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Camila Simon 3er año CEOP

Historia de la filosofía moderna


Fichaje n°2- obra humanista: Utopía de Tomás Moro
La obra se divide en tres partes:
1. La primera es una carta a Pedro Egidio redactada por Moro. Allí, Tomás explica los motivos de su
demora en finalizar el libro, le pide si puede leer la obra y si encontrase algún error en los relatos se
lo envíe, para no publicar la obra con falsas anécdotas. Además, si puede consultar al propio relator,
Rafael para que él mismo verifique la adecuación de sus relatos con lo redactado por Tomás. Hacia
el final, Moro describe los distintos tipos de lectores, “los distintos paladares de los mortales “, razón
por la cual no desea editar el libro. Pero, si Hytlodeo desea publicarlo, seguirá su voluntad.
2. La segunda parte ya abarca el libro primero de la obra, donde Tomás relata que conoció a su
estimadísimo Pedro Egido en Amberes y a su vez, al navegante y filósofo Rafael Hytlodeo, quien
relataba lo que veía en cada uno de los países que había recorrido, lo bueno y lo malo, los errores y
los aciertos.
Ambos, Pedro y yo, al oírlo, estábamos de acuerdo con que Rafael sería un óptimo consejero real.
Este con mucha humildad, responde que carece de las virtudes que le otorgan y, en todo caso si las
posee, no servirían para asuntos de Estado. A lo largo de todo el libro, Rafael va justificando por que
no puede ser consejero real a tal punto que sería inútil ya que mientras siga habiendo un grupo de
pocos con todo el poder y las riquezas, explotación de trabajadores, castigos desproporcionales a las
faltas cometidas y, sobre todo, por la permanencia de la propiedad privada.
Es notorio como Hytlodeo sigue a Platón en muchas reflexiones extraídas de su gran obra La
República, donde Platón afirma que el gobernante debe ser filósofo para que sean dichosos los
pueblos del futuro. Pero Rafael observa que los que gobiernan, no quieren prestar atención a los
consejos de éstos porque reina en el corazón de los gobernantes la codicia y no la búsqueda del bien
común para el pueblo que gobiernan. Además, los consejeros de los reyes, afirman postulados
contrarios a los de Rafael, tienen un tinte más represor, cuyo fin es la ganancia de dinero y de poder
a costa del mismo trabajo y calidad de vida de sus ciudadanos, con lo cual Rafael piensa que no
podría expresar libremente su idea de que esos consejos que estos individuos emiten son
despreciables y que el monarca tiene como deber fundamental procurar el bienestar de sus súbditos
más allá de su felicidad personal. Él sostiene que el rey debe imponer su autoridad a ricos y a
negociantes y su principal objetivo debe ser que no les falte dinero para el comercio diario a los
ciudadanos.
Concluye entonces Rafael que no hay lugar para los filósofos en la corte.
Pero Moro, no contento con la respuesta de Rafael, propone intentar con las propias fuerzas disminuir
el mal por lo menos, si es que no se puede efectivamente realizar todo el bien, pero Rafael teme o
volverse loco intentando mostrar una verdad contraria a la de los miembros de la corte o nadie, en
última instancia corrija nada ni lo tenga en cuenta como una opción. Aquí el filósofo cita a Platón

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quien dice que los sabios se abstienen de los negocios públicos porque “cuando observan la inutilidad
que se extiende por las calles bajo un chaparrón, y ven que no logran convencerla de que se coloque
bajo el tejado, advierten que es inútil salir a las calles y se quedan en casa cubiertos, dado que no es
posible curar la desgracia ajena.”
