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Nuevas Fronteras de Filosofía Práctica

Número 1, Agosto de 2013, pp. 106-125


ISSN-2344-9381

Entrevista a Ricardo Maliandi

Querido Ricardo:
Son muchas las cosas que nos gustaría platicar contigo. Muchas gracias por
darnos esta oportunidad. Entre las cosas que nos gustaría platicar es sobre tu
formación: ¿Qué factores te motivaron a inclinarte por el estudio de la filosofía?
Tenemos entendido que estudiaste primero veterinaria, pero luego la
abandonaste por la filosofía a la que ya nunca más le soltaste la mano.
Uno de esos factores proviene precisamente de los estudios de Veterinaria. Mi
propósito universitario original era estudiar Bacteriología, una carrera de posgrado,
para la cual Veterinaria resultaba el camino más corto. Pero ya mientras cursaba en
Veterinaria la asignatura Fisiología, tuvimos un profesor, Guido Pacella, renombrado
investigador condiscípulo de Houssay y versado en muchos y diversos saberes, quien
en una de sus clases recomendó a todos los alumnos la lectura del Discurso del método,
de Descartes.
Ninguno de mis compañeros, que yo sepa, siguió aquel consejo. Pero yo, que
por entonces, y paralelamente a mis estudios, tenía ciertas pretensiones literarias,
hice aquella lectura, y me dejó deslumbrado. Vi abrirse ante mí un mundo que
desconocía y al que quedé “enganchado” para siempre. Comencé a leer detenidamente
traducciones de textos clásicos de filósofos como Kant, Sartre, Platón, Aristóteles, San
Agustín, o españoles como Unamuno…, sin orden ni orientación, pero cada vez con
mayor certeza de que me dedicaría a esa rama del saber. Perdí un año en el Servicio
Militar, y para compensarlo, al año siguiente me inscribí en la Facultad de
Humanidades de la Universidad de La Plata.
No abandoné Veterinaria, de modo que, durante dos años, estuve estudiando
paralelamente las dos carreras. Pude terminar ambas, pero el proyecto de
Bacteriología quedó abandonado.

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¿Cómo era la situación de la filosofía argentina en el momento en que estudiabas


con relación a la filosofía que se elaboraba en Europa? ¿Había algún tipo de
creatividad o aporte propio de algunos filósofos argentinos?
Mis estudios de grado en Filosofía tuvieron lugar en la década del 50. Había en
Argentina un puñado de pensadores reconocidos: Francisco Romero (excluido de la
Universidad), Luis Juan Guerrero, Coriolano Alberini (ya jubilado) Juan José
Hernández Arregui, Vicente Fatone, Ángel Vassallo, Eugenio Pucciarelli, Mario Bunge
y Risieri Frondizi (exiliados), Rodolfo Mondolfo (exiliado de Italia) y algunos más.
Pero en general se vivía pendiente del pensamiento europeo, especialmente del
alemán y el francés. Poco antes habían pasado por el país José Ortega y Gasset y
Manuel García Morente.
En 1949 había tenido lugar en Mendoza el Primer Congreso Nacional de
Filosofía, al que habían asistido muchos de los filósofos europeos más renombrados
por aquellos tiempos. Todavía predominaba el existencialismo de la Posguerra.
Heidegger (que no se consideraba a sí mismo “existencialista”) y Sartre eran los
principales autores de moda (ellos no vinieron al Congreso del 49), junto a otros como
Camus y Marcel. Ninguno de ellos, sin embargo, me entusiasmaba tanto como Kant,
por un lado, y Unamuno, por el otro. En cierto modo, me sentía indeciso entre el
racionalismo y el irracionalismo, o quizá intuía que ambos modos de filosofar eran
necesarios; posiblemente comenzaron así mis reflexiones sobre la conflictividad.
En la Universidad se había producido cierta preponderancia de la filosofía
tomista, que decididamente no me gustaba. Tuve por entonces una oportunidad, como
veterinario, de irme a vender y a poner vacunas en Chacabuco, Provincia de Buenos
Aires, y allí fui con un ex - compañero que terminó casándose con mi hermana. Pero él
era veterinario en serio, y era quien salía al campo, mientras yo me quedaba en el
localcito de Veterinaria, vendiendo productos y preparando materias de filosofía para
darlas en exámenes libres.

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Pero esta aventura no duró mucho. Los cambios políticos operados en 1955
representaron también cambios universitarios, y volvieron al país algunos filósofos
exiliados, como Risieri Frondizi, lo cual me instó a abandonar para siempre la
Veterinaria y dedicarme exclusivamente a la Filosofía. Justamente tenía que cursar
Ética, que estaba entonces a cargo de Frondizi. Esta circunstancia fue decisiva para mi
carrera, porque al mismo tiempo que él me deslumbró, yo le resulté un discípulo
interesante, y me hizo nombrar en el Departamento de Filosofía de Humanidades de
La Plata. En aquella época estaba Frondizi escribiendo su libro sobre los valores, y
éste era un tema que yo no había visto antes. No sólo significó mi entrada en las
teorías de Max Scheler y Nicolai Hartmann, sino también mi primer contacto con un
profesor que pensaba por cuenta propia y que nos obligaba a los alumnos a hacer lo
mismo.

