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HOMILÍA
Durante la concelebración eucarística, memoria de
Nuestra Señora de Lourdes
1. «Nos visitará el sol que nace de lo alto» (Lc 1, 78). Con estas palabras,
Zacarías anunciaba la ya próxima venida del Mesías al mundo.
En la página evangélica que acabamos de proclamar, hemos revivido el episodio
de la Visitación: la visitación de María a su prima Isabel, la visitación de Jesús a
Juan, la visitación de Dios al hombre.
Amadísimos hermanos y hermanas enfermos, que habéis venido hoy a esta plaza
para celebrar vuestro jubileo, también el acontecimiento que estamos viviendo
es expresión de una peculiar visitación de Dios. Con esta certeza, os acojo y os
saludo cordialmente. Estáis en el corazón del Sucesor de Pedro, que comparte
todas vuestras preocupaciones y angustias: ¡sed bienvenidos! Con íntima emoción
celebro hoy el gran jubileo del año 2000 junto con vosotros, y con los agentes
sanitarios, los familiares y los voluntarios que os acompañan con diligente
abnegación.
Saludo al arzobispo monseñor Javier Lozano Barragán, presidente del Consejo
pontificio para la pastoral de los agentes sanitarios, y a sus colaboradores, que se
han ocupado de la organización de este encuentro jubilar. Saludo a los señores
cardenales y obispos presentes, así como a los prelados y sacerdotes que han
acompañado a grupos de enfermos en esta celebración. Saludo a la ministra de
Salud pública del Gobierno italiano y a las demás autoridades que han participado.
Por último, saludo y doy las gracias a los numerosísimos profesionales y
voluntarios que han estado dispuestos a ponerse al servicio de los enfermos
durante estos días.
2. «Nos visitará el sol que nace de lo alto». ¡Sí, Dios nos ha visitado hoy! Él está
con nosotros en toda situación difícil. Pero el jubileo es experiencia de una
visitación suya muy singular. Al hacerse hombre, el Hijo de Dios ha venido a visitar
a cada una de las personas y se ha convertido para cada una de ellas en «la
Puerta»: Puerta de la vida, Puerta de la salvación. Si el hombre quiere encontrar la
salvación, debe entrar a través de esta Puerta. Cada uno está invitado a cruzar
este umbral.
Hoy estáis invitados a cruzarlo especialmente vosotros, queridos enfermos y
personas que sufrís, que habéis acudido a la plaza de San Pedro desde Roma,
desde Italia y desde el mundo entero. También estáis invitados vosotros que,
comunicados por un puente televisivo especial, os unís a nosotros en la oración
desde el santuario de Czestochowa (Polonia): os envío mi saludo cordial, que
extiendo de buen grado a cuantos, mediante la televisión y la radio, siguen nuestra
celebración en Italia y en el extranjero.
Amadísimos hermanos y hermanas, algunos de vosotros estáis inmovilizados
desde hace años en un lecho de dolor: pido a Dios que este encuentro constituya
para ellos un extraordinario alivio fisico y espiritual. Deseo que esta conmovedora
celebración ofrezca a todos, sanos y enfermos, la oportunidad de meditar en el
valor salvífico del sufrimiento.
3. El dolor y la enfermedad forman parte del misterio del hombre en la tierra.
Ciertamente, es justo luchar contra la enfermedad, porque la salud es un don de
Dios. Pero es importante también saber leer el designio de Dios cuando el
sufrimiento llama a nuestra puerta. La «clave» dc dicha lectura es la cruz de
Cristo. El Verbo encarnado acogió nuestra debilidad, asumiéndola sobre sí en el
misterio de la cruz. Desde entonces, el sufrimiento tiene una posibilidad de
sentido, que lo hace singularmente valioso. Desde hace dos mil años, desde el día
de la pasión, la cruz brilla como suprema manifestación del amor que Dios siente
por nosotros. Quien sabe acogerla en su vida, experimenta cómo el dolor,
iluminado por la fe, se transforma en fuente de esperanza y salvación.
Ojalá que Cristo sea la Puerta para vosotros, queridos enfermos llamados en este
momento a llevar una cruz más pesada. Que Cristo sea también la Puerta para
vosotros, queridos acompañantes, que los cuidáis. Como el buen samaritano, todo
creyente debe dar amor a quien sufre. No está permitido «pasar de largo» ante
quien está probado por la enfermedad. Por el contrario, hay que detenerse,
inclinarse sobre su enfermedad y compartirla generosamente, aliviando su peso y
sus dificultades.
4. Santiago escribe: «¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los
presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del
Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si
hubiera cometido pecados, le serán perdonados» (St 5, 14-15). Dentro de poco
reviviremos de modo singular esta exhortación del Apóstol, cuando algunos de
vosotros, queridos enfermos, recibáis el sacramento de la unción de los enfermos.
Él, devolviendo el vigor espiritual y físico, pone muy bien de relieve que Cristo es
para la persona que sufre la Puerta que conduce a la vida.
Queridos enfermos, éste es el momento culminante de vuestro jubileo. Al cruzar el
umbral de la Puerta santa, uníos a todos los que, en todas las partes del mundo,
ya la han cruzado, y a cuantos la cruzarán durante el Año jubilar. Ojalá que pasar
a través de la Puerta santa sea signo de vuestro ingreso espiritual en el misterio
de Cristo, el Redentor crucificado y resucitado, que por amor «llevó nuestras
dolencias y soportó nuestros dolores» (Is 53, 4).
5. La Iglesia entra en el nuevo milenio estrechando en su corazón el evangelio del
sufrimiento, que es anuncio de redención y salvación. Hermanos y hermanas
enfermos, sois testigos singulares de este Evangelio. El tercer milenio espera este
testimonio de los cristianos que sufren. Lo espera también de vosotros, agentes de
la pastoral sanitaria, que con funciones diferentes cumplís junto a los enfermos
una misión tan significativa y apreciada, apreciadísima.
Que se incline sobre cada uno de vosotros la Virgen Inmaculada, que nos visitó en
Lourdes, como hoy recordamos con alegría y gratitud. En la gruta de Massabielle
confió a santa Bernardita un mensaje que lleva al corazón del Evangelio: a la
conversión y a la penitencia, a la oración y al abandono confiado en las manos de
Dios.
Con María, la Virgen de la Visitación, elevamos también nosotros al Señor el
«Magníficat», que es el canto de la esperanza de todos los pobres, los enfermos y
los que sufren en el mundo, que exultan de alegría porque saben que Dios está
junto a ellos como Salvador.
Así pues, con la Virgen santísima queremos proclamar: «Proclama mi alma la
grandeza del Señor», y dirigir nuestros pasos hacia la verdadera Puerta jubilar:
Jesucristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre.
[Homilía] Jesús con los enfermos | Domingo 4 de febrero de 2018
3 febrero, 2018
Marcos 1, 29-39
El Señor siempre nos trae grandes enseñanzas. Yo quisiera preguntarte: ¿Alguna
vez has tenido en tu casa, en tu familia, a algún enfermo? ¿Alguna vez has estado
en el hospital cuidando a algún enfermo que está grave o que va a morir? ¿Qué
ha sentido el enfermo? ¿Qué has sentido tú?
En el evangelio de San Marcos de este 5º Domingo del tiempo Ordinario,
encontramos varios elementos en Jesús; uno: fue a la casa de Pedro a curar a su
suegra; dos: expulsaba demonios y curaba muchos enfermos; tres: se retiraba al
monte a orar; y cuatro: era un predicador itinerante, iba de pueblo en pueblo
predicando.
Primero, Jesús ha venido a liberarnos de todo sufrimiento, de todo dolor y aquí lo
encontramos con ese gesto: va a la casa de Simón Pedro y le avisan que su
suegra está enferma; Jesús se acerca la toma de la mano, la levanta y luego ella
se pone a servir.
