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HISPANCrtMERICANOS
Mayo 1989
467
Francisco Javier Satué
En memoria de Thomas Bernhard
Gonzalo Santonja
La guerra, el último libro de Antonio Machado
Blas Matamoro
Historia, mito y personaje
Guadalupe Grande
El silencio en la obra de Juan Rulfo
Jesucristo Riquelme Pomares
Obras inéditas de Miguel Hernández
Verónica Almáida Mons
Sol y rebeldía: la vida de Albert Camus
Textos sobre Unamuno, Mercé Rodoreda, Umberto Eco
Hegel, Paul Celan y el Libro de Apolonio
CUADERNOS
HBMNQ\MERKANOS
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INVENCIONES Y ENSAYOS
FRANCISCO J. SATUE 7 Bernhard: de las
variaciones infinitas
GONZALO SANTONJA 27 La Guerra: El último libro
de Antonio Machado
RAFAEL ADOLFO 35 Una rosa oscura de lluvia
TÉLLEZ
JOSÉ MARÍA 37 La máscara de oro
GÓMEZ GÓMEZ
BLAS MATAMORO 41 Historia, mito y personaje
SYLVIA 57 La noche del ángel
IPARRAGUIRRE
GUADALUPE 61 El silencio en la obra
GRANDE de Juan Rulfo
ANTONIO PEREIRA 71 Dalmira y los monjes
JESUCRISTO 75 Obra inédita de Miguel
RIQUELME POMARES Hernández
LECTURAS
VERÓNICA 103 Sol y rebeldía: la vida
ALMÁIDA MONS de Albert Camus
JUAN MALPARTIDA 111 Poéticas contemporáneas
LORETO BUSQUETS 117 La mort i la primaveray
de Mercé Rodoreda
EUGENIO COBO 122 Cancionero de Unamuno
GUILLERMO 126 El Libro de Apolonio
FERNÁNDEZ revisitado
ESCALONA
JOSÉ MARÍA 129 Tradición y literalidad
ESPINASA
ISABEL DE ARMAS 133 Para ponerse a la altura
de los tiempos
MIGUEL MANRIQUE 137 Un estudio sobre
Luis Rosales
MILLÁN CLEMENTE 138 Una reedición de Guichot
DE DIEGO
DIEGO 141 Novedades de Támesis
MARTÍNEZ TORRÓN Books
146 Los espejos de Umberto
RODOLFO ALONSO Eco
148 Calviño y el vacío
MANUEL CRESPILLO literario
156 Hegel en España
PEDRO RIBAS
159 Celan/Boso
JUAN DOMINGO
MOYANO BENÍTEZ
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INVENCIONES
Y ENSAYOS
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Bernhard: de las variaciones infinitas
A Miguel Sáenz
P
Febrero de 1989. El hecho se difunde con reticencia. Se diría que tras la información
a del acontecimiento pesa un escepticismo extraño a la lógica del periodismo rápido, epi-
dérmico y omnipotente de las civilizaciones avanzadas. La muerte del escritor Tho-
>
u mas Bernhard penetra en redacciones, noticiarios, emisoras, estudios, editoriales, pantallas
u
y gabinetes, envuelta en una nube sórdida. La noticia suscita perplejidad y especulacio-
nes encontradas ¿Suicidio? Algunos medios de comunicación juegan con el término,
N pues circulan impetuosos los ecos que asocian de modo indefectible al austriaco con
la temida, tenebrosa palabra. Casi al mismo tiempo surgen versiones diferentes. Pero
C
a>
M> el fallecimiento de Bernhard, acaecido a mediados de febrero, ya no se discute. Será
u
O a principios de marzo cuando se establezca, mediante una reconstrucción ortodoxa o
O.
<u —por mejor decir— aceptable, el curso real de los hechos. En cualquier caso, sea cual
3 fuere la perspectiva desde donde se plantee tan arduo proceso —Bernhard vivía aislado;
-O
O
u
O.
quería vivir aislado—, se perciben las carcajadas hirientes y ofensivas del protagonista
<i>
de la consabida historia. En apariencia, la muerte se muestra como un acto. Una ac-
ción deliberada, personal, hasta cierto punto planeada. Los detalles abonan esta inter-
c
v
«i pretación. Tras agravarse sus dolencias pulmonares, Thomas Bernhard opta por realizar
Oí un viaje a Benidorm, en la confianza de restablecerse en un clima cálido. N o ocurre
*c
u así y resuelve retornar a su casa de Gmunden, en la Alta Austria. Será allí donde conci-
-o
c ba su último relato, que expone con frialdad a un hermano médico. Su historia vuelve
< a proponer, como en tantas de sus obras publicadas, una tensión extrema entre el na-
o rrador y su personaje, el regreso a un espacio literario que no se acoge a las definicio-
T3 nes académicas de la autobiografía, el sobresalto sobre el punto de vista, la recuperación
U
« del Witz como factor de unidad entre dicotomías sólo concebibles mediante la litera-
J3
C
i- tura, la mentira... Su último relato habla de un signo definitorio en la biografía de Bern-
05
hard. En este punto la referencia sencilla vendría propuesta por el concepto «tiniebla».
E Pero Bernhard no quiere hablar de tinieblas, sino alzarlas en torno al motivo sobre
o
J5 el que siempre habló. Su hermano médico —los periodistas redundarán en ello— ha
8
confirmado un estado irreversible intuido por Bernhard desde hacía meses. Es de este
modo que Bernhard, sin necesidad de recurrir a la escritura, habla de nuevo de la muerte.
«Os hablo, pues, hoy, de la muerte, pero no os hablaré directamente de la muerte, por
alusión, de esta experiencia que poseemos, que hacemos constantemente, que haremos
siempre hasta el infinito, hablo ahora de la muerte, puesto que me habéis encargado
un discurso, algo sobre la vida, es cierto, pero yo hablo, aun cuando hablo de la vida,
de la muerte... Todo lo que se dice es siempre sobre la muerte...» 1 . Es por tales cir-
cunstancias —el «hacer» de la palabra; el «hacer» de la muerte— que Bernhard afronta
el doble retorno hacia una materia que, lo veremos, alcanza en su obra un carácter
ontológico. Bernhard habla de la muerte al enumerar a su hermano, tras la comproba-
ción de la única certidumbre humana —primera y última—, las condiciones en que
habrá de informarse sobre su óbito, cuando sea obligado regresar al rito eterno, hablar
de la muerte, relatar, experimentar lo único poseído ya desde la razón, aquello señala-
do a través de la muerte, la vida, el relato, lo «hablado», la muerte. Entre las cláusulas
innegociables del relato figura, precisamente, el hablar... Por este motivo —muestra
radical de la intransigencia del autor respecto a la fraternidad que fusionara su existen-
cia y el oficio de escribir—, por este motivo, tanto su hermano como todo aquel fami-
liar considerado próximo, debían aludir los asedios de los informadores propalando
versiones confusas y desorientadoras; reconocer y a un tiempo desmentir los inevita-
bles rumores que, de producirse, asaltarán su intimidad, su aislamiento, sus últimos
momentos de vida, el hecho —ya historia— de su muerte, cuando se produjera, las sos-
pechas sobre su salud —si la historia resistía encontrarse con su desenlace—, el secreto,
el entierro, la carta testamento confiada a Fabián, su hermano médico. Por estos y otros
factores ha de considerarse que, ante todo, el fallecimiento de Bernhard se transforma
en una narración. Los rumores, sin embargo, circulan en seguida. Sabemos ahora que
Bernhard murió el domingo 12 de febrero. N o obstante, las habladurías transitaban
ya al día siguiente por su odiada —y también inevitable— Viena, al día siguiente, cuan-
do las autoridades del Burgteather negaban —¿paradoja buscada deliberadamente por
Bernhard?— que el fallecimiento hubiera tenido lugar. La negación queda impresa en
el recuerdo como irónica despedida, dardo venenoso e irónico, enviado contra una
institución reputada por su celebridad que Bernhard fustigase, a lo largo de su vida,
por convertirse en el sinónimo material del denominado «espíritu austríaco». N o en
vano Thomas Bernhard había declarado en numerosas y controvertidas oportunidades
su rechazo del mencionado espíritu, encarnación concreta de la hipocresía, la confor-
midad, el «hedor del Catolicismo» 2 , el imperio del odio —escenario privilegiado para
la recurrencia nazi—, la nostalgia diabólica del exterminio, abismo de la sensibilidad,
«Estado espantoso» \ espíritu de la aniquilación, la atrofia moral, la asfixia de la mú-
sica, la coreografía, el diálogo, el teatro, cementerio del pensamiento, espíritu revisita-
do del funcionario que alienta relatos fidedignos como El capote4 —«Todos
' Tinieblas, de T. Bernhard. Gedtsa Editorial. Barcelona, 1987. Trad. de M. Sáenz. V.: pág. 38. La interven-
ción de Bernhard tiene lugar en 1967.
2
El malogrado, de T. Bernhard. Edit. Alfaguara. Madrid, 1987. Trad. de M. Sáenz. V.: pág. 34.
•' Tala, de T. Bernhard. Edit. Alianza. Madrid, 1988. Trad. de M. Sáenz. V.: pág. 34.
4
Cuentos petersburgueses, de Nicolai Gogol. Edit. Bruguera. Barcelona, 1981. Trad. de J. Fernández Sán-
chez. V.: El Capote, pág. 141 y ss.
9
procedemos de El capote, asegura Dostoievski al referirse al relato de Gogol—, espíritu
que alienta el ahogo, el suicidio, «marca nacional» \ primera y última sospecha al re-
ferirnos a Bernhard, representante imposible de una nación maldita por sus hijos uni-
versales, Austria, madre ignorante de Freud, Musil, Wittgenstein, Broch, Kraus, Fischer,
Steiner, Bahr..., gerente feroz, codiciosa, en cambio, en lo tocante a los beneficios de
la fama de sus mejores, odiseicos vastagos, e incluso de la de los anónimos, seres desco-
nocidos, enfrentados al bullicio sordo de un clasicismo convertido en tedio, armonía,
filosofía amnésica, horno crematorio, campo de concentración, paraguazo senil, aplauso
'\ fervor de masas ante discursos hitlerianos, cono, calera, bosque, tala, sótano, soplo,
helada, trastorno, perturbación, fuerza de la costumbre, Austria, disputa eterna, plaza
«heroica», memoria satisfecha de su pasado, rezumante de orgullo religioso, rememo-
ración penosa de sus mártires en el exilio, embriaguez de la ausencia, refinamiento de
la crueldad, cueva, ventarrón, almacén de cadáveres, nevera de roca natural, lectura
religioso/turística, «campo letal»7, Austria, invocación envenenada, acaso reducible a
Viena, núcleo del dolor, convivencia forzosa, visión cotidiana, familia, niñez, afirma-
ción, rechazo, tortura, paisaje, origen, máquina «docente» de víctimas absurdas, «de
miles, de cientos de miles y de millones de víctimas»8, melodía postuma, canto mori-
bundo, frío, cárcel, internado, manicomio, y así sucesivamente, Austria, capital Viena,
desheredada del oscuro escritor indeseable, amenazado en vida a la máxima pena, vivo
para los dirigentes del Burgtbeater —manifestación pública— cuando sus restos descan-
saban ya bajo una lápida desnuda en el cementerio vienes de Grinzing9, sobrino de
Wittgenstein o quizá no, imitador, dramaturgo insólito, violinista frustrado, malogra-
do, animal dramático, «cabeza teatral», simpatizante «sólo que no sé de qué»i0, nota-
rio de las últimas décadas de la ciudad sentenciada por el sarcasmo, «cloaca de la
cultura» n , «infierno»12 del que todos querían salir, excepción a la regla, auténtico «es-
tado totalmente filosófico»IJ a la manera de sus personajes, en realidad biografiados,
autobiografiados más bien, enfermo, príncipe, y así sucesivamente. Las referencias des-
pectivas dirigidas contra Viena, en un sentido próximo, y contra su patria, en una con-
sideración amplia, son innumerables en la obra de Bernhard. En numerosos pasajes
de su producción las dos alusiones llegan a perder su controvertida identidad. La mez-
cla resultante provoca repugnancia, pavor, odio. Es evidente que el escritor se enfrenta
5
El origen (una indicación), de T. Bernhard. Edit. Anagrama. Barcelona, 1987. Traducción y prólogo de M.
Sáenz. V.: pág. 11.
6
Entrevista de Asta Scheib a T. Bernhard. Trad. de T. Kauf. V.: Quimera, número 65.
7
El sobrino de Wittgenstein, de T. Bernhard. Edit. Anagrama. Barcelona, 1988. Trad. de M. Sáenz. V.: pág.
110.
* El sótano, de T. Bernhard. Edit. Anagrama. Barcelona, 1985. Trad. de M. Sáenz. V.: pág. 25.
9
Bernhard reniega de Austria en su testamento, crónica desde Viena de Vivianne Schnitzer para El País,
Madrid, sábado 18 de febrero de 1989.
10
V.: Tinieblas. Entrevista de André Müller a T. Bernhard. Pág. 93 y ss,
11
Una obra de teatro escandaliza a los austríacos, crónica desde Bonn de Hermann Tertsch para El País,
Madrid, jueves 27 de octubre de 1988.
12
Un niño, de T. Bernhard. Edit. Anagrama. Barcelona, 1987. Trad. y epilogo de M. Sáenz. V.: pág. 59.
13
V.: Relatos, de T. Bernhard. Edit Alianza. Madrid, 1987. Trad. de M. Sáenz. V.: pág. 276 (el volumen
contiene cuatro relatos o cuatro novelas cortas: Amras, Ungenach, Jugar al watten y Andar/
14
Así lo vemos, por ejemplo en El sótano, pág. 73 y ss. —reflexión sobre el «peligro» de los sábados—; en la
estructura de informe diario de Helada; en El malogrado, pág. 93 y ss., sobre «Dejarlo a los cincuenta, lo más
tarde a los cincuenta y uno...»; en El imitador de voces, en el relato Remordimiento, en concreto, V. pág.
67 y ss.; en Trastorno, pág. 128 y siguientes, sobre la constancia del trabajo teatral durante años... En Sí, pág.
108. Las muestras serían incontables.
11
nes, porque Bernhard jamás aceptará las repercusiones de una lección semejante, a fin
de cuentas una caricatura de la parábola bíblica. A pesar de su distancia de las revela-
ciones religiosas, Bernhard no caerá en la complicidad «social» del olvido y tampoco
en la simplificación, rechazará el sendero fácil de las excusas patrióticas o el mutismo
de la mala conciencia para internarse en los hechos, en lo vivido. Aspira a una «mate-
mática vital», por tanto, de acuerdo con sus propias palabras. Pero antes ha de hallar
su lenguaje. Fruto de esa búsqueda publica en 1957 su primer libro, un poemario: Así
en la tierra como en el infierno. Su rechazo ede la imagen del Edén prometido, del pa-
raíso que aguarda tras la humana condición, no interesa tanto como el sentido adopta-
do por el escritor. Bernhard perfila o incluso denuncia un «Infierno». Para ello recurre
a un tono invocatorio de claras connotaciones cristianas. En la recopilación para el
castellano de todos los datos ilustrativos sobre la producción bernhardiana, Miguel Sáenz
precisa al respecto que «salvo error», Bernhard publica su primer texto poético cinco
años antes de entregar el libro a la imprenta, en 1952. Se titula Mi pedazo de tierra,
y proporciona elementos en los que reincidirá más tarde, cuando ya había realizado
otras entregas poéticas y renunciado a seguir escribiendo versos, acontecimiento situa-
do en 1960, cuando en Oxford completa Ave Virgiliolb. Esos elementos testimonian
de hecho la intensa elaboración interior de una escritura. En efecto, mediante la poesía
asistimos a la confrontación entre el «yo» y el entorno y, sobre un código simbólico
de neta factura expresionista —entre la «creación del arte como creación de la vida»,
como señalara Alfred Wolfenstein 16 y, extenuado Dada, naciente el surrealismo de
Bretón, la Nene Sachlichkeit (Nueva Objetividad), que encauza a los expresionistas su-
pervivientes en nuevas formaciones de vanguardia, a partir de los años veinte—, sobre
un código reconocible, asimilamos la sentida e implacable crítica. Cuando Bernhard
contempla su país17: «no pienses.../ ni ventanas abiertas, ni puertas abiertas,/ sólo cla-
ras inscripciones en las lápidas». Se ha señalado —con acierto— que tal orientación ex-
terioriza los lazos del autor austríaco, en esta época, con influyentes lecturas adscritas
a la intelectualidad católica (Claudel, Péguy...), además de resaltar una compleja encru-
cijada creativa y emocional. Llegados a este punto, donde la potencialidad expresiva de
Bernhard se significa como escritura —pese a su escepticismo sobre si logra sentirse
«escritor»...—, se hace preciso puntualizar o afrontar el valor de tales similitudes, pa-
rentescos estéticos e influencias. En un sentido inmediato, lo primero que debe desta-
carse —Bernhard habrá de subrayarlo, años después— se cifra en la renuncia del hombre
a una carrera comercial y a una obsesión por el violín y el piano, para convertirse en
«una persona que escribe». Sin embargo, no serán inclinaciones ni inquietudes abando-
nadas por entero. Es sabido que Bernhard, antes de sentarse a escribir, sensibilizaba
sus dedos concentrándose en arduos ejercicios pianísticos. Ello alcanzará una forma
definitiva en los textos donde la música ejerce, por los ritmos internos que la articulan
y en otro aspecto, por la propia materia abordada en cientos, miles de páginas, un pa-
" Ave Virgilio, de T. Bernhard. Ediciones Península. Barcelona, 1988. Prólogo y trad. de M. Sáenz. V.: pág.
7. Texto bilingüe.
16
En Poesía expresionista alemana. Hiperión. Madrid, 1981. Trad. de Jenaro Talens y Ernst-Edmund Keil.
Texto bilingüe. V.: págs. 18 y ss.
17
En Ave Virgilio. V.: Conmigo y con mi pais, pág. 87 y ss.
12
peí esencial; una melodía que encubre las disonancias (Stravinski, e incluso Bártok, «un
autor serio», entre otros) de una magna, implacable construcción. Pero se aludía más
arriba a filiaciones y nombres concretos cuya intervención en la vida de la persona
acaso explicaran un período trascendental de la obra del austríaco. Son los años en que
la obra de Bernhard, tras la perplejidad despertada por la creación poética, se desplaza
hacia la prosa respondiendo a un anhelo agresivo —«vivir en un permanente estado
de oposición», reconocerá al cabo de unos años I8 — que pretende, exige io terrible.
Bernhard se despide así de una época, de la insinuación de sus versos, de lo «demasiado
fácil» 19 para asumir el riego de un regreso. Sus frases más conocidas sobre su niñez,
que convierten la infancia en un espacio nutrido de fragmentos musicales rebeldes a
las tradiciones y las pautas clásicas, facilitan la comprensión de esa aventura, la vida
«descubierta y aclarada», o incluso «recobrada» de seguir el juicio de Marcel Proust.
La literatura supone un ámbito habitable pero que nos habita. Una apuesta transgreso-
ra abocada a un perpetuo re-descubrimiento. Por ello Bernhard no trata de establecer,
a partir del instante en que resuelve que la prosa la proporcionará el infierno terreno
intuido en los versos —de nuevo se insinúa la presencia de Proust en su conducta—
un sistema de reglas literarias acerca de la memoria y el tiempo. Por el contrario, la
prosa le impondrá lo terrible, la necesidad apremiante de fijar su experiencia personal;
de fijar su experiencia con precisión y rigor... Como leeremos en los volúmenes «auto-
biográficos» El frío y Un niño20 —textos publicados en 1981 y 1982, respectivamente—
Bernhard asume a temprana edad dos universos que «lo significaban todo para mí»:
la poesía y el teatro 21 . Con los años, Bernhard transformaría de un modo personal
la impronta del lenguaje poético y la fascinación por el mundo de la escena. Es un
niño educado en el sufrimiento 22 el que oye hablar de Blaise Pascal, Wittgenstein,
Montaigne y Voltaire 23 a su abuelo. Es un niño el que, en un itinerario espeluznante
donde los pabellones de reposo suceden a las ciudades bombardeadas, donde las salas
mortuorias ahondan la desazón inculcada en escuelas paramilitares, recoge ese legado
como cimiento de su propia existencia. Teniendo en cuenta lo dicho sobre eí eco «ex-
presionista» de sus primeros escritos, no ha de sorprendernos que, en primer término,
surjan similitudes con autores de la talla de Péguy 24 —que difundiera la lírica del ex-
presionismo al promover un peculiar sentido de lo autobiográfico novelesco, en cali-
dad de precursor, y una espiritualidad sentida y reflejada en artículos y ensayos. Su
destino confirmaría de modo trágico las «coincidencias» con poetas que influyeron en
Bernhard trascendiendo el ámbito poético. Péguy cae en la batalla del Mame. En el
'* Estas afirmaciones pertenecen al texto Tres días. Se incluye en el volumen Tinieblas y, con material foto-
gráfico, en la revista El Urogallo, en junio de 1987. La publicación del original se remonta a 1971.
19
Ibídem.
20
El frío (un aislamiento), de T. Bernhard. Edit. Anagrama. Barcelona, 1987. Trad. de M. Sáenz; referencia
de Lín niño, en nota número 12 del presente trabajo.
11
Teatro, de T. Bernhard. Edit. Alfaguara. Madrid, 1987. Trad. y Prólogo de M. Sáenz —el volumen incluye
tres piezas: El ignorante y el demente (1972), La partida de caza (1974), y La fuerza de la costumbre (1974).
No obstante, la primera obra dramática de Bernhard se remonta a 1957. Es una actividad que, al contrario
de lo resuelto respecto a la poesía, no abandonará en su existencia.
22
V.: El frío, pág. 39 y ss.
2J
V.:\Jn mño, pág. 107y'El aliento. Edit. Anagrama. Barcelona, 1986. Trad. de M. Sáenz. V.: pág. 126 y ss.
24
V. El aliento (una decisión), págs. 127: «Había leído a Montaigne y a Pascal y a Péguy...»
25
V.: nota número 18.
26
Las tres son obras de T. Bernhard, traducidas por M. Sáenz: Helada. Edit. Alianza. Madrid, 1983; Trastor-
no, Edü. Alfaguara. Madrid, 1978, y La Calera. Edit. Alianza. Madrid, 1984.
27
Sobre vicisitudes del arte dramático de 1. Bernhard en España., V.: El País (17/11/1989), Teatro de autop-
sia, de Joan de Sagarra.
14
dimientos de la sátira gruesa o la bufonada a las injurias del poder. Y es así como depu-
ra —en una reafirmación que tropieza (¡otra vez!) con el Trípode originario— un lenguaje
burlón, a un tiempo juego histórico y sentencia sobre el presente. La santa Trinidad
del cristianismo persiste en su última visión cómico/dramática —es decir: «activa»— so-
bre Austria. Por ello Plaza de los héroes no elude los recursos del insulto ni la caricatura
sarcástica. Como si la historia no hubiera pasado, como si el tiempo no se hubiera
decidido a correr, la pieza plantea un reencuentro simbólico y generacional. Bernhard,
esto debe recalcarse, no olvida; tampoco simplifica. La conclusión de su trabajo de-
nuncia el empeoramiento de la convivencia en Austria. El científico laureado en Ox-
ford —recordemos que es donde concluye Bernhard su último poemario— retorna a
su ciudad natal, Viena. El balcón de su nuevo, añorado hogar, se asoma a la plaza don-
de medio siglo antes las multitudes aclamaron al hijo pródigo, Adolf Hitler, Führer
del III Reich, profeta del nuevo imperio de la raza aria, un imperio ancestral y simultá-
neamente milenario..., artífice del Anschluss, una empresa política expansiva donde los
judíos resultaban inconcebibles... e indeseables. Todo ello no hace cambiar la decisión
de nuestro héroe. A pesar de todos los obstáculos, respondiendo de corazón a la llama-
da de sus familiares o tal vez cediendo a la nostalgia física de las propias raíces, el cientí-
fico ilustre, exiliado durante cinco décadas, el señor Strauss, judío, resuelve renunciar
y volver a Viena. Será sobre el desengaño de su protagonista donde Bernhard alzará una
«construcción», en armonía con sus procedimientos narrativos. No se trata de un in-
sulto, en la acepción desarrollada por Peter Handke hacía tres décadas. Como drama-
turgo, Bernhard se esfuerza por vertir y transparentar los conflictos latentes en una
sociedad inmóvil. Medio siglo después del regreso de Hitler a su tierra natal, las evi-
dencias son difíciles de digerir. El nacionalismo austríaco ha crecido de tal forma que
suplanta por entero a la nación. El escándalo Waldheim, a la sazón beligerante respec-
to a la representación «conmemorativa» de Bernhard en el Burgtheater —consumada
tras varias prórrogas y abundantes amenazas el 4 de noviembre de 1988; premiada con
cuarenta minutos de aplausos y ovaciones su función inaugural28—, el escándalo Wald-
heim29 encarna en estas circunstancias el papel de cumbre/abismo del iceberg
movedizo de la Austria eterna y próxima. Bernhard, al desencadenar el esperpento,
se refiere de forma expresa a una imagen onírica que oscila entre los monstruos de
la razón y los vapores de interminables pesadillas imperiales, católicas y racistas. Aus-
tria desempeña en su ficción un papel protagónico y, no obstante las leyes de la come-
dia, poco lucido. Es Austria el país donde se baila a ritmo de vals mientras se escamotea
ante millones de supervivientes, testigos e hijos de la época el necesario debate sobre
el pasado reciente, sobre una locura que no concluyó en la consabida estancia en un
manicomio, sino en una conformidad disimulada tras una muralla de hermético mu-
tismo fielmente custodiado por una burocracia experta, profesional y, por desconta-
do, aséptica. Concienzuda. Contra estas y otras tradiciones se alza el trabajo narrativo
de Bernhard, lo que nos devuelve a la atmósfera oprimente de la «autobiografía» ensa-
28
Oh, feüz Austria, de Luis Meana. V.: El País (jueves 27 de octubre de 1988).
29
V.: Thomas Bernard y la trivialidad maligna, de Juan Rof Carballo. En Abe (28/11/1989). Y también,
sobre el llamado Caso Waldheim: El oscuro pasado de Kurt Waldheim, de Roben Edwin Herzstein. Ediciones
B. Barcelona, 1988.
15
yada bajo la cobertura formal del monólogo, ante el ojo gélido y periodístico de la
cámara. N o hay insistencia en el recordatorio ni en la repetición: Bernhard, al hablar,
está interpretando su papel predilecto, el que le corresponde, luego de haber desempe-
ñado diversos empleos e imponerse como autor. Persona que escribe, el autor vuelve
a engañarnos levantando en su torno un cerco de nieblas espesas aunque accesibles.
Su obsesión auténtica queda al descubierto. Es el suyo un trabajo fundamentado sobre
lo conocido de forma directa, sin intermediarios, en un escenario cambiante, oscuro,
artificial30. Cabe insistir —sobre la reiteración aparente que estimula la prosa del
austriaco— en otras «justificaciones» que abisman el distanciamiento alcanzado respec-
to a la poesía. ¿Corrección? Bernhard responderá en las oportunidades en que el miste-
rio sea enunciado. Sus réplicas soslayan en cierto modo aspectos sustanciales —lo resalta
Sáenz31— y generan una repetición encadenada que culmina en un débil rumor, ca-
rente de la gravedad del eco. En su célebre conversación con André Müller 32 recono-
ce una insatisfacción profunda que apunta en primera instancia a los temas, «temas
de niño»; acto seguido la memorización se agrava, se enturbia, pues toda su labor «ca-
rece de sentido» y «se vuelve cada vez más idiota» 33, una vez publicados tres volúme-
nes que pasan inadvertidos. ¿Necesidad de un éxito resonante? —como pretende Franz
Meyerhofer. ¿Consecuencia lógica de una evolución espiritual? —según el juicio de Kurt
Barsch. Tal vez, sin desdeñar esta última interpretación, sea indispensable admitir las
argumentaciones íntimas del propio Bernhard. Los efectos de su proceder son revela-
dores como para discutirlos, por el prurito de consolidar una imagen transparente del
personaje sometido a la cirugía del análisis. Pero sí existe un espacio para indicar que,
en la práctica, Bernhard obra con inteligencia al cambiar los modos y adecuarlos a sus
necesidades privadas. Corriendo el riesgo de simplificar, el hombre que escribe busca
nuevas herramientas para hacer factible su proyecto. Lo esencial, en cambio, no varía.
Contra opiniones no exentas de solvencia 34 que retratan a Bernhard como un hobbe-
siano confeso, el hombre que escribe no pretende expresar ni radicalizar la verdad; ni
siquiera una verdad. En diálogo con Asta Scheib 35 , Bernhard declara: «Uno siempre
anhela mejorar escribiendo. Si no, sería como para volverse loco. Es un fenómeno que
aparece con la edad. Las composiciones deberían irse volviendo más rigurosas. Yo siempre
he tratado de mejorar progresando». Sea como fuere, en este caso esa variación se trans-
muta en prosa. O, para ser exactos, en narrativa. En cuanto se trata de una labor gozo-
sa, se manifestará como una acción personal, en continuo retorno. En cuanto goce y
efecto de una ruptura voluntaria, surge como única, última atadura. Porque «siempre
vuelve» tras el silencio del entorno, que es asimismo el de la imposibilidad. En perspec-
tiva, uno de los capítulos esenciales de la aventura literaria de Bernhard ya se ha consu-
mado, cuando en su prosa se intensifican —y no por casualidad, sino por una extraña
coherencia que desvela que el yo aguardaba su ocasión desde Helada (1963)— las orien-
30
V.: Tres días.
31
Ave Virgilio, V.: pág. 8.
32
En Tinieblas, Entrevista citada, pág. 77 y ss.
33
Ibídem.
34
¿Qué tradiciones son esas?, de Juvenal Soto. En El Urogallo. Enero/Febrero 1989.
35
Thomas Bernhard. De una catástrofe a otra. En Quimera, número 65.
36
Corrección, de T. Bernhard. Edit. Alianza. Madrid, 1983. Trad. de M. Sáenz.
37
En Tinieblas. V.: pág. 190 y ss.
17
antes de morir, declara ser? ¿Se corresponde su personalidad con la que se deduce de
ias impresiones de Hóller, el taxidermista, profesional de las naturalezas muertas? Por
el contrario, ¿era un intelectual que renegó en su momento del campo de la abstrac-
ción especulativa para transformar en materia artística y científica un sustrato teórico
donde las referencias a las desgracias de los hombres se manifiestan como redundantes
y monocordes motivos musicales? En este planteamiento literario se percibe no sólo
una identidad de fondo con la definición spinozista de la desesperación, sino el desa-
rrollo de un discurso en fase de creación permanente, desde sí mismo, a través de lo
repetido. Lartichaux acierta al subrayar la importancia del Pensamiento 48 de Pascal,
dado que en el discurso, cuando se produce repetición, «esta repetición no es falta...
porque no hay regla general»J!i. Pero, interesado ante todo por esclarecer si el autor
de Corrección es optimista o pesimista, no se detiene a considerar la imagen volteriana
del paisaje retirado, aislante, en que se desarrollan las novelas de esta primera época
narrativa de Bernhard y no pocos de sus relatos o novelas cortas. A ell? aludirá el escri-
tor en la cita que abre Tala39: «Como no he conseguido hacer más sensatos a los hom-
bres, he preferido ser feliz lejos de ellos». En otro aspecto, la explicación de otros rasgos
significativos en la obra de Bernhard —la fractura asfixiante o acaso perturbada de las
oraciones, junto a la reiteración y el no dudar sobre lo que no ofrece dudas (Spinoza);
la tendencia dominante en su producción, dirigida a conformar el texto en un párrafo
único— presentarían otras similitudes. Abarcarían desde la lógica de las posturas extre-
mas y contradictorias (Novalis) hasta el «escribir sin faltas» que caracteriza la literatura
de los nobles —de atender el testimonio del personaje de Gogol 40 — y el continuo en-
sayar vitalista de Montaigne. N o por estos factores nos hallamos frente a un genuino
heredero de la Ilustración. En sus obras, Bernhard se esfuerza por trascender los lími-
tes —en la ejecución de sus textos, habría de hablarse de limitaciones verificables— de
la crítica kantiana, de la realidad. Es por ello que Bernhard tiende a la plasmadón de
la verdad —lo conocido—, dejando al margen referencias temporales estrictas. Insiste,
en cambio, en los itinerarios, en los desplazamientos que marcaron de algún modo,
por somero que sea el recuerdo, en la forja de su personalidad. N o sólo en este punto
se advierten coincidencias notorias con la cosmovisión de Friedrich Nietzsche —las
afirmaciones de Bernhard sobre la infancia podrían englobar en si un juicio definitorio
sobre el oficio de vivir o el oficio de escribir; la existencia es (será), de acuerdo con
las iluminaciones de Zarathustra, una poesía violenta y vengativa, nutrida de fragmentos—
y, dentro de un tono sistemático similar, con el pensamiento indagador de Wittgens-
tein. A menudo se han resaltado las afinidades espirituales «añadidas» que vinculan a
ambos autores. Sus retiros, la célebre proposición de cierre del Tractatus Logico-
Philosophicus*1; el corte que distingue dos épocas diferentes hasta plantearnos dos ru-
}8
Las interpretaciones de JeanYves Lartichaux son del máximo interés. Sobre el Pensamiento 48 de Pascal,
V.: Tinieblas, pág. 192 y ss.
39
Tala, v.: pág. 7.
40
Cuentos petersburgueses, de Nicolai GogaL En el relato titulado Diario de un loco, pág. 197
41
Tractatus Logico-Philosophicus, de L. Wittgenstein. Edil. Alianza. Universidad. Madrid, 1987. Traduc-
ción y estudio introductorio de Jacobo Muñoz e Isidoro Reguera. V.: pág. 183.