Así Rafael afirma: “doquiera que exista la propiedad privada, donde todo se mida por el dinero, no
se podrá alcanzar que en el estado reinen la justicia y la prosperidad, a menos de considerar justo un
estado en el que lo mejor pertenece a los peores y próspero un país en que un grupo de individuos se
reparten todos los bienes, gozando de las mayores comodidades, mientras la mayoría viven en una
gran miseria”. Aquí queda clara la postura de Rafael respecto a la debida y necesaria repartición
equitativa de las riquezas de manera igualitaria para alcanzar un Estado próspero. Y eso le da el pie
para afirmar que el Estado perfecto es posible, él mismo lo habitó durante cinco años y lleva el
nombre de Utopía. Allí, con pocas leyes, el mérito recibe su recompensa y la repartición en partes
iguales permite que todos disfruten la exuberancia de todas las cosas. Una frase que me llamó mucho
la atención y con la cual concuerdo dice: “los pobres son más merecedores de la riqueza que los
acaudalados” ya que si se tiene en cuenta su trabajo diario que aporta al Estado y su mísera
remuneración pueden considerarse más honrados que los injustos, codiciosos, ociosos e indignos
acaudalados.
3. Comienza entonces, el libro segundo y tercera parte de esta obra, la cual se divide en capítulos. El
primero está dedicado a la descripción de la isla de Utopía realizada por Rafael de manera muy
detallada. La isla recibe el nombre por Utopo, quien inculcó en los rústicos y ásperos pueblos la
civilización y la cultura, hasta transformarlos en una nación que supera a todas las demás. La isla
cuenta con cincuenta y cuatro ciudades excelentes y grandes, idénticas las lenguas, las costumbres,
la organización y las leyes, y también la distribución y su aspecto en cuanto lo permite la superficie.
Tres hombres maduros y con mucha experiencia se reúnen en Amaurota (ciudad más importante en
el centro del país), para tratar asuntos comunes a toda la isla. Jamás ninguna ciudad ambiciona poseer
más tierras, los utópicos se consideran propiamente cultivadores y no dueños de sus tierras. Las casas
de campo están bien distribuidas y los isleños las ocupan por turno. Una familia campesina consta
de menos de cuarenta personas, a los que se le añaden dos esclavos y es gobernada por un padre y
una madre serios y experimentados. Cada treinta familias están guiadas por un prefecto. Anualmente
se realiza reemplazo de agricultores, quienes crían animales, cultivan la tierra, cortan leña y levan la
cosecha por tierra o por mar. Aunque conocen por experiencia las necesidades de cada ciudad,
siembran una cantidad muy elevada de trigo y crían más ganado, así lo reparten entre los vecinos a
ese sobrante. Lo que no tienen lo solicitan a la ciudad y las autoridades los proveen gratuitamente.
Poseen un día de festejo todos los meses.
El capítulo dos del segundo libro, trata las ciudades, pero en especial Amaurota. Se la describe como
la ciudad central de Utopía, situada en la ladera de una colina y a través de la cual corre el río Anhidro
desembocando en el mar, luego de recorrer sesenta millas. La ciudad está fortificada por un muro

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alto y sólido, con torres y bastiones. Las plazas de la urbe facilitan el tránsito y se hallan protegidas
de los vientos. Las edificaciones se levantan en dos líneas de casas a lo largo de las calles. No hay
ninguna casa cuya puerta principal no dé a la calle y no tenga un aljibe en el jardín. A cada casa
puede entrar quien lo desee ya que no hay propiedad privada y la vivienda es rotativa cada diez años,
por sorteo. Los utópicos cuidan mucho de sus jardines, se organizan concursos y compiten por el
jardín mejor cultivado. Todas las casas tienen tres plantas de techo plano, las paredes exteriores son
de piedra, de ladrillo o de yeso. Los ciudadanos utópicos, además, protegen con cristales las ventanas
para librarse del viento.
En el tercer capítulo del libro segundo se hablará de los magistrados. Cada grupo de treinta familias
escoge anualmente uno de sus miembros y lo nombre sifogrante/filarca/magistrado. Al frente de ellos
va el protofilarca. Entre los doscientos sifrogantes eligen a un príncipe de entre cuatro aspirantes
elegidos por el pueblo, propuestos al Senado. El príncipe es un magistrado vitalicio expuesto a
destituirse si se sospecha que es tirano. Los traniboros no se desplazan (salvo por una causa grave) y
los demás magistrados rotan anualmente. Deliberar sobre los asuntos del Estado fuera del Senado o
de los comicios públicos es condenable con la máxima pena. Las leyes procuran evitar que el príncipe
pueda tiranizar al pueblo.