Con esto Jesús nos está indicando que cuando haya un enfermo no hay que
abandonarlo, hay que acercarnos y hacer algo por él; también hay que tenderle la
mano para levantarlo, no es lo mismo tener piedad que tener misericordia. Piedad
es hacer algo por él; en cambio la misericordia –la compasión– es acercarnos al
enfermo, estar con él, escucharlo, animarlo. Pues bien, Jesús nos enseña cómo
hay que tratar a los enfermos.
Segundo, le llevaron a Jesús muchos enfermos y muchos poseídos por el espíritu
del mal, curó a los enfermos y expulsó los demonios. A eso ha venido Jesús, a
sanar. Al Señor no le gusta el dolor de sus hijos, por eso ha venido a anunciar la
salvación, la salud física y espiritual, por eso expulsa los espíritus del mal, pero
también sana los cuerpos.
Tercero, Jesús también nos enseña la importancia de hacer oración en nuestra
vida. Él se retira a los lugares solitarios, al monte, a orar, para entrar en comunión
con su Padre Dios, y esa comunión con su Padre le da toda la fuerza para seguir
predicando, para amar, para acercarse a los que sufren, ahí está nuestra fuerza,
en la comunión con Dios. Yo te invito a que en tu vida no falte; si tú estás en
comunión con Dios, en oración, ahí está toda la fuerza para hacer el bien.
Y finalmente, el cuarto elemento, Jesús recorre los poblados y va a anunciar la
buena noticia. Con esto ya nos está indicando qué importante es llevar la buena
nueva. ¿Te gustaría colaborar con Jesús en esa nueva noticia? Ojalá y le digas al
Señor: Jesús tú eres mi modelo y maestro de oración, concédeme la gracia de
preocuparme por mis hermanos que sufren, acercarme a ellos y animarlos como
tú los animabas.
La bendición de Dios Omnipotente: Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre
ustedes y permanezca para siempre. Amén.
Con todo, como afirma el Papa en su Mensaje: "La respuesta cristiana al dolor y al
sufrimiento nunca se ha caracterizado por la pasividad. La Iglesia, urgida por la
caridad cristiana, que encuentra su expresión más alta en la vida y en las obras de
Jesús, el cual "pasó haciendo el bien" (Hch 10, 38), sale al encuentro de los
enfermos y los que sufren, dándoles consuelo y esperanza (...). El mandato del
Señor durante la última Cena: "Haced esto en memoria mía", además de referirse a
la fracción del pan, alude también al cuerpo entregado y a la sangre derramada por
Cristo por nosotros (cf. Lc 22, 19-20), es decir, el don de sí a los demás. Una
expresión particularmente significativa de este don de sí es el servicio a los enfermos
y a los que sufren" (nn. 2-3).
El Santo Padre Juan Pablo II nos exhorta a llevar a cabo una nueva evangelización
en este campo. Esta nueva evangelización -afirma- debe ser nueva en su ardor, en
su método y en su expresión. Debe ser una evangelización adecuada a las
condiciones actuales de la India y de toda Asia. Sabemos que en la India cerca de
cuatro millones de personas están infectadas por el sida; que el 70% de los leprosos
del mundo se hallan en la India; y que este país tiene el número más alto de
tuberculosos. Sin embargo, la respuesta de la Iglesia católica está ya actuándose. En
efecto, en la India existen 3.000 centros en los que la Iglesia cuida de los enfermos.
Tenemos alrededor de 700 hospitales, 462 centros de salud, 116 hospicios, 6
facultades de medicina, 7 centros de rehabilitación, 41 leproserías y cerca de 1.500
dispensarios. Un número realmente notable de religiosos y religiosas, pertenecientes
a 600 congregaciones diferentes, trabajan en el ámbito de la pastoral de la salud. Y
lo más importante es que la Iglesia en la India está seriamente comprometida en la
educación del pueblo mediante la pastoral de la salud. La Iglesia posee actualmente
11.500 escuelas de todos los grados, con cerca de dos millones de alumnos.
Deseo concluir dando las gracias a todas las personas comprometidas en la India y
en toda Asia en la atención sanitaria con las palabras del Santo Padre: "Pienso en
los innumerables hombres y mujeres que, en todo el mundo, trabajan en el campo de
la salud, como directores de centros sanitarios, capellanes, médicos, investigadores,
enfermeras, farmacéuticos, personal paramédico y voluntarios. (...) La Iglesia
expresa su gratitud y su aprecio por el servicio desinteresado de muchos sacerdotes,
religiosos y laicos comprometidos en el campo de la salud, que atienden
generosamente a los enfermos, a los que sufren y a los moribundos, sacando fuerza
e inspiración de la fe en el Señor Jesús y de la imagen evangélica del buen
samaritano" (n. 3).
Que Nuestra Señora de la salud nos conceda la luz, la armonía, la Palabra de Dios,
su Hijo Jesucristo, la única Víctima agradable, el Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo, la Salud completa, el cual al final vencerá la muerte y todo dolor y
sufrimiento.
Jueves Santo: amor, eucaristía, sacerdocio
por Un alma para el mundo
05 abril 2012
TRÌDUO PASCUAL
Iniciamos hoy la celebración de los tres grandes días de la liturgia de la Iglesia.
Durante este Triduo Santo celebramos la muerte, la sepultura y resurrección del
Señor.
El Jueves Santo tiene como centro la Ultima Cena del Señor con sus Apóstoles,
en la que Jesucristo abre de par en par su alma para hablarles del mandamiento
nuevo, para expresarles el cariño que les tiene, para rezar por ellos al Padre y
darles las últimas recomendaciones. Y sobre todo para hacernos el maravilloso
regalo de la Eucaristía y del Sacerdocio. Es día de caridad, de agradecimiento, de
adoración y desagravio a la Eucaristía. Es noche de vela. Es noche de oración.
El Viernes Santo centra su liturgia en la celebración de la Pasión y Muerte del
Señor. Es día de austeridad. Seguimos tratando de cerca a la Eucaristía y nos
vamos centrando en la Cruz. Instrumento de suplicio en la Pasión de Cristo y por
ello símbolo del cristiano. Es día de seguir de cerca los pasos del Señor hacia el
Calvario con la cruz a cuestas. Es día de acompañarle en su soledad. Día de
enamorarnos aún más del sacrificio, de la mortificación, de nuestras pequeñas
cruces.
El Sábado Santo. Día silencioso y expectante. La liturgia, como las santas
mujeres, se limita a sentir ¡a ausencia y esperar el triunfo del Señor. Sigue en alto
la cruz. Podemos escuchar y meditar tranquilamente las últimas palabras del
Señor antes de morir, que han quedado como un eco en el ambiente. Y nos
disponemos con impaciencia a participar en la gran Vigilia Pascual, llena de luz,
de historia y de alegría. Es la noche del fuego, de la oración, del agua, del canto
glorioso, de la explosión alborozada ante la gran noticia de la Resurrección del
Señor. Es noche de felicitaciones.
Vamos a adentrarnos en el Triduo Pascual con la incontenible ilusión de dejarnos
inundar por la presencia de Dios que viene a salvarnos. Que te duela la Pasión,
que te emocione el gesto de Dios. «Dolor de Amor. —Porque El es bueno. —
Porque es tu Amigo, que dio por ti su Vida. —Porque todo lo bueno que tienes es
suyo. —Porque le has ofendido tanto... Porque te ha perdonado... ¡El!... ¡¡a ti!!
—Llora, hijo mío, de dolor de Amor» .
JUEVES SANTO
El mandamiento nuevo
El día de Jueves Santo es el día en el que el Señor, en la intensa intimidad del
Cenáculo, habla tranquilo y solemnemente del mandamiento nuevo del amor.
Comienza el Señor por lavarles los pies a sus discípulos. ¡Qué gran gesto de
cariño! El Señor los quiere limpios de alma para acercarse a la sagrada mesa y
acceder después al sacerdocio. Les quiere dar todo !o inimaginable. Es su
despedida y empieza a repartir la inestimable herencia. Se pone en acción el
formidable amor de Dios.
Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de
pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el extremo. El amor de Dios no se queda en buenos
deseos, ni en mezquindades. Dios ama hasta el extremo, hasta las últimas
consecuencias, hasta el detalle más nimio. ¿Cómo es tu amor?: de palabra, de
compromiso, de medianías, de buenos propósitos, sin consecuencias prácticas,
cansino, tibio, desnaturalizado, teórico, sin garra, envejecido, sin ilusión,
raquítico... Nos falta coraje para amar hasta el extremo. Nos falta audacia para
entregarnos sin cálculos egoístas.
El. Amor del Señor es un amor hasta el fin de su vida en la Cruz, y hasta el fin de
los tiempos en el Sagrario. Estos son nuestros poderes: el amor de un Dios
incansable, su cariño sin medida por los hombres. Esta es nuestra felicidad: saber
que tenemos a Dios a nuestro lado. Como el Padre me ha amado a mí, así os amo
yo a vosotros. ¿No es para deshacernos en acción de gracias?
Después que les lavó los pies y tomó su manto, volvió a la mesa, y les dijo:
¿comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis ´el Maestro´ y
´el Señor´, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he
lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado
ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros. Ya
sabemos cómo hay que amar: con obras: «Obras son amores», dice el refrán.
Y el Señor, en aquella conmovedora despedida íntima, no se cansa de repetirles
la necesidad del mutuo amor, que se ha de convertir en el distintivo del discípulo
de Cristo: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que,
como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto
conocerán todos que sois mis discípulos: si os tenéis amor los unos a los otros.
La caridad mantiene viva la llama de la fe y la esperanza. El amor nos une a Dios
y estrecha nuestros lazos con los hermanos. Amor a Dios y amor a los hombres.
«De estos dos preceptos penden la ley y los Profetas: del amor a Dios y del
prójimo» .
El misterio de la Eucaristía
Jueves Santo es esencialmente el día de la Eucaristía. Es el Sacramento de la
grandeza de un Dios que hace por el hombre «locuras» para que podamos gozar
de su cariñosa presencia. La Eucaristía es el Sacramento de la humildad de Dios:
«Humildad de Jesús: en Belén, en Nazaret, en el Calvario... —Pero más
humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y
que en Nazaret y que en la Cruz.
Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa! («Nuestra» Misa, Jesús...) .
La Eucaristía es el amor en su máxima expresión: la entrega incondicional, la
disposición permanente y absoluta. «Nos encontramos en la encrucijada de los
grandes caminos de los destinos históricos, proféticos y espirituales de la
humanidad: aquí se concluye el Antiguo Testamento; aquí se inaugura el Nuevo;
aquí el encuentro con Cristo, de evangélico y particular, se hace sacramental y
universalmente accesible; aquí la intención fundamental de su presencia en el
mundo, con la celebración de los dos misterios esenciales de su vida en el tiempo
y en la tierra, la Encarnación y la Redención, se manifiesta en gestos y palabras
inolvidables: «sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo
al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo» (lo 13,1), es decir, hasta el último límite, hasta el don supremo de sí.
«Este es el tema en el cual debemos fijar nuestra atención. No seremos
verdaderamente capaces de hacerlo, lo mismo que nuestros ojos humanos y
creyentes no deberán cansarse de contemplar lo que el misterioso fulgor de la
última Cena hace resplandecer ante nosotros: los gestos del amor que se ofrece y
que se da, los cuales asumen el aspecto y la dimensión de un amor absoluto,
divino: el amor que se expresa en el sacrificio» .
La Eucaristía exige de nosotros: agradecimiento, necesidad de recibirle, amor a la
Misa, respeto y reverencia. En definitiva, valorar lo que significa la presencia real
de Dios junto a nosotros.
El misterio del sacerdocio
Otro motivo importantísimo para dar gracias al Señor en este día grande es el
habernos dejado la maravilla del sacerdocio católico. El sacerdocio es algo que
todos debemos sentir como nuestro. Gracias al sacerdote Cristo sigue entre
nosotros bautizando, perdonando, dándose en comida, ofreciendo el sacrificio
eucarístico, santificando el matrimonio, confirmando nuestra fe, acompañando al
cristiano en el transcendental momento de pasar de esta vía a la Vida definitiva.
Hoy es día de agradecer el sacerdocio y pedir por los sacerdotes en una oración
intensa.
Un Jueves Santo, decía Pablo VI hablando de los sacerdotes: «El prodigio
continúa: ´Haced esto en conmemoración mía´; el sacerdocio católico nació de
este amor y para este amor; todo fiel cristiano estará así invitado a esta mesa
inefable, a esta incomparable comunión: ´nosotros, dirá el Apóstol, somos un solo
cuerpo, aun siendo muchos, porque todos participamos en un único pan´ (1 Cor
10,17).
Según se explica en los libros litúrgicos, en esta Misa llamada de la Cena del
Señor se hace memoria de tres acontecimientos, de tres realidades centrales del
cristianismo: la institución de la Eucaristía, memorial de la Pascua de Jesús que
perpetúa bajo los signos sacramentales el sacrificio de la nueva alianza; la
institución del sacerdocio, que prolonga en el mundo la misión y la entrega de
Cristo; el amor, la caridad, con la que el Señor nos amó hasta la muerte. Este
tercer aspecto de la memoria recreada en la Misa de esta tarde de Jueves Santo
es, en realidad, el que funda y explica los otros dos: porque nos amó hasta el
extremo, el Señor Jesús quiso quedarse con nosotros en el sacramento de su
sacrificio y de su presencia, y para hacer posible este milagro incesante decidió
hacerse representar por sus ministros, los que haciendo sus veces y en su nombre
deben instruir, santificar y apacentar al pueblo de Dios. Además, el amor de Cristo
se expresa, como en un testamento, en el mandamiento nuevo que resume toda la
ley y que impone a los que son de Cristo amarse como él los amó. Como que se
trata de realidades esenciales, corresponde meditar sobre estos misterios para
penetrar más profundamente en ellos, en su contemplación y comprensión, y para
que ellos inspiren y den forma a nuesta vida.
Quienes estamos habituados a la práctica eucarística necesitamos cada tanto
dejarnos sacudir por un nuevo asombro y caer en la cuenta, nuevamente, de la
grandeza del don que recibimos: poder participar del sacrificio del Señor y hacerlo
en plenitud recibiéndolo a él en comunión, uniéndonos a él en la más estrecha
cercanía e intimidad. Quiero detenerme un momento en este punto particular.
Durante mucho tiempo se discutió en la Iglesia acerca de la frecuencia de la
comunión. No, por cierto, en los comienzos, ya que en el libro de los Hechos de
los Apóstoles se dice de la primera comunidad cristiana que todos se reunían
asiduamente para participar en la fracción del pan (cf. Hechos 2, 42). Además, la
tradición entendió que la súplica del padrenuestro danos hoy nuestro pan de cada
día se refiere no sólo, no tanto, al pan material sino también, o más bien, a la
recepción diaria del Pan eucarístico. La frecuencia de la comunión ha sido variable
a lo largo de los siglos. Pero en la edad moderna el rigorismo de los jansenistas
tuvo un influjo muy extendido que perduró más de doscientos años. El problema
estaba centrado en las disposiciones necesarias para la comunión frecuente y aun
diaria: se comenzó a exigir cada vez más requisitos y éstos cada vez más difíciles
de cumplir, de tal manera que pocos fieles se consideraban dignos de acercarse a
comulgar. El pretexto era la veneración y el honor debidos a la Eucaristía, pero allí
se filtraba el error: considerar al sacramento como un premio a la virtud y no, como
es en verdad, la medicina que necesita la fragilidad humana. El Papa San Pío X, a
comienzos del siglo pasado, corrigió esta tendencia perniciosa y exhortó a los
fieles a comulgar diariamente, con dos condiciones: estado de gracia y rectitud de
intención. Basta, pues, estar purificado de todo pecado mortal y no acercarse al
altar por rutina, vanidad u otro fin mundano, sino para unirse más al Señor por el
amor y recibir de él la fuerza necesaria para superar los defectos que obstruyen el
camino a la santidad. Esta nueva actitud, que produjo frutos estupendos en la
Iglesia, estableció la práctica que nosotros seguimos.