¿Qué contribuciones te parece que hizo Risieri  Frondizi a la filosofía moral?


¿Influyó en tu trabajo? ¿Qué otros filósofos argentinos te influyeron en aquel
momento y por qué?
Frondizi traía una propuesta axiológica original, que vinculaba el valor a la
creación, lo caracterizaba como cualidad estructural y procuraba una mediación entre
el objetivismo y el subjetivismo. Para los alumnos que lo seguíamos con atención, era
la oportunidad de penetrar profundamente en un problema filosófico y participar de
las correspondientes perplejidades. Pero, además, la enseñanza de Frondizi
desplegaba un nuevo estilo: no se trataba meramente de informar, sino sobre todo de
formar. Nos despertaba la conciencia crítica: había que estudiar muy bien a los
autores, pero a la vez había que repensar los problemas y las propuestas de solución.
Creo que me infundió dos actitudes básicas: la problematización estricta y el respeto a
la discrepancia.
Nunca habíamos tenido un profesor que nos expusiera sus propias ideas y nos
pidiera que le hiciéramos objeciones críticas. Esto último lo siguió haciendo conmigo

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durante muchos años. Cuando Risieri escribió su último libro (Introducción a los
problemas fundamentales del hombre, Méxixo. FCE, 1977), yo estaba estudiando en
Alemania, y allí recibía sus manuscritos (desde su segundo exilio) para que les hiciera
todas las observaciones críticas que se me ocurrieran. Faltaban aún más de diez años
para que aquel libro se publicara, pero su elaboración estaba siendo muy cuidadosa y
con extremado sentido crítico. Sin duda la influencia de Frondizi fue la mayor que
tuve, y por él me dediqué a la ética.
Risieri fue también el primero en introducir a los empiristas lógicos, y los
analíticos anglosajones que empezaban a hacerse conocer, en lo cual lo secundaron
pronto Rolando García y Gregorio Klimovsky, más afines a esa corriente.
Frondizi simpatizaba con los empiristas lógicos pero tenía a la vez abundantes
discrepancias con ellos. Era de todos modos un empirista integral, aunque eso no
logró infundírmelo. Kant, Scheler y Hartmann, a través de sus escritos, me habían
inoculado el apriorismo, es decir, la convicción de que incluso lo empírico no puede
entenderse sin presupuestos pre-empíricos (o al menos extra-empíricos). Creo, sin
embargo, que las muchas discusiones que tuve con Frondizi en torno de estas
diferencias fueron el factor determinante de mi pensamiento. Si tuviera que
mencionar otras influencias de filósofos argentinos nombraría en primer lugar a
Emilio Estiú, quien me introdujo en los pensadores alemanes y en la lengua alemana.
Emilio fue además un amigo entrañable, realmente querido y siempre
admirado. De estilo muy distinto al de Frondizi, pero con una capacidad expositiva
que convertía en claridad los pasajes más oscuros. Su peculiar personalidad atraía a
todos sus discípulos al margen de lo estrictamente filosófico, que quedaba relegado a
las aulas universitarias. Su carácter formador tenía que ver con eso: la verdadera
“seriedad de la vida” requiere un rechazo permanente de lo convencional y lo
solemne. No enseñaba doctrinas (aunque si había que aclarar alguna, nadie lo hacía
tan bien como él), sino actitudes vitales, solidaridad, sentido del humor, visión irónica
de lo real. Los juegos de cartas, tan despreciados por Schopenhauer, adquirían con

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Emilio un peculiar sentido, casi esotérico, en el que sin embargo siempre era posible
inventar nuevas reglas. Es cierto que el intercambio de cartas se opone al de ideas,
pero jugar cartas con Emilio era un modo de adiestrar el propio pensamiento, una
verdadera experiencia insólita.
Otros maestros que, por diversos motivos y de diversos modos, ejercieron
influencia en mi manera de filosofar fueron, en la Argentina, Eugenio Pucciarelli, José
Luis Romero y Norberto Rodríguez Bustamante y, en Alemania, Fritz Joachim von
Rintelen y Gerhard Funke. Apel es un caso aparte, al que me referiré después.

Sabemos de tus conversaciones con filósofos como Apel, Gadamer y Heidegger.


¿Podrías hacer una síntesis de qué aspectos cruciales de aquellos encuentros te
impactaron?
A Heidegger lo visité una vez siendo doctorando aún en Freiburg, Alemania (Yo
estudiaba en la Universidad de Maguncia). Fue una gran experiencia, con muchos
detalles narrables, pero que ocuparían demasiado espacio en la presente entrevista.
Remito al relato que hice en G.Fernández / R. Maliandi, Valores blasfemos. Diálogos con
Heidegger y Gadamer, (Buenos Aires, Las Cuarenta, 2009, pp. 25 – 39). Quizá como
elemento principal cabría destacar la sencillez y amabilidad con que me atendió
durante más de una hora ese hombre que en aquella época era sin duda el filósofo
viviente más famoso del mundo. Pero es, sin embargo, y acaso porque mis intereses
teóricos se movían en otro ámbito, poco y nada lo que he recogido de su pensamiento
en mi propuesta ética.
A Gadamer lo visitamos con Graciela, mi esposa, en varias oportunidades. Era
una especie de sabio renacentista, con el que uno podía elegir cualquier tema de
conversación en la seguridad de que pasaría un momento amenísimo escuchándolo.
Nos ha quedado especialmente grabada en la memoria su sintética definición de la
hermenéutica: “el reconocimiento de que el otro puede tener razón”. Creo que es una
actitud similar, aunque adoptada desde una postura muy distinta, a la que señale en

