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Nínive, ciudad grande

Me llamo Alí, hijo de Alí y nieto de Alí, descendiente directo del gran rey
Hammurabi, al que, claro está, nunca tuve el placer de conocer personalmente.
Pero no importa, a fuerza de ver estampas de él, me aprendí de memoria cada
uno de sus rasgos y expresiones.
Lo cierto es que no nos parecemos mucho, aunque ya se sabe que uno no
puede fiarse de las fotos. Mamá dice que en las fotos ella siempre aparenta
mucha más edad de la que realmente tiene. Yo la veo igual, pero ella insiste en
que al menos cinco años le caen de golpe. Creo que nunca entenderé esa
manía que tienen las mujeres con la edad: «que si ahora me quito años, que si
ahora me los pongo…»; y total para nada, como si a alguien le importase
realmente.
Ya he dicho que me llamo Alí, pero no que tengo catorce años y que
nací en Oriente Medio, entre el Tigris y el Eúfrates. Esto lo digo no para que
crean que soy uno de esos que se aprenden todos los ríos y cordilleras de
memoria, sino porque es importante que sepan donde vivo. No da igual el
lugar; en mi caso, no da igual.
Tampoco da igual que diga que mi familia es musulmana, chií y que nuestra
casa ha pertenecido durante décadas a la familia de mi madre, también
musulmana, también chií.
Babilonia: ¿alguno de ustedes ha oído hablar de los jardines
colgantes de Babilonia?, pues justo en frente vivo yo, o al menos eso creo.
¿Qué si no podrían ser esos arbustos que cuelgan de la cima de las montañas,
como las barbas de un almuecín o las trenzas de una hurí que nos observa
desde lo alto?
Mi abuelo me contó que esas montañas fueron las primeras en existir, es decir,
antes de que aparecieran los animales, el hombre, nuestra casa, antes incluso
que el rey Hammurabi, estaban ellas.

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Conocen todas las vidas e historias de los alrededores, son sabias y
silenciosas, como una biblioteca pétrea, pero en vez de libros guardan piedras,
árboles y flores. El abuelo Alí decía que acudiese a ellas si alguna vez dudaba,
o simplemente no encontraba la respuesta adecuada. Pero lo que no me dijo
es cómo debía hablar con ellas. Estoy seguro de que no entienden mi idioma.
No conozco a nadie que las haya oído hablar árabe.
A veces voy a las montañas cuando me encuentro triste o no entiendo lo que
ocurre a mi alrededor, y lo cierto es que siempre me reconforta estar allí.
Aunque no entienda las palabras exactas que me susurran las montañas, sí
logro captar su sentido, y acabo riendo, persiguiendo a algún animalillo salvaje
o rodando ladera abajo. Bueno, esto último lo hago muy de vez en cuando; no
me compensa un ratito de felicidad con la reprimenda de mamá cuando
regreso a casa. Créanme, los gritos de mamá no duran precisamente un
«ratito». ¡Qué mujer!, no conozco a nadie que tenga la voz más aguda que
ella: cuanto más grita, menos se la oye. A veces no puedo contener la risa ,y
eso la enfurece aún más. Lo normal, sin embargo, es que acabemos
riéndonos los dos.
No esta mal eso de ser hijo único. Una vez estuve a punto de tener un
hermanito, pero algo pasó. Por aquel entonces yo solo tenía seis años y nadie
quiso explicármelo. Todos estaban muy serios y mamá no paraba de llorar. Ya
con siete años llegué a la conclusión de que mi hermanito se arrepintió, que en
el último momento decidió que no quería nacer, que eso de ir al colegio,
lavarse los dientes después de cada comida, hacer los deberes, ayudar a los
mayores y demás, era demasiado. Seguro que se encontraba mucho mejor
allá donde estaba y simplemente le dio pereza.
Lo que más me molesta es pensar que no quisiera conocerme, que no tuviese
ni una pizca de curiosidad por su hermano Alí, el veloz. Podría haber sido un
buen hermano mayor: divertido, generoso, le habría enseñado todo aquello
que yo tuve que aprender solito y sobre todo, lo habría defendido si alguien se