Sin embargo, en los últimos años han aparecido elementos discordantes,
ideas y conductas abusivas que alteran la práctica genuinamente católica y que
pueden hacer realidad aquel dicho: la corrupción de lo óptimo es lo pésimo. Me
refiero en primer lugar a algunos errores doctrinales sobre la verdad de la
Eucaristía, corregidos por el magisterio de la Iglesia pero que a veces llegan hasta
los fieles más sencillos, incluso a través de los medios masivos de comunicación.
Sumemos a estas cuestiones teológicas una pérdida simétrica del sentido del
pecado y del sentido de lo sagrado, arrasados por una especie de subjetivismo
religioso que inclina a buscar el bienestar espiritual a toda costa y entendido éste
caprichosamente según el propio gusto, no según la objetividad santísima del
misterio eucarístico. Se ha hecho notar recientemente que, mientras todo el
mundo comulga, son relativamente pocos los fieles que se confiesan, y algunos
sienten como una discriminación que la Iglesia señale ciertas situaciones de vida
como incompatibles con el acceso a la comunión sacramental.
Revisemos serenamente nuestra propia práctica eucarística para aspirar con
fervor a lo óptimo, es decir, a un encuentro cotidiano con el Señor, sostenido por
una fe viva en su presencia y en su amor; un encuentro en el cual el deseo de la
comunión vaya acompañado de profunda reverencia y espíritu de adoración.
Digamos también algo sobre el sacerdocio católico, cuya institución hoy
conmemoramos. Hoy, en efecto, porque la Iglesia reconoce que las palabras de
Jesús pronunciadas en la última cena al entregarse en el don eucarístico se
refieren al ministerio sacerdotal encomendado a los apóstoles: hagan esto en
memoria mía (Lc. 22, 19; 1 Cor. 11, 24). El sacerdocio de los apóstoles, de sus
sucesores los obispos y de los presbíteros que los obispos eligen y consagran
como colaboradores suyos, es una participación en la Iglesia del sacerdocio
mismo de Jesucristo. Dios ha querido salvarnos mediante la encarnación de su
Hijo, que aceptó la muerte, suerte común de todos los hombres, y al resucitar
introdujo la existencia humana en una nueva dimensión: la comunión de vida con
la Trinidad; quiso también, de acuerdo a la lógica de la encarnación y del misterio
pascual, que los bienes de la salvación se difundieran entre los hombres por la
mediación de otros hombres, hechos partícipes de la mediación sacerdotal de
Cristo.
El sacerdocio católico no es un mero oficio, una profesión más, sino que
asegura en el mundo y en la historia la presencia salvífica del sumo y eterno
sacerdote. Si bien han cambiado con el tiempo las circunstancias culturales,
sociales y eclesiales, hay una fisonomía esencial del sacerdote que no cambia:
siempre deberá asemejarse a Cristo, porque cuando vivía en la tierra, Jesús
reflejó en sí mismo el rostro definitivo del presbítero, realizando un sacerdocio
ministerial del cual los apóstoles fueron los primeros investidos y que está
destinado a durar, a continuarse incesantemente en todos los períodos de la
historia (cf. Juan Pablo II: Pastores dabo vobis, 5). Don y misterio, la vocación
sacerdotal no faltará nunca en la Iglesia; el ideal del seguimiento total de Jesús –
como lo siguieron los apóstoles– atraerá siempre a jóvenes fuertes y generosos
que abran su corazón a los toques de la gracia y se ofrezcan a cumplir esta misión
grandiosa, exigente y desconcertante para el mundo. Cada generación sacerdotal
avanza sobre la huella de los apóstoles, que dijeron a Jesús con la voz de
Pedro: nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido (Mt. 19, 27).
Causa conmoción y gozo contemplar cómo hoy el Señor sigue llamando y
cómo su llamado es acogido con docilidad y amor por muchos adolescentes y
jóvenes, a pesar de todas las dificultades que opone la contracultura vigente, de
las campañas de desprestigio contra la Iglesia y sus ministros, de la crisis de
identidad que afectó a la figura sacerdotal en las últimas décadas, y de los errores
teológicos sobre la naturaleza del ministerio; a pesar del insistente repudio del
celibato –vieja reivindicación de los enemigos de la Iglesia– y de los antivalores de
la inconstancia y la infidelidad en todos los órdenes, erigidos en virtudes o
proclamados como derechos. ¡Es admirable comprobar que Dios es más fuerte,
que Cristo vela por su Iglesia! Doy gracias al Señor por nuestros seminaristas,
esperanza del futuro presbiterio platense, y por los de las otras diócesis argentinas
que cultivan su vocación y se preparan al sacerdocio en nuestro Seminario Mayor
“San José”. A ellos, queridos hermanos y hermanas, y a los que deben seguirlos
porque el Señor quiera llamar, los encomiendo a la oración de ustedes en este día
eucarístico y sacerdotal: que sean muchos, valientes, santos.
Sobre una tercera realidad –decíamos– se ejerce hoy la memoria cristiana: el
mandamiento del amor fraterno. Les doy un mandamiento nuevo: ámense los
unos a los otros; así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a
los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor
que se tengan los unos a los otros (Jn. 13, 34 s.). Esta fue la primera confidencia
que hizo Jesús a sus discípulos en la última cena, según lo narra el evangelio de
San Juan; al despedirse de ellos les transmite la ley que debe reinar en la futura
comunidad. No es un mandato más; es una regla de vida. Su novedad se funda en
la novedad que se revela en la vida y la muerte de Jesús y se concreta en el don
del Espíritu que brota del Resucitado. Lo nuevo del mandamiento del amor se
comprende por referencia a Jesús; la clave está en estas palabras suyas: como yo
los he amado. Y ¿cómo los ha amado, cómo nos ha amado? El mismo evangelista
lo señala, según hemos escuchado hace un momento: los amó hasta el fin (Jn. 13,
1). Nos amó hasta el fin. El como no expresa una simple comparación, sino que
manifiesta el fundamento, la fuente. El mandato está en continuidad con el don:
amar como Jesús nos amó equivale a dejarse arrebatar por su amor y participar
de los sentimientos de su corazón. Sobre todo, participar de su humildad, de su
paciencia, de su generosidad y nobleza, de su servicio, que lo llevó a dar la vida.
La recepción del don conferido a los discípulos impone una enorme exigencia, que
se torna carga suavísima por la presencia y la acción del Espíritu Santo.
Otro aspecto de la novedad del mandamiento es su carácter distintivo, su
propiedad de identificar a los discípulos. Todos los reconocerán… La fuerza del
mandamiento nuevo vivido por los cristianos se proyecta más allá de las fronteras
visibles de la Iglesia. Es una fuerza capaz de vencer toda hostilidad y de convertir
al enemigo en amigo; de suyo es capaz de transformar desde dentro una
sociedad, de crear una nueva cultura. Con mayor razón podemos pensar que esto
es posible en un pueblo formado mayoritariamente por hombres y mujeres
bautizados. El testimonio de los cristianos, en sus relaciones interpersonales y en
la vida de sus comunidades puede abrir camino, en la fracturada comunidad
argentina, hacia una auténtica amistad social que supere los resentimientos y la
obstinada negativa a perdonar. Hay problemas que no tienen solución política,
económica o jurídica si las posibles soluciones, de cualquier género, no van
acompañadas de la generosa disposición al perdón. Vale a propósito la palabra de
Jesús: el que no tenga pecado, que arroje la primera piedra (Jn. 8, 7).
