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¿DIOS ó LA CIENCIA?

(I)

Por: Antonio José Márquez Cabeza


Catedrático de Bioquímica y Biología Molecular
Universidad de Sevilla

Las causas del conflicto entre la Ciencia y Dios

Los avances de la Ciencia desde la ilustración han sido realmente vertiginosos, en


particular desde comienzos del siglo XX, en todos los campos del saber y con
innumerables aplicaciones: la electricidad, el teléfono, la radio y la televisión, los
aviones, la conquista del espacio, la informática, los antibióticos, las vacunas, etc. han
producido una especie de “ebriedad tecnológica” que ha revolucionado ciertamente al
ser humano en todas sus dimensiones convirtiéndolo en una especie de Homo
technologicus que llega a pensar que es un ser todopoderoso. Esto explica que
habiendo sido el ser humano eminentemente religioso durante todas las épocas
precedentes, se exacerbase desde comienzos del siglo XX el ateísmo como la
posición lógica de la intelectualidad, y en particular de numerosos humanistas y
científicos que justificaban que Dios era un concepto creado por el ser humano, del
que se podía y debía prescindir, por ser una especie de espejismo en el que el ser
humano proyectaba sus miedos y carencias, pero que en realidad era la Ciencia la que
sabía y podía resolver todas las cuestiones y problemas que preocupan al hombre. De
esta forma Dios y la Ciencia se presentaron como grandes rivales que se oponían
mutuamente entre sí, mirándose ambos recelosamente y con enorme desconfianza.
La famosa expresión de Nietzsche “Dios ha muerto” ha calado tanto en el ser humano
postmoderno que muchos piensan que creer hoy en día en Dios es algo innecesario,
trasnochado y pasado de moda, y, entre ellos, muchos científicos. No es ni política ni
científicamente correcto ser científico y ser creyente. Es preciso hacer alarde de
ateísmo y de increencia para ser moderno. Como mucho llegar a admitir la duda
razonable sobre la existencia de Dios que denominamos agnosticismo a raíz de las
manifestaciones de Thomas Huxley (1908):

“Ellos están muy seguros de haber alcanzado una cierta ‘gnosis’, han resuelto con más o
menos éxito el problema de la existencia, mientras yo estoy seguro de no haberlo logrado, y
tengo una fuerte convicción de que el problema es insoluble… así que me puse a pensar e
inventé lo que concebí como el apropiado título de ‘agnóstico’.

Incluso muchos creyentes creen realmente que Dios existe, pero viven como si no
existiera, porque Dios no tiene nada que ver con su vida cotidiana.

Los dos principales errores que a mi juicio dificultan el entendimiento entre la


ciencia y la fe son los siguientes:

a) Que la ciencia se convierta en fe, que sería llevar al límite el pensamiento del
famoso círculo de Viena “Yo sólo creo lo que puedo ver y tocar”, es decir, la ciencia
experimental como única forma de conocimiento racional. Indiscutiblemente desde
esta postura conocida como “cientifismo” se niega toda posibilidad de que el hombre
sea un ser espiritual, y es preciso asumir que no existen realidades espirituales e
invisibles como Dios, no demostrables con el método científico empírico. Se trata de
una postura que recuerda mucho “la fábula de la zorra y las uvas”… como no puedo
alcanzar las uvas para comérmelas, prefiero admitir que no existen (están verdes).
Una postura a mi juicio mucho más correcta sería la de Stephen Gould, que decía: "La
ciencia, por sus legítimos métodos no puede simplemente juzgar la cuestión de la
superintendencia de Dios en la naturaleza. Ni la afirmamos, ni la negamos;
sencillamente, no podemos comentarla como científicos" (Scientific american 267
(1992), 118-121).

b) Que la fe se convierta en ciencia, lo que yo bautizaría como “el drama de Galileo”,


por el cual se pretende que la Ciencia diga lo que la religión, los teólogos o el Papa de
turno quieren escuchar. No quiero polemizar sobre la cuestión de Galileo quien, a fin
de cuentas, no fue sino objeto de los ataques de otros científicos de la época, que
buscaron en el amparo de la Iglesia -uno de los grandes poderes existentes entonces-
la forma de combatir a Galileo sobre una cuestión que era puramente científica y sobre
la que la Iglesia no debería haberse posicionado, tal y como reconoció Juan Pablo II
varios siglos después.

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