18
tas intelectuales complementarias 42 entre los lenguajes del Tractatus... y de las Investi-
gaciones filosóficas; el rechazo radical de lo mundano; las relaciones difíciles respecto
a su entorno, que esclarecen la alternativa del exilio interior... abonan este hermana-
miento. Si dejamos al margen consideraciones subrayadas de forma tácita por Bern-
hard —en El sobrino de Wittgenstein4i asistimos a la progresiva identificación del
personaje, un internado llamado Paul, con el ilustre pensador austríaco, y es una más
de las numerosas muestras de la relación consignada ya—, si insistimos en la objetivi-
dad, percibiríamos lo armonioso de los tratos que median entre ambos autores. Trasla-
dándonos del ámbito del Tractatus... («De lo que no se puede hablar hay que callar»)
hasta la ruptura, según el análisis de Javier Sádaba al establecer la materialidad del cho-
que entre las dos épocas contrapuestas del pensar de Wittgenstein, hasta la ruptura con
el sacrosanto «tribunal de lo verdadero y de lo falso» que enjuicia el significado de los
símbolos que construyen ios fenómenos 44 ; desde el silencio ético sobre lo ético 45 de
la realidad hasta la discriminación «ordenada» de lo que se expresa, se conoce o se dice;
desde el recorrido continuo que la habilidad y la sensibilidad debe fijar, hasta el «co-
rrer contra las barreras del lenguaje», anticipado por la prosa de Sóren Kierkegaard,
hasta la «estética del desierto»... (expresión, esta última, en la que Bernhard reincide
en sus intervenciones públicas y respuestas destinadas a los periódicos) las vías para
estrechar las relaciones efectivas de sus obras, son numerosas y susceptibles de estre-
charse. En otro aspecto —dado que se trata de considerar el empeño narrativo de Bern-
hard, ahora a propósito de Corrección—, en un aspecto que podríamos calificar como
«ambiental», el escritor afronta en su obra lo que, recordando a Georg Trakl, se deno-
minaría como «proceso». Un proceso, en esta oportunidad, de decadencia. Wittgens-
tein no es sólo un testigo de la agonía postbélica de un imperio como el austríaco;
su labor emerge, desmintiendo su lejanía consustancial, a la manera de una referencia
sólida, construida frente a las inundaciones ideológicas provocadas por las falsas mito-
logías. La obsesión de Roithamer sugiere un simbolismo paralelo y, más allá de lo am-
bicioso de su empresa, más allá de lo anecdótico, un feroz anhelo vital. Corrección,
al tiempo que corrobora la índole homérica, desenfrenada y genial del proyecto del
Cono, revelará el sentido que hará evolucionar la intensidad artística y existencial de
la construcción hasta transformarse en experiencia, en suicidio. Es por este sendero
—en absoluto atajo— que Bernhard plasma la superación de la decadencia. El Cono
sufrirá por ello, desde la consideración extraña, sucesivas transformaciones. De su esta-
do original, quimera de un hombre extraordinario, pasará a ser signo inequívoco de
un fracaso. ¿Decadencia? El Cono se habrá convertido en una construcción asesina,
carente de objeto, en tanto Bernhard insinúa la plenitud lograda por Roithamer con
42
V.: Lenguaje, magia y metafísica, de Javier Sádaba. Edit. Libertarias. Madrid, 1984; «La filosofía moral
analítica», de J. Sádaba. Edit. Mondadori. Madrid, 1989. Pág. 26 y ss., y de pág. 15 a 25, respect.
43
El sobrino de Wittgenstein, de T. Bernhard. V.: Nota número 7. Otras referencias a la devoción de Bern-
hard por Wittgenstein las hallamos en Tala (pág. 13) y en la relación entre suprema felicidad de la construcción
acabada y la glorificación de la arquitectura, simbolizada por el Cono de Corrección. Al respecto, V.: Arqui-
tecturas célibes, de Vicente Molina Foix en El Urogallo (Julio/Agosto de 1986).
44
V: Lenguaje, magia y metafísica, de J. Sádaba. Pág. 52 y ss.
"" Sobre el imposible ético: Introducción al Tractatus, de J. Muñoz e Isidoro Reguera. Págs. XXVI y XXVII.
46
Corrección, pág. 324.
47
La experiencia interior, de Georges Bataille. Edk. Taurus. Madrid, 1986. Versión castellana de Fernando
Savater. V.: pág. 17.
20
nuestra época el diálogo, cualquier salida para la expresión. Bernhard insiste en sus
señas de identidad en las novelas citadas. Estos rasgos subrayan esa difícil —y mentirosa—
sistemática de la repetición como una herramienta eficaz y franca para ensanchar las
diferencias de su trabajo respecto a la ortodoxia literaria. Su heterodoxia no se corres-
ponde con una moda al uso, puesto que Bernhard es amante de las diferencias, aun
cuando los detalles puedan llegar a robarle la respiración. No se exhibe, elige lo difícil.
De nuevo formula a través de la práctica su arriesgada apuesta. En otro plano, comple-
mentario respecto del anterior, Bernhard ahonda la ruptura para incrementar en su
severa prosa el efecto irónico y corrosivo que se adivina frase a frase en sus composi-
ciones. Esta caracterización nos presenta a través de una paradoja, de respetar las pala-
bras de Kierkegaard, el encierro donde el autor aislado se emancipa repetidamente dei
entorno, el claustro inquietante del párrafo único. El autor crea su ámbito significati-
vo e intransferible, cerca el espacio que le pertenece por derecho, se entrega al escena-
rio conveniente para reflejar, desde la forma, una verdad interior. En realidad, Bernhard
quiere dejar bien sentado que su viaje representa una tentativa privada. Es el explora-
dor de sí mismo. Por ello en su producción abundan los puntos de referencia en una
cantidad tal elevada, interrelacionando recursos de lenguajes tan distintos como el tea-
tro, la poesía, el periodismo, el ensayo, la novela, el relato oral y el análisis científico.
En ciertos pasajes de su obra se intuye la búsqueda austera y estricta de una fenomeno-
logía. En sus páginas, las imágenes dominantes, no desmienten el carácter renovador
de su verdadero propósito, mas tampoco lo confirman. Lo indiscutible es que Bern-
hard, mediante una transgresión visceral de lo histórico, propone un acercamiento dis-
tinto de la literatura a la realidad palpable del ser humano. El suyo, concienzudo, moviliza
un mundo aprehendido —y de algún modo preservado— mediante la individualidad.
De ahí que, al referirnos a Bernhard, a su obra, no sean aceptables las definiciones acos-
tumbradas. Basten algunos detalles para subrayarlo. En Helada asistimos a un acon-
tecimiento que podría inducir a la desconfianza. El alumno aventajado de un cirujano
ha de obrar durante su estancia en el valle. Se metarriorfosea —sin explicaciones ni jus-
tificaciones previas— la tarea de un ser cuya misión consiste sobre todo en intervenir,
en una labor contemplativa. El protagonista/narrador debe asumir la responsabilidad
moral —científica en este caso, además; ociosa, desde la consideración de Nietzsche—
del testigo. Es el testigo de un hecho consumado: un proceso de desacuerdo terminal
con el universo. Ello no sólo esclarecerá el artificio sobre el que se apoyan las metáfo-
ras bernhardianas, sino el fracaso profundo de la especie cuando es factible cuestionar-
la desde criterios sensibles y materiales; cuando parece sencillo conciliar lo real con
sus perfiles oscuros, marginados, sombríos. El pintor sometido a observación «amisto-
sa» recupera su vida, su tiempo, mas sin ilusiones... Pero se niega, de un modo u otro,
a reincorporarse a lo cotidiano. Rechaza, en síntesis, unas referencias ajenas. lo hace
por imposibilidad, dado que su enfermedad es física. En consecuencia, no voluntaria.
Su condena resulta irremisible. Presenta, en la práctica, problemáticas similitudes con
la tragedia acaecida en el espacio interior conocido como La calera, domicilio del
matrimonio Konrad, en Sicking. Los personajes surgen de la tiniebla condenados por
los sucesos y por las declaraciones de los vecinos, espectadores impotentes ante la me-
cánica todopoderosa del destino. ¿El destino? Konrad atiende a su mujer paralítica en
21
La Calera, una finca aislada que nadie quería, adquirida a buen precio, que parece faci-
litar, por su situación, la concentración precisa para el estudio. El señor Konrad pre-
tende encerrarse en su nuevo hogar para redactar un tratado sobre el oído mientras
atiende a su esposa, impedida figura callada que evolucionará desde la parálisis hasta
la muerte, tras una etapa fantasmagórica. Será, el tratado de Konrad —de quien ten-
dremos puntual noticia como asesino a partir de las primeras páginas del relato—, el
texto definitivo sobre la materia. Los caracteres del arte excepcional, funcional... pero
frustrado, vuelven a manifestarse —y repetirse— como símbolos del fracaso humano,
con intensidad equiparable a la experimentada en Corrección y Helada. N o obstante,
Bernhard precisa en esta oportunidad: «...corría siempre el peligro de ser denunciado,
calumniado y denunciado y condenado, ya podía decir lo que quisiera, que sería siem-
pre a los oídos de las gentes una injuria, y era pura casualidad que no lo denunciaran
día tras día, porque día tras día se encontraba entre los hombres y tenía una (su) opi-
nión, reconocía la verdad y expresaba esa verdad, y naturalmente todas las opiniones
y verdades que expresaba, aunque totalmente dignas de ser expresadas y escuchadas,
eran, a los oídos de los afectados, sobre todo a los oídos de su degenerado país, en el
que acechaba la desconfianza, en todo caso, materia judicial»4tt. Como puede intuirse
gracias al párrafo, Konrad siente ya como un acusado por el hecho de buscar las condi-
ciones óptimas para conferir materialidad a su ideal, el tratado definitivo, el asombro,
la revelación de una verdad necesaria. Es un condenado. En la medida en que interpre-
ta su voluntaria clausura como una respuesta al cerco espiritual establecido por su país,
La Calera designa un espacio maldito, no sólo un refugio. Por supuesto, las interven-
ciones indirectas de Wieser, Fro, Hóller —en apariencia no relacionado con el taxider-
mista amigo de Roithamer; vecino con el que Konrad a menudo parte leña— y las
declaraciones de otros habitantes de las proximidades, indicarán lo contrario. Negarán
la maldición implícita en la angustia fijada, reproducida rigurosamente por la maestría
del talento responsable de ordenar las diferentes versiones que circulan sobre el caso
—uniformes hasta la náusea. Negarán, por tanto, ese proceso que Bernhard llamará
con frecuencia —como pudo apreciarse en el fragmento transcrito— «de degeneración».
También con frecuencia el escritor personificará esa empobrecedora transformación,
vinculada en casi todos los supuestos a suicidios —sentidos o ajenos—, a motivos crimi-
nales, a fracasos dignos de la máxima pena 4 \ y en definitiva a causas de muerte. En
La Calera, como en otras novelas mencionadas, el suicidio desempeña un papel donde
se armoniza la potencia expresiva de los símbolos elaborados en la escritura y los acon-
tecimientos extraídos de la realidad. Ello quedará de relieve en toda la producción de
Bernhard, dadas las circunstancias históricas que le han tocado vivir. Resulta aleccio-
nadora, en este sentido, la nota introductoria al primer volumen de su denominada
«autobiografía»50 o «antieducación» 51 . Ello no ha de apartarnos del trayecto narrati-
52
El castillo del príncipe nos remite a un ámbito de novela gótica. La construcción supondría aquí lo opuesto
al ideal de Roithamer y a las premisas inmortalizadoras y glorificadoras wittgenstenianas.
>3
Sí, de T. Bernhard. Edit. Anagrama. Barcelona, 1981. Trad. de M. Sáenz. Prólogo de Luis Goytisolo.
u
Las referencias de Claude Porcell en Tinieblas son harto elocuentes. V. Cuadro sinóptico en pág. 28 y ss,
ÍS
V.: Nota número 20.
56
De Hormigón se publica un adelanto en El País (17/11/1989). El texto, con traducción de M. Sáenz, lo
publica en 1989 Alfaguara. En Hormigón (Betón), Bernhard retrata la soledad torturante de un artista aisla-
do. Un escritor, para ser exactos.
57
Ver Notas 7 y 43. Se interpreta que El sobrino... al igual que Tala y Hormigón, representan en su momen-
to nuevos intentos de Bernhard por retornar al ámbito «autobiográfico».
23
el odio concentrado contra Austria a lo largo de cinco volúmenes aunque «lo alemán»
—como en la obra de Nietzsche— nunca salga bien librado en las evocaciones bernhar-
dianas. El llamado «ciclo autobiográfico» tiene un protagonista, un espíritu sometido,
un país detestado con una capital lacerada por las maldiciones reprobatorias, despecti-
vas y coléricas. Austria, Viena, escenarios de un torbellino adaptado por Bernhard me-
diante una literatura subyugante e infernal, desde lo íntimo hasta lo simbólico y universal.
Desde otra perspectiva, la obra se adapta a las exigencias fundamentales de las memo-
rias. La diferencia crucial es que Bernhard orienta sus textos, como antes su niñez —así
lo confidencia en El sótano— en la dirección opuesta58. Sus pasos posteriores confirma-
rán esta resolución. En El aliento, el muchacho que replica contra la historia, se ve
abocado a ser uno entre los demás, los enfermos desahuciados de las clínicas donde
se le confina para que muera a consecuencia de su grave estado pulmonar. Será allí,
tras superar una formación presidida sucesivamente por las desatenciones de la familia,
la rigidez nacionalsocialista, el catolicismo resurrecto tras los bombardeos aliados ma-
sivos, el dolor y el deseo de muerte, que desemboque en el ámbito de lo reconstruido,
el espacio circular donde late su voluntad de destruir, de contemplar el mundo «desde
lo alto», de imponer su teatro de marionetas y conocer y utilizar pronto su cabeza.
Tala, como los títulos centrados en la dolorosa, aborrecida infancia, o los textos de
sus primeros años de narrador, arranca una réplica furiosa del ambiente lánguido des-
crito por Bernhard con tanta pasión como efectividad. Su testimonio sobre la vida de
algunas de las figuras ilustres de la mejor «sociedad» víenesa, vinculadas estrechamente
a la intelectualidad representativa austríaca, desencadena duras respuestas, descalifica-
ciones, amenazas, procesos. Bernhard se ampara esta vez en lo autobiográfico para en-
cadenar los retratos en una crónica donde la realidad inmediata queda «fijada» sin piedad.
Con el pretexto de una fiesta que se celebra en el hogar de los Auersberger —amigos
de otro tiempo, matrimonio de virtuosos de la interpretación pianística (motivo de
la relación de los tres protagonistas de El malogrado), familia ilustre y paradigmática
de un Austria moderna y democrática—, los recuerdos del protagonista concretan el
hecho decisivo en la reunión; el suceso silenciado: el reciente suicidio de Joanna, amiga
del narrador, actriz fracasada. Junto a la compañera del pintor Strauch y la Persa que
«acompaña» en Sí al corredor de fincas Moritz, es Joanna la única mujer reconocible
como tal en la narrativa de Bernhard. Personaje trascendente, autónomo por su ausen-
cia, por el modo en que encarna una memoria y se transmuta en obsesión, en anarquía
sentimental 59 , en mera actividad intelectual, en causa de un relato inmisericorde, en
síntesis de la tragedia nuclear de una obra tan vasta como arrebatadora, es Joanna dig-
na de Roithamer, Konrad, el Príncipe de Trastorno, Paul —en El sobrino de Wittgens-
tein, alusión reiterativa en Tala—, y de los jóvenes músicos de El malogrado. Dicho
testimonio nos permite un nuevo acercamiento respecto a la materia autobiográfica,
configurada por Bernhard a la manera de una renovación del sentido clásico del tér-
58
V.: El sótano, desde pág. 9. No es una casualidad que este volumen lleve el subtítulo de «un alejamiento»,
como tampoco lo es que suceda al libro primero del ciclo «autobiográfico», cuando el personaje, al cumplir quin-
ce años, se despide de las universidades confiando en su salud...
™ V.: Un niño, pág. 21 y ss.
24
mino. Bernhard exagera muy poco en sus obras. Su tarea, en numerosas páginas, pare-
ce desarrollarse en consonancia con ios objetivos de un periodista, de un memorialista
o de un historiador. N o existe una teorética al respecto, sino una duda sistemática.
En su larga conversación con André Müller, admite que escribe como consecuencia
de «situaciones débiles»; su voluntad literaria vacila en momentos de vitalidad y pleni-
tud. En otras declaraciones, queda patente la desconfianza del hombre que escribe res-
pecto a los conceptos empleados de forma común para clasificar su trabajo. N o se siente
novelista, se niega a «fastidiar hablando de Flaubert» y huye de la palabra escritor. Pe-
ro es lo cierto que al mencionar a Bernhard se alude a una trayectoria sin precedentes
dentro de las letras germánicas. Tan sólo su infinito desmentir las apariencias de lo
real en favor del trabajo propio, de las propias construcciones, de su propio hacer, le
sitúan en un puesto privilegiado de la literatura moderna, donde resulta indiferente
si Kafka se halla a su derecha y Chejov, Thomas Mann y Beckett a su izquierda. Interro-
gantes análogos impondrían la necesidad del texto definitivo sobre las imposibles je-
rarquías literarias, el delirio o, simplemente, la mirada, emparentado con El oído, de
Konrad, recordado como criminal. Todas y cada una de sus obras nos precipitan en
un abismo angustioso, «estados que yo mismo he superado» —precisa a Müller— «esta-
dos en que me encuentro, donde me siento bien, por otra parte, mientras escribo, jus-
tamente porque no me suicidé, porque escapé de eso»60. Tala, como los demás títulos,
elude la nostalgia, y recupera ese tono irritado y terrible que sacude la memoria abier-
ta de Bernhard, volcada como venganza —o quizá justicia— hacia el exterior. Pero no
contra la vida. Trastorno plantea, mediante un diálogo que adquiere página a página
connotaciones míticas —un Príncipe habla al niño/narrador; le muestra el triste mun-
do de los mayores y la atmósfera de lo inaccesible— un fracaso donde el autor reincidi-
rá a través de la metáfora de la desgracia, el fracaso y el encarcelamiento de la imaginación.
Sus personajes mutuamente anulados, simplificados, enloquecidos, evadidos de lo juz-
gado como real, confusos en modelos superiores, caídos en el teatro de batalla de lo
cotidiano, anónimos al fin, cargan con la expresividad de ese proyecto. Actúan, en con-
secuencia, sobre un escenario significativo, dentro del caos 61 de la existencia y de la
escritura —como opina Bernhard, y como queda claro tras las oleadas aniquiladoras
y suicidas de Sí—, y reaccionan como seres concretos, no ya fantasmas casuales ni per-
seguidores, seres surgidos de la tiniebla. En cierto modo esa habrá de considerarse su
principal y única victoria de sus numerosos personajes, los vivos y los muertos. Con
todo, esa conciencia multitudinaria de lo experimentado —se impone sobre la imagen
del suicidio, sobre el estremecedor «negro es mi mensaje», sobre su tono rabioso, dis-
conforme e incendiario— destaca la personalidad singular de una obra. Un modo de
vivir y crear el mundo. Bernhard sabe que es imposible comprender. N o lo pretende.
Su aventura no posee una música épica, sino variaciones. Variaciones sobre una fiera
resolución de existir, serán la consecuencia de ese viaje flexible e intenso hacia los lími-
tes. Prosa, o tal vez música. E incluso una tormenta. N o se trata de rumores. En el
escenario las marionetas han dejado de cumplir con su deber. Las especulaciones cesa-
60
Entrevista con A. Müller. En Tinieblas, pág. 87.
61
V.: Sí, pÁgs. 112 y 127.
25
ron. Bernhard terminó de hablar/hacer su propia vida; sin aburrir ni por un instante.
Sus variaciones, en modo alguno ejercicios de imitación 62 , siguen hablando de la muer-
te, tras actuar por última vez. Así será tras su muerte testamento, su último relato.
Y esta vez en verdad sólo suyo.
Francisco J. Satué
62
V.: El imitador de voces, de T. Bernhard. Edit. Alfaguara. Madrid, 1984. Trad. de M. Sáenz. (V.: Nota
14). Este volumen se incluye, por lo común, dentro del grupo de relatos de Bernhard. Apuntes breves, tienden
a reconstruir la época del escritor como reportero, pero predomina en ellos el tono metafórico, a menudo parabó-
lico.
A j ^
«A] final de esta época», escribe José Machado refiriéndose a la estancia de su herma-
no Antonio en Rocafort (Valencia), «comenzó la serie de artículos que le pedían para
La Vanguardia de Barcelona». Y a continuación, en punto y seguido, añade: «Hizo una
recopilación de varios trabajos con que formó el lujoso libro titulado La Guerra, ilus-
trado por mí» 1 .
Fechable cuanto antecede en 1940 y Santiago de Chile, pertenece al libro de recuer-
dos de José Machado Ultimas soledades del poeta Antonio Machado, multicopiado pri-
mero en aquella capital y al cabo estampado de manera postuma en Soria y 1971, más
de treinta años después de haber sido escrito (la obra —conste— debió venderse bastan-
te mal, pues uno recuerda informes batiburrillos de la misma entre los saldos de la cues-
ta de Moyano, donde la adquirió al módico precio de cincuenta pesetas. Parece que a
la (de)sazón no se agitaban tantísimos machadianos como ahora).
Y el testimonio, de autoridad indiscutible, lo dice todo: él, Antonio Machado, hizo
la recopilación de sus trabajos de guerra y, en consecuencia, se encargó de dejar constan-
cia de cuáles eran, entre todos los que había escrito a lo largo de los seis meses de guerra
de 1936 y buena parte del treinta y siete, los trabajos por él —muy exigente al respecto—
considerados obra merecedora de ser recogida en libro. Nada más pero también nada
menos, como ya tuve ocasión de señalar hace algún tiempo, momento que asimismo
aproveché para proponer su edición facsímil (pero no minoritaria), proposición aquí
y ahora renovada y para la cual, si es que alguien se brindase a realizarla con unas garan-
tías mínimas, con mucho gusto pondría a su disposición mi ejemplar (histórico en ra-
zón de sus anteriores propietarios), conservado en excelentes condiciones y tan sólo
aquejado de un defecto con facilidad subsanable.
N o sería, creo yo, la menor aportación a su cincuentenario. Ni tampoco se trataría,
me parece, de una aportación retórica, carente de valor o prescindible, algo —cualquiera
de los tres calificativos— tal vez aplicable a varios de los sucesos con tal motivo orquesta-
dos.
Pero mientras tal momento llega (si llega) procede recordar, una vez más, las caracte-
rísticas y el contenido del libro, un bello volumen de 25,5 por 18,5 cm y 115 páginas
del lujoso papel guarro, profusamente ilustradas con dibujos de José Machado (luego
volveré sobre los dibujos, reproducidos más adelante), que se vendía al sin duda elevado
' José Machado, Ultimas soledades del poeta Antonio Machado (Recuerdos de su hermano José). Soria, Im-.
prenta Provincial, 1971. Pág. 139. Libro desigual y deshilvanado (José Machado declara carecer de práctica como
escritor), abunda en detalles de enorme valor testimonial. Creo, sin exagerar, se trata de uno de los mejores docu-
mentos para conocer el perfil humano del poeta.
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Federico García Lorca
30
precio de diez pesetas y cuya impresión corrió a cargo de los excelentes talleres tipográ-
ficos (entonces colectivizados) de Espasa Calpe, marca tradicional de los hermanos Ma-
chado, en cuyos archivos debería quedar alguna documentación sobre el caso, la cual,
sin duda, sería de mucha utilidad conocer 2 .
En cuanto a los textos, son siete, correspondientes a sus respectivas etapas madrileña
y valenciana, fechados entre agosto del treinta y seis, que corresponde al primero: «Los
milicianos de 1936» (publicado en el núm. VIII de Hora de España, impreso en agosto
de 1937, lo cual implica que el texto estuvo dormido, o en proceso de corrección, cerca
de un año), y el 1 de mayo de 1937, que fue cuando pronunció en Valencia un célebre
discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas. He aquí los títulos de los cinco trabajos
restantes: «El crimen fue en Granada», «Apuntes», «Meditación del día», «Carta a Da-
vid Vigodsky», y «Al escultor Emiliano Barral».
Con una sola excepción, precisamente la del último escrito citado, todos los textos
fueron elaborados durante y a raíz de la guerra, período para Machado de intensa activi-
dad literaria (colaboró, por ejemplo, en los veintitrés números de Hora de España, revis-
ta de cumplida periodicidad mensual). Y es que en esta ocasión, el poeta, muy herido
por la desdichada muerte de su buen amigo el escultor segoviano Emiliano Barral, víc-
tima de una bala perdida en el frente de Usera cuando lo recorría en rutinaria visita
de inspección, apenas sí tuvo fuerzas para añadir una emocionada posdata al bello poe-
ma que le había dedicado en 1922 como agradecida respuesta al gesto del escultor, quien
esculpió su cabeza en una piedra rosada por fortuna bien conservada y a la vista de to-
dos en la ciudad de Segovia, para ambos entrañable.
Se trata, desde luego, de textos recogidos luego numerosas veces y, en consecuencia,
muy conocidos. Aunque no sea ocioso advertir que a veces presentan algunas variantes
por lo general inadvertidas. Pondré un ejemplo, extraído de «Los milicianos de 1936»:
Texto de La Guerra
Yo diría, mejor, entre la hombría castellana y el señoritismo leonés de aque-
llos tiempos
En otra ocasión, dentro del mismo texto, añade una coma, rasgo repetido con cierta
frecuencia. Comprobémoslo:
Hora de España
Y junto al Cid, gran señor de sí mismo, aparecen en la gesta inmortal aquellos
dos infantes de Carrión...
Pero creo, con toda el alma, que la sombra de Rodrigo acompaña a nuestros he-
roicos milicianos y que en el Juicio de Dios...
2
La editorial fue devuelta a sus legítimos dueños cuando los franquistas tomaron Madrid y, al parecer, su ar-
chivo no se vio sometido a ninguna penosa maniobra de expurgamiento. Durante la guerra funcionaron dos
Espasa-Calpe: la colectivizada de Madrid y la nacional, cuyo número de publicaciones resultó tan poco crecido
como rigurosísimamente ortodoxo. Navasal de Mendiri, Manuel Aznar, Antonio Joaquinet y el fascista italiano
Roberto Cantalupo se contaron entre sus autores.
33
La Guerra
Y junto al Cid, gran señor de sí mismo, aparecen, en la gesta inmortal, aque-
llos dos infantes de Carrión...
Pero creo, con toda el alma, que la sombra de Rodrigo acompaña a nuestros
heroicos milicianos, y que en el Juicio de Dios...
Pero hay también ejemplos de lo contrario, esto es, de supresiones:
Hora de España
¿Por qué recuerdo yo esta frase de don Jorge Manrique, siempre que veo, ho-
jeando diarios y revistas, los retratos de nuestros milicianos?
La Guerra
¿Por qué recuerdo yo esta frase de don Jorge Manrique siempre que veo...
N o son, obviamente, correcciones fundamentales, aunque en el plano del estilo nada
carece de importancia, ni tampoco implican rectificaciones conceptuales de ningún gé-
nero. Esto resulta de todo punto impensable en un autor tan reflexivo y prudente como
Antonio Machado, siempre consciente de cuanto supone poner por escrito cualquier
pensamiento y, en consecuencia, nada dado a estampar ligerezas o urgentes frutos de
la improvisación.
Su valor, precisamente, consiste en que vienen a corroborar todo lo contrario: la con-
tinua revisión de los textos, palmaria demostración de su —a mi parecer— todavía no
bien analizada preocupación por las cuestiones técnicas, naturalmente bien conocida
por los estudiosos pero no explicada de manera suficiente al gran público, receptor de
una imagen en no escasa medida formada por acumulación de empobrecedores clichés.
Y La Guerra, que —reediciones aparte— fue su último libro, ostenta en este sentido
un innegable valor señero.
¿Por qué?, se me podría objetar. Pues bien, la respuesta está en el mismo libro:
En efecto, soy viejo y enfermo, confiesa ratificándoselo, a David Vigodsky. Repárese
en el verbo, ser: soy viejo y, por extensión, soy enfermo; no estoy o me encuentro enfermo,
con lo cual hubiese descrito una situación transitoria y, en cuanto tal, superable. No:
soy. Y a pesar de ello, lúcido y (sin paradoja) joven [jóvenes viejos y viejos jóvenes son
conceptos por él meridianamente aclarados en su discurso a las Juventudes Socialistas
Unificadas), conmovedoramente, seguía puliendo sus textos. Difícil será encontrar ma-
yor ni mejor lección de respeto: respeto a sí mismo y respeto a los lectores.
3
Esa posdata, por cierto, fue suprimida en la versión de La Guerra, por lo demás fiel al texto difundido a
través de Hora de España (núm. IV).
34
Entre tanto miliciano anónimo, hay tres personajes identificados: el general Miaja,
cabeza visible de la defensa de Madrid y prototipo del militar leal a la República, por
sus propios méritos, o sea, al margen y por encima del escalafón, reconocido como jefe
del ejército popular (no es casual que su imagen figure en primer lugar); el poeta García
Lorca, cuyo retrato preside la archiconocida elegía machadiana; y Emiliano Barral, el
escultor, artista y hombre del pueblo, hábil y creativo con el cincel pero no por eso en-
cerrado en ninguna desdeñosa torre de marfil ni apartado de los sencillos ideales que
Machado quería. El significado de los tres es claro. Intercalados en el mar de milicianos
anónimos, salen de ese mar y por él, y en él, encuentran su razón de ser.
Seis paisajes serenos completan la relación de dibujos. Dos, precedidos por el retrato
de Lorca, acompañan a «El crimen fue en Granada»: la vega en silencio, recorrida por
un riachuelo, y una torre ligeramente enmarcada por los árboles. Quietud, silencio. Da
la impresión de que José Machado quiso dejar constancia, en protesta contra el crimen,
de las últimas imágenes retenidas en vida por Lorca. Entre el poema y los grabadnos
hay una consonancia en verdad modélica, estremecedora.
Los cuatro paisajes restantes aparecen al hilo del texto de la carta a David Vigodsky.
Representan una pequeña aldea, mejor dicho, un grupo de tres casas, con las ventanas
y puertas difuminadas o cerradas, en cualquier caso sin presencia de seres vivos; el cam-
po, también en soledad y recorrido por un breve riachuelo, exactamente igual que en
uno de los dibujos que ilustran el poema sobre Lorca; una torre semitapada por la flo-
resta, cuya similitud con el tercero de los dibujos lorquistas resulta patente; y un sende-
ro rural, de esos que tanto gustaba pasear su hermano Antonio, de abandono realzado
por la presencia de unos esbeltos árboles. Milicianos de gesto grave —serios,
reconcentrados— en contrapunto a la radical tranquilidad del campo. El mensaje, de
nuevo, es rotundo.
Y no se piense que era éste el único registro de José Machado. Ni muchísimo menos.
Recuerdo ahora, por ejemplo, sus alegres figurines para La Lola se va a los puertos, lige-
ros y optimistas, amables, aunque —eso sí— dominados por la tendencia, al parecer muy
de gusto de su autor, de pintar los paisajes, rurales o urbanos, sin presencia de seres vi-
vos, como si quisiera captar, realzándola al aislarla, toda la inmensa pureza que tienen
las cosas4. Durante la guerra, para no ir más lejos, José también ilustró una reedición
popular de La tierra de Alvargonzález y Canciones del Alto Duero (Barcelona, Nuestro
Pueblo, S.A., 1938), adornada con seis dibujos, un retrato de Antonio y cinco paisajes.
En ellos, ni qué decir tiene, vuelven a predominar la quietud, el silencio y, desde luego,
la total ausencia de seres vivos. Los temas son los mismos: caminos, casas, árboles, un
pueblo en la lejanía... Ni una sola persona, ningún animal. Su agilidad llega a resultar
fascinante. Poco más de dos o tres rasgos pueden servirle para crear una imagen llena
de sugerencias. Antes o después será necesario rescatarlos del olvido. Ahora, de mo-
mento, demos paso a los dibujos de La Guerra. Ojalá fuese el acicate definitivo para
la reedición facsímil de La Guerra.
Gonzalo Santonja
4
Me refiero a ios dibujos insertados en la edición de La Farsa. Madrid, 16 de noviembre de 1929 (núm. 114).
Hornachos
Nadie a tu lado
si buscas, a la hora del alba,
un caserón de sombra
o bajas, con túnica de lino, a sitios
donde pastan yeguas frías, mansamente,
y tientas, desnuda, una rosa oscura de lluvia
y amenaza la noche la nieve, la humedad de los astros.
Manuela
Ni una vez ya
rodarás, despuntando el día,
a los cerros de poleo y piedras
en que hace mucho, mujeres remotas
con azahar en el pelo
te legaron un deseo oscuro.
1
Seis poemas del libro inédito Manuela.
Donde el aire se reclina a tu vera
Y en un cuarto
oscuro de aldea
cuajado de piedra y musgo
donde llueve,
donde el aire se reclina a tu vera
si oscurece
dejas, mansamente, en sábana fresca de lino
la bronca lujuria de las yeguas
la lujuria delicada de las rosas.
Un forastero
El rabino
El hombre
The nothing I am
A un gato
El cuervo
De los sueños que la literatura
ha preservado en la oquedad del mito,
éste del negro pájaro infinito
noches de Poe me tortura.
Su horror abarca todo el universo.
En un espejo, un eco o un paisaje,
en cada instante, unánime y diverso,
cunde el ave de lóbrego plumaje.
Es el ronco recuerdo de Leonor,
la atroz negrura que nos picotea.
In the night quot the Raven nevermore.
N o cesará la lívida tarea.
Un turbio pajarraco de hondos ojos
devora eternamente mis despojos.
El final
La máscara de oro
Museo Nacional de Atenas
Los distintos abordajes a lo mítico van tejiendo una superficie que podemos denomi-
nar espacio mítico y que tiene carácter de conceptual. Estos ingresos en el mito podrían
esquematizarse así:
a) El mito se vincula con el origen: hay una etapa mítica de la historia (o una pre-
íistoria) en que las distintas disciplinas del saber (arte, ciencia, religión, etc) se confun-
43
den en una sola unidad indiferenciada en la cual todo es inmediato. Mito se opone
a devenir (cambio, mediatez, diferenciación).
b) El mito relata una historia que no puede ser sustituida por otro discurso: Platón
propone sus mitos como estas historias herméticas, de las que se pueden extraer episo-
dios y variantes, pero no interpretaciones. El saber mítico es una convicción también
inmediata, que obtiene su fuerza de su verosimilitud narrativa, de la persuasión que
emerge de la historia misma. Si este fenómeno suasorio no se produce, el mito se redu-
ce a engañifa y se opone a la verdad.
c) El mito es una alegoría: es la narración didáctica de una figura abstracta del saber
que es su doble. Así lo concibe la Ilustración griega del siglo quinto a.J.C, en abierta
oposición con el platonismo. El mito es un grado previo del saber discursivo, su pro-
pedeusis. Una suerte de cuentos infantiles para adultos.
ch) El mito como significante: para el romanticismo (sobre todo, para Schelling)
lo mítico es la estructura de la historia, que deriva de él. La mitología determina los
caracteres de un pueblo y señala su destino. En términos hegelianos, sería el Espíritu,
que propende a divino en lo absoluto, lo mítico de la historia. El mito está antes, de-
trás o después de la historia, es su fundamento y su trascendencia.
d) El mito es la apariencia engañosa de una verdad que es el logos. He aquí la con-
cepción ilustrada del mito, que lo concibe como el oponente dialéctico del saber. Re-
conocer las falsas apariencias como el engaño de una visión científica maleducada o
simplemente ignorante es la manera de constituir una verdad. Hay diversos pares de
opuestos que cristalizan esta categoría: fenómeno y ser, lo único y lo diverso, origen
y devenir, etc. Lenguaje, mito y deseo actuarían como vehículos (tal vez sean el mis-
mo) de intervención en el mundo, para configurarlo, y pasar de la naturaleza al espíri-
tu. El que desea, habla o mitifica no se resigna a aceptar las cosas como mera realidad,
sino que se diseña como configurador del ser.
