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HANNI OSSOTT

M EM O RIA E N A U SEN C IA D E IM A G EN .
M EM O R IA D E L CU ERPO
Hanni Ossott

MEMORIA EN AUSENCIA DE IMAGEN


MEMORIA DEL CUERPO

Col. Cuadernos de Difusión / N v 31


Editado por FU N D A R TE
Fundación para la Cultura y las Artes del Distrito Federal

Portada: Marcos Vásquez

Diagram ación: Luis Giraldo

Impreso por Cromotip

Depósito Legal: 79-2212

Caracas, Venezuela, 1979


Hanni Ossott

Memoria en Ausencia
de Imagen
Memoria del Cuerpo

ÍÍ!¡Í¡;: FUNDARTE

«fcUOIÉCA HAClOHAi

CARACAS - VFNtZUHA-
Di dónde esa imagen
ese llamado
Di allí donde se hurta
y es mudez
.el arte es un sacramento espiritual
fundado en lo carnal".
t h o m a s MANN. “ Controversias sobre el

matrimonio".
1. RESONANCIA DE LA PRIMERA PALABRA.
LA OBRA, EL CUERPO

Allí donde se convoca a la expresión como origen, allí


donde se indaga el fundamento de la acción poetizante,
algo se cierra. ¿Son las obras objetos explicativos suficier
tes de su necesidad y de su origen?
¿Por qué el compulsivo movimiento de hacer hablante el
mundo? ¿Por qué la danza? ¿Y la exigencia de anonada­
miento en el placer estético?
¿Cuánto de un cuerpo fragmentario habita la obra?
Cuerpo en resistencia a ser dominado por el habla, cuerpo
en oposición a lo evaluativo del saber. . . cuerpo en pugna
contra la prisión de los códigos.
El universo del cuerpo lacera los soportes de que se
vale la conciencia, derrumba muros y avanza impune con­
tra todo lenguaje. Por la obra, el cuerpo reencuentra su
espacio, pero por ella descubre también su cárcel y su
límite.
¿Qué se presenta desde el saber como lo más eviden­
te?,. . . la herida y su persistencia. Y donde se levanta un
sistema que intenta esclarecer el origen de la herida que
impulsa al crear, bajo los escombros de ese sistema se
abre y se revela a su vez la otra herida, aquella de quien
pregunta porque no conoce y porque sus propios cimien­
tos se fundan sobre la ausencia de unidad, el horror al
vacío o la nostalgia de lo pleno.

Restituyamos la obra al cuerpo.


Tras un sistema filosófico, apuntó Nietzsche, se escon­
de la vivencia de una sensualidad. Entonces el cuerpo ge­
nerador de la palabra creadora es un cuerpo zanjado, abier­
to, roto, en combate. Y por la palabra, la violencia de la
herida se detiene y es modulada. La palabra ordena la ex­
pansión del fuego, dirige sus vías, regula el incendio de la
herida esencial. Esa violencia y ese ímpetu mediatizados
por el canto, el ritmo o la arquitectura verbal, adquieren el
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rigor de un límite. Pero cuando el límite cierra en un
exceso de objetivación la energía del cuerpo, éste siempre
de nuevo rompiendo diques descoloca imagen, contenido y
forma; porque nada que pertenezca a la sensualidad admite
la seguridad y el amparo de una forma. Y si la obra de
arte regula la corriente del deseo a través de la objetiva­
ción en una imagen, la imagen a su vez habla de aquello
que la sobrepasa.
La obra de arte como suscitación de movimiento y
energía invita al abandono de la forma, su soporte es ame­
nazado por un espacio no objetivo. Lo que amenaza su
regularidad es la stásis. El arte es vía para el movimiento
de un cuerpo en deseo de lo libre.

“ Bajo la magia de lo dionisíaco no sólo se renueva la


alianza entre los seres humanos: también la naturaleza
enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de re­
conciliación con su hijo perdido, el hom bre... Cantando
y bailando manifiéstase el ser humano como miembro
de una comunidad superior: ha desaprendido a andar
y a hablar y está en camino de echar a volar por los
aires bailando” .

FRIED RICH N IETZSCH E. El nacimiento de la tra­


gedia.

Desaprender a hablar, regresar a la unidad del cuerpo


al espacio anterior a su separación de la naturaleza, así ac­
túa en nosotros lo dionisíaco. El olvido del cuerpo que se
piensa a favor de la embriaguez y la sensualidad, el regreso
a una relación atemporal, el abandono de un pensar que por
horror al riesgo señala, erige signos, nombres, delimitacio­
nes morales es éste el espacio del éxtasis, el espacio de la
Poesía. Delirio del ser.
Entonces, la palabra, la obra, se erigen para despren­
derse de sí mismas. Y el arte que se levanta desde la he­
rida esencial es la posibilidad de una trasgresión: la de sí
mismo, la del artista, la de la relación con el mundo.

Y sin embargo, a la eficacia de un arte concebido y


entendido de esta manera debemos hoy oponer su actual
limitación, porque la fe en el encuentro con la unidad se

\
ha roto. Lo que ahora nos pertenece es la errancia, la an­
gustia, el miedo; y el vivir entre la sagrada embriaguez
del ser que somos, en exacta correspondencia con la exi­
gencia de lo humano nos está vedado.
¿Cumple hoy el arte con la función liberadora, “ cura­
dora” , que mantenía en sus orígenes? Desvinculado de su
carácter religioso y colectivo, concentrado en el ejercicio
individual y acentuadas sus funciones en la articulación
formal, la obra de arte hoy oscurece las urgencias de re­
moción psíquica a favor de la construcción de un universo
de signos. En este sentido, el dominio de lo técnico que
concierne a nuestra civilización ha permitido erigir a su
vez una literatura descarnada y un pensar filosófico que,
nombrando al ser lo olvida, convirtiéndolo en categoría de
lenguaje y despojándolo de lo esencial: el vivir.
Deliberada ha sido esta intención de olvido; en la su­
premacía de los valores formales, en la necesidad de acen­
tuar lo técnico se oculta un querer, la elusión de lo esen­
cial: la muerte, el dolor, el amor, la pertenencia al tiempo,
al ascenso y a la pérdida.

La desvinculación del arte de la sensualidad pertenece


a una decisión de dar vuelta, desconocer y por medio de
este desconocer ejercer la posibilidad de dominio de la he­
rida esencial. Pero este dominio como olvido no significa
en modo alguno resolución, este dominio puede verse más
bien como desvío. El saber técnico desvía al hombre del
saber esencial, ése que le revela su participación en lo
incognoscible, y que le muestra el límite de su poder.
La exploración y explotación de los medios técnicos
expresivos como un fin en sí mismo aparece a comienzos
de nuestro siglo en las artes como una vía de contención
al carácter subjetivo de la existencia. Mondrian en sus
planteamientos sobre el arte plástico puro elabora una te­
sis que separa a la obra de arte del “ pathos” o de la sen­
sualidad:

“ El arte plástico demuestra que en la vida y en el


arte, experimentamos la opresión de nuestra limitada
visión personal. El arte plástico nos revela que, para
vencer la opresión subjetiva, debemos seleccionar cui-

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dadosamente o si es posible, transformar elementos y
formas existentes. Para dominar la opresión subjetiva,
es necesario transformar nuestra mentalidad. Para lle­
var a cabo esta transformación, son necesarios: desarro­
llo humano, tiempo, experiencia y educación.
Para el lego, puede resultar extraño oir que la cultura
del arte plástico muestra una progresiva liberación de
los factores técnicos revelados a los artistas por sus
investigaciones prácticas. Solamente por medio de un
conocimiento técnico puede lograrse una verdadera com­
prensión del arte plástico” . (1>

El “ desarraigo del sentimiento trágico” a partir de la


indagación del lenguaje como objeto cerrado sobre sí mis­
mo elude el problema de la herida esencial. Bajo el domi­
nio de lo técnico, el hombre oscurece o desvía la mirada
con respecto a su propio desamparo.
La objetivación por medio de lo técnico disfraza lo
opresivo, lo oculta momentáneamente pero no lo aniquila.
Lo opresivo es nuestra pertenencia a lo perecedero. Pero
en la cercanía a lo perecedero, el hombre se ejercita en lo
que es y su saber no significa sólo dominio sino también
pausa y silencio ante el espacio de lo indominado que lo
señala como misterio.

(1) Mondrian, Piet. Arte plástico y arte plástico puro. Edit. Víctor
Leru S.R.L. 1961. Buenos Aires.
2. OBRA, DESEO, M UERTE, UNIDAD

En el origen de la obra aparece el deseo de prolongar


más allá de lo temporal la duración de la unidad, pero la
entrega a esa unidad significa pérdida de la identidad, la
disgregación de la conciencia, la inmersión e nlos sen­
tidos. La resonancia y la conmoción de la energía primera
y originaria, fondo y sustrato de todo acto creador, el es­
pacio en nosotros de la herida esencial, esa que habla del
deseo de unidad es también la manifestación del conflicto
de una “ naturaleza despedazada en individuos” (Schopen-
hauer) cuyo movimiento hacia la unidad se convierte en
obra y la obra en expresión de deseo. Sólo en el instante
en que abandonada la obra (el hacer) y más allá de ella
misma, desde el cuerpo y en abandono de la razón se re­
gresa al soy. . . el espasmo, la embriaguez, cubren toda
forma de deseo, suspenden el hacer y el movimiento hacia
el deseo. Pero allí donde se presenta la exigencia del re­
torno a la unidad el pensar cuida y sostiene de la disolu­
ción; pues donde el hombre es sensualidad participa del
espacio de la muerte en la medida en que todo conocimien­
to se anula en el no-saber. Lo único experimentado desde
allí es que se es. Saber se opone entonces a ser. Para el
saber, vivir a ras del ser significa una forma de muerte.

“ El espíritu creador de cultura se afana incesantemen­


te por suprimir todo lo subjetivo de la experiencia y
hallar fórmulas que proporcionen a la naturaleza y a
sus fuerzas la expresión mejor y más idónea” . (1*

Lo idóneo como signo de una cultura, se opone a lo


indominado, pero es a su vez muro y máscara, oposición
a lo oscuro. Pertenece al universo verbal; pero el vivir

(1) Jung, C. G. Símbolos en transformación. Paidos. 1962. B. Aires.

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desconoce la idoneidad, pone entre paréntesis y en peligro
a toda idoneidad.
Lo que habla desde la herida esencial, desde el cuerpo,
desde la naturaleza y desde el soy que somos es la presen­
cia siempre incipiente y violenta de lo que está más allá
de toda habla. Lo que resuena es la parte de nosotros que
se resiste al dominio de una servidumbre.
El ser que somos se expresa en el deseo de querer ser
lo libre. ¿Significa esto un ser libre para la muerte? ¿Signi­
fica esto que lo que somos se exige para ser la suspensión?
¿Hay en el cuerpo como fundamento la tendencia hacia el
cese? El éxtasis, la embriaguez, la desmesura, ¿no abren
acaso al cuerpo el espacio que lo disuelve? ¿Es del domi­
nio de la obra, por su cercanía al cuerpo, aspirar a su
negación?
¿Qué aterra a lo humano en la proximidad de la reso­
nancia esencial? ¿Contra qué se alza lo “ artístico” ? ¿Con­
tra qué la técnica y el conocimiento científico?

La evidencia de una realidad anterior a toda habla, in-


dominable, no pensable, la presencia de una realidad que
elude los conceptos y nos instala en la continuidad de ser
no se aviene con la civilización. Civilización es dominio,
elaborar, y sobre todo, fe en el dominio absoluto.
Lo que brota siempre en el habla poética es el fracaso
del dominio y la evidencia de lo indominado.
Lo que habla desde el cuerpo es la excedencia.
Cuando se habla desde este exceso, las formas, los lí­
mites, los códigos, las servidumbres, se vuelven irrisorias
o absurdas. El poeta, como receptor de “ lo excesivo de la
existencia” (R ilke), recupera para los hombres la vida. Lo
olvidado en el dominio de la vida es la vida misma. Lo
obliterado en el temor de lo civilizado es la prisión esen­
cial: el dolor, la muerte, el deseo. La poesía afirma la vida
por lo que tiene de cárcel y libertad, devolviendo al hom­
bre a lo que es. Ella le ofrece al hombre sólo el espejo
donde contempla la gracia de su desgracia, el esplendor de
su ruina: lo anhelante, el deseo de unidad, allí donde se
es escisión, fisura.
La obra de arte es la expresión, la voz de la fisura,
por ella canta el cuerpo inconcluso que somos, el inacaba-
miento del deseo. Por ella resuena la muerte, no la de un
hombre en particular, sino el morir del ser, ese morir anó­
nimo, indiferente, eterno. Por ella se hace revelante lo pe­
recedero, la duda, la contradicción inscrita en el cuerpo
que se expresa en pensar.
En la resonancia de la palabra esencial, la primera, la
única, se difunde a su vez la mudez del habla, lo que si­
lencia la posibilidad de dar la última palabra, lo que nos
retira del ámbito de conocer más allá de nosotros mismos,
lo que nos devuelve. . .
Esta palabra y esta escucha sólo resuenan para quien
se dispone a ponerse en juego. A quien opta por colocarse
en la interrogación y nunca en la respuesta.
La resonancia de la palabra esencial, el habla desde el
cuerpo, están cerca de lo no proferido, del grito o del
murmullo. Esa resonancia es hambre y sed. Nunca un estar
colmado. Ella, la palabra esencial, se funda sobre un ayuno
esencial: el deseo de desear. A fuerza de hambre hace
hambre, hace no (Nietzsche); como el vivir, que requiere
para seguir viviendo del ansia y de la imposibilidad que
sostiene a toda ansia.

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3. EL ESPACIO DE LA DESMESURA

Se trata de aguantar. Se trata de sostener y de soportar


la existencia en el límite. Se trata quizás de mantenerse.
Nada de desfallecimientos, nada de hundimientos ni escu­
cha de sirenas. Se trata sólo de la escucha de voces hu­
manas. Se trata de ahogar, retener tumulto y sangre, im­
pedir la abrupta salida de los excesos. La mesura es una
moral, el ejercicio de un coraje, la práctica de un cinismo
contra el espontáneo impulso de desbordamiento.
Mesura quiere decir sostener en el cuerpo la proximi­
dad del grito. Volverse pertenencia del dolor, albergue o
casa que cuida la llama mayor. Mesura es sacrificio. El me­
surado opaca todo movimiento, se incorpora a un centro
vaciado y sin embargo, es cuerda en vibración.
A la mesura pertenecen los pasos incumplidos, las de­
cisiones en suspenso. A su cuidado está la palabra jamás
proferida, la obligación de matar el deseo. Mesura no es
éxtasis sino el espacio anterior o posterior al éxtasis, un
espacio siempre intermedio donde el sujeto se mantiene
en sí amparado por la ley de una opinión o de un razona­
miento. El mesurado se hace justicia a sí mismo. . .

“ He oído a las sirenas cantándose unas a otras.


No creo que me canten a mí.
Las he visto cabalgar en las olas mar adentro
peinando el blanco pelo de las olas echado atrás
cuando el viento sopla el agua hasta ponerla blanca y
(negra.
Nos hemos demorado en las cámaras del mar
junto a ondinas enguirnaldadas de algas, en rojo y pardo,
hasta que nos despierten voces humanas y nos ahogue-
(m os” .

T.S. E L IO T . La canción de amor de ]. Alfred Pru-


frock. (1>

(1) Eliot, T.S. Poesías reunidas 1909/1962. Alianza Edit. 1978.


Madrid.
Pero siempre de nuevo la resonancia aparece; el puente
se quiebra, esa línea de “ aguante” , de cautela y de mesura.
Las sirenas no cantan, parece que cantaran. . . El parecer
retiene todavía en la mesura. La cautela del espíritu ante
lo bello y la adversidad oculta en lo bello, de ello se en­
carga la palabra que interpreta y asegura del imprevisto
descolocarse.
El espanto y el punto que nos devuelve desde las ha­
blas rotas a la certeza del código, a ello pertenece quien
se aproxima y tienta lo desmesurado:

“ He de mover los pies con gran cautela, para no re­


basar los límites del mundo y caer en la nada. He de
golpear con la mano una dura puerta, para llamarme
a mí misma a fin de que vuelva a entrar en el cuer­
po” . f1*

Palabras: costras duras, esqueletos-soporte para que el


mundo no desfallezca en esplendor o disolución. Verbos
para recortar o elegir la acción precisa.
El punto aquél por el cual no cedemos a la fatiga del
yo; el punto por el cual unimos todavía cada uno de los
momentos del vivir, esto que nos permite dotar de conti­
nuidad, explicación o justificación y por lo que elegimos. . .
El límite por el cual nos mantenemos siempre a distancia
del acontecer, con la mirada atenta y sin embargo próxi­
mos a la debilidad, al cansancio. El punto que retiene, en­
tre un ir y venir, de deriva en deriva.

En el origen de la obra, en la cercanía que la palabra


poética establece con lo anterior a ella: el espacio de la
inspiración, en el estado de relación abierta por el cual
somos escucha, hay una invitación al exceso. En la cumbre
de la experiencia poética, el espacio de la desmesura incita
a la disolución.
La imagen poética expresa la enfermedad de quien no
puede morir enteramente. Su ritmo prepara al salto y re­
tiene del salto. El ritmo poético instaura el estado inicia-
torio. Invita al sobrepasar. Pero lo sobrepasado, lo desme-

(1) Woolf, Virginia. Las Olas. Edit. Lumen. 1972. Barcelona.

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surado de la experiencia es que el mundo de las cosas fa­
miliares, lo objético, las representaciones, se desvelan en
la inseguridad sobre la cual están sostenidas y retenidas.
Por la desmesura, la poesía nos habla de nuestro desampa­
ro. El decir habitual, el vivir entre lo temporal se empo­
brecen a la luz de ese espacio. Cuando Rilke dice, “ exis­
tencia excesiva me brota del corazón” , su decir abarca un
riesgo, la medida allí arriesgada es la de su habla y el ca­
rácter de prisión de toda habla. Desde lo excesivo de la
existencia como embriaguez vivida, el habla se retira, y
transformada en silencio alcanza lo que plenándola la va­
cía. Allí donde somos tocados por lo excesivo y en la em­
briaguez de lo excesivo, no podemos querer del modo ha­
bitual, este modo de querer se empobrece en cuanto a que
se encuentra limitado por el representar. Lo querido en el
espacio de la desmesura no se vincula ya más al represen­
tar sino al sentir como despliegue del existir, más allá de
toda circunscripción objética. Se hace entonces fuerza al
decir poético para que sea lo más decidor.

“ Lo difícil estriba en realizar la existencia” — dice


Heidegger. ¿Es posible realizar la existencia desde la des­
mesura? En el espacio de la desmesura lo sabido es que
somos sólo impulso y viento. En la desmesura lo que so­
mos se hace siendo como fuerza emergente que arrasa a
todo lo que se oponga. Lo opuesto a la desmesura es la
quietud, la conformidad, la resignación. Quien escucha es
sacado del soportar. No hay allí descanso sino la irritabi­
lidad de lo lanzado fuera y en ansia. Hay en el desmesu­
rado un amor hacia lo pánico. Tentado por la fuga con­
cede al descalabro su íntima energía.
La poesía que quiere hacer existencia se sitúa junto al
sentir de lo emergente. El arte que no sea cálculo pacta
allí con lo que lo disuelve de la posibilidad de mantenerse
en el medio. El medio alude al punto límite por el cual el
arte todavía es arte y se conserva en su soporte: el len­
guaje como forma, como lo objético. Pero el poema se
escribe para ser borrado y sólo desde allí se cumple ente­
ramente. El poema debe alcanzar lo que lo aniquila. El es
medio hacia un estado. Debe volverse sangre, suscitación,
hervor, acontecimiento.
Lo desmesurado de la poesía como acontecer es que
restituye al hombre la posibilidad de vivir el misterio y el
éxtasis, por ella somos devueltos también a la memoria del
cuerpo. El arte es entonces la vía del cuerpo que recupera
la energía de un impulso opacado por los códigos de la
conciencia, pero también el arte es a su vez código que
contiene y retiene las fuerzas que nos impulsan hacia la
desmesura y la muerte, pues la palabra es muro y conten­
ción, umbral en retención de los ritmos del cuerpo.
Humano, perteneciente al hombre, casa y conservación
del hombre es todo código de interpretación en cuanto sis­
tema de signos. Inhumano es el estado en ausencia de có­
digo, allí donde toda formulación se vuelve imposible o
innecesaria. ¿Posee acaso una ley, un código, una estruc­
tura el estado anterior a la expresión poética, el espacio
de la inspiración? La obra, el pensar, han intentado mo­
verse en dirección hacia este estado y reproducir sus mo­
vimientos, así como el pensar ha intentado establecer ra­
zones que expliquen y justifiquen los ritmos interiores,
los orígenes de una necesidad expresiva.
Si la primera palabra, la poesía originaria cantó desde
el cuerpo, hoy se distancia del cuerpo, el lenguaje conver­
tido en sistema, pensado como estructura y la literatura
concebida como arquitectura formal, ejercicio de un domi­
nio técnico impiden la relación con los ritmos origina­
rios . . . entonces, de lo originario sólo conocemos hoy re­
siduos, aquellos no oscurecidos aún por el pensar, los que
acudiendo a nosotros socavan los sistemas.
¿Cómo restituir el instante en que nuestro cuerpo se
hace canto y palabra? ¿Cómo devolver la vida al arte? De
la obra de arte sólo sabemos que es un movimiento hacia
la vida en oposición a la vida, en la medida en que inten­
ta codificar en signos el pulsar y el hervor. . .

“ Es una tontería reprocharle a la multitud que carezca


del sentido de lo sublime si confundimos lo sublime
con algunas de sus manifestaciones muertas” . W

(1) Artaud, Antonin. E l teatro y su doble. Edit. Sudamericana.