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Frondizi. Y es importante que lo diga ahora porque, la vez que hablamos


específicamente de ética, expresó Gadamer ideas difícilmente conciliables con las que
he venido desarrollando. También remito, al respecto, a la ya citada obra (pp. 77 –
108). El principal desacuerdo consistía en que yo estaba y sigo estando convencido de
que es posible fundamentar la ética, mientras que él negaba esa posibilidad, aunque
negando a la vez (y en esto sí coincidíamos) toda postura relativista. Nunca terminé
de entender esa conjunción de anti-fundacionismo y anti-relativismo, pero confieso
que Gadamer la convertía en plausible.
El encuentro con Apel, en cambio, tuvo una significación decisiva en mi
pensamiento. Él había hecho su tesis de Habilitación en Maguncia cuando yo estaba
elaborando mi tesis doctoral en la misma Universidad. Pero entonces no lo conocí
personalmente, sino a través de comentarios de Gerhard Funke, co-director de mi
tesis doctoral y director de la de Habilitación de Apel. Funke era en aquellos tiempos
Presidente de la Kant-Gesellchaft y Director de la revista Kants-Studien, además de un
brillante fenomenólogo.
Conocí personalmente a Apel en unas Jornadas internacionales en Grecia, pero
lo decisivo (y uno de los pasos clave en todo mi pensamiento ulterior) fue una visita
que le hice en su casa, en el Taunus, en 1981. Encontré de pronto algo que yo venía
buscando desde décadas anteriores: un argumento serio a favor de una
fundamentación apriorística. Me di cuenta de que, ya en mi madurez (yo tenía ya 51
años) había encontrado un nuevo maestro. Surgió a partir de entonces una amistad
personal con Apel, que fue reafirmándose a través de sucesivos encuentros en
Alemania y Argentina, y asimismo en el Congreso Mundial de Moscú en 1993 y en el
de Boston en 1998. Con Julio De Zan y Dorando Michelini llevamos a cabo la primera, y
una de las más importantes, recepciones de la pragmática trascendental y la ética
discursiva apelianas en América Latina. Esto ocurría ya en 1985, es decir, antes de los
encuentros importantes que habría de tener Apel con Enrique Dussel y en general con
la Filosofía de la Liberación.

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Desde hace muchos años vienes trabajando en una propuesta propia de ética
filosófica llamada ética de la "convergencia". En parte tu propuesta combina
aportes de la ética material de los valores y de la ética del discurso en su versión
apeliana. ¿Te parece que todavía hay aspectos defendibles de la ética material de
los valores? Respecto de la ética del discurso ¿cuáles son sus ventajas sobre otros
aportes filosóficos?
Efectivamente, mi “ética convergente” es ante todo un intento de articular
aportes de esas dos importantes corrientes de la filosofía alemana. Desde los tiempos
en que preparaba mi tesis doctoral yo había venido trabajando especialmente con la
ética axiológica de Nicolai Hatmann. Había comprobado que y cómo Hartmann había
intuido claramente el fondo conflictivo de todos los fenómenos morales. Me
interesaba también su postura apriorística (que retomaba, a través de Scheler, lo que
me parecía el principal descubrimiento kantiano), pero me daba cuenta de que me
faltaban argumentos frente a las fuertes razones empiristas que conocía desde mis
juveniles discusiones con Risieri Frondizi, y tanto Scheler como Hartmann habían
quedado empantanados en el arbitrio intuicionista. No niego que quizá existan
auténticas intuiciones emocionales de valores, pero ellas no pueden ser esgrimidas
precisamente frente a cualquier discrepancia de intuiciones. Esto yo lo entendía bien,
pero era a la vez la fuente de mis frustraciones en la búsqueda de fundamentos a
priori ).
El ingreso, por así decir, de la mano de Apel, en el giro lingüístico y
particularmente en el “giro pragmático”, transformaba todo mi viejo panorama y me
abría un mundo nuevo, que en realidad tenía sus raíces en Kant y en la esencial
diferencia que éste había marcado, no sólo entre lo trascendental y lo empírico, sino
también, y acaso primordialmente, entre las inferencias deductivas y las reflexivas. Y
con una ventaja singular: esa diferencia resultaba mucho más nítida si se la reconocía
y adoptaba desde la perspectiva lingüística y pragmática. Apel, en cambio, aunque sin

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duda veía la relación de lo ético con lo conflictivo, no había llegado en esta visión tan
lejos como Hartmann. La tarea que se me abría era patente: articular la propuesta
pragmático-trascendental de Apel con el reconocimiento drástico de las relaciones
conflictivas investigadas exhaustivamente por Hartmann en los valores. La clave era
entonces la búsqueda de una fundamentación apriorística que, no obstante,
reconociese la prelación de las estructuras conflictivas del ethos. Esto me sugirió el
concepto, a menudo discutido por quienes se ocupan de ética convergente, de un “a
priori de la conflictividad”.