En esta frontera ilustrada del primitivo saber poético y el alegorismo sitúa Vico el
nacimiento del pensar moderno. Cuando el hombre advierte que las historias míticas
no han ocurrido realmente nunca, entonces las maneja como auxiliares del pensamien-
to por la vía alegórica. Dejan de ser puro significado para convertirse en infinito signi-
ficante, eso que Croce llama lo «universal fantástico», fantasma equivalente en toda
cultura. El saber filosófico se edifica sobre ese reconocimiento cualitativo, pero opera,
necesariamente, sobre esa herencia mitológica y no sobre otra. Tiene esa historia que
le resulta necesaria. Este mundo de la historia nunca ocurrida es intuido por la tragedia
barroca, que renuncia a ocuparse de la historia de los reyes para entretenerse con la
prehistoria de los héroes, donde Edipo y Julio César son coetáneos (cf. Walter Benja-
mín examinando las teorías de Martin Opitz).
Hago especial hincapié, como en el caso de la novela, en las teorías románticas sobre
el mito. Schelling {Uber Mythen, historische Sagen und Philosopheme der altesten Welt,
1793) diputa a los textos de su estudio el terreno del origen (del mundo, del género
humano, de un estamento social), los objetos suprasensibles y las representaciones de
la naturaleza. Se caracterizan por transmitirse oralmente, por medio de cantos, versos
y refranes. El órgano que los recibe es el oído, por donde se aprende a reconocer la
44
voz de la madre en la nana. El contenido de estas narraciones míticas es el tesoro de
los usos y costumbres populares.
El sujeto no produce el mito, como produce la literatura, sino que se lo encuentra
como un viajero que halla un monumento anómino. Los mitos carecen de la impronta
del arte y su sencillez es infantil y prodigiosa. El arte se propone, pues, como el estadio
adulto de la mítica. Por medio de un relato, el mito enseña la historia o transmite ideas
filosóficas. Poco importa que los hechos narrados hayan ocurrido o no. Importa su
verosimilitud popular.
El mito schellingiano no puede ser traducido ni reducido a términos lógicos. Perte-
nece al mundo de la intuición y carece de efectos intelectuales. El receptor del mito
cree efectivamente y acepta la connotación de la historia. En cierto sentido, coincide
con lo que Schiller entiende por poesía mgenua> condición de los genios: es la que per-
mite al hombre recuperar la unidad con la naturaleza, propia de la infancia, siendo
la naturaleza algo infaliblemente divino. Identificado y unido a la naturaleza, el poeta
ingenuo es naturaleza misma. Apela a esas normas que son iguales para todos los hom-
bres y todos los pueblos y que ocupan el espacio del sentimiento.
Me interesa rescatar esta imagen romántica del mito como ese fondo invariable, bo-
rra o poso inmarcesible de la historia, ante el cual el hombre es un niño que siente
y no un adulto que razona, tomando distancia (lo que en Schiller hace el poeta senti-
mental y en Nietzsche será lo apolíneo ante lo díonisíaco). El mito es invariable e in-
sistente, y diseña, con sus reapariciones, un curso de retorno y de infinito recomienzo
del tiempo histórico. En él se pueden ubicar todas las fantasías de restauración del pa-
sado y de ruptura de la historia hacia la redención o la revolución. Y sobre esta cuota
de invariabilidad, de tiempo recurrente, de repetición compulsiva de un origen nunca
vivido y siempre perdido, se monta la otra cuota del devenir, la cuota de la historia,
que está compuesta de novedades, de variables y de ensayos.
Freud, en su correspondencia con Jung (entre 1908 y 1911) intenta abordar el mito
con una identificación: el «complejo nuclear de las neurosis». Es decir, como en los
poetas y filósofos antes mencionados, en el conflicto insoluble entre naturaleza y cul-
tura, entre ley y deseo. El mito heroico (exilio y retorno de un héroe que se convierte
en amante de su madre y toma conciencia del horror al incesto, piedra fundacional
de la cultura, frontera entre lo dado y lo prohibido) cuenta, en términos «naturales»
la parábola del neurótico, sujeto para siempre separado del objeto de su deseo, que
anhela con fantasías de satisfacción total y padece como una carencia absoluta.
Cristo, Mithra, el Sol, son máscaras con las cuales se señala un paradigma de conduc-
ta: cómo ser fecundo sin cometer incesto, cómo la vida reasegura su perpetuación sin
disolver el orden de las relaciones sociales, que da forma a la identificación de los suje-
tos. En el doble (el hijo de la misma madre) y en el Génesis (Eva es la madre de Adán
y la entrega del fruto es un rito sexual) se configura el incesto sin nombrarse como
tal, así como en la posterior novela de aprendizaje (Don Quijote maestro de Sancho
El personaje
Estamos en el campo de la narración. Esto, teóricamente, tiene unas implicancias
muy simples: hay narración cuando hay necesaria continuidad entre sectores yuxta-
puestos del discurso: cuando hay secuencia. Esta extensión secuencial del discurso im-
plica, a su vez, temporalidad. N o el tiempo o los tiempos a los que se refiere el discurso
(tiempo atmosférico, tiempo escandido del almanaque, tiempos de la historia, etapas
psíquicas en la vida del sujeto, etc) sino la temporalidad inmanente de la narración,
que obliga a una temporalidad paralela y estricta de la lectura. Narración hay en los
cuentos, las novelas, las acciones dramáticas, las narraciones históricas y hasta en algu-
nos textos teóricos. Hegel, en su Fenomenología del espíritu, por ejemplo, nos narra
la historia ideal del Espíritu Absoluto, que es otro y el mismo antes de ser quien es,
así como en la Lógica nos narra la historia ideal del Ser.
Con tal latitud y sencillez, caben en la noción de personaje entidades muy variadas,
a las que une una gestualidad antropológica común: su capacidad de actuar, de activar
el discurso, de hacerlo pasar o progresar de un estadio al otro.
La mayor parte de los personajes de la literatura son simulacros referenciales de cria-
turas humanas. Tienen nombre, cuerpo, historia, memoria, amnesia, etc, como los hom-
bres «reales». Pero hay excepciones. El personaje puede ser una construcción de la
arquitectura que se monta y se demuele, como en Viaje a la semilla de Alejo Carpen-
tier o La casa de Manuel Mujica Láinez; puede ser un mero signo geométrico (punto,
línea, segmento) como en ciertos cuentos de Felisberto Hernández o Cristina Peri Rossi
(es sabido que hay un geometrismo uruguayo); pueden ser hombres que devienen ani-
males y / o viceversa, según veremos; pueden ser hombres que involucionan hasta desa-
parecer, tal El hombre menguante de Richard Matheson; o una biblioteca conjeturalmente
eterna y sin límites precisos como La biblioteca de Babel de Borges; o seres humanos
que pierden facultades o rebobinan su historia hacia el feto (Samuel Beckett: Malone
muere, Molloy).
La teoría ha trabajado mucho el tema en las últimas décadas y no conviene embro-
llar más las jergas. Se ha hablado de categorías actanciales (Greímas), de dramatis per-
48
sonae (Propp), de meras funciones (Barthes, Souriau). En la noción de actante de Greimas,
que me parece la más sugestiva, hay tres implicancias:
1.° El sujeto en el sentido tradicional y jurídico de la palabra: centro de imputación
y principio activo que sujeta a los demás componentes de la narración. El personaje
es aquí «el que hace, el que actúa, el dueño de la praxis», un operador activo y sujétame.
2.° El sujeto como sinónimo de discurso: aquí el personaje es tomado como operador
total y complejo, como conjunto de las funciones que componen el campo narrativo.
Se identifica, en cierto modo, con lo que tradicionalmente se llama «tema» (el sujeto
del discurso). El sujeto en el sentido anterior es sujetado por este otro actante supre-
mo, y se crea un sistema dialéctico de operadores mutuos. El héroe sujeta y es sujetado
por el oponente, por los maestros, por el doble, por la maga, etc.
3.° El personaje como figura de persona (máscara): durante el relato, cada operador
es reconocido por los demás operadores en tanto lleva algunos rasgos externos que
lo identifican. La narración y los otros actantes los reconocen y permiten, así, que los
reconozca también el lector. Estos rasgos son muy típicos y tersos en alguna clase de
relatos (las novelas realistas, por ejemplo: cada personaje es retratado y contada su gé-
nesis, su historia). En otro tipo de narración la identificación es menos clara y debe
acudirse a la noción de paradigma, que es la manejada en el presente texto.
A Greimas le basta con el modelo sintáctico: el actante es su extrapolación. Creo
que a la narrativa no le basta con tan poco. El análisis estructural de los relatos, con
lo útil que resulta en tanto permite describir cada narración como un sistema de signos
que se definen los unos en relación con los otros (esto es la estructura), es insuficiente
en tanto analiza los relatos con abstracción de lo que relatan, como si no narraran na-
da. La narrativa, en mi opinión, siempre ha narrado, construida o deconstruída, una
historia paradigmática, y esta constante, tomada en sentido muy amplio, determina
a la narrativa misma. En cualquier caso, cf. Barthes, lo que define al personaje no es
lo que él es (como en cierta perspectiva sustancialista) sino lo que hace, no lo que se
reduce a su ser esencial, sino lo que le hace participar de la estructura narrativa.
El personaje resulta por fin una figura de actor (en el sentido jurídico: el que reclama
un derecho, el que inicia un proceso judicial) así como de autor, que en latín jurídico
define al vendedor, a aquel que quiere enajenar algo propio a cambio de un precio.
Este razonamiento de Kristeva enlaza con la incorporación del autor tradicional (emisor
externo, interventor y propietario del texto) al texto mismo, del cual resulta ser un
efecto, un emergente. Para Don Quijote, Cervantes es real dentro de la ficción, tiene
la misma realidad ficcional que Sancho. Cervantes, en tanto autor del Quijote, es el
resultado de esta labor significante. Se supone que existió un sujeto histórico y jurídico
al que se puede reconocer como Miguel de Cervantes Saavedra, español de los siglos
XVI/XVII. Pero la homologación tipográfica que confunde al autor del Quijote con el
de Persiles es errónea. Cada texto tiene su autor, produce su autor tanto como produce
sus personajes. Y, a veces, produce más de un autor, ordena una polifonía de voces
narrativas. Es un ser objetivo, fuera de sí, existente, sometido a los criterios de veraci-
dad y verosimilitud que el mismo texto propone. Pirandello, Evreinoff, Unamuno y
otros han recogido, en este siglo que acaba, el desafío cervantino de producirse como
La identidad del personaje, que no es él mismo si no logra ser otro y que no se reco-
noce sino en el reconocimiento ajeno, remite a la dialéctica de la identidad entre lo
idéntico y lo no idéntico, que es uno de los objetos privilegiados de la alquimia filosó-
fica. Identidad dialéctica es, en cierto modo, identidad alquímica.
N o casualmente, los esquemas alquímicos son triádicos al describir el ciclo de la ma-
teria. Recuerdo algunos: nigredo/ ablutio/ albedo-masa confusa/ putrefactio/ coagulatio-
nigredo/ albedo/ citrinitas-Saturno/ Diana/ Apolo.
El mercurio actúa de elemento transformador y liga la diversidad en la identidad.
El espíritu de los espiritualistas, el lenguaje de todo el mundo, tienen también estas
cualidades. Se trata de que un elemento genere al siguiente y, tras el tercer estado, el
cuarto es el primero de un nuevo ciclo: un estado primario, confuso, donde todo es
indistinto y virtual, otro estado en que la purificación introduce los opuestos que coin-
ciden, y un tercer estado en que se despliega la diversidad en la unidad. Generalmente,
este estado se identifica con el sol y con el oro (en el esquema heroico: el talismán
o falo que se halla en tierras de exilio y con el cual el héroe vuelve a la patria y es
reconocido como heredero legitimado de la instancia paterna). El esquema triádico puede
hallarse en Jacob Bohme y en la dialéctica de Hegel, y no sería impertinente establecer
una continuidad entre los tres bloques lexicales distintos.
La alquimia, como nuestro paradigma, supone un elemento de crecimiento infinito
(amplificatio) que aparece en las concepciones de la historia en la modernidad y en la
categoría de deseo que venimos utilizando.
Narrar es siempre narrar el paradigma. Desarrollar evolutivamente una historia infi-
nita, un cuento de nunca acabar. Desearlo todo. Bernardo de Trevisano ha dicho: «Existe
la trinidad en la unidad y la unidad en la trinidad y en ella están cuerpo, espíritu y
Paul Delvaux: Pygmaüon, 1939. Óleo sobre tela
55
alma. Y allí también están el azufre, el mercurio y el arsénico.» Así como en el hablar
está el fablar, el fabular, el contar fábulas, que los griegos llamaban mitos. Mientras
el cuento carezca de fin, el crecimiento será sólo mensurable desde sí mismo, de modo
inmanente. Confrontado con el infinito que, paciente, aguarda, no medirá nada. U n
niño que no crece pedirá que le vuelvan a contar el cuento sin final.
Blas Matamoro
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Toda historia tiene un tiempo y un lugar, sin embargo lo que voy a contar ahora
no ocurre en ninguna parte y si tuviera que buscarle un tiempo debería decir que suce-
de a veces, en la madrugada, cuando la oscuridad es total y mi cabeza busca desespera-
damente algo a qué aferrarse; algo sólido, que me tire hacia adentro, muy hondo, hasta
dormirme. Lo que quiero contar es la aparición del Ángel. En sí mismo, esto no tiene
nada de particular. Hay noches en las que aparece una multitud por mi cabeza, pero
no aparece por casualidad. Un recuerdo de mi infancia lo explica. Una de esas peque-
ñas zonas áureas que quedan para siempre en el interior de cada uno: un cuento. Ese
cuento dice que los seres que ya han muerto esperan melancólicos que alguien, de este
lado de acá, los recuerde para no estar, así, tan difinitivamente muertos. Entonces mu-
chas noches se me da por ahí: hago vivir a gente muerta. Por eso, la aparición del Án-
gel, anoche, luminosa entre tantas y tantas apariciones ocres, me sobresaltó. Porque
el Ángel no está muerto. Abrió la puerta y allí estaba, delgado y frágil, como siempre.
La puerta es la puerta de la casa del cuento. Mi imaginación es tan pobre que repite
esa sobrecargada casita de ilustración, llena de cortinas a cuadros y tejas donde esperan
los del otro lado que un recuerdo los vaya a buscar. N o soy nada imparcial. Invariable-
mente, la que primero hace su aparición por la puerta de madera con tréboles calados
es mi abuela. La hago vivir un rato, conversamos, nos reímos. Después, desaparace.
Sigue mi otra abuela y, por riguroso turno, personas a las que he querido mucho, poco
o nada. Cuando los elegidos ya han hecho su parte (y son pocos) se me presenta un
problema moral: ¿por qué unos sí y otros no? ¿Puedo yo discernir entre muertos bue-
nos y muertos malos? Ni que decir malos, sino simplemente chocantes, como la tía
abuela Clota que cuando nos besaba nos pinchaba toda la cara y a la que yo vi sola-
mente tres veces. Quién se acordará de ella ahora. Seguramente nadie. Mi conciencia
me hostiga y me rindo ante el imperativo del deber. En este punto, cómo no preverlo,
por la puertita sale mi tía Prosperina, tan fea como fue en vida y siempre pasa lo mis-
mo. N o sale vieja y marchita como yo, en rigor, la conocí, sino que sale como era
en 1928. El motivo de este extraño fenómeno es una foto suya adherida por una de
las esquinas al álbum de mi abuela: mi tía Prosperina de capelina, guantes y estola sen-
tada en un banco del Jardín Botánico. Tiene la cara un poco ladeada y la sonrisa torci-
da. Del otro lado de la foto se lee: «A mi querido hermano Poroto desde este Buenos
Aires maravilloso 21/5/1928.» Bueno, mi tía sale por la puerta verde con tréboles cala-
dos así, como en el Botánico. Yo la hago vivir a desgano. A veces, damos una vuelta
alrededor de la casa. N o tengo nada que decirle. Ella parece agradecida y no es para
menos: no mucha gente de este lado de acá debe acordarse a menudo de ella. Era odio-
sa y malpensada. Y así sigo, haciendo vivir a algunos sin ganas y a otros muy cuidado-
samente. Casi siempre termino cansada y me duermo. Por eso anoche, hace unas horas,
58
la aparición del Ángel me sorprendió y me inquietó. Debo decir antes que nada, que
el Ángel no es ningún ángel con alas. Aunque muchas veces, en la casa grande, en aque-
llos veranos increíblemente largos, cuando nos quedábamos fascinados mirando el cuadro
extraño del ángel dormido en el bosque, yo creía encontrar secretas correspondencias
entre la imagen pintada y su cara. Pero bien, él quedó allá, él vive allá ahora, en aquel
pueblo remoto de los veranos. Sin embargo volví a cerrar los ojos y apareció otra vez
por la puerta de la casita, su cuerpo frágil, la sonrisa enorme de siempre, los ojos obli-
cuos de alegría, las manos en los bolsillos. Abrí los ojos muy grandes en la oscuridad:
no debía dejar que el Ángel apareciera por esa puerta. Tal vez puedan pensar que son
fantasías, imaginaciones mías. Para mí son cosas serias y tan reales como el sol de cada
mañana o un tren que cruza la noche. N o pude quedarme más en la cama. Me puse
un chai sobre el camisón y caminé por la casa. Quería acordarme mucho del Ángel.
Me vine a sentar al patio. Me gusta sentarme aquí y mirar las estrellas entre las hojas
de los árboles.
Silvia Iparraguirre
(Foto: Juan Rulfo)
Antes de enfrentarse a los libros de Juan Rulfo es inevitable haber oído hablar de
ellos, tanto y en tales términos que uno espera encontrarse con una brillante novedad.
A pesar de esto, lo que mi memoria ha guardado es un estremecimiento parco: un estre-
mecimiento más cercano al que produce el silencio que al que produce el grito. Porque
mi memoria recuerda que allí nada brillaba: tuve la sensación de que Rulfo hablaba
de algo remota e intencionadamente olvidado, de algo que preferiríamos no haber sabi-
do. Por esto no pudo resultarme sorprendente. Pero no hay que confundirse, este estre-
mecimiento no se parece al deslumbramiento ni al sobresalto: es un estremecimiento
exacto, puntual y algo cansado. Es posible que este aroma en la memoria sea el resulta-
do de sucesivas lecturas y que ya no recuerde un asombro inicial. Claro que cuando
hablo de asombro me refiero al deslumbramiento, a esa sensación de hallazgo pulcro
que se produce ante algunas lecturas, y que nos lleva a salimos de nosotros con alegría
intelectual; sin embargo, puedo asegurar que si alguna vez me asombré ante Rulfo, aquel
fue un asombro adentrado y ceniciento. Y entre tanto, aún no he podido desprender-
me, como si de una saliva espesa se tratara, del estremecimiento que me produjo el si-
lencio que transita por cada una de sus páginas, porque: «El paisaje mismo es decrépito,
los vivos están rodeados de los muertos.» 2 Y sucede que en los cuentos de Rulfo nada
crece; la vida se mueve para menguar o para ser desgarradora, para ejercer la violencia.
De la obra de Juan Rulfo se han hecho todo tipo de interpretaciones, se han leído
sus óseos libros desde casi todos los puntos de vista, y como toda obra milagrosa e inex-
plicable nunca podrá ser abarcada. Por mi parte querría entender cuál es el motivo de
que esas historias áridas se instalen en nuestra conciencia deuna manera natural, y nos
sirvan para mirar la realidad, como nos sirven las fábulas infantiles. Porque a pesar de
la distancia es muy difícil no entender a Rulfo, de una manera preconsciente, si se quie-
re, como se entiende la música, o como se entienden las antiguas jaculatorias cuyo sig-
nificado se desconoce.
Y sin embargo, el silencio de Rulfo no es como el silencio musical: un espacio donde
respirar, un lugar en el que caer. En sus libros transita un silencio contenido, un silen-
cio que aisla y que convierte su universo en un espacio de conciencias solitarias en el
que no hay rincón para la confesión: «La gente allí no se habla nada. Arregla sus asun-
' Rulfo, Juan: El llano en llamas. Pág. 79. Edit. Fondo de Cultura. México, 1973.
2
Harss, Luis: «Juan Rulfo, o la pena sin nombre». Pág. 12. En: Recopilación de textos sobre Juan Rulfo.
Edit. Centro de Investigaciones Literarias. Casa de las Américas. La Habana, 1969.
62
tos en forma personal, muy peculiar, secreta casi»3. Los personajes de Rulfo se miran,
a lo más se rozan, pero nunca se hablan ni se tocan en el sentido confesional y de entre-
ga de ambas palabras. Sí hablaran, si se quejaran, si cometieran el desafuero de la espe-
ranza, nadie les haría caso, nada ocurriría; pero no sólo es esta la razón: las cosas se
hacen cuando hay que hacerlas, nadie dice lo que piensa hacer o, mucho menos, expre-
sa sus deseos. Esto resultaría demasiado peligroso, grave e impúdico. Porque los perso-
najes deambulan por una naturaleza fiera, árida, infértil, se esconden de los amantes
de aporrear gentes y al Estado no se le conoce la madre: «Uno platica aquí y las palabras
se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta
que acaban con el resuello»4. Cómo dialogar entonces, cómo confesarse, cómo descan-
sar de la desdicha, si afuera no hay más que fieras. Estos hombres y mujeres dialogan
poco, muy poco, entre ellos, y a nosotros, espectadores de este mundo laberíntico y
seco, nos hablan en penumbra, sentados en cuclillas y sin mirarnos a los ojos. Paz nos
dice: «Al mexicano todo puede herirle, palabras y sospechas de palabras (...), la confi-
dencia deshonra y es tan peligrosa para el que la hace como para el que la escucha» 5 .
En efecto, los personajes de Rulfo están herméticamente solos. Pero no es ésta la sole-
dad del diferente, la soledad del insecto de Kafka, la soledad del extraño; no se trata
del aislamiento de una conciencia individual, sino más bien una manera de estar colec-
tivamente solos sobre la tierra. Por esto los personajes de Rulfo son asombrosamente
parecidos entre sí. Bien podía haber sido «El hombre» uno de ios campesinos que cami-
nan por el páramo infértil, o aquel niño que vio cómo el río se llevaba la vaca y el
ternero de su hermana. Y aun así, están solos. O tal vez sería más acertado decir que
están solos porque todos son extraños. Sí. solos porque el peligro está fuera, y extraños
porque fuera es todo lo que no sea la. propia conciencia. Por esto, confesarse no es sola-
mente peligroso sino que termina siendo un pecado: «Nuestra cólera no se nutre nada
más del temor de ser utilizados por nuestros confidentes —temor general de todos los
hombres— sino de la vergüenza de haber renunciado a nuestra soledad» 6 . Sería vani-
doso creer que los personajes de Rulfo nos hablan a nosotros, que nos piden nuestra
complicidad o nuestro perdón. Ellos murmuran su historia, su desdicha, sin ninguna
pretensión y sin ninguna esperanza.
Antes he escrito que los personajes de Rulfo son extraordinariamente parecidos entre
sí, pero habría que matizar: estos hombres y mujeres se parecen en ese substrato, del
que todos beben, de soledad, hermetismo y fatalidad. Y sin embargo, no responden
con el mismo lenguaje a ese exterior que todos conciben como peligroso y agresivo.
Todos, como «El hombre», se sienten perseguidos, obligados a actuar de una determi-
nada manera, pero usan lenguajes diferentes ante ese sentimiento de persecución y fata-
lismo. Hay quienes, como los hermanos Torrico se introducen en esa realidad agresiva
siendo aún más violentos que ella: como dice Paz, para ellos la vida es una posibilidad
de humillar, castigar y ofender. La vida para los caciques de La Cuesta de las Comadres
•' Ibíd.
4
Rulfo, Juan: El llano en llamas, pág. 14.
5
Paz, Octavio: El laberinto de la soledad, pág. 27. Edit. Fondo de Cultura Económica. México, 1959.
6
Ibíd.
63
consiste en averiguar quién «chinga» más y hasta dónde el resto de los hombres pueden
aguantar la violencia y la humillación. Aunque sería más acertado decir que el verdade-
ro interrogante es hasta dónde la propia vida es capaz de soportar tanta energía humi-
lladora: como sí se tratase de un equilibrio de fuerzas. Ningún personaje desea erigirse
en héroe contra los Torrico, y el hombre que mata a Remigio Torrico no quería hacer-
lo, en realidad ni siquiera es su enemigo, pero no le queda otra opción, la dinámica
de la violencia no le deja otra salida.
Los otros personajes, los agazapados, los que esperan la agresión, se hallan arrincona-
dos, intentando encontrar un hueco por el que respirar. Se trata de seres estoicos a los
que no les queda más remedio que aguantar o, en última instancia, devolver la agresión
si es que ha habido muertos de por medio. Impregnados de fatalismo se mueven no
por decisión personal, y en ocasiones ni siquiera se mueven. Cuando la naturaleza gol-
pea y va de la sequía a la inundación que se lleva aquella vaca, que era la garantía para
que la hija no se convirtiese en prostituta como sus hermanas, entonces «....los dos pe-
chitos de ella se mueven de arriba a abajo, sin parar, como si de repente comenzaran
a hincharse para trabajar por su perdición» 7 . Se asume que la desgracia está en ella y
nadie espera que la vida vaya por otro camino; porque ella es una mujer y esto es inexo-
rable, y porque son pobres y esto también es irreparable, y la vaca y su ternero están
muertos. N o obstante, a veces los golpes se devuelven, aunque se hace porque no queda
otra opción; matar antes de que lo maten a uno y lavar la sangre con sangre. Pero nada
de esto se hace con sentido del honor, con orgullo, si no que es concebido como una
especie de penitencia que hay que cumplir y que es ineludible; se carga con los muertos
que a uno le dejan y con los que uno deja: «Esto con el tiempo parece olvidarse. Uno
trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está
aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. N o podría per-
donar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar
donde yo sé que está me da ánimos para acabar con él» x . Hay en todo esto una lógica
escalofriante, ya que de ningún modo se trata de una respuesta compulsiva. Claro está,
fuera de este universo, aferrados a otro sistema de valores, algunas de estas respuestas
pueden parecemos demasiado costosas; sin embargo, Rulfo se encarga de instalarnos
justo en ese universo, en el que más que descubrir parece que recordamos {y lo consigue
porque en Rulfo nada es ficticio ni intencionado), y una vez allí, nada es prescindible,
es más, como Justino, sabemos que no hay remedio, que van a matar a su padre; peor:
intuimos que el coronel, a su vez, tampoco tiene otra elección. La pregunta entonces
se repite, ¿cómo confesarse si allí nadie espera? Nadie espera que las cosas cambien, na-
die espera que haya otro lugar al que ir, nadie espera ser perdonado porque hay una
suerte de culpabilidad colectiva. Según Paz, la realidad para el mexicano no se crea, tie-
ne entidad propia, es a un tiempo «Madre y Tumba», y en ningún caso algo que sea
manipulable o perfeccionable. Probablemente sí hay algo que perdonar, pero ese algo
no es un pecado concreto de un hombre concreto: habría que perdonar una forma de
7
Rulfo, Juan: El llano en llamas, pág. 34.
H
Ibíd., pág. 90.
Existen leyes básicas, leyes que basta con mover unos milímetros de su espacio para
que nos invada un espanto helado. Cuando era niña alguien me contó un cuento de
terror que no he podido olvidar: había un carrusel en el que los caballitos de madera
se devoraban los unos a los otros. Aquello me pareció una pesadilla abismal, y tenía
razón: parte de las leyes que organizan la realidad se habían roto. Pero entre el caos
estructural y la realidad que creemos conocer, existe una mirada intermedia. Cuando
nos sumergimos en la lectura de Pedro Páramo nos sobresalta una semejanza tan enor-
me entre los vivos y los muertos que comenzamos por suponer que en el universo que
Rulfo nos muestra alguna ley se ha quebrantado. Sin embargo esto no es así. N o hay
nada mágico en Rulfo, si no más bien un aprecio extremo por la veracidad. Nadie invo-
ca a los fantasmas, nadie llama a los muertos; ellos están a nuestro lado a pesar nuestro.
Bien, Rulfo no nos abandona en un abismo sin estructura, caótico, y sin embargo nos
invaden el estremecimiento y la sospecha. La veracidad siempre tiene que ver con la
ambigüedad y Rulfo nunca lo olvida. Rulfo no elimina las leyes, no le hace falta elimi-
narlas; simplemente difumina las fronteras entre los cuerpos legales, los mezcla, los
aparea, y el resultado es una ambigüedad estremecedora pero cercana.
Lo primero que averiguamos de Cómala es que «aquello está en la mera boca del in-
fierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan
9
Ibíd., pág. 93.
10
Ibíd., pág. 94.
11
Rulfo, Juan: Citado por Jorge Rodríguez Padrón: «El 'más allá' de Juan Rulfo», pág. 253. En Cuadernos
Hispanoamericanos. Números 441-423. Madrid, julio-septiembre 1985.
65
n
por su cobija» . Muchos estudiosos han definido a Cómala como un espacio mítico
en el sentido clásico del término. Es posible que se puedan encontrar ciertas analogías
entre lo que los antropólogos denominan espacio mítico y Cómala; sin embargo, Có-
mala no es un espacio en el que las leyes se quebrantan para poder decir lo que se quiere
decir, porque, como ya anoté, en Pedro Páramo no se puede hablar estrictamente de
quebrantamiento de leyes. Cómala es lo más real de entre lo real. Y por ello es un espa-
cio ambiguo: «Hay una multitud de caminos. Hay uno que va para Contla; otro que
viene de allá. Otro más que enfila derecho a la sierra. Ese que mira desde aquí, que
no sé para dónde irá (...). Este otro de por acá, que pasa por La Media Luna. Y aún
hay otro que atraviesa toda la tierra y es el que va más lejos»13. Es ese espacio que que-
da entre la frontera de lo que imaginamos vida y la frontera de lo que imaginamos muerte.
Un espacio poblado de recuerdos, susurros, «un gentío de ánimas que andan sueltas
por la calle» H. Es un laberinto especial porque, a diferencia de los otros laberintos, en
éste se pueden atravesar los muros; a cambio, no se puede encontrar la salida, porque
éste es el espacio más real, más veraz y más lúcido. Tal vez esto suene un tanto extremo;
cuando hablo de la realidad de Cómala en ningún momento quiero decir que éste sea
un espacio realista (y por supuesto, realismo mágico no sería un término adecuado para
definirlo). Todos sabemos que el final lógico de la vida es la muerte, pero muy pocos
son capaces de sobrevivir en la conciencia de la muerte. La cultura suele tender a defen-
dernos de esa conciencia: nos mantiene ocupados, nos distrae, crea instrumentos para
el disfraz, aunque no para el olvido, ya que es en parte esa conciencia la que nos consti-
tuye en humanos. Pues bien, la veracidad, la sinceridad de Cómala radica en que los
personajes que la habitan tienen una conciencia absoluta de la muerte, y por esto, que
estén vivos o muertos no es lo más importante de la novela. Rulfo nos ha dibujado
un espacio incierto y ancestral en el que las fronteras entre la vida y la muerte son tre-
mendamente ambiguas. Como pedía Rilke, allí cada uno posee su propia muerte, con-
vive con ella y la sabe su fiel compañera; viven y trabajan para dignificar en la medida
de lo posible esa muerte. Allí nadie puede permitirse el lujo de olvidar por un solo
instante que va a morir, y también saben que es esa muerte propia la que dará el valor
justo a sus vidas.
Y es esta conciencia extrema de la muerte, esta cohabitación con ella, la razón de
que en Pedro Páramo se produzca con la confesión una relación peculiar. A diferencia
de en El llano en llamas, conocemos móviles, intimidades y deseos, pero los conocemos
porque no importa, ya nada importa, pues es la conciencia de la muerte la que preside
esas confesiones. Como en El llano en llamas, la naturaleza continúa siendo hostil. Se
nos sugiere que hubo un tiempo, un tiempo primigenio, en el que la vida era fértil,
en el que aún quedaba un rincón para la esperanza, el crecimiento y el movimiento.
Pero la Cómala que nosotros conocemos es un lugar árido, infértil y sobre todo estáti-
co; un universo cerrado en si mismo. Algunos personajes aún conservan un desconsola-
do deseo de huida, pero los más han aceptado que no hay lugar al que huir: «Ya de
12
Rulfo, Juan; Pedro Páramo, pág. 69. Edit. Cátedra. Madrid, 1986.
13
Ibíd., pág. 118.
!4
Ibíd., pág. 119.