1976. Buenos Aires.

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21
Nunca como hoy se ha intentado oscurecer “ el sentido
de lo sublime” del que habla Artaud; el interés de todo
progreso es la superación de lo “ sublime” . Lo sublime
para Artaud era la enfermedad del cuerpo, la enfermedad
esencial por la que un hombre se descubría partícipe de lo
brutal, del vacío, del desamparo. . .
" Todas las vías, todos los procedimientos
de conocer son válidos: razonamiento, in­
tuición, repugnancia, entusiasmo, gemido.
Una visión del mundo articulada en con­
ceptos no es más legítima que otra surgi­
da de las lágrimas: argumentos y suspiros
son modalidades igualmente concluyentes e
igualmente nulas.

j . m . c i o r a n . Breviario de podredumbre.
4. E L EX TA SIS

. .pero el que está fuera de sí nada aborrece tanto


como volver a su propio ser” .

THOMAS MANN. La Muerte en Venecía.

Lo que es el éxtasis no lo podemos saber. El conoci­


miento se golpea cuando quiere hacer pensable el éxtasis.
El éxtasis tanto como el descubrimiento de un misterio
se presenta y asalta de modo impensado al sujeto. Y si
embargo, quien no está preparado, quien no está en disp>
sición, jamás será tocado por la luz del éxtasis. El éxtasis
es una gracia concedida al prisionero del yo y del cuerpo,
júbilo para el enfermo, inocencia para el en extremo lúci­
do: aquél que ha agotado todos los sentidos de la vida
y que al borde del vacío recibe como última dádiva la
exaltación del vértigo, del abismo, de lo sin fondo.
Lo otro que se abre en el éxtasis es urgente a nuestra
naturaleza. Ella ama el abismarse en lo otro. El vivir es
también el movimiento hacia ese estado de suspensión,
de cese. El vivir se quiere en ese instante de ruptura y
de pausa. El vivir está constituido por esos instantes de
lucha por salir de nosotros mismos y alcanzar el desapego.
El vivir requiere del morir. El éxtasis es una forma de
muerte, el fragmento temporal de no-ser que el soy se
exige para seguir siendo, para hacer soportable la con­
tinuidad del seguir siendo. Los hombres a quienes el
éxtasis no solicita, violentan el vivir, asaltan, golpean,
atacan forma y sistema, los impele la provocación, el en­
cuentro de un método, el artificio. En ausencia de Dios,
de Eros, de experiencias poéticas o dramáticas, en ausencia
de la embriaguez, en presencia del más absoluto vacío,
el éxtasis también se presenta, pues la urgencia del éxtasis
es anterior al yo, al conocimiento y al querer intelectual.
Sin embargo, la disposición es necesaria.
Los juicios en torno al éxtasis nos interesan sólo en
la medida en que permiten explorar las posibilidades expre­
sivas del éxtasis mismo. Reducir la poesía, el misticismo,
la desmesura dramática o la experiencia del vacío a la
enfermedad, significa rechazar las posibilidades expansivas
del saber y del no-saber, y en consecuencia, oponer a la
experiencia de un “ vivir peligrosamente” el discurso, la
razón y la ley cuya coherencia y regularidad aniquilan las
potencias creadoras en el hombre y las vías de realización
del existir.
Allí donde se hace patente el éxtasis, el discurso se
ha roto a favor de la fusión de un sujeto y de un objeto
cuyos soportes se han borrado. En la preparación hacia
el éxtasis todavía persiste el texto, el discurso, la forma,
a obra o el ritual como movimiento y acción, como pro­
yecto. En el éxtasis el yo es asaltado por la ausencia: no
hay acción, no hay un moverse hacia, no hay nombre a
quien convocar.
Sin embargo, hay una historia de los nombres y espa­
cios del éxtasis: Dios, el Nirvana, Eros, la Muerte. Ante
la imposibilidad de permanecer en la experiencia e inten­
tando atraerla y aprehenderla el hombre funda discursos,
métodos, ejercicios. La experiencia sobrepasa el método,
la ley y el dogma.

Allí donde aparece el éxtasis se hace patente y se abre


la fisura de lo desconocido, someter esa fisura al conoci­
miento significaría sujetarla al arbitrio de una “ servidum­
bre dogmática” (Bataille). En el misticismo la experiencia
culmina en Dios, ésta es su servidumbre; en la exploración
filosófica, el Ser se vuelve categoría de pensamiento, parte
de un sistema discursivo, no de la vivencia; la filosofía que
quiere aprehender el Ser está en la exigencia de abando­
narse a la experiencia o mantenerse en el discurso. También
desde el discurso poético o desde la obra de arte se intenta
concentrar en una forma la experiencia del éxtasis a fin
de ser comunicada. Pero la experiencia misma no admite
forma, su tendencia más legítima es la expansión y la ani­
quilación de todo discurso, más allá de ella se presenta
24
ÍH illO ffC A NAClOMAl
25
y se nos abre el asombro, la contemplación, el vértigo o
la angustia, es decir, el espanto de ser poseído por la expe­
riencia misma, el miedo a morir en ella o la exaltación
de quien se abandona a su acontecer.
"E l éxtasis no repite sus símbolos; hay
quien ha visto a Dios en un resplandor,
hay quien lo ha percibido en una espada
o en los círculos de una rosa. . .
. . . Quien ha entrevisto el universo, quien
ha entrevisto los ardientes designios del
universo, no puede pensar en un hombre,
en sus triviales dichas o desventuras, aun­
que ese hombre sea él. Ese hombre ha
sido él y ahora no le importa” .

jo r g e l u i s b o r g e s . La escritura del Dios.


5. E L EX TA SIS EN LA EXPERIEN C IA M ISTICA

“ si alguno se mueve a amar a Dios por la suavidad


que siente, ya deja atrás esa suavidad y pone el amor
en Dios a quien no siente. Porque si le pusiese en la
suavidad y gusto que sien te,... eso ya sería ponerle
en creatura o cosa de ella y hacer del motivo fin y
término y, por consiguiente, la obra de la voluntad
sería viciosa; que, pues Dios es incomprensible e inac­
cesible, la voluntad no ha de poner su operación de
amor para ponerla en Dios, en lo que ella puede tocar
y aprehender en el apetito, sino en lo que no puede
comprender ni llegar con é l . . . ” .

SAN JU AN D E LA CRUZ. Cartas Espirituales.

El movimiento del éxtasis en la experiencia mística


supone superar el cuerpo, la temporalidad del existir, y
salvando el alma a través de la purificación divina, instalar
al sujeto en el goce inefable del supremo amor, “ con llama
que consume y no da pena” .
El goce en el éxtasis místico exige una reiterada disci­
plina, un ejercicio de entrega, una meditación, un dominio
de lo sensible que suspendido alcanza a lo divino. San
Juan advierte en las Cartas Espirituales que es posible
suponer la experiencia de Dios a través de los sentidos,
allí donde la voluntad sensible se inunda de lo ineflable
en el arrobo, pero la vía sensible es equívoca puesto que
“ Dios es incomprensible e inaccesible” .

Allí donde la cultura cristiana reprimió las energías


sensuales, ante el espanto de su exceso, éstas se proyectaron
en una idea que bajo el nombre de Dios purificaba al
cuerpo de su tendencia aniquiladora y negativa. El amor
místico volvió positiva la tendencia disolutoria del cuerpo
en éxtasis. El amor en Dios proporcionaba al sujeto una
vía de salvación, redimía lo amoroso de lo humano: la
caducidad, la violencia y la insaciabilidad del deseo. En el
espacio amoroso espiritual, que era eterno, quemaba sin
combustión y proporcionaba la infinita saciabilidad, el ob­
jeto del éxtasis siempre era posible: una idea sin forma,
sin cuerpo, despojada de toda objetividad material y en
consecuencia no sujeta a las variaciones y determinaciones
de lo temporal recibía la carga de la energía psíquica del
extasiado amante o contemplador. Dios se hizo posible.
Su idea fue objetivada, el hombre colocó la imagen de lo
divino fuera de sí mismo, no quedó preso en ella. Dios
era lo “ otro” a quien el místico contemplaba. Sin embar­
go, lo “ otro” habitaba en su sensualidad.
Contra esto previno San Juan de la Cruz: el hombre
debía superar su voluntad y sus sentidos, allí donde el
amor de Dios proporcionaba “ suavidad” la “ obra de la
voluntad sería viciosa” . Había que negar el espacio de
la piel, la vida se volvía vida no vivida fuera del espacio
divino.
Morir en vida, superar lo que quema, aniquilar el
deseo. No ser hombre, no ser esclavo del deseo, ni de la
duda, situarse más allá de todo conocimiento, pues también
el saber es superable en el proyecto de la experiencia mís­
tica cristiana: en el espacio divino la exigencia del conocer
se trastoca por la contemplación y el asombro, es un espa­
cio de mudez, de ausencia de espera.
¿Es un espacio negativo el que proporciona el éxtasis
en la contemplación mística? Llevado hasta sus extremos
todo éxtasis propone un espacio negativo por ausencia y
vacío. Sin embargo, lejos estaba San Juan de contemplar
el espacio de Dios como la Nada; la “ servidumbre dogmá­
tica exigió un discurso positivo en relación a Dios: “ la
teología positiva — fundada sobre la revelación de las Es­
crituras— no está de acuerdo con esta experiencia nega­
tiva” (Bataille). La teología codificó la presencia de Dios,
aquello que no podía ser aprehendido bajo ningún sistema.
La comunión se hizo ritual, ley, control.

Por otra parte, la experiencia mística no permitió


jamás la disolución total del sujeto, su discurso fue el de
un yo herido, un yo que quería ser “ otro” pero conser­
vando el yo. Pues bajo la conservación del yo se adquiría
la gracia de la salvación; el dolor del yo cristiano es com­
pensado por la esperanza y en consecuencia sus cargas
28

29
afectivas se aligeran, la existencia recobra el sentido y el
yo no tiene ninguna urgencia de anularse en una experien­
cia interior llevada hasta el límite.

En la experiencia del éxtasis permanecen angustia y de­


seo, angustia de no poderse fundir enteramente con lo
“ otro” . La eperiencia mística no es conflictiva en cuanto a
experiencia. San Juan no pone en duda si allí, en el espacio
de la contemplación, ha logrado o no alcanzar lo divino,
no pone en duda que aquello que aparece sea o no la
“ noche esclarecida” . Su experiencia se funda sobre una
economía: Dios siempre aparece.
La experiencia como proyecto de salvación se vuelve
eficaz y el mundo, el yo, recobran su identidad, su valor
y su continuidad. En la experiencia mística el sujeto sale
del cuerpo, encuentra el cuerpo en Dios, lo santifica y
regresa al espacio humano. La experiencia no es entonces
el infinito viaje de uno que no encuentra ciudad o puerto
sino en el viajar mismo; la experiencia mística encuentra
un nombre para la unidad: Dios. Con ello alcanza el fin.
Dios se convierte en valor y la experiencia en un inter­
cambio entre lo que se presenta como sin sentido, sin valor
(la vida) hacia la consecución de una valoración (la vida
vivida desde el amor de Dios).
El movimiento de la vida cristiana al objetivizar y
valorar a Dios, objetiva la vida, señala un sentido, justi­
fica bajo la esperanza redentora lo que aparece sin posibi­
lidades de redención, vuelve deseable el proyecto, la ac­
ción se levanta siempre en torno al futuro, nunca sobre
la vivencia del presente y con ello siembra los cimientos
para lo civilizado:

“ . . . l a vida está condenada en el cristianismo, y las


huestes del progreso la santifican; los cristianos la han
limitado al éxtasis y al pecado (era una actitud positi­
va), y el progreso niega al éxtasis y el pecado, con­
funde la vida con el proyecto, santifica el proyecto (el
trabajo): en el mundo del progreso la vida no es más
que un infantilismo lícito, una vez que se ha recono­
cido el proyecto como lo serio de la existencia” . W

(1) Bataille, Georges. La experiencia interior. Taurus. 1973. Ma­


drid.
La desaparición del éxtasis como experiencia en el
cristianismo, instauró la posibilidad de un razonar la divi­
nidad, y razonar a Dios implicó para el hombre una actitud
científica con respecto al pensar. Volver pensable a Dios
significó dominio. “ El cristianismo — dice Jung— , gracias
a una labor de educación, debilitó la instintividad animal
de la antigüedad y asimismo la de los siguientes siglos de
barbarie, de suerte que fue posible dejar en libertad gran
cantidad de fuerzas instintivas para la construcción de una
civilización” 2.
La escasa validez que hoy presenta a nosotros la expe­
riencia mística se funda en que ella localiza el objeto del
éxtasis y promete una salvación. A nosotros, la cultura
de la ausencia de imágenes, la deshabitada por los dioses,
la dispuesta a errar en el sinsentido, no nos sirve ya una
experiencia positiva. Si es posible en nosotros una “ expe­
riencia interior” , ella sólo puede proporcionarnos la certeza
del desamparo, la angustia de “ no poder ya serlo todo”
( Nietzsche), el suplicio de vivenciar la ausencia y no poder
contenerla: el espantoso delirio de desear la imagen nega­
tiva y temer, desear la disolución del yo y retroceder, amar
la prisión de la existencia, querer salir de ella y sin embar­
go, percibir la atadura con respecto a la vida. Así, nuestra
experiencia se vuelve pendular y vaciada; el misterio, lo
desconocido que por ella se revela carece de referencia,
lo visto, lo vivido en la experiencia interior sobrepasa lo
útil, no sirve, carece de valor, de moral. . . es. Y el sujeto
desde allí es nadie.

(2) Jung, C. G . Símbolos en transformación. Paidos. 1977. Buenos


Aires.

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31
6. EX TA SIS Y EXPERIEN C IA POETICA

Allí donde fracasó la experiencia mística, allí donde


fue mermada la participación colectiva en la experiencia
de lo divino, apareció de nuevo en el hombre la herida
esencial: la soledad, el sin sentido, la angustia. ¿Sustituyó
la poesía la relación con lo sagrado, expresada en la unión
mística? Con Hölderlin, — dice Heidegger— se inicia el
poetizar en ausencia de los dioses. Las obras poéticas son
deshabitadas no sólo de la figura de Dios sino también
de sus posibilidades curadoras, de lo trascendente, del amor
y en su lugar se abre un espacio para la desesperanza, el
desamparo, la negación, la nostalgia. Pero todavía en la
poesía de Hölderlin habrá un lugar para la inocencia, su
poesía es la pregunta sobre la posibilidad de vivir la
poesía:
“ Y si no podéis soportar la hermosura,
hacedle una guerra abierta, eficaz.
Antaño se clavaba en la cruz al inspirado,
hoy lo asesinan con juiciosos e insinuantes consejos.
¡Cuántos habéis logrado someter
al imperio de la necesidad! ¡Cuántas veces
retuvisteis al arriesgado juerguista en la playa
cuando iba a embarcarse lleno de esperanza
para las iluminadas orillas del Oriente!

Es inútil; esta época estéril no me retendrá.


Mi siglo es para mí un azote.
yo aspiro a los campos verdes de la vida
y al cielo del entusiasmo.
Enterrad, oh muertos, a vuestros muertos,
celebrad la labor del hombre, e insultadme.
Pero en mí madura, tal como mi corazón lo quiere,
la bella, la vida Naturaleza” . <x>

El éter, el infinito, la naturaleza pueden ser convocados,


ante ellos y en fusión con ellos la naturaleza mortal alcanza

(1) Holderlin, Friedrich. “ El joven a sus juiciosos consejeros” . En:


Poesía completa. Tomo I. Libros Río Nuevo. 1977. Madrid.
plenitud y libertad. Hölderlin abre a nuestros ojos la enfer­
medad de vivir: no sólo el tiempo y lo incierto desangran
al hombre sino la trasgresión del que se ha apartado de
sí mismo. Y ese ser-uno-mismo significa para Hölderlin
vivenciar la comunión con lo vasto, aquella patria en expan­
sión que es la unidad con el cosmos. Pero el rostro del
Dios convocado por Hölderlin, la experiencia mística que
desprende su poesía, ¿acaso no deja abierto un espacio
para la distancia y la imposibilidad?
Continuamente anhelante se vuelve la voz poética en
Hölderlin, y el poema es el llamar nunca cumplido. Escribir
es entonces la tarea de uno que convoca una plenitud en
retardo. Hay un esfuerzo, una desesperada lucha en Höl­
derlin por hacer ver que allí donde se instala lo inefable
la vida se hace vivible: la poesía y el poeta son los media­
dores entre lo inefable y la vida; el poeta instala por su
palabra lo magnifícente en la tierra, desoculta del olvido
las fuerzas y corrientes de amor, allí donde el trabajo, el
tiempo, la ruina y la desesperanza merman la inocencia.
Hölderlin es el poeta que canta a la posibilidad de la
poesía. Bajo su voz se encuentra el debe ser, el es posible.
Lo posible es la unidad de ser. Ser quiere decir: centro y
unión del cuerpo, el pensar y el cosmos en una íntima y
amorosa fusión. Pero el abatimiento y la nostalgia es per­
manente en la poesía de Hölderlin, la anhelada unidad es
sólo instante y no puede ser establecida entre los hombres.
La experiencia, cerrada sobre sí misma, apenas podía ser
comunicada, excedía a la palabra.

¿Permaneció el éxtasis limitado al poema? ¿Cómo de­


volver al mundo la exaltante experiencia de la naturaleza
reconciliada?, pues allí donde la experiencia poética abre
un espacio para la superación del aplastam iento,... la
palabra, el discurso demasiado cercanos a lo familiar, al
código, a la ley, cierran la posibilidad del arrobo. Siempre
de nuevo debe ser recomenzada la escritura que señala
el delirio y la embriaguez, contra lo demasiado familiar,
la palabra, el tiempo.
Ejercicio en ausencia de salida y de cuya opción resul­
ta: el cansancio, la locura o la perseverancia infructuosa.
32

33
7. EL E X TA SIS DESDE E L D ESIERTO

“ Hambrienta, violenta, solitaria, sin dios: así es como


se quiere a sí misma la voluntad leonina.
Emancipada de la felicidad de los siervos, redimida de
dioses y adoradores, impávida y pavorosa, grande y so­
litaria: así es la voluntad del veraz.
En el desierto han habitado siempre los veraces, los
espíritus libres, como señores del desierto; pero en las
ciudades habitan los cien alimentados y famosos sa­
bios, —los animales de tiro” .

FR IED R IC H NIETZSCH E. Así habló Zaratustra.

Un “ creador sin mañana” enfrentado a la experiencia


de la angustia y a la nada, instala su escritura en la cuerda
que pende sobre el vacío. Quien hoy convoca desde la obra
debe resistir su propio eco. La llamada rebota en nosotros,
el Alguien carece de rostro, el poeta se abisma en la trans­
parencia que nunca contesta:

“ Deja, iba a decir deja todo esto. Qué importa quien


habla, alguien ha dicho qué importa quien hable.
.. .todo es falso, no hay nadie, está claro, no hay nada,
basta de frases, seamos burlados, burlados por los tiem­
pos, por todos los tiempos, esperando que pase, que
todo haya pasado, que las voces callen, no son más
que voces, embustes. Aquí, marchar de aquí e irse a
otra parte, o permanecer aquí, pero yendo y vinien­
d o ...”.

SAMUEL BECKETTT. Textos para nada.

Se escribe desde el Desierto; no hay ruinas para vindi­


car, no un ocaso suficiente que justifique el canto. El
grito de un Alien Gingsberg, voraz, aniquilador, se ha
empalidecido a favor de un siseo. La obra es en Becket
murmullo. Camus señalaba que donde la obra ya no salva
permanece todavía la posibilidad de “ colorear la nada” ,
abismarse en una superficie, en el perfil de una colina.
La nada es entonces la posibilidad de una vivencia, la del
sopor, un arrobamiento disminuido, sin el ansia de la des­
mesura. La nada permite el regreso al cuerpo deshabitado
de lo mental: “ me diré un cuerpo, un cuerpo que se
mueve” (Beckett).

El vacío que descubre Zaratustra, el vértigo de ascender


a la ausencia se muestra ligado al cuerpo, y el éxtasis de
Zaratustra, fecundo en sensualidad, es la alegría del que
pierde el suelo y en suspensión vuela para caer y ser gol­
peado . . . Ser águila y serpiente son las dos ambiciones
de Zaratustra, dos imágenes que le servirán de guía: reptar
y volar, oscilar entre los extremos, no estar en ninguna
parte, alcanzar el centro del péndulo y reiniciar la marcha,
amar lo que decae, amar el d e se o ... ¡cuánta riqueza,
cuánta exploración de la sensualidad nos ofrece esa eman­
cipación! El desierto es la sustitución de Dios por la tierra
y el cuerpo. En el “ si-mismo” (el cuerpo), se inscribe la
posibilidad del “ vivir peligrosamente” . Gozar en el supli­
cio de no poder serlo todo, hacer de la angustia un goce
y un refinamiento; llevar hasta la exacerbación el dolor,
explorar la impotencia, atentar contra ella y favorecer lo
que cae, golpear los residuos de esperanza y a su vez
fomentar la inocencia de la espera.
Sólo como poeta Nietzsche pudo pronunciarse en con­
tra de los poetas: “ Los poetas mienten demasiado” . El
arrobo, el éxtasis, la voluptuosidad de querer ser otro, el
sueño de fundar en la tierra lo divino son expresión de
la enfermedad de quien se siente herido por la nada, por
la muerte:

“ Malas las llamo yo y enemigas del hombre: todas


esas doctrinas de lo Uno y lo Pleno y de lo Inmóvil
y de lo Saturado y de lo Imperecedero. Todo lo im­
perecedero no es más que un símbolo. Y los poetas
mienten mucho” .