Queridos hermanos y hermanas: en la conversación mantenida con los
discípulos en la última cena, Jesús ilustró su unión íntima con ellos, con nosotros,
mediante la imagen de la vid y los sarmientos. A nosotros van dirigidas asimismo
sus palabras: permanezcan en mí… permanezcan en mi amor (Jn. 15, 4.9).
También son para nosotros las promesas anejas a ese consejo, a esa orden: dar
mucho fruto y compartir perfectamente su gozo. Quiera Dios que podamos
alcanzar el cumplimiento de esas promesas como una gracia propia de esta
Pascua.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
es.gloria.tv/
CURSILLO PREBAUTISMAL.
Elementos introductorios
¿Qué es un sacramento?
Son signos y medios con los que se expresa y fortalece la fe, se rinde culto a Dios
y se realiza la santificación de los hombres. Son signos sensibles generadores de
gracia invisible. Son canales por los que se derrama la gracia sacramental de Dios
a quienes abren su corazón para recibirlos.
¿Qué es un signo?
Es algo que hace recordar otra cosa y puede ayudar a definirlo, (ejemplo: el humo
es signo del fuego; la cruz es signo de la muerte de Cristo por nuestros pecados,
las nubes oscuras son signo de lluvia; las palabras o gestos son signos de los
pensamientos que tenemos y queremos expresar y comunicar a los demás). Así
como los signos que conoces, también los sacramentos son signos que recuerdan
el amor de Dios por la humanidad. En todos los sacramentos de la Iglesia
recibimos la gracia sacramental.
¿CUÁL ES SU IMPORTANCIA?
Todos necesitamos de una familia para nacer; la familia es el primer grupo del cual
hacemos parte. Después del nacimiento de un niño, sus padres van al registro civil
para registrarlo y obtener un certificado de nacimiento: este documento atestigua
que el niño pertenece a aquella familia.
Todo cristiano, además de pertenecer a su familia terrena, por el Bautismo,
pertenece a la familia de Dios y con ella se identifica.
El Bautismo nos marca con un signo indeleble y definitivo, llamado carácter que
nos distingue como pertenecientes a Cristo.
-El que recibe el Bautismo queda marcado por una vocación, por una opción que
ha hecho por Dios.
-El bautismo hace del niño una nueva criatura.
-Nos hace miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
-Se perdonan todos los pecados: Borra el pecado original: el alma de la criatura
queda totalmente limpia de todo pecado. Es uno de los significados del agua que
se derrama en su cabecita: lavar el alma de toda mancha, dejarla limpia y
resplandeciente por la fuerza de la Muerte y resurrección de Jesús.
-Le da el don del Espíritu Santo: el agua derramada en la cabeza del niño significa
también la nueva vida que le es regalada, por obra del Espíritu Santo. El niño
bautizado queda hecho: Hijo de Dios Padre, Hermano y miembro de Cristo: Y por
lo mismo hijo de María Santísima: Templo del Espíritu Santo.
-Comienzan a formar parte de la Iglesia, que es el Pueblo de Dios, del cual forman
parte todos los bautizados, las almas del Purgatorio y quienes están ya en el
Cielo. Esta Iglesia es dirigida en la tierra por el Papa y por los obispos, y se hace
concreta en las parroquias, en las cuales los sacerdotes son representantes de
Cristo Pastor.
-Quedan marcados con un sello espiritual imborrable: el Bautismo no se puede
repetir, porque marca a las personas en lo más profundo de su corazón. Ese
"sello" indica su pertenencia a Jesús hasta la muerte, y por toda la eternidad
-Comienzan a ser herederos del Cielo: los hijos heredan los bienes de sus padres.
La Vida nueva de Hijos de Dios que comienza en el Bautismo no termina nunca,
porque si somos buenos cristianos, tenemos la seguridad de que el Señor nos
dará el Cielo en herencia, porque los hijos heredan los bienes de sus padres.
SENTIDO DE CREACIÓN: (Gn 1, 2 "El Espíritu de Dios se movía sobre el agua ")
El agua está en el momento de la creación: con ella se inaugura un nuevo mundo.
En el agua se mueve el Espíritu, reflejando la acción del Espíritu de Dios en las
aguas bautismales.
DE PURIFICACIÓN: (Gn. 6,12 - 13 "Al ver Dios que había tanta maldad en
la tierra le dijo a Noé: he decidido terminar con toda la gente por su culpa hay
mucha violencia en la tierra, en el mundo, así que voy a destruirlos a ellos y al
mundo entero.") El diluvio de los cuarenta días y cuarenta noches tiene que ver
con la decisión de Dios de purificar a la humanidad. Este signo en el que se ve el
agua anticipa el carácter purificador de las aguas bautismales, en la que el
creyente queda limpio de todos sus pecados.
SENTIDO DE VIDA: (Nm 20, " El Señor dijo a Moisés: toma el bastón y con la
ayuda de tu hermano Aarón, reúne a la gente. Luego, delante de todos, ordénale a
la roca que les dé agua y verás que de la roca brotará agua para que beban ellos
y el ganado.") El agua en pleno desierto calma la sed de los israelitas y les
devuelve la vida. Así, las aguas del bautismo dan la vida a los creyentes.
En el Nuevo Testamento
BAUTISMO DE JESÚS: (Mc 1, 9 "Por aquellos días Jesús salió de Nazareth que
está en la región de Galilea y Juan lo bautizó en el Jordán.") El bautismo de Juan
exige la conversión de los pecados y es un signo de preparación para esperar al
Mesías. Jesús se hace bautizar por Juan no porque haya pecado, sino para
solidarizarse con el hermano que ha caído y restaurarlo en toda su dignidad. (Mc
10, "En el momento de salir del agua Jesús vio que el cielo se abría y que el
Espíritu bajaba sobre él como una paloma") En el bautismo recibimos el Espíritu
Santo y además somos revestidos de su fuerza y fortaleza para combatir el mal.
(Mc 1, 11 "Se oyó una voz del cielo que decía: Tú eres mi hijo amado a quien he
elegido") En el bautismo el creyente es reconocido por Dios como hijo suyo. Se
establece una estrecha relación entre el hombre y Dios; ahora es una relación
familiar de Padre e Hijo. En el bautismo Dios certifica su amor hacia nosotros y
nosotros, por nuestra parte, comprometemos nuestra vida con Dios.
EL BAUTISMO NECESARIO PARA LA SALVACIÓN: (Mc 16,16 "El que crea y sea
bautizado obtendrá la salvación, pero el que no crea será condenado") La fe está
antes del sacramento. Se bautiza a quien tenga fe. En el caso del bautismo
de niñosse hace en la fe de sus padres y padrinos.
En los tres primeros siglos, quien iba a recibir el bautismo tenía que hacer un
proceso de formación que duraba tres años: esta formación la daba quien iba a
ser su padrino y éste a su vez lo presentaba ante el obispo en la noche de la vigilia
pascual para que sea bautizado. El padrino daba testimonio que ya estaba
preparado y era apto para recibir el sacramento.
El bautismo de los niños es una tradición inmemorial de la Iglesia. Está
atestiguada desde el siglo II. Sin embargo, es muy posible que desde el comienzo
de la predicación apostólica, cuando casas enteras recibieron el bautismo, se haya
bautizado también a los niños.
Para que el Bautismo sea válido se debe hacer mediante la ablución con agua
verdadera y acompañada de la forma verbal:
Los padres, los padrinos y párroco no deben imponer un nombre ajeno al sentir
cristiano.
EL BAUTISMO EN LA LITURGIA
1. Rito de acogida:
I.Pregunta:
¿QUÉ PEDÍS A LA IGLESIA DE DIOS PARA ESTE NIÑO?
Respuesta: El bautismo.
