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Idilio atemporal.

Ahora mismo, en éste instante recuerdo cuando viajé al pasado. Y ahora aquí, en éste
pasado que no es más que mi presente, extraño aquel futuro que fue, del cual venía, futuro
en el cual ya no soy, y que ahora, no es más que mi pasado.

Somos un algo sensible que padece fortuna trágica. Fortuna es poder cerrar los ojos por
tiempo relativo. ¿Sabías que durante ese instante, se alza un gran baluarte que nos
resguarda? Es celoso y sólido, hecho un gran guardián. Y ahí adentro, es donde pernocta lo
inefable de nosotros y, ahí, es donde no se es, donde no nos somos, donde no nos sabemos.
Aquel guardián no permite el paso a lo insoportable y lo que sabe perturbarnos,
trágicamente, tampoco a lo que nos hace creer sentir ello, lo feliz.

La nada, solo ello sabe burlar a vuestro guardián, sabe deambular por ahí y ser vuestra
compañía, es la única de la cual no se desconfía, porque su forma de ser es la ausencia
ininteligible.

Así que mientras pernoctamos somos ausentes de lo mundano, no sentimos, somos algo que
no existe. Trágicamente aquel guardián es falible de en sí, en ocasiones confía la guardia al
aquello mundano que sabe confundir a la aquella nada, con una pesadilla o un dulce sueño.
Ésta es la fortuna trágica, pues es el precio sin valor, que no cuesta para obtener ésta
anhelada ataraxia de inefable naturaleza, pues se pierde en la memoria, en el olvido de la
nada y luego al despertar de aquella aventura de no ser, se es.

Lo anterior leído solo es permutación matemática, una combinación semiótica, un orden,


es la posibilidad entre las posibilidades; es el orden que ha encontrado el inconsciente de un
autista infante que juega en un patio con letras de juguete, juega con los signos, juega a no
escribir, no reglas, no condiciones, solo se divierte, no necesita ser leído, solo ser como
Pizarnik: “si no me escribo me soy ausencia” pero si no me divierto tampoco soy. Ésta es
mi voz, una tartamuda y bella, como aquel jorobado guardián de Notre Dame.

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