Entonces, el canto de Zaratustra es un canto de fide­


lidad a la tierra y fidelidad significa aquí soportar su diá­
logo, incitar al dolor, desear la cercanía de la herida. Es
34

35
desde la ausencia de libertad donde se aprende el desasi­
miento, y después de soportar el yo debo del camello y
liberarse en el yo quiero del león, instalarse en el espacio
del es donde se encuentra la inocencia creadora del niño 1.
A los ojos de Nietzsche la experiencia poética no podía
ser otra cosa que la expresión de una nostalgia y la con­
vocatoria de espacios ilícitos al hombre: la plenitud.
Sólo desde el dolor puede el hombre superarse a sí
mismo y participar de una aristocracia de hombres dolien­
tes, de hombres que practicaran la risa contra sí mismos,
hombres que se lanzaran al pavoroso espacio de nada y
que oscilaran en la angustia y el suplicio de ser y no-ser.
El Cristo que es Zaratustra es el jamás escuchado por
el Padre, el nunca redimido. Hay sin embargo, un instante
de luz para Zaratustra, un instante de claridad e ilumi­
nación, allí donde se sabe perdido y debe reírse de su incli­
nación a tener piedad por sí mismo.

No hay por tanto un objeto de éxtasis para Zaratustra.


El cuerpo, liberado del objeto de deseo genera y consume
su propia energía hacia lo libre, hacia nada. . . A Zara­
tustra, el diurno y solar, corresponde la pena de la exclu­
sión de la Noche. El sabe que no puede soñarla en un
objeto amoroso y allí donde ella se presenta como deseo
sólo la localiza en sí mismo, no puede darle otro cuerpo
que su “ sí mismo” , pues su diurnidad significa saberse
Noche y Día. Su luz y su más alta diurnidad son desérticas.
Nada lo quema tanto como su propia aridez. El desvarío,
la embriaguez de lo humano, el precario éxtasis que la
Noche concede a los hombres no lo alcanzan. El es incen­
dio. Su ardor solar, ardor de desierto y de nada, su pasión
que se genera y auto-consume sobrepasa, prodigándose, a
todo objeto de ansia. El es objeto y sujeto de su Noche;
porque es luz su clamar sale de sí y regresa así devolvién­
dole su propia imagen.
Y ese irónico momento de melancolía cuando Zaratus­
tra pide ser nocturnidad, no es sino el instante del filósofo

(1) Nietzsche, Friedrich. “ De las tres transformaciones” . Así habló


Zaratustra. Alianza Edit. 1973. Madrid.
de “ pies ligeros” y cuerpo en danza, allí donde abando­
nando tierra y Mundo se alza en desprendimiento para
ser desde el vértigo contradicción del ser:

“ Luz soy yo: ¡Ay, si fuera noche! Pero esta es mi


soledad, el estar circundado de luz. ¡Ay!, si yo fuese
oscuro y nocturno! ¡Cómo iba a sorber los pechos de
la luz!” .

Aquí el filósofo, desprendido del objeto del deseo y


de sí mismo como sujeto en cuanto a que ya no puede
anhelar más, se vuelve deseo, Noche, cuerpo. Soy luz, pero
quiero ser Noche para anhelar la luz — dice Zaratustra.
Quiero permanecer ante un objeto de deseo, pero ahora
soy el desear mismo. Nada hay fuera de Zaratustra para
desear, la energía que incita a la búsqueda de un espacio
trascendente se revierte sobre sí mismo; él es la energía,
el movimiento hacia el objeto, la lucha, la zanjadura y el
objeto mismo. Por ello la relación de Nietzsche con la
nocturnidad es distinta a la de Hölderlin. En Zaratustra
el “ afuera” es el círculo que traza el cuerpo, el sí-mismo,
para autotrascenderse. No anhelar centro, ser el centro
mismo, amar desde lo solo los propios vértigos, ilocaliza-
bles en el rostro de otro. Amarse, y amándose desde la
energía que es es, ser solar. No hay para Zaratustra una
noche divina que lo desvaríe más que su propia noche. Y la
Noche superándose en luz resulta allí cuando desprendido
del yo se contempla como cuerpo en deseo. Entonces él
es el amor mismo:

“ En mí hay algo insaciado, insaciable, que quiere ha­


blar. En mí hay un ansia de amor que habla asimis­
mo el lenguaje del amor” .

Pero la melancolía parece ineludible. Y Zaratustra, el


ansioso de amor, se sabe excluido de la Noche o más bien
del cumplimiento del deseo pues es la Noche misma y no
puede clamar por el “ afuera” . De tanto participar en la
nocturnidad, de saberla vientre y carne, y piel y pelo; de
tanto saberla dentro de sus propios contornos no puede
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37
mirar fuera de sí mismo. Zaratustra es la Noche: el dador
y el receptor del amor. El excesivo. El es la Noche-Espejo
como el Angel en las Elegías de Rilke que en el desbordar
de su propio rostro refleja el regreso de su disminución
hacia sí mismo. Su riesgo es el riesgo de ser. Nada puede
salir de él, en el espacio del riesgo en que está él es salto,
hundimiento, caída, retención y objetivo. La Noche no es
ya un afuera sino el afuera del “ sí-mismo” que al hallarse
se cierra y se colma, se devora y se regenera como esa fuer­
za autosuficiente en el procrear y en el morir que Schopen­
hauer llamó “ la voluntad de vivir” .

Los hombres, que siempre conceden credibilidad a sus


imágenes, suponen que alguien puede ser la Noche de su
noche y así, objetivan la energía de su sí-mismo en un
rostro; pero para quien lo sabe todo, el objeto amoroso es
sólo un discurso, por él adquieren solidez las innumerables
explicaciones en torno a un fondo que es siempre elusivo.
Quien sabe la Noche, la sabe desde sí, y desde allí no hay
un rostro que la contenga ni cuerpo definido capaz de
retenerla. Hay sí, cuerpos, unidades que se reencuentran
en el modo de ser del ser. Es necesario pues, leer el código
de la Noche que somos, develar los modos de nuestra par­
ticipación en lo nocturno, descubrir nuestros gestos discur­
sivos cuando asciende desde nosotros lo nocturno.
Quien entiende la Noche como la herida esencial no
se adhiere a otro. El otro es apenas un modo de presen­
tación de la Noche: así se manifiesta ella, asume un cuer­
po, un traje, un nombre, unos gestos demasiado humanos
y precisos, ella permite nuestro discurso. .. La Noche ca­
rece de forma, pero es cuerpo.
En el fondo de lo nocturno: lo abismal, el reverberar,
acciones sin objeto, pero nunca descarnadas, sino tem­
blor. . . vértigos.
Frente a la diurnidad lo nocturno se vuelve reprocha­
ble pues se revela como vasta prisión, prisión de lo ins­
tintivo, cuerpo, desvarío, éxtasis, y no columna, torre,
cálculo, decisión, proyecto. La Noche niega el proyecto, el
día lo recupera.
Pan es proyecto, vino el éxtasis. Hölderlin comprendió
el reino intermedio del hombre, allí donde el hombre es
exigencia inconciliada de pan y vino. Nietzsche señaló ese
carácter de tránsito y ocaso que marca lo humano y en
los extremos clamó por la superación de ese hombre tránsi­
to; pero más tarde, con melancolía y horror comprendió
a través de la ley del eterno retorno que la superación
está vinculada al instante.

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39
8. HERIDAS. PALPITACIONES. FISURAS.
E L HABLA D EL CUERPO

Quien narra historias alberga una esperanza. En la cer­


canía del cuerpo doliente lo expresable son las excrecen­
cias, la contorsión, las respiraciones coartadas. . .
Desde aquí, el libro, la obra, no se cierran en un círcu­
lo ofrecido al descanso del contemplador. Desde aquí la
promesa de la obra no es un sentido sino la descripción
de una quema.
El cuerpo es lo discontinuo; acercar la obra al cuerpo,
a la vida, significa acercarse a una geografía de temblo­
res, hendiduras, paisajes inconclusos, tránsitos.
La obra que es cuerpo y respiración es descriptiva, si-
tuacional, acontecimiento. La extensión de una náusea, la
asfixia, la debilidad o la fuerza, la ansiedad del cuerpo en
negación de sí mismo son sus visiones. No hay aquí posi­
bilidad para el argumento. El cuerpo carece de argumento,
no se propone para la discusión. Su tiempo es vertiginoso,
fugaz o intermitente. Sus códigos oscilan entre la suerte,
el azar, el vacío, los esplendores, la fuga, y el hastío.
Desde el cuerpo no hay uno que habla: se habla.
Quien desde la obra pronuncia el yo alberga la espe­
ranza de “ comunicarse” con lo exterior, un objeto se le
presenta como posibilidad de diálogo.
Desde el se la obra es eco. No habla a nadie, tampoco
alguien habla, lo que habla es un ser en situación, un se
que impúdico se muestra como respiración. Se podría ar­
gumentar que allí hay la decisión de m ostrara y que ya es
una decisión del yo para entrar en comunicación con otro.
Bien. Es posible. Pero en el fondo de esa decisión de mos­
tra ra no hay exigencia. La obra en la cercanía del cuerpo
no exige, exhibe su palpitar o sus disoluciones sin objeti­
vo, en la desnudez propia de lo sin fe.
Desde el sin sentido no hay posibilidad para la adhe­
sión. La tentación, el absurdo, los espasmos, la vida a des­
tajo, son las voces de quien se habla desde el cuerpo.
No se trata de literatura erótica. No se habla aquí de
relatar las posibilidades de un sujeto que intenta reitera­
tivamente alcanzar el éxtasis. La obra que habla desde el
cuerpo está más allá del malabarismo circense, del catálo­
go de ejecuciones de un verdugo erótico sobre una vícti­
ma. El relato erótico no es todavía el habla desde el cuer­
po, le antecede. Por ello la forma expresiva que más le
conviene a éste es la novela o el cuento, no así la obra
desde el cuerpo.
Cerca de la palpitación el lenguaje es fractura. Su de­
cir es a retazos, se golpea cuando en la cumbre ya no pue­
de articularse en un código sino en grito, erupción vocal.
A este lenguaje le convienen los ritmos bárbaros. Se ubica
en los espasmos, en la histeria provocada para salir de sí
mismo.
Lenguaje de trances, suplicios.
Lenguaje de los arrabales del ser, de sus suburbios, de
lo desconocido e indominado, lenguaje trasgredido, roto.
Y aquí no puede esperarse algo. No se trata de definir un
más allá-de-sí-mismo, no hay un espacio trascendente ex­
terior a mí. Desde el cuerpo, el espacio místico, Dios, se
anulan; el cuerpo es dios. Dios doliente y despedazado,
Dios que no puede hacer, el que no tiene poder de cura. . .
Dioniso.
Dioniso, el que crucificamos en el código, en los dis­
cursos que el “ espíritu de una época” impone.
Nietzsche fue lúcido al llamarse a sí mismo “ Dioniso,
el crucificado” . El, el filósofo que intuyó el habla del cuer­
po y que no pudo hablarlo, se admitió a sí mismo como
el sacrificado por el habla de las seguridades. Las hablas
académicas y sociales, las hablas protegidas del riesgo, los
lenguajes morales, dándole la espalda a su habla le enseña­
ron que el habla del cuerpo es una habla solitaria, una
experiencia única, transferible sólo por la vía poética y en
consecuencia distanciada de la economía de todo lenguaje.

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41
9. CUERPO, DANZA, HABLA

Quien danza no danza por alguien. El baile no es to­


davía la danza. En el baile estamos ante alguien y nuestro
movimiento se dirige hacia un objeto. El baile es cacería,
en él hay también una economía de movimientos, una dis­
tancia, una trampa. Quien danza agota en una movilidad
febril el cuerpo bajo la urgencia o la necesidad del frene­
sí. El baile se enseña, posee un rigor, ley y fines.
El cuerpo en danza carece de límites, aflojar la libertad
de ser, liberar todo ejercicio de iniciación, toda fatiga tem­
poral. Ser en la duración poética, no en el poema, ser
arte, no obra de arte, ser centro no búsqueda del centro,
ser origen y no expresión de un origen es éste el límite
sobrepasado en la danza por el cuerpo en embriaguez. Así
también las hablas desde el cuerpo se colocan en la marea
de lo sin código, de lo sin sentido.
Danzar, hablar desde cuerpo significan hoy que no
hay un “ afuera” para nosotros. Solitario, el poeta, el filóso­
fo, el danzarín, ebrios de su propia energía dibujan para
sí mismos el entorno de su febrilidad. Cada quien es así el
iniciado de su propia escucha.
Nadie en ese espacio puede ser enteramente oído. Las
gesticulaciones compartidas en la danza o en las hablas
rotas, la “ comunicación” entre los danzarines se dan a zar­
pazos, brechas comunicativas que se abren y se cierran, dis­
continuas, contagios intermitentes pero jamás la continui­
dad de lo discursivo. Cada cuerpo, cada realidad posee allí
su gramática secreta:

“ . . . de qué sirve la penosa elaboración de estas frases


consecutivas, cuando lo que se precisa no es consecu­
tivo sino un ladrido o un gruñido?” .

V IR G IN IA W OOLF. Las Olas.


Acercar la palabra a la vida es jugarse la muerte de
una voz propia. Lo puesto en juego son las salvaguardas
de la identidad, los rituales de la distancia, las vaguedades
en torno a un absoluto, los secretos de una iniciación;
pues al borde de la vida no hay iniciación posible, dis­
puestos a su juego, a sus intermitencias, a su azar se opta
por vivirla o proyectarla.
Fuera de nosotros sólo estamos nosotros, excavando
solitarios nuestro propio hervor. O vivimos en la energía
solar que somos, quemándonos, en permanente combus­
tión; o proyectamos un vivir cuya libertad no es sino lu­
cha por alcanzarla, alienación a una lucha, a lenguajes,
“ espíritus de época” , códigos morales, en la esperanza inú­
til de un yo que cree salvarse.

La urgencia del habla como cuerpo, el grito último dice


de nuestra última y originaria alienación: ser solar y no
poder salir de sí mismo sino a través de la propia quema,
de la disminución; ser hombre y no poder salir de sí mis­
mo sino a través de la nada; ser cuerpo y negación de cuer­
po en los reiterados saltos del eros, de la poesía, de la
danza, de la palabra en fractura.. .

“ Y es que una vez desnudo, cada uno de nosotros se


abre a más que a él, se abisma en primer lugar en la
ausencia de límites animales. Nos abismamos, separan­
do las piernas, abriéndonos, lo más posible, a lo que
no somos nosotros, a la existencia impersonal, pantano­
sa, de la carne” .

La única vía rigurosa, honrada.


No tener ninguna exigencia finita. No admitir límite en
ningún sentido.
Ni siquiera en dirección a lo infinito. Exigir de un ser:
lo que es o lo que será. No saber nada, excepto la fas­
cinación. No detenerse nunca en los límites aparen­
tes” . (D

(1) Bataille, Georges. Sobre Nietzsche. Taurus. 1972. Madrid.

42

43
II / LA SABIDURIA SIN ESPERANZA

I
1. LA BUSQUEDA, E L SABER DE LA OBRA

Quien indaga en el espacio del conocimiento científico


sólo admite la búsqueda en aquellos territorios donde pre­
domina la abundancia de una afirmación o de una negación.
El saber científico, desde una polaridad determinada y
de facto, asume el riesgo de ser rechazado o admitido por
el objeto de conocimiento. Su riesgo se ubica en la cerca­
nía de una invitación o de una exclusión, y entonces quien
escoge la vía del saber científico limita hacia esa respuesta
los objetos de su conocer. Ellos deben ser objetos para la
instalación de un hacerse patente o para la desaparición y el
olvido. Aquellos que no se adecúan a una respuesta per­
tenecen al reino de lo disolvente, pues allí donde la ciencia
y el elaborar técnico pretenden conocer, no puede haber
lugar para la inseguridad o el desamparo; si éste se pre­
senta no es más que estímulo para promover la violencia
de un orgullo que intentará una y otra vez forzar al objeto
hasta arrancarle su intimidad. Pero en la violencia que el
elaborar de la técnica ejerce sobre las energías naturales,
bajo el pretexto de hacer soportable la existencia, y en los
logrados efectos de su elaborar objetivador hay un desvío
y un olvido: el olvido de los límites del poder, y funda­
mentalmente la participación del sujeto elaborador en lo
esencialmente humano: la pérdida, la muerte, la huella del
recuerdo, lo indominable, es decir, aquellos materiales, ex­
periencias e impulsos que nos hacen ser lo que somos aún
antes del tiempo de las decisiones conscientes:

“ Destino es mucho más que la infancia” .

R. M. RILK E.

Lo que Rilke llama “ destino” es nuestra vinculación a


la disipación; lo que Rilke enseña en torno a ese disiparse
es que todo aquello realizable o decible, lleva en sí el tiem-

47
po de vivir y el tiempo de morir como los dos lados esen­
ciales, y éstos aparecen ligados a nuestro destino. En opo­
sición a las cosas meramente elaboradas y sin existencia, en
oposición al saber calculador y objetizante, Heidegger ana­
lizando la poesía de Rilke encuentra que:

“ El interior y lo invisible del ámbito del corazón, nc


sólo es más interno que lo interior del representar cal
culador, y en consecuencia más invisible, sino que al
propio tiempo alcanza más allá que el dominio de los
objetos sólo elaborables. En lo más interno invisible del
corazón, es donde empieza a inclinarse el hombre a lo
que es de amar: los antepasados, los muertos, la in­
fancia, los v e n id e ro s...” . * 1)

Quien más allá del conocer científico cede al misterio,


se instala entonces en el conocer poético, si acaso así po­
demos llamar a este saber. Quien pone en duda sus medios
e instrumentos, quien desde el saber contempla horroriza­
do sus signos, sus limitaciones y más allá de ellos un objeto
demasiado distante e incapaz de ser abarcado por el signo;
aquél que intuye bajo los efectos de una suerte de locura
pánica que aquello contemplado se le retira, ése entonces
sólo puede usar su saber como un extraño goce, un raro
suplicio. . .
En ese conocer se instala la fisura de un drama y la
conciencia de un riesgo jamás colmado. Pues aquello que
se abre en el conocimiento poético es la exigencia del no-
saber. Y quien percibe esta exigencia, descubre a su vez
la futilidad de la acción, la malevolencú del arte, y la
desmesurada presión hacia lo disolvente de la experiencia
misma.
El espacio del conocer científico está planteado siem­
pre como la expansión en el dominio del objeto. Quien
busca desde el saber poetizante se sitúa en el desierto,
conoce la amenaza de quien toca el fondo, se mantiene en
el impulso del deseo y allí donde más es atraído, el objeto
de su conocer lo va minando.

(1) Heidegger, Martín. “ Para qué poetas” . En Sendas Perdidas.


Edit. Losada. 1960. Buenos Aires.
Pero, ¿qué es lo buscado en el conocer? ¿Qué lo sa­
bido? ¿Cuál es el hallazgo? Donde la ciencia interroga,
plantea la pregunta de tal modo que siempre hay posibili­
dad de una respuesta, pero allí donde la poesía interroga
algo se disimula. Cuando Heidegger interroga a la pregun-
:a de la Verdad, descubre allí donde ella aparece, no un
íacerse patente sino un doblez, un aparecer al sesgo, un
‘claro” de nada, no enteramente anonadante, que instala­
do en la apertura de la afirmación de la Verdad la sustrae
a toda afirmación, la encubre en una situación de simula­
ción, como si allí la Verdad sólo se hiciera posible en la
virtualidad, en aquello que se resguarda y no se da en­
teramente.
También Blanchot, partiendo de Heidegger, interroga
al preguntar; y revela más allá del incesante movimiento
dialéctico del preguntar, un otro preguntar, un interrogar
por ausencia y a esto lo llama “ la pregunta más profunda” :

“ . . .Ocurre como si el ser al interrogarse — el “ es” de


la interrogación abandonase su parte ruidosa de afir­
mación, su parte cortante de negación e, incluso, allí
donde surge en primer lugar, se liberase de sí mismo,
abriéndose y abriendo la frase de tal modo que en esta
abertura dicha frase ya no pareciera tener su centro en
sí mismo, sino fuera de sí — en lo neutro” . W

Entonces, ¿con qué habla se forcejea? ¿Existe una pa­


labra esencial? ¿E s suficiente admitir que la “ palabra esen­
cial” es sólo deseo y que una nueva valentía debe instalar­
se en nosotros cuando nos despojamos de toda pretensión,
de toda aspiración a lo esencial, pues entonces se nos abre
la vasta imagen de lo vacío, de lo solo, de lo que no puede
ya aspirar más, el murmullo de una rara nada que no niega
ni afirma su murmullo?

(1) Blanchot, Maurice. “ La pregunta más profunda” . El diálogo


inconcluso. Monte Avila Editores. 1970. Caracas.

48
2. LA AFIRM ACION D EL SER

“ El arte como imagen, como palabra y como ritmo in­


dica la proximidad amenazante de un afuera vago y
vacío, existencia neutra, nula, sin límite, sórdida ausen­
cia, asfixiante condensación donde, sin cesar, el ser se
perpetúa en forma de nada” .

M AURICE BLANCHOT. El espacio literario.

Se dice: por la obra se abre la vasta posibilidad de un


encuentro con la “ afirmación del ser” (Heidegger). Sin
embargo, ¿acaso no hemos “ violentado” históricamente esa
posibilidad? No. Lo violentado históricamente ha sido la
relación sagrada de lo humano con el ser. Quien hoy se
atreve a hablar del ser, lo hace desde un habla en ruinas
y para hacer notable su separación. Y si del ser se habla
es por ausencia.
En el decir poetizante actual hay salvaguardas, regio­
nes prohibidas, cancelación de nombres; nuestro decir poe­
tizante no quiere instalarse en la inocencia y en la disposi­
ción para el encuentro con una afirmación que se hunde
en lo sin límite y que justo por ello se ensombrece. La
prudencia ha oscurecido esa disponibilidad y allí donde se
ha visto lo abismal se dice no haber vist> nada; la voz
poética se desconoce como capaz de tocar el misterio, pues
lo percibido allí no pertenece al mundo ni al saber objeti-
zante. Sin embargo, aquello que nosotros llamamos ser y
misterio no puede ser extraño a la vida; si al hacerse pa­
tente abre una zona de extrañeza, de apartamiento, de nu­
lidad es porque también lo existente participa del claro de
nada que como fisura tiende a borrarlo. Pero acostumbra­
dos al saber objetizante, a la naturaleza manifiesta, y al
“ mundo interpretado” desviamos la mirada en el instante
del murmullo del ser: allí donde no afirma ni niega, allí
donde es “ afuera vago y vacío” . Plenitud de vacío.
Aquello que funda a la obra es la escucha: Cuan­
do el ritmo se convierte en el único y solo modo de ex­
presión del pensamiento, sólo entonces hay poesía. Para
que el espíritu se vuelva poesía, debe llevar en sí el mis­
terio de un ritmo innato. Sólo en ese ritmo puede vivir y
hacerse visible. Y toda obra de arte no es sino un solo y
mismo ritmo. Todo es ritmo” . ( H oolderlin).

