tutor
de la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Ha publicado diversos traba-
jos sobre el pensamiento de Paul Ricceur y de Mircea Eliade, entre los que destacan
Mircea Eliade: unafilosofíade lo sagrado (1991), El discursofilosófico:análisis desde la
obra de Paul Rica^ur (1993) y Del símbolo a la metáfora. Introducción a lafilosofíaher-
menéutica de Paul Ricceur (1995).

LOUIS ALTHUSSER. Ex-profesor de L'École Nórmale Supérieureát París. Entre sus


escritos sobre los distintos avatares del pensamiento marxista cabe mencionar
Montesquieu, le politique et l'histoire (1959), Manifiestes philosophiques de Feuerhach
(1960), Pour Marx (1966), Lire «Le Capital» (1965-1968), Lenin et la philosophie
(1969), Philosophie et philosophie spontanée des savants (1974), Éléments d'autocritique
(1974), Positions (1964-1975), L'avenir dure longtemps (1992).

GABRIEL ARANZUEQUE. Becario del Programa de Formación de Personal


Investigador de la Comunidad de Madrid en el Departamento de Filosofía de la
Universidad Autónoma. Primer Premio Nacional de Terminación de Estudios de
Filosofía y Ciencias de la Educación. Además de editar y asumir la coordinación del
presente volumen, ha publicado distintos ensayos sobre Mannheim, Wittgenstein,
Foucault o Ricceur. Actualmente, trabaja sobre la relación entre hermenéutica, esté-
tica y filosofía práctica.

JACQUES DERRIDA. Profesor de L'École des Hautes Études en Sciences Sociales de


París. Entre sus libros nos permitimos citar: L'écriture et la différence (1967), La voix
et le phénomene (1967), De la grammatologie (1971), La dissémination (1972),
Positions (1972), Marges - de la philosophie (1972), La filosofia como institución
(1984), Schibboleth (1986), Parages (1986), Feu la cendre (1987), Ulyssegramophone
(1987), Psyché {19^7), Mémoires -pour Paul de Man (1988), L'archéologie dufrivole
(1990), Du droitá la philosophie (1990), Lautre cap (1991), Donner le temps (1991),
Passions (1993), Khora (1993).

501
MlCHEL FOUCAULT. Ex-catedrático de Historia de los Sistemas de Pensamiento
en el College de Frunce. Entre sus numerosísimos trabajos, podemos citar: Histoire de
la folie a l'áge classique (1961), Maladie mentale et psychologie (1962), Naissance de la
clinique (1963), Raymond Roussel (1963), Les mots et les chases (1966), L'archéologie
du savoir (1969), L'ordre du discours (1971), Surveiller et punir (1975), Histoire de la
sexualité (1976-1984).

ÁNGEL GABILONDO. Profesor de Metafísica y de Pensamiento Francés


Contemporáneo en la Universidad Autónoma de Madrid. A partir de una lectura
abierta de Hegel, ha publicado diversos trabajos sobre el problema del lenguaje y de
la historia, y la experiencia de sus límites en el pensamiento de Dilthey y Foucault:
Dilthey: vida, expresión e historia (1988), El discurso en acción. Foucault y una ontolo-
gia delpresente (1990). Coautor de Paul Ricceur: los caminos de la interpretación (1991).
Ha introducido y co-editado Estética y hermenéutica de Hans-Georg Gadamer y De
lenguaje y literatura de Michel Foucault.

HANS-GEORG GADAMER. Profesor de la Ruprecht Karl Universitat Heidelberg


desde 1949. Entre sus textos traducidos al castellano cabe mencionar: Hegel y la dia-
léctica (1980), La dialéctica de la autoconciencia en Hegel {1980), La razón en la época
de la ciencia (1981), Verdady método (1984), La herencia de Europa (1990), La actua-
lidad de lo bello (1991), Verdad y método 7/(1992), El problema de la conciencia histó-
rica (1993), Elo^o de la teoría (1993), Poema y diálogo (1993), El inicio de la filosofía
occidental {1995), El estado oculto de la salud{\996). Estética y hermenéutica (1996).

JEAN GREISCH. Decano de la Facultad de Filosofía del Instituto católico de París


e investigador del área de hermenéutica y fenomenología del Centre National de la
Recherche Scientifique. Entre sus numerosas publicaciones pueden destacarse:
Herméneutique etgrammatologie (1977), L'Age herméneutique de la raison (1985), La
parole heureuse ou Martin Heidegger entre les choses et les mots (1986). Ha coordinado
la edición de Paul Ricaeur — Les métamorphoses de la raison herméneutique (1991),
Paul Ricaeur — L'herméneutique ci Pecóle de la phénoménologie (1995).