El capítulo cuatro del segundo libro trata acerca de los oficios. Los utópicos, tanto hombres como
mujeres son agricultores, preparados desde pequeños. Además, se instruyen en un oficio concreto
como tejer lana, lino, albañilería, herrería o carpintería. Todos visten de la misma manera sin importar
la edad. Esos vestidos que utilizan los protegen tanto del frío como del calor y cada familia los
confecciona. Las mujeres se dedican a las tareas menos pesadas, dejándoselas a los hombres. La
ocupación fundamental de los sifograntes es que nadie se entregué al ocio aunque no se fatiguen
tanto trabajando como animales de carga. En Utopía solo seis horas son laborales. Se cuentan a partir
del mediodía y se acuestan a las ocho, durmiendo así ocho horas. En los intervalos de comer, cenar
y dormir, cada uno dedica el tiempo sobrante o a las letras o a su propio oficio. Después de cenar, se
distraen una hora en verano en los jardines y en invierno en los comedores comunes, donde se
ejercitan en la música o se complacen hablando. Una jornada de seis horas laborales es suficiente
para proporcionar lo necesario e incluso lo supera. Si todos los hombres que se emplean en oficios
vanos, si todas las clases ociosas que vegetan en la pereza y el abandono, fueran obligados a trabajar
en algo de utilidad e interés común, salta a la vista el poco tiempo que sería necesario para obtener
todo lo preciso para las necesidades o para llevar una existencia confortable. A penas se encuentran
quinientas personas en toda la ciudad eximidas de trabajar. También son dispensados aquellos a
quienes el pueblo ha concedido el privilegio perpetuo de poder dedicarse enteramente al estudio.
Entre los estudiosos son seleccionados los sacerdotes, los traniboros y el mismo príncipe. Como la
parte restante del pueblo no se halla sin trabajo es fácil hacer un cálculo que nos indique las pocas
horas que se necesitan para cumplir una copiosa tarea. En Utopía todo se halla reglamentado y el
interés público robustecido. Con poco, todos los peligros están prevenidos. Con poco esfuerzo, las

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casas duran mucho tiempo. Los utopianos cuando trabajan llevan vestidos de cuero o de pieles que
les duran siete años. El color es el natural de la tela y es idéntico en todo el país. En Utopía, todos se
contentan con un solo vestido de lino que les dura dos años. A veces, cuando no es necesario reparar
ni construir, se ordena la disminución de las horas de labor, para no imponer a los ciudadanos una
tarea innecesaria contra su voluntad. Las instituciones prefieren libertar a los ciudadanos de los
esfuerzos del trabajo corporal impulsando a la libertad y al cultivo de la inteligencia, en lo cual creen
que se fundamenta la felicidad.
El capítulo quinto de esta segunda parte trata de las relaciones mutuas y la repartición de los bienes
entre los utopianos. La ciudad está constituida en familias. Al contraer matrimonio las mujeres se
trasladan a la vivienda del esposo; los hijos y los nietos varones quedan en la familia y deben respetar
y acatar al más anciano de los familiares. Se hace lo posible para que cada familia no tenga menos
de diez hijos púberes ni rebase los dieciséis. Cuando la población de una ciudad es copiosa, se procura
compensar la escasez de otras. Y si en total es demasiado numerosa, se escogen en cualquier ciudad
algunos ciudadanos para ir al próximo continente. Si decreciese el número de habitantes de algunas
ciudades de Utopía, llamarían a los vecinos de una colonia para cubrir el vacío. Como expuse antes,
el más anciano gobierna la familia, las mujeres atienden a sus esposos, los hijos a sus padres y,
comúnmente los jóvenes sirven a los mayores.