2. Liturgia de la Palabra:
I. Lecturas bíblicas
II. Homilía
III. Oración de los fieles
IV. Exorcismo
V. Unción con óleo de los catecúmenos (Se debe descubrir el pecho del niño,
para ser ungido.)
— Tener signos cristianos en casa: Cuando el niño empiece a abrir los ojos a la
vida, será importante que vea, como algo que forma parte de la casa, algún signo
cristiano: una cruz, una imagen de la Virgen, el belén por Navidades...
Si la piedra no hubiera sido movida, hubiera sido esta piedra lo que las estaría
separando de conocer la más grande noticia. Si la piedra no hubiera sido movida,
ellas no habrían visto al muchacho vestido de blanco. Si la piedra no hubiera sido
movida, ellas no habrían sido capaces de atestiguar que Jesús no estaba ahí. No
habrían podido escuchar las palabras: Jesús ha resucitado.
Alguien había movido la piedra para ellas.
María Magdalena, María la de Santiago y Salomé , muy temprano fueron al
sepulcro. El sepulcro es lugar que significa muerte. Esperaban encontrar un
cuerpo para ser embalsamado por ellas. Y no fue así. En ese lugar en el que iban
a encontrarse con la muerte se encontraron con la noticia más grande para
quienes han creído en Jesús. “Ha resucitado,” es decir, está vivo! Está vivo para
siempre y esto tiene implicaciones para quienes creemos.
La noticia, al estilo de Dios, viene con un mandato. Vayan a Galilea, vayan al lugar
en donde todo comenzó, vayan y busquen a la comunidad. Y así, en comunidad,
alégrense por que Jesús vive y los está esperando.
Es la Pascua, es la fiesta de la Vida! Por eso en esta noche llena de símbolos,
exclamamos aleluya, aleluya!, con profunda alegría y convicción.
Hemos terminado esta Semana Santa en la que hemos vivido de todo. Parece una
semana de contradicciones. Desde la alegría de Jesús al entrar a Jerusalén hasta
la angustia por el miedo. Hemos visto a Jesús lavando los pies a sus discípulos y
lo hemos visto morir en la cruz. Amor y odio, confianza y miedo, libertad y
opresión, exclamaciones de júbilo y exclamaciones de dolor. En esta noche en las
lecturas de la Vigilia Pascual hemos hecho un largo recorrido por la historia de la
salvación, igualmente llena de contradicciones y de humanidad.
Y es que así es nuestra vida, llena de contradicciones. La muerte y la vida están
siempre presentes. Sin embargo, al mirar a nuestro alrededor, parece que la
muerte y la desesperanza tiene mayor poder y mayor relevancia. Este es el reto,
hoy, para quienes hemos creído en Jesús. En Jesús que está vivo para siempre!
En Jesús que ha resucitado! ¿Cómo nos alegramos por esta vida? ¿Cómo
proclamamos que Jesús vive y comparte su vida con nosotros? Nos cuesta trabajo
porque hay muchas piedras que nos separan de la vida. Hay piedras que son muy
grandes, como la del sepulcro, y nos impiden ver del otro lado. Nos impiden palpar
la vida. La vida que es latente y se presenta a cada instante. No hay realidad, por
dolorosa que sea, que no pueda ser iluminada con la vida. Necesitamos remover
las piedras. A veces el dolor es tanto que no podemos hacerlo por nosotras
mismas, sino que requerimos la ayuda de alguien que remueva la piedra. En otras
ocasiones, nos toca a nosotros ser quienes debemos remover la piedra para
ayudar a que otros vean la vida. La vida está presente aún en donde menos se
puede apreciar. La vida vence a la muerte en Jesús. Toda la confianza que hemos
depositado en la cruz de Jesús, hoy debe ser depositada en la vida de Jesús.
Jesús, quien vive entre nosotros.
Jesús ya resucitó de una vez y para siempre, pero nos ha dejado la tarea. Hoy me
imagino que podemos interpretar esta tarea como la de remover las piedras que
nos impiden ver. Pero también remover las piedras que impiden que las
circunstancias sean favorables a la vida. Hay estructuras que son de muerte,
estructuras que atentan contra la vida.
La certeza de la resurrección de Jesús debe llevarnos a la acción hoy. Porque la
esperanza es para la vida futura, en donde viviremos eternamente. Pero la
esperanza es también para hoy, en donde vivimos y nos movemos. Aquí en donde
nos toca ser testigos de la vida. Esta semana hemos visto un magnífico ejemplo
de acción a favor de la vida. Tras el último tiroteo en una escuela en Estados
Unidos, los estudiantes se organizaron para manifestarse. Las y los jóvenes
actuaron para manifestarse y exigir un cambio en la política de control de armas.
No lo hicieron solos, llamaron a la comunidad. Y la comunidad estando también
cansada de esta situación, reconociendo que la vida debe triunfar sobre esta
estructura de muerte, los apoyó. Salió a la calle, a los medios, se movilizó. Y esto,
afirman ellas y ellos, a penas empieza. Empiezan a retirar las piedras que impiden
que la vida prevalezca.
Celebremos pues, a Cristo resucitado. celebremos que nos llama a percibir la vida
que está latente en todo momento. Celebremos la comunidad y celebremos en
comunidad.
Celebremos que la tumba está vacía. Celebremos que la piedra ha sido removida.
ANTONIO PARIENTE
el 30 marzo 2018, a las 00:00
La Resurrección nos da fuerzas para seguir pidiendo los unos por los otros, nos
acerca más los unos a los otros, derribando muros y fronteras que nos dividen y
que hacen que no seamos hermanos. Con la alegría de la resurrección por
bandera nos disponemos a cambiar aquello de nuestra vida que es necesario
cambiar. Se lo pedimos al Señor.
«De pronto tembló fuertemente la tierra» (Mt 28,2). De pronto, estas mujeres
recibieron una sacudida, algo y alguien les movió el suelo. Alguien, una vez más,
salió a su encuentro a decirles: «No teman», pero esta vez añadiendo: «Ha
resucitado como lo había dicho» (Mt 28,6). Y tal es el anuncio que generación tras
generación esta noche santa nos regala: No temamos hermanos, ha resucitado
como lo había dicho. «La vida arrancada, destruida, aniquilada en la cruz ha
despertado y vuelve a latir de nuevo» (cfr R. Guardini, El Señor). El latir del
Resucitado se nos ofrece como don, como regalo, como horizonte. El latir del
Resucitado es lo que se nos ha regalado, y se nos quiere seguir regalando como
fuerza transformadora, como fermento de nueva humanidad. Con la Resurrección,
Cristo no ha movido solamente la piedra del sepulcro, sino que quiere también
hacer saltar todas las barreras que nos encierran en nuestros estériles
pesimismos, en nuestros calculados mundos conceptuales que nos alejan de la
vida, en nuestras obsesionadas búsquedas de seguridad y en desmedidas
ambiciones capaces de jugar con la dignidad ajena.
Y eso es lo que esta noche nos invita a anunciar: el latir del Resucitado, Cristo
Vive. Y eso cambió el paso de María Magdalena y la otra María, eso es lo que las
hace alejarse rápidamente y correr a dar la noticia (cf. Mt 28,8). Eso es lo que las
hace volver sobre sus pasos y sobre sus miradas. Vuelven a la ciudad a
encontrarse con los otros.
Así como ingresamos con ellas al sepulcro, los invito a que vayamos con ellas,
que volvamos a la ciudad, que volvamos sobre nuestros pasos, sobre nuestras
miradas. Vayamos con ellas a anunciar la noticia, vayamos… a todos esos lugares
donde parece que el sepulcro ha tenido la última palabra, y donde parece que la
muerte ha sido la única solución. Vayamos a anunciar, a compartir, a descubrir
que es cierto: el Señor está Vivo. Vivo y queriendo resucitar en tantos rostros que
han sepultado la esperanza, que han sepultado los sueños, que han sepultado la
dignidad. Y si no somos capaces de dejar que el Espíritu nos conduzca por este
camino, entonces no somos cristianos.