Quien levanta la obra a partir de la escucha, no es li­


bre. Sólo se escucha aquello que nos está permitido; sólo
se dice de “ aquello” lo que se puede decir, lo que nuestros
signos alcanzan a interpretar. Lo que nosotros elegimos
como válido e interpretable, nuestras decisiones históricas,
aquellas por las que nuestra escritura adopta una forma,
afectan a lo escuchado en la medida en que lo ensombrece
o lo acerca. El artista da a lo extraño su lenguaje, la ma­
nera de asombrarse que ha conocido y que le pertenece por
su relación con otros hombres, con su sangre, su tierra, su
cultura. Hay por tanto decisiones con respecto a la escu­
cha. Hay error, errancia y desesperar. Lo que no hay con
respecto a la escucha es certeza.
Es necesario pues una disposición para la escucha y una
disposición para volverse eco. Quien ha escuchado divulga
lo secreto. Lo secreto no es aquí lo extraordinario, sino
aquella parte de lo existente que olvidamos por distracción
y que en el estar atentos se revela, no lo nuevo o lo origi­
nal sino lo originario, aquél ritmo que informa al vivir.
Lo anterior a la voz poética funda el canto. Cada quien al­
canza la escucha hasta donde puede. ¿Acaso no hay en quien
“ canta” la disconformidad de saberse siempre a distancia,
como si en la presentación de la escucha la unidad de lo
originario estuviese en oposición a su entero develamien-
to? Aquél que se dispone a la escucha descubre su prisión.
Ni cuerpo ni pensar son suficientes para contener la vas­
tedad del ritmo:

“ Nos arrojamos sobre las olas de los mares,


tratando de saciarnos en espacios más abiertos” .

H Ö LD ER LIN . “ Al Eter” .

50

51
Lo escuchado pertenece al misterio. Quien ejerce el do­
minio de la palabra poética, temerario, debe regresar, pues
aquello a lo que aspira lo supera. Quien escucha poética­
mente carece de la irreverencia apresurada del saber que
distingue con demasiada claridad. Su temeridad, su osadía,
se colocan entre lo insaciable. ¿H ay algo más insaciable
que la experiencia de ser, el develamiento de lo que es,
allí donde en su íntimo movimiento todo también se in­
moviliza, uniéndose la claridad a la nocturnidad. . .?

“ lo invisible es entonces lo que no se puede dejar de


ver” . (Blanchot).

¡Cuán ambiguo se torna aquí el conocer! E l saber poé­


tico es un saber negativo, pero de una negatividad hablan­
te y afirmadora. Y quien escucha es temerario porque quie­
re hacer hablante lo que tiende en esencia a ocultarse. Tal
es el movimiento del ser que puso al descubierto H ei­
degger. Por tal movimiento desespera el cercano a la es­
cucha. Quien se percibe tocado por lo esencial se iniciará
en la lamentación de un discurso que se devora a sí mismo.
Lamentación y nostalgia, herida de quien ha visto sin po­
der hundirse en lo mirado:

“ ¿Soy un dios? ¡Todo se hace para mí tan claro” .

GO ETH E. Fausto.

Queda la sumisión, el empequeñecimiento, la modestia,


la mesura del herido, o la enfermedad, la disconformidad
de quien ha visto claro y debe permanecer en los límites.

Ante la incitación de lo esencial, la obra resguarda en


cierto modo a quien se halla herido. La obra se abre hacia
la navegación, el movimiento infinito hacia la ciudad im­
posible, pues lo afirmado por la obra aparece sólo al sesgo.
Quien así acepta la decisión de enfrentarse a la obra, dis­
pone su escritura hacia una sumisión, permite la disminu­
ción de su habla, admite que su decir es la sombra opaca
de aquello que busca, pues el ser, lo esencial, sólo se afir­
ma allí donde ya no hay habla, donde desaparece toda de­
cisión de obrar, donde el yo que convoca pierde su indivi­
dualidad.
¿Cuánto de este acontecer puede ser m ostrado?

“ La poesía decreta e instituye el reinado de lo que


no es y no se puede

M AURICE BLANCHOT. El libro que vendrá.

Si algo aparece y se muestra desde la obra poética no


es sino para hablarnos de descolocación. Lo plano, lo ex­
cesivo, sobrepasan nuestro entorno, que demasiado fami­
liar, no puede contenerlos. En su proximidad, el yo poético
debe abandonarse al suplicio de no poder instalar a nivel
del mundo, lo pleno; o debe entregarse a la angustia de
sentirse invadido por lo excesivo y no poder adecuar cuer­
po y espíritu a lo que lo sobrepasa. Es ésta la enfermedad
de Fausto. Heidegger revela en El origen de la obra de
arte, la tendencia anuladora y disolvente de la experiencia
del ser; sin embargo la mundanización del mundo está segu­
ra en la medida en que el hombre por los límites de su
saber se halla desviado de la posibilidad de comprender el
destino sobre el cual se apoya. Para Heidegger la esencia
auto-ocultante del ser es una salvaguarda, un modo de
protección al arriesgarse del hombre. Hay en el ser que pa­
tentiza Heidegger una no entera desnudez, una indisponi-
bilidad a mostrarse, un espacio que retiene a quien lo
aprehende. Por este espacio en la experiencia de lo esen­
cial no nos hundimos del todo, por este espacio que es
atracción hacia el anonadar somos a la vez rechazados:

“ Las cosas y los hombres son, las ofrendas y los sa­


crificios son, los animales y las plantas son. El ente
está en el ser. A través del ser va un destino encu-
bierno que ha sido dispuesto entre lo divino y lo de­
moníaco. Hay mucho en los entes que el hombre, no
es capaz de dominar. Sólo se conoce poco. Lo cono­
cido es aproximado, lo dominado es inseguro” n >

(i) Heidegger, Martín. “ El origen de la obra de arte” . Arte


y poesía. F.C.E. 1973. México.

52

53
3. E L CANSANCIO POR LA H ERIDA

Quien escribe hoy está despojado de la posibilidad de


morir. La obra se inicia desde una ausencia, parte de una
certeza: no al delirio, no al encuentro. Sí a la ruina, a lo
opaco, al desalojo. Se parte de la conciencia de una aridez,
el trabajo allí es lo despojado de fin, lo retardado, el mien­
tras tan to . . . El peligro de incendiarse, peligro solar, aquél
que laceró a Hölderlin, el hervor desde el éxtasis, ha sido
expulsado de nuestro ámbito. No hay disposición para ese
hervor, hay sí, pobreza, orfandad, cansancio, una castra­
ción y una poda: el movimiento en la obra se impulsa des­
de un freno, desde la contención.
Quien escribe no da todo, más bien se hurta, no por­
que más allá de la obra tema el espacio que le revela lo
otro, sino porque no hay posibilidad para el encuentro con
lo otro. Y si se supone y se escucha, si la sangre y el
cuerpo lo presentan, aparece en quien escribe la ironía:

“ Debes ir por un camino donde no existe éxtasis” .


T.S. ELIO T .

¿M iedo, conservación de la lucidez, contención ante


el riesgo del éxtasis, puesto que derriba? Se trata aquí de
eliminar la desmesura, se trata quizás en esas líneas de
Eliot, de anticiparse a la caída, no involucrándose en la
pertenencia al error: aspirar a un encuentro, violentar los
límites, vivir en la proximidad del abismo. Se trata quizás
de un cansancio, el cansancio del doliente.

Se hace literatura porque no se puede hacerla. Si


quien escribe se sitúa a nivel del que está vaciado de toda
posibilidad, si el texto ya no puede convocar, entonces se
inicia la retórica de una imagen-agujero. Una nueva inten­
sidad devora en este espacio a quien crea: lo gélido que
quema. E l frío de una altura, de una cumbre que se sabe
de tierra. El frío de un Zaratustra que allí donde se sa­
bía más alto, más lleno y cercano al centro abre ante sí el
foso del doloroso descenso, hacia la degradación de lo alto,
hacia la imposibilidad de permanencia. Queda entonces la
ironía de quien no puede salir de sí mismo:

“ Pero “ aquel mundo” está bien oculto a los ojos del


hombre, aquel inhumano mundo deshumanizado, que
es una nada celeste; y el vientre del ser no habla en
modo alguno al hombre, al no ser en forma de
hombre.”

Si el ser habló alguna vez al hombre, ahora toda


escucha regresa al murmullo del cuerpo: Fue el cuerpo el
que desesperó de la tierra, — oyó que el vientre del ser le
hablaba.
Pero si es el cuerpo quien habla, ¿por qué entonces
la o b ra ?. . .
¿L a obra acaso no se presenta como lo que intenta
superar el cuerpo, la obra acaso no descoloca a la vida
como lo insuficiente?
¿L a obra no pretende acaso dibujar el afuera?
La exigencia de Nietzsche fue compleja y difícil: re­
greso al cuerpo, a la tierra, despojamiento del amor del
cuerpo, liberación del cuerpo de aquella imaginación poé­
tica por la cual el deseo dibuja y da un contorno a su
energía.

En el espacio de la aclamación de lo “ otro” , en la as­


piración de lo “ transmundano” quien clama es el vien­
tre, la tierra, la carne. Sin embargo, también Zaratustra
dijo no a la carne. Solitario, sin dios ni eternidades, des­
escuchó la llamada del cuerpo. Su tierra fue despojada
de la pasión, erigida en desierto, silenciada a favor de la
superación del hombre, esa parte del hombre que clama,
se contorsiona, grita. N o a la laceración fue la decisión
de Zaratustra, y en ese no se inscribe el rigor de quien
vence al abismo, la vida, la ruina, a favor de una forma,
un orden, una ley, una moral.
54

55
Pero, ¿puede acaso la carne dejar de hablar? Por
ella, el hombre coloca en el reino de lo inefable, de lo
eterno y de lo magnífico el instante que lo vincula a la
intimidad de su naturaleza. Lo separado y lo solo, lo
abismal y lo caótico adquieren dignidad de ser; por la
obra, nuestra tendencia disolutoria, nuestra atracción por
el cese, el vértigo, la ruina y la muerte entran al reino de
lo magnificable.

¿H ay en nosotros una fatalidad de carne hablante que


obliga a magnificar lo demoníaco? ¿H ay un “ socratismo”
del cuerpo? ¿Una tendencia moralizante, un impulso que
nos obliga a explicar la bestia por el ángel? ¿Por qué esa
permanente huida hacia lo angélico, allí donde la fisura
del horror se abre? ¿Por qué la repulsión al Caín que ha­
bita en uno?
¿N o es acaso la obra de arte, la obra de pensamiento,
la expresión “ elegante” que oculta lo sórdido? ¿Cura
para lo incurable?

La fuerza por la que fundamos el mundo, la mano


que traza el signo, erigen su hacer contra un espacio de
escaso amparo. No contra el mal; contra lo que nos des­
conoce y nos ignora, contra lo que nos tienta y atrae: el
espacio del anonadamiento, allí donde todo se des-puebla,
allí donde el cuerpo pierde el habla y regresa a su más
íntima esencia: su hundimiento en la nada. Y la obra y
quien por ella se ejercita, a pesar del cansancio de la herida
del cuerpo debe combatir contra aquello que más ama:
el deseo de muerte. Pues la cumbre del vivir, el estado de
la más alta exacerbación del cuerpo tiene como exigencia
la irrupción de lo que aniquila, la autodevoración.
E l combate de la obra es contra el deseo. No poder
morir enteramente, que la obra no sea salida sino prisión
y rigor contra lo que aprisiona, fuego sin combustión
capaz de mantener el deseo, la atracción y la distancia.
4. LA OBRA COMO DESEO. LA DESAZON

“ He llegado a un extremo en que ni siquiera deseo la


certidumbre. . . ”

FRANZ KAFKA. “ La Construcción” .

No hay posibilidad para la fatiga, hay sí cansancio,


descanso en los umbrales, renegar, rabia, desconsuelo. La
construcción avanza y siempre hay una puerta demasiado
deshecha o una plaza inadecuada para la protección de la
misma. Lo protegido por el constructor del relato de
Kafka 1 es un centro generador de movimiento. El centro
podría servir para la contemplación, el resguardo, la paz
y el descanso, mas no hay descanso. El constructor no
puede dejar de construir y allí donde edifica, de inmediato,
rompe muros, desplaza paredes por precarias. Nunca la
plaza mayor está lo suficientemente asegurada, el animal
exterior acecha, así también el animal interior: los siseos
los silbidos de una obra que se levanta contra quien la
edificó.
Pues, ¿levantar la obra no es acaso también erigirla
contra uno m ism o?, entonces el trabajo debe ser invertido,
debe iniciarse la contra-obra para evitar ser enteramente
devorado.
¡Extraño orgullo del hacedor! ¡Extraña voracidad la
de la construcción! Todo el movimiento de quien relata
se vuelve detención y regreso. La obra es entonces el des­
hecho, y el obrar se instala entre el desperdicio, entre lo
que se pierde, rompe y reconstruye. Aquí la sabiduría
popular se muestra “ razonable” cuando ve en quien cons­
truye a uno “ que pierde el tiempo” . ¡Construir un centro,
y no habitarlo! ¡Pactar con lo inhabitable!

1. Kafka, Franz. “ La Construcción” . La Muralla China. Emecé


Editores. 1973. Buenos Aires.

56

57
Pero, ¿hay una casa habitable? Pareciera que toda
puerta en ella, toda ventana, todo muro, oprimieran hacia
un afuera. Entonces se inicia el destierro, un destierro
raro, pues no es el de quien ha perdido una patria y debe
buscarla, sino el de uno que se sabe desterrado de lo sin
tierra. Buscar una tierra que no se sabe, siempre supuesta,
levantar sobre ella la construcción, y descubrirla falsa,
aparente, o huir de ella porque devora, ¡tarea de conde­
nado! Tarea de quien trabaja sabiendo ineficaz su hacer.
Si hay un desamparo obligado en el hacer de la obra,
si quien la eleva se sabe de antemano expulsado, todavía
queda hablar del deseo, ése que vuelve a quien la elabora
el prisionero del movimiento, el que no puede en modo
alguno salir de allí y dejar de hacer. El que en su rabia
debe confundirse con la pérdida.

Hay una felicidad en la alienación no permitida para


quien escribe. Siempre se está un poco más acá del hundi­
miento. Allí donde se sueña el éter, el fuego, el todo, éstos
expulsan. Sólo se quema aquél que cree enteramente que el
espacio del Todo le ha sido dado. Quien hace del obrar
una espera y del fuego un deseo, se instala en lo pendular.
Kafka eligió frente a la obra una actividad similar. Quizás
su suspicacia no le permitió el hundimiento. Su obra fue
la expresión de un combate contra lo que desvasta desde
la obra.
Pero, ¿qué devora? ¿E s necesaria tanta elusión, tanto
extravío querido para no ser devorado por el centro? Si
algo señala la obra es el límite y el movimiento hacia el
límite: lo que no se puede, la prohibición o la privación.
Quien escribe ingresa en el apartamiento de quien no pue­
de adherirse a un sí, ni puede tomar partido por una ne­
gación. Y o quiero — dice quien escribe. Pero, ¿qué se le­
vanta a partir de aquí? ¿Un catálogo descriptivo de deseos
de fusión? ¿O bjetos a distancia? ¿Desplazamientos hacia
la consecución de un rostro, un color, un modular de tex­
turas? Entonces, frente a esa fuga se opta por la angustia,
la que todavía permite decir a pesar del límite, de la pro­
hibición. Quizás en medio de esa extrañeza todavía sea po­
sible hablar de las cosas, y al borde de ella al naturaleza,
los seres, adquieren una rara claridad, un incomprensible
esplendor, una mudez, un desasimiento:

“ Por los caminos arriba de Blida, la noche como leche


y dulzura, con su gracia y su meditación. La mañana
sobre la montaña con su cabellera lisa encrespada de
cólquicos — las fuentes heladas, la sombra y el sol— ,
mi cuerpo que consciente, que luego se niega. El es­
fuerzo concentrado de la marcha, el aire en los pulmo­
nes como un hierro candente o una navaja afilada. Todo
entero en la aplicación y la superación que se esfuerza
por vencer la pendiente, como un conocimiento de sí
por el cuerpo. El cuerpo, el verdadero camino de la
cultura, nos muestra nuestros límites” .

ALBERT CAMUS. Carnets 1935-1942.

Si quien escribe se sabe privado, allí donde habla


irrumpe un mundo mudo, una naturaleza que instala su
ser despojada de la carga del sujeto. Esto sólo acontece
cuando desde la obra se abandona el deseo, cuando la obra
no es motor sino en ella aparece lo que no puede querer.
Elegir esta mudez no significa haber superado la angustia,
el querer; también la mudez es una forma de expresión,
pero su ámbito está en un movimiento inmóvil, en la
decisión de no decidir más. Hay en ese límite la sustitución
de un habla clamante por la mirada neutra.

Vinculada a la instauración de la plenitud del ser o


absorta en la mirada neutra, en el origen del movimiento
de la obra se anuncia ya el ejercicio de un poder incum­
plido. Lo seguro, lo confirmado, la certidumbre, no le es
propia a quien escribe. Decidir continuar en la obra, así
como decidir permanecer en la vida significa aceptar “ el
junco vacilante” que el hombre es (H eidegger). La extre­
ma libertad de ser desde el no poder se hace clara a quien
construye la obra. Pues la obra tendiendo el puente hacia
el más alto riesgo, abre en el poder la atracción a la muerte.
La plenitud que en ella aparece, su ofrecimiento íntimo es
reposo y cese. El constructor del relato de Kafka sabe que
podría instalarse en ese centro; pero, ¿cuál es su libertad?:
B8

5*
“ E s que la obra no es precisamente un agujero de
salvación” . Allí, en el reino de la construcción, cada muro
es una fatiga hacia una tranquilidad aparente, pues el
destino de la construcción es lo incierto.
Incierto, pues allí, la vida es desalojada; ella puede ser
sólo en las afueras de esa plaza mayor, en los círculos que
envuelven al círculo mayor. Entonces, infinito se vuelve
el hacer, como si aquello que llama hacia sí, el irresistible
poder de ese centro impidiese a quien lo escucha instalarse,
pues la invitación al reposo es cese. O también, porque
alcanzar el centro significa haber cerrado el círculo, signi­
fica hacer completado el último radio por el cual el movi­
miento de acción, trabajo y lucha se vacían y entran al
espacio negativo. E s de la felicidad de quien construye que
la obra sea siempre inacabada y que el ejercicio de su poder
sea irrisorio. Lo que no se puede querer es el poder.

Si quien inicia la obra desea superar el orden del tiem­


po, fuera del tiempo no hay sino nada; entonces la perma­
nencia en lo temporal se vuelve resolución de quien aspi­
rando a lo más libre se instala en el rigor del “ podría pero
no debo” . Aquí el hacer es entonces lo siempre provisional.
El suplicio de la obra es el deseo de no poder cesar
en el deseo.
5. LA BUSQUEDA EN AUSENCIA DE IMAGEN

Quien busca en ausencia de imagen parte en la certeza


de ampliar el silencio en cada instancia de su itinerario.
A la exigencia de un habla que clamaba por un espacio
entre angelical y demoníaco atraído hacia la muerte, se
opone hoy un hablá hacia nada. El habla clamante del
santo y del héroe ha sido sustituida por el habla en ausencia.
El espacio del éxtasis, lo pleno siempre a la espera de
quien demandaba, se ha vaciado. No hay ya Noche para
albergar, no hay Absoluto ni Infinito que acoja al itine­
rante, no hay tampoco espacio para la lamentación:

“ Una nueva voluntad enseño yo a los hombres: ¡que­


rer ese camino que el hombre ha recorrido a ciegas, y
llamarlo bueno y no volver a salir a hurtadillas de él
como hacen los enfermos y los moribundos!”

FRID R IC H N IETZSCH E. Así habló Zaratustra.