Siempre nos ha parecido que la ética del discurso, no obstante sus contribuciones
genuinas a la ética, había dejado de lado problemas importantes. Por una parte el
tema de los valores y la búsqueda de la bondad moral, temas nodales para otras
corrientes filosóficas y que, pace la ética del discurso, siguen estando en el
candelero de la discusión. Otra limitación que apreciamos en la ética del discurso
es su escasa atención a los dilemas morales experimentados por agentes morales
individuales. Y, por último, una falta de atención al papel que las emociones
morales pueden jugar en el enfrentamiento de encrucijadas  morales. ¿Tú
también ves estas limitaciones o te parece que la ética del discurso está
justificada en no atender a las mismas? Nos adelantamos a pensar que compartes
este diagnóstico por cuanto en tus tres libros sobre ética de la convergencia se
hacen patentes las preocupaciones por los dilemas y también por los conflictos
entre emociones o intrapáticos como los llamas tú.
Estoy de acuerdo en que la ética del discurso padece esas deficiencias. La
carencia de reflexión axiológica, por de pronto, no sólo la he advertido yo y la he
discutido con el propio Apel, sino también, por ejemplo, uno de sus más asiduos
discípulos y colaboradores, como Matthias Kettner, quien, poniéndose en esto de mi
parte, habló de “cascadas de razones” a favor de la necesidad de incluir en la ética del
discurso la tematización de los valores. Y algo semejante ocurre con cuestiones como

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la bondad moral, los dilemas individuales o, por ejemplo, las virtudes “hacia uno
mismo”, como señalara a propósito José Luis López de Lizaga en la visita que hizo a la
Argentina en 2011.
Contra el monoprincipialismo de Apel he propuesto un total de cuatro
principios cardinales e incluso un quinto principio (o metaprincipio) de convergencia.
Y me he ocupado asimismo de los conflictos que tienen como protagonistas a los
sentimientos, es decir, al pathos (distinguiendo entre conflictos intralógicos,
intrapáticos y logopáticos), lo cual parece dejar indiferente a Apel. Pero hay al menos
tres aportes del pensamiento de Apel que me produjeron un impacto inolvidable y
determinaron definitivamente la propuesta ética que desde entonces (hace ya 32
años) vengo elaborando: 1) la comprensión de que el falibilismo, aunque
imprescindible en un pensamiento crítico, tiene también límites infranqueables (un
falibilismo irrestricto resulta autocontradictorio), 2) que hay criterios auténticos y
argumentos consistentes (al margen de si se está o no de acuerdo con la totalidad de
tales criterios y argumentos) para el desarrollo de una fundamentación apriorística
“fuerte” de la ética., y 3) que una fundamentación apriorística no sólo no implica
necesariamente rigorismo, sino que también puede ser la más adecuada perspectiva
para la refutación y superación de posturas rigoristas. Apel aborda esta superación
mediante el añadido de una “parte B” de la ética, consistente en una restricción
compensada de la aplicación del principio. La ética convergente considera que si el a
priori de la conflictividad es tenido en cuenta ya como factor de la fundamentación, la
mencionada parte B deviene superflua; pero reconoce en el planteamiento de Apel
una decisiva toma de conciencia de la compatibilidad entre apriorismo y negación de
rigorismo. Por otro lado, la ética convergente sugiere sin embargo la necesidad de
distinguir entre un rigorismo “extensional” y un rigorimo “comprehensional”, y
entiende que sólo este último necesita ser impugnado. Lo esencial en la ética
convergente es encontrar aplicaciones que no prescindan de ninguno de los

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principios, y ello se logra mediante la “flexión ética” en los principios sincrónicos y los
axiomas deontoaxiológicos en los diacrónicos.
Creo que una de las tergiversaciones habituales, o al menos uno de los
malentendidos más gruesos de la propuesta ético-discursiva de Apel se comete
cuando se interpreta su provocativa expresión “fundamentación última”
(Letztbegründung) como una forma de dogmatismo. Precisamente nada puede haber
más antidogmático que recurrir a los “discursos prácticos” (es decir, al intercambio
puramente argumentativo en búsqueda de consenso) cuando se trata de resolver un
conflicto de intereses. Que un auténtico discurso práctico sea efectivamente muy
difícil de llevar a cabo, o que sea frecuente falsificarlo con actitudes “negociadoras” y
disimuladas formas de amenazas y violencia, no le sustrae su validez básica. La
argumentación es el recurso racional por excelencia.

En tu ética de la convergencia reflexionas sobre las tensiones internas entre


cuatro principios. Dos de ellos, por caso, el de universalidad y el de individualidad,
están en conflicto. Precisamente, en la tradición analítica de la ética esto se
conoce como la tensión entre universalismo o generalismo moral vs
particularismo. Hay particularistas morales notables como Dancy. Pero nos
gustaría que nos contaras antecedentes de esta forma de pensar, particularmente
tu estudio de la inversión del imperativo categórico realizada por Hartmann, así
como la versión del principio de individualidad defendido por Simmel.
Todos los enfrentamientos entre formas de universalismo y particularismo
reflejan lo que he propuesto denominar conflictividad sincrónica, a la que también
pertenece la clásica oposición entre justicia y libertad, o entre filosofías “endógenas” y
“exógenas”, o entre orden y desorden, etc., mientras que los choques entre posturas
progresistas y conservadoras pero también entre inquietud y serenidad, entre
importancia y urgencia, entre precaución y riesgo, entre calidad y cantidad de vida,
etc., son variantes de la conflictividad diacrónica.