La ciudad está distribuida en cuatro partes iguales: en medio, hay un mercado. Cada familia entrega
los productos de su trabajo a unos almacenes especiales, los cuales reparten según su especie en
distintos almacenes. Cada padre de familia va a buscar allí lo que precisan él y sus familiares y recoge
lo que quiere sin dar dinero a cambio. Anexos a los almacenes, hay mercados de comestibles, a los
que se llevan frutos, legumbres y pan, carne de cuadrúpedos, de aves y de pescado. Además, en cada
barrio se hallan grandes edificios construidos a distancias iguales, teniendo cada uno su propio
nombre. En ellos, se alojan los sifograntes. Los utópicos tienen especial consideración por los
enfermos, los que están en hospitales públicos (hay cuatro por ciudad). Se podrían considerar
pequeñas ciudades, donde los cuidados se realizan con presteza y atención.
En el comedor público, los ciudadanos tienen a disposición una suculenta comida. Las tareas
fatigosas del comedor están a cargo de los esclavos. De la preparación, cocción de los alimentos y
disposición de la mesa se encargan las mujeres, las cuales van turnándose por familia. Los hombres,
sentados en las mesas, se colocan junto a las paredes y las mujeres enfrente. Cada mujer cría a su
hijo, excepto que se lo impida alguna enfermedad. Todos los niños menores de cinco años viven en
la sala de las nodrizas. Los jóvenes de ambos sexos, sirven la mesa. En un lugar preferente, se sienta
el sifogrante con su esposa, junto con los dos ancianos de más edad. Seguidamente se sientan los
demás, los más jóvenes y los viejos. La repartición de la comida no se hace empezando por la primera
mesa, sino presentando los mejores platos a los ancianos de los sitios de honor. Todas las comidas y
cenas empiezan con una lectura moral, no muy larga. Los más ancianos dan comienzo a las charlas

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más honestas, pero no tristes y aburridas. Los almuerzos son más breves que las cenas y en ellas
deben tolerarse todos los deleites, música, postre, etc.
En las ciudades viven de esta forma y, en el campo, comen en sus propias casas. A ninguna familia
campesina le falta nada ya que de ellas provienen los alimentos.
El capítulo seis, trata sobre los viajes de los utópicos. Si algún ciudadano quiere visitar otra ciudad,
alcanza con facilidad la autoridad del sifogrante y del traniboro. Los viajeros marchan en grupos, con
una carta del príncipe en la cual consta el consentimiento del viaje y se determina la fecha de regreso.
Los viajeros prefieren ir sin esclavos como acompañantes porque los consideran un estorbo. En todas
partes, están como en su propia casa, si se quedan más de una jornada en algún sitio, trabajan en su
oficio. Como podéis comprobar, no existe ningún motivo de holgazanería ni ociosidad, ni bares, ni
ocasiones de corrupción, ni lugares ocultos, ni burdeles, sino que estando observados por los demás,
se ven forzados a trabajar y a descansar distrayéndose con honestas diversiones. De estas costumbres
se obtiene la abundancia de todos los bienes, y cómo estos están repartidos con justicia entre todos,
no hay quien sea pobre ni mendigue. Toda la isla es como una gran familia.
Cuando poseen el alimento preciso, exportan el sobrante a otros países e importan materias en las
que tienen escasez, hierro, oro y plata. Su mucha experiencia comercial, les permite acumular
increíbles riquezas.
No intercambian entre sí ningún tipo de moneda, la almacenan en previsión de lo que pudiera
acontecer. El oro y la plata, no poseen mayor valor que le que les otorgó la naturaleza, no tienen
ninguna utilidad práctica. Loa utópicos comen y beben en servicios de arcilla y vidrio ya que el oro
y la plata son utilizados para construir recipientes para los usos humanos más innobles. También las
cadenas y los grillos con que se sujetan a los esclavos son de oro y plata y los condenados por los
mayores crímenes llevan joyas de oro. De esa forma, logran que el oro y la plata sean despreciados.