PETER KEMR Profesor de filosofía en la Universidad de Copenhague. Ha publi-


cado, entre otros ensayos, Théorie de l'engagement (1973), Technologies et sociétés
(1980), Éthique et médecine (1987), The Narrative Path. The Later Works of Paul
Ricoeur {\989), Das Unersetzliche. Fine Technologieethik (1992).

CLAUDE LÉVI-STRAUSS. Catedrático de Antropología en el College de Trance


desde 1959. Su incansable labor investigadora ha dado numerosos frutos, entre los
que citamos: La vie fitmiliale et sociale des indiens Nambikwara (1948), Les structures
élémentaires de la párente (1949), Tristes trapiques (1955), Anthropologie structurale
(1958), Le Totémisme aujourd'hui (1962), La pensée sauvage (1962), Mythologiques
(1964-1971), Anthropologie structurale deux (1973), La Voie des masques (1975),
L'identité (1977), Myth and Meaning {1978), Le regard éloigné (1983), Paroles doñees
{1984), Lapotiére jalouse (1985).

502
ENRIQUE LÓPEZ CASTELLÓN. Catedrático de Ética y Director del Departamento
de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid. Aparte de su reconocida espe-
cialización en la ética contemporánea, es un excelente estudioso y traductor de
Platón, Nietzsche y Baudelaire. Entre sus obras podemos citar Psicología científica y
¿tica actual (1972), El relativismo ético (1980), Ética de las sensaciones — ética de las
virtudes (1982). Ha traducido asimismo a Madison, G. Br. (ed.). Sentido y existencia.
Homenaje a Paul Ricwur (1976).

jEAN-pRANgoiS LYOTARD. Profesor de Filosofía en la Universidad de París VIII.


Miembro fundador del Collége International de Philosophie. De sus ensayos citamos
Discours,figure(1971), Economie libidinale (1974), Instructionespai'ennes (1977), La
condition postmoderne {\979), Le différend (1983), Les immatériaux (1985), Lepos-
modeme expliqué aux enfants (1986), L'enthousiasme. La critique kantienne de l'histoi-
re (1986), La guerre des Algériens. Ecrits 1956-1963 (1989), Peregrinations, Law,
Form, Event (1988), prácticamente todos ellos traducidos al castellano.

MANUEL MACEIRAS. Decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad


Complutense de Madrid. Autor, entre otros muchos ensayos, de Introducción al per-
sonalismo actual (197 5), ¿Qué esfilosofia?El hombre y su mundo (1985), Schopenhauer
y Kierkegaard: sentimiento y pasión (1985), La hermenéutica contemporánea (1990),
Lafilosofia como reflexión hoy (1995).

OLIVIER MONGIN. Profesor del Centre Sévres, Director de la revista Esprit y


Secretario general del Sindicato de la Prensa periódica cultural y científica de
Francia. Entre sus ensayos citamos los siguientes: La peur du vide. Essais sur les pas-
sions démocratiques (1991), Le nouveau paysage intellectuel franqais (1976-1993)
(1994), Paul Ricceur (1994).

JUAN MANUEL NAVARRO CORDÓN. Se doctoró en Filosofía en la Universidad


Complutense de Madrid, donde actualmente es Catedrático de Filosofía (Metafísica).
En sus investigaciones y publicaciones ha dedicado especial atención al pensamien-
to moderno y contemporáneo (Descartes, Kant, Hegel y Heidegger), siendo un des-
tacado conocedor de la filosofía hermenéutica. Autor de Textosfilosóficos.Antología
(1982), Historia de lafilosofia (1983), Heidegger o el final de lafilosofia (1993).
Coautor de Paul Ricceur: los caminos de la interpretación (1991).

JORGE PÉREZ DE TUDELA. Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense


y actual Profesor Titular de Teoría del Conocimiento en la Universidad Autónoma
de Madrid. Ha publicado Identidad, forma y diferencia en la obra de Juan Duns Scoto
(1981), El problema del Continuo (1981), El pragmatismo americano: acción racional
y reconstrucción del sentido (1988), así como diversos artículos sobre Heidegger,
Spinoza, Leibniz o Derrida.