Andar de ciegos, sin encuentros, en ausencia de apo­


yaturas, en ausencia de una idea precisa y vindicadora para
el mundo o para lo extraño al mundo. Quien busca hoy
parte a la espera de nada. Donde encuentra sólo aparece
el cuerpo: un espacio mínimo para la vinculación con la
unidad temporal y la identidad. Soy este cuerpo que busca;
soy este yo ya demasiado separado del cuerpo y por ello
busco de nuevo al cuerpo.
E l cuerpo buscado pertenece a la unidad esencial, pero
allí donde me fundo como yo, la unidad esencial desaparece
o se sustrae a favor de las resoluciones, las decisiones
históricas.
Sólo cuando el yo se conoce como lo que ya no puede
decidir, aparece lo ausente, el saber negativo. Y el discurso
aquí no funda en modo alguno, no espera, es murmullo
sin orden.
60

61
“ Cuando soy a nivel del mundo, allí donde también
son las cosas y los seres, el ser está profundamente
disimulado (es así como Heidegger nos invita a recoger
este pensamiento). Esta disimulación puede convertirse
en trabajo, negación. “ Yo soy” (en el mundo) tiende
a significar que soy solo si puedo separarme del ser;
negamos el ser — o para aclarar esto con un caso parti­
cular, negamos, transformamos la naturaleza— y en
esta negación que es el trabajo y que es el tiempo, los
seres se realizan y los hombres se yerguen en la liber­
tad del “ Yo soy” . Lo que me hace yo es esta decisión
de ser en tanto que separado del ser, de ser sin ser, de
ser aquello que no debe nada al ser, cuyo poder pro­
viene del negarse a ser, lo absolutamente “ desnatura­
lizado” , lo absolutamente separado, es decir, lo abso­
lutamente absoluto” , d )

Separarse del ser significa renunciar a la unidad del


soy en la palabra del yo que decide. La rebelión, la tras-
gresión consisten en decir yo, pero decirlo implica también
vivenciar la contradicción y la angustia pues una vez en el
límite del yo se inicia la búsqueda de lo otro.
Quien no permanece sólo a nivel del yo histórico y
en la decisión de afirmarse por el tiempo, quien conoce
de la insuficiencia de lo temporal y la precaria libertad de
ser, inicia entonces la pregunta por la unidad de la que se
ha desprendido. Pero esta pregunta hoy está planteada des­
de el fracaso y como imposibilidad. En la pregunta por la
unidad aparece la disgregación de aquel punto que pueda
devolvernos a ser. Ni siquiera podemos decir: hemos des­
naturalizado nuestra esencia a partir del pensar, del verbo
del yo. ¿Acaso no somos lo siempre des-naturalizado, lo
siempre en pugna, carne hablante, conciencia que aspira a
disolverse? Allí donde el hombre se levanta en la decisión
de ser yo, lo “ absolutamente separado” , lo “ absolutamen­
te absoluto” , no hay espacio para la nostalgia; esa separa­
ción de ser yo a nivel del mundo no es una separación vo-

(1) Blanchot, Maurice. El espacio literario. Edit. Paidos. 1969.


Buenos Aires.
luntaria ni libre, nadie decide ser históricamente, se es his­
tóricamente a pesar de sí mismo, se es yo contra sí mismo.
Sin embargo para quien por un instante pone entre
paréntesis el yo, se le revela que dicha construcción alber­
ga y protege contra el espanto de no-ser y que el habla a
nivel del mundo no es sino un oscurecimiento de esa par­
te del ser que es también muerte. El habla a nivel del
mundo es un habla desesperada porque en su fondo habita
“ la nada que lo funda” :

“ . . . la soledad del “ Yo soy” descubre la nada que lo


funda. El Yo solitario se ve separado, pero ya no es
capaz de reconocer en esta separación la condición de
su poder, ya no es capaz de convertirla en medio de
actividad y de trabajo” .

MAURICE BLANCHOT. El espacio literario.

Quien escribe invierte la relación con el mundo, no


opone a la nada que lo funda su habla, sino más bien des­
cubre, desvela la nada y habla desde ella. El viaje de quien
habla desde la nada es itinerario sin centro, improbable,
no heroico; no hay allí puerto contra el que combatir,
tampoco hay posibilidad para el recuerdo. El recuerdo
siempre alude a una instancia que fue posible como funda­
ción, como permanencia. Pero quien se sabe desde lo im­
permanente, quien desconoce un valor para el yo a nivel
del mundo, quien descubre sus fisuras, quien a conciencia
anonada lo histórico y lo obliga a entrar en sombras, re­
vienta a su vez la posible cercanía del origen. Origen sig­
nifica aquí el lugar de donde el yo se ha desprendido, su­
pone una patria anterior al yo. Origen significa raíz, pri­
mera nutrición, pero cuando el hombre se piensa como
lo sin origen, como lo absolutamente sólito, sin pertenen­
cia a matriz alguna, cuando la tierra no puede albergarlo
ya, ni el cuerpo o el ser servirle como conciliación, en­
tonces no queda sino el arbitrario movimiento sin ejes.
En esta región se abre el habla anónima. Aquí el ha­
bla no se dirige a nadie, el yo en ausencia de solidaridad
62

63
con el mundo y con el “ sí-mismo” (el cuerpo, el ser) sólo
puede hablar un habla rota, un habla que no se sabe a sí
misma como habla.

El habla histórica es un hablar operativo; antes de


ser pronunciado, en su comienzo, habita ya un objeto, una
dirección, un desplazamiento. E s un habla “ en confianza” ,
posee una patria, un tiempo, un origen y un espacio para
el deceso. Habla posible, fundadora, constructora. Perte­
necen a ella las búsquedas que no admiten el titubeo. En
ella las relaciones de trabajo y de valor son ineludibles,
comportan un esfuerzo: mantener libre de todo hundimien­
to y de todo lo indeciso la aparente unidad del objeto. El
temblor, el vértigo, la disolución de su objeto no les está
permitida, tampoco las indefinidas esperas. Por ello tam­
bién, para su conservación, se exige a veces el tono legal,
la autoridad que da valor y que desautoriza lo indeciso.
La muerte, lo fragmentario, el éxtasis, la dispersión, todo
aquello que aparece en el hombre cuando sabe que no
sabe, todo lo ineficaz o anonadador es expulsado de su
ámbito.

Para el habla poética despojada de objeto, la pregunta


esencial se inesencializa. Todo movimiento en ella hacia un
objeto se desanda. El encuentro con el ser ya no es posible.
El éxtasis, la conjunción por vía del sueño, el deseo de
unidad, se vacían. Todo lugar se vuelve lo inhabitable.
“ H e renunciado a aquello de lo que el hombre tiene sed”
— dice Bataille. La mudez, el no-ofrecimiento, la mengua
se anticipan a toda palabra proferible. A lo sumo se puede
describir un perfil, un rostro, pero descarnados. H abla de­
sesperada porque ya no puede ser habla, perdida la poten­
cia decisiva comienza a hablar desde lo que no puede. H a­
bla desesperada en cuanto a que no puede pactarse ente­
ramente con la indiferencia.
A ella aluden los T extos para nada de Beckett y en ellos
el decir “ todo me resulta verdaderamente indiferente” per­
tenece todavía a la lamentación de un yo que ya no puede
mantenerse. Desubicado, inicia entonces un itinerario plu­
ral, de saltos, detenciones bruscas, cambios de posición des­
pojados de valor:

“ No puedo quedarme, no puedo irme, veamos qué


ocurre. . .

El yo se dispone al acontecer puro. Tanto da la risa


como el desamparo. Las cosas se toman por asalto para ser
luego abandonadas. Tampoco hay un lugar para el des­
pliegue del dolor. El hastío es lo en exceso y contrarresta
el dolor, lo cubre. El doliente no tiene ni la posibilidad
de dolerse de su ruina. Antes del dolor que mata, ya se
está muerto. La voz de esos personajes-texto de Beckett
es una voz neutralizada; si dice yo es para señalarse co­
mo no-yo, como lo que nunca más puede asirse a identi­
dad o imagen alguna. Ellas recuerdan el hacer no, “ una vo­
luntad de negación real y efectiva de la vida” , que exige
Nietzsche al docto. Ellas han eliminado la “ buena volun­
tad” de decir sí, a pesar de todo. Si el hombre es el desas­
tre, que asuma el desastre que es. Ellas significan el aban­
dono de la máscara, el ubicarse en el despeñadero. Ellas
son también el abandono de la decisión de mantenerse
siempre en los límites, el abandono de la posibilidad de
conservación, la entrega abierta al desamparo, a lo solo, a
lo que nunca puede ser.
En la vida vivida históricamente subyace siempre lo
utópico y la esperanza, la decisión ampara la utopía. En
la negación de lo histórico no hay espacio ya para la utopía,
ni para la construcción partiendo de imágenes. ¿E s éste un
discurso sin topos, en ausencia de lugar? Al menos, es el
discurso de uno que ha decidido hablar atópicamente, pero
decidir, no es ya colocarse a nivel del mundo? Desde la
perspectiva del autor, del escritor, puede decirse que esta
habla desde lo descolocado ha sido colocada allí. Pero ella
no es todavía lo enteramente vaciado y muerto. E l habla
muerta de Beckett pertenece todavía al espacio de la de­
cisión: se decide la palabra muerta, se opta por ella.
Es ésta el habla del que se sabe muerto, el habla de
una conciencia muerta que sabiéndolo habla desde lo que
ya no tiene importancia. Habla subversiva, porque hace
64

65
no; no es un habla sólo negativa sino vibrante: lo que
en ella aparece está próximo a desaparecer y regresa, siem­
pre regresa. . . Discurso incesantemente parlachín, habla
de bufón que dice una verdad insostenible, prohibida a la
vida. Lo “ peligroso” y subversivo de este discurso es que
recuerda lo invivible. No permite la adecuación a una vida,
el “ lamentable bienestar” (Nietzsche), ni el reposo en una
ficción. Perturba, intranquiliza.
6. LA SABIDURIA SIN ESPERANZA

Todo lo que el hombre sabe desde los griegos y más


atrás aún, se olvida para la vida; la práctica del vivir debe
olvidarlo so pena de perder (se ). Pues todo lo que el hom­
bre sabe desde siempre lo remite al no-valor, y la vida en
progreso debe adherirse a esa suerte de atraso que es el
tiempo del valorar. Afirmando siempre la posibilidad de
un intercambio, realizando objéticamente y apegándose a
ese realizar, el hombre olvida la parte de imposible, de no
fijeza que él es. El otro saber invierte esa relación, descu­
bre lo más real: la irrealidad de todo intercambio, la fic­
ción de todo valor.

“ Mi concepción es un antropomorfismo desgarrado.


N o quiero reducir, asimilar, el conjunto que es la
existencia paralizada de servidumbres, sino a la salvaje
imposibilidad que soy, que no puede evitar sus límites
y no puede tampoco mantenerse en ellos. La Un-
ivissenneit, la ignorancia amada, extática, se convierte en
ese momento en la expresión de una sabiduría sin
esperanza. . . ”

G E O R G E S BA TA ILLE. El Culpable.

Si al menos nuestro saber pudiese continuar en los


límites de una “ servidumbre dogmática” , creyendo, aman­
do, siendo de manera incondicional y ciega. . . ! Pero es
el caso que se sabe demasiado, tanto — hasta la ignoran­
cia— , que no se puede “ tranquilizar” ya al pensamiento
entre leyes o representaciones posibles. El pensar reducido
a la servidumbre de un esquema, subordina a su favor todo
lo que concierne a su ley y también aquello que queda
afuera. E l pensar desgarrado es discontinuo, se sabe límite,
se opone al límite, desespera, se entrega a “ la salvaje im-
66

67
posibilidad” , se dispone a la ignorancia, en su fondo se
abre la zanja hacia la continua precipitación, sin fin ,. . . :

“ el único acabamiento posible del conocimiento


tiene lugar si digo de la existencia humana que es un
comienzo que no será acabado jamás” . (1*

A la “ sabiduría sin esperanza” se abre la vida vivida a


destajo. No hay allí posibilidad para el “ juego” , jugar ame­
rita tener fe en el movimiento de las piezas, comporta una
petición de principios ante el perder y el avanzar, y el azar
tiende aquí hacia la resolución de la partida. En la “ sabi­
duría sin esperanza” la resolución no es punto de partida,
si aparece produce el asombro, la sospecha, y provoca la
ruptura. Pues desde esta sabiduría, quien encuentra una
forma resuelta la golpea por limitadora. El trabajo de quien
se ubica en esta sabiduría es el de echarlo todo a perder,
extraviar los límites, romper los bordes de lo que se pre­
senta como demasiado acabado.
En la sabiduría sin esperanza el encontrar supone que
se sabe de una forma anterior extraviada, acontecer impo­
sible desde aquí, pues el espacio de la pérdida, lo perdido,
carece de cuerpo, de manera que todo encuentro es una
falacia. N o puedo decir que he encontrado esto o aquello,
decirlo significa saber la parte que me desgarra, de la que
me he desprendido, decirlo comporta la resolución, el cie­
rre de nuestro círculo, nuestra completud.
Sabemos la herida, lo que no sabemos enteramente es
lo que nos hiere; saberlo significa cerrar la herida, cono­
cer el origen, cerrar el círculo, encontrar el impulso de la
primera pérdida. A lo sumo lo encontrable son suposicio­
nes, ellas pueden tranquilizarnos, pero son ajenas al pen­
samiento que ese ejercita en el peligro, aquél que se sabe
inacabado.

(1) Bataille, Georges, El Culpable. Edit. Taurus. Madrid. 1974.


“Por un instante, vimos yacente entre
nosotros el cuerpo de aquel ser humano
completo que no conseguimos llegar a ser
pero que al mismo tiempo, no podíamos
olvidar” .

Vi r g i n i a w o o lf. Las Olas.


1. LA OBRA, LA VIDA

Basta la conciencia de vida no vivida y de retardo o


aplazamiento con respecto a ser en totalidad, para fundar
el lamento de la obra. La obra es expresión de vida siem­
pre en fuga, y el artista, el que se mira como un excluido
del Cuerpo.
Cuerpo es ser en totalidad. Obra quiere decir aquí fies­
ta y lamentación por la fiesta, obra quiere decir también
escombro, ruina, despojo y memoria de plenitud, como si
en algún lugar uno tuvo en sí el instante de lo entero y
le hubiese sido hurtado. Entonces, en el ejercicio de la
obra se inicia la cura de la herida y la expurgación; siem­
pre de nuevo, incansable, guerrero activo, el cuerpo de la
obra pugna por fundar un cuerpo que no pudo retener,
porque el ser de la obra siempre más allá de ella misma,
el soy que nos hiere y nos expulsa, cerrándose sobre sí sólo
es en nosotros, cuando duda y reflexión, pensamiento y pro­
yecto, por una suerte de aflojamiento se alzan, se distien­
den, se anonadan.

“ La delicia y el perfume de mi vida es la memoria de esas horas


en que encontré y retuve el placer tal como lo deseaba” .

[CONSTANTINO KAVA FIS. “ Voluptuosidad” (1979).

Del dolor de la obra, de la putrefacción de su herida


emana el deseo. La obra es carne y cuerpo no cumplido.
Su fondo de horror y su nostalgia es la de no ser. Frag­
mentaria como el hombre, sólo traza lo inconcluso, jamás
se cierra. Decir obra es decir enfermedad. Y bajo la dicha
de una palabra feliz en homenaje al mundo, al cuerpo y al
ser, supura la exclusión:

“ Y tú, m a r ... También me entrego a ti.


Sé quién eres muy bien.
Desde la playa veo tu mano invitadora que me llama.

73
Creo que no quieres retirarte sin acariciarme.
Bien. Haremos un viaje juntos.
Aguarda a que me desnude y llévame contigo hasta
perder de vista la tierra.
Arrúllame y déjame dormir y soñar en los blandos
cojines de tus olas,
úngeme con tu amorosa espuma.
Yo te pagaré con amor” .

Walt Whitman. Canto a mí mismo.

.y llévame contigo hasta perder de vista la tierra” .


De tierra y de exclusión es la herida incurable del exis­
tir, de tierra, de Nada y de fuga; por ello, también la obra
es el deseo en movimiento sobre una ausencia esencial: la
posibilidad de vivir el sí-mismo. La voz de la obra parece
decir: Yo soy el soy que se busca.
Pero el hombre que pertenece a la acción, al tiempo, al
yo, al lenguaje, al proyecto, está al servicio de fines y ob­
jetivos. Ser es lo sin fines, lo que carece de valor, lo libre
de servidumbre.
Quien escribe, quien crea, sometido a la servidumbre
de un lenguaje, intenta superarla e instaura para mante­
nerse en la obra el drama de la existencia fragmentaria:
poseedor de un lenguaje ama las zonas de cese del habla,
el lugar de los resplandores del sí-mismo y allí en los lí­
mites, no puede dejar de hablar so pena de abandonar tra­
bajo y obra. Pues ser significa morir para el proyecto,
abandonar el tiempo y el yo. ¿E s posible soportar el des­
prendimiento en presencia del sí-mismo, del ser? ¿Ser el
soy que soy, sin más allá, sin identidad, sin lucha, no es
acaso un estado de alienación? E l más alto estado de alie­
nación, en cuanto a que como todo alcanza a su vez su
anonadar. La muerte desde aquí se nos presenta entonces
como la libertad más alta y la alienación más obscena.
La poesía, que es el ejercicio y el proyecto del encuen­
tro con la totalidad del ser, allí donde proyecto y acción
se muestran como la parte de la vida no vivida, no puede
ser “ tomada en serio” por quien busca para la vida un
sentido. (Q ue la vida tenga sentido quiere decir aquí que
está al servicio y es esclava de un sentido). La poesía es
el descubrimiento del sin-sentido, la puesta en cuestión de
todas las tareas. Su tarea es la de desdibujar como ilusorio
el fin de todo afán humano, en la cercanía del ser revela
el fondo de muerte y de nada que nos signa e incita a vivir
entre los pliegues de silencio, del resplandor de ausencias,
de innumerables vértigos.
Pero escribir es una tarea, y como tal, resguarda a quien
escribe, lo protege de alcanzar aquello que más ama y que
lo incita a borrarse. Colocado en ese punto ambiguo, ten­
tándose a sí mismo y a los otros, tentado al extravío por
el sin sentido de la libertad de ser, el poeta si quiere con­
servarse como tal, oscila entre la mentira que lo ampara de
la desvinculación total con respecto a la vida vivida como
mundo, historia y proyecto, y la verdad que lo incita al
encuentro con la totalidad o unidad del ser. Portavoz de
la ambigüedad del existir es el rechazado por el hombre ci­
vilizado que se ampara en la servidumbre para alcanzar la
libertad. Su habla no es útil, no sirve, sólo le recuerda al
hombre que el espacio de la lucha es una muerte. Y él, te­
meroso de esa otra zona, apegado a su voz, amante del yo
que busca, amante del desear y de la angustia en el deseo,
siempre un poco más acá del objeto anhelado y ante el
proyecto de ser libre, sabe que debe vivir su fracaso como
poeta y como hombre, y asumir la herida, consciente de
su mentira.

74

75
2. LA OBRA, EL SUPLICIO

Desgracia es para el artista el sueño y la apariencia,


desgracia su poder, aquél que instaura de nuevo el instante
anterior a la fuga y que recuerda a los hombres la gracia
del vivir.
Hay en la obra la crueldad de esa generosa ofrenda de
lo bello, cuando más allá y desprendida de la lamentación
incita a habitar el espacio del goce. Y hay en el artista que
se adhiere a la apariencia una vocación por la maldad, el
escepticismo y el horror, mucho más honda que en aquél
que funda su obra en la lamentación. Porque la apariencia,
ese centro y lugar, donde Apolo “ el Resplandeciente” hace
su entrada para restaurar al orden de la dicha el orden del
horror. . . la apariencia, ese espacio del devenir siempre
conciliado, nos precipita desde la obra en el deseo y en lo
irretenible, y entonces quien contempla entre ese espacio
artístico, ahora doblemente lacerado por la obra y por la
vida, queda prisionero entre los muros viciosos de un cuer­
po artístico que incita al placer y al júbilo y que a su vez
lo hurta, fundando solo deseo, prisión en el deseo, duali­
dad, ambigüedad. Es la columna vertebral de suplicio que
inscribe a la obra, es la línea de horror del leseo, energías
intensamente móviles, energías vitales, trozos de vida en
obra, hilachas de carne en temblor que incitan a permane­
cer allí, a la espera, como animales en acecho, como si en
ese fondo se prometiese el último ángel, el último y defi­
nitivo rostro. . . así como al igual la vida le dice al vi­
viente en medio del dolor, el espanto o la risa: ¡sigue allí!,
todavía más, soporta, en ese fondo se te promete algo, per­
manece siempre en mi borde, en mis límites, asómate a
mis barrancos, húrgalos, allí hay alg o . . .!
Crueldad de la obra que narra lo bello y que se ins­
taura como himno al vivir y actuando como la vida misma
se erige en fuga, ilusión, apariencia; crueldad de la obra y
de la vida que dice: permanece en mi sueño y sé conscien­
te de este sueño, no pidas más, sueña, recuerda y pierde.

Ser hombre significa mantener la existencia a ras de la


disminución.

Y la escucha, aquella zona de la que habla la obra, no


ofrece a la prudencia ningún lugar para el amparo sino el
reconocimiento y la certeza de nuestra desnudez; a su
entorno no pertenece el habla segura ni el bienestar de
una casa. La obra es el movimiento sin cese ni tregua. El
movimiento de un poner en memoria la manera cómo se
dispone de nosotros. Así como en quien escribe hay la
dicha del que ejecuta y decide sobre acción y aconteci­
miento, hay en él también la certeza del dispuesto a ser
ficha, pieza en un tablero desconocido. Quien hace la
obra está en la doble función de ejecutante del juego y fi­
cha en proximidad de ruina. Aquél juego de aveniencia y
desaveniencia que instaura en la obra, aquél movimiento
de piezas, aquella soberanía en la decisión sobre el destino
de ficha y tablero, ¿no depende acaso de una escucha an­
terior a la obra? Pero, ¿qué es lo escuchado?, ¿qué su
espesor, su densidad? ¿Cuánto de lo escuchado por quien
escribe no pertenece acaso a la disonancia?
Andar entre los espacios de la significación, entre los
indicios de una respuesta que da un traje, el borde de un
rostro o la convocatoria de un instante es colocarse ante
un oráculo borroso y sin contornos que nunca pronuncia
la sentencia clara de un destino y así, quien lee, escribe o
vive en la pregunta y desde ella, invierte decisión y acto
por indecisión o duda. Sólo en la pregunta está la fiesta,
la única, la “ fiesta del pensamiento” (H eidegger), el es­
plendor de la danza que promete besos y que no alcanza a
la caricia, porque el centro es elusión; y sólo desde ella
como incitación al viaje, la obra y la vida sostienen a sus
fieles:

“ Somos nosotros, ¿lo oyes?, nosotros los que gustamos


un verdadero placer lanzándonos a las tinieblas de lo
desconocido, afrontando la frialdad de los extraños de
otro mundo. Si fuese posible, hasta dejaríamos las

76
regiones que alumbra el sol, para precipitarnos más
allá de los límites a que llegan los cometas. ¡Ah!, no
hay patria capaz de retener al hombre que lleva en
sí el salvaje deseo de las peregrinaciones. . . ”

FR IED R IC H H Ö LD ERLIN. Hiperion.