HOMILÍA DE RESURRECCIÓN.
Queridos hermanos: en este Domingo radiante de Vida, la
Iglesia nos invita a participar del gozo de la Resurrección del
Señor. Se nos invita a participar (no a mirar desde fuera), a
hacer nuestra esta alegría, como cuando se toma parte en una
fiesta... Y esta es la fiesta más grande: es la Pascua: la del
Señor y la nuestra.
AMÉN!! ALELUYA!!!
________--
Por MONSEÑOR JOSÉ H. GOMEZ
Arzobispo de Los Ángeles
Hemos vivido juntos una vez más los días de la Semana Santa que nos han
llevado a Jerusalén para la Última Cena, la Pasión y Muerte y hoy la Resurrección
gloriosa de Nuestro Señor Jesucristo.
Un día en el que se nos descubre una vez más el plan de Dios para nuestras
vidas. Podemos decir que nuestra vida empieza de nuevo en la tumba de Jesús,
en el misterio que sus discípulos descubrieron en aquella primera Pascua.
Estoy seguro que notaron, escuchando el pasaje del Evangelio de hoy, que la
tumba de Jesús no estaba totalmente vacía. Es verdad, Jesús no está ahí, pero
había algo. El Evangelio nos dice:
“En eso llegó también Simón Pedro, que lo venía siguiendo, y entró en el sepulcro.
Contempló los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la
cabeza de Jesús, puesto no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio
aparte.
Los lienzos estaban ahí. Los lienzos que cubrieron el cuerpo y la cabeza de Jesús
crucificado. Pienso que esos lienzos nos recuerdan la humanidad de Jesús y la
misericordia de Dios.
Con su sufrimiento y muerte en la Cruz, Jesús nos muestra lo mucho que Dios
quiere estar cerca de nosotros. Resucitando de entre los muertos, Jesús extiende
su mano hacia nosotros, para levantarnos, para darnos un abrazo, para llevarnos
y tenernos en su corazón.
Tratemos de vivir, cada día, de modo que seamos una bendición para los demás.
En todo lo que hacemos tratemos de ser misericordiosos con los demás como
Dios es misericordioso con nosotros.
La Pascua nos recuerda que caminamos en este mundo sabiendo que Dios vive.
¡Que Cristo ha resucitado! Que Jesús dio su vida por nosotros y que ahora está
con nosotros todo el tiempo acompañándonos con su presencia y amistad.
Pidámosle pues que nos dé la gracia y fortaleza de vivir como Él vivió. Que
podamos ver al mundo con los ojos con los cuales Él lo vio. Que aprendamos a
amar al mundo como Él lo amó y lo ama.
Nuestra Madre Santísima, María, nos ha dicho que la Misericordia de Dios está
presente de edad en edad, de generación en generación.
Le pedimos a Ella que interceda por nosotros para que sepamos amar como Dios
nos ama, que sintamos su compasión, su perdón y cercanía.
Pidámosle a María, Madre de Misericordia y Madre nuestra que nos ayude a ser
instrumentos de la Misericordia de nuestro Padre Dios en nuestro tiempo.
Esta conmemoración nos invita a todos -incluso a los no cristianos- a profundas reflexiones sobre el
sentido de nuestra vida y de cómo debemos vivirla. Y en esa reflexión, Jesús se presenta como el
ejemplo por excelencia.
Todos tenemos una misión en la vida. Como madre o padre, como hijo o hija, tía, abuelo, trabajador,
estudiante, profesional, ministro, líder comunitario, sacerdote, religioso… lo que sea. Cada uno puede
tener una misión distinta en la vida, pero el denominador común es que todos estamos llamados a
cumplirla haciendo el bien a los demás y respetando nuestros valores. Jesús llevó a cabo su misión y nos
invita a que nosotros hagamos lo mismo.
Tenemos que perseverar y llevar a cabo nuestra misión a pesar de las adversidades. A veces nos
cansamos, nos desanimamos, nos desilusionamos ante la crítica de los demás. Pero Jesús nos enseña
que tenemos que sobreponernos a las adversidades y seguir adelante. A veces aquellos a quienes más
amamos no entienden, nos hieren o nos traicionan. Eso le pasó a Jesús: el Domingo de Ramos lo
aclamaron y el Viernes Santo le crucificaron. Pero, ¿qué hizo Él? Perdonó a todos y siguió adelante con
su misión. Jesús nos invita a que nosotros hagamos lo mismo.
Finalmente, si cumplimos nuestra misión obtendremos nuestra recompensa. Jesús cumplió su misión y
con su Resurrección el Domingo de Pascua logró redimirnos a todos para la vida eterna.
El buen padre y la buena madre que cumplen su misión de educar bien a sus hijos reciben su
recompensa cuando ven a esos hijos e hijas convertirse en hombres y mujeres de bien.
El buen estudiante recibe su recompensa cuando sale bien en sus estudios y echa adelante.
El buen trabajador recibe su recompensa no solo con su jornal semanal sino con la contribución que hace
a diario hacia a sus compañeros y en su lugar de trabajo.
El ministro o el líder comunitario que cumplen su misión reciben su recompensa en la contribución que
hacen a que todos vivamos en una mejor sociedad.
Los religiosos en la vida consagrada, sacerdotes de comunidades y clero diocesano que cumplen su
misión de evangelizar ya sea en las mismas fronteras personales o yendo a las periferias reciben su
recompensa cuando esa llama llega a su corazón, se van transformando y se va extendiendo a más
personas.
Todos, cristianos y no cristianos, bien sea en el templo o compartiendo en familia, podemos y debemos
sacarle provecho a estas enseñanzas que hace dos mil años Jesús nos dejó de manera tan amorosa y
sacrificada aquella primera Semana Santa.
“La Semana Santa tiene un gran sentido en mi vida, más que tradicional, es el valor
espiritual. Vivirla es poder sentir con Jesús cada uno de esos momentos de agonía en la
pasión, acompañarlo en ese camino de amor y sacrificio que realizó por la salvación de la
humanidad”.
De esta manera define Andrea Paola Navarro el significado que para ella tiene la
Semana Mayor. Ella tiene 23 años y recibió su formación a partir de la fe cristiana
católica que sus padres le enseñaron.
Navarro proviene del municipio de Ocaña, Norte de Santander, y vive en Medellín hace
seis años, donde estudia Ingeniería de Alimentos en la Universidad de Antioquia.
Para la nueva generación, las distintas maneras de concebir la Semana Santa tienen que ver
con que la fe de los jóvenes es cada vez más personal. Las prácticas que rigieron la
sociedad durante más de 15 siglos hoy han cambiado para dar paso a la expresión de
diversas creencias. Aunque el credo católico permanece en algunos jóvenes, otros
optan por hábitos diferentes.
Así lo explica el sociólogo e historiador Luis Julián Salas, para quien, si bien es cierto que
la Iglesia Católica ya no posee una influencia tan marcada en el comportamiento de los
jóvenes, también lo es el hecho de que estos aún expresan su espiritualidad, pero no de
manera uniforme como lo hacían en años anteriores.
“Hay valores distintos y nuevas costumbres en la sociedad actual. La relación que tienen las
personas con la iglesia en la actualidad es diferente. Muchos jóvenes ya no tienen esa
tradición de conmemorar la Semana Santa o una profesión de fe, y en esto influye que la
sociedad es más laica; por ende, la figura de la iglesia ya no es tan preponderante como lo
era antes”, aseveró el sociólogo y docente de la Universidad Eafit.
Dicho estilo de vida se refleja en Juan Diego Posada, un joven de 25 años oriundo de
Medellín que fue criado por sus padres en el catolicismo, aunque confiesa que no ejerce
ningún tipo de hábitos específicos en esta época religiosa.