OTTO POGGELER. Profesor defilosofíade la Ruhr-Universitdt Bochum y Director


del Hegel-Archiv. Consumado especialista en el pensamiento de Hegel y Heidegger:

503
Der Denkweg Martin Heideggers (1963), Heidegger: Perspektiven zur Deutung seines
Werkes (1969), Philosophie und Politik bei Heidegger (1972), Hegels Idee einer
Phanomenologie des Geistes(l973), Einfiihrungin seinePhilosophie(1977), Heide^er
und diepraktische Philosophie (1988).

GARLO SINI. Profesor de la cátedra de Filosofía teórica de la Universidad de


Milán y Director de la revista de filosofía y cultura L'uomo, un segno. Autor de
Introduzione alia fenomenología como scienza (1965), La fenomenologia (1965),
Whitehead e la fiínzione della filosofia (1966), II pragmatismo americano (1972),
Semiótica e filosofia (1978), Passare il segno (1981), Semiótica, cosmología, técnica
(1981), Kinesis (1982), Immagini di verith (1985).

XAVIER TlLLlETTE. Profesor de la Universidad Gregoriana de Roma desde 1972.


Ha publicado, entre otros ensayos, Karl Jaspers (1960), Philosophes contemporains
(1962), fules Lequier (1964), Merleau-Ponty (1970), Schelling (1970), Attualita di
Schelling (1974), Schelling im Spiegel seiner Zeitgenossen (1974-1981), Textes esthéti-
ques (1978), L'absolu et la philosophie. Essais sur Schelling {1987), La mythologie com-
prise{l984).

GlANNI VATTIMO. Gatedrático de Filosofía Teorética de la Universidad de Turín


y Director, desde 1985, de la Rivista di Estética. Autor, entre otros muchos textos
dedicados al pensamiento alemán de los siglos XIX y XX, de Essere, storia e linguag-
gio in Heidegger {\9G5), IIproblema estético (1966), Poesia e ontologia (1967), Ipotesi
su Nietzsche (1967), Schleiermacherfilosofo dell'interpretazione (1968), Introduzione a
Heidegger (1971), // soggetto e la maschera (1974), Le avventure della differenza
(1980), Al di la del soggetto (1981), La fine della modemitci (1985), La societh traspa-
rente (1989), Etica dell'interpretazione (1989), Oltre l'interpretazione (1994), Credere
di credere (1996).

504
Entre sus publicaciones pueden desta-
carse Karl Jaspers et la philosophie de
l'existence (1947), GabrielMarcel et Karí
Jaspers (1947), Historie et venté (1955),
Philosophie de la volante (1950-1960),
De l'interprétation (1965), Le conflit des
interprétations (1969), La métaphore vive
(1975), Interpretation Theory. Discourse
and the Surplus ofMeaning (1976), Temps
et récit (1983-1985), Du texte a l'action
(1986), A l'école de la phénoménologie
(1986), Lectures on Ideology and Utopia
(1986), Soi-méme comme un autre (1990),
Lectures 1 (1991), Lectures 2 (1992),
Lectures 3 (1994), Reflexión faite (1995),
Le juste (1995), La critique et la convic-
tion (1995).

Cuaderno Gris

1. Alfonso MORALEJA (ed.)


Gradan hoy

2. Gabriel ARANZUEQUE (ed.)


Horizontes del relato
Lecturas y conversaciones con Paul
Ricceur

En Portada:
En el despacho de Chálenay-Malabry con la lechuza
de Minerva.
© Alain Pinoges / CIRIC
«El relato es una síntesis de lo heterogéneo. Pero no hay concordia sin
discordancia. En este sentido, la tragedia es ejemplar. No existe tragedia sin
peripecias, sin golpes de suerte, acontecimientos aterradores y lamentables o
una falta inmensa, fruto del desconocimiento y de la indiferencia antes que
de la maldad. De manera que si la concordancia prima sobre la discordancia,
lo que conforma un relato es la lucha entre la concordia y la discordia.
Apliquemos a nosotros mismos este análisis de la concordancia discordante
del relato y la discordancia concordante del tiempo. Nuestra vida, abarcada
con una sola mirada, se nos presenta como el campo de una actividad cons-
tructiva. No dejamos de reinterpretar la identidad narrativa que nos constim-
ye a la luz de los relatos que nos propone nuestra cultura. En este sentido, la
compresión de nosotros mismos presenta los mismos rasgos de tradicionali-
dad que la compresión de una obra literaria. Así es como aprendemos a ser
el narrador de nuestra propia historia sin convertimos totalmente en el autor
de nuestra vida.»

Con la colaboración de:

¡¡[ZJESBSSSS^ Universidad Autónoma de Madrid

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