Y el lugar de la gracia se ofrece siempre en retiro, siem­


pre despidiéndonos a destiempo para que el peregrinar se
reinicie y en el peregrinar se eleve la plegaria que señala el
lugar. Digno en himnos es el espacio asignado a la tierra,
digna es la voz de quien canta en guerra y sabe de la ex­
clusión y de la urgencia del riesgo; pues quizás allí, donde
el salto nos prepara para el golpe y la ruina todavía nos
ampara la humana protección de lo que no puede saltar
definitivamente, como si existir se comparase al empuje
del caballo en fuga que raja boca y brida contra el refrenar.
En el espacio de la obra y en el movimiento de la vida
el peregrino conquista la palabra que presiona para el ejer­
cicio de la distancia y que le anuncia lo imposible, el eterno
vaso sin fondo bebido en el éxtasis.

De regreso permanece la queja.


3. HIPERION: peregrinar y desmesura

El poeta, el héroe, saben de la disonancia de la tierra


y del mundo. N o hay tierra ni lugar suficientes para apla­
car la sed de búsqueda; cada lugar expulsa en razón de la
duda. En el reino de la peregrinación el motor del movi­
miento es el dolor de no hallar centro. El centro que se
ofrece al errante carece de límite y de forma, de rostro y
de cuerpo. Quien se embarca en la errancia se halla “ tor­
cido” por una “ voluntad jamás colmada” :

“ ¿Mas quiénes son ellos, dime, los errantes, aquellos


un poco más impermanentes aún que nosotros mismos,
que urgidos desde muy temprano los retuerce una
voluntad jamás colmada?
¿por amor a quién?, ¿a q u é ? .. . ”

RAINER M ARIA RILK E. “ La Quinta Elegía de


Duino” .

A sí también lo dice Hiperion: “ es preferible morir


porque se ha vivido y no seguir viviendo porque no se
vivió nunca” (1) En la urgencia de la errancia el destino
raja y parte al errante, pues el lugar del ser entero, se hur­
ta siempre a aquél que vive en la disconformidad; pero
también a los hombres que viven la conformidad les es ne­
gado el reino de la plenitud; sin embargo, éstos “ con un
corazón seco y un espíritu lim itado” , (2) se adecúan con
complacencia a la superficie del vivir, sin la molestia que
produce la pregunta, sin el horror que revela la duda, sin
la angustia que proporciona el anhelo y el deseo. Extraña
vocación: vivir en la cercanía del abismo, en los bajos
fondos del ser, próximo siempre a ser escindido por la
desmesura.

(1) Hólderlin, Friedrich. Hiperion. Edic. Marymar. B. Aires. 1976.


p. 77.
(2) Hólderlin, Friedrich. (ibid).

78
Hiperion es el siempre necesitado, él es impulso y mo­
vimiento, y en su tregua aparece el dolor: allí donde com­
prende que es deseo y nunca cese, sufrimiento, codicia de
lo divino y no adecuación a lo humano. En Hiperion está
la angustia de ser otro, la enfermedad de querer salir de sí
mismo, de la prisión de lo humano.
Y el mismo Hiperion pregunta por la razón de su dis­
conformidad, por el origen de su anhelar: “ ¿D e qué de­
pende, preguntábame a menudo, que el hombre codicie tan­
tas cosas? ¿D e qué le sirve esa infinidad de deseos que al­
berga en é l? ” . (3)
Y preguntamos: ¿pertenece a la intimidad de nuestra
humanidad ese querer, esa volición, de ser siempre más
allá del límite? ¿qué fuerza interior incita a la desmesura
y a la inconstancia? Pertenece al hombre no querer ser
hombre?
Zaratustra, aquél que controló su pasión, ¿no fue aca­
so atacado también por la melancolía, aquella que surge de
la memoria del placer y de lo pleno?

Escuchemos:

“ Pero ya me acomete y me subyuga este espíritu de


melancolía, este demonio del crepúsculo vespertinos y, en
verdad, hombres superiores, se le antoja—
— ¡Abrid los ojos!— se le antoja venir desnudo, si co­
mo hombre o como mujer, no lo sé aúns pero llega, me
subyuga, ¡ay! ¡abrid vuestros sentidos!
El día se extingue, para todas las cosas llega ahora la
noche, incluso para las cosas mejores; ¡oíd y ved hombres
superiores, qué demonio es, ya hombre, ya mujer, este es­
píritu de la melancolía vespertina!” .

El espíritu de la melancolía vespertina viene desnudo,


los sentidos se abren hacia su circulación, no demasiado del
exterior aparece este demonio, es quizás el tiempo en que
el ser como hervor y cuerpo se abre y se desoculta, es el
tiempo de la herida del cuerpo que anhela. Son los bajos
fondos del ser quienes ahora hablan: la Noche, E ro s. . .

(3 ) Hölderlin, Friedrich, (ibid p. 79).


Si el hombre está preso en su “ sí-mismo” que es cuer­
po, naturaleza; y si porque pensando su herida escucha la
llamada de lo libre que le informa el cuerpo, ¿a dónde
debe ir? ¿qué ilusión teje el cuerpo? ¿un afuera que no
es sino el cuerpo mismo, su discurso desplegado como noc­
turnidad y prisión, como si en otro lugar que no fuese en
sí mismo se prometiese el lugar de lo libre? Y así, el hom­
bre, porque sueña desde la prisión con la “ otra orilla” y
porque ésta se halla inscrita en él, él es a su vez jaula, pá­
jaro y libertad; y allí donde encuentra lo libre, la prisión
no ha hecho más que extenderse, pues el fondo del ser so­
bre el que nos asentamos es cárcel para lo humano que no
puede abarcarlo todo y sólo intuirlo; y sin embargo el
movomiento prosigue: “ Hay en la esencia del hombre un
movimiento violento, que quiere la autonomía, la libertad
del ser” . (1)
Entre la prisión que es pensamiento y cuerpo se al­
berga la voluntad de lo libre; la herida del deseo en Hipe-
rion, herida que arranca del cuerpo, promete en el arrobo
la permanencia en lo divino.
Hiperion, por el arrobo y el éxtasis encuentra su lími­
te, su cárcel y su libertad. Allí donde se propone el salto,
al contacto voluptuoso con la naturaleza, es despedido; el
infinito éxtasis tiene como exigencia la muerte, el anona­
damiento. La naturaleza en el trasvasamiento de sus lími­
tes se concede en la sensualidad un instante de fuga y el
ser puede ser sobrepasado sólo en el movimiento que lo
obliga a regresar a sí mismo, recomenzando eternamente
anhelo y hastío. En el movimiento de Hiperion no hay
paz, allí donde se ve a sí mismo como hombre, descubre
“ una fuerza que no se emplea como se desearía; es tam­
bién lo que origina esos bellos sueños de inmortalidad y
todos esos amables y gigantescos fantasmas que de conti­
nuo sumen al hombre en el arrobamiento, y lo que aún le
da la posibilidad de construirse su Elíseo y crear sus pro-

(1) Bataille, Georges. Sobre Nietzsche. Taurus. Madrid. 1972.

80

81
píos dioses, lo que hace que su existencia no siga siempre
la línea recta, no vuele a su meta como la flecha, y
una potencia extraña se cruce con frecuencia en el cami-

(1) Holderlin, Friedrich. Hiperion. (ibid p. 79).


4. HIPERION: “ encontrarlo todo es perderlo todo”

Si en algún instante hubo una pausa en el deseo de


Hiperion porque lo había encontrado todo, en ese encuen­
tro también lo pierde todo. E l espacio del sobrepasar el
ser supone la superación de la acción, el proyecto, el es­
fuerzo. E l ser que soy y del cual formo parte, me señala
como lo fragmentario que se busca como totalidad más
allá de sí mismo. Pero allí donde supero la acción entro
en el reino del sinsentido, de lo que ya no requiere acción
sino sopor, un dejarse estar anonadante. Hubo pues un
instante para Hiperion en que desprendido de lo febril in­
gresa al espacio de la nada, como si desapegado ya de sí
mismo y exacerbado por el agobio del deseo, cuerpo y es­
píritu, en trance de agotamiento hubiesen sido colocados
en una suerte de limbo y del cansancio la nueva mirada
sobre las cosas recuperara una medida justa, desprovisto ya
el sujeto de producir entre sí mismo y el mundo exterior
una relación de sobresalto, anhelo y fuga. E s la duración
de la mudez, aquella que va precedida de la lamentación
y del grito, lo que en él se instala; es el espacio de la des­
nudez y del despojamiento, cuando el anhelar agota sus
fuerzas y entra el empuje del silencio, de la nada abarca-
dora que desplaza tensión, urgencia, pasión, retirando rui­
nas y esplendores, anunciándose como negatividad, neutra­
lización de lo indeciso, de lo afirmador o de la presencia
de polaridades. En el límite de la dramatización aparece
siempre un no poder más, y el movimiento patético entra
en el estatismo. En el límite del dolor hay un punto en
que quedamos absortos, también en la exacerbación del
horror entra esta situación del que queda estupefacto. Allí
sólo se pronuncian palabras que colocan al sujeto en el
principio y en el fin: ¡No puede ser! ¡Pero es! Y , ¿enton­
ces? ¿ N a d a .. . ? ¡N a d a .. . ! ¡Pero, e s . . . allí!
Punto neutro.
82

83
Punto en que la intensa movilidad de las fuerzas dra­
máticas de Hiperion, exacerbadas ya, invierten su camino
no hacia el refrenar sino hacia la repentina neutralidad. La
nada es aquí lo neutro, lo sin deseos, el olvido de sí, el
cese de sujeto y objeto:

“ Hay un olvido de toda existencia, un silencio de nues­


tro ser, en el que parece que hubiésemos encontrado
todo.
Hay un olvido de toda existencia, un silencio de todo
nuestro ser, en el que parece que hubiéramos perdido
todo, una noche en nuestra alma, no alumbrada por
el resplandor de ningún astro, ni siquiera por el de
un tizón de leña seca.
Actualmente, me sentía de nuevo tranquilo. Ya nada
me despertaba con sobresalto a medianoche. Ya no me
consumía en mi propia llama. Silencioso y solitario,
miraba fijamente ante mí. Mis ojos ya no se volvían
al pasado, ni se dirigían tampoco al porvenir. Mi es­
píritu ya no estaba obsesionado por las cosas de los
hombres, lejanas o próximas; no las veía sino cuando
me obligaban a verlas” . W

Pero Hiperion nunca superará la exigencia de acción.


El héroe es proyecto. En el caso de Hiperion es proyecto
de negar el proyecto. El Estado ideal que proyecta está
fuera de la servidumbre a lo temporal, es un Estado sin
provecho, sin fines, sin la esclavitud que proporciona el
valor; a los ojos de los hombres inscritos e.i el proyecto
dicho Estado es un sinsentido. Los hombres prefieren la
pena a la nada. Sin culpa, sin derramamiento de sangre,
sin sacrificio, el vivir carece de valor; y el hombre pre­
fiere el crimen, la insuperable enfermedad a la cura.
E l hombre colorea su nada en el asesinato de los otros
y de sí mismo. Pero también el soy, el ser al que pertenez­
co como fragmento e individuo exige para su conservación
y la iluminación permanente de esa conservación la pugna,
el proyecto, las identidades. Lo que no tiene ámbito, el

(1) Hólderlin, Friedrich. Hiperion. (ibid. p. 80).


peregrinar, la locura, el sinsentido, la superación del va­
lor, la ausencia de moral, la oscilación, la anarquía, el de­
sorden son respiraderos para el cansancio de un vivir en
proyecto.
Pero anarquía o vida en proyecto, la existencia descan­
sa sobre un fondo sin respuesta. La nada brilla entre su
carne.

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III / LA TRASGRESION. LA COMUNICACION

“ Los seres, los hombres, no pueden “ comunicarse”


— vivir— más que fuera de sí mismos. Y como deben
“ comunicarse” deben querer ese mal, la mancha, que
poniendo su propio ser en juego, los vuelve penetra­
bles el uno para el otro. . . ”
“ . . . vivir significa para ti no sólo las fluencias y los
huidizos juegos de luz que se unifican en ti, sino tam­
bién los trasvases de calor o de luz de un ser a otro,
de ti a tu semejante o de tu semejante a ti (incluso
en este instante en que me lees, el contagio de mi
fiebre que te alcanza): las palabras, los libros, los monu­
mentos, los símbolos, las risas, sólo son otros tantos
conductos de ese contagio, de esos trasvases. . . Pero
esos ardientes recorridos no suplantan al ser aislado
más que si éste consiente, si no a aniquilarse, por lo
menos a ponerse en juego —y por ese mismo gesto, a
poner en juego a los otros.
Toda " comunicación” participa del suicidio y del cri­
men. El horror fúnebre la acompaña, el asco es su
signo.
¡Y el mal aparece, bajo esta luz, como una fuente de
vida!

G EO R G ES BA TA ILLE. Sobre Nietzscbe. Voluntad de


suerte.
5. LAS HABLAS ELUSIVAS

En las hablas del hombre de acción, “ los trasvases de


calor y de luz” de los que habla Bataille son imposibles.
L a moral de la vida en acción se protege de toda habla
febril y la vida instaura así su economía hurtándose a la
fiesta, a la pasión, al crimen, a lo titánico.
Pero allí, en esas hablas, no se habla en modo alguno.
A veces entre ellas se filtra un gesto indicativo de hervor,
una señal de descolocación, para pronto extraviarse entre
la opacidad de la lengua que intercambia un valor a través
de un signo. A ellas pertenece la asepsia y la posibilidad
de traducción, su eficacia comunicativa se cumple en la
inocuidad de los contenidos que pronuncia. Pertenece a
nuestra cultura el vivir entre este habla, el progreso se
ampara bajo su seguridad, quien desde aquí habla es una
voz uniforme, plana.
Generaciones enteras pueden vivir y morir sin haber
hablado nunca realmente, sin haberse “ comunicado” . La
“ comunicación” , ésa que rompe el límite de nosotros
mismos y desbordándonos descoloca el habla, nos exige
querer el riesgo y si no amar sus peligros, al menos admitir
la tentación y el riesgo como expresiones de la resonancia
humana, como lo ineludible y necesario. Pero la vida en
progreso atraca la ‘comunicación” , la impide, moraliza en
torno a ella colocándola en el lugar de las patologías.

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6. LAS HABLAS ROTAS: la “ comunicación"

Si quiero “ comunicarme” debo descender al fondo de


mí mismo y del otro. Entonces agredo, violento los pro­
nombres, desvirtúo al personaje que se ampara en el yo y
en el tú, uno esas dos realidades en una energía fluyente que
no descansa. Aparece la bestia, nos desgarramos, y nuestro
amoroso odio sólo alcanzará el cese de la lucha a la luz
de la nada que nos inunda y baña con su claridad lo
feb ril. . . Una vez allí, ya nada puedo pronunciar en torno
a mí o a ti. La muerte nos ha tocado, conocemos el horror
de ser despojados. Nos queda el miedo a la desnudez, el
desamparo comunicado, lo solo, el habla no eficaz, el
balbuceo, la realidad anterior al habla, y también la ruptura
de la prisión del habla. . .
El verbo de la carne nunca es verbo transitivo. El habla
de la naturaleza es impersonal, intransitiva. Carece de
sujeto. No hay en ella acción sino acontecimiento.
Leerse desde el cuerpo, disponerse a la resonancia de
la “ comunicación” significa también poner en entredicho
el habla como código y acceder a lo imposible: ser lo Uno,
lo no fragmentario.
No se vive, se habla o se piensa absolutamente. Sólo
en la exaltación, en la exacerbación de los sentidos, alcanza
el vivir la cumbre. Y en ella, pérdida y ganancia son hechos
paralelos. Abierto, en la cumbre de sí mismo, el hombre
se dispone a perderlo todo para ser todo. Lo que “ pone
en juego” son sus objetivos, abandona el camino “ hacia”
para volverse el lugar del tránsito, allí donde solo circula
la sensación. Ser sensación, ser el espacio que recibe “ los
ardientes recorridos” de la existencia, no para albergarlos,
no para poseerlos, sino en la libertad de lo que circula, se
dispersa, se pierde y regresa; ser ya no habla sino murmullo,
grito, silencio y verse en la pérdida, en el vértigo de quien
se cumple propagándose.
Propagarse en la “ comunicación” es la disposición a
ser invadido. Lo propagado es mi propia pérdida. La parti­
cipación comunicativa es el instante en que yo no soy yo
sino comunicación de lo que no puede pronunciarse, verbo
absoluto que como tal impide ser limitado en la expresión.
En el vivir fragmentario, en el vivir entre lo temporal,
el habla es ansia, no comunicación. La exigencia de la
comunicación es la desnudez, la disposición al desamparo
y al silencio. Comunicación es también escucha de la reso­
nancia del cuerpo cuando la naturaleza invadiéndonos, nos
recupera para sí misma y recuerda nuestra condición de
extranjeros, de errantes en nuestra propia casa; entonces
en la desarticulación de pensar y habla, el yo se contempla
contemplándose, extraño ya a sí mismo, en el todo que lo
puebla de silencio, de nada, de lo que siempre está antes
o más allá de toda h ab la. . .
7. LA PARALISIS

En el acto de comunicarse, de “ ponerse en juego” ,


lo que salva y retiene en el riesgo es la parálisis, límite que
nos soporta todavía entre las leves intervenciones del yo.
La memoria, los nombres, la costumbre del pensar discur­
sivo acogen de nuevo a quien paralizado y absorto ha per­
dido el poder y la voluntad.
La voluntad de libertad en la naturaleza humana apa­
rece como un riesgo amparado, retiene en el salto, ofrece
un límite. Sobrepasarlo significa el desvarío. La amenaza
de lo indeciso en el extremo de nuestros límites se recoge
e ingresa, ya por el agobio o por el recuerdo, al tiempo.
Nadie domina este movimiento. Que el yo aparezca como
amparo no pertenece propiamente al yo. Desconocido es
el punto que permite al yo salvarse de la amenaza y devol­
verlo a la seguridad de las identidades.
Vivir significa entonces ser lo acogido y lo desampa­
rado, somos el individuo que escindiendo al yo encuentra
la unidad.
Pensar, hablar, escribir se entienden entonces porque
no podemos hablar absolutamente, porque no podemos
mantenemos sino en el límite. En el “ poner e en juego” ,
lo que nos retiene y nos devuelve es el discurso contra lo
indominado; esa suerte jugada que nos retiene es el funda­
mento esencial, fundamento que es herida, incompletud y
alienación esencial. Chocamos contra la transparencia de
lo “ otro” , ella ya está trazada en nosotros como posibilidad,
como urgencia de salto, pero también allí se abre el muro,
la prisión, el regreso a nosotros. La casa del ser que nos
contiene y nos arriesga participa de esta ambigüedad. Hay
sin embargo, un instante de “ suerte” por el cual el des­
prendimiento es definitivo. . . M ala o buena suerte, el
yo allí se jugó la suerte. . . y no hay una moral de la
suerte.
En la ofrenda al riesgo el cuerpo nos retiene en la
prisión de su gramática: hallar el morir en el vivir. La vida
se renueva en la trasgresión de esa gramática, el yo se
juega en esa trasgresión de suerte.
Superar la ambigüedad de mi participación en el ser,
salir de mí mismo, del proyecto, de la ley, aventurarme
en el “ afuera” , esto pulsa en nosotros.

“ Como la Naturaleza que entrega a los seres


a la aventura de su denso deseo y a ninguno
protege en el terruño o ramaje,
así también nosotros no somos más queridos
por el fundamento de nuestro ser; nos arriesga.

Sólo que nosotros,


más que la planta o el animal
vamos con este arriesgar, se quiere, y a veces también
somos más arriesgados (y no por egoísmo)
que la vida misma, un soplo más
arriesgados. . . Esto nos proporciona fuera de la
[protección
un estar-seguros, allí donde opera la gravedad de las
fuerzas puras; lo que finalmente nos cobija
es nuestro estar desamparados y que andemos de tal
manera hacia lo Abierto, viéndolo allí amenazado
para afirmarlo en alguna parte del más
amplio ámbito en que la ley nos afecta” .

RA IN ER M ARIA R ILK E i.

“ Vamos con este arriesgar” — dice Rilke— . En nos­


otros, va el querer salir de sí mismo. Ello es en nosotros,
forma parte de la gramática del cuerpo, del ser como
cuerpo.
Cuando Artaud dice: “ estoy decidido a no soportar
por mást iempo la argolla del ser o de la ley” , quien clama
allí por autosuperarse es la pertenencia al ser. N o es sólo
Antonin Artaud quien habla, sino el ser-en-carencia, la
fisura del cuerpo que exige el riesgo. Querer el riesgo

(1) Citado en alemán por Martín Heidegger en: Sendas Perdidas


“ ¿Para qué ser poeta?” La versión al castellano fue realizada
por H. Ossott.

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está por encima de mi decisión; el riesgo me pertenece,
pero como ley y gramática sólo me permite un salto a
medias, retenido, siempre en regreso, “ afirm ador” .
La vida se vuelve soportable por esos instantes de
“ comunicación” que la suspenden en una suerte de vacío.
Por la nada, la vida se afirma. E s necesaria una dosis de
muerte, de anonadamiento del ser:

“ Lo que es primero no es la plenitud del ser, es la


grieta y la fisura, la erosión y el desgarramiento, la
intermitencia y la corrosiva privación; el ser, no es
el ser, es esta carencia de ser, carencia viva que hace
a la vida desfalleciente, inasible, inexpresable salvo por
el grito de una feroz abstinencia” .

M AURICE BLANCHOT. Artaud *.