66
por sí la vida se lleva con trabajo. Lo único que a una la hace mover los pies es la espe-
ranza de que al morir la lleven a una de un lugar a otro; pero cuando a una le cierran
una puerta y la que queda abierta es no más que la del infierno, más vale no haber
nacido... El cielo para mí, Juan Preciado, está aquí, donde estoy ahora» 15. Lo escalo-
friante es que ese aquí es la tumba. Pero, ¿cuál es la llave que ha cerrado todas las puer-
tas? Según Octavio Paz, la soledad, el silencio, tienen las mismas raíces que el sentimiento
religioso: «Es una orfandad, una oscura conciencia de que hemos sido arrancados del
Todo y una ardiente búsqueda; una fuga y un regreso, tentativa por restablecer los la-
zos que nos unían a la creación» 16 . Tal vez Rulfo sea más escéptico, o al menos, sus
personajes lo son, ya que ni siquiera se esfuerzan por perseguir lo que consideran defi-
nitivamente perdido; ese estado de unidad con un tiempo redondo en el que había lu-
gar para el resurgimiento. Pero ya no es posible; efectivamente, fueron arrancados del
Todo, porque: «Luego están nuestros pecados de por medio. Ninguno de los que toda-
vía vivimos está en gracia de Dios. Nadie puede alzar los ojos al cielo sin sentirlos su-
cios de vergüenza. Y la vergüenza no cura» 17. Estos personajes se confiesan, pero bajo
sus confesiones no subyace la ilusión de que el arrepentimiento garantice el perdón;
el perdón tiene que ver con el destino y la fatalidad de la comunidad, del cosmos, no
con la vergüenza de un individuo. Dos de las voces más lúcidas de la novela son Doro-
tea y Susana San Juan; esta última es una conciencia extrema, con una vida extrema,
dentro de un mundo ya extremo, y es este personaje el que nos susurra: «¿Y qué es la
vida, Justina, sino un pecado? ¿No oyes? ¿No oyes cómo rechina la tierra?»lft Bajo es-
ta perspectiva, el tamaño del pecado no es demasiado importante. En realidad nadie
juzga, nadie posee un código con el que sopesar el tamaño de los pecados y el tamaño
del castigo correspondiente. El destino de Juan Preciado no es mejor que el de Miguel
Páramo: los dos son igualmente ignorantes, en un principio, de sus muertes y los dos
se hallan atónitos ante ese destino. Porque se trata de una comunidad que arrastra un
destino de desdicha, que termina inexcusablemente encontrándose con la muerte; estos
personajes ven los pecados de los otros pero no los juzgan porque, a su vez, se saben
pecadores, y porque, además, conocen y asumen la existencia de un pecado mayor e
irreparable, un pecado que va unido al hecho de estar vivos y de haber perdido honda
y definitivamente la conciencia de un tiempo curvo y abrigador, como los vientres de
las embarazadas; un pecado del que todos son responsables. Por esto nadie le reprocha
nada a Pedro Páramo, no es que no vean sus pecados, sino que no se sienten suficiente-
mente limpios como para el reproche.
Es cierto que hubo otro tiempo, ese tiempo que habita en la memoria de Dolores
Preciado, en el que se oían las voces de los niños por las calles, se podía oler la fertilidad
de los campos, la vida no era agria, y aún quedaba un rincón para la inocencia. Pero
ni siquiera aquél era el tiempo primigenio y redondo, era, simplemente, un tiempo de
tránsito; y porque sabían que eran horas de tránsito, algunos huyeron, se fueron de Co-
19
Poema náhuatl. Citado por Miguel León Portilla en: Los antiguos mexicanos. Pág. 113. Edit. Fondo de
Cultura Económica, México, 1983.
20
Benítez, Femando: «Conversaciones con Juan Rulfo». En: Inframundo. Pág. 6. Edit. Ediciones del Norte.
México, 1986.
69
21
.que Juan Preciado averigua de su padre es que es «un rencor vivo» ; su hermano se
lo revela; más tarde descubrirá que Pedro Páramo es el tirano, el gobernante, la ley,
también el padre. Pedro Páramo es la ley y esto sus hijos no lo pueden ignorar: «El
caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pe-
dro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar» 22 . Pedro Páramo es el
gran padre común y, como dice Blas Matamoro: «Es el páramo de la muerte pero la
firme roca donde se afirma el edificio del orden constituido conforme a la ley»23. Pe-
ro es un padre que no representa y hace cumplir la ley puesto que no hay ley fuera
de su deseo y su voluntad (deseo y voluntad que pueden cambiar en cualquier momen-
to) y Juan Preciado es hijo, como todos, de Pedro Páramo y de un colectivo de madres
ultrajadas.
Carlos Fuentes, partiendo de la teoría de los arquetipos de Jung, en la que el arqueti-
po no es una representación si no la vida psíquica, el inconsciente de la comunidad,
ve en Pedro Páramo el arquetipo de la tierra de los muertos. Efectivamente, frente a
la búsqueda del paraíso perdido, el resurgimiento del héroe, los amantes originales,
etc., en Pedro Páramo nos encontramos con el mundo de los muertos, y es alrededor
de este arquetipo, alrededor de la conciencia de la muerte, donde se organiza el resto
de los mitos.
Juan Preciado va a Cómala porque lo lleva la ilusión, y como le dice Dorotea, eso
cuesta caro. Lo lleva la ilusión del origen, de una reconciliación histórica imposible
porque es hijo de una madre humillada y un padre cruel. Y lo lleva la ilusión del resur-
gimiento, y en lugar de esto encuentra su espacio, su rincón en el mundo de los muer-
tos, acurrucado entre los brazos de Dorotea.
Pero de eso no es culpable Pedro Páramo; sí, «me cruzaré de brazos y Cómala se
morirá de hambre» 24 , pero es que ninguno de los que allí vivían tenía los ojos lim-
pios de culpa. Además Pedro Páramo no es sólo el tirano, el padre de los hijos de las
chingadas; es una roca, como su nombre indica, pero esa roca tiene una herida y esa
herida se llama Susana San Juan. Carlos Fuentes nos dice que la primera función de
Susana San Juan «es la de ser soñada por un niño y la de abrir, en ese niño que va a
ser el tirano Pedro Páramo, una ventana anímica que acabará por destruirlo» 25 . Có-
mo dudar de que el sentimiento que en cierta forma nos reconcilia con Pedro Páramo
es el desaforado e imposible amor que siente por Susana San Juan. Cómo dudar de
que lo único que podemos admirar en él es esa herida de la que habla Carlos Fuentes,
aquel recuerdo infantil y las noches en vela contemplando los sudores, la belleza, la
locura y el inexorable camino hacia la muerte de esa mujer. Cómo no conmovernos
cuando conocemos que el deseo de Pedro Páramo sobre Susana San Juan es que ella
«le sirva para irse de la vida alumbrándose con aquella imagen que borraría todos los
21
Rulfo, Juan: Pedro Páramo. Pág. 68.
22
Ibíd., pág. 69.
"Matamoro, Blas: «El nombre del Padre». En: Cuadernos Hispanoamericanos. Pág. 415. Números 421-423.
Julio-septiembre 1985.
24
Rulfo, Juan: Pedro Páramo, pág. 187.
25
Fuentes, Carlos: «Rulfo, el tiempo del mito». En: Inframundo, pág. 13.
70
demás recuerdos» 2h . «¿Pero cuál era el mundo de Susana San Juan? Esa fue una de las
cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber»27. Y es así porque pertenecen a esferas
de la realidad absolutamente distintas. Pedro Páramo esperó treinta años a que Susana
regresara: «Esperaré a tenerlo todo. N o solamente algo, sino todo lo que se pudiera con-
seguir de modo que no nos quedara ningún deseo, sólo el tuyo, el deseo de ti»2S. Pe-
ro ése no era el camino hacia Susana San Juan; porque Pedro Páramo, a su pesar, pertenece
al mundo de la razón, a un mundo en el que la muerte separa y es el final. Sin embar-
go, para Susana San Juan la muerte no interrumpe nada; ella ama a un muerto, ama
a un muerto con su cuerpo, ama el cuerpo de un muerto, y después de muerta sigue
amándolo. Ella pertenece a la realidad de los deseos, de la infancia, los delirios y el
tiempo simultáneo. La desdicha de Pedro Páramo es que su herida no es total; él intu-
ye el universo de Susana San Juan, presencia lo que él entiende como su delirio, y aun-
que no puede dejar de amarla, tampoco puede dejarse atrapar por esa concepción de
la muerte.
Sí, Pedro Páramo es el cacique, el violento conquistador, aquel que intenta cosificar
y manipular la realidad, el que no sabe medirse de otra manera que no sea violentando
la vida; pero al igual que Juan Preciado tiene un destino que no se corresponde con
sus esperanzas, un destino que lo lleva a encontrar su lugar entre los muertos en lugar
del resurgimiento en la historia, Pedro Páramo también tiene el suyo: su destino se
llama Susana San Juan, y ella no hace otra cosa que recordarle que el amor y la pasión
tienen tanto que ver con la vida como con la muerte, y que la única manera de alean-.
zarla habría sido aceptar la fragilidad del tiempo lineal y de la historia, asumir el rostro
de su propia muerte sin rencor. Pedro Páramo podría haber sido el cacique perfecto
si no se hubiera enamorado de Susana San Juan, pero es ese amor el que lo lleva a
terminar desmoronándose como un montón de piedras.
Pedro Páramo es una gran novela socio-política, pero su grandeza como tal radica
en no pretender darnos explicaciones ni juicios, sino en poner en juego todos nuestros
sentidos (más allá de la ideología), y en avisarnos constantemente de que la realidad
es mucho más compleja, más ambigua y secreta. Pedro Páramo tiene también la es-
tructura de los mitos y nos atrapa con ella porque, aunque parezca que nuestros dioses
han muerto, aún continuamos necesitando de esas formas ahistóricas, aún nos acom-
pañan y nos ayudan a entender y a pensar la vida. Pero sobre todo, Pedro Páramo tiene
el ritmo, la redondez y el espacio para el silencio que tienen la poesía o la música; co-
mo ellas, tiene la falta de soberbia necesaria para entregarnos más preguntas que res-
puestas. En esa estructura entrecortada, «hecha de hilos colgantes», acudimos, espectadores
asombrados, al sonido de los murmullos bajo tierra, al ritmo de las conversaciones de-
soladas. Su lectura nos hace humildes y nos invita, como Susana San Juan a Pedro Pá-
ramo, si no a reconciliarnos, al menos a que no ignoremos el sonido de la muerte.
Guadalupe Grande
26
Rulfo, Juan: Pedro Páramo. Pág. 165.
27
Ibíd., pág. 165.
28
Ibíd., pág. 151.
Antonio Pereira
Entre 1985 y 1986 aparecieron cuatro libros que recopilan escritos de M. Hernán-
dez (MH). Las ediciones se deben a dos de los máximos conocedores de la obra hernan-
diana: por un lado, A. Sánchez Vidal presenta MH. Epistolario y El torero más valien-
te. La tragedia de Calisto. Otras prosas, en Alianza Tres, Madrid, 1986, núms. 170
y 177, respectivamente; por otro, J. C. Rovira da a conocer el facsímil y la transcripción
con sus variantes textuales del Cuaderno de «Cancionero» y Veinticuatro sonetos inédi-
tos, ambos publicados por el Instituto «Juan Gü-Albert» de la Excma. Diputación de
Alicante, 1985 y 1986, respectivamente.
Largo es el proceso de recuperación de textos inéditos de la creación hernandiana,
comenzado ya en 1946, y que aún no ha concluido. Parte de lo publicado era ya cono-
cido, al menos por referencias y reseñas parciales. No obstante, lo novedoso no supone,
en absoluto, lo mejor de la producción literaria de MH, pero sí sirve para completar
y comprender con más hondura y veracidad su evolución vital y artística.
Odio la pobreza en que he nacido, yo no sé... por muchas cosas... Particularmenre por ser
causa del estado inculto en que me hallo... (a J. R. Jiménez. Orihuela, noviembre de 1931),
Lo que yo quisiera es trabajar, en lo que fuera con tal de tener sustento (a E. Giménez Caba-
llero, Madrid, 19 de diciembre de 1931),
No puedo leer por no tener libros, escribir por no leer, estudiar por no leer también, luchar
porque mi enemigo es mi arma: la poesía (a F. García Lorca, Orihuela, 30 de mayo de 1933).
El acopio del epistolario ha sido posible gracias a la costumbre de Hernández de co-
piar o guardar los borradores de sus envíos (aunque estos duplicados se conservan en
mal estado y con letra pequeña y borrosa):
... letra tan enrevesada y microscópica que a mí mismo me cuesta trabajo aclarar,
confiesa a J. Bergamín (Orihuela, junio 1934); en otras ocasiones se han hallado por-
que en prisión se le forzaba a escribir en una misma y lacónica carta a varios receptores.
Las notas aclaratorias son de una ayuda inestimable, aunque quizá podrían ser más
amplias; en casi todas ellas se adivina la participación de Ramón Pérez Alvarez, amigo
de MH, también poeta y encarcelado en el Reformatorio de Adultos de Alicante. (Pé-
rez Alvarez se encuentra con una vastísima recopilación de datos, testimonios y docu-
mentos para confeccionar una valiosa biografía del poeta oriolano).
El estilo de sus cartas tan sólo se afecta en dos ocasiones, vencido por un recóndito
complejo de inferioridad: una, al dirigirse por vez primera al «dulcísimo J. R. Jimé-
nez», desde Orihuela (noviembre, 1931), y la otra, a F. García Lorca (30 de mayo de
1933); aparece como cursi y pedante, rebuscado y alambicado sintácticamente, recor-
dando sus primeros escarceos literarios en los que engola su voz. Así en la despedida
a García Lorca:
Hasra la tuya, que no venga roncera, te abraza saludándote, él, yo,
que repetirá al dedicar el auto sacramental a su amigo Sijé:
Ramón. Con lo mas puro de mi amistad, en mi primer hoja caída, yo, otoño, el libro: Mi-
guel, (julio, 1934.)
Así y todo, lo habitual en el epistolario es un registro espontáneo y coloquial, que
en ocasiones cae en vulgarismos (mantenidos en su producción artística): «antiayer, ma-
lerido, ¡habrán tantos ahora!, no habernos más que mentirosos o la primer noticia».
Tras el dolor por verse librado de quintas y sus intentos de ingresar en la Marina,
77
pretende continuar estudios de periodismo; pero no logrará zafarse de su autodidactis-
mo. Ya desde sus primeros poemas era consciente de que adolecía de demasiado claras
... imitaciones
harto serviles y bajas,
reminiscencias y plagios
y hasta estrofitas copiadas
(«Cana completamente abierta. A todos los
oriolanos»),
pero, propenso a la mimesis, pronto procurará abandonarlas: «Algún día será que quede
libre de extrañas influencias» (expresa a Sijé desde Madrid, 2 de diciembre de 1931). No
obstante, su aprendizaje a través de la lectura se rastrea fielmente en sus composiciones
—no sólo en poesía sino también en teatro, desde Calderón y Lope, hasta J, Dicenta
y García Lotea, Azorín, Alberti, Bergamín e, incluso, Pemán o Ardavín—. Disemina-
das aparecen sus recientes lecturas: A. Ñervo, Darío («y dice tanto mío»), Tagore, Bal-
zac, Baudeíaire, Shaw, Gourmont, Andteiev, Rémy, Ortega, Gómez de la Serna, Ber-
gamín... Su concepto de amistad se define, en la anteguerra, por la coincidencia en
el ámbito artístico; dice a Sijé:
Haz amigos míos a los tuyos, poetas del cielo de Verdaguer y de los airiños de Rosalía,
lee a Wilde («amado tanto por ti —Sijé— que conoces casi toda su obra y por mí que
apenas la conozco», y a Machado y a Unamuno («mi padre [tachado: nuestro padre,
casi desconocido]». (Pata algunas influencias de Machado y Unamuno véase nuestro pró-
ximo libro El teatro de MH (Las tragedias de patrono entre el drama alegórico y las
piezas bélicas, Alicante.) Por otro lado de Valle proceden ciertos usos lingüísticos del
auto sacramental: así el juego de palabras, fónico, «luna lunada» que recoge —a través
de Lorca— el empleo anterior de Valle, «luna lunera», en Luces de bohemia, esc. 10,
acotación final, o el efecto de eco del coro de modernistas que cantan en torno al «bur-
lesco y chepudo» Dorio de Gadex (esc. 4. a ):
¿No se estrena TV? Bueno, hombre. Será que no vale la pena, hice esa tragedia por aliviar
la mía...
Moléstate un poco más por mí, hazme el favor. No te escribo más: ésta es mi última carta.
Si para ti no significa nada mi amistad, para mí mucho la tuya.
(Sobre la influencia lorquiana en la obra de MH, sobre todo en el teatro, véase el
rastreo de fuentes que llevamos a cabo en «García Lorca: influencia en un teatro social»,
Empireuma, n.° 9, Orihuela, 1987.)
La carta que Miguel envía a Bergamín, en junio de 1934, confirma lo que ya se había
afirmado (a pesar del «lapsus mentís» de Sánchez Vidal): que fue el propio MH el que
propuso el título definitivo de su auto sacramental, que pasó por varias y significativas
propuestas:
Vidas de perfección, título entre ascético y místico, con un plural que contrasta con
la particularización argumental de la figura central (el Hombre); un plural que autoin-
cluye al lector (Hombre colectivo), mostrándonos el camino de perfección para llegar
a Dios. Desechado y tachado este título, pensó el poeta otro no menos esclarecedor:
Vía primera. Ahormes Santo Tomás el que se nos aparece, y no debía andar muy lejos
la alusión pues existe latente una filosofía neotomista, neoescolástica en todo el auto
sacramental. Vía primera ¿para alcanzar a Dios o para conocer su existencia? En este
último sentido parece interpretar todo el auto R. Sijé: «El campo [...] es la prueba plás-
tica de la existencia de Dios». Nuevamente tachado, optó por el de La Danzarina Bíbli-
ca, con el que presenta la obra a Bergamín; pero el título se ciñe exclusivamente a un
pasaje del auto (III, a, 3), reminiscencia del baile de Salomé y la decapitación de San
Juan Bautista. Bergamín le propone cambiarlo; el poeta le dirige entonces su escrito
80
con el cambio: «Ahí van esos dos nombres: ¡Quién! te ha visto y ¡quién! te ve y El
hombre, asunto del cielo, si tiene amigo Bergamín alguno y no le son bien parecidos
éstos dígamelo». En el último título desechado, El hombre, asunto del cielo, se eviden-
cia el concepto de completa fusión entre lo humano, lo terreno, y la divinidad, lo su-
premo; a partir de aquí y en toda la obra existen diseminados detalles que resaltan una
involuntariedad panteísta, es decir, una base heterodoxa de su pretendida religiosidad
cristiana. El título definitivo, pretenciosamente barroco, procede de unos dichos popu-
lares muy frecuentes en Orihuela («quién te ha visto y quién te ve», por un lado, y
«no eres ni tu sombra», por otro). Frente a las pasiones de la carne, se destaca ahora
el protagonismo del hombre como figura compleja y conflictiva del drama, en su acep-
ción alegórica de «humanidad».
1
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Así, pues, el título según el borrador ya lleva la tilde propia de las partículas excla-
mativas, aunque J. Urrutia se empecine en que no deba portarla: ¡Quién! te ha visto
y ¡quién! te ve.
Por otro lado, leyendo con detenimiento el epistolario también se evidencia lo que
la crítica textual atenta de A. Sánchez Vidal pone de manifiesto: las tres versiones de
El silbo vulnerado (SV l.°, concluido como libro entre fines de 1933 y principios de
81
1934; SV2.°, de enero de 1935; y SV$.°, al que añade otros sonetos de asunto pasto-
ril y los de Imagen de tu huella para conformar El rayo que no cesa (RC7, ai que agre-
ga la «Elegía a R. Sijé»).
Tópico insistente en las biografías hernandianas ha sido el de destacar su único y gran
amor, referido a su novia-esposaJ. Manresa. No empero, podemos reseñar que las rela-
ciones afectivas entre Miguel y Josefina se enfriaron (menudean también las cartas) al-
rededor del verano de 1935, según confesó asimismo la propia viuda (recientemente
fallecida). Sin duda, mantuvo buena amistad con la escritora cartagenera María Cega-
rra «en la que pienso tanto», «¿Por qué no nos veremos con más constancia?» (le dice
desde Madrid, septiembre, 1935), con la pintora y dibujante de la Revista de Occiden-
te, Maruja Mallo, y quizas —según se ha aventurado— también podamos recoger los
nombres de Julia Escamilla y María Salomé.
De la ideología izquierdista de MH, poco se recoge en sus cartas: ni Miguel era un
teórico ni se exhibe ante los que le conocían. No obstante, algunas citas perfilan su
carácter político. Antes del conflicto bélico, la preocupación del poeta oriolano se ceñía
a procurar el éxito, la fama y el dinero con su poesía y su teatro: «Mi única ilusión se-
ría... ganar mucho, mucho dinero» (a Sijé, Madrid, 12 de diciembre de 1931), «Sé que
no es posible que tarde en representar» (a C. Fenoll, Madrid, 12 de junio de 1936).
Pero los dos testimonios más relevantes son los dirigidos a Neruda (Orihuela, enero,
1935) y a J. Guerrero (julio, 1935). Del poeta chileno se despide así: «Aquí me quedo
cultivando la pobreza, la tierra de mi huerto y la poesía»; y es que ya P. Neruda le
había escrito (4 de enero de 1935):
¡Qué pesado se pone el mundo, por un lado los poetas comunistas por el otro los católicos
y por suerte en medio Miguel Hernández hablando de ruiseñores y cabras!
Mientras que a j . Guerrero Ruiz le remitirá, sobre julio de ese año, la carta clave
más reveladora de su proceso ideológico, porque en ella se explicita el cambio experi-
mentado en su pensamiento; en relación con QV proclama:
Ha pasado algún tiempo desde la publicación de esta obra, y ni pienso ni siento muchas cosas
de las que digo allí, ni tengo nada que ver con ia política dañina de Cruz y Raya, ni mucho
menos con la exacerbada y triste revista de nuestro amigo Sijé. [...] Estoy harto y arrepentido
de haber hecho cosas al servicio de Dios y de la tontería católica.
Pero más sorprende que ya iniciada la cruenta rebelión militar en 1936, no haya com-
prendido el inmediato futuro: «¿Hasta cuándo se prolongará esta sangrienta situación?»
pregunta a Cossío, desde Orihuela, agosto de 1936. Es el momento en que finaliza
su drama LA, pieza que, a pesar de su fraseología revolucionaria, consiste en una histo-
ria de amor perturbada por conflictos sociales; y tal como explicó a C. Fenoll (12 de
junio de 1936),
... el personaje, mejor, los dos personajes centrales de la obra, los estoy creando a mi imagen
y semejanza de los que siento que soy y quisiera ser,
refiriéndose a Tomaso y a Juan (gracioso enamoradizo, humilde y leal, el primero; va-
leroso luchador contra las injusticias de los estamentos sociales y atractivo enamorado
a la vez, el segundo).
También conocemos con certeza, al fin, que se deben a su pluma las biografías de
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los toreros Espartero y Reverte de la enciclopedia Los toros de Cossío, quien lo mantuvo
contratado como secretario particular, pagándolo de su propio peculio.
De la Sexta División guarda MH un grato recuerdo y buenos lazos con su capitán,
Esteban. Sobre 1938 escribe dos canciones de exaltación y ánimo, con música de Lan
Adomián. La primera la dedica a la Sexta División, y la segunda —con letra comparti-
da con Margarita Nelken, basada en ligeras modificaciones de la anterior— se difunde
como el nuevo Himno de la República Española. (Ambos textos se publicaron en ju-
nio de 1987 en la revista Maómeno, n.° 1, San Javier, Murcia; y con las partituras apare-
cerán en Canelobre, Alicante).
Los últimos momentos de la vida de nuestro poeta se presentan muy oscuros, y no
han sido revelados con fiabilídad. La enfermedad y la muerte sobrevienen a M H entre
chantajes y presiones para que se retracte de sus ideas y de sus escritos. Para ver a su
esposa se le obliga a casarse según el rito eclesiástico el 4 de marzo de 1942, y se obs-
taculiza su traslado al Sanatorio de Tuberculosos de Porta Coeli en Valencia. Testigos
de excepción fueron L. Fabregat y R. Pérez Alvarez; José Sánchez recoge el inédito tes-
timonio del carcelero, Ocetta, oriolano también, que presenció las visitas intimidato-
rias del padre Vendrell, enviado por L. Almarcha. Asimismo una carta (testimonial)
inédita de Vicente Hernández, hermano del poeta, a Vicente Escudero Esquer lo relata
con detalle (Orihuela, 8-9-1975; respeto la grafía):
... cuando fui a ver al Ovispo Almarcha para pedirle ayuda para mi hermano me dijo que
no podía hacer aora nada porque «él no me quiso hacer caso cuando le propuse rectificara de
sus ideas y de sus escritos».
Pero lo más confortante de MH estriba en que nos regala un mensaje de esperanza,
siempre sobreponiéndose a las circunstancias más adversas. Sus cartas (y su poesía) es-
tán rociadas de este constante superar dificultades y vicisitudes en una actitud esperan-
zadora que preconiza el perdón, la concordia y el optimismo más real. No llega a mos-
trar rencor o malestar sino una serenidad estoica, una relajación resignada con tintes
de alegría aun cuando ya sabe que está condenado a muerte (cartas a su familia y cuña-
das, Madrid, 5 de febrero de 1940); y todas estas muestras, ya en la cárcel:
Pero volveremos a brindar por todo lo que se pierde y se encuentra: la libertad, las cadenas,
la alegría y ese cariño oculto que nos arrastra a buscarnos a través de toda la tierra (a la familia
de C. Fenol!, 31 de mayo de 1939),
... vuestra salud seguía siendo buena, como lo sigue la mía (a su familia, 24 de junio de 1940),
... y lo importante [...] es dar una solución hermosa a la vida (a C. Rodríguez Spiteri, Alican-
te, 26 de enero de 1942).
El segundo libro que edita A. Sánchez Vidal es más interesante en el sentido de que
recupera una pieza teatral inédita, de la que sólo conocíamos dos breves escenas, y frag-
mentos de un conato de novela o ejercicio narrativo.
El torero más valiente es la obra dramática más floja de MH. Dada su escasa calidad
teatral y la repudiación del autor, según creía erróneamente la fiel veladora de sus origi-
nales, se había impedido conocerla hasta ahora. Además el manuscrito, casi ilegible, se
hallaba incompleto y en nial estado: ello ha obligado al editor a «restaurar» (o rellenar)
algún pasaje. Aquí comienzan los peros que se le pueden apuntar a Sánchez Vidal:
Finalmente, encontramos otra errata (escamoteada), ya que falta un verso que rime
(con «cayada») para completar la redondilla, y leemos repetido el mismo verso inopor-
tunamente.
MH se basa para redactar El torero más valiente (TV) en la muerte de Ignacio Sán-
chez Mejías (11 agosto 1934) y en la supuesta rivalidad con su cuñado Joselito. La obra
es concluida en torno al final de octubre de ese año. Es escrita en verso de arte menor
y supone un homenaje a sus amigos de Madrid: Gómez de la Serna, Cossío —con quien
ya trabaja— y Bergamín, al que la dedica.
El argumento de la obra se basa en un leit motiv muy del gusto hernandiano: una
doble pasión amorosa (acto 1.°: José-Soledad, Flores-Pastora) que acaba trágicamente
(con las muertes de Flores —acto 2.°— y José —acto 3.°—), dentro de un esquema
ruralizante estereotipado del enfrentamiento entre varones de la misma clase social, con
alusiones forzadas a la honra. Este es el molde que luego matizará y complicará en LA.
El protagonista también aquí está amparado por la madre; la figura paterna no suele
aparecer entre los protagonistas hernandianos, y, si aparece o se ie menciona, suele ser
para inferirle reproches (como hace Pinturas) o para resaltar su carácter negativo (como
el antagonista en LA, don Augusto, padre de Isabel). En la historia dramática se citan
de soslayo otros motivos de trasfondo social muy velado (torear para ganar dinero) o
la actualización política —que nunca abandonó MH— como la denuncia entreverada
al gobierno del bienio negro (al que asestará un durísimo golpe con HP) por el incre-
mento del paro: «a lo que está dedicada media España», y esta ambigua alegoría más
peyorativa que meliorativa, referida al toro que no embiste:
84
y ya no se iba
comunista obrero
al partido rojo (vv. 1690-2).
En definitiva, en este envoltorio taurino, en un formato de coso, MH nos presenta
una alegoría del hombre abocado a su soledad, a un sino fatal. José ama, busca el en-
cuentro con Soledad, que vive en la calle de la Fortuna, cuya rueda se relaciona (en
términos bergaminianos y sijenianos) con suerte; y se codea, como suerte taurina, con
la muerte. Hasta que llega ésta, la vida del hombre, la escena del gran teatro del mun-
do, se llena de insolidaridad, de incomprensión e, incluso, de maledicencia. El sentirse
solo entre multitudes identifica más aún al hombre protagonista de TV con el torero
mismo, según el aforístico criterio del maestro Bergamín, como veremos.
La trama amorosa y la ambientación taurina sirven de fondo a las verdaderas inten-
ciones del autor. En la obra se respira un hálito existencialista entroncado con las tres
variantes temáticas de MH: vida, amor y muerte. En estos valores se resuelve la evolu-
ción de metáfora a símbolo del toro, que mientras vive en libertad es símbolo de fuerza
y procreación.
El resultado estético es muy desigual. MH destaca más como poeta que como drama-
turgo; y son los alardes poéticos los que se salvan en su teatro, auténtico teatro poético,
escrito o no en verso. Las más acuciadas lacras de TV son, no empero, su palabrería
(el hablar demasiado), la falta de coherencia diegética y psicológica y la inadecuación
de estilos idiomáticos con las situaciones dramáticas: se detiene y entretiene la acción
con larguísimas tiradas de versos o se trunca la expectación suscitada para relatar una
insulsa historia (Pastora y el tonto del cuento). Dado el simbolismo de Soledad, su sor-
prendente visita a José habría de hacerse más verosímil dramáticamente con una puesta
en escena imaginativa que resalte lo de enigmático de su imprevista actuación; si no,
no tendrá sentido la doble aclaración amorosa de Soledad y José (vv. 756-775), y el
inmediato recato de ella, tras el atrevimiento primero. Asimismo resulta brusco que
al iniciarse el segundo acto, después de la separación crispada de los cuatro enamora-
dos, aparezcan Pastora y Flores casados y Soledad y José a punto de hacerlo. Ello se
debe a la incongruencia psicológica que MH no lima, porque construye su drama obe-
deciendo a las exigencias del posterior desarrollo y no ensambla el proceso de la historia
con el discurso dramático. Los personajes, desde el principio, se nos muestran ya he-
chos, con sus resentimientos y sus desconfianzas: el orgullo y el egoísmo posesivo de
José le inducen a malinterpretar al humilde y sincero Flores, y le hacen confundir su
megalomanía con el cuidado de su honra (I, 6). Sin embargo, el autor no desdeña a
la figura del héroe: lo presenta con una aseveración religiosa, entre seria y popular,
como una sentencia:
Ciego.—Burladero, burladero,
de qué te burlas tú, di,
si no es del amor torero
de la triste yo de mí. (vv. 2875-8).
La estructuración de las bodas es idéntica a la que un año después empleará para
el cuadro de los vendimiadores en HP: cantos y bailes / tratamiento del conflicto (aquí
premonición fatal) / cantos y bailes.
También se consigue cierta eficacia dramática con las voces y las coplas populares
en «off», que acusan a José de inhibirse por envidia (III, p, 1), mientras que Pinturas
pretende defenderlo.
De igual modo, la lengua de TV peca de un alambicamiento excesivo e impropio
de los personajes y de la situación: cultismos sintácticos (negación previa a la afirma-
ción adversativa, anteposición del adjetivo y quiasmo):
Pastora.—.., aunque el cuerno fuera
no navaja cabritera,
sino picadora lanza.
Y tan seguro lo dijo
en su torero arrebato
que tenemos para rato
un hermano yo, tú un hijo (vv. 38 y ss.),
juegos paronomásticos («la vara, avara», vv. 104-5), amaneramiento de las formas («a
la sombra de tu luz / a la luz de mi sombra», vv. 547 y 550) o paradojas («tan precioso
desdén», v. 699)- Por otro lado, tampoco omite coíoquiaüsmos flagrantes e híbridismo
de registros («poético» y coloquial): «el que fue tanto más cuanto», v. 76; «corriente»
y «sonante»; «amores a la torera», v. 765; gitanismos (achares...). Llega el escritor a recu-
rrir a la inocente explicación de un mote («jupiterino»), prueba palpable de su verborrea
de principiante autodidáctico («como el mayor de los dioses / vibras rayos», w . 2065-6),
tal como hizo en sus primeros poemas, sobre sus recientes conocimientos de retórica
y métrica.
Un estruendo metafórico se esparce incontrolado:
Pastora.—¡Qué trueno de aclamaciones!
Ya lo comía a abrazos
mientras se hacían pedazos
las manos a bofetones, (vv. l<55-9)
En ocasiones, resulta expresivo y muy cercano a Lorca, como la definición del toro
—«un horror y dos puñales», v. 88—, o esta repoetización de !a manida tradición:
¡Cuánta sonrisa se abría
sólo por que yo advirtiese
una provisión de perlas
en dos barandas de dientes! (w. 353-6),
yo te velo,
siempre en vela, siempre en vilo;
yo tu sosiego vigilo
con mi amor, que va de vuelo. (QV, 1, 5; vv. 461-4).
¿dónde me guía
tu tatdo pie, pisando torpe y lento,
más que sobre la tierra sobre el viento? (Mangas, p. 89).
La relación de lo taurino con lo religioso se explicita en El arte de birlibirloque:
El público debería callar en la plaza, como Pepe-Illo exigía, religiosamente. El toreo es claro
silencio luminoso (p. 85).
En El torero más valiente, Miguel hace afirmar a su personaje Bergamín (Birlador):
Es el toreo
un arte muy cristiano,
muy católico hispano
arte de burlas y de veras...
y el más valiente
es aquel que trabaja
mirando al cielo, a Dios, y no a la gente. (III, a, 1; w. 1938-52).
Constantes son las citas de Mangas y capirotes en que el arte —poesía o teatro— se
caracteriza por su esencia católica o hispana (siempre en la línea que seguirá aproxima-
damente MH en QV):
La raíz tomística del teatto católico español penetra más hondo: porque es la del pensar exis-
tencial mismo (p. 55).
El acto orgiástico de la tragedia griega es en la comedia española católica, auto sacramental
(p. 70).
El compromiso artístico entre Iglesia y Monarquía es tan evidente que se llega a acep-
tar y propugnar el origen divino del monarca:
Del cielo viene el buen Rey;
no hay Rey bueno si no viene del cielo. (Mangas, p. 110).
Por fin, son coincidentes otros pensamientos que se plasman en el auto del escritor
aún pueblerino; la conversión de la Carne, los cinco Sentidos y el Hombre en QV st
93
propicia por la palabra de Dios difundida por la Voz-de-la-Verdad a través del aire y
aprehendida por el oído; Bergamín había dejado escrito:
... porque ía fe es por el oído y el oído es por la palabra de Dios, según el apóstol (p. 36;
repetido en p. 52),
y además proporciona citas de los grandes dramaturgos del Siglo de Oro que ilustran
este mismo pensamiento:
decía Calderón:
«/os vientos en voces altas,
en voces bajas los ecos» (ib., p. 180).