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Cuando no se tienen en cuenta los dos extremos se incurre en unilateralidad. El


imperativo categórico kantiano –quizá el descubrimiento más grande en la historia de
la ética—unilateraliza la universalidad. Simmel había pretendido reemplazarlo por
una “ley individual”, sin advertir que de ese modo incurría en la unilateralidad
opuesta. Hartmann, en cambio, se percató con perspicacia de que la gran dificultad de
lo moral reside precisamente en que conviven en ella la exigencia universal y la
individual. Este tipo de aportes hartmannianos es lo que procura retener la ética
convergente. Hartmann recurría entonces a la idea de “síntesis”, que no está mal, ya
que refleja la marcha inevitablemente dialéctica del pensamiento. Pero he optado por
la idea de “convergencia” porque creo que el logro de compatibilizaciones ofrece
particulares dificultades y nunca puede asegurarse de antemano. La ética convergente
se despliega como una búsqueda de minimización de conflictividad y,
consecuentemente, de maximización de convergencia. Más no puede pretenderse ni
resultaría racional pretenderlo.
Hay, por otra parte, innumerables situaciones en que ni siquiera cabe hablar de
convergencia. A nadie se le ocurriría, por ejemplo, buscar convergencia entre el
nazismo y sus víctimas. La ética convergente interpreta que en casos semejantes no se
está directamente ante conflictos prístinos, sino ante resultados de erróneas
manipulaciones unilaterales de lo que alguna vez fueron conflictos en principio (o al
menos en algún grado) convergibles. También hay, desde luego, conflictos insolubles,
como ocurre en especial con los conflictos trágicos. El criterio más racional posible
ante conflictos sociales insolubles o de muy difícil solución es lo que la sociología del
conflicto llama “regulaciones de conflictos”, o sea el establecimiento contractual de
“reglas de convivencia”, como hicieron –o al menos aparentaron hacer—las dos
grandes potencias nucleares durante la llamada “Guerra fría”.
De todos modos, conviene distinguir con la mayor claridad posible entre
conflictos empíricos (de intereses, de opiniones, de competencias, etc.) y conflictos
entre principios: precisamente entre los mismos principios a los que se apela cuando

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se procura resolver, mitigar o regular racionalmente conflictos empíricos. Creo que


estos conflictos revisten especial importancia, pese a que suelen pasar inadvertidos en
las concepciones monoprincipialistas, como la ética kantiana. La ética del discurso
apeliana también suele presentarse como “monoprincipialista”, pero vengo
sosteniendo (e incluso discutiendo con Apel) si no se trata más bien de algo así como
un “criptomonoprincipialismo”, ya que el declarado compromiso que Apel admite, por
ejemplo, frente a “sistemas de autoafirmacion” podría ser interpretado, a mi juicio,
como un modo de reconocimiento del principio sincrónico de individualización.
También los principios diacrónicos asoman en esa ética del discurso, e incluso el
principio de convergencia en lo que Apel prefiere llamar “principio de
complementación”

Una de tus obsesiones filosóficas se ha basado en la posibilidad y necesidad de


"fundamentar" la ética. ¿Qué papel juegan los argumentos trascendentales en
esta tarea en tu opinión? ¿Has considerado los desafíos que la filosofía le endereza
a los intentos fundacionistas? Estamos pensando por ejemplo en la idea de
equilibrio reflexivo rawlsiano que es una forma de cimentar principios morales
pero no bajo la arquitectura de fundamentación tradicional, sino en una versión
holística que tiene un parecido de familia con el holismo quineano. ¿Cómo valoras
aquellas propuestas éticas sensibles a los contextos de aplicación de las normas
morales?
Creo que esa “obsesión” es mi principal herencia de Risieri Frondizi. El
disponía, por cierto, de una propuesta empirista de fundamentación –con la que, como
dije, yo no estaba de acuerdo--, pero creo que lo más destacable es la autenticidad con
que él sentía la importancia filosófica de ese problema, y la necesidad de que cada
pensador que pretendiera ocuparse con cuestiones éticas tuviera una teoría al
respecto, es decir, dispusiera de un criterio acerca de los fundamentos de las normas y
los valores morales. La justificación es muy simple: la ética filosófica es la