Pero allí donde el ser en carencia se busca más allá


de sí mismo se abre sólo un movimiento hacia la supera­
ción, la plenitud tiene como exigencia el aniquilamiento,
y la gramática del cuerpo, el ir con el riesgo hace del ani­
quilamiento una afirmación y así manteniéndose entre afir­
mación y anonadamiento, el ser se desenvuelve en los lími­
tes de privación, carencia e intermitente plenitud. La gra­
mática del cuerpo paraliza al ser que soy, me retiene en
el extremo del vértigo. El proyecto de salir de sí mismo
regresa al proyecto. La exigencia de ser en la muerte de­
vuelve al ser a la vida que es carencia de plenitud. Sobre
ese movimiento la vida se desgarra, se funda, se destruye.

(2) Citado en: Artaud, Antonin. Cartas a André Breton. Prólogo


de Miguel Morey. Pequeña Biblioteca Calamvs Scriptorivs.
1977. Barcelona.
8. LA OBRA, LA CARENCIA

La voz de la obra está en la cercanía del origen. Origen


quiere decir aquí fundamento. Ella habla desde la fisura
del ser, desde su grieta. Su movimiento fundado en la
“ carencia” del ser repite el movimiento del querer-salir-
de-sí-mismo. Ella es eco, resonancia del ser como origen.
En ella habita la urgencia de disolver el mundo, de “ inex-
presarlo” (B arth es): negando el tiempo, la acción y el
proyecto lo restaura a su vez, devolviendo a los hombres
la afirmación de sí mismos.
La obra propone una experiencia límite, la instauración
de un cuerpo en trasvasamiento; porque es eco del ser-en-
carencia su herida es igualmente incurable. Su movimiento
un fracaso y sólo en la medida en que es movimiento hacia
la superación del discurso y prisión en el discurso, sólo
allí donde no puede cerrarse ni cercar lo inasible ella es
obra.

El ser es en cuanto a que en la “ des-ocultación” (Hei-


degger) de la fisura muestra que no es en modo alguno 1
en ese movimiento inicia la lucha por ser siempre más allá
de sí mismo; en esa experiencia límite, imposible, donde el
ser retenido en sí pulsa hacia el salto que lo niega, la ley
que lo devuelve a sí mismo lo afirma en la prisión de no
ser más que en el movimiento de afirmación y de negación.

(1) Heidegger muestra: “ En el centro del ente en totalidad existe


un lugar abierto que es un claro. Pensado desde el ente es
más existente que el ente. Este centro abierto no está circun­
dado por el ente, sino que este centro claro rodea a todo
ente como la nada, que apenas conocemos.
El ente sólo puede ser, en cuanto ente, si está dentro y más
allá de lo iluminado por esa luz. Sólo esta luz nos ofrece y
nos garantiza un tránsito al ente que no somos nosotros y
una vía de acceso al ente que somos nosotros mismos” . El
origen de la obra de arte. F.C.E. 1973. México.

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D e la misma manera, la obra se asienta en un movimiento
interior que, por una parte disuelve e inexpresa su cuerpo,
su temporalidad y por la otra, en la lucha por disolver mun­
do, tiempo, conciencia e historicidad afirma la conciencia
del existir cuando en los límites aborda las intermitencias,
el hervor, los trasvases de esplendor que la anonadan.
9. LA CARENCIA, LA M UTILACION,
LA INOCENCIA

“ Todos lo hemos visto venir, esta huida del aconteci­


miento que se desarrolla en lo invisible, ese renuncia­
miento, preparado simultáneamente y en todas partes
de un mundo que se desdice del equivalente sensible” .

RA IN ER M ARIA R ILK E . Carta sobre Paul K le e 1.

Porque no podemos abandonarnos a lo que es, porque


hemos “ olvidado” lo esencial, nuestra habla es fracaso,
carencia y anhelo. “ O lvido” quiere decir aquí, dar la espal­
da, abandonar.
Lo que se nos abre en la carencia es lo sin fondo, lo
que carece de soporte. Desde lo sin-soporte, el poeta busca
fundamento y retención, no el fundamento de lo histórico
que en modo alguno fundamenta hoy, sino el fundamento
esencial que retenga y ampare la soledad del discurso del
existir.
Olvidar lo esencial ha significado para nosotros que
hemos “ puesto en juego” el vivir y urgidos por la presen­
cia de la fisura en nosotros, eludiéndola, violentándola o
desviando de ella lo que nos habla de disipación y muerte,
nos queremos sólo como lo más viviente, nos queremos
(creem os) sólo como poder. L o desviado es el “ claro” de
nada (H eidegger) que nos hiere y liga a la tierra.

Fundamento, significa, sin embargo, disposición a la


fractura, disposición a la ‘transformación en lo invisible” .
( R ilke).
Abiertos sólo a la afirmación, no soportamos lo que
nos soporta. Negando la negación que nos soporta y en
la exclusiva afirmación de nosotros mismos y de lo histó-

(1) Klee, Paul. Teoría del arte moderno. Edic. Calden. 1971.
Buenos Aires.

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rico, no podemos recibir ni lo sagrado, ni el misterio. No
podemos disponernos al asombro.

En la angustia de vivir la herida del existir, en la


urgencia de sobrepasarla, no se mira lo sagrado. Allí sólo
se es tensión y lucha, futuridad.

Pero el misterio sólo es posible en el reposo. Se abre


cuando cesamos de oponernos al anhelo. Se abre cuando
nos disponemos a lo inobjetivable.

Lo olvidado es la posibilidad de suspender decisión,


palabra y acto. Hemos olvidado suspendernos, ponernos
entre paréntesis. La vida en progreso impide el devenir
en lo que es, lo oscurece, lo elude.

Inmortal se supone el hombre en progreso que decide


sobre el tiempo del existir y olvida su fundamento. Para
quien así decide no hay posibilidad para el misterio y en
consecuencia tampoco para la inocencia, estado necesario
a toda recepción.
En la inocencia, fracaso y éxito se presentan como lo
que debe ser siempre, desde el riesgo esencial. En la
inocencia la disponibilidad al riesgo rebasa medida y cálculo;
por ella sólo se es asombro. No hay conclusión para la
actividad de lo inocente, hay sí urgencia de responder al
llamado, pero jamás rodeo, nunca distancia o retardo. Hacia
lo indeciso o claro impulsa el anhelo de1 inocente, libre
de pérdida y ganancia, lo que lo dispone es el movimiento
al riesgo.

Inocencia no es ignorancia. La perversidad tiene en


común con la inocencia, que agotadas todas las posibili­
dades debe acudir a la dulzura. En la cumbre de la per­
versidad al perverso sólo le resta amar lo que niega;
recompone su estado de mutilación desde la nostalgia, se
dispone a ser asaltado por lo sacro.
El niño, el león y el camello son las tres “ virtudes” de
Zaratustra: la inocencia, la fuerza, la carga. . .
10. LO SAGRADO

Lo sagrado no puede ya estar referido a la figura de


un Dios. Si todavía tenemos acceso a ello, nosotros los
que vivimos sin-soporte, recibimos lo sagrado en la cum­
bre de la angustia. Lo sagrado aparece cuando en recono­
cimiento de nuestra pérdida, y abandonados al devenir
del existir, fluye hacia nosotros el resplandor, la claridad
del movimiento del vivir, entero, sin exigencias, libre.
Lo sagrado es instante, nada hay allí para la reflexión
ni para la conclusión. Absortos en la naturaleza, entregados
a su respiración, lo extraño se abre en nosotros no para
ejercer el efecto de la disparidad, del extrañamiento, de
la separatidad sino para instalarnos en lo que Rilke llamó
la recepción de las fuerzas puras, allí donde el movimiento
del nacimiento, el caer y el morir se dirigen hacia un centro
que conserva y sostiene toda disminución hacia un renovado
nacimiento, pero no asido a permanencia alguna sino colo­
cado en la disipación, en el vacío. . . Centro que Rilke
explicará con la imagen de la fuente, que en su impulso
originario es ascenso y caída.
Lo que se nos revela en el desamparo y en la cumbre
del vivir en carencia es el límite de la angustia. Lo que
todavía nos protege en la angustia es la disposición, la
inocencia, la capacidad de poner al mundo entre paréntesis
y volvernos pasillo, circulación del devenir.
En la cumbre de la angustia, “ los lirios del cam po”
descritos por Kierkegaard se presentan como lo libre de
exigencia, en reposo. Quien desde aquí vivencia lo sagrado,
permanece absorto en el temblor de ser; suspendido el yo,
se circula con el circular del existir, hacia ninguna parte:

“ ¿no será también posible encontrar “ el instante” ha­


blando? D e ninguna manera, sólo callando se encuentra el
instante; mientras se habla, basta que se diga una sola
palabra, se soslaya el instante; solamente en el silencio
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está el instante. Y por eso, porque no puede callarse, es
muy raro el caso de que un hombre llegue a comprender
debidamente la presencia del instante y que, en consecuen­
cia, lo aproveche debidamente” l .
Pero el vivir en proyecto nos niega esta disposición.
Se nos educa para el olvido de lo esencial. La vacancia en
lo que es nos está negada, también la vivencia del “ ins­
tante” .

En la vida en proyecto acentuamos nuestro ser frag­


mentarios. Lo abismal que nos inscribe es “ olvidado” ,
obliterado por la urgencia del decidir; pero lo abismal no
deja de hablarnos, exentos del reposo requerido para el
diálogo con lo que abismándonos nos funda, impedidos
para el asombro, el movimiento de nuestro vivir sigue
una imagen del vivir que excluye reconocerse en la muerte.
Entonces, la vida vivida como imagen, proyecto, con­
quista sí, pero olvida que lo dominado es inseguro. El
hombre en progreso desdibuja una parte de lo que lo
fundamenta: lo sin soporte que él es.

La poesía en señalamiento de lo abismal y sin soporte


que nos signa, fundamenta, en la medida en que acercán­
dose a lo que nos fundamenta descubre el desamparo y
una posibilidad de vida desde lo desamparado. Ella seña­
la lo que todavía hacemos. Ella dice: esto mientras tanto
acontece entre los hombres. Descubre el esplendor y la po­
sibilidad de la desesperanza, lo que creamos desde el dolor,
en el ejercicio de vivir sobre lo sin fondo. Sólo en este
sentido saca al habla del fracaso y lo dispone para el tes­
timonio.
Lo testimoniado es el murmullo del dolor humano, la
pugna y la persistencia de lo humano en lo humano, la
imposibilidad de trasgredir el límite y la disposición al
comienzo, a la inocencia, a la pérdida.

(1) Kirkegaard, Sóren. Los lirios del campo y las aves del cielo.
Edic. Guadarrama. 1963. Madrid.
IV / RIESGO, DESAMPARO Y DISTANCIA
1. LA OBRA, LA MASCARA, LA DISTANCIA

¿E s trágico el orgullo de la máscara o acaso una paro­


dia? Decir no cuando se desea. E s ésta la moral de la
máscara.

“ Nadie en el fondo quiere la luz, ni Hegel mismo la


quería; la inteligencia está dirigida a una falsa luz, busca
un inaprehensible espejo. ¡La luz lo destruiría todo, la luz
sería la Noche!". (1)

La inteligencia ama la máscara. Ella establece con lo


abismal las reglas del juego como Ulises lo estableció con
las Sirenas. Escucha hasta donde quiere. N o pregunta a
lo abismal: — ¿qué eres?— . Sino, inviniendo la pregunta
dice: abismo, abísmate en mí. N o se pone en juego. Con­
templa el “ ponerse en juego” de los otros como un es­
pectáculo en cuyo centro no se permite a sí misma acceso
alguno. La máscara es lo específicamente literario, a ella
le concierne el sistema que resguarda, el lenguaje que
ampara.
Por ella el narrador discurre, elige, decide. A ella per­
tenece lo que la moral llama “ el dominio de sí mismo” ,
nunca el incendio, el hervor, el pánico.
Embellecer el horror es el sentido de su movimiento.
Diseñar es la palabra más ajustada a la acción de la másca­
ra. Ella vuelve habitable las zonas de error o de confusión.
Colorea el espanto, acude al discurso piadoso, transforma
en belleza lo que nos degrada. Pero la vida desconoce la
máscara. Vida es impulso, peligro y tensión hacia el desca­
labro. Al fondo del soy que nos habita reina el azar y la
inclinación por lo oscuro.
E l arte como vida vivida desde el “ dominio de sí
mismo” se juega desde la elusión. Y la obra trazada desde

(1) Bataille, Georges. El Culpable. Edit. Taurus. 1974. Madrid.

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la máscara (los discursos nostálgicos, el personaje, la retó­
rica, la dialéctica) es en relación al peligro y al riesgo
apenas un catafalco. El escenario de una estatuaria fúnebre
tragicómica. Allí donde los cuerpos vueltos piedra se inmo­
vilizan en un gesto.

“ . . . ¿no se escriben precisamente libros para ocultar lo


que escondemos en nosotros?” (Nietzsche).

Lo “ escondido” en nosotros es el punto vulnerable,


el lugar que nos hiere como pertenencia al Ser. E l lugar
de nuestro hundimiento. Donde ya no podemos ser puente
sino barranco.
Por el amor todo el artificio que somos se precipita
en la postura ridicula que desdice del dominio. Por el
arrobo y el éxtasis en el “ afuera” de la obra, en el lugar
anterior a ella, quien contempla adquiere la expresión de
acecho por lo que se le resta o por lo que le rehuye. Pero
en estas instancias el “ personaje” es ya lo imposible. Lo
que creemos ser, lo querido, se descoloca. La mirada en
ausencia de la máscara se abisma como la mirada del loco.
Entre la obra y el amor media un gesto equivalente: el
del deseo. En ambos se levanta una exigencia: destruir
los “ soportes literarios” . Lo amado no es un rostro, una
virtud, un más alto conocimiento sino el cese, la suspen­
sión de la pregunta, del error y de la errancia. Lo amado
es un centro que nos borra, que disuelve la aventura (es­
cribir, leer, am ar):

“ El fantasma del deseo es necesariamente mentiroso.


Lo que se da como deseable está enmascarado. La más­
cara cae un día u otro y en ese momento se desen­
mascara la angustia, la muerte y el aniquilamiento del
ser perecedero. En verdad, tú aspiras a la noche, pero
es necesario dar un rodeo y amar rostros amables. La
posesión del placer que anunciaban esos rostros desea­
bles pronto se reduce a la posesión desarmante de la
muerte” .

G. BA TA ILLE. El Culpable.
La obra que no permite la entrada a ese estar espasmó-
dico, la obra que no atrae hacia sí el fascinante espacio del
descontrol, los excesos, la vulnerabilidad, lo indecible,
permanece en el límite de la estatuaria como objeto.
Nadie sale más allá del libro si éste no se propone como
fuga y distorsión de sí mismo.

E l ser que traza Heidegger en su sistema se hace fas­


cinante cuando encarna un temblor que lo niega y que
como un cuerpo más se pudre, se disuelve y pugna por
mantenerse en el espejeo de la apariencia. El ser se hace
ser cuando pierde el dominio y se erige como misterio.

La primera máscara pertenece a la moral de quien no


desea el incendio sino la conservación, la de quien prefiere
la ilusión a la certeza. La primera máscara se juega con
el “ ponerse en juego” . Coquetea con los abismos, pero
nunca es abismo. La primera máscara pertenece al discurso.
Se puede ser siempre un charlatán del riesgo. Se puede
hablar de la aventura y nunca ser la aventura.
Se puede. La máscara es un poder. Puedo todavía hablar
allí donde el horror está bajo mi dominio. Puedo todavía
hablar cuando por sobre la atracción de lo sin fondo ejerzo
la distancia.

La escritura clásica participa de ese poder. Controla


la ausencia. Se ampara en la tercera persona. Y cuando dice
“ yo” , todavía le queda un último yo. E l yo del poeta
pertenece todavía a la primera máscara. Pero porque en
esencia decir yo es pronunciarse por contenidos, decir yo
es sacar a la luz el personaje que me creo, nunca la
desnudez.

El distanciamiento del autor con respecto al texto y


a favor de un poner al descubierto la trama del lenguaje
implica el ejercicio de un dominio. El centro o la fractura
no pertenecen al “ afuera” de la obra sino a la estructura
del lenguaje y esa estructura es operativa.
Igitur es puesto en juego como lenguaje; impedido a
alcanzar el absoluto y siempre devuelto al espesor del
102

103
lenguaje. Lo que lo impide al salto es su carácter de “ per­
sonaje” . La proximidad a la transparencia de un Igitur
está sostenida por la distancia ejercida por el autor que
dispone para una “ tercera persona” el espacio abismal. Ma-
llarmé pone en juego el lenguaje hacia el silencio, hacia la
nada, pero el trasvase es imposible en cuanto a que media
la distancia ejercida por Igitur. Mallarmé utiliza la repre­
sentación, parte de la imposibilidad de desprenderse del
artificio, la máscara del lenguaje mismo. Igitur nos revela
la bufonada del filósofo y del poeta que quieren romper
la distancia conservando el yo.

La segunda máscara pertenece a quien ha tocado el


dominio del horror, el “ afuera” de la obra. Ella resulta de
una conversión. E s la exigencia de quien tocando el abismo
y lo sin fondo, se dispone a vivir y a aceptar la vida al
ras de lo que ella es: lo ilusorio, la máscara; pues abjurar
de la máscara significa despojar de sentido y de valor la
acción a nivel del mundo. El viajero, fatigado e insaciado,
incapaz de aferrarse ya, pide la segunda máscara: una adhe­
sión, consciente del absurdo. Máscara para hacer todavía
hospitalario el lugar entre los hombres y el mundo.
Corresponde al bufón y al sabio esta segunda máscara.
Ella ríe, no puede dejar de hacerlo, concede y se burla,
sufre su propia caricatura y dibuja los límites de su cárcel,
que debe amar para no perecer. Su heroicidad consiste en
saber que no hay lugar para la conquista ni para la espe­
ranza, como tampoco método o sistema que no sea a su
vez una trama ilusoria contra lo ilusorio. Asumiendo su
alienación esencial: hablar, pensar, escribir, actuar, como
distorsiones del yo que somos, la segunda máscara vive
hasta el colmo su absurdo papel, sus roles y su tinglado,
embrutecida como Sísifo, quien al no poder zafarse de la
piedra tuvo que ser piedra, castigada como Rimbaud por
la imposibilidad de la trasgresión última: alcanzar la liber­
tad de ser.
La segunda máscara es el resultado del desesperar de
la máscara. Pertenece al sabio que decepcionado aún debe
actuar. Pertenece a quien vio la luz tal como la vio el
sabio de las cavernas (Platón) y que sin embargo, debe
olvidarla para continuar viviendo entre los hombres. Per­
tenece a los poetas “ de la noche del M undo” :

. .Viajero, ¿quién eres tú? Veo que recorres tu cami­


no sin desdén, sin amor, con ojos indescifrables; húme­
do y triste cual una sonda que, insaciada, vuelve a
retornar a la luz desde toda profundidad . . . ¿qué
buscabas allá abajo?. . . , con un pecho que no suspira,
con un labio que oculta su náusea, con una mano que
ya sólo con lentitud aferra las cosas: ¿Quién eres tú?
¿Qué has hecho? Descansa aquí: este lugar es hospi­
talario para todo el mundo . .. ¡recupérate! Y seas
quien seas: ¿Qué es lo que ahora te agrada? Basta con
que lo nombres: ¡lo que yo tenga te lo ofrezco! . . .
“ ¿Para reconfortarme? ¿Para reconfortarme? Oh tú, cu­
rioso, ¡qué es lo que dices! Pero dame, te lo ruego . . . ” .
¿Q ué? ¿Qué? ¡Dilo! . . . “ ¡Una máscara más! ¡Una
segunda máscara!” . .. 1.

(1) Nietzsche, Friedrich. “ ¿Qué es aristocrático?” . Más allá del


Bien y del Mal. Alianza Edit. Madrid. 1975.

104

105
2. LA DISTANCIA. LA DESNUDEZ

En la desnudez, el soy que somos se comporta ante el


ser como los amantes separados por la reja y que adheri­
dos a ella, en el incendio, no logran disolverla. Desde el
soy desnudo al Ser media el intervalo de un enrejado, de
una tela metálica cuyo trasvase nos exige el ser perforados.
Nadie se cuela impunemente entre esa red sin añadir al
cuerpo las hendiduras de sus enlaces, huecos, espacios
abiertos e incisión de líneas, de púas.

El despojamiento hacia el trasvasamiento del ser marca.


El “ personaje” , ya sea literario o pertenezca a la persona,
está referido siempre a lo que no pudo ser.
Colocarse en la desenmascaración significa situarse en
un límite descalificador. R ota la distancia fundada en la
máscara aparece la angustia de la desnudez, lo abandonado
en esa ruptura es el dominio de lo individual. La obra
se funda en esa exigencia.

“ E l espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz


de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramien­
to. . . sólo es esta potencia cuando mira cara a cara a lo
negativo y permanente cerca de ello” . G. W. F. Hegel.
Fenomenología del espíritu.

Mirar cara a cara a lo negativo y permanecer cerca de


ello, significa en lo que concierne a la obra un escribir
sin la posibilidad de centro, escribir no porque se puede
decir algo, sino escribir retirado de la posibilidad de
escribir.

“ Yo amo a quien quiere crear por encima de sí mismo


y por ello perece” ( Nietzsche).

Escribir “ por encima de sí m ism o” es disponerse a un


hacer desde el vacío, desde el lugar donde las palabras
ya no son activas sino que son el murmullo, el residuo
de lo que no pudiendo dejar de hablar y desde el despe­
dazamiento enuncia sólo brechas, intermitencias, sombras,
n a d a s .. . “ momentos de ser” (Virginia W oolf).

En la desnudez lo que murmura es la mudez del ser.