A lo largo de sus costas, cogen perlas, diamantes y otras piedras preciosas y con ellas adornan a sus
hijos pequeños y cuando son mayores, las desprecian. Los utópicos se maravillan de que haya
hombres a quienes atraiga el dudoso resplandor de cualquier brillante o piedra preciosa. Y todavía
más, desprecian como locura de los honores casi divinos que los hombres rinden a los opulentos,
únicamente por ser ricos. Todas estas opiniones se deben a la educación que reciben en Utopía y a
sus estudios en ciencias y letras. Todos los muchachos reciben educación, y una gran parte de los
hombres y de mujeres dedican sus ratos libres al estudio. Aprenden todas las materias en su propia
lengua, rica en léxico y extraordinariamente fiel a la expresión de su pensamiento.
Acerca del origen de las cosas, no se ponen de acuerdo entre las escuelas tradicionales y las modernas
teorías, igual que acontece en nuestros países. Por lo que respecta a la moral, ellos estudian las
cualidades del alma y del cuerpo, así como de los bienes exteriores, y si el concepto de “bien” puede
aplicarse a ellos o reservarse al alma. Su principal problema es saber en qué consiste la felicidad del
hombre y si reside en una o varias cosas. En este aspecto, parecen inclinarse hacia el placer. Sus
principios religiosos, que equiparan con su filosofía racional son: el alma es inmortal y originada por

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bondad de Dios para la bienaventuranza, y al término de esta vida, habrá una recompensa para
nuestras virtudes y un castigo para nuestros vicios. Ellos consideran una insensatez practicar virtudes
duras y difíciles, renunciar a los placeres de la vida, soportar el dolor. Sin embargo, no piensan que
la felicidad se halla en cualquier placer, sino en los buenos y honestos. La definición de la virtud es:
vivir conforme a la naturaleza a la cual estamos como guiados por Dios. No existió nunca un
defensor de la virtud, y un enemigo del placer. Los utópicos creen que la naturaleza ordena una vida
feliz, de placer como fin de nuestras obras, y definen a la virtud como el vivir según sus ordenanzas.
La naturaleza siente afecto por todos los seres de idéntica especie y los fortalece en una misma
comunión. Es inmoral buscar tu felicidad a costa del infortunio de los demás. Desear el propio interés
sin infringir las leyes es razonable, querer, además el bienestar general es humano, despojarse de
algo muy provechoso para beneficiar a otros es una acción caritativa. Satisface más al espíritu que el
goce que obtendría el cuerpo si se abstuviera. Es fácilmente comprensible para cualquiera que crea
en una religión que Dios recompensa con una alegría inmensa el sacrificio de un placer corporal y
breve.
Definen el placer como todo movimiento o estado anímico o corporal en que nos complacemos
obedeciendo a la naturaleza. Añaden los apetitos naturales, el cuerpo y la razón, la cual quiere todo
lo que sea agradable por naturaleza.
Aquellas cosas no naturales, los utópicos creen que no permiten disfrutar de la verdadera y pura
alegría. Entre los placeres adulterados, colocan la vanidad de aquellos que se enorgullecen creyendo
que son mejores que los demás porque llevan ropas lujosas. Es otra insensatez la pasión por inútiles
signos de nobleza. Otros, caen en el vicio contrario, escondiendo el tesoro, sustrayéndolo a cualquier
utilidad. Los utópicos añaden a estos necios a los jugadores, a los cazadores y a los halconeros. El
juego causa monotonía y, más que placer, debería despertar vuestra piedad ver un animal indefenso
destrozado por un can, el débil vencido por el poderoso. Creen que complacerse con el espectáculo
de la muerte es propio de las bestias. Los mortales tienen todas estas diversiones como placeres, pero
la propia perversión del hombre hace parecer dulce lo amargo.
Los utópicos clasifican los placeres verdaderos según diversas especies, refiriéndose al alma o al
cuerpo. Los del alma son la inteligencia y placer que nace al contemplar la verdad. Los placeres del
cuerpo los dividen en dos clases, la primera engloba lo que produce sobre los sentidos un placer
manifiesto, el comer y el beber, o cuando el cuerpo desprende sus materias innecesarias, o tener hijos,
o escuchar una dulce melodía. Otro placer corporal es el de la salud, sin ningún asomo de malestar.
