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Tres hipótesis y una

realidad
Por Maristella Svampa

23/12/12 - 01:44

Cuesta reflexionar sobre la ola de saqueos que ha recorrido el


país en estos últimos días y no quedar preso de las imágenes y
las declaraciones de coyuntura. Sin embargo, sin contar con un
panorama del todo claro al respecto, hay por lo menos tres
hipótesis interpretativas sobre las cuales me gustaría detenerme
un momento.

Hay una primera hipótesis, que podemos llamar “catastrofista”,


que suele asociar los saqueos al fin de época. Así ocurrió en
1989, cuando la hiperinflación arrasaba con el país, y lo mismo
sucedió en 2001, cuando la desocupación y el hambre se
conjugaron explosivamente con medidas restrictivas (el corralito).
En la Argentina de hoy, las brechas de la desigualdad continúan
siendo enormes y el deterioro de la situación socio-económica, en
amplias franjas de los sectores populares, es mucho mayor que el
que el Gobierno nacional estaría dispuesto a reconocer,
cualquiera fuera la circunstancia. Pero 2012 no es 2001 ni
tampoco 1989. No estamos viviendo un “fin de época”, pero
tampoco un “freno a la paz social”, como declaró el funcionario
Abal Medina. Tampoco éstos son, como se ha leído por ahí, los
“saqueos de la abundancia”. Estos, como los dichos poco
afortunados del funcionario más arriba citado, constituyen un
insulto a la inteligencia, además de un acto de ceguera política.

La segunda es la hipótesis “conspirativa”: todo saqueo es


organizado, y éstos aparecen asociados al incorregible
peronismo, cuya base está en el conurbano bonaerense y otras
grandes periferias urbanas. Lo particular en este caso sería, como
bien apunta en este mismo diario Pablo Stefanoni, que por
primera vez dichos dispositivos conspirativos (¿o serán llamados
destituyentes?) buscarían atentar contra la estabilidad de un
gobierno también de signo peronista.

Más allá de las internas peronistas, hay que tener en cuenta que,
por lo general, la hipótesis conspirativa apunta a estigmatizar y
descalificar a quienes son vistos como el “enemigo principal”.
Algunas declaraciones gubernamentales se orientaron en esta
dirección, acusando nada menos que a la CGT comandada por
Moyano. No faltarán quienes comiencen a hablar de maniobras
ocultas y manipulatorias por parte de un debilitado Duhalde (a
quien se liga a los saqueos de 2001). Sin embargo, el problema
de esta hipótesis es que tiende a tomar la parte por el todo, ya
que en alguna de sus modalidades –peronismo partidario, sindical
o punteros– habría, más temprano que tarde, una explicación
reduccionista, que apunta, en última instancia, a la tesis del
Responsable Político e Intelectual. Aunque probablemente haya
episodios de saqueo promovidos por punteros y dirigentes
peronistas alineados en una feroz interna, propias del peronismo
infinito, lo cierto que esta tendencia a tomar la parte por el todo,
acusando al “enemigo principal”, nunca alcanza a explicar el
meollo central de estos sucesos.
Una tercera hipótesis plantea que los saqueos constituyen un
repertorio de acción colectiva –espontáneo u organizado, según
los casos, y a veces de modo sucesivo y combinado– de los
sectores populares, asociados a momentos de crisis. El sociólogo
Javier Auyero ha hecho interesantes trabajos sobre el tema y ha
hablado de los saqueos como una “zona gris”, señalando que no
habría discontinuidades entre práctica cotidiana y violencia
colectiva, aun si el autor coloca demasiado el acento en la
articulación entre saqueos, punteros y dirigentes partidarios (del
Partido Justicialista) en sus análisis de lo sucedido a finales de
2001. Desde nuestra perspectiva, esta tercera hipótesis –como
recurso de los sectores populares en tiempos de crisis, ya
instalado en la memoria colectiva– debe ser puesta en
perspectiva socio-geográfica, esto es, tener en cuenta el lugar
donde se originaron los saqueos. Se trata nada menos que de
Bariloche, la ciudad turística más emblemática de la Patagonia y,
a la vez, paradigma de la fractura socio-espacial. No es la primera
vez que Bariloche nos sorprende con sus imágenes extremas. Ya
lo hizo en 2010, cuando la policía asesinó a tres adolescentes y
hubo fuertes manifestaciones de xenofobia y racismo por parte de
los comerciantes del Bajo, en apoyo a la policía del gatillo fácil…
La impunidad y la desigualdad fueron potenciadas por la situación
de emergencia económica que, desde 2011, atraviesa la ciudad
(y otras regiones de la provincia de Río Negro y Neuquén) como
producto de las cenizas del volcán Puyehue.

Así, quienes conocen Bariloche saben que en realidad es la


ciudad-country de la Patagonia: por un lado, está la ciudad del
Bajo, la de los operadores turísticos y las chocolaterías con
sonoridades centroeuropeas, protegida por las fuerzas de
seguridad; la ciudad blanca, racista y xenófoba, la de los chalets
suizos que se despliegan de modo barroco por los kilómetros, al
borde de uno de los lagos más hermosos de la Patagonia.

Por otro lado, está el Alto, de corte mestizo y de raigambre


mapuche, con sus sonoridades chilenas e indígenas, hundido en
la pobreza y la marginalidad, cuyas imágenes urbanas tienen más
de campamento permanente de refugiados que de extinto barrio
proletario.

Punto de arranque de una situación perturbadora que, sin llegar a


ser leída como “fin de época”, pero tampoco como mera
“conspiración”, Bariloche vuelve a poner en el centro de la agenda
pública tanto la vigencia de la fractura social, en sus formas
extremas, como el evidente y rápido deterioro socio-económico de
amplios sectores populares a lo largo del país.

*Socióloga y escritora.

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