En una corrida de toros la tragedia es siempre imposible (para el torero): la única tragedia
posible sería la del toro. El torero que evoca a la muerte apaga las luces de su traje con su som-
bra: se suicida como torero al despojarse de su aparente inmortalidad, de su artística gloria; y
perece, falseando lo humano, por la comprobación mortal y lamentable de su propio esqueleto
melodramático (p. 36);
por otro lado, el menosprecio al griterío del público, al estar frente a frente solos toro
y torero, y la alusión a lo artístico del toreo («de liras el alma te cotonas») en la octa-
va IV, «Torero», nos hacen seguir la pista a través de este aforismo:
... torea siempre de espaldas al público (...), porque, aunque la plaza sea redonda, el público
lo tiene siempre detrás: delante está el toro (p. 58).
En El torero más valiente reitera José:
verlo desamparado
en medio de tanta arena,
estando la plaza llena,
a la furia del cornado. (II, a, 1; w. 1018-1021).
Miguel describe en ios cuatro últimos versos de la octava IV, una cogida, significati-
vamente; y Bergamín va a explicar la muerte del torero provocada por el rayo, choque
entre el deseo de vencer del toro a su enemigo y éste que lo burla birlando (ansias de
amor y reprobación moral en El rayo que no cesa):
Engañado por la túnica sangrienta muere el toro, como el dios burlado, envuelto en la de
su propia sangre... (pp. 81-82).
La naturaleza y el espíritu —lo que llamamos naturaleza y lo que llamamos espíritu— son
los dos extremos en contacto. El que quiera entender, que entienda. (Bergamín, 1981, p. 56.)
y más adelante, en el mismo libro:
Una religiosidad existe cuando se define en el espacio, cuando se hace positiva (ídem, p. 57).
Sin duda que el poeta oriolano coincide con los aforismos bergaminianos, que con
mucha probabilidad conociera. Más explícito es aún el autor de La cabeza a pájaros
(1925-1930) quien exclama con gracia espontánea y sutileza reflexiva, como el primer
M. Hernández:
Más que de novela, «stricto sensu», cabría hablar, para referirse a La tragedia de Ca-
liste, de restos muy fragmentarios de unos apuntes precoces en incipiente proceso de
narración, debido a los muy numerosos paréntesis (que en su aspecto entrecortado pre-
sentan audaces metáforas). Más bien, pues, parecen notas destinadas a una ulterior re-
dacción o simplemente al desahogo interno del joven escritor. N o hay ya referencias
narrativas posteriores de MH: es decir, debió de ser un intento que no prosperó nunca.
Sin duda, es el inédito más atractivo e interesante de lo recientemente publicado,
pues se trata de unos pasajes de fuerte sabot autobiográfico, en los que descuellan re-
cuerdos escolares y familiares: desde los mapas de la Península Ibérica en relieve, sobre
El ángel orinador iba acompañado por el p, «Bacalao», que con su negrura parecía una mosca
al lado de la leche (p. 175),
revelando una educación que reprimía, sexualmente también, a los jóvenes. Salpica
a veces un tufillo quevedesco, no logrado, y quizás prematuro:
... Padre Moratal, tan delgado que parecía estar siempre de perfil (p. 173),
... la esquina en danza (p. 175),
... encargado de repartir el contenido de los calderos: un caldo blanco y deslavado del poco
aceite con pan y cortezas de tocino... Decía su humildad el olor del humo (p. 174).
Siguiendo la enseñanza azoriniana y la pujanza del cine, adopta una técnica narrati-
va similar a la del montaje fílmico, alternando diversas tomas en una misma secuencia
(la confesión con el P. Moratal). En este tono de desaprobación de la vida religiosa de
los jesuitas, se inserta también la escabrosa mención de la Virgen; la irreverencia impú-
dica no es tampoco una novedad (véase nuestro artículo «La barroca superación del ba-
rroco», en Empireuma, n.° 8, Orihuelá, Alicante). Todo ello delata la situación preca-
ria de la pretenciosa religiosidad de MH, que también incluye malintencionadamente
la relación tópica entre beatería y riqueza.
Uno de los lastres del MH de estos años es el de pretender dignificar lo literario por
medio del hermetismo metafórico y el estilo rebuscado, arcaizante: «pían las esquilas
de Santa Casilda» ( = campanas, p. 178). Guarda relación con Perito en cuanto a la
incursión de las primeras pruebas metafóricas por semejanza formal con la luna: «la
hostia, como un parto de la luna nacida en su lengua», p . 181, «saber si hay luna al
canto» ( = huevo de gallina, p. 182). Pero tampoco olvida los términos dialectales («al-
cabor, senia, aceña, corrental...»), así como la yuxtaposición de estilos (refinamiento
poético y expresión ruda e inoportuna). En ocasiones, se da entrada a la greguería ra-
moniana (metáfora + humor): «los puentes, que no se sabe si han tendido para que
pase el tren o para que salte el agua del río a la comba», p. 180, «viejas arrodilladas
se dan los pespuntes de santiguarse», p. 180.
En definitiva, estos breves retazos narrativos son de relevante importancia por su con-
tenido desmitificador, pero en absoluto logra que se vislumbre un futuro artísticamen-
te halagüeño.
El Cuaderno de Cancionero es publicado en dos libretos: el primero, un facsímil del
cuaderno escolar que empleó MH, muy bien presentado; y el segundo, una cuidada
edición con notas y breve estudio de J. C. Rovira, muestra de esmero y perfecta clari-
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dad. (Véase para completar la comprensión del texto su Aproximación crítica a Cancio-
nero y Romancero de Ausencias, Excma. Diputación de Alicante.)
El Cuaderno fue escrito poco después del 19 de octubre de 1938 (muerte de su pri-
mer hijo) hasta el 17 de septiembre de 1939 (fecha en que, tras cinco meses de presi-
dio, queda en libertad). Durante estos primeros meses de encarcelamiento el poeta uti-
liza como leit motiv las interrelaciones de la lucha entre la esperanza y la desesperanza
de un mundo definido por las ausencias: la ausencia de la amada, la derrota bélica y
la alegría (ausencia) del nacimiento de su segundo hijo.
Setenta y nueve poemas componen este cuaderno, que hemos de considerar como
un libro inacabado; de este modo no es correcto hablar de Cancionero y Romancero
de Ausencias y aumentar el poemario: estos 79 poemas son los exclusivamente escogi-
dos por MH. Cierto es además que existe una unidad bastante clara entre todos los poe-
mas recopilados en las distintas versiones editoriales (imaginadas) de Cancionero y Ro-
mancero de Ausencias y los llamados «Últimos poemas». (Relacionado incluso con El
hombre acecha: «Canción 1.a», «Canción última» y «Carta».) Así pues, lo único palpa-
ble es que «el Cuaderno de Cancionero es el Cancionero, y el resto son suposiciones
o debates de la crítica», concluye Rovira, zanjando asperezas anteriores; y ello se consi-
gue con la humildad rigurosa de! intelectual sumergido en su tarea perfeccionista de
escoliasta y crítico textual.
Rovira pide, por otro lado, «para una correcta lectura» que nos alejemos de emotivos
rechazos o aceptaciones, de posturas viscerales, y que se abandonen prisas y oportunis-
mos de toda índole.
Para comprender el Cancionero (no sólo «entre las producciones de más aliento de
Hernández», sino de los más valiosos e importantes libros líricos de nuestro siglo XX)
también es preciso eliminar prejuicios: no estamos ante canciones populares de inme-
diata captación de significados; nos hallamos ante un libro más profundo, íntimo y
oscuro de lo que parece. Se trata de la evolución de otros libros, que ofrecen la clave
de sus significados y de sus formas poéticas: «Ha ido construyendo una serie de motivos
—escribe Rovira— que, de perderlos de vista al llegar al Cancionero, corremos el riesgo
de no entender casi nada». ¿Cómo entender, si no, que con «Llevadme al cementerio /
de los zapatos viejos», el poeta —en conciencia anticipada de la muerte— está pidien-
do ser llevado a reunirse con sus camaradas muertos (desde la perspectiva de Viento
del pueblo y El hombre acecha)?
En conclusión, el poeta se siente acosado —con la sensación de muerte omnipresen-
te— y confecciona sus claves de esperanza a pesar de todo (esperanza para seguir vi-
viendo: acoso—>> reafirmación del amor y de la vida). En el Cancionero MH intimiza,
interioriza su poesía, su trasunto, lo hace personal, habiendo absorbido las presiones
de las circunstancias históricas, que ha hecho suyas; al hablar de él, habla de todos y
de todo.
La última obra publicada ha sido Veinticuatro sonetos inéditos, aparecida en 1986.
Los sonetos que ahora se presentan fueron escritos entre fines de 1934 y principios de
1935. En ellos se declara, como tendremos oportunidad de reseñar, el paso de la técni-
ca gongorina de Perito a los primeros contactos con el mundo estilístico del Renaci-
miento.
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No obedecen en su totalidad a un tema exclusivo: no recoge, pues, esos «sonetos
pastores» de los que habló Urrutia, ya que no existen como tales; más bien forman una
serie heterogénea de poemas pastoriles, de amor, de naturaleza e, incluso, de costum-
bres o hechos rurales cotidianos. En este sentido, están tan próximos a Perito en lunas
como a los albores de El rayo que no cesa. Exactamente pertenecen al «ciclo del primiti-
vo Silbo Vulnerado» y al mismo «Primitivo Silbo Vulnerado» («el silbo vulnerado de
las hondas», reza el soneto 22, revelando una vez más el trasfondo poético de San Juan
de la Cruz). En los sonetos 14, 15 y 16 resalta Miguel el despertar de las apetencias
sensuales, y todo se sexualiza, tal como apreciábamos en los primeros poemas recogidos
en las llamadas Obras Completas de Losada; se identifica la primavera con este resurgir
libidinoso:
Abreviaturas empleadas:
MH = Miguel Hernández.
HP = Los hijos de la piedra.
LA = El labrador de más aire.
TV = El torero más valiente.
QV — Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras.
RC ~ El rayo que no cesa.
Cuarenta y seis años y ocho días le fueron impartidos al hijo del Mediterráneo que
se llamó Albert Camus para amar al sol y a las mujeres, rebelarse contra las contradic-
ciones de su época, realizar una obra filosófica y literaria que tendría influencia sobre
muchos pensadores posteriores y recibir el Premio Nobel.
Lo enterraron en Lourmarín, el día 6 de enero de 1960, bajo el sol que suele iluminar
el invierno provenzal. El accidente de coche, mortal también para su amigo Michel Ga-
llimard, que conducía, duró los segundos suficientes para dejar en el rostro de Albert
Camus una expresión de terror. N o obstante, el absurdo de su destino parece haberse
mitigado con la misericordia de una muerte instantánea.
«Excepto el sol, los besos y las fragancias salvajes, todo nos parece fútil», escribió Ca-
mus en «Bodas en Tipasa» (Bodas). Sol hubo el día de su entierro, y hubo sol en su
infancia y su juventud argelina. Soles y rebeldías en sus compromisos y sus obras, besos
en su vida privada, fragancias salvajes en su vida pública.
Desde su infancia, Albert Camus vivió la gran mayoría del tiempo de su existencia
fuera de su casa y con los demás. Esta vida en grupo lo ha marcado como ocurre con
cualquier persona ontológicamente solitaria. Durante los primeros diecisiete años, ha-
biendo muerto su padre en la Primera Guerra Mundial, Albert Camus vivió en Argel
con su abuela materna y su madre —que eran analfabetas—, y con su hermano mayor
Lucien, en un piso muy modesto del barrio obrero de Belcourt. En Argelia, como es
los otros países del Mediterráneo, un niño pobre crece en la calle. H.R. Lottman apunta
que «De hecho, fue Belcourt la primera escuela de Camus. El barrio, con sus mezclas
de razas y de actividades, lo obligó a crecer en la confrontación cotidiana de una vida
que la mayoría de sus amigos burgueses de Argelia, por no hablar de los escritores y
otros intelectuales con quienes se encontraría en Francia, no habían compartido. Según
sus amigos, nunca perdió esta aptitud para hablar con gentes de todos los niveles con
idéntica simplicidad familiar. Mucho más tarde, contestando a un crítico que señalaba
que no habla aprendido la libertad en Marx, Camus declaró: «Es cierto: la he aprendi-
do en la miseria» (págs. 41-42).
* Albert Camus, Herbert R. Lottman, Taurus Ediciones, Ensayistas-282, Madrid, 1987, 726 págy
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El mundo exterior era el mundo de Albert Camus y, de niño, le gustaba tanto jugar
al boxeo con sus camaradas como irse solo a la playa y nadar. Aunque se mantenía ale-
jado de las expediciones más temerarias de los otros chavales, le encantaba tener un pú-
blico y ser un cabecilla, pero usaba con más frecuencia y eficacia las palabras que los
puños.
Durante los años de instituto, el deporte, y sobre todo el fútbol, movilizaba las ener-
gías de Albert Camus. Formaba parte del equipo universitario de Argel; hubiera llega-
do a ser profesional si su enfermedad no se ío hubiese impedido y toda su vida siguió
siendo un asiduo espectador de los partidos de fútbol. A los cuarenta años de edad, escri-
bió Camus: «Tras muchos años en los que el mundo me ha brindado innumerables es-
pectáculos, lo que finalmente sé con mayor certeza respecto a la moral y a las obligaciones
de los hombres, se lo debo al deporte» {citado por Lottman, pág. 49).
Al entrar en su edad adulta, se dice de Camus que: «Parecía vivir varias vidas públicas
y privadas. Tenía sus estudios en la universidad, su círculo de "estetas" fuera de la uni-
versidad, tenía a Simone Hié (su futura esposa). Y proseguía sus trabajos de ser escritor»
(pág. 88).
Su afición a las actividades de grupo iba a plasmarse en un compromiso político
más concreto que ideológico. Su adhesión al Partido Comunista (1935) no se limitó
a un militantismo sumiso, sino que Albert Camus trató de transformar sus ideas en
obras de arte colectivas y populares. Poco antes de entrar en el Partido, Camus apuntó
esta reflexión: «Me parece que más que las ideas es la vida la que con frecuencia lleva
al comunismo... ¡Tengo un deseo tan fuerte de ver disminuir la suma de desgracia y
de amargura que envenena a los hombres!» (citado por Lottman, pág. 117). Su entrada
en el Partido Comunista le brindó la oportunidad de ampliar considerablemente su
círculo de amistades. Con sus nuevos compañeros, y algunas amigas íntimas, Camus
estuvo organizando gran número de actividades culturales (conferencias, clases para adultos
en el College du Travail, importantes espectáculos teatrales, etc.). Un testigo de aquella
época de intensas ocupaciones públicas dijo de Camus que «Tenía sobre todo el don
inapreciable de suscitar alrededor de él, por su presencia cuya densidad era extraordina-
ria, por la palabra justa que decía en el momento más oportuno, una maravillosa at-
mósfera de amistad y de confianza... Camus era persuasivo, jovial, y su ironía era amistosa»
(citado por Lottman, pág. 131).
Durante el año 1936, Camus alquiló una casa con unas amigas suyas, y vivieron allí,
con algunas otras personas, una experiencia de comunidad de jóvenes intelectuales. En
1937, Camus y sus amigos, «desbordantes de proyectos e impacientes por hacerlos so-
cialmente útiles» (pág. 169), fundaron la casa de la cultura de Argel. Se trataba de «cons-
tituir un Frente Cultural dependiente del Frente Popular» (pág. 172), una agrupación
de todos los simpatizantes con ideas de izquierda. Tuvieron gran éxito las iniciativas
de Camus que se encontraba siempre personalmente en el centro de las actividades, de-
sempeñando simultáneamente los papeles de actor, director de teatro, conferenciante,
coordinador y redactor de peticiones.
Pronto Albert Camus iba a darse cuenta de que «la política y la suerte de los hom-
bres están hechas por hombres sin ideal y sin grandeza. Los que tienen alguna grandeza
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dentro no hacen política» (citado por Lottman, pág. 181). Camus no tenía ningún car-
go importante en el Partido Comunista, pero era «el comunista más activo y más cono-
cido de la vida política y cultural de Argel» (Lottman, pág. 181). Su biógrafo subraya
que «si (Camus) se había lanzado al movimiento y si consagraba todas sus fuerzas en
favor de los objetivos comunistas, no por ello dejaba de desconfiar de los fines últimos
y de las prácticas comunistas» (pág. 182).
Para exponer las circunstancias de la expulsión de Camus del Partido Comunista, H.R.
Lottman describe minuciosamente el contexto político del suceso. Más adelante, el bió-
grafo recurrirá también a elementos de historia para situar en su marco político y socio-
cultural las actividades de Camus periodista y resistente durante la ocupación alemana
de Francia y luego para explicar la naturaleza de sus contactos con el grupo de intelec-
tuales de Saint-Germain-des-Prés. El autor de esta biografía cita abundantemente tanto
las memorias de Simone de Beauvoir como las fuentes periodísticas disponibles y nu-
merosas que informan de la intensa y variada actividad pública de Albert Camus. La
atención que el biógrafo dedica a la evocación del entorno de Camus perjudica a veces
la unidad del relato de la vida del propio Camus.
Durante toda su vida, Albert Camus se interesó por los musulmanes de Argelia, sus
condiciones de vida y sus derechos humanos. Ocurrió que, en 1936, las nuevas directri-
ces del Partido Comunista fueron aplicadas en Argelia. Abandonados los temas del an-
timilitarismo y del anticolonialismo a favor de la más urgente lucha antifascista, el
movimiento anticolonial musulmán dejó de ser apoyado por el Frente Comunista. A
pesar de ello, Camus prosiguió sus relaciones con los musulmanes, «considerados a par-
tir de entonces como fascistas por sus camaradas comunistas (...) Y Camus se sentía
muy decepcionado ante el repentino amor de los comunistas por el ejército francés y
la defensa de la patria; sobre esos temas daba muestras ante sus amigos más cercanos
de una ironía sangrante» (págs. 193 y 195). La negativa de Camus a autotraicionarse
y su obstinación en permanecer en la orientación nacionalista-musulmana hizo acusar
a Camus de disidencia y terminó con su expulsión en noviembre de 1937. A continua-
ción, Camus abandonó la Casa de la Cultura y organizó un nuevo grupo de teatro,
independiente del Partido, el Théatre de l'Equipe.
Para sobrevivir económicamente, Camus tuvo que trabajar de diciembre de 1937 has-
ta septiembre de 1938 en el Instituto Meteorológico de Argel. De octubre de 1938 hasta
marzo de 1940, fue periodista en Alger Républicain, y en Le Soir Républicain. Seguirá
como periodista en Francia, durante la Segunda Guerra Mundial, trabajando en Paris
Soir, y luego en^I periódico clandestino Combat, que pasó a ser el diario más impor-
tante de posguerra, hasta que lo tuvo que abandonar en 1947. A partir de noviembre
de 1943 y hasta su muerte, ocupó un puesto fijo de lector en la Editorial Gallimard.
Camus, pues, siguió trabajando en equipo, tanto en el teatro como en el periodismo,
tanto en Argel como luego en París. Su experiencia de teatro aficionado le permitió
hacer teatro profesional. Cabe insistir sobre «lo feliz que Camus se sentía siendo direc-
tor de teatro» (pág. 693), hecho corroborado por la siguiente declaración de Camus:
«El teatro me ofrece la comunidad que necesito» (citado por Lottman, pág. 680).
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Su amistad para con los musulmanes de Argelia lo hizo intervenir en 1956 en favor
de una «tregua civil», intento que fracasó. En febrero de 1957, Camus confiesa: «He
tomado la decisión de callarme en lo que respecta a Argelia con el fin de no contribuir
a su desgrac*a ni a las tonterías que se escriben acerca de ella» (citado por Lottman,
pág. 643). A partir de entonces, y hasta el final de su vida, siguió interviniendo perso-
nalmente en favor de argelinos acusados o condenados, así como se había comprometi-
do con los republicanos españoles en el exilio, con la causa de los comunistas griegos y
también contra la ocupación y la represión soviética en Hungría.
En sus compromisos, Camus parece haber sido siempre lúcido; si bien en varias oca-
siones experimentó desilusiones, no obstante se mantuvo fiel a sus convicciones huma-
nistas que le seguirán iluminando en sus momentos más sombríos.
La vida privada de Albert Camus, aunque su biógrafo se muestra menos propenso
a rastrearla, se presenta al lector tan tumultuosa y extenuante como su vida pública,
en perpetuos viajes y repetidísimas mudanzas, parando sólo cuando cae derribado por
un ataque de tuberculosis. A decir verdad, Herbert Lottman no parece omitir los
mínimos acontecimientos de la vida doméstica de su personaje, y sin embargo no dice
casi nada de la vida amorosa de Camus. Puede que el pudor del propio Camus y la
discreción del biógrafo sean las causas de tal silencio. Pero se puede lamentar el hecho
de que no se sepa casi nada de la vida íntima del escritor al terminar la lectura de un
libro por otra parte tan densamente informativo. En efecto, ¿cómo comprender los re-
sortes de la creación literaria y del total comportamiento de un hombre del talante de
Albert Camus sin reconocer a la sensualidad su papel exacto?
La palabra sensualidad alude evidentemente a una realidad más extensa que la vida
amorosa de una persona y abarca tanto la vida física en su conjunto como la vida afecti-
va. La palabra sensualidad también sobreentiende que el deseo de vivir supera siempre
el de morir. En el primer volumen de su diario, Camus apunta: «Incluso en esta tristeza
mía, qué deseo de amar y qué embriaguez ante la sola visión de una colina en el aire
de la tarde» (citado por Lottman, pág. 141). La belleza de los paisajes, los juegos de la
luz y las fragancias del aire siempre han emocionado hondamente los sentidos de Ca-
mus. Pero sus pasiones más vivas son el sol y el mar. «He creciado en el mar y la pobre-
za me ha resultado fastuosa, más tarde perdí el mar, entonces todos los lujos me parecieron
grises, la miseria intolerable. Desde entonces aguardo. Aguardo los barcos de vuelta,
la casa junto al agua, el día límpido» (apunte de Camus, citado por Lottman, pág. 575).
El clima del Mediterráneo induce a la sensualidad. Más de la mitad de la vida de Ca-
mus transcurrió bajo el sol del Norte de África y, después de unos años de vida parisi-
na, Camus persiguió el sol en su propia tierra donde quería volver a instalarse, luego
en Provenza donde vivió varias convalecencias y donde decidió comprarse una casa.
En su obra hizo la apología del carácter mediterráneo, insistiendo en la dimensión «trá-
gica» (hay que comprender «humana» y, por tanto, «emocionante») de la belleza tal
y como la cultivaban los griegos de la Antigüedad. Escribió en su diario: «Al atardecer,
planea sobre las aguas silenciosas una plenitud angustiada. Se comprende entonces que,
si los griegos concibieron la idea de la desesperación y de la tragedia, fuera siempre a
través de la belleza y de lo que tiene de oprimente. Es una tragedia que culmina. Mien-
El terror, pues, es algo que se impone al ser y provoca la rebeldía de un hombre que
se halla en legítima defensa. También el hecho de reflexionar sobre el terror desemboca
en una actitud rebelde, pero esta vez necesita de un tercer término: el absurdo. El
absurdo equivale a la toma de conciencia que el hombre vive sumergido en una tensión
entre su deseo de felicidad humana y la situación de desorden e injusticia de un mundo
que imposibilita la dicha. El sentimiento del absurdo da nacimiento a una reacción de
rebeldía: «Aceptar lo absurdo de todo lo que nos rodea es una etapa, una experiencia
necesaria: no debe convertirse en un callejón sin salida. Suscita una rebeldía que puede
ser fecunda. Un análisis del concepto de rebeldía podría ayudar a descubrir nociones
capaces de devolver a la existencia un sentido relativo» (citado por Lottman, pág. 433).
La sucesión cronológica de las obras de Camus, que tratan primero del absurdo y des-
pués de la rebeldía, corrobora el esquema conceptual anterior.
Culmina la obra de Camus en su ensayo titulado El hombre rebelde, en el que trabajó
durante nueve años enteros, y que salió a la luz en 1951. Este libro trataba de realizar
«el estudio en profundidad, a lo largo de la historia, de las teorías y formas de rebeldía
con la esperanza de descubrir por qué se pervertían los ideales (...) para trazar a conti-
nuación las vías auténticas de una rebelión necesaria contra nuestro destino, en la que
el crimen —aun legítimo, aun santificado por el Estado— quedara rigurosamente ex-
cluido» (pág. 531). En este ensayo, Camus hizo la descripción apologética de «una re-
beldía inspirada en aspiraciones individuales, no en la doctrina marxista, y que no llevaba
inevitablemente al universo estalinista de los pelotones de ejecución o los campos de
concentración» (pág. 539). La rebeldía, en la opinión de Camus, no implica la revolu-
ción, pero la revolución fracasa cuando se imagina poder prescindir de una norma mo-
ral o metafísica capaz de equilibrar el delirio de las multitudes.
El hombre rebelde fue sin duda el menos comprendido de los libros de Albert Ca-
mus, y el que motivó la más grande cantidad de críticas negativas e injustas. El ataque
más grave fue que Camus «se había lanzado a la aventura con bases filosóficas insufi-
cientes» (citado por Lottman, pág. 563). Esa crítica la lanzaron Sartre y su grupo pero
aún peor para Camus resultó el comprobar que hasta sus compañeros de trabajo en
la editorial Gallimard «daban la razón a Sartre» (pág. 564). Casi todos parecían haber
olvidado que Albert Camus había estudiado la carrera de filosofía lo mismo que el pro-
pio Sartre. Lo que no se perdonaba a Camus era sin duda que fuese un «poeta» ade-
más de ser un buen filósofo. Su análisis de la rebeldía y su propio comportamiento
109
de rebelde lo diferenciaban, evidenciaban su carácter mediterráneo incomprensible por
hombres del Norte, que le envidiaban su fama y su general éxito.
De hecho, la ruptura entre Camus y Sartre se produjo como consecuencia de la pu-
blicación de El hombre rebelde. A decir verdad, los dos escritores habían sido amigos
en el París de fines de la segunda guerra mundial, pero su amistad parecía limitarse al
común gusto por las diversiones nocturnas, fiestas y borracheras. Camus señalaba en
una entrevista (en 1945): «Sartre y yo nos extrañamos siempre al ver asociados nuestros
nombres» (citado por Lottman, pág. 433). Reafirmaba asimismo: «No soy existencialis-
ta». Más tarde, aportará otra precisión: «El existencialismo es, ante todo, un método.
Las semejanzas que generalmente se aprecian entre los trabajos de Sartre y los míos pro-
vienen naturalmente de la suerte o la desgracia que tenemos de vivir en una misma épo-
ca y frente a problemas y preocupaciones comunes» (págs. 515-516). Finalmente, fue
Sartre quien provocó la ruptura, al publicar en su revista una crística hostil a El hombre
rebelde, invitado a contestar a este artículo, Camus redactó un texto lleno de amargura
y de ironía hiriente. Sartre, en su respuesta, adoptó el mismo tono y, además, usó algu-
nos argumentos de mala fe. Este incidente resultó sumamente desagradable para Camus
porque era inesperado. Su biógrafo apunta que: «Afortunadamente, al menos una parte
de sus lectores recibieron el mensaje: los sindicalistas revolucionarios, los anarquistas
(tanto en España como en Francia); la izquierda no comunista despreciaba a los estali-
nistas y a los que en aquella época hacían la apología del estalinismo —entre los que
se puede citar a Sartre» (pág. 551).
Para Camus, ejercer su oficio de escritor consiste en «añadir algo a la creación (...)
mientras otros trabajan en su destrucción. Es este esfuerzo, largo, paciente y secreto,
lo que realmente ha hecho avanzar a los hombres desde que tienen una historia» (citado
por Lottman, pág. 536-537). Esta definición va complementada por la siguiente afirma-
ción: «No basta con criticar la propia época, hay que tratar también de darle una forma
y un porvenir (pág. 568).
La filosofía de Albert Camus equivale a un profundo humanismo y no se le perdonó
al filósofo el haber puesto coherencia entre sus escritos, sus ideas, sus compromisos y
su comportamiento privado. Con palabras sencillas, Camus resume su pensamiento y
su vida: «Debemos servir a la justicia porque nuestra condición es injusta, contribuir
a la felicidad y a la alegría porque este universo es desdichado. Por lo mismo, no debe-
mos condenar a muerte puesto que nosotros mismos estamos condenados a muerte»
(citado por Lottman, pág. 420). Tampoco carece de lucidez en cuanto al contexto en
el cual el artista está obligado a actuar: «Las tiranías, como las democracias adineradas,
saben que para reinar hay que separar el trabajo y la cultura. En lo que respecta al traba-
jo, la opresión económica es casi suficiente... En lo que respecta a la segunda, la corrup-
ción y el escarniotumplen su función. La sociedad mercantil cubre de oro y privilegios
a los bufones decorados con el nombre de artistas y los impulsa a todo tipo de concesio-
nes» (citado por Lottman, pág. 583). El tono de este fragmento de carta, fechado en
1953, nos recuerda unos versos de Félix Grande en los que Horacio Martín 1 define a
Sm duda discípulo secreto de Albert Camus: éste será el tema de un próximo ensayo nuestro.
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los poetas verdaderos diciendo: «A los serenos les llamamos cómplices/ cualquier con-
cesión nos infama/ y apostrofamos al olvido» 2 .
En los últimos años de su vida, la rebeldía de Albert Camus le impuso un aislamien-
to que el escritor analizó y del que extrajo fuerzas para seguir su trabajo: «Existe una
soledad que hay que aceptar, con la que durante años me he enfrentado porque todo
lo que separa me horroriza, con la que todavía me enfrento, pero que es inevitable a
partir de un determinado nivel de exigencia. Nos gustaría ser amados, reconocidos por
lo que somos, y por todos. Sin embargo, es un deseo adolescente. Tarde o temprano
hay que envejecer, aceptar el ser juzgado, o condenado, y recibir lo que pertenece al
dominio del amor (deseo, ternura, amistad, solidaridad) como dones inmerecidos. La
moral no nos ayuda en absoluto. Sólo la verdad... es decir, el esfuerzo ininterrumpido
por alcanzarla, la decisión de proclamarla cuando la captamos a todos los niveles, y
de vivirla, en el sentido, en la dirección de la marcha. Pero en una época de mala fe
aquel que no quiere renunciar a separar lo verdadero de lo falso está condenado a una
especie de exilio. Al menos sabe que este exilio supone una reunión presente y futura,
la única válida, a la que debemos servir» (citado por Lottman, pág, 622).
El pensamiento de Camus da muestras de esta belleza moral y trágica que él mismo
apreciaba en sus modelos mediterráneos y antiguos. Su obra sigue siendo una obra ina-
cabada pero completa; abierta, por tanto, a sus discípulos y seguidores y, desde luego,
una obra en vida. Albert Camus pensaba que «un mundo en donde ya no hay sitio
para el ser, para la alegría, para el ocio activo, es un mundo que debe morir». Sin duda,
no ignoraba Camus que este mundo estaba muriendo y que unos escasos artistas, de
los que él formaba —y sigue formando— parte, estaban —y están— edificando el mun-
do futuro, dando resueltamente la espalda a un mundo muerto a fuerza de haber permi-
tido el triunfo de las muertes sobre las vidas. La existencia de Camus —que Herbert
R. Lottman relata con precisión y generosidad—, y de la que su obra forma parte, con-
tiene algunos de los principios básicos con que construir el mundo presente capaz de
dar nacimiento al mundo de mañana, lleno de todos los soles y todas las rebeldías, de
todos los besos y todas las fragancias de lo humano verdadero.
2
Biografía, Félix Grande, Anthropos, 1986, pág. 276.
El español es parco en teorías, tal vez por aquello de que toda teoría es gris y verde
el árbol de la vida, quizá por una cierta vagancia intelectual; y es posible que por am-
bas cosas. En este caso, el espacio teórico es el que se refiere a las poéticas, concreta-
mente a las de la generación del cincuenta y del setenta (entendidas ambas con una
cierta amplitud cronológica). Pedro Provencio ha recogido en dos tomos una antolo-
gía comentada de los textos suceptibles de ser denominados poéticas, escritas por los
propios poetas. * La obra lleva un prólogo a modo de resumen de los problemas que
se plantean. Sorprende el tono ligeramente disculpatorio, y que está directamente rela-
cionado con el hecho de eximirse de considerar «hasta qué punto las poéticas de un
autor corresponden a las poéticas que subyacen al conjunto de su obra», con lo cual
el carácter crítico se ve disminuido al dar un aspecto preponderante a algunos textos
en olvido de otros. Esto no es nuevo, y se puede considerar incluso lógico. Entre sus
antecedentes críticos podemos recordar la útil Preceptiva dramática española (del rena-
cimiento al barroco), de Federico Sánchez Escribano y Alberto Porqueras Mayo, que
cuenta con un prólogo más extenso, índice onomástico y bibliografía. N o se compren-
de cómo aún los editores españoles no acostumbran a incluir índices onomásticos en
obras de este tipo. Otro punto que se presta a discusión es que Pedro Provencio ha
tenido en cuenta «sólo la teoría contenida en esta selección, que yo creo —dice el a u t o r -
representativa». Esto no estaría mal si las notas críticas estuvieran compensadas con
un extenso prólogo en el que todas las particularidades «poéticas» se insertaran en las
corrientes literarias españolas, hispanoamericanas y, en lo posible, en las europeas. Al
fin y al cabo las generaciones del cincuenta y setenta no surgen de la nada. Como algu-
nos de los textos hacen evidente, (Gil de Biedma o Robayna, por ejemplo), los proble-
mas críticos que se plantean tienen una tradición, Eliot, Stevens, Lezama, Paz; autor
este último que es el que más y mejor ha teorizado sobre poética en nuestra lengua,
como bien saben en Francia, Estados Unidos o Hispanoamérica, pero que por lo visto
nosotros aún no nos hemos enterado o ninguneamos, como se hace evidente en mu-
chos de estos escritos. Dicho todo esto he de elogiar inmediatamente la tarea que ha
llevado a cabo Provencio: su antología, pese a estas puntualizaciones, es de gran inte-
rés. En algo menos de quinientas páginas podemos recorrer el núcleo de las generacio-
nes. No es de sorprender que muchas veces la teoría y la práctica no vayan juntas.
El crítico no siempre acompaña al poeta, y esto no es privativo de algunos de los escri-
tores antologados; en la generación del ventisiete tenemos como mínimo un ejemplo:
Rafael Alberti. En cierta ocasión le oí —y no es la única en que se expresaba así— en
plena democracia defender la poesía que se hace bajo las patas de los caballos, y añadió:
" Pedro Provencio. Poéticas españolas contemporáneas (2 voh.J. Hiperión, Madrid, 1988 y 1989.