Casi todos los utópicos lo consideran como la base y el fundamento de la felicidad. Los utópicos
ponen en primer lugar a los placeres del espíritu, la mayor parte de los cuales proceden del ejercicio
de las virtudes y de la conciencia de que tienen una buena vida. De todos los placeres, los corporales
son los más bajos e innobles, no hay que querer esa clase de placeres sino en la medida en que los
impone la necesidad. Conceden especial atención a la belleza, la fuerza y agilidad, las conservan
como dones preciosos de la naturaleza, desean también los placeres del oído, la vista y el olfato, que

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la naturaleza hizo propios del hombre. Tienen como norma que un placer (sensible), nunca puede ser
impedimento para uno mayor, ni debe causar ningún sufrimiento. Creen que es una insensatez
despreciar la hermosura del cuerpo y no concederles valor a las fuerzas físicas. Opinan que la razón
humana no puede concebir algo mejor que lo expuesto, excepto que Dios ilumine a los hombres con
una doctrina más perfecta por medio de su religión. El talento de los utópicos, educado por los
estudios, se aplica de forma maravillosa a las invenciones técnicas que contribuyen a aumentar la
comodidad de la vida. Nos deben la invención de la imprenta y de la fabricación del papel.
El capítulo siete del segundo libro de esta obra trata acerca de los esclavos. Los utópicos hacen
esclavos a aquellos cuyo delito merece ese castigo y a los sentenciados a la pena de muerte por delito
en algún país extranjero. Los importan por un mísero precio y a veces no les cobran nada. Los
esclavos están obligados a trabajar continuamente y llevan cadenas. Los naturales del país son
tratados más duramente. Existe otra clase de siervos constituida por jornaleros otros países, pobres y
trabajadores, son tratados benévolamente y pueden irse cuando lo deseen. Con respecto a los
enfermos, si el mal es incurable, los sacerdotes y magistrados influyen en el enfermo, puesto que no
puede rendir ningún provecho, es una carga para los demás y para sí mismo, para que acepte la muerte
con resignación y evite la propagación de la peste. A los que se rehúsan a seguir esa conducta, se los
provee de los mayores cuidados, pero se honra a los que renuncian vivir. Si alguien se priva de la
vida sin justificación, es considerado indigno y se arroja su cadáver al pantano. Las mujeres no
contraen matrimonio antes de los dieciocho años y los hombres después de los veintidós. Los
utópicos son muy severos en la elección del cónyuge. Se exponen desnudos uno en frente del otro
para asegurarse de no tener imperfecciones físicas. No todos los hombres son tan inteligentes que
aprecien únicamente las cualidades morales, y aun cuando contraigan matrimonio con mujeres
inteligentes, la buena disposición física añade un nuevo valor a las cualidades espirituales. El
matrimonio es monógamo e insoluble, salvo en casos de adulterio o de inmoralidad manifiestos. No
se tolera que nadie se separe de su esposa a causa de una enfermedad. Si los caracteres de los
cónyuges son incompatibles, pueden realizar un acuerdo, separarse, y contraer un nuevo matrimonio,
pero con la ausencia del senado. A los profanadores del matrimonio, los condenan con la esclavitud.
Los mayores crímenes son castigados con la esclavitud, su trabajo es más provechoso que su muerte.
Si los condenados e rebelan, se los extermina como animales salvajes. La esclavitud puede ser
indultada por buen comportamiento y pos órdenes del príncipe. Los utópicos son muy amigos de los
bufones.
En Utopía no se contentan desterrando el crimen con las penas, sino que incitan a la virtud con
promesas de honores. Los utópicos conviven con los magistrados amablemente, les llaman padres.
El príncipe se distingue de los demás por un manojo de espigas que unos criados llevan delante de
él. Los utópicos tienen pocas leyes, y la experiencia ha demostrado que cada uno debe ser su defensor
y exponer al juez lo que habría declarado su abogado defensor. Cuanto más sencilla es la aplicación
de las leyes, más equitativa es. Estas son instituidas para que todos sepan cual debe ser su

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comportamiento. Los países cercanos a Utopía admiran las virtudes de sus habitantes. Algunos de
ellos son países aliados y, otros, amigos. Habría dos tipos de justicias: una, la que conviene al pueblo,
que vive sin levantar la cabeza, y que cargada de cadenas no puede saltar el cerco en el que está
prisionera, y otra, la de los príncipes, que tiene tanto de más noble que la de los plebeyos, como
mayor libertad en los movimientos, para la cual no hay deseo que no sea lícito. Para los utópicos, el
vínculo de la naturaleza sustituye los tratados con otras naciones, los hombres están ligados con
mayor fuerza con la buena voluntad y con los sentimientos.