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ponía pesado. Bueno, no se vayan a creer que soy un musculitos, por ahora no
soy más que un peso pluma, pero rápido; las piernas son mi tesoro más
preciado, por eso, cuando me mandaron correr, corrí, corrí, corrí y no paré
hasta que estuve en las montañas, y hubiera seguido corriendo , pero… ya
nadie corría a mi lado.
Mis amigos Abdul y Salah son la prueba de que habría sido un buen hermano.
Cuando estamos juntos las horas vuelan y nada importa. Quiero decir que todo
desaparece de repente, solo estamos los tres en un mundo sin adultos, sin
ruidos, sin temblores.
De todas formas, tal vez lo de mi hermano no esté tan claro como yo supongo.
Ese día llegó la última carta de papá. ¿Qué decía la carta? puede que algo que
enojase hasta tal punto al pequeño, que decidió cambiar de familia y así, sin
pensarlo dos veces, eligió otro hermano, otros padres, otra casa.
— Papá volverá cuando todo esto acabe.
— ¿Y si no acaba nunca?
— No digas tonterías, todo tiene un fin, el infierno no puede durar
eternamente.
— ¿Y qué es el infierno?
— Duerme y calla que vas a despertarlo.
— ¿A quién?
— Al silencio.
No me parezco al rey Hammurabi, pero mi padre sí, y todos los hombres
de mi familia y todos los chiíes en general. Porque ya les he dicho que soy
musulmán y que soy chií.
Mi ciudad tiene muchos nombres, casi tantos como bazares y
callejuelas sin salida. Depende del que la evoque, de sus impresiones y
recuerdos: «la ciudad de las dos primaveras», «el paraíso», «la perla del
Norte» y «Nínive», la mítica ciudad del rey Nemrod.

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Este último nombre es el que más me gusta; me imagino que vivo en los
tiempos del buen califa, que me paseo por los laberínticos salones donde
danzan bellas y doradas bailarinas al ritmo de una música que viene de más
allá, de los jardines, y que se filtra tras una celosía que solo deja pasar finos
hilos de luz estrellada.
Mosul, mi ciudad, está rodeada por los montes Taurus. Ustedes ya los
conocen, allí están mis montañas, las bibliotecas pétreas, ¿recuerdan? Hacia
ellas me dirigí cuando me mandaron correr y corrí, corrí, corrí y no paré hasta
que estuve en ellas, y hubiera seguido corriendo, pero… ya nadie corría a mi
lado.
Mi amigo Salah es el más pequeño de los tres, solo tiene ocho años,
pero es fuerte y valiente. Dice que desciende directamente del famoso
Saladino, y de ahí le vienen su fortaleza y su valentía: un legado de uno de los
príncipes más carismáticos de la historia.
Aunque reconozco que no está mal como tatarabuelo, me quedo con el rey
Hammurabi.
Mamá siempre dice que trate bien a Salah, que el pobrecito no tiene país, que
cómo me sentiría yo si no pudiese decir que soy iraquí y que la tierra donde
vivo ha pertenecido durante décadas a mi familia, y que yo, algún día, y mis
hijos y los hijos de mis hijos en un futuro aún más lejano, heredaremos esta
casa con ventanas abiertas a las montañas y fragancias del bosque de los
cedros.
Bonita tierra llena de túneles y de surcos horadados durante la noche, a la
sombra de la tiniebla, cuando los párpados acallan el grito y las horas acunan
al miedo. Tierra de mis abuelos, tierra de mis padres, tierra que algún día será
mía. Tierra prometida de sangre negra, desvanécete en mis fantasías,
despiértame de este mal sueño.
Está claro que mamá no conoce a Salah tan bien como yo. Salah, de la tribu
de los medos, el de la cabellera dorada y mirar torvo. Según él no hay alimaña