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esa es la que yo he hecho siempre. Sin embargo todos sabemos que Alberti, el poeta,
es el que escribió sobre los ángeles, sobre la nostalgia del mar, sobre la pintura, etc.
El otro, el que él parece reivindicar, es un hábil versificador que, para beneficio de
su obra, casi nadie frecuenta.
El primer tomo se abre con Ángel González y, naturalmente, con el problema de
la misión moral y socialrealista de la poesía. Si tenemos en cuenta que el segundo volu-
men se cierra con Andrés Sánchez Robayna se verá que las cosas han cambiado un
poco. Lejos se está de aquella frase de Ángel González en la que afirmaba que «escri-
biendo desde el centro de la Historia y de acuerdo con su marcha, el escritor se queda-
rá, al menos, en la Historia». Lo que aquí se le pedía al poeta eran varias cosas, a saber:
que supiera dónde estaba el centro de la historia, como si se tratara del epicentro de
un seísmo; que, además, se supiera —dones proféticos que a Marx le llevaron a intuir
la revolución en Inglaterra— la marcha de la misma. En este caso, los poetas españoles
habrían visto que el franquismo se encaminaba hacia una monarquía parlamentaria,
y en el de Rusia, hacia una democratización —por lo que vemos en estos días— de su
marcha burocrática y celeste. Gracias a todo esto, que se reflejaría no se sabe cómo
en sus poemas, el poeta sería gratificado con una definitiva estancia en la Historia. Aunque
González no siempre cae en este tipo de ingenuidades, años más tarde volverá al tema
en un poema donde se mofaría de los poetas que contemplan las estrellas, hablan del
Tiempo, evitan la claridad y «edifican el misterio», etc. Algunos años más tarde (1984),
cansado tal vez de habitar (y de ser deshabitado) por esa Historia suya con mayúscula,
afirma que «el tiempo es el tema central de Sin esperanza, con convencimiento». No
voy a entrar en si es así. González, es verdad, amplía un poco la poética de un poeta
anterior, Gabriel Celaya, para quien la poesía era «un arma cargada de futuro», es de-
cir, un instrumento que iba a cambiar el mundo. Ángel González, más irónico y des-
creído, trata siemplemente de «ser fiel a su experiencia», «describir el campo de batalla
tal como yo lo vi»; y luego añade términos como «aplicar fórmulas irónicas al entorno
político y social», «ambición didáctica y paródica», etc. Es decir, cometidos que sin
duda llevaría mejor a cabo la prosa, los ensayos políticos, panfletos, etc. González no
acierta a decirnos por qué todo eso lo trata de hacer en versos medidos con todos los
recursos retóricos propios de este género. El caso de González es paradigmático: como
entiende que la poesía se hace desde la experiencia, asunto que el poema trata de expre-
sar, no duda, con una soberbia común a muchos de su generación, que «los escritores
que afirman que no tienen intenciones cuando se disponen a escribir (...) equivale a
afirmar que no quieren decir nada». Cuando habla de «intenciones» se refiere clara-
mente a la intencionalidad del poema, no a que el poeta sienta la necesidad de decir.
Más adelante se podrá ver cómo otros poetas, como el mismo Vaiente, contesta de
una vez por todas a estas intransigencias. El poeta quiere el decir del poema. No se
es poeta porque se quiera llevar a cabo la marcha de la historia sino porque se quiere
sentir la danza del poema. Esto no niega que el poeta quiera hablar del tiempo o de
sus zapatillas, de lo que le ocurrió por la mañana o de lo que no le sucedió nunca,
quizá lo haga —de hecho así sucede muchas veces—, pero va a decir algo distinto: las
zapatillas o lo que no vivió se transformarán en una experiencia de lenguaje. Quizá
Caballero Bonald conteste también a este reduccionismo intransigente de González:
113
«Yo hago literatura a través de mi experiencia. Y mi experiencia, en términos litera-
rios generales, son palabras.» N o se piense que esto sólo puede decirlo un escritor, co-
mo es el caso de Caballero Bonald, barroco; es evidente que toda literatura está hecha
de palabras. Esta polémica que aún arrastra cola, está relacionada también, aparte de
con la misión moral y política, con el entendimiento de la poesía como comunicación,
poética teorizada con extensión por Carlos Bousoño en Teoría de la expresión poética
(primera edición, 1952) a la que contestaría Carlos Barral criticando la posibilidad de
que exista a priori un contenido psíquico como elemento substancial de la emoción
poética que el poema comunicaría al lector. Esto no quiere decir, ni Carlos Barral lo
afirma, y tampoco Gil de Biedma, que el poema no comunique algo, y que no venga
de alguien, pero lo que el poema es, lo que lo diferencia de otras formas de expresión,
es su irreductibilidad al significado. Esta martingala de la comunicación, que ha permi-
tido a muchos poetas desaguar con cierta velocidad, hizo decir a José Agustín Goytiso-
lo en un poema de 1968 («A un joven poeta»): «Une tu canto al coro inmenso/ de
esta asolada humanidad./Juega a la vida, si estás vivo.» Naturalmente, este joven poeta
era el arquetipo de los que se dedican a temblar «contemplando/ los reflejos del sol
en el agua». Goytisolo le escribe esta poesía moral para que «sientas y hagas tuya/ la
verdadera poesía». Esto no merece, creo, ningún comentario, pero me resisto a olvidar
algunas perlas que están en relación a esa extraña soberbia que antes mencioné y que
podría ser tema de un ensayo de psicología nacional. En fechas tan recientes como 1977,
el mismo autor decía en otro de los textos antologados por Provencio, en relación a
una pregunta que le hizo.un hispanista: «de esos que llaman hispanistas y que no se
caracterizan por su sagacidad y menos aún por su originalidad», y un poco más adelan-
te: «Aunque no creo en los hispanistas». Caramba, no sabía que la relación con los
hispanistas fuera un acto de fe... A los españoles nos inquieta, por lo que se ve, que
exista gente que desde otras lenguas se dediquen a lo hecho en la nuestra: evidencia,
claro está, lo que no hacemos nosotros. Véase, si no, cualquier bibliografía sobre mil
y un temas de nuestro tiempo y del pasado. Olvidadizo y con carencia de autocrítica,
José Agustín Goytisolo, en el prólogo a Los pasos de un cazador (1980), dice que desde
que era un «cachorro de poeta» vio que un escritor tiene dos modos de trabajar: la
experimentación formal y la investigación idiomática. Habría que preguntarle a algún
hispanista en qué experimentó y en qué investigó el poeta catalán. Goytisolo tiene unas
palabras llenas de sarcasmo para aquellos que pretendieron destruir el lenguaje. Esto
ya lo han dicho muchos sin querer entender que lo que significaba era un acto de sana
rebeldía con el idioma, con los significados y las formas infectas que se habían hereda-
do. Las palabras no son inocentes, y, en ese período del franquismo, eran demasiado
culpables. Había, sí, que desarticularlas, corromperlas, guillotinarlas, comenzar a res-
pirar por esa herida para volverlas al revés. N o otra cosa uizo su hermano Juan en
Juan sin tierra y Reivindicación del Conde don Julián, dos libros definitivos. N o olvido
que la acción de destruir el lenguaje por un poeta significa la creación de otro, por
eso se es poeta, obviamente. N o todos lo hicieron, pero nadie es culpable de no escri-
bir un buen poema. Lo que quiero decir con esto es que un poco menos de acritud
y una mayor voluntad explicativa por parte de los que creen saber (y de los que en
realidad saben), hubiera sido mucho más beneficioso para nuestra literatura. Algo del
Sócrates partero es necesario en nuestro panorama crítico. Ayudar a llevar a cabo las
114
ideas del otro es la mejor manera de entenderlo y no taponarle la salida con nuestras
negaciones apriorísticas. N o se crea que esto que digo no tiene vigencia: por doquier
se oyen escritores y críticos que dicen: yo no creo en los hispanistas, o bien: yo no
creo en los críticos, etcétera.
Son pocos los poetas de la generación del cincuenta que tienen una obra crítica. Al-
gunos se han expresado breve pero inteligentemente sobre aspectos literarios (Barral,
Jaime Gil de Biedma), y uno de ellos ha reunido en dos volúmenes una obra crítica
importante: José Ángel Valente. Tanto Las palabras de la tribu, como La piedra y el
centro son libros de rigor científico, y, en muchas ocasiones, una verdadera fundamen-
tación de la poética del autor. Valente es el que ha llevado más lejos el paso de la poesía
más o menos instrumentada a la poesía como conocimiento: ser poeta, —como se ex-
plica en los escritos teóricos de este autor— es revelar el poema. Esta poética es un
esfuerzo por designificar al poema: el poema es experiencia él mismo no traducible
a otros lenguajes. Esto ha acercado a Valente a tradiciones herméticas y, sobre todo,
al misticismo. De hecho lo que se deduce, y lo que dice en sus escritos últimos, es cla-
ramente un entendimiento de la poesía como espacio sagrado, unitivo. «Todo el que
se haya acercado, por vía de experiencia —escribe Valente en La piedra y el centro-
di la palabra poética en su sustancial interioridad sabe que ha tenido que reproducir
en él la fulgurante encarnación de la palabra. N o ha oído ni leído. Ha sido nutrido.
Se ha sentado a una mesa. Ha compartido, en rigor, un alimento.» Ni poesía como
comunicación ni como moral: comunión a través del extremo de un lenguaje que trata
no de significar sino de ser.
La poética de Valente es cada día más un extremo poético, quizá por tratarse su autor
de un hombre de indudable religiosidad, aunque sea una forma heterodoxa de lo reli-
gioso. Gil de Biedma, mucho menos religioso y menos esencialista, piensa con Eliot
que hay una extensa manía de creer que la poesía es susceptible de formulación, con
lo cual se simplifica siempre el hecho poético. Desde un escepticismo verdaderamente
inteligente, Gil de Biedma escribió estas palabras: «La comunicación es un elemento
de la poesía, pero no define la poesía; la actividad poética es una actividad formal, pero
nunca es pura y simple voluntad de forma. Hay un cierto grado de comunicación en
todo poema; hay una mínima voluntad de forma —una voluntad de orientación del
poema— en el poeta surrealista. La poesía es muchas cosas, y un poema puede mera-
mente consistir en una exploración de las posibilidades concretas de la palabra.» Gil
de Biedma introduce un sentido crítico en su concepción de la poesía: el poeta moder-
no es el que conoce la distancia entre vida y texto, lo que equivale a rasgar continua-
mente esa encarnación de la que habla Valente con el punzón distante de la ironía.
Contradicción sangrante: mientras que el poeta, consciente de su personaje, nos hace
ver la distancia del vivir y el noble oficio de hacer versos, el poema, espacio recién
inventado los integra: a la mirada y a lo visto, a la ironía y su objeto. N o es una recon-
ciliación total: Gil de Biedma nos recuerda constantemente que las palabras no coinci-
den con las cosas y tampoco con nosotros mismos.
N o es mi intención hacer un repaso a todas las poéticas expuestas en el libro de Pro-
vencio. Más que un repaso didáctico es un diálogo subjetivo con lo que a mí me parece
lo más importante. Tiene razón Provencio al decir en el prólogo que de Brines y Clau-
115
dio Rodríguez arranca «—sin merecerlo ellos—» una actitud poética; la emoción con-
templativa y el amaneramiento. Poéticas muy jóvenes hablan de una «nueva
sentimentalidad» y cosas por el estilo: me parece, una lectura desvaída de estos autores
y del romanticismo; y algo más: una claudicación crítica. Lectores de novelas más que
de poesía, sus exigencias del lenguaje parecen mínimas. Casi todos los que se enmarcan
dentro del marbete de la sentimentalidad (palabra bien fea y de débil contenido emo-
cional) están de acuerdo con la definición que Brines hace de la poesía como portadora
de la emoción del poeta. Pero Brines no se queda aquí y sabe y lo dice que «el poeta
no es un notario de la vida, ni aun cuando hace poesía biográfica, sino desvelador de
un conocimiento profundo de su esencia humana». Más adelante, Brines hará más cla-
ro esto por supresión: «La nueva realidad que, mediante las palabras, hago mía, sólo
me puede ser dada en el texto.» Esto lo emparenta con las reflexiones de Barral, Caba-
llero Bonald o Valente. A esto habría que añadir la afirmación de que la poesía, para
Francisco Brines, en un acto de intensidad, cumpliendo pues, una función exaltadora
de la vida. Poética de la intensidad y de la intimidad, de revelación del yo, de lo perso-
nal, sabiendo que como él mismo dice puede ser más social Juan Ramón que Neruda.
Como hace ver Pedro Provencio, aún late la polémica social en este poeta. Y no sólo
en él. Yo no entiendo por qué se ha de escribir con fines morales o sociales. La volun-
tad de servicio está basada más en la culpa, de origen cristiano, que en la generosidad
o la solidaridad. Como ha mostrado muy bien Fernando Savater en Etica como amor
propio (1988), en el campo de la ética que no de la estética, la supresión del yo en las
demandas volitivas suponen una supresión de la individualidad, una mala conciencia
del cuerpo, que es del cual parte el querer. En el terreno de la poesía, esta voluntad
de servicio era la que veía con malos ojos que los poetas del nuevo gaítnnar pudieran
embobarse con el tiempo, las constelaciones, los reflejos del agua y otros asuntos de
esta jaez, olvidando el verdadero meollo de la vida, que es siempre otro que el nuestro,
claro.
A esta intensidad de Brines, la poética de Claudio Rodríguez —en momentos, seme-
jante a la de Valente, ligeramente mística, con una sintaxis en ocasiones más poética
que crítica— habla de participación: el poeta establece, a través del lenguaje, un víncu-
lo entre las cosas y su experiencia poética. Aquí hay un invitado, y no sólo en la poéti-
ca de Rodríguez, que no acaba de llegar nunca. Tampoco creo que sea necesario: no
olvido que la misión del poeta —si es que tiene alguna— es la de escribir poemas. Pero
al igual que la realidad no verbal —e incluso la verbal a secas— no nos basta y necesita-
mos poemas, por lo visto tampoco nos bastan los poemas (doble condena) y necesita-
mos explicaciones. El invitado o invitada es la reflexión sobre la relación de las palabras
con las cosas. Si las palabras significan ¿cuál es el grado de su significación? Y si en
poesía no es el ser significado lo que importa ¿cuál es entonces su relación con lo que
está más allá de las palabras, con las cosas y sus relaciones que no significan?
Lo que ha venido después, aunque no carece de interés, está tan cerca, tan sujeto
a transformación diaria que difícilmente se puede entrar en una valoración. Por lo de-
más tampoco estoy haciendo valoración, sino una particular reflexión. Hay exaltacio-
nes, aunque de interés, que son difíciles de mantener, sujetas a modas y lecturas muy
cercanas. Un hombre inteligente como Félix de Azúa, dice que «el poeta es biográfica-
116
mente despreciable. Es simplemente el sostén, la superficie de la inscripción donde la
lengua habla de sí misma». Algo hay de verdad en esto, pero cuando yo leo poesía,
esa lengua, por un momento, habla conmigo; con una biografía trascendida, claro. La
poesía no puede reducirse a mi experiencia, es cierto, pero mi experiencia sí puede en-
contrar su sentido, su expresión, en el poema, sin dejar de ser palabra en mi cuerpo.
La lengua se alimenta de las biografías, no podría vivir sin ellas; aunque tampoco pue-
de reducirse a ellas. N o obstante, una vez que se configura en una suerte de poema,
ese lenguaje necesita para vivir de los mismos de los que surge. El sí mismo de la len-
gua es siempre un momento de virtual encarnación entre el poema (que es de los que
hablos aquí) y el lector.
Dentro de las exageraciones (cederé al cotilleo crítico) Pere Gimferrer afirmaba por
1970: «Si el poeta no tiene las cosas claras —es decir, si no sabe con exactitud qué pen-
sar de los asuntos de la vida— no veo en nombre de qué podrá aspirar al interés de
sus lectores.» Sin embargo, escribe esto otro que sí me parece de verdadero interés:
«La poesía académica, de mera imitación, la que no hace un problema de la relación
entre las palabras y la realidad práctica, sólo puede aspirar al público que tiene, un
público de catacumbas.» Sólo un par de cosas: no creo que sea necesario lo de realidad
práctica, sino la realidad que las propias palabras designan; y lo último: el mejor públi-
co es, precisamente, el de las catacumbas; los otros son los que leen lo que ven en la
televisión, los best-seller, es decir, el mundo de la superficie, el ortodoxo. No; en la
disidencia del lenguaje instrumentado, allí donde se pasan el ejemplar único y y se reci-
tan en la oscuridad los poemas, es donde están los verdaderos lectores. Aunque ya se
sabe, de las catacumbas surgirás y en ortodoxia te convertirás. También Gimferrer, aunque
sin el aparato trascendental y la imaginería cristiana y mística, coincide con Váleme
en gran parte de la poética. Los poetas más jóvenes antologados por Provencio oscilan
entre los primeros textos teóricos, llenos de suficiencia crítica, de amenazadores cono-
cimientos de lingüística, reflexiones de gran validez. Sorprende un texto de Genaro
Talens, de 1984, en el que se interroga sobre la naturaleza del conocer. «Quizá —escribe—
aunque no para saber más sino para saber menos, y así aprender mejor a desprenderse
de uno mismo.» Saber lo que importa. Aquí se apunta a algo que puede estar en rela-
ción con la intención de Valente: trascender ía fatalidad de la historia, y de nuestra
experiencia aliada a las limitaciones y condicionamientos de ésta. Los textos de Gui-
llermo Carnero, Andrés Sánchez Robayna y Leopoldo Panero son sin duda de interés.
Tanto Carnero como Robayna son críticos. Todo lo contrario de Antonio Colinas
y Luis Antonio de Villena. Este último llama a la poesía «ornato de la lengua». Sin
comentario.
La elección, como todas ellas, de los textos peca a veces de arbitrariedad: ¿por qué
no está un gran poeta como Juan Luis Panero? ¿Por qué introduce a Jesús Munárriz?
Misterios de las antologías, uno de los géneros más difíciles de la crítica, siempre que
se trate de contemporáneos. Con todo, estos dos volúmenes son de gran interés e invi-
tan a la reflexión sobre la parte teórica de algunos poetas españoles, que no hay que
confundir con la poesía de los mismos. Porque aunque no se crea en las musas, haber-
las haylas.
Juan Malpartida
A partir de La Plaga del Diamant, todas las novelas de Mercé Rodoreda pueden defi-
nirse propiamente psicoanalíticas en cuanto el insconsciente determina el desarrollo
temático y la estructura formal de todas ellas. Si en La Plaga el relato es recuerdo ver-
balizado dirigido al encuentro de la libido «para hacerla accesible a la conciencia y po-
nerla al servicio de la realidad» (Freud), El carrer de les Camelies, Mirall trencat y Quanta,
quanta guerra... giran en torno al complejo de Edipo como punto de partida del senti-
do moral o imperativo categórico que Freud pretendiera explicarse en Tótem y tabú,
del sentimiento de culpabilidad y, por tanto, de la disociación Bien/Mal con la que
el hombre «civilizado» parece haber perdido la unidad primigenia y hacia la cual tien-
de incesantemente en forma de nostalgia.
Si en las novelas citadas prevalecen aparentemente el discurso y el comportamiento
conscientes, invadidos a trechos y siempre impregnados de contenidos inconscientes,
en Quanta, quanta guerra... la autora da un paso decisivo hacia el tratamiento de la
psique como entidad propia. En esta obra, y aún más en La mort i la primavera, el
inconsciente se extrinseca en pura proyección mental, en mitología. El viaje del héroe
de Quanta guerra es un viaje en el inconsciente no ya individual (que es el que ha do-
minado en las novelas anteriores), sino colectivo. Siendo exacta y precisa su coloca-
ción en el espacio geográfico-anagráfico y en el tiempo histórico —que queda definido
de una vez por todas en la clase de Historia Sagrada del primer capítulo (el Paraíso
de los Orígenes, la Caída, el Castigo, la Ley, el Perdón, la Redención), Adriá Guinart
encarna la historia de la tradición cultural y moral de Occidente que llevamos dentro.
En su viaje «interior», que por ser exploración del inconsciente humano tiene lugar
en un paisaje universal y abstracto, Adriá, como el sol que se levanta en el horizonte
al concluirse el relato, retoma la «historia», que es la historia del dualismo maniqueo
Al extremo opuesto del Origen, al final de una Hnearidad que es eternidad en deve-
nir (serpiente/agua) se halla el Fin encarnado en el Bosque, o mejor, en los árboles
del bosque, cementerios vivientes, que hablan de cuna y calor materno. Es lugar de
la Totalidad, como el Principio, pues los cuerpos, gracias a la práctica del cemento,
conservan sus almas intactas.
En la torre del matadero, como antaño en la plaza, hay el reloj sin agujas que el pue-
blo, naturalmente, ignora. En contrapartida, el reloj de las «pedrés baixes» en el que
el héroe o ía madre, o ambos juntos, hacen las veces de la aguja y marcan con sus som-
bras el tiempo solar —o lunar—, indica una vez más que este mundo en frenético mo-
vimiento se mueve en la atemporalidad del inconsciente o, lo que es lo mismo, en un
tiempo que es Kronos o Aion, símbolo de la libido y del inconsciente.
El libro se abre con la inmersión del protagonista, desnudo, en las aguas del río: con
la vivencia en proyección del erotismo edípico. Si el río, como dijimos, es sólo
Inconsciente-Madre, el hombre es totalidad: instinto y conciencia. Por ello encarna
una plenitud que ahonda sus raíces en lo animal y se eleva a la divinidad. Lo dice el
chico del herrero, el sólo-mente (¿la ratio?): «l'home és mig de Taire i mig de la té-
rra...». Es en este sentido que cabe entender el carácter divino o semidivino del héroe,
atestiguado por su doble paternidad y maternidad. Gracias al herrero (el artesano, co-
mo el segundo padre-carpintero de Cristo —y no es la única conexión del héroe con
la figura central del mito cristiano) y a la madrastra, al hijo le es dado nacer dos veces:
como hijo primero y como padre después.
La obsesión del padre (incesto, culpa, castigo) paraliza el dinamismo de la libido del
héroe («la mort del meu pare s'anava menjant la meva vida», 4,IV,152) y la fija en su
estadio autoerótico e infantil, en el cual vive sólo por la madre en una especie de inces-
to perpetuo. El paso por debajo de las aguas del río y la experiencia del «enlacement»
con la vegetación acuática, sin dejar de ser para los demás rito propiciatorio, es para
la víctima contacto materno, recuerdo de la niñez como estado paradisíaco ajeno a las
leyes de la conciencia. Con este «bautismo», el protagonista nace de nuevo para identi-
ficarse y substituirse al Padre y convertirse en fecundador de la madre y en creador
122
de sí mismo y del mundo, moldeando figuritas de barro que crea y destruye a su anto-
jo y entre las cuales están naturalmente, la madrastra y la propia hija.
Así pues, el impulso de vida que ha empujado al Yo hacia la sexualidad diferenciada
va cediendo el paso al instinto de muerte, que lo dirige al estadio presexual y aún fetal
(«buscava un lligam... no sé on ni sabia qué buscava...», 4V,153), hacia la materia inor-
gánica (mater/materia). Sus pasos, en efecto, se dirigen al Bosque, al Árbol, a la Madre.
El instinto de muerte, esta extraordinaria intuición de Freud al borde de la paradoja,
halla en el mito de los árboles de los muertos su extrinsecación formal y la garantía
de su existencia (psíquica). Mercé Rodoreda reelabora aquí libremente la costumbre
ancestral, documentada en algunos pueblos celtas, de abrir con el hacha un árbol (To-
tenbaum) y utilizarlo como tumba para su propietario. Las variantes aportadas a este
núcleo mítico consienten afirmar que el Árbol de la Muerte donde el protagonista se
sacrifica con un punzón (el de su infancia), compendia como imagen polisémica los
varios símbolos que en obras anteriores han representado el Eterno Retorno muer-
te/renacimiento. El autosacrificio de Cristo, el Árbol de la Cruz, se sobrepone aquí
y se funde (como la herencia hebraico-cristiana en el tronco común de la mitología
que alimenta al inconsciente colectivo) con el mito de la tumba/cuna, de la cavidad
uterina del Totenbaum. No sólo el narrador-protagonista abre en el árbol una cruz;
de él extrae una semilla gigante, el fruto del vientre (el dios que se hace hombre en
el claustro materno) para ocupar su puesto y asegurarse, con la posesión de la Madre,
el propio renacimiento.
Loreto Busquets
Cancionero de Unamuno*
Eugenio Cobo
* Libro de Apolonio, edición, introducción y notas de Manuel Alvar. Editorial Planeta, Barcelona, Colección
Clásicos Universales, número 80.
127
a que Antinágoras se hace cargo de ella comprándola al rufián. Durante mucho tiem-
po, desamparada, ejerce como juglaresa y maestra de canto.
Antes hemos dicho que el Libro de Apolonio es un clásico universal. En efecto, pero
sin ningún ánimo valorativo empleamos esta expresión. El asunto hunde sus raíces en
la novela griega (si se quiere es posible rastrear rasgos homéricos, incluso), pasa a la
literatura latina tardía y, de ésta, a las romances. El Libro de Apolonio trata, pues, un
asunto que ha despertado el interés de varias culturas. Pero la dimensión universalista
de la obra está, en parte, contrarrestada por la necesidad de adaptar la leyenda a una
cronología y una sociedad precisas: la de la España cristiana de mediados del siglo XIII.
Alvar piensa que «el Libro de Apolonio nos ha descubierto una vida burguesa; ya no
clerical, ya no de una aristocracia guerrera como las gestas, sino el relato de las empre-
sas de un hombre que no fue eclesiástico ni guerrero» (Introducción, página XL), y
llega a esta conclusión tras mostrar que la narración se desarrolla en un marco eminen-
te urbano. N o falta razón al señor Alvar, pero se hace preciso matizar que si el poe-
ma refleja un mundo burgués (frente a Berceo o el Cantar de Mió Cid), la concepción
que anima ese mundo novelesco responde a un espíritu más feudal que burgués. La
vida de Apolonio es una especie de viaje de ida y vuelta: el signo de su fortuna pasa
de la prosperidad a la adversidad, para terminar de nuevo en la prosperidad (hay que
notar que ello es recurrente con el desarrollo narrativo: Apolonio en Tiro-peripecias
del exilio-vuelta a Tiro). Estos vaivenes nos muestran que el protagonista no es dueño
de su propio destino, pero sí que el final feliz está asegurado por un orden providencial
que está en consonancia con el mérito moral de la conducta: los buenos reciben su
premio y los malos, el castigo correspondiente. Al hombre se le escapa el sentido de
su existencia porque éste viene determinado por designios superiores; lo humano se
explica en función de un ente tutelar providencial. Casi un siglo más tarde, Juan Ruiz
y, más tarde aún, Fernando de Rojas eliminarán ese orden providencial de su visión
del mundo. Y esta supresión de lo providencial constituye, desde un punto de vista
ideológico, la auténtica irrupción del espíritu burgués en la creación literaria en lengua
castellana. Es evidente que el anónimo autor del Libro de Apolonio está muy lejos aún
de ellos.
La década de los 60 fue una época crucial para la poesía mexicana. En ella sucede
una gran cantidad de cosas que aún hoy están lejos de haberse puesto en orden (y espe-
ramos que no lo hagan). Lo que sucedió tiene muchos niveles: histórico, sociológico,
pero sobre todo ético y estético. En este último campo es una década que asume (y
reivindica) la herencia de Contemporáneos, escribe bajo la luminosa sombra de Liber-
tad bajo palabra y los primeros libros de Sabines. (En narrativa sucedía algo similar:
los años anteriores fueron los de Los días terrenales, Pedro Páramo y los cuentos de
Arreóla.) La década en que se publican Salamandra, Blanco y Ladera este, con sobre
todo años de preguntas, dudas e incertidumbres. La Poesía en movimiento (la antolo-
gía, sí, pero también la idea que ella puso en juego) fue un intento por darle un rostro,
intento que por muchas razones fue un éxito, y una de ellas es que la literatura mexica-
na es poco dada a tener varios rostros, a ser realmente plural y presenta casi siempre
variaciones del mismo. Explico: los tiene, pero no los acepta en conjunto, los jerarqui-
za. Un ejemplo son los Contemporáneos. Estando tan cerca Novo de Villaurrutia re-
presentan sin embargo dos poéticas distintas, incluso diría que distantes. Los frutos
que se desprendieron de Villaurrutia fueron muchos y muy varíaílos, los de Novo es-
casos. Pellicer y Gorostiza, aunque aparentemente más distantes del poeta de los noc-
turnos, no representan otra poética. Nada sería explicable sin ellos y esa poética en la
segunda mitad del siglo (empezando por Octavio Paz).
Salvador Novo, en cambio, no le hace gran falta a la historia literaria mexicana. Que
no cunda el pánico, voy a agregar: aparentemente (cualquier intento de definición his-
tórica es aparente). Por ahora tratemos a lo aparente como verdadero (cosa harto fre-
cuente). La obra de Octavio Paz vuelve complicado discernir los niveles en que se
desarrolla la tradición. En él —es evidente— sí hay presencia de Novo, o mejor sería
matizar: de autores que también Novo leyó. ¿Qué pretendo con esta larga introduc-
ción? Es sencillo: señalar uno de los problemas más intensos desde los años 60, el de
la literalidad de la poesía, ése al que la poesía en movimiento hizo a un lado cuando
era su mejor expresión, ése que recorrerá y corroerá la obra de poetas tan poco litera-
les como Marco Antonio Montes de Oca, o dará su sello a poetas tan irónica y perfec-
tamente literales como Eduardo Lizalde o Hugo Gutiérrez Vega. Es a este último a
quien cuadra mejor el segundo adjetivo. Pero antes de entrar en materia hay que
decir, en descarga de la poesía en movimiento, que no se podía dar cuenta de un movi-
* Hugo Gutiérrez Vega. Las peregrinaciones del deseo. (Poesía, 1965-1986). Fondo de Cultura Económica,
México, 1987,
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miento no efectuado aún, aunque fuera ya inminente. N i Lizalde, ni Gerardo Deniz,
ni Gutiérrez Vega habían escrito aún sus libros importantes. (Para negar y legitimar
a la vez la tradición. Ellos sí son inexplicables sin Salvador Novo.)
Con Gutiérrez Vega sucede algo bastante frecuente: sus libros, al publicarse, han go-
zado de una breve y no siempre afortunada (si acaso cortés) atención de la crítica (da
la impresión de que se lo quitaban de encima) y de'los lectores. Lo cierto es que no
fueron libros de una brillantez inmediata (cosa harto frecuente en otros autores con-
temporáneos cuyos, cuyos libros son como fuegos de artificio y se apagan pronto).
Es hasta que se reúnen entre sí y se apoyan mutuamente que cobran su dimensión real
en Peregrinaciones del deseo (poesía 1965-1986).
Es por la inercia de eso que llamamos antes historia aparente que al leer a Gutiérrez
Vega lo sentimos ajeno a nuestra poesía. Es demasiado literal, tiene demasiada con-
fianza en la poesía como un derecho del «yo personal» (y no del «yo del lenguaje»,
que sería en el otro extremo del espectro la actitud de Marco Antonio Montes de Oca,
quien también habla confiado). Su primer libro, desde eí título, recuerda a Novo: Bus-
cado amor (1965). Sin embargo devolverá a la historia su jugarreta y esto será tam-
bién aparente. N o tiene (ni probablemente quiere) la rispidez y el tono desencantado
de Novo. Su atmósfera recordaría, aunque más ceñida, a la de León Felipe (a quien
ya se exagera en demeritar) ¿Es un libro de influencia, como parece desprenderse de
lo dicho? N o , para nada. La personalidad del poeta está de cuerpo entero. Y es que
una poesía que habla siempre desde el «yo», difícilmente puede dejar de parecerse a
otros yo que en el mundo han sido. De esto lo salva un poco lo que lo aleja de León
Felipe y lo restituye a la tradición villaurrutiana: su aspecto literaturizante (y expresa-
mente, no se pone «literario»). Apenas empezado el libro hay ya un «Homenaje
a Apollinaire» (muy bueno por cierto). Y es que el «yo» del poeta no es (aunque indivi-
dualista) el de aquel que quiere decir al mundo cosas que lo «salven», sino decirlas para
hacer uso de la palabra poética, diga lo que dijere, o mejor si digo lo que a mí me pasa.
(¿No les suena esto un poco a Pavese, ese autor tan leído en aquellos años y ahora
injustamente olvidado?) Para el escritor resulta evidente que esta posición frente al tex-
to no se podía mantener por mucho tiempo. Hay quien simplemente deja de escribir,
hay quien descubre en esa voz del yo otras voces (y en otras voces la suya propia).
Ese escritor sabe que la confianza en lo que se dice es el camino menos indicado para
encontrarse con el poema. Sus rasgos estilísticos son ya claros: un abierto rechazo a
la metáfora y al barroquismo visual, una cierta llaneza en la expresión y una emotivi-
dad más que inmediata (o sea: todo lo que no era la buena poesía mexicana en ese mo-
mento; y no pretendo defenderlo por su «originalidad», lo más probable es que la otra
poesía tuviera la razón poética de su parte. Eso hoy ya no es tan seguro.) Sin embargo
a los poetas que fundan su escritura en los rasgos mencionados les es esencial el oído,
y no tanto un oído musical como conversacional, ése que después de Eliot nadie duda
que existe.
La inteligencia del poeta no consigue dominar, sin embargo, las ganas de «decir» y
el verso sigue brotando. (Y es de las pocas ocasiones en que esto fue provechoso.) El
contacto con la literatura inglesa, en especial su poesía, menos intelectualizada que la
francesa (influencia principal de la tradición poética mexicana), le hizo bien. Su según-
131
do libro lleva por título Desde Inglaterra (1972). Es allí donde asume su literalidad ple-
namente. El poema, para significar otra cosa, antes tiene que significar precisamente
aquello que dice y no «otra cosa», no puede proponerse ya como sentido antes de pro-
ponerse como significado y encontrar en este primer nivel algo del segundo, de una
manera «elemental». (Lo mismo se proponía Gerardo Deniz en Adrede, un libro de
la misma época, pero radicalmente distinto en sus soluciones.) A ese decidido tono
anglosajón le aportó un aire de nostalgia que vuelve al libro algo singular. Da a las
palabras y a los versos una velocidad meditativa, no busca la poesía sin tiempo, sino
al revés, la poesía del tiempo (más cercano a Roben Lowell que a Eliot o a Dylan Tho-
mas —aunque él no lo quiera). Con esto va despuntando algo que después se agudiza-
ría: parece un poeta español contemporáneo.