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investigación de lo que se “debe” hacer (u omitir), pero no simplemente como


enumeración de tipos de acción posibles, sino ante todo disponiendo de una respuesta
a la racional pregunta “¿por qué?”. Quien no disponga de una respuesta semejante –
aunque desde luego, también quien no esté decidido a someterla siempre de nuevo a
todo tipo de debates—no puede considerarse a sí mismo un pensador ético en sentido
estricto. Uno de mis asombros y entusiasmos con la ética de Apel consistió
precisamente en que ahí volví a encontrar aquella obsesión de Risieri Frondizi,
obsesión por cierto no demasiado frecuente, pero que, a mi juicio, resulta inevitable
cuando se ha penetrado verdaderamente en el laberinto del ethos.
La propuesta de Rawls sin duda ha sido crucial, no sólo para el Derecho, sino
para toda la filosofía práctica., y me permito incluso creer que también él compartía la
obsesión que estoy señalando en Frondizi y en Apel. Pero a la vez tiendo a pensar que
Rawls tuvo en el fondo una intuición salomónica de la justicia, y no vaciló en aplicar a
sus “principios” un criterio constructivista. Ahí reside, según me parece, la principal
diferencia con Apel. Este no procura “construir”, sino re-contruir el fundamento moral.
No trata de traer a la existencia algo que en ésta falta, sino de hacer visible algo que ya
existe, pero que permanece invisible, o, en otros términos: de explicitar lo que se halla
implícito. El “velo de ignorancia” rawlsiano es una hipótesis utilísima; la re-
construcción apeliana de la “norma básica” constituye un intento de rasgar un velo
que no es meramente hipotético.

¿Por qué te sigue pareciendo necesaria una aproximación "a priori" al dato del
conflicto? ¿No te parece que basta con una afirmación constatable
empíricamente?
Es que sigo siendo kantiano en la convicción de que las “condiciones de
posibilidad” de una experiencia tienen que preceder, si no cronológica, al menos

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lógicamente, a la experiencia. Siempre he denunciado –incluso en mi tan querido


maestro R. Frondizi—una falacia empirista en la manera de ver lo a priori como una
especie de ensoñación que algunos filósofos adjudican arbitrariamente a una especie
de “más allá de la experiencia”. Lo a priori no está más allá, sino precisamente más acá
de lo empírico. En tal sentido, si sostengo un a priori de la conflictividad quiero decir
que toda experiencia moral presupone algún conflicto, o, dicho con mayor rigor,
confirma la estructura conflictiva del ethos. De modo similar al cogito cartesiano,
podría expresárselo en una fórmula como aliquid est bonum (malum); ergo conflictus
est.
Por supuesto, no dudo de que hay conflictos empíricos, ni de que ellos son los
que de algún modo perturban nuestra vida y es preciso resolver. Pero a partir de esta
concesión tengo que hacer dos afirmaciones: 1) El análisis de cualquier conflicto
empírico y particular presupone que el analista comprende la singular característica
de las interrelaciones conflictivas, es decir, comprende la conflictividad, y mediante
esta comprensión reflexiva puede averiguar las condiciones de posibilidad de todo
conflicto empírico, y advertir que tales condiciones a su vez no son fenómenos
empíricos (físicos, por ejemplo), sino aconteceres mentales o lingüísticos. 2) Todo
intento racional o razonable de resolver un determinado conflicto se expresa en
propuestas basadas en principios. El problema es ahora cuáles y cuántos son tales
principios. La ética convergente procura mostrar que son cuatro (porque se
corresponden con las dos dimensiones –fundamentación y crítica—y con las dos
estructuras –sincrónica y diacrónica—de la razón), y señala que también hay
relaciones conflictivas entre esos principios. La investigación de las posibilidades de
minimizar esas relaciones conflictivas constituye el tema central de esta propuesta
ética. La afirmación de conflictos entre principios refuerza la idea de un a priori de la
conflictividad. La afirmación de aquellas posibilidades, por su parte, permite formular
el concepto de la “incomposibilidad de los óptimos” (la observancia óptima –o plena—

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de cada principio es posible, pero, a la vez, incomposible con la de los otros, y más vale
la indemnidad de todos que la observancia plena de uno o dos de ellos).

Una característica de tu personalidad es una frescura juvenil permanente, una


apertura a nuevas ideas, una sensibilidad por las razones opuestas a las tuyas,
etc. ¿Cómo has logrado ese equilibrio psicológico entre la convicción filosófica y la
apertura, entre los logros alcanzados y los nuevos desafíos planteados? ¿Te han
influido en algo las nuevas generaciones de jóvenes filósofos que siguen de cerca
tus aportes?
Creo que esta pregunta, al menos en parte, está ya respondida más arriba. Fue,
como dije, la principal enseñanza de Risieri Frondizi. Representó, en realidad, un
modo de entender la filosofía, la convicción de que ésta sólo puede efectuarse
mediante intercambio de ideas y de argumentos, pero con la condición de la
disponibilidad a tomar en consideración opiniones distintas de las propias. Es como si
dijera: me es lícito pensar esa cuestión a mi manera, pero con la condición de estar
dispuesto a recibir objeciones. Defenderé con toda mi fuerza mis ideas, pero no seré
obcecado si me presentan argumentos correctos que revelan mis errores. Y algo más,
tan importante como lo anterior: una discusión filosófica no es un combate en el que
se trata de vencer al oponente, sino una alianza implícita que se hace con él contra las
dificultades del problema. Importa más aclarar el problema que derrotar al
interlocutor. Comprendí esto desde temprano, y he tratado de tenerlo en cuenta, lo
cual no es siempre fácil, porque cada uno de nosotros tiene una tendencia natural a
ser el ganador de las discusiones en que se mete. La prelación del interés por el
esclarecimiento por encima del interés por la refutación debe tenerse en cuenta, por
lo menos, si se pretende filosofar.
Las discusiones en la vida práctica no son así. Ahí las objeciones molestan, e
incluso ofenden, mientras que, en filosofía, las objeciones deberían verse siempre
como un favor que nos hace el interlocutor, o como una confirmación de que estamos

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efectivamente filosofando. No aprendí ese tipo de apertura de mis jóvenes discípulos,


precisamente porque lo natural y espontáneo va más bien en el sentido inverso. Por el
contrario, es más bien lo que, con gran esfuerzo, he tratado y trato aún de enseñarles,
aunque lamentablemente no siempre lo he logrado. Al parecer no bastan 50 años de
práctica de la enseñanza filosófica. Necesitaría otros 50.