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que se le resista ni montaña que no pertenezca a Kurdistán: tierra fértil y
dadora que palpita bajo disfraces extranjeros, pero que sabe que algún día
volverá a sus hijos legítimos, que mientras tanto esperan agazapados en las
cuevas.
Salah se complace en repetirnos que hace muchos años, aunque no tantos,
Irak era una pequeñísima parte del gran Kurdistán, y los kurdos como él vivían
entretenidos en aprender el arte de la lucha y cortejar a las bellas kurdas de
tez nívea y cuerpos gráciles. Pero un día llegamos nosotros, los «Alí Babás» y
con nuestras artimañas les arrebatamos sus hogares, sus tesoros —y lo peor
de todo— sus hermosas mujeres.
También nos dice cosas aún más indignantes; a mí, por ejemplo, me llama: Alí,
el químico.
Antes, Abdul y yo nos enfadábamos; pero ahora no, ya estamos
acostumbrados a las historias de Salah y no se las tenemos en cuenta.
Después de todo, como dice mi madre, el pobrecito no tiene país.
¿Conocen a Alí, el químico? Supongo que allí, donde ustedes viven, no llegan
noticias de todo lo que aquí ocurre.
Pero no les voy a contar nada de él, no vayan a hacerse una idea equivocada
de nosotros. Solo les diré que ni soy como él ni conozco a ningún Alí que se le
parezca.
Allí donde ustedes viven, tampoco entenderán por qué Abdul y yo
somos diferentes. Los dos hemos nacido en Mosul, nuestros padres son
iraquíes y oramos juntos en la mezquita.
Aunque iguales, somos distintos. Mi familia desciende de Alí, el que se casó
con Fátima, la hermana del gran Mahoma. Abdul por el contrario, desciende de
un tal Muawiya, cuyo origen es incierto.
Ya les he dicho que soy chií, pero lo que no les había dicho es que mi amigo
Abdul es suní, y esa es nuestra gran diferencia.

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Antes de que esto de la guerra empezara íbamos los tres al mismo
colegio; después solo Salah y yo, y ahora ninguno de los dos: ya no hay
colegio.
Lo cierto es que me gustaba ir a clase; era divertido eso de aprender nuevas
cosas cada día y pensar que tal vez, de mayor, pudiese llegar a ser profesor,
médico o incluso tener mi propia empresa. Mamá dice que cuando acabe todo
esto podré seguir estudiando, pero… ¿y si no acaba nunca?
Puede que cuando termine la guerra yo ya sea demasiado mayor para ir al
colegio. ¿Qué haré entonces? Lo más seguro es que me vaya con Salah a las
montañas y nos convirtamos en guerrilleros. Creo que para eso no hace falta
haber ido a la escuela.
Una vez en el colegio vimos una película norteamericana. Sí, de Estados
Unidos, como esas banderas que ondean en lo alto de los tanques. Sí,
tanques, como esos bajo los que se doblan nuestras aceras. Sí, aceras, como
esas vacías que tiemblan ante la amenaza de una nueva explosión. Sí, una
explosión, como esas que ensordecen los oídos y espantan a las bandadas de
pájaros. Ya no hay pájaros en Mosul; todos se esconden detrás de las
montañas.
La película era sobre niños norteamericanos de nuestra edad, pero tan
diferentes…
No estoy hablando de la diferencia que existe entre Abdul y yo, sino de algo
mucho más evidente, de algo que nos separa irremediablemente.
Uno de ellos, de los niños norteamericanos, preguntaba a su profesora si las
bombas mataban por olor o por susto, y todos sus compañeros rompían a reír
ante su duda. En mi clase, sin embargo, nadie rió, nadie entendió qué tenía de
gracioso ese niño de ojos de huevo y cara de torta. Los niños en Estados
Unidos, y perdonen si ofendo a alguien, no deben de ser muy listos. No
conozco a ningún niño iraquí que no pudiese contestar a esa pregunta.

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Cuando estalló una de esas bombas cerca de mi colegio, la profesora nos
ordenó que permaneciésemos en el aula, pero demasiado tarde: Salah y yo ya
corríamos siguiendo los rastros del humo y el olor a chamusquina.
Una mujer me agarró con fuerza y me tapó los ojos. Sus manos eran como
garras que quisieran arrancármelos de cuajo para evitar que pudiese ver lo que
sucedía. Estaba tan nerviosa que no controlaba el temblor de sus manos y,
entre temblor y temblor, la escena se presentó ante mí en intermitencias.
Yo podría contestar al niño de la película de qué matan las bombas: de susto
Las nubes de Mosul son blancas, con formas fantásticas que pueblan el
cielo de animales de algodón.
— ¡Mira, allí va el caballo de Saladino!
— ¡Y ahí, justo rozando el minarete azul, hay una oveja! Parece de
azúcar.
—No, de azúcar no: de espuma, como la que usa el barbero.
— ¿Tú que sabes, si todavía no tienes ni un triste pelo en esa cara
de bebé?
—Eso es mentira. ¡Mira! —decía Abdul mientras señalaba en su
desierta barbilla una finísima hebra temerosa ante la vastedad del rostro—.
Además, he ido muchas veces con mi padre a la barbería que está junto a la
mezquita roja.
El padre de Abdul se pasa el día en los cafés de la calle de Al-Hadba fumando
su larga y estrecha pipa de agua.
De su boca salen espirales de humo que ascienden hacia el cielo, para
reunirse con el caballo de Saladino y las ovejas de espuma.
Antes, el padre de Abdul tenía un buen trabajo, era banquero y no regresaba a
casa hasta ya entrada la noche. Pero el banco ya no reluce como antes; su
suelo se ha resquebrajado en piezas irregulares que forman un puzzle
gigantesco y tras el mostrador solo atiende un desafiante empleado, dispuesto
a ladrar al primer inoportuno. El director del banco se esconde en su despacho,