Posada piensa que este tipo de prácticas, tales como la abstención de ciertos alimentos,
la reflexión y la oración, entre otras, se han vuelto aburridoras para muchos jóvenes,
precisamente por la forma en que se mueve el mundo. “Para el joven actual, es más
interesante poder explorar otros campos”, expresó Juan Diego.
Este giro tiene una explicación de carácter generacional. Según José Gregorio Henríquez,
antropólogo de la Universidad de Antioquia y experto en simbología religiosa, este
desinterés actual por la iglesia se debe a que no hubo una correcta transmisión de las
costumbres y hábitos por parte de la generación anterior, los padres de la juventud
contemporánea. Otro argumento que expone el investigador está en las dinámicas
productivas actuales.
“La población joven adulta en la actualidad espera este tipo de fechas para viajar y
descansar. Esto tiene que ver con los ritmos productivos y de trabajo que hoy existen. Hace
50 años esta era una semana en la que se detenían las actividades, pero para invitar al
recogimiento y encontrar en la familia el grupo propicio para compartir. La sociedad ha
entrado en unas dinámicas más mecánicas que de interiorización espiritual”, dijo
Henríquez.
Sin embargo, Luis Salas afirmó que también es posible hallar jóvenes que pertenecen
a asociaciones cristianas y expresan abiertamente su espiritualidad.
María Isabel Ortiz fue criada en una familia cristiana protestante de Medellín. Para ella, la
semana santa es un tiempo que dedica a compartir en familia y al completo descanso.
“Nuestra generación no practica estas tradiciones por convicción, sino por herencia. Por
esta razón no tenemos costumbres tan arraigadas”, dijo Ortiz.
Para Andrea Navarro, tradiciones como la del ayuno del viernes de cuaresma, el viacrucis
del viernes santo, las eucaristías de la última cena y la de resurrección cobran un
significado especial. “Es por ello que cada vez me preocupo por vivir mejor mi semana
santa, y darle así el sentido que Jesús le dio: un tiempo de redención”, concluyó la
joven.
Todos tenemos una misión en la vida. Como madre o padre, como hijo o hija, tía,
abuelo, trabajador, estudiante, profesional, ministro, líder comunitario, sacerdote,
religioso… lo que sea. Cada uno puede tener una misión distinta en la vida,
pero el denominador común es que todos estamos llamados a cumplirla
haciendo el bien a los demás y respetando nuestros valores. Jesús llevó a
cabo su misión y nos invita a que nosotros hagamos lo mismo.
El buen padre y la buena madre que cumplen su misión de educar bien a sus hijos
reciben su recompensa cuando ven a esos hijos e hijas convertirse en hombres y
mujeres de bien.
El buen estudiante recibe su recompensa cuando sale bien en sus estudios y echa
adelante.
El buen trabajador recibe su recompensa no solo con su jornal semanal sino con
la contribución que hace a diario hacia a sus compañeros y en su lugar de trabajo.
El ministro o el líder comunitario que cumplen su misión reciben su recompensa en
la contribución que hacen a que todos vivamos en una mejor sociedad.
Otra.
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En el corazón del año litúrgico late el Misterio pascual, el Triduo del Señor
crucificado, muerto y resucitado. Toda la historia de la salvación gira en torno a
estos días santos, que pasaron desapercibidos para la mayor parte de los hombres, y
que ahora la Iglesia celebra «desde donde sale el sol hasta el ocaso»[1]. Todo el año
litúrgico, compendio de la historia de Dios con los hombres, surge de
la memoria que la Iglesia conserva de la hora de Jesús: cuando, «habiendo amado a
los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin»[2].
MUCHOS DE LOS RITOS QUE VIVIMOS ESTOS DÍAS ECHAN SUS RAÍCES
EN MUY ANTIGUAS TRADICIONES; SU FUERZA ESTÁ AQUILATADA POR
LA PIEDAD DE LOS CRISTIANOS Y POR LA FE DE LOS SANTOS DE DOS
MILENIOS.
El Domingo de Ramos
El Domingo de Ramos es como el pórtico que precede y dispone al Triduo
pascual:«este umbral de la Semana Santa, tan próximo ya el momento en el que se
consumó sobre el Calvario la Redención de la humanidad entera, me parece un
tiempo particularmente apropiado para que tú y yo consideremos por qué caminos
nos ha salvado Jesús Señor Nuestro; para que contemplemos ese amor suyo —
verdaderamente inefable— a unas pobres criaturas, formadas con barro de la
tierra»[3]
Cuando los primeros fieles escuchaban la proclamación litúrgica de los relatos
evangélicos de la Pasión y la homilía que pronunciaba el obispo, se sabían en una
situación bien distinta de la de quien asiste a una mera representación: «para sus
corazones piadosos, no había diferencia entre escuchar lo que se había proclamado y
ver lo que había sucedido»[4]. En los relatos de la Pasión, la entrada de Jesús en
Jerusalén es como la presentación oficial que el Señor hace de sí mismo como el
Mesías deseado y esperado, fuera del cual no hay salvación. Su gesto es el del Rey
salvador que viene a su casa. De entre los suyos, unos no lo recibieron, pero otros sí,
aclamándole como el Bendito que viene en nombre del Señor[5].
El Señor, siempre presente y operante en la Iglesia, actualiza en la liturgia, año tras
año, esta solemne entrada en el «Domingo de Ramos en la Pasión del Señor», como
lo llama el Misal. Su mismo nombre insinúa una duplicidad de elementos: triunfales
unos, dolorosos otros. «En este día —se lee en la rúbrica— la Iglesia recuerda la
entrada de Cristo, el Señor, en Jerusalén para consumar su Misterio pascual»[6]. Su
llegada está rodeada de aclamaciones y vítores de júbilo, aunque las muchedumbres
no saben entonces hacia dónde se dirige realmente Jesús, y se toparán con el
escándalo de la Cruz. Nosotros, sin embargo, en el tiempo de la Iglesia, sí que
sabemos cuál es la dirección de los pasos del Señor: Él entra en Jerusalén «para
consumar su misterio pascual». Por eso, para el cristiano que aclama a Jesús como
Mesías en la procesión del domingo de Ramos, no es una sorpresa encontrarse, sin
solución de continuidad, con la vertiente dolorosa de los padecimientos del Señor.
Es ilustrativo el modo en que la liturgia nos traduce este juego de tinieblas y de luz
en el designio divino: el Domingo de Ramos no reúne dos celebraciones cerradas,
yuxtapuestas. El rito de entrada de la Misa no es otro que la procesión misma, y esta
desemboca directamente en la colecta de la Misa. «Dios todopoderoso y eterno, tú
quisiste —nos dirigimos al Padre— que nuestro Salvador se hiciese hombre y
muriese en la cruz»[7]: aquí todo habla ya de lo que va a suceder en los días
siguientes.
El Jueves Santo
El Triduo pascual comienza con la Misa vespertina de la Cena del Señor. El Jueves
Santo se encuentra entre la Cuaresma que termina y el Triduo que comienza. El hilo
conductor de toda la celebración de este día, la luz que lo envuelve todo, es el
Misterio pascual de Cristo, el corazón mismo del acontecimiento que se actualiza en
los signos sacramentales.
La luz del cirio es signo de Cristo, luz del mundo, que irradia y lo inunda todo; el
fuego es el Espíritu Santo, encendido por Cristo en los corazones de los fieles; el
agua significa el paso hacia la vida nueva en Cristo, fuente de vida;
el alleluia pascual es el himno de los peregrinos en camino hacia la Jerusalén del
cielo; el pan y del vino de la Eucaristía son prenda del banquete escatológico con el
Resucitado. Mientras participamos en la Vigilia pascual, reconocemos con la mirada
de la fe que la asamblea santa es la comunidad del Resucitado; que el tiempo es un
tiempo nuevo, abierto al hoy definitivo de Cristo glorioso: «haec est dies, quam fecit
Dominus»[36], este es el día nuevo que ha inaugurado el Señor, el día «que no
conoce ocaso»[37].