Al leer la obra en conjunto, uno tiene un poco la imagen del escritor en una doble
tarea, escribir mientras es el primer lector de lo escrito por él, en algunos casos esto
produce autocrítica, en otros indiferencia, en otros desarrollos teóricos paralelos a la
obra, en otros esterilidad. N o sucede con Gutiérrez Vega ninguna de estas cosas. Pasa
algo más primario: bruscos golpes de timón (que al final se van a revelar aparentes).
Más primario pero más vital: es esto lo que lleva a escribir Resistencia de particulares
(1972), su mejor libro hasta ahora. En él se manifiestan al desnudo tanto sus virtudes
como sus defectos. Hugo Gutiérrez Vega pasa por «influencias», por «maneras», sin
en realidad estar en ellas, sin vivirlas en profundidad. Sucedió con la poesía anglosajo-
na, sucede en este libro con los poetas arábigo-andaluces, sucederá con la poesía espa-
ñola, la italiana y otra vez con la anglosajona. En principio esto sería a la vez que una
muestra de curiosidad por la alteridad, la incapacidad de vivirla en el texto, pero pron-
to descubrimos que es más un producto de esa confianza en la poesía como comunica-
ción. Esta confianza es el origen de la modernidad (el Artista con mayúscula) aunque
nos parece hoy como una concepción caduca, pero el hecho es que sigue dando poemas.
Si bien es cierto que no es una inmersión a fondo en la lírica arábigo-andaluza lo
que sucede en Resistencia de particulares, sí lo es que ese deambular superficial fertiliza
al poeta mexicano. Las máscaras, sin encarnar, le hacen ganar poder expresivo. Va refi-
nando además su relación con el oficio de hacer versos, se siente más seguro ese «na-
rrar» tan extraño para la poesía mexicana (esto recuerda otra vez a Pavese). Es lo que
él indica al lector con sus «claves» cinematográficas, arte narrativo modelo, como en
el espléndido «México-Charenton». Aquí se ven más claramente las referencias perso-
nales como un rasgo estilístico. Se trata de una poesía deliberada y necesariamente auto-
biográfica.
Sin embargo, por más confianza que se tenga en el gesto poético, no se puede referir
simplemente lo vivido. (No hay que ser sentimentalista: la vida no es poesía.) Tiene
que haber una disposición a perder la literalidad, un trabajo formal que la ponga en
duda. Para un poeta como éste resulta incluso doloroso, y lo hace a partir de un cierto
fetichismo, más de las cosas que de las palabras. Esto se ve muy claro en Cantos de
Plasencia (1977), pero sobre todo en Cuando el placer termine (1977), donde el poeta
juega fuerte y apuesta su escritura.
Paralela a esa apuesta va creciendo la nostalgia, se va dejando invadir por el fluir del
tiempo. Esto es su mayor riesgo: perderse en un recordar tibio y apoltronado. N o su-
132
cede así, aunque el peligro latente debilita al conjunto. (Sería éste su perfil español men-
cionado antes.) La mirada vigilante del escritor quiere encontrar en el humor (que ya
lo acompaña desde antes) el antídoto contra ese «aire envejecido». Escoge al mejor alia-
do, a pesar de que no tenga ni la iconoclastia de Lizalde ni la acidez de Deniz. Su humor
es tibio, simpático y a veces certero. Más que el humor, lo que le da aliento es haber
encontrado su tono preciso: estos textos que se van formando como a partir de «esce-
nas narrativas», donde el poema parece ser a la vez una indicación escénica (no olvide-
mos que el autor también es actor). N o es la poesía de Gutiérrez Vega de largas
meditaciones conceptuales (frecuentes en la poesía mexicana) ni un surtidor de metá-
foras y pedrería de destellos (por eso no le «sale» del todo bien su vena epigramática).
Su tono es el del monólogo (a veces en varías voces) que no exige tensión intelectual
ni formal, sino sobre todo dramático-narrativa. N o se crea con esto que son poemas
gritones y gritados (como los del ya mencionado León Felipe), no, la mayoría de las
veces son dichos en sordina, con un cierto histrionismo que no llega a molestar.
En todo este camino siguen creciendo los elementos de fetichismo biográfico a la
vez que se carga de referencias culturalistas, lo que da mayor riqueza y diversidad a
los textos. Donde se cifra la vuelta de tuerca de estas Peregrinaciones del deseo es en
Poemas para el perro de la carnicería y algunos homenajes (1979). En el poema que da
titulo al libro Gutiérrez Vega lleva al límite su llaneza expresiva consiguiendo a la vez
tensión emocional. Su lirismo personal está allí mejor puesto que en el resto de su poe-
sía. Había que dar un giro, ya amenazaba la repetición y además no se podía simplifi-
car más la versificación, en el mismo filo de los renglones cortados. Como si se hiciera
un esfuerzo, los pulmones se llenan de aire y el verso vuelve a tomar vuelo.
A estas alturas del volumen hay detalles muy claros: la unidad de la poesía de Gutié-
rrez Vega es asombrosa y sus caídas nunca son del todo caídas, sino simples tropiezos,
incluso fintas, como hacia el final de Poemas para el perro... y al principio de Meridiano
(1982). Dos de estas fintas ponen nervioso al lector: primero el agravar el aspecto enun-
ciativo del poema, haciendo peligrar su equilibrio, la asistencia que difícilmente ha guar-
dado respecto al sermón y al «mensaje». Segundo, los coqueteos poco afortunados con
la metáfora. De inmediato son dejados atrás para trabajar sobre la vena descriptiva y
nostálgica que transforma al poema en testimonio de «haber estado allí» en el momen-
to debido. Lo que da la tensión a los textos, sin llegar a volverlos ásperos, es justamen-
te el haber y no el estar.
Mucha de la poesía con esta sensibilidad «memoriosa» viene del último Antonio Ma-
chado. La contemplación es evocativa, poesía de circunstancia noble, lo que todos que-
remos hacer con una cámara al fotografiar y que no se consigue casi nunca. En el siguiente
libro esto es evidente desde el título, Cantos de Tomelloso y otros poemas. Se canta siem-
pre desde fuera, bajo el balcón de la novia o en la lejanía de la patria... o en el exilio
del tiempo que no se detiene. (Por cierto, entre tanto novelista policiaco duro como
hay hoy en España, aventureros de la urbe, ya nadie se acuerda del divertido y simpáti-
co Plinio, el Maigret de Tomelloso, creado por Franciso García Pavón.)
En Cantos... hay más de lo mismo y no aburre. El lirismo autobiográfico rayando
en el fetichismo costumbrista, llaneza en el verso y fluidez en el poema, aunque el es-
critor trata de alargar el aire de su voz, e intenta, en especial en «Horas de la ciudad»,
Por haber sido realizada a conciencia, de concienzuda puede ser calificada la nueva
lectura que Jorge Uscatescu ha hecho de San Agustín, de Kierkegaard, de Nietzsche,
de Duns Escoto, de Heidegger y del pensamiento de la Ilustración. Los Congresos de
Siracusa y el mundial de Estética, el Centenario de San Francisco de Asís y el de la
Gaya Ciencia de Nietzsche, también han sido para Uscatescu motivos de inspiración
a la hora de escribir el presente libro, en el que ha querido reflexionar sobra la dinámi-
ca profunda de la inteligencia y de la cultura, del arte y la filosofía como diálogo abier-
to. La amplitud de la temática es algo ya conocido para los asiduos lectores de este autor.
'Jorge Uscatescu. Agustín, Nietzsche, Kierkegaard. Nuevas lecturas de Filosofía y Filología. Ediciones For-
ja, S.A., Madrid.
134
San Agustín es destacado como hacedor de la primera filosofía de la historia, en la
cual se inspirarían todas las filosofías de la historia posteriores. Uscatescu habla enton-
ces de «dos posiciones colocadas frente a frente». Reivindicación, por una parte, de
la filosofía de la historia, según la cual no somos nosotros los que estamos en el tiem-
po, sino que es el tiempo el que está en nosotros. De otra parte, la disolución de la
filosofía de la historia, de la misma historia como filosofía, en una larga aventura de
la experiencia «esencial» del hombre en el sentido de su propia historicidad. «Entre
estas dos posiciones opuestas —dice Uscatescu— está la obra de filosofía de la historia
de San Agustín y la del más ilustre de sus sucesores en este campo: el italiano Juan
Bautista Vico.» «La primera filosofía —dice también— o metafísica de la historia cons-
tituida, será la de San Agustín. Vico la proyectará en una modernidad, donde con el
hístoricismo crítico analizado por Meinecke a partir del siglo XVIII, el hombre será
minado en su propia historicidad, de cara a la etapa final de la "muerte del hombre"
íntimamente ligada a la "muerte de Dios"».
A propósito de su relectura agustina, el autor del presente trabajo destaca que «esta
concepción cristiana es la única que se esfuerza en dar un sentido, una significación
a la historia, un sentido que no comporta decadencia y caída, sino plenitud, estable-
ciendo un nudo íntimo entre tiempo y eternidad, sin el cual ningún sentido sería con-
cebible».
La interioridad secreta
De la nueva lectura de Kierkegaard, Unamuno y Dostoievski, Uscatescu destaca un
claro denominador común entre los tres escritores. «Tensión religiosa —escribe—, me-
lancolía, miedo y temblor, angustia de la muerte, son algunos de los términos de este
encuentro significativo.» «El Diario de Kierkegaard, —añade—, el Diario de un escritor
de Dostoievski y el Diario íntimo de Unamuno, muestran las etapas de la renuncia
a la razón y a la búsqueda dolorosa de las vías de la interioridad.»
En la soledad y en la fe, las fuentes de la interioridad son una realidad viviente; la
garantía de lo absoluto, del diálogo con Dios. Se trata de la superioridad de lo interior,
que Kierkegaard y Unamuno proclamaron.
Uscatescu reconsidera el hecho de que la crítica española haya considerado a Kierke-
gaard y Unamuno como espíritus religiosos, pero no como «filósofos». N o se muestra
en desacuerdo con que la caracterización sea aplicable a Unamuno, el cual no tiene
una preparación filosófica sólida y sistemática, pero piensa que no es igualmente apli-
cable a Kierkegaard. «Si es verdad, —comenta—, que tanto el uno como el otro, recha-
zan de cierta manera las soluciones filosóficas como resultado fecundo del esfuerzo
del pensamiento de la existencia, Kierkegaard no solamente tiene tras él la reivindica-
ción de Sócrates, sino también la reivindicación de Aristóteles.»
En cuanto al encuentro de estos dos grandes personajes, el autor del presente libro
dice: «No será por lo tanto la angustia existencial, que Unamuno conoce, lo que les
acercará, sino un cierto encuentro entre dos espíritus, cuya característica esencial del
alma es la religiosidad.» Si el alma religiosa de Kierkegaard está continuamente encen-
dida por la duda intelectual de Hamlet y la de Unamuno está fascinada por la transfi-
135
guración pasional de Don Quijote, su encuentro se hace posible, según Jorge Uscatescu,
en la atmósfera de Ibsen: «En efecto —escribe— a través de la comprensión de la filoso-
fía kirkegaardiana de los dramas de Ibsen, el escritor español encuentra al escritor da-
nés. Se trata de dos espíritus religiosos que se encuentran así, precisamente, en cuanto
espírituos religiosos, y no en cuanto filósofos especulativos.»
La semejanza entre el escritor español y el danés, puede resumirse en la proyección
estética de un esfuerzo de expresión de la interioridad secreta y en la comprensión del
hombre en el espíritu del nihilismo. «Toda su tensión —dice el autor— para revelar
su interioridad secreta, toda su búsqueda del hombre real y concreto, hombre de la
esperanza y el dolor, del sueño y del tejido de contradicciones, todo esto parte de la
incesante búsqueda que Unamuno realiza tras su propio "centro".»
Un seductor fascinante
Aprovechando la conmemoración del centenario de una de las obras más fascinantes
de Federico Nietzsche, La gaya ciencia, Uscatescu reflexiona sobre el creador de la nue-
va religión del Superhombre, que califica de «una nueva forma de estoicismo escépti-
co, deletéreo, que centra sus fines en la seducción», y el propio Nietzsche le va como
un seductor fascinante, atormentado, cuyo espíritu y aventura humana se encuentran
envueltos en una inmensa y grisácea aura de melancolía. Considera que uno de los te-
mas fundamentales donde introduce con más fuerza el simulacro, la seducción y la am-
bigüedad, es en el tema de la muerte de Dios. «El de Nietzsche —dice Uscatescu— no
es un juego especulativo o dialéctico. Es un juego dramático. Pero siempre un juego.
Queda un puesto vacante. Es el de Dios. ¿Y quién lo ocupará? Difícil decirlo. Es un
juego, un simulacro continuo. El se centra en buena medida en la inversión de los va-
lores, de todos los valores.» Muerto Dios, muertos todos los dioses, quien vive es sola-
mente el Superhombre: Zarathustra. Acabada la metafísica, se abre el reino de la profecía,
que no es otra que la metafísica de la voluntad de poder, en cuando a la posibilidad
de superación del nihilismo.
Como Heidegger, el autor piensa que Nietzsche no es ni mucho menos el predica-
dor de un vulgar ateísmo, y recoge la frase del filósofo alemán cuando dice: «Dios ha
muerto, nada tiene que ver con la trivialidad banal de las opiniones de los que " n o
creen en Dios".» La referencia de Nietzsche va hacia el mundo suprasensible y hacía
la esencia del hombre. En aquel mundo se sitúa el vacío que la muerte de Dios produce.
Tres nombres son citados por Uscatescu como representantes de la nueva filología
clásica: Wüamowitz, Rhode y Nietzsche. Ulrich von Wilamowitz será el principal ad-
versario de la orientación de estudios de Nietzsche sobre el mundo griego, Rhode, por
el contrario, será durante muchos años su incondicional admirador. «La amistad
Nietzsche-Rhode, —dice el autor—, constituye una hermosa página en la vida del filó-
sofo. Tanto como la de Wagner. Porque se ha exagerado la ruptura Wagner-Nietzsche,
después de la aparición del Origen de la Tragedia.»
«Yo no soy un hombre, soy una dinamita», escribía Nietzsche en su Ecce Homo, y
fiel a sus palabras, rechaza la filología, la metafísica, a Platón y a Sócrates. Busca, como
136
dice Heídegger, un nuevo comienzo. Y vuelve a Heráclito. Por encima de todo defien-
de su libertad, hasta considerarse el hombre más libre, más independiente y más solita-
rio de Europa.
Filósofo de la existencia
En estas «nuevas lecturas de filosofía», Jorge Uscatescu dedica una especial atención
a Maurice Merleau-Ponty, extrañándose de que uno de los textos de síntesis más cono-
cidos en Francia sobre la filosofía existencialista —Introducción a los existencialismos,
de Emmanuel Mounier—, no le inserte en la larga lista de nombres que va desde Sócra-
tes hasta Sartre: «Se puede afirmar —dice— que la inserción histórica de este pensador
en el exístencialismo es ya un hecho definitivamente aceptado.» «Definir la personali-
dad de Merleau-Ponty, —dice también—, en un ambiente filosófico en el cual los exis-
tencialismos se entrecruzan con los marxismos y los estructuralismos, no es tarea fácil.
Tampoco es fácil desprender su aventura filosófica personal de la de Sartre cerca del
cual se encuentra y contra quien se levanta con un ímpetu polémico de notables conse-
cuencias.» Y en contra de los que ven en Merleau sólo un contemporáneo de Husserl,
Uscatescu afirma que «se trata de un pensador de sólida formación que encuentra en
la obra de Husserl sus raíces y con la fuerza de estas raíces construye su propio edificio».
También Ortega y Gasset tiene su hueco en las «nuevas lecturas» del filósofo de ori-
gen rumano. Ortega y lo que consideraba un tema vital: la cultura. Su amplio proyec-
to de educación que reivindica la cultura como el hecho más preponderantemente esencial
de la vida: «El sistema de política cultural española de Ortega, —escribe—, conserva
gran parte de su actualidad. Actualidad de términos, de planteamientos, de propósitos
y, lo que es más curioso, actualidad de situación en el tiempo.»
Ese «para ponerse a la altura de los tiempos», que tanta repetía Ortega, especialmen-
te a los universitarios, es recordado en estas páginas con insistencia. También aquella
idea de que todo hombre formado como profesional en el marco de la universidad,
ha de buscar en la cultura «caminos» y repertorio de ideas claras sobre el universo.
Se trata de, —decía el autor de la Rebelión de las masas—, «convicciones positivas sobre
lo que son las cosas y el mundo. El conjunto, el sistema de ellas, es la Cultura, en el
sentido verdadero de la palabra; todo lo contrario, pues, que ornamento, Cultura es
lo que salva del naufragio vital, lo que permite al hombre vivir sin que su vida sea
tragedia sin sentido o radical envilecimiento».
Diálogo entre las culturas, diálogo entre Oriente y Occidente, diálogo con el Tercer
Mundo y crítica a la filosofía del desarrollo, son otros de los múltiples temas que en
el presente libro se tratan. Citando aquel «mundo del mañana» que fascinara a Ugo
Spirito, Jorge Uscatescu también deja caer la cuestión de la técnica, como fuerza unifi-
cadora de la realidad cultural, artística y científica, con todas sus consecuencias pro-
fundas en la instauración de nuevos modos de vida, de diálogo y de colaboración cada
vez más profunda.
Isabel de Armas
Miguel Manrique
El libro de Antonio F. Cao, Federico García Lorca y las vanguardias: hacia el teatro,
viene a sumar su título a la ya extensísima bibliografía lorquiana.
Estudia la tradición poética de Lorca, partiendo de su credo poético —inefabilidad,
imperfectibilidad y originalidad—: modernismo, Bécquer, Baudelaire, Rimbaud, Ma-
llarmé, Machado, Juan Ramón, popularismo y tradición... (pp. 19-39). Nada que apor-
te esta primera parte al excelente libro de Marie Laffranque {Les idees esthétiques de F. G.L.,
París, Centre de Recherches Hispaniques, 1967), aunque evidentemente parten de pers-
pectivas muy distintas. Este capítulo de influencias es un tanto discutible, siempre alea-
torio, y no profundiza en lo que realmente sería un factor de incidencia ideológica
concreto, sino que se apunta como simple fuente general a la manera de los estudios
consabidos y tradicionales.
Más interés revista el capítulo dedicado a Lorca y los movimientos literarios de van-
guardia (pp. 39 y ss.), eje nuclear del libro. Debe apuntarse la gran documentación que
posee este breve texto. Pero precisamente por su brevedad resulta un tanto superficial
y aproximativa su visión. N o obstante al tratar del cotejo con el surrealismo francés
hay anotaciones de interés (pp. 58 y ss.), pero no está bien analizada la diferencia del
surrealismo lorquiano y su originalidad respecto al francés: respecto a la escritura auto-
mática, el racionalismo de fondo que hay en el aparente irracionalismo lorquiano —
puesto de manifiesto en el bellísimo y conocido ensayo de Ángel del Río, a partir de
experiencias biográficas concretas e irrebatibles— etcétera.
143
El libro posee un carácter en cierto modo itinerante. Después de analizar somera-
mente estos factores sin llegar a ninguna conclusión importante pasa a la imagen y
estructura plurivalentes y su transposición genérica de la lírica al teatro (pp. 68 y ss.).
Pero hay alusiones muy sugerentes cuando trata del tema de la imagen plurivalente
lorquiana (pp. 70-76). Cuando se refiere a la estructura plurivalente (pp. 76 y ss.) y
obra abierta, el trabajo de este crítico deviene más inconsciente. Finalmente aborda
la vigencia del vanguardismo en el teatro de madurez (pp. 87 y ss.), donde rastrea de-
terminadas imágenes en el teatro último de Lorca.
En definitiva nada aporta este libro a los estudios sobre Lorca. N o obstante se trata
de una obra muy documentada, aunque a nuestro juicio un tanto fallida por la breve-
dad de la misma, y por la falta de un aparato crítico consistente. Se nota que este libro
es un capítulo aislado de una tesis doctoral, leída en Harvard. Toca temas muy diver-
sos sin solución de continuidad. Pero detrás de todo ello hay un talante crítico con
capacidad para la sugerencia, y para apuntar a temas de interés, que habría que desarro-
llar más ampliamente. El problema es que la obra crítica sobre Lorca es ya tan- extensa
que nos hemos hecho extremadamente exigentes sobre la misma. Y aquí estamos ante
un capítulo de una tesis doctoral, aunque nos las vemos con un crítico valioso que
a buen seguro nos dará mejores muestras de madurez interpretativa, más concretas y
menos ambiciosas que ésta.
El libro de James Valender, Cernuda y el poema en prosa, aborda un tema de gran
interés, centrándose en un aspecto parcial de la obra de Cernuda.
Sitúa primero acertadamente el autor la problemática del poema en prosa en España
(pp. 11-23). Esta parte es un tanto floja, en cuanto debería haberse quizá recalado más
por extenso en un asunto de tanto interés.
Nos encontramos aquí con otro resumen de tesis doctoral, pero en el que se ha em-
pleado material de los archivos de Sevilla conservado por los herederos de Cernuda.
El hecho de que Derek Harris —¿cuándo se traducirá su soberbio libro sobre Cernuda
del inglés al español? Es una carencia lamentable— haya dirigido la tesis de este autor,
ya es una garantía de calidad, pensamos.
Lamentamos, no obstante, la falta de un detenido cotejo con el poema en prosa juan-
ramoniano, y su influencia en Cernuda. O la importancia de las Leyendas de Bécquer,
que el propio Cernuda califica de poemas en prosa en sus ensayos tan conocidos. O
la relación con el prosaísmo de Campoamor, al que también se refiere Cernuda en
dichos ensayos. Todo esto requería necesariamente un análisis pormenorizado, en ba-
se a los textos críticos del propio Cernuda, si se quiere dar una visión comprehensiva
del problema, apasionante en sí, que aquí se aborda.
Pasa luego a analizar Ocnos (pp. 25 y ss.), estudiando las tres diferentes ediciones de
la obra y sus diferentes cambios. Alude aquí repetidamente al poético libro de Philip
Silver sobre Cernuda {Luis Cernuda: el poeta en su leyenda, Madrid, Alfaguara, 1971)
—que estudia Ocnos en los capítulos II, III y V—. Critica las interpretaciones de Silver,
desde un punto de vista más actual. Estoy completamente de acuerdo con las conclu-
siones que a este respecto deduce Valender: Cernuda tiene un propósito metafísico más
144
que sentimental en su intento de conmemorar el pasado, en este libro. La visión mítica
de la niñez (otro tema importante que Valender apunta). El Paraíso y la Caída, la con-
ciencia sexual del adolescente (p. 33). Se refiere también a la poesía de meditación en
relación a Ocnos (pp. 37 y ss.), aspecto muy sugerente y de un gran interés, estudiando
diferentes recursos como el uso de la sinestesia (pp. 40-41) y técnicas de animación.
El análisis lingüístico de los diversos poemas aporta también datos de importancia pa-
ra este crítico (pp. 41 y ss.). Estudia la relación de Ocnos con el romanticismo (pp.
48 y ss.), tema de la máxima relevancia —recuérdese la influencia de los románticos
ingleses tan acusada en el primer Cernuda, sus ensayos literarios sobre el romantici-
mo, etcétera.
Se pasa luego a un análisis de Ocnos (1942-1949) (pp. 56 y ss.), donde se recogen los
avatares textuales de esta obra en sus diferentes ediciones. La continuación de Ocnos.
Cernuda en España y en Gran Bretaña. El tema del poeta y la poesía (pp. 71 y ss.)
en base a Rilke y Proust comparados con Cernuda —interesante cotejo—. Luego, Oc-
nos (1949-1963) (pp. 75 y ss.), la segunda edición del libro, en España y Gran Bretaña,
El Nuevo Mundo y otros poemas (pp. 84 y ss.). Finalmente Ocnos (1940-1063), tercera
edición del libro. Lamenta que no se sepa la fecha exacta de composición de todos los
poemas, por lo que sólo someramente se puede estudiar el desarrollo de este libro en
sus tres ediciones (p. 90). Analiza las diferencias de tono en esta tercera edición respec-
to a las anteriores (pp. 90 y ss.).
Finalmente aborda las Variaciones sobre tema mexicano (pp. 93 y ss.), sobre el mexi-
cano y su vivencia plena del presente, frente al anglosajón, por ejemplo (p. 102), indo-
lencia y contemplación poética, etc. La validez del mito (pp. 105 y ss.). La búsqueda
de la objetividad (pp. 109 y ss.), a partir de 1951, con su escala en Cuba regresando
a Mount Holyoke después de su tercer viaje a México; plasticidad de su visión en esta
etapa, etc. (pp. 115 y ss.). Poesía de la experiencia (pp. 118 y ss.), su tendencia antihisto-
ricista, quizás idealista, de México —muy semejante a la actitud madura de Unamuno,
Ganivet, Maeztu, Azorín ante el mal de España.
Se concluye acerca de «Cernuda y el poema en prosa» (pp. 125 y ss.). El carácter
de experimentación que poseen todos los poemas de Ocnos, fruto de una larga expe-
riencia. Explicación biográfica de algunos rasgos literarios que aparecen en este libro.
La ausencia de ironía, que subraya su difícil relación con la modernidad. Le parece
a Valender, y lo dice honestamente, muy difícil determinar los efectos de los dos libros
que ha estudiado de Cernuda sobre el desarrollo del poema en prosa en España.
En definitiva el libro de Valender es de un gran interés, pese a su brevedad. Es una
obra de una cierta densidad, de gran claridad de concepciones, fruto de una meditación
pormenorizada, basándose en documentos de primera mano. Es un exponente fiel de
la diferencia que hay entre una tesis doctoral española y una anglosajona, sin que esto
indique superioridad de una sobre otra —más legibles y publicables en todo caso, de-
ben reconocerse las últimas—. Son dos modos distintos de hacer investigación. Hay
menor documentación en el modelo anglosajón, y mayor libertad imaginativa por el
contrario. Dos conceptos diferentes de la cultura.
Para terminar nos referimos muy sucintamente, por motivos de espacio y por no
145
entrar propiamente en nuestro campo de especialidad, al libro de Paul W. Borgeson,
Jr., Hacia el hombre nuevo: poesía y pensamiento de Ernesto Cardenal.
El tema de Nicaragua es sumamente político y no vamos a entrar en él. La valora-
ción de sus figuras recientes no puede estar matizada por consideraciones marginales
que no tienen que ver con el hecho literario, salvo que queramos caer en una fácil miti-
ficación propagandística. Este libro es un tanto mitificador precisamente, surge como
fruto de una admiración hacia una tendencia de pensamiento y hacia un hombre al
que en muchos aspectos se idealiza. Se trata no obstante de un estudio bastante com-
pleto, que aborda en primer lugar la evolución literaria del poeta, con un colofón acer-
ca de su estilística, y pasa luego a una serie de aproximaciones temáticas que versan
acerca de los aspectos revolucionarios de la poesía de Cardenal —temática del hombre
nuevo, poesía y profecía de la rebelión a la revolución, la renovación del pasado—.
Libro de carácter abarcador y comprehensivo, con un amplio bagaje bibliográfico, y
que trata de una serie de temas de gran capacidad para despertar el interés del lector
actual acerca de una realidad —la evolución de Hispanoamérica— que está ahí. Su de-
fecto reside, como ya hemos apuntado, en algo que está permitido hacer con autores
clásicos, pero que es peligroso con los recientes —su impacto es mayor, despiertan sen-
saciones más contradictorias, y hay menor perspectiva crítica—: mitifica en exceso a
un autor que todavía vemos en carne y hueso.
En definitiva, el rápido repaso a estos libros tan diferentes nos ha enfrentado a pro-
blemáticas críticas distintas. En todos ellos hay un factor común: la calidad que Táme-
sis Books garantiza generalmente en los estudios sobre literatura española que publica.
Y un interés supletorio: nos hace tomar contacto con una manera distinta de entender
la crítica literaria, con una perspectiva diferente del pensamiento crítico por parte de
personas que, más allá de nuestras fronteras, estudian nuestras letras.
Diego Martínez Torrón
Umberto Eco. De los espejos y otros ensayos. (Lumen, Buenos Aires, 1988).
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gue siendo un destacado pensador de nuestra época. N o sólo por la hondura y la recie-
dumbre de sus indagaciones en el asombroso universo de los signos, que es lo mismo
que decir el asombroso universo de lo esencialmente humano, sino también por sus
resplandecientes, iluminadoras irradiaciones sobre viejos y nuevos problemas de nues-
tra condición. Y que muchas veces no desdeña tener encuentros con la mismísima
vida histórica, social, doméstica, cotidiana. Baste para ello leer las lúcidas pero inespe-
radas conclusiones a que la recorrida por una alucinante exposición artística de la si-
niestra época nazi le hace llegar en La ilusión realista, o las llamativas por lo atinadísimas
alusiones que van desde el alegorismo medieval hasta el simbolismo moderno, a partir
de la lectura de la sugerente Epístola XIII de Dante. Que el supuesto realismo exaspe-
rante y enajenado del arte impuesto por la cultura nazi (o su concomitante, el mal lla-
mado «realismo socialista» acondicionado por el stalinismo) no resulten más que puro
idealismo, ajeno a toda auténtica realidad, o que los problemas de la tradición o inter-
pretación de las Escrituras, vayan mucho más allá de una cuestión meramente retórica
y ni siquiera religiosa, para transformarse en la legitimación de una autoridad, y por
lo tanto de una única lectura posible («Eco explica la operación de limpieza y digamos
también de policía cultural que lleva a cabo Tomás de Aquino...»), con todas sus conse-
cuencias, no son en absoluto temas ajenos a la problemática más acuciante del huma-
nismo actual, sino más bien todo lo contrario.
A la pregunta del principio, entonces, bien podrían responder las mismas palabras
con que él se refiere al Huizinga del Homo ludens: «Un atrevido gusto interdisciplina-
rio, una curiosidad liberal por las culturas no europeas, un valor libre de prejuicios
para equilibrar, en la investigación, los hallazgos de la cultura elevada con las manifes-
taciones cotidianas de la vida...» Y aunque el propio Eco se anime por allí a arriesgar
sobre sí mismo que «sobre todo nosotros, los piamonteses de la zona fronteriza de
Alessandria, somos gente práctica», bien puedo retrucar le que me alegro enormemen-
te de que la contagiosa reverberación de esta inteligencia no quede limitada meramente
a ios círculos académicos, y siga alcanzando, a través de sus novelas, a cada vez más
amplios radios de lectores.
Rodolfo Alonso
Cuando Calviño publicó su Teoría del Fracaso en octubre de 1986 decidió romper
con su silencio tantos años guardado y mostrar tímidamente su filiación cainita. Pero
cinco breves cuentos apenas si provocaron respuesta. Sólo la prensa local se hizo eco
del libro. Y nada más. Teoría del Fracaso quedó encerrado en las lindes de una de las
ciudades de menor infraestructura cultural de Europa. Y ahora el poeta Calviño se de-
cide a publicar un segundo libro de cuentos al que ha titulado Del cero y sus múltiplos.
¡Magnífico! Sin embargo, arrastra un gran problema: haber aparecido en la Colección
Puerta del Mar, perteneciente al Área de Cultura de la Excma. Diputación Provincial
de Málaga. Lamentable ya para siempre, sobre todo si se tiene en cuenta que Del cero
es un hermoso libro de cuentos, cuya singularidad artística le permite inaugurar vías
inéditas de creación literaria en el panorama de la reciente narrativa española. La dis-
tancia entre el autor y lo narrado pulveriza todo brote sentimentalista, melodramático
o emotivo de entender la forma artística, y exige al lector un gran esfuerzo, porque
Calviño golpea secamente una realidad considerada por todos nosotros como estúpi-
da, pero de la que somos cómplices y de la que nos servimos para medrar una y otra,
y otra vez. Pero entremos en su mundo. El mundo del cero.
En 1888, un año antes de hundirse definitivamente en el abismo de los sueños, Nietz-
sche se disponía a profetizar sobre el futuro de los dos siglos siguientes. Nuestra cultu-
ra europea, decía, se agita desde hace mucho tiempo con una tensión torturante,
aumentando su angustia de década en década, como si se encaminara hacia una catás-
trofe. Lo que sucederá es la llegada del nihilismo. Y, efectivamente, hace cien años que
el nihilismo comenzó a instalarse en Occidente. Primero, mediante fórmulas decaden-
tistas y movimientos de vanguardia que destacaban la falta de sentido («nosotros, que
veneramos a los dioses, y en los cuales no creemos...»); después, la nada se instaló en
la conciencia, en la inmanencia absoluta y en la subjetividad pura del cogito; y ahora,
cuando el anterior enunciado de Sartre parecía haber estado acorralado durante cerca
de dos décadas por el impulso arrollador del pensamiento fuerte, un nihilismo prosai-
co —presente hoy en nuestro entorno más inmediato invade el espacio de los cuer-
pos y reclama un lugar en las relaciones intersubjetivas y en los modelos de conducta.
N o hemos hecho más que comenzar a conocer este nihilismo prosaico, cuando ya
se vislumbra su sustitución, pues se da la circunstancia —¡extraordinaria suerte para
la literatura española!— de que Del cero hace pedazos los fundamentos de este nihilis-
mo prosaico. ¿Adonde llegaremos? N o lo sé. Pero sí puedo entender que Calviño llene
de vigor y enaltezca la vía del pensiero debole. La debilitación del ser está detrás de
cada página Del cero. ¡Y eso es tan ejemplar! Alguien dirá que la fórmula fue ya previs-
149
ta por Nietzsche: «El instinto del rebaño —un poder que hoy se ha hecho soberano—
es algo fundamentalmente diferente del instinto de una sociedad aristocrática: depende del
valor de las unidades el significado de la suma... Toda nuestra sociología no conoce
ningún otro instinto que el del rebaño, es decir, el de la suma de los ceros, en que cual-
quier cero tiene los "mismos derechos" en un lugar donde es una virtud ser un cero».
La suma de los ceros, los múltiplos de cero... ¿qué clase de valor es ese? El fracaso,
la muerte, la vigilancia, el orden que anula y somete, la nada, el hueco... ¿acaso no
son múltiplos de cero? Sin duda. Pero si Calviño se hubiera detenido ahí, su libro sólo
sería importante para el círculo de sus amigos, ya que cada uno de estos ceros puede
divisarse detrás del nihilismo prosaico, material y cotidiano.