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donde bajo ningún pretexto –a no ser que se trate de un asunto de vital
importancia— debe ser molestado.
—Lo sentimos, pero no nos lo podemos permitir. Ya sabes como es
esto. Recortes en todos los sentidos.
―Pero… llevo casi diez años trabajando en el banco. ¿Qué voy a
hacer ahora?
—Nos hacemos cargo, pero entiéndelo. Tú mejor que nadie tienes
que entenderlo. No hay dinero para más. La economía se hunde y
todos nos hundimos con ella. Cuando esto acabe volverás a tener tu
trabajo. Solo hay que esperar.
El padre de Abdul intentó descubrir a la otra persona que se ocultaba tras el
«nosotros».
― ¿Podría al menos hablar con el director, aunque solo sea para
despedirme?
―Vamos, vamos. No hagamos de esto un asunto de vida y muerte.
Dejemos las cosas como están, que ya son suficientemente
difíciles.
«Esa manía de hablar de “nosotros”, cuando en realidad yo no tengo nada que
ver con ese empleadillo de pacotilla », pensó el padre de Abdul mientras se
dirigía calle abajo, hacia el café de la calle Al-Hadba, a fumar su pipa de agua.
Una semana después, mi amigo Abdul ya no me dirigía la palabra. Me dijo que
no teníamos nada que ver, que éramos diferentes. Supongo que se refería a la
diferencia que ya les explique antes: que yo soy chií y él es suní, y, claro está,
que el pobre Salah ni siquiera tiene país.
Dos meses después, Abdul y su familia abandonaban Mosul. Mi madre no se
cansó de repetir que parecían forajidos. Marcharse de esa manera, así, sin
despedirse de nadie, sin testigos, aprovechando la noche.

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La noche en que Abdul y su familia abandonaron Mosul, una luna redonda
como una galleta se remojaba en la lactosidad del mar. Tal vez incluso algún
pececito se entretenía dando mordisquillos al agua.
Y es que la playa de Mosul no es como las demás. Estoy convencido
de que ninguno de ustedes ha visto nunca nada parecido. Es una playa
traviesa, inquieta, que juega a desorientar, a escabullirse del que la busca. Una
gigantesca duna gira de este a oeste y de norte a sur según la dirección del
viento. Su manto se disuelve en cientos de partículas que bailan con el aire a
pasos helicoidales: el vals del desierto lo llaman algunos.
Cuando era pequeño pensaba que bajo la duna dormitaba un animal enorme
que cambiaba de lugar para protegerse del viento desértico. Podía pasarme
horas enteras al acecho del preciso instante en que aquel dinosaurio
extendiera sus patas y se desplazara pesadamente por la arena de la playa.
Pero nunca pude verlo. El abuelo decía que era inútil permanecer allí en medio
como un pasmarote. Muchos niños lo habían intentado antes que yo, pero el
animal, más listo que todos nosotros juntos, nos espiaba de reojo a través de
una finísima fisura en la duna y no estaba dispuesto a mover ni un solo grano
de arena para contentarnos.
Me pregunto si el abuelo creía realmente todas las historias fantásticas que me
contaba. Claro que eran otros tiempos, y puede que a él sí que le tocara vivir
rodeado de dunas-dinosaurios, montañas parlantes y genios de los ríos.
Mi tiempo es otro: el de la guerra. Mamá dice que por eso los niños de Mosul
somos tan traviesos e inquietos. No encontramos la paz ni en el sueño.
Nuestra ciudad es una ciudad insomne de niños centinela.
Mamá no fue siempre así. Hubo un tiempo en el que cantaba a todas horas y
la casa olía a galletas de cardamomo y deliciosas baklavas hojaldradas en
agua de azahar. Creo incluso que en los meses de primavera preparaba
medias lunas de higos y pistachos que el abuelo vendía estupendamente en el
zoco. Los pasteles de mamá eran un antídoto contra el aburrimiento y la