El capítulo ocho del segundo libro trata acerca de la guerra. Los utópicos la detestan como cosa de
animales y opinan que no hay nada más deleznable que la gloria conquistada por ese medio. Entran
en conflicto para defender sus fronteras, frecuentemente, los utópicos auxilian a sus amigos ante
situaciones de humillación e injusticia. Los utópicos vengan las injurias infringidas a sus amigos,
cuando los comerciantes amigos sufren algún daño en su hacienda, sus pérdidas a veces son graves,
mientras que si les ocurre a los utópicos sus perjuicios son ínfimos. Se enorgullecen de haber
procedido aguerridamente y haber demostrado sus cualidades bélicas ya que entienden que ningún
animal, fuera del hombre, puede vencer sin otra fuerza que la inteligencia.
Ya iniciada la guerra, los utópicos hacen colocar ocultamente carteles en los países enemigos,
afirmando que prometen grandes recompensas a quienes eliminen al príncipe enemigo y a los
menores a él. Si este es entregado vivo, la recompensa es doble, y a los enemigos rendidos se les
incita que traicionen a sus compatriotas, su propio temor los hace menos peligrosos. Se enorgullecen
de comprar y poner precio a la cabeza de sus enemigos porque con el sacrificio de unos pocos
culpables, salvan a muchos inocentes. Los utópicos tienen en el exterior un inmenso tesoro que les
deben muchos estados, con el que pueden enviar a la guerra mercenarios de muchos países. Sólo
conocen el sistema en el que arriesgan su vida para ganarse la vida. Los hombres dan tanto valor al
dinero, que por una pequeña moneda añadida a su remuneración les incita con facilidad a cambiarse
al bando enemigo. Los utópicos no obligan a nadie contra su voluntad a guerrear fuera de sus
fronteras, y las mujeres, si lo desean, pueden acompañar a sus maridos en el ejército, para
estimularlos. Cuando el enemigo presenta resistencia, luchan con gran encarnecimiento y ardor hasta
perder la vida. Como saben que en su país hay todo lo que necesitan para vivir, no sufren la menor
angustia por la futura suerte de su familia. Contribuye a esto la confianza que les da su gran habilidad
en el arte militar. Si logran el triunfo, los utópicos no se ensañan matando a los vencidos, sino que
los dejan ir. Todo el ejército trabaja, menos los centinelas. Con tantos trabajadores, terminan rápido
y con seguridad las potentes fortificaciones que rodean el terreno. Los utópicos se valen de armaduras
sólidas para resistir los golpes contrarios. Inventan unas ingeniosas máquinas bélicas y las esconden
con precaución, y al construirlas, se preocupan ante todo de poder manejarlas con facilidad. No se
ensañan nunca con un hombre indefenso, salvo si se trata de un espía. Al finalizar la guerra no obligan
a pagar a los enemigos los gastos que ha exigido, a pesar de haberla provocado, sino a los vecinos
pudientes.

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En el noveno y último capítulo de este libro segundo se trata el tópico que abarca las religiones de
los utópicos. En cada ciudad de la isla y en distintos lugares hay distintas creencias. Unos tienen
como dioses al Sol, otros a la Luna o a cualquier otro planeta, pero los más prudentes veneran a un
solo Dios. Desconocido, eterno, inmenso, inexplicable, que está muy por encima del alcance de la
inteligencia humana y que se difunde por el universo en poder y le conocen con el nombre de Padre.