Varias veces has escrito sobre el escepticismo moral. ¿Qué balance harías de los
trabajos de Shopenhauer, Nietzsche y Wittgenstein? ¿No te parece que su aporte
estriba, en parte, en que nos plantean desafíos que nos presionan a mejorar
nuestros instrumentos conceptuales en el campo de la ética filosófica?
Aunque tengo específicos desacuerdos con cada uno de ellos, los tres son
pensadores que admiro profundamente y que releo con mucho agrado. También es
cierto que muchas de sus aserciones operan como desafíos que obligan a buscar
argumentos, sobre todo a favor de la fundamentación ética que los tres, de distintos
modos, cuestionan. Pero también hay en esto importantes diferencias. Schopenhauer
es ante todo un metafísico anti-hegeliano, que se presenta a sí mismo como
irracionalista sólo para impugnar la sacralización de la Razón propuesta por Hegel,
pero que por otro lado se siente muy acorde con Kant, aunque le arroje también sus
dardos críticos. Aquello de que “predicar moral es fácil; fundamentarla es difícil” me
resulta totalmente aceptable. Y en general, todo el escepticismo moral pregonado por
Schopenhauer parece derrumbarse cuando él recomienda una “moral de la
compasión”. Nietzsche, por su parte, es un escéptico moral sui generis, porque expulsa
la tradición moral cristiana pero consagra la moral de la vida. Y con Wittgenstein me
ocurrió algo especial. En algunos escritos yo lo había considerado un escéptico moral,
pero luego de lecturas más detenidas tuve que reconocer que estuve equivocado, y
oportunamente expresé mi rectificación. Coincide con los escépticos morales en negar
la posibilidad de fundamentar las normas morales, pero, a diferencia de éstos, no
piensa esa negación como una forma de desprecio de la ética, sino, por el contrario,

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porque la considera demasiado importante como para admitir fundamentos. Habría,


pues, una singular paradoja: en algo coinciden lo anodino y lo sobresaliente: no se
pueden fundamentar. Pero no es de extrañar que el pensamiento de Wittgenstein se
exprese de modo paradójico.

¿Qué opinas de la distinción analítica tradicional entre meta-ética y ética


normativa? ¿Te parece o no defendible? ¿Te parece aceptable que los filósofos
morales, políticos o jurídicos cumplamos una tarea normativa de algún tipo,
además de una de reflexión o clarificación conceptual?
Creo que es una distinción sumamente útil, y a mi juicio sirve especialmente
para mostrar que hay dos formas –o, mejor, niveles de reflexión—de hacer ética
filosófica: la que busca los fundamentos de las normas y los valores (y a esa la llamo
yo “normativa”, porque en definitiva remite a principios expresables en lenguaje
normativo), y la que analiza –desde un metalenguaje—el lenguaje normativo, tanto el
de las expresiones morales (normas y valoraciones) como el de las teorías ético-
normativas. Entiendo que, de hecho, siempre la ética filosófica se movió en esos dos
niveles, pero sólo en el siglo XX, y a través de los filósofos analíticos, la diferencia
entre ellos se hizo consciente. Estoy en desacuerdo, sin embargo, con dos actitudes
vinculadas a esa distinción: 1) con la de quienes entienden que sólo la meta-ética tiene
carácter filosófico, y relegan la ética normativa a un modo de mera reflexión moral
(similar a la que se emplea espontáneamente en el “mundo de la vida”), y 2) con la de
quienes (como Apel) rechazan la expresión “meta-ética” porque suponen que su
empleo no es más que una modalidad terminológica de los filósofos analíticos.
A mi entender, tanto la ética normativa como la meta-ética tienen carácter
filosófico (al menos mientras de las exprese mediante argumentos coherentes), y
aunque se mueven, como dije, en distintos niveles reflexivos, sus respectivos empleos
no son incompatibles entre sí. No son “compartimientos estancos”. Hallazgos teóricos
de la ética normativa pueden ser útiles a la meta-ética, y viceversa. De hecho ahora

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mismo, cuando aludo a la distinción entre esos niveles, estoy haciendo meta-ética, y
no ética normativa. Cuando Kant expone su imperativo categórico como criterio para
la discriminación de actos morales, hace ética normativa; en cambio, cuando se
pregunta “cómo es posible” un principio práctico apodíctico, hace meta-ética, aunque
ese término aún no hubiese sido acuñado en su tiempo. Cuando formulo alguna crítica
teórica a determinada norma, hago ética normativa, pero cuando formulo una crítica a
una teoría ético-normativa, hago meta-ética. Lo metodológicamente importante es ser
consciente de en qué nivel se está hablando.