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desgana. La risa surgía a borbotones con cada mordisco. Claro que en las
féminas surtía un efecto aún más beneficioso. Ninguna mujer podía resistirse
al encantamiento de un alfajor nevado. Conforme el diente traspasaba una a
una las capas de hojaldre, que se disolvían suaves y perfumadas al contacto
con la saliva, el corazón de la doncella iba liberándose de las cinchas que lo
oprimían. Los besos más apasionados y largos de la historia de Mosul saben,
sin duda alguna, a los pasteles de mamá. Pero ocurrió, como siempre ocurre,
que algunas vecinas envidiosas y malhabladas, comenzaron a rumorear que
mamá utilizaba plantas mágicas en la cocción de los almíbares, y por eso las
incautas doncellas sucumbían a los poderes mágicos de la poción. Ya se
habían dado casos similares, el abuelo me contó la historia de una tal Isolda
que vivía en el norte de Bagdad y que suministraba filtros amorosos a los
hombres.
Ante tanta ingratitud, mamá decidió apagar sus fogones. El único poder de sus
pasteles procedía del mucho amor con el que ella los preparaba, así que juró
y perjuró que no volvería a preparar pastelitos a no ser que alguien se lo
pidiese de hinojos, y por una razón más que contundente.
Pero de eso ya hace muchos años. Papá todavía no se había cruzado en su
vida y yo vivía en aquel lugar del que nadie se acuerda.
Pensé que si bien no había olvidado su juramento, sí que consideraría esta
situación lo suficientemente importante como para dignarse a encender su
cocina. No obstante, me puso de rodillas para darle mayor premura a mi
petición
― Mamá, ¿por qué no vuelves a hacer tus pasteles? Seguro que nos los
quitarían de las manos. La gente tiene ganas de reír
― La gente ya no sabe reír ―respondió mamá con esa mirada suya tan
cansada que no se correspondía con los movimientos vigorosos de su
cuerpo joven.

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― Pero tal vez tus baklavas les hagan recordar cómo se ríe. Dime que sí
mamá…Por lo menos podemos intentarlo. Haces una docena de ellos,
como antes, así con mucho amor, y yo los vendo en el zoco ―mientras
hablaba la agarraba de la manga de su chilaba azul. Tan entusiasmado
estaba por la brillante idea, que no era consciente de los tirones que
acompañaban a cada una de mis palabras ―. Anda dime que sí, que lo
vas a intentar.
―Ahy, no me atosigues ―dijo mamá zafándose de mí―. Bastante tengo
yo con lo que tengo como para empezar ahora con la bobada de los
pastelitos. Además, ¿con qué crees que van a comprar los pasteles?
¿Con piedras? Si ni siquiera tienen dinero para un puñado de arroz. No,
hijo, no. ¿Y las almendra, los dátiles, los huevos? Dime, ¿de dónde voy a
sacar todos los ingredientes que necesito para preparar los alfajores?
¿Del cielo, acaso? ¿Has visto tú alguna vez caer comida del cielo? ¿Y el
amor? ¿De dónde voy a sacar yo amor?…si ya no me queda.
Todos mis planes frustrados. ¿Para qué me servía a mí una mamá sin amor?
Sentí que me había ofendido en lo más profundo de mi ser. De alguna manera
me había revelado algo que no debía, como cuando hablamos en sueños sin
darnos cuenta de la presencia que nos observa desde la vigilia. En ese
momento la odiaba por su descuido, por haberme mostrado algo casi
indecente, un pensamiento desnudo que me había golpeado violentamente.
¿Por qué no había corrido con mayor celo los velos de su pensamiento?
Mamá me observaba e intentaba adivinar mis reflexiones. Después de todo, sí
que era un poco maga.
―Bueno, no seas tonto. Sólo me queda amor para ti ―dijo mientras me
atraía hacia sí y me acariciaba la cabeza como intentando espantar uno a
uno las vencejos ciegos que revoloteaban por mi cabeza―. Lo que pasa
es que no lo quiero compartir con nadie más. Te prometo que cuando todo