Decía Vattimo que lo que ocurre hoy respecto del nihilismo es que comenzamos
a ser, a poder ser, nihilistas cabales, es decir, aquel que comprendió que el nihilismo
es su (única) chance. ¿Y cómo comprender que nuestra (única) oportunidad es ser un
nihilista consumado? A mí me parece que sería inservible una simple expansión de
este nihilismo, aunque ésta tuviera un carácter excluyente; y tampoco serviría incor-
porar a nuestro entorno objetivo todo indicio de materialidad corporal. Las fórmulas
clásicas de cualquier materialismo o agnosticismo resultan claramente insuficientes. Pero
saber del absurdo eterno, de la ausencia de finalidad de la naturaleza, volteando una
y otra vez el carácter ficticio de la realidad inmediata y retornando inevitablemente
sobre sí, sin llegar a un final en la nada: el eterno retorno... Saber —desde la preemi-
nencia social que supone ser artista en nuestro entorno— y comprender que el absurdo
eterno es el efecto conceptual de exprimir el ser y, entonces, colocado como un dios
encima de la escritura, proclamar el sujeto cero, estar contra el sujeto en tanto que
categoría que dignificó todo sometimiento y toda represión moderna, y creer al mis-
mo tiempo en la imagen de un sujeto libre y, por tanto, inexistente, pero necesario
para poder crear de la nada, del cero, y poder volver de nuevo a ella misma... ese es
el objetivo de Calviño. A este nihilismo patético, del que la muerte y el fracaso y el
sexo y la bestia constituyen su vertiente prosaica, lo voy a denominar nihilismo de so-
cavón, y su efecto más inmediato es el abismo, el hueco, la nada literaria. Calviño abre
así una brecha profunda en la historia reciente de la literatura española que yo quiero
conceptualizar con el nombre de la teoría del vacío literario. El vacio literario es aquel
espacio del que hablaba Blanchot, justo cuando el ser desaparece en el horizonte y su
huella que es la nada, consigue hacerse literatura. Invirtamos aquella representación
de Blanchot («el poema —la literatura— parece ligado a una palabra que no puede inte-
rrumpirse, porque no habla: es»), olvidémonos de la experiencia de Mallarmé y pense-
mos en la posibilidad de una realización del poema en la que la palabra no sea apariencia
de algo que haya desaparecido. Confiemos más bien en que detrás de la palabra sólo
existe la huella de su propia negación. Al mirar no encontraremos nada o, quizá me-
jor, encontraremos un inmenso vacío. Ni que decir tiene que quien identifique este
vacío con cualquier otra nada, la de Sartre, por ejemplo, ni me habrá entendido
ni tampoco habrá comprendido la sensibilidad profunda, el dolor sublime existente
detrás de cada página de ese hermoso libro que es Del cero y sus múltiplos,
Calviño divide su libro en tres partes: la historicidad de la muerte, la microfísica del
poder y los futuros hipotéticos. Si dirigiéramos a De cero una mirada furtiva, proba-
150
blemente captaríamos en la historicidad todo el agotamiento del cogito, venamos des-
pués cómo el Poder lleva a cabo toda la represión del sujeto y, finalmente, se adueñaría
de nosotros ese futuro incierto que provoca toda intercomunicación entre sujetos (fu-
turo irrealizable, en lugar de incierto, hubiera dicho yo), más aún cuando uno enseña
y su Otro viene dado por bestias que galopan. Pero esta mirada es demasiado simple
para que deje de ser furtiva. Así jamás hubiera podido Del Cero conseguir el vacío lite-
rario. El vacío literario surge cuando un tiempo circular (retorno del absurdo infinito)
causa la detención de un sujeto que, por más que transgrede un orden, fracasa y muere
hasta convertir su nada en literatura.
La historia de la muerte es el momento en que acaba mi conciencia (la conciencia)
de sujeto (Sujeto) de la historia; entonces hay un punto a lo lejos en el que convergen
mi experiencia personal y el final de un proceso objetivo. Y ese punto (realmente yo
no puedo morir sin que todo el mundo muera) es la muerte. Su historicidad es, pues,
la historia de un fracaso. Fracaso metafísico (sin posibilidad de superación histórica)
y fracaso personal (cuando yo muera, muere lo más importante de mí mismo). Por
eso el primer libro de Calviño tuvo que denominarse Teoría del Fracaso. Detrás latía,
tembloroso, aquello que era la nada de Heidegger, la finitud de la temporalidad que
constituía el fundamento oculto de la historicidad del ser ahí y, por tanto, la ligadura
del ser ahí con todo destino individual. Cuando mi destino es la muerte, yo necesaria-
mente me dirijo hacia el fracaso. Quizás el cuento que mejor revela este fracaso sea
El fin del mundo (la cita de Malraux: «La Muerte trueca la vida en Destino» no es
casual). Los dieciséis gatos suicidados —el gato de la mirada dulce, la gata siamesa, la
gata tuerta...—, prendidos de los cables de la luz, ahorcados, estranguladas sus cabezas
por los filamentos, y las ratas devorando las orejas y parte de las patas. Independiente-
mente de que la zoomorfia de Calviño nos lleve siempre a la letra escrita y a la literatu-
ra como discurso y que el suicidio de los gatos remita en última instancia a la muerte
del arte, lo importante es la ligadura de la muerte con el destino. Aquí es verdad aque-
llo que decía Sartre: la historia de una vida, cualquiera que fuere, es la historia de un
fracaso, y no era necesario nacer obrero francés, sifilítico por herencia o tuberculoso.
Y es verdad porque, como quería Heidegger, el ser ahí tiene fácticamente en cada caso
su historia y puede tenerla porque el ser de este ente está constituido por la historici-
dad. Y, claro, el observador de la muerte de ios gatos ya nunca sería capaz de liberarse
de esa congoja, a no ser que en un último acto de coherencia se decidiese a programar
su propia muerte. El esplendor de Calviño es excepcional. La muerte de los gatos, la
muerte del arte va ligada fácticamente a mi propia muerte. N o cabe hablar más que
de fracaso.
Calviño llama a la segunda parte de su libro Microfísica del Poder. El subtítulo es el
conveniente, porque ¿cómo la teoría del vacío literario podría arrastrar su nihilismo
de socavón sin ser una genealogía? Todo aquel que haya tenido la suerte de leer a Ni :tz-
sche y a Foucault sabe bien que la genealogía precisa de la historia y, sin embargo,
no necesita salir a buscar el origen de los valores. El segundo cuento de la Microfísica
del Poder define a su protagonista. Calviño lo titula La prosa del mundo, y cuando ter-
miné de leerlo no pude menos que acordarme del Nietzsche genealogista: «No tenemos
derecho a estar solos en algún sitio: no nos es lícito ni equivocarnos solos ni solos en-
151
contrar la verdad». Pero es cierto: aunque continuamente encuentren motivos para re-
belarse contra una soledad que el mundo impone, los genealogistas siempre fueron seres
solitarios. Quizá sea esta la causa por la que el narrador quiera buscar desde el primer
momento un afecto de compensación intentando apoyarse en la frase de Marx: «Los
filósofos no han hecho más que interpretar diversamente el mundo; ahora se trata de
transformarlo» ¿Transformarlo solos? ¿Es lícito transformar desde la soledad? La pers-
pectiva de la soledad abruma al narrador hasta tal punto que se siente obligado a lla-
mar reduccionista a Merleau-Ponty: «En todas partes hay advertencias sin nadie que
advierta». Reduccionismo, sí, pero ¿quién de nosotros se siente libre, cuándo, dónde
y para qué? De hecho, al final del cuento, el protagonista intérprete, ahogado por ad-
vertencias, sólo se reconoce como Destino. Un destino, un nombre, no un hombre.
Hay que mentir para decir la verdad, decía Sartre. Tal vez tengamos que desbrozar al-
guna mentira si queremos entender por qué titula Calviño a ese cuento La prosa del
mundo.
Todo el mundo romano carecía, según Hegel, de un arte bello, libre y grande. Era
el terreno de la sátira, tornaron prosaica la mitología y Hegel dijo del Estado romano
que era la prosa del mundo. La idea de Hegel era tan grata a Merleau-Ponty que escri-
bió un libro al que tituló La prosa del mundo, destinado a completar su Fenomenología
de la percepción. Merleau-Ponty decía que la gran prosa era el arte de captar un sentido
que nunca había sido objetivado hasta entonces. También Calviño pretende hacer un
esfuerzo inteligente por objetivar la metáfora. Por eso se llama a sí mismo en este cuento
Rastreador de grafos. Pero no contento con ello, se define también, al estilo de Fou-
cault, como genealogista o arqueólogo que registra índices, síntomas y señales de Po-
der. Calviño revestido de Marx, de Nietzsche, de Merleau-Ponty, de Foucault. ¿Tantos
revestimientos pueden ser verdaderos? Me he guiado, dice Calviño, «por una objetivi-
dad de apocalipsis según la norma canónica de la ley de la Semejanza y la Similitud
(conveniencia, emulación, analogía y simpatía)». Sin embargo, sabemos que la Seme-
janza, que las cuatro similitudes, desempeñaron un papel crucial en Occidente sólo
hasta fines del siglo XVI. Entonces, Convenientia, Aemulatio, Analogía y Sympathia, per-
mitían que lo mismo, como decía Foucault, siguiera siendo lo mismo y encerrado en
sí mismo, es decir, que el mundo permaneciera idéntico. ¿Y ahora? Permítaseme que
no conteste y pueda proseguir con Foucault. El arqueólogo del Saber también denomi-
nó con el título de La prosa del mundo al segundo capítulo de Las palabras y las cosas.
¿A quién creeremos?, ¿con qué nos quedaremos?, ¿con la transformación de Marx, con
la metáfora de Merleau-Ponty o con las similitudes de Foucault? Creemos a todos y
a ninguno, nos quedaremos con partes, con fragmentos de cada una de esas categorías,
siempre que eso pueda ser. Aceptemos entonces la Hermenéutica de Carnaval pro-
puesta por Calviño y sigamos pensando en aquello que en otra ocasión advertía Fou-
cault: «La obra representada sobre ese teatro sin lugar es siempre la misma: es aque-
lla que indefinidamente repiten los dominadores y los dominados. Que unos hombres
dominen a otros hombres y es así como nace la diferenciación de los valores; que unas
clases dominen a otras, y es así como nace la idea de la libertad; que unos hombres
se apropien de las cosas que necesitan para vivir, que les impongan una duración que
no tienen, o que las asimilen por la fuerza, y tiene lugar el nacimiento de la lógica».
Manuel Crespillo
Desde hace algunos años se observa en España un saludable interés por recuperar
zonas de una tradición cultural española que durante el franquismo quedaron práctica-
mente ocultas. Recuperar esta tradición requiere, claro está, enfrentarse a ciertos tópi-
cos, como el de que nuestra cultura auténtica pasa por el reconocimientos de nuestra
catolicidad, o el de que aquí no ha habido nada digno de resaltarse. Libros como el
de Diego Núñez sobre el positivismo español l o como los de Elias Díaz y algunos
de quienes han trabajado con él acerca del socialismo español, ponen sobradamente de
manifiesto que, además de lulismo, vivismo y suarismo, en España ha habido corrien-
tes de pensamiento muy dignas de ser estudiadas y de ser recordadas. Por otro lado,
estas corrientes no sólo son memorables por su esclarecimiento del desarrollo cultural
español en todas sus dimensiones, sino por el diálogo que exhiben con el pensamiento
europeo. Esto último tiene especial interés cuando tal diálogo es nada menos que con
Hegel, tema del libro de Lacasta.
Para calibrar con justeza esta obra hay que observar, ante todo, que no se trata del
primer libro sobre la influencia de Hegel en España; en segundo lugar, que no se refie-
re a la recepción de Hegel en general, sino al hegelismo jurídico. Pero, al decir esto,
quiero subrayar que ninguno de estos dos aspectos constituyen una limitación negati-
va, sino un refuerzo de su aportación específica.
Como tesis doctoral, el libro adolece de ciertas repeticiones y de un cierto afán, típi-
co de tesis doctorales, de tocar demasiados puntos y de aducir demasiadas autoridades,
pero creo que estos defectos formales son totalmente desdeñables frente al contenido,
perfectamente elaborado, que constituye el fondo de la obra.
Al interés científico del libro contribuyen tres ingredientes básicos: uso de fuentes
originales; discusión de las opiniones de quienes han tratado el tema; replanteamiento
de la vieja cuestión «por qué Krause, y no Hegel». El uso de textos originales ayuda
al autor a reconstruir el contexto histórico en el que surgen y a evitar el refrito, tan
frecuente en nuestros pagos. Naturalmente, esta reconstrucción del contexto histórico-
cultural del hegelismo jurídico español permite a Lacasta enmendar la plana no sólo
al viejo Menéndez Pelayo, sino a autores tan tendenciosos como Elias de Tejada y Gon-
zalo Fernández de la Mora, o completar las insuficiencias de otros como Manuel Pi-
zán, o reforzar hipótesis de algunos que, como Elias Díaz, han tratado el tema más
lateralmente.
Lacasta comienza señalando el peso político que los juristas han tenido en la con-
frontación entre liberalismo y absolutismo en el siglo XIX. En este sentido, afirma que
* José Ignacio Lacasta Zabalza, Hegel en España, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales.
1
La mentalidad positiva en España: desarrollo y crisis, Madrid, Tucar Ediciones, 1975.
157
el hegelismo español no es «un capítulo de la historia del liberalismo» (p. 7), ya que
estos juristas defendieron posiciones políticas diferentes. En cuanto a las etapas de este
hegelismo, se nos ofrecen tres: la de recepción «en los medios sevillanos en los años
50 del pasado siglo»; la de síntesis y propaganda, «coincidente con el sexenio revolucio-
nario»; finalmente, la más tardía, que dura hasta finales de siglo y que se halla vincula-
da «políticamente a la restauración canovista y a diferentes revistas y medios culturales
de la época» (p. 13).
Sobre las fuentes de las que procede el primer conocimiento de Hegel, Lacasta sostie-
ne que no son italianas, sino francesas, como ocurre generalmente con las corrientes
de pensamiento alemán, incluido el krausismo. Esta mediación francesa introduce dis-
torsiones a la ya de por sí compleja tarea de verter a Hegel al castellano. De todos
modos, el libro que comento precisa que, aun siendo de los años setenta las primeras
traducciones de Hegel al castellano, el conocimiento y la difusión de su pensamiento
cobra importancia en la Universidad de Sevilla a partir de la labor desarrollada en los
años 50 por el catedrático Contero y Ramírez.
Tras las páginas que constituyen la primera parte del libro, con el título de «Intro-
ducción al hegelismo español» (pp. 1-68), se estudian «Los orígenes del hegelismo his-
pánico. La escuela sevillana», contenido que forma la segunda pane (pp. 69-185). El
grueso de ésta se consagra al análisis de los autores hegelianos, desde el pionero, José
Contero y Ramírez, hasta Antonio Benítez de Lugo, aunque quizás habría que matizar
lo de «autor» hablando de Contero, pues, parece cierto que Contero, según diversos
testimonios, no dejó nada escrito» (pp. 86). Lacasta dedica especial atención a Benítez
de Lugo, que es, a su juicio, quien más se esforzó en sistematizar el pensamiento jurídi-
co hegeliano, sobre todo en su obra Filosofía del derecho o estudio fundamental del mis-
mo según la doctrina de Hegel,
La tercera parte del libro está dedicada al análisis del hegelismo de Antonio María
Fabié y de Rafael Montoro y Valdés. Es el hegelismo de la restauración, el que se en-
frenta, en el plano teórico, al positivismo y el que, en el plano político, viene en apoyo
de la ideología restauradora de Cánovas.
Bajo el epígrafe «Hacia una delimitación excluyeme del hegelismo jurídico español»
(pp. 231-268), llegamos a la cuarta parte del libro, en el cual se estudia el hegelismo
de Pi i Margall y de Emilio Castelar. Tal estudio es probablemente el más insuficiente
de cuantos nos ofrece Lacasta, ya que el juicio en el que resume el no-hegelismo de
Pi está extraído del análisis de una conferencia del autor catalán, no de toda su obra.
Y no es que piense yo que Pi deba ser insertado en un marco efectivamente hegeliano,
sino que el análisis de toda su obra mostraría bastante más matices que los señalados
por Lacasta a la hora de definir esta importante personalidad del siglo XIX español.
En la quinta parte, «Síntesis del fenómeno hegeliano español» (pp. 269-334), se nos
ofrecen las valoraciones de mayor interés. Lacasta intenta delimitar aquí cuál es la di-
mensión del hegelismo español. En su opinión, no se puede hablar de «escuela hegelia-
na» española, lo cual le concedería una dimensión «desmedida». Pero, a la vez, Lacasta
escribe que «nuestro hegelianismo no fue ningún mero apéndice de ninguna otra ideo-
logía "mayor" y coetánea, sino un proceso con contornos propios y bien delimita-
dos.» (p. 275)
158
Es justamente la delimitación de estos contornos lo más interesante aportado por
la tesis que estoy comentando. En efecto, Lacasta insiste en el «carácter burgués» del
pensamiento de los representantes del hegelismo jurídico español. Por un lado, todos
ellos defienden la propiedad privada como base de la organización social y mantienen
posiciones políticas que, aun siendo distintas, Lacasta define como pertenecientes al
liberalismo en sentido amplio. Por otro, nuestros hegelianos tienden a una concepción
centralista del Estado, sea desde el republicanismo conservador de Benítez de Lugo,
sea desde el monarquismo franco de Fabié.
Desde esta perspectiva, Lacasta aborda los obstáculos que pudo encontrar el hegelis-
mo en España. A su juicio, tales obstáculos fueron fundamentalmente dos: el religioso
y la concepción del Estado. El religioso se percibe en las dificultades de los hegelianos
para cohonestar el cristianismo con el pensamiento de Hegel; los intentos de tal com-
paginación acarrean a los hegelianos el ser tratados o bien de lobos con piel de oveja
o, más frecuentemente, de panteístas. El obstáculo relativo a la concepción del Estado
consiste en que un Estado fuertemente centralizado como el propugnado por Hegel
—con la evidente intención de poner fin a la división alemana en multitud de peque-
ños y débiles estados— contrastaba con la aspiración de la periferia española a librarse
del absorbente centralismo castellano. En este sentido, considero muy oportuna la di-
ferenciación que Lacasta establece entre el éxito del hegelismo en Italia y su débil im-
plantación en España. Mientras en Italia el hegelismo reforzaba la tendencia a la
unificación de un Estado dividido, en España chocaba con el centrifuguismo o el an-
tiestatalismo de un conglomerado social que llevaba siglos ya unificado, pero con una
unificación forzada.
Puestas así las cosas, se comprenden mucho mejor las razones por las que no arraigó
el hegelismo y sí lo hizo el krausismo. En Krause encontraron los españoles tanto una
armonía entre individuo y Estado como una veta de sentimiento religioso. Pero, sobre
todo, hallaron en él a un defensor de la descentralización. A esta coherente explicación
del arraigo del krausismo, frente a la débil corriente hegeliana, sólo se me ocurre aña-
dir que ganaría en plausibilidad si incluyera una explicación de por qué el krausismo
no arraigó más en la periferia, en lugar de hacerlo en el centro.
En definitiva, estamos ante una valiosa aportación al estudio de una corriente de pen-
samiento que ayuda a clarificar el panorama cultural de la España contemporánea. Co-
mo puntos a revisar señalaría el uso de expresiones confusas, como «ideología alemana»,
«hegelismo ortodoxo», así como ciertos descuidos en la edición, descuidos que no siempre
se traducen en erratas de la editorial, sino que se hallan reforzados por una peculiar
construcción sintáctica que, a mi parecer, no favorece una lectura agradable.
Pedro Ribas
;
Paul Celan, Gesammelte Werke in fünf Bánden. Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1983.
2
Paul Celan, Cambio de aliento. Trad. de Felipe Boso. Poesía/Cátedra, Madrid.
3
William Shakespeare, Einundzwanzig Sonette. Frankfurt am Main, 1967, Insel-Bücherei Núm. 898.
4
Un acercamiento a esa cosmovisión amorosa de Shakespeare en sus Sonnets puede verse en el artículo del
autor de esta reseña. «La transgresión del modelo petrarquista en los Sonetos de Shakespeare». ínsula, núm.
444-445, pág. 18, fruto de «n estudio de tipología textual y análisis estilístico de dicha secuencia de sonetos.
5
En este sentido, es del todo punto insustituible el libro de Israel Chalfen, Paul Celan. Eine Biographie sei-
ner Jugend. Insel Verlag, Frankfurt am Main, 1979, sobre los primeros años de su vida y su ambiente familiar;
así como los estudios de Peter Szondi, amigo del poeta y su seguidor hasta en el suicidio, como apuntábamos
en el artículo conjunto, «La poesía de Paul Celan y sus traducciones al castellano», de Amparo Amorós y Juan
Domingo Moyano, publicado en ínsula, núm. 437, págs. 3 y 5. Véase también la nota seis de dicho artículo,
en la que se recoge la traducción del poema «Du liegst» del libro Schneepart (1971) de Celan, por Felipe Boso
en su antología 21 poetas alemanes (vol I), Visor, Alberto Corazón, Madrid, 1980. Se trata de un poema que
sólo se explica gracias al estudio de Szondi, «Edén», recogido en su libro, Celan-Studien, Suhrkamp, Verlag,
Frankfurt am Main, 1972; págs. 113-125.
160
comparación de sus traducciones con los originales de las lenguas por él manejadas.
Ambas tareas se complementan. Sólo entonces podremos preguntarnos por la zona fron-
teriza entre «heisserrungener Manier» y Manierismo. La obra de toda una vida, la de
Celan, el trabajo fiel a una época de un poeta que crea y recrea, hasta el límite del silen-
cio, la lengua de los que aniquilaron sus raíces, la Bucovina, la tierra natal donde «con-
vivían los hombres y los libros», en medio de la poesía alemana, este valiosísimo legado
poético no ha alcanzado aún la valoración necesaria como obra de inquietud, su total
reconocimiento. Paul Celan está todavía por descubrir.
La traducción castellana de Atemwende que nos ofrece Felipe Boso, buen conocedor
de la poesía alemana contemporánea y del mismo Celan, es correcta y brillante, pero
no es altamente poética, como lo es seguramente la versión de ocho poemas del mismo
libro realizada por el soberbio poeta Jaime Siles (quien traduce también dos textos del
primer libro de Celan, Mohn und Gedachtnis 1952)6.
Tomemos como ejemplo de la dicotomía fidelidad/poeticidad de la traducción, co-
mo apuntábamos, distintas versiones del conocido poema de Celan «In den Flüssen»,
cuarto de la serie «Atemkristall», incluida en Atemwende:7
Este enigmático poema ha sido admirablemente analizado por Hans Georg Gada-
mer en su libro Wer bin ich und wer bist Dut (¿Quién soy yo y quién eres Túf),8 donde
defiende la importancia de la audición, de la atención al aspecto de pura sonoridad
del poema, no quedándose sólo en la lectura inarticulada. Lo mismo afirma Walter
Biemel en su artículo «En los ríos al norte del futuro... Comentario a un poema de
6
Jaime Siles, Diez poemas de Celan. Septimomiau, núm. 2, 2.a época, Valencia, abril de 1981. Sobre esta
plaquette hay una reseña de Víctor Pozanco publicada en Barcarola, agosto de 1982. núm. 10, Albacete, págs.
189-190, en la que su autor, citando a José Olivio Jiménez, habla de «la palabra tensa y esencial de Jaime Siles»,
apta para la interpretación acertada de la poética de Celan en verso que, vertidos al castellano, «afirman la leve
majestad de la poesía».
7
Paul Celan, Gedichte (I y 11). Suhrkamp Verlag. Frankfurt am Main, 1975 (vol. 11, pág. 10).
g
Hans-Georg Gadamer, Wer bin ich und wer bist Du? Suhrkamp Verlag. Frankfurt am Main, 1976, págs.
34-44. Se halla también incluido en la excelente recopilación de artículos editados por Dietlind Meinecke, Uber
Paul Celan, Suhrkamp Verlag. Frankfurt am Main, 1970, págs. 258-264. Otros estudios sobresalientes sobre
el libro de poemas traducidos por Boso, y que están recogidos en esta misma compilación son —aparte de la
introducción esclarecedora del propio Meinecke—: «Zu Paul Celans neuem Gedichtband Atemwende* de Beda
Allemann (págs. 194-197), en el que se explica el posible significado del título, «Atemwende», que bien pudiera
significar «Hálito virado», pues la poesía en la concepción de Celan, a tenor de sus declaraciones a raíz de la
concesión del premio Büchner de poesía, recogidas en su texto en prosa Der Meridian (El Meridiano), supone
un giro, un cambio de aliento, pero aliento en el sentido de Destino («Richtung»), de Hado («Schicksal»); «Atem-
wende ein neuer Gedichtband Paul Celans» de Peter Horst Neumann (págs. 198-202), en el que el crítico nos
hace ver cómo la poesía de Celan se desliza por la tierra de nadie entre la palabra («Sprache») y la mudez («Nicht-
mehr-Sprache»); «Der lesende Paul Celan» de Joachim Günther (págs. 203-206), donde se da suma importancia
a la lectura en voz alta de sus poemas, al mismo tiempo que afirma su autor la pertenencia del Kafka de la
poesía alemana a la familia de Holderin, más que a la de Goethe; «Paul Celan Atemwende» de Arthur Hány
(págs. 207-209), quien define a Celan como el poeta de ía Inestabilidad («Unbezogenheit»); «Das Gedicht im
161
Paul Celan», para quien «se debe leer el poema con su fractura de las líneas no sola-
mente de manera muy exacta, sino que hay que oírlo así también». 9 La traducción
que se nos da en dicho artículo es manifiestamente prosaica:
En los ríos al norte del futuro
lanzo la sed que tú
vacilantemente cargas
con sombras escritas por
piedras.
Se nos dice entre paréntesis que «la traducción tuvo que colocar la palabra final "som-
bras" en la línea anterior, porque la sintaxis castellana no conoce la colocación predi-
cativa». * Esta misma solución adopta Felipe Boso, aunque su versión es bastante más
cuidada y original a la vez, al tiempo que respeta, como la anterior, el número de ver-
sos, siendo más acertada, o al menos poéticamente aceptable la traducción del tercer verso:
N o obstante, la versión que nos parece más inspirada es la recreación de Jaime Siles,
aunque no sea la más fiel y no respete la función resaltadora del verso final que queda
englobado en el anterior con lo que no hay por qué dejar aislada la palabra piedras,
que había sido colocada en el lugar de sombras, que es la que el poeta deja al final en
el original, pues en castellano resulta imposible dicha posición. Lo que sobresale ahora
es toda la imagen asociadora de ambos términos, el último de los cuales lleva la deter-
minación del artículo, inexistente en alemán, pero que supone un acierto poético-rítmico,
gracias a lo cual aquella condición de sonoridad acústica, invocada por Gadamer y Bie-
mel, es recuperada, aunque mengüe la literalidad/fidelidad de la traducción:
Exil» de Christoph Perels (págs. 210-213), interesante artículo en el que el autor nos recuerda unas palabras de
Pascal, con las que Celan justificaba la oscuridad de la poesía moderna: «Ne nous reprochez pas le manque de
ciarte puisque nous en faisons profession». Otros artículos que no pueden obviarse son el estudio preciso de Ha-
rald Weinncb, «Kontrakúonen» (lb\á.,págs. 214-225), donde este eminente lingüista afirma que Celan testimo-
nia la divisa de Brecbt de que el poeta no debe sacarse de la manga ningún verso improvisado; el de Rudolf
Hartung, «An der Grenze zum Schweigen» («En la frontera del enmudecimiento») (págs. 252-257), donde se
nos dice que «en la poesía de Celan hay reducción como medio estilístico-artístico, reducción como empobreci-
miento y demolición sufrida y absolutamente personal, y reducción, esto es, disminución del mundo y de la
vida como circunstancia objetiva.» Por otra parte, nos recuerda la afirmación de TS. Eliot de que la poesía
se comunica, aun cuando no sea comprendida. Por último, debemos mencionar la colaboración de Wilhelm
Hóck, «Von welchem Gott ist die Rede?» (¿De qué Dios es la palabra?) (págs. 265-276), en la que el crítico se
pregunta por el significado de la palabra «jenseits» ("más allá") en esa relación entre desvalimiento y esperanza,
al comentar el poema «Fadensonnen» («Solesfiliformes»),que da título al siguiente poemario de Celan, y cuya
traducción por Felipe Boso es: «SOLES FILIFORMES/sobre el yermo negro-gris./ Un pensa-/miento alto como
un árbol/ empuña el fotosón: aún/quedan cantos por cantar más allá/ de los hombres». (Op. cit., pág. 24).
9
Artículo publicado en Quimera, núm. 33. noviembre de 1983, págs. 43-44. Otros artículos interesantes del
dosier Paul Celan, incluidos en dicha revista son: «Noticia sobre Paul Celan» de Rafael Gutiérrez Girardot
(págs. 30-36); «Recuerdo de Paul Celan» de Hans Mayer (págs. 37-42); y «DESBARNIZADO POR... Sobre el
último poema de Celan del ciclo "Cristal de aliento"» de Hans-Georg Gadamer (págs. 45-46).
162
En los ríos al norte del futuro
lanzo la red
que lentamente cargas
de sombras escritas por las piedras.
Felipe Boso ha trabajado su versión, Cambio de aliento, de un modo palpable y alta-
mente encomiable, como puede verse al hacer una atenta lectura contrastada del origi-
nal y su traducción, ya que se observa un constante esfuerzo en la acuñación de
neologismos obligados por la naturaleza del texto alemán, junto con una profunda y
meditada audacia verbal en la composición y descomposición del castellano para amol-
darse al mismo proceso que Celan opera sobre su lengua de creación y aniquilación
personales. N o olvidemos que esta obra pertenece a una etapa de su producción poéti-
ca en la que, como decíamos en el artículo hecho conjuntamente con Amparo Amo-
rós, «Celan empieza a cuestionarse su propio lenguaje poético (...) y esta desconfianza
radical del vehículo expresivo le lleva, progresivamente, a un experimentalismo que
se resuelve en un balbuceo para acariciar la tentación del silencio». 10 U n ejemplo de
esto mismo podemos ilustrarlo con el siguiente poema, quinto de la segunda serie del
libro:
Tu pregunta-tu respuesta.
Tu canto, ¿qué sabrá?
En la nieve,
eliev,
e-i-e.
Todo se va diluyendo, derritiendo, incluso la imagen acústica del sintagma «Tiefims-
chnee» (En la nieve profundamente). La atracción del abismo de la nada, incluso en
el plano expresivo, se hace irresistible para el poeta. Rafael Gutiérrez Gírardot da una
10
Amparo Amorós y Juan Domingo Moyano, «La poesía de Paul Celan y sus traducciones al castellano», ín-
sula, cit., pág. 3. Amparo Amorós apunta en su estudio inédito sobre la poética del silencio, que una traducción
viable de la palabra «zógernd» del poema «EN LOS RÍOS», conociendo la poética de paulatino acallamiento,
de linea fronteriza entre «Nicht-mehr» («Ya-no-más») y «Nochauch» («Todavia-aún), como afirma en el ensayo
Der Meridian (véase nota once del citado articulo), podría muy bien ser «balbuceando», con lo que se recogería
la dimensión del drama de la comunicación poética, ese «cristal de aliento» que es la poesía.
163
explicación plausible de esta tendencia a la reticencia sistemática,basada en la perpleji-
dad del poeta, «atónito», mudo, ante la contemplación del horror del holocausto, que
«puede ilustrarse con un famoso soneto de César Vallejo, recogido en Poemas huma-
nos bajo el título Intensidad y altura (escrito el 17 de octubre de 1937), cuyo primer
cuarteto dice:
Quiero escribir, pero me sale espuma,
quiero decir muchísimo y me atollo;
no hay cifra hablada que no sea suma,
no hay pirámide escrita, sin cogollo.
EINMAL,
da hórte ich ihn,
da wusch er die Welt,
ungesehn, nachtlang,
wirklich.
N o creemos que la traducción que da Boso del penúltimo verso «ichten» («minar»)
sea muy feliz, pues llega a tergiversar el significado que el poeta quería dar a ese térmi-
no inventado por él. El traductor de Celan al inglés, Michael Hamburger, explica a
propósito de este neologismo lo siguiente, que sirve para ilustrar la dificultad que su-
pone traducir a Celan en todos los órdenes (él lo traduce como «ied»):
The Germán word corresponding to «ied» it «ichten». Since it comes after «vernichtet» (anni-
hilated) it could be the infinitive of a verb that is the positíve counterpart of «annihilate», and
that is how it was construed by a reviewer for the Times Literary Supplement, who translated
it as «ihilate». (...) My authority for «ied» is Paul Celan himself. When I last met him, in April
1968, he was convinced that I was the author fo the anonymous Times review and would not
accept muy repeated denial. He explained that «ichten» was formed from the personal pronoun
«ich», so that it was the third person plural of the imperfect tense of a verb «ichen», (to i). 12
Habría que dejar a un buen poeta la solución a este escollo; por nuestra parte sólo
podemos apuntar que si, en el antepenúltimo verso el poeta habla de esos seres aniqui-
lados, exterminados («vernichtet»), es decir, privados de su yo, de su conciencia (re-
cuérdese el grito de Unamuno de aviso contra los que nos roban el yo, esto es, nos
11
Rafael Gutiérrez Girardot, «Noticia sobre Paul Celan», cit., pág. 33.
12
Paul Celan: Poems (Selected, traslated and introduced by Michael Hamburger), Carcanet New Press Limi-
ted. Manchester, 1980; págs. 19-20. Se trata de una edición bilingüe.
164
alienan), y el poeta hace aquí una alusión a una falsa etimología de esa palabra «ver-
nichten», como si significara negación del yo (ich), ello es para servirle de contraste
con el penúltimo verso («ichten»), que significaría algo así como «afirmaban su yo,
defendían su ser» frente a la dejación de su espíritu que se iba diluyendo. En este senti-
do, se nos ocurre, tomando esta solución cum grano salís, que la traducción de «ver-
nichtet» podría ser «encomendados» con toda la carga de privación de libertad, de entrega
del espíritu que tiene la palabra encomienda (encomiendo), en contraste con la tra-
ducción del término «ichten» como «mendaban» (siempre que aceptemos que se po-
dría derivar un neologismo verbal del término coloquial menda, mi yo social, mi
superyó). Pero quedémonos, por ahora con la versión de Felipe Boso:
UNA VEZ
lo OÍ:
lavaba el mundo
sin ser visto, noches enteras,
cierto.
Uno e infinito,
exterminados,
minar.
De nuevo, «habla verdad, quien sombra dice» («Wahr spricht, wer Schatten spricht».),
como afirma Celan en Von Schwelle zu Schwelle (1955).
ANTONIO MACHADO
1875 1939
%g Foto: Alfonso
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