¿Cómo ves la relación entre teoría y praxis? ¿Cómo concibes la identidad y


relaciones entre la filosofía teórica y la filosofía práctica? ¿No te parece que un
aporte de los filósofos pragmatistas como Peirce o Dewey ha consistido en
mostrar que, detrás de toda aventura teórica, hay una motivación práctica?
La diferencia entre filosofía teórica y filosofía práctica es doble: se refiere por
un lado al contenido y por otro a su repercusión en la praxis. Con respecto al
contenido, es relativamente fácil distinguir si un determinado objeto de reflexión se
encuadra dentro de disciplinas teóricas (metafísica, gnoseología, epistemología) o de
disciplinas prácticas (ética, filosofía política, filosofía del derecho, filosofía económica).
Pero, desde luego, esta distinción temática es insuficiente, y además uno puede
encontrarse con ciertos temas que resultan ambiguos en ese respecto. Por eso es
necesario tener en cuenta asimismo el tipo de relación con la praxis. Puedo admitir,
con los pragmatistas, que en todo tipo de reflexión filosófica hay alguna motivación
práctica. Y esto no lo descubrieron los pragmatistas, sino ya Kant, aunque ellos hayan
sido quienes lo resaltaron y también lo estimularon. E incluso estaba presente en el
modo como concebían la filosofía los pensadores helenísticos, particularmente los
estoicos y epicúreos, cuando subordinaban la canónica a la física y la física a la ética.
Ahora bien, aunque todo filosofar entrañe referencias prácticas, parece que
éstas tienen que ser más “fuertes” o más claras en la filosofía práctica. Pero aquí entra

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en juego otra cuestión: ¿en qué sentido se habla de “filosofía práctica”? ¿Se alude a la
teoría acerca de lo práctico, o a un tipo de pensamiento que de alguna manera irrumpe
o interviene en la praxis misma? Según Nicolai Hartmann, no se puede adjudicar a la
ética filosófica una normatividad directa (como estaría insinuada en el intelectualismo
ético socrático según el cual “sólo se puede hacer mal por ignorancia”), porque
entonces no se la distinguiría de la mera reflexión moral, pero tampoco puede
negársele toda normatividad (como pretende Schopenhauer), porque justamente la
ética opera como el puente entre el pensar y el obrar. Lo correcto sería reconocer una
“normatividad indirecta”, es decir, una función semejante a la mayéutica socrática,
una ayuda a concientizar un saber que tenemos pero que no sabemos que lo tenemos,
o bien –diríamos quizás hoy—un procedimiento reconstructivo, un tránsito de un
know how a un know that respecto de la razonabilidad de la propia acción.

Finalmente, ¿qué papel le asignas a la idea de interdisciplina, si es que le asignas


alguno en el contexto de la filosofía en general? ¿No te parece imprescindible que
para avanzar por ejemplo en ética no se pueden desconocer los aportes de otras
áreas no sólo de la filosofía práctica sino también de la teórica como la lógica
deóntica, la filosofía del lenguaje, de la mente o la metafísica? ¿Cómo valoras el
aporte de la psicología o las neurociencias al campo de la conducta moral? y, de
igual forma, ¿considerarías que otras áreas como la literatura, el arte y la
expresión cultural en general, aportan significativamente al desarrollo filosófico?
En toda teoría ética veraz está implícita una presunción de aplicabilidad,
precisamente en razón de lo apuntado en la respuesta anterior. También Risieri
Frondizi había sostenido que si una ética no puede indicar un “camino correcto” para
la acción, pierde su significación básica. De la comprensión de esa relación deriva la
importancia que ha adquirido en nuestro tiempo la llamada “ética aplicada”. Una
teoría ética sin aplicabilidad sería vacía; pero también es preciso reconocer –cosa que
no siempre ocurre—que una aplicación de principios éticos sin apoyo en una teoría

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ética es ciega, y sin duda arbitraria. Todavía es frecuente encontrar, por ejemplo,
grupos de médicos convencidos de que el puro saber hipocrático es suficiente para
entender y discurrir sobre bioética.
Todas las formas de “ética aplicada” (bioética, ética económica, ética del medio
ambiente, ética educacional, etc.) remiten necesariamente a ámbitos
interdisciplinarios. No ya sólo dentro de la filosofía, sino también en las relaciones de
la filosofía con las ciencias y con la cultura. En ética aplicada es tan erróneo y peligroso
el cientificismo como el filosoficismo. La ética filosófica es ahí necesaria, pero al mismo
tiempo insuficiente. Según el tipo de problema ético-aplicado que se pretenda resolver
entran seguramente en juego determinadas y diversas disciplinas, y por cierto
también obras literarias y artísticas. La conducta moral es muy compleja, y lo es sobre
todo debido a la estructura conflictiva del ethos. De modo semejante a lo que suele
hacerse con las ciencias, conviene distinguir con la mayor claridad posible entre la
ética pura y la ética aplicada, pero tomando conciencia de que ninguna de ellas puede
prescindir de la otra.

[Entrevista a cargo de René González de la Vega y Guillermo Lariguet]

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