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esto acabe, te haré todos los pasteles que quieras. Los comerás de dos
en dos hasta que te duela la barriga.
―Pero, ¿y si no acaba nunca? ―dije mientras echaba a volar el último
vencejo.
― Otra vez con lo mismo. Pero como tengo que decirte que nada dura
eternamente, que todo tiene un fin. Anda, vete a jugar y no me
interrumpas más, que todavía me queda mucha labor por hacer.
Se había acabado su paciencia. Ya no me otorgaba ni un segundo más de su
tiempo. Siempre estaba trabajando, jamás supe con certeza qué es lo que
hacía, pero el caso es que nunca paraba.
Mi estupendo plan, una vez más, hacía aguas ante la artillería pesada de
mamá.
Era una pena, una verdadera pena. Había compuesto incluso una cancioncilla
con la que estaba seguro que convencería a todas las indecisas compradoras
del mercado. A decir verdad, la canción no la había compuesto yo: la había
tomado prestada. Pero para el caso, daba lo mismo. Quizá ustedes no la
entienda, pero a nosotros nos ha servido durante siglos y siglos y no veo el
porqué no podía utilizarse para un fin tan loable como eran los pastelitos de
mamá. Decía así mi canción:
« Allah es el más grande,
los pasteles de Yamila son los mejores.
Doy fe de que los pasteles de Yamila son divinos
Acudid a comprarlos .Acudid a la salvación.
No hay más baklava que la de Yamila
Reír es mejor que orar.»
Pues tan inocente cancioncilla me valió una semana entera en casa copiando
sin parar la letra original del Adhar. El abuelo se indignó muchísimo. Dijo que si
nosotros mismos no respetábamos nuestra tradición y nuestras creencias,
cómo íbamos a pretender que lo hiciera el resto. Dijo también que más le valía

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irse a vivir a una cueva, como los ermitaños, y no salir de allí hasta que todos
los infieles como yo hubiéramos desaparecido de la faz de la tierra. No quería
que el abuelo se fuese, así que transcribí con devoción y sumo esmero cada
una de las palabras que componían la llamada a la oración.
No sé si ustedes han visto alguna vez esas caligrafías que suben como
enredaderas foliadas por los muros de las mezquitas. Algunas, incluso, rozan
con sus hojas el âlif alargado y desplegado de un pavo real.
Así que mi cancioncilla quedó olvidada en algún cajón donde Yamila, coronada
como mensajera divina, descansa en silencio. Yamila, por si no lo han
adivinado todavía, es el nombre de mamá: Yamila, la hermosa.
Ese día, el 14 de agosto de un año que no olvidaré, fue la última vez que la vi.
― ¡Corre! ¡Corre y no pares! ―gritó mamá. No era la mamá enfadada, ni la
implacable y severa de otras veces. Nunca antes me había mirado de esa
forma. Sus ojos parecían implorar lo que su voz me ordenaba. Estaba
aterrorizada.
Un segundo, un momento apenas perceptible en el que cambió todo. Mi antes
y después se decidieron en esa milésima fracción de tiempo. Yo ya no era yo
ni los que me rodeaban eran los de siempre. Yo era un animal asustado que
corría lanzando alaridos de miedo. Yo era Alí el veloz por las calles de una
ciudad bombardeada.
Corrí, corrí, corrí en dirección a las montañas. Detrás de mí, a distancia,
corrían los demás.
Los demás eran una masa informe de piernas agitadas y corazones contraídos
¿Estaría mamá entre ellos? Su orden retumbaba todavía en mis oídos:
― ¡Corre! ¡Corre y no pares!
Algo me decía que debía obedecer si no quería acabar convertido en una
estatua de sal o aún peor, fulminado por un rayo.
Así que corrí, corrí, corrí…Nunca antes la ciudad me había resultado tan
pequeña e inmensa a la vez. Parecía que en dos zancadas dejaría atrás la

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medina y los muros, pero esas zancadas se estiraban, se hacían interminables
y ahí, a lo lejos estaban las montañas, inaccesibles, alejándose como
cangrejos de río.
Una nueva explosión: aullido de cristales rotos.
El toro del cielo había sido liberado y su resuello llenaba el aire de baba
humeante.
Los pasos de los de atrás se iban apagando poco a poco, cada vez eran
menos, más débiles, más lentos. ¿Seguiría mamá entre ellos?
Y corrí, corrí, corrí y no paré hasta que estuve en las montañas, y hubiera
seguido corriendo, pero… ya nadie corría a mi lado.
Permanecí en las montañas siete días y siete noches. Al alba del octavo día
las oí. Las montañas me hablaron en un idioma totalmente inteligible.
« ¿A dónde irás Alí? Lo que tú buscas ya nunca lo encontrarás»

FIN

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