Le atribuyen el origen, el desarrollo, el cambio, el progreso de todas las cosas, y únicamente a él
rinden honores divinos. Incluso los utópicos restantes coinciden con ellos en la existencia de UN
DIOS, supremo, creador y providencial del universo al que denominan Mitra. Paulatinamente, van
dejando esta diversidad de creencias para agruparse en una sola religión, que la razón vislumbra
como superior a las otras. Después de que les enseñamos el nombre, la doctrina, la vida y los milagros
de Cristo, no podéis pensar los sentimientos de afecto con los que se adhirieron a ella, bien por la
llamada del propio Dios o porque les pareciera próxima a la creencia predominante. Muchos
adoptaron el cristianismo y fueron bautizados. Una de las leyes más antiguas de Utopía decreta que
nadie debe ser molestado a causa de su religión. Utopo pensaba que, si una religión era la verdadera
y las demás falsas, fácilmente conseguiría el triunfo sobre estas superándolas en todos los terrenos
mientras se obrara con moderación y raciocinio. Prohibió opinar que el alma muere con el cuerpo o
que el curso seguido por el universo es producto de la casualidad. Después de esta vida, hay premios
para los virtuosos y castigos para los viciosos. Otros, cayendo en el vicio contrario, que sostienen
que el alma de los animales es inmortal, no comparables a la dignidad humana, porque no les está
destinada idéntica felicidad. La mayoría de los utópicos están convencidos de la suprema ventura
que aguarda a los hombres más allá de esta vida. El júbilo de los muertos aumenta después de morir
en lugar de disminuir y creen que los muertos siguen entre los vivos. Entienden que es un culto grato
a Dios la alabanza de la naturaleza y su contemplación. Existen dos clases de ciudadanos: los célibes
y los que eligen el matrimonio y les gusta el trabajo, no rechazan ningún placer con la condición de
que no se atrase el trabajo. Los utópicos los consideran más prudentes que aquellos. En nada son tan
escrupulosos como al juzgar en materia de religión. Los sacerdotes bordean la santidad. Son elegidos
mediante votación secreta por el pueblo. Tienen la responsabilidad de aconsejar y reprender, sólo
pueden excomulgar a los que son rematadamente perversos, y esta es la mayor vergüenza para los
utópicos. Los sacerdotes tienen a su cuidado la educación de la infancia y la juventud, ponen su
mayor afán en inculcar ideas buenas y útiles para el provecho de la patria en las almas tiernas y
dóciles de los niños. Los sacerdotes, entre los cuales hay algunas mujeres, pueden elegir su consorte.
La magistratura sacerdotal es la más prestigiosa entre los utópicos. Si ellos cuentan con tan pocos
sacerdotes, es con el fin de no desprestigiar. En pleno estado de guerra, se sabe que los sacerdotes
han intervenido para evitar la destrucción y las muertes, consiguiendo la paz. En Utopía hay templos
magníficos de luz tenue, que invita al alma a la contemplación interior y a la piedad.
Todos los cultos apuntan a un único fin: el culto a la naturaleza divina. El culto público se realiza de
tal forma que no hiera las creencias particulares. No invocan a Dios bajo ninguna denominación

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especial salvo la de Mitra. En el templo, los hombres se colocan a la derecha y las mujeres a la
izquierda, el hijo varón se coloca delante del padre, y la madre preside el grupo de las mujeres de su
hogar. No ofrecen como sacrificio ningún animal, se limitan a quemas incienso y otros perfumes y
los devotos llevan muchas velas. El pueblo asiste al templo con vestiduras blancas, y el sacerdote
está vestido de todos los colores.
La música de los utópicos imita y expresa los efectos naturales con la mayor perfección. En cada
oración, cada uno se dirige a Dios reconociéndolo como autor de la creación y providencia de todos
los bienes del mundo.
“Os he expuesto tan fielmente como me ha sido posible las instituciones de la que creo que es no
sólo la mejor de las Repúblicas, sino la única que puede concederse por derecho propio el
sobrenombre de República”.
“¿No es injusto el país que a los nobles les concede placeres frívolos, mientras contemplan sin
pestañar a los ladrones, carboneros, peones, carreteros y artesanos sin los cuales no habría ninguna
República?”.

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