En el extremo de la descolocación de la máscara es posible
la dramatización, la vuelta a la retórica y a la piedad por
el yo sacrificado: “ ¿A quién alquilarme, a qué bestia
adorar?” — clama Rimbaud. Derruido el soporte mítico,
cuando no queda nada, y en la desesperación, el autor sin
embargo, puede hacer de la ausencia un dios. Mallarmé
convirtió a la muerte en un espacio de ejercicio verbal.
Se amparó en ella por el lenguaje, tentó la mudez del ser,
fundó el poema de la nada. Mallarmé convierte a la muerte
en proyecto, obliga al universo verbal a entrar en el espacio
negativo para saberlo. Positiviza a la nada, a la negación.
Pertenece al espacio poético contemporáneo la posibilidad
de afirmarse en la ausencia, en la noche. . .
El poeta hoy hace de la ausencia, de la nada, de la
mudez del ser, la casa de sí mismo, y funda por la palabra
poética la resonancia de lo que la silencia:

“ Nosotros que, de nacimiento, conocemos las mentiras


exóticas y la decepción de las vueltas del mundo (ha­
biéndolo visto todo, en las muchas leguas de espacio
de las obras maestras con los ojos de nuestro espíritu
y los ojos de nuestra cara) vamos, simplemente, al
borde del Océano, donde no persiste más que una línea
pálida y confusa, para mirar lo que hay más allá de
nuestra habitual residencia, es decir el infinito y la
nada” i.
“ Mi mente, cansada de la razón discursiva quiere arre­
batar los mecanismos de una nueva, una absoluta gra­
vitación” 2.

Lo que se precipita en la desnudez es la posibilidad del


hombre como centro del mundo, y el mundo mismo. Quien

(1) Mallarmé, Stéphane. “ Un golpe de dados jamás abolirá el azar” .


En: Poesía. Ediciones Librerías Fausto. 1975. Buenos Aires.
(2) Artaud, Antonin. “ Correspondencia con Jacques Riviere. “Carta
a la vidente. Tusquets Editor. Barcelona. 1971.

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habla desde la desnudez es un ausente, el desaparecido.
En el espacio de esta escritura no hay territorio por con­
quistar. Lo que allí habla es nadie, queda el habla del
lenguaje, “ el lenguaje se habla” .

Hablando desde el nadie, pero abandonando la desga­


rradura que lo conforma, el arte contemporáneo ha ins­
taurado una “ retórica de la nada” . Para salvarse de la
precipitación en la ausencia ciertos artistas han utilizado el
dominio sobre la nada, la han atraído al espacio de lo
lúdico, conservaron contra ella la máscara que protege de
la despersonalización. Hicieron de la nada un texto.
Duchamp, Warhol, Mallarmé, Beckett, los artistas con­
ceptuales, los realizadores de poesía visual se juegan en
esta retórica.
Ellos danzan sobre el abismo, pero los defiende la con­
ciencia del juego, la imposibilidad de dramatizarlo. Han
elegido la segunda máscara, y sabiendo de la noche hacen
de la desaparición una “ cosa artística” . Convirtiendo al
sin sentido en un valor.
Pero la desnudez es un no valor, la imposibilidad del
discurso, el instante, la fuga, el texto insostenible.
3. LA IDENTIDAD DEL CREADOR

“ Si escribir es entregarse a lo interminable, el escritor


que acepta defender su esencia pierde el poder de
decir “ Yo” . . . . La idea de personaje así como la forma
tradicional de la novela, no es sino uno de los com­
promisos por los que el escritor —arrastrado fuera de
sí por la literatura en busca de su esencia— intenta
salvar sus relaciones con el mundo y con él mismo” .

M AURICE BLANCHOT. El espacio literario.

Si la obra se articula sobre la urgencia de una ruptura,


si su habla alude a lo que la silencia (el ser, lo esencial),
el lenguaje, el poder de decir yo, se retiran para dar entra­
da al asombro. Pero allí el lenguaje se descalifica, carece
del poder de disponer, también el pensar ingresa en una
pasividad, en una recepción. Lo extraño dispone ahora del
pensar, si todavía allí hay habla ella se levanta y se hunde
fluctuante e indecisa, absorta, en la proximidad del miste­
rio. En esta zona el habla dice de lo indecible, y el vivir
desde la identidad descalificada se vuelve entonces es­
pectáculo, instalación en la contemplación.
E l lugar hacia donde conduce la obra es un no-lugar,
el sentido que revela la obra en la cercanía de lo esencial
es un sin sentido, pero sin sentido aquí expresa lo que
Rilke señaló como el “ no lugar sin negación” . Vivir la
aparición de lo que no tiene sentido como lo que nos
descalifica el pensar y con ello nuestra identidad puede ser
visto desde las defensas del yo como una demencia, pero
esta demencia pertenece a la “ demencia feliz” , la dicha
sin razón que se revela cuando despojados de las “ salva­
guardas” , de la máscara, ingresamos en la continuidad de
ser: el espacio indecible que nos retiene y soporta en el
riesgo del misterio. Y el misterio significa participar total­
mente desde lo que somos y no somos en lo que es.
108

109
L o que es, nos revela que todavía estamos retenidos
por el dolor, la muerte y el amor. Por ello estar absortos
en lo que es significa para Rilke celebrar, cantar la trans­
formación de lo decible en indecible, celebrar que la dis­
minución de nuestra individualidad, las pérdidas, las caídas
y lo que nos desdice sean soporte y fundamento esencial.
Cantar la tendencia hacia nada de todo lo que es como el
cumplimiento esencial de ser. Pero quien desde este saber,
escribe, ama, vive, no puede ya localizar su acción bajo el
amparo de la decisión, de “ las relaciones con el mundo
y con él mismo” . Su acción allí pertenece a la pasividad
de ser, al desapego, a la imposibilidad de involucrarse seria­
mente en los asuntos del yo. Toda identidad se convierte
desde esta perspectiva en caricatura, farsa, trampa que nos
elaboramos, compasión y piedad. Por el “ compadecer” el
“ yo” se acreece en lo literario, vivencia la posibilidad de
una “ salvación” , supone la defensa de algo, un contenido,
una idea, una instancia; acomodado en la comodidad de
la defensa, no mira hacia lo abierto, se coloca ante y contra,
nunca en. En ausencia de la posibilidad de la piedad, en
la descalificación del heroísmo del yo, cuando quien escribe
y quien vive, en la cumbre de la dramatización, descubre
en sí un claro de nada que lo desvincula de la pasión se
dispone entonces a la entrada de lo extraño. Lo extraño
allí descalabra lo dramático, nos reímos de nosotros mis­
mos, de nuestra compasión por la herida y nuestro apego
por la lamentación que no es más que miedo ñor la extra-
ñeza. Lo extraño es ser doliente y amante en medio de la
indiferencia de lo que es. Zaratustra amaba a las mariposas
que locas vibraban en lo que es sin conciencia y en un
ámbito de riesgo. Sólo nosotros nos colocamos ante, opo­
niéndonos al riesgo, calculando la aventura, disponiendo
de nuestro ser, convirtiendo en destino lo que carece de
designio. Destino, dirección, surgimiento, lo venidero (Zu-
kunft = hacia lo que viene) eso está antes.

Destino significa brote. Para Rilke, destino es todo lo


anterior a la infancia, destino significa en Rilke la perte­
nencia al ser. Pero pertenencia al ser entonces se debe
mirar como lo que siempre deviene y siendo se presenta
por encima de nosotros, disponiendo de nosotros en el alzar
o en el hundir. Lo que individualmente podamos salvar de
este movimiento se hunde en el movimiento mismo. Nada
aquí es salvable ni pertenece a nuestra disposición. El
misterio que celebra Rilke desde esta perspectiva es que
todavía podamos hablar y decir entre un fondo de indecible.
Lo magnífico para Rilke es que fundados sobre una ausen­
cia podamos todavía encontrar en ella fundamento, y que
nuestra disminución sea lo que nos afirma como lo que
todavía anhela.

110

111
4. IDENTIDAD Y REMINISCENCIA

Por lo cotidiano y la reminiscencia, por la reiteración


de una costumbre o por el recuerdo de su pérdida lo
humano se asimila a un entorno. Los gestos y rituales
diarios objetivan el existir. A lo indeciso o lo desvaneciente
se opone una cosa dura, una forma, objéticamente presente.
El apego a la historia individual nos vuelve anticuarios,
poblamos para no desfallecer en lo sin rostro:

“ Lo que en Combray daba forma, coronamiento y


consagración a todos los quehaceres, a todas las horas
y a todas las perspectivas de la ciudad era el cam­
panario. .. ” 1.

Cada quien se apega a un campanario, centro impro­


bable hacia el cual se vuelca la aventura o la desventura.
Cada quien quiere saberlo cierto, no un sueño, no el trán­
sito de lo ilusorio que nos vuelve ilusorios, sino objético,
real, pleno de certidumbre, colmado de sentido; hacia un
campanario así siempre se vuelve cuando la decepción, el
cansancio o la opacidad del sinsentido precipitan al abismo
la razón de ser. El campanario es el dibujo que trazamos
para hacer posible el vivir. E s una columna contra el des­
amparo, la fortaleza que da lo imaginario y que alimentada
por la esperanza nos retiene en el movimiento de la inven­
ción del vivir.
El reflejo que el pensar lanza sobre lo existente garan­
tiza una racha de esplendor y consistencia a lo que parece
hundirse incesantemente en lo indiferenciado. Hay una
noche que abisma el campanario, centro de toda identidad.
Hay una presencia que nos inesencializa. Por esa presencia
lo que es deviene silenciado. No la prudencia sino el miedo

(1) Proust, Marcel. “ Por el camino de Swann” . En busca del


tiempo perdido. Alianza Edit. Madrid. 1969.
nos vincula a los objetos familiares, se trata de poseer una
imagen, no importa lo precaria, contra lo sin fondo que
amenaza. E l movimiento de la obra literaria es pues tam­
bién recortar de lo indiferenciado el instante, el perfil,
los gestos de lo que tiende a sustraerse. El tiempo, el yo,
la memoria son las defensas contra el incesante devenir
hacia ningún lugar. La obra, el libro, la historia particular
pretenden imponer su dominio contra el vacío. El creador
se aferra a un hacer pensable la realidad, la obra al final
le muestra la ilusión de su tarea. Llevando a cuestas una
imagen de sí mismo, de los otros y del mundo, domina el
querer decir, impone a lo decible la respiración de un
estilo, lo inscribe en una forma, hace literatura.

“ ¿Para qué mentir, para qué situar en el plano literario


algo que es el grito mismo de la vida, para qué dar
apariencias de ficción a lo que está hecho de la sustan­
cia que no puede desarraigarse del alma, que es como
la queja de la realidad?

A NTO NIN ARTAUD. Carta a jacques Riviére.

Fuera del discurso queda esa región inaprehensible,


muda, no dominada por la ley del lenguaje ni por los
contornos de la identidad. Esa región fuera de la servidum­
bre verbal devuelve a las cosas su presencia inaudita. Soli­
tarias ellas se yerguen y nosotros con ellas como los que
no podemos decir sobre ellas. En el cese de la conciencia
que divaga sobre las cosas, en la suspensión de mi indivi­
dualidad, en el acallamiento de la frase, de la idea o de
la intención aparece la pureza de un estado de existencia
que no es aprehensible sino como lo que está— a h í: puro,
íntegro, sin historia, desnudo. Lo excesivo de tal estado
es que desborda el lenguaje. Quien escribe se defiende de
la experiencia anterior a la escritura. El espacio literario
provee contra lo que se revela: el inaprehensible murmullo
del existir que se precipita en la ocultación y en la vacuidad.

No se trata de escribir textos perfectos, el texto perfec­


to es una morada contra el naufragio. Por la obra alcan­
zamos la evidencia del naufragio; el espejismo que se
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dibuja en el desierto nos incita al viaje, a la búsqueda y
siempre un nuevo espejismo oscurece lo desértico. Escribir
es quizás oponer al desierto el espejismo, sabiendo que el
desierto vence. La tarea de escribir es desde aquí la tarea
inútil, pero esta tarea por la que el escritor se sabe en
disminución y sabe al vivir como lo que siempre está en
situación de resta se opone al mundo como la tarea ver­
dadera.
La “ tarea verdadera” quiebra los centros, lo posible, el
recuerdo, descoloca los límites, la seguridad, el amparo que
ofrece al existir un campanario, una forma reconocible.
Pero allí donde en los límites descubre la decepción y se
enfrenta con lo ilusorio, la apariencia y la mentira del
recuerdo, de esos centros erigidos como salvaguarda, no
puede avanzar más. E l escritor debe permanecer en la
pobreza de su tarea: “ convertir el ultraje de los añ os/ En
una música, un rumor y un sím bolo. . . ” ( Jorge Luis
B orges).
E l símbolo es el espejismo que nos garantiza la realidad.
Por él somos idénticos a nosotros mismos, poseemos el
contorno que asegura del vacío y frente al derrumbe,
aparece como lo que nos sujeta a una historia, lo que nos
religa a la coherencia de una acción. Afuera queda el
desierto, la noche, la nada, el sinsentido, aquello que nos
invita a desaparecer, aquello que siempre habla al fondo
de toda acción y de todo gesto y que amenaza la ilusión
y la esperanza de una palabra, de un lugar probable, de
una certidumbre.
E l afuera, el desierto se ofrecen como la aniquilación
del espejismo. Significa disponerse al derroche. En estos
extremos ni identidad ni obra, y en estos extremos se
opta o continuar en la tarea imposible o aventurarse en
la aventura de lo que ya no puede tener rostro, ni casa
ni centro.
5. EL AMBITO DEL RIESGO. EL DESAMPARO

¿De quién soy la voluntad, quién quiere de mí?

E. M. CIO RAN. Breviario de podredumbre.

Vivir, escribir, conocer significa que por la pregunta


el ámbito por el cual se es y desde donde se es se pone
en juego. Poner en juego y lanzar a la aventura indica o
revela a un sujeto que acepta no poderlo todo. Quien se
rehúsa a la aventura supone que domina una economía
del vivir, unas reglas, una verdad, un lenguaje certero, una
identidad inconmovible. Amparado en las relaciones con
un mundo “ interpretado” mantiene, conserva y sigue la ley
de lo ya interpretado.
Desde el riesgo, la obra y la vida se despliegan sólo
como deseo. El conocimiento descalificado como saber
invita a quien piensa a instalarse en la noche del saber.
Lo que se nos abre cuando en los límites no podemos saber­
lo ya todo es lo sin fondo. Ponerse en juego entonces
significa vivir y escribir sobre un sin fondo. Lo escuchado
sobre lo sin fondo es el edsamparo y que somos todavía
desde el desam paro. . .
Escribir, vivir, desde esta perspectiva indica un hacer
“ por encima de sí m ism o” (Nietzsche). N o se trata aquí
del conocimiento por el conocimiento, un conocimiento de
tal naturaleza siempre está amparado por una moral, una
servidumbre. Crear “ por encima de sí mismo” es descubrir
que tanto el pensar como el hacer de la obra participan
de lo que Heidegger llamó Holzwege ( “ caminos trazados
por las vetas en la m adera” , “ caminos hacia ninguna
parte” ). Lo que aquí se arriesga entonces es la imposibi­
lidad de alcanzar un valor. La obra es entonces la dispo­
sición a perder. No adherida ya a una voluntad de verdad,
arriesgándose en el juego a perder el juego, la obra se
vuelve testimonio de un “ mientras tanto” , el instante que
114

115
todavía le permite al danzarín de la cuerda floja cumplir
su última pirueta. O también, en la cercanía del desamparo,
el vivir, el hacer la obra, se convierten en la relación de
asombro por lo que todavía nos asalta con su presencia:
el temblor del borde de una hoja. Lo más difícil es con­
vertir el desamparo en la posibilidad de la fiesta. Whitman
y Rilke celebraron a partir de lo que pendía en el abismo.

“ ¡Dios mío! ¡Cómo se clavaron en mí, cuando salí


de la estancia, los colmillos del conocido dolor, el deseo
de hallarme con alguien que no estaba allí! ¿ Qui én ? . . . ”

V IR G IN IA W OOLF. Las Olas.

Todavía los personajes de Las Olas tienen un rostro


que cubre el desamparo: Percival. El “ conocido dolor”
posee así un centro, una identidad a qué hacer referencia:
Percival no está allí. El conocido dolor se ampara bajo
una interpretación. Pero ¿a qué referir “ el conocido dolor”
cuando se sabe que nuestras relaciones con el mundo son
sólo interpretaciones? ¿A quién referir el dolor, la muerte,
el amor cuando se vivencia la desnudez de lo que som os?
Lo que nos asegura contra la desnudez y el desamparo
es tener siempre cerca un rostro interpretable, un juicio
y un culpable, una verdad y un error precisos. Lo que
nos protege de la desnudez del soy es la posesión de una
cara, el reconocimiento, el reconfortante bienestar de per­
tenecer a la servidumbre de un asidero. Los hombres se
empeñan siempre en que sus enemigos posean un límite
y un contorno preciso, una geografía capaz de ser tras­
gredida, una localidad para la amenaza. E l saber filosófico
se ha empeñado en localizar la amenaza del ser que somos.
La palabra localiza a la angustia, la concreta, la objetiviza,
encuentra al culpable. Quiere un combate entre zonas abor
dables. Aligera el combate.

El otro combate pertenece a quien se arriesga en la


lucha con lo que no tiene rostro, y en este nivel no hay
un signo suficiente, una palabra, ni un universo verbal.
Los signos, los símbolos, los rostros localizan el dolor,
interpretan. Pertenecen a las justificaciones y explicaciones
reconfortantes. Señalan un culpable y una culpa y en con­
secuencia ponen cese a la posibilidad de ponerse en juego.
Y o amo — dice quien vive en el ámbito del riesgo—
pero, ¿a qué?
Yo espero, — ¿qué?
pero, ¿a qué?
Lo amado: el amar mismo. Lo vivido: el vivir. Lo
esperado: la espera. Amar, vivir, esperar desde aquí se
sostienen sobre sí mismos.
“ iQué extraño es ver las cosas sin adherirse a ellas,
desde fuera, y darse cuenta de la belleza que tienen
en sí mismas! Y, entonces, !a sensación de haber sido
liberado de un peso. Las ficciones, las falsas creencias
y la irrealidad han desaparecido, y la ligereza ha llega­
do dotada de una especie de transparencia, haciéndose
invisible, y se va a través de las cosas, mientras uno
cam ina.. . ¡Qué extraño!”
V IR G IN IA W OOLF. Las Olas.

Sin embargo, lo sabemos, en el ámbito de la vida vivida


en proyecto se nos exige una servidumbre, una enfermedad,
una víctima. Lo vivido no es la vida sino la explicación
de la vida, nunca el dolor de ser sino la explicación del
dolor en el encuentro de un verdugo. Cada quien debe
tener su verdugo a la mano para sostener un juicio y obte­
ner sobre el vivir una victoria, aunque sea una falsa victoria.
El misterio sin embargo, permanece oculto.
Ponerse en juego, vivir desde el desamparo, escribir
desde allí significa colocarse ante la sospecha de cualquier
posibilidad de respuesta. La obra no es una clave. No
responde algo. E s movimiento, la rueda que gira hasta la
fractura del eje. El eje no es la obra, sólo lo que la permite.
Medio que permite el mover.

116

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6. LA OBRA Y SU CERCANIA A LA MUERTE

“ Quien se consagra a la obra es atraído hacia el punto


en que ésta se somete a la prueba de su imposibilidad” .

M AURICE BLANCHOT. E l espacio literario.

El libro es todavía el escenario de un posible. A través


de él circula lo representable: personajes, vestidos, risas,
acciones. E l libro da unidad a lo fragmentario y a lo irre-
presentable: la vida.
Entre actos, pausas, entre texto y texto, el espesor de
la vida se mira en el libro como un exceso. La novela par­
ticipa de este exceso, dota al vivir de un fulgor, de una
grandeza que no posee. Recortando instantes, magnificán­
dolos, decorando, agrandando aquí o empequeñeciendo allá
instala en el contínum del vivir la posibilidad del espec­
táculo o de la pesadilla.
La novela como espectáculo se opone a la muerte.
Particulariza el sentimiento, recorta de lo indiferenciado,
posibilita el “ yo” ofreciéndole el espacio de una escena.
Sostiene a la conciencia en el tiempo. Pero sostener a la
conciencia en el tiempo significa instalarse en los límites
de un rol, de un papel, de un personaje, de una palabra
“ sólida” , cargada de certidumbre.
En el vivir cotidiano el bombre realiza esta acción
como una forma de resguardo, ante el hundimiento en el
todo, en el ser de la vida. El habla ampara y opaca, elige
y separa, vuelve discernible y a la medida de nosotros
aquello que se resiste a todo dominio: la transparencia
de un tiempo vital que no afirma ni niega, sino que se
resuelve en la neutralidad de la reiteración. E s el hastío,
la estabilidad, la inmutabilidad, la angustia de lo sin fulgor
lo que impele a la crisis. Hablar, escribir, actuar desde aquí
se inauguran como la crisis ante el vivir. Ellos parten de
la disconformidad ante ese abismarse en sí misma que es
parte esencial de la naturaleza.
Sostenerse a nivel del mundo y no del vivir que es
fluyente e indiferenciado, esto es lo que cumple quien se
aborda desde el yo. E s decir, quien se yergue desde un
retrato que ha prefigurado o presupuesto.
L a novela recorta, separa, individualiza; hace visible
el dolor del vivir en lo individual, localiza y limita el
dolor, el amor, la soledad y la muerte, tipifica el crimen.
La pregunta de la poesía, en cambio, desvía la posibilidad
de lo demasiado característico y desde la experiencia no
ya individual descubre el lugar de la fuga, la fisura por
donde escapa la posibilidad de ser plenos. En el origen
de ambas está el cansancio y el hastío: el no saber o no
poder morir desde el vivir. En su fondo habita el des­
esperar.

La palabra se funda sobre la pérdida: se escribe porque


no se conoce. Lo conocido en la experiencia es lo inseguro,
lo siempre desfalleciente, lo huidizo de las experiencias
demasiado particulares que transcurren sobre un fondo
inmutable. Pero escribir no significa fijar lo huidizo para
recuperarlo, sino hablar un habla de fuga que admite su
disolución o su fracaso como habla.
Visto hoy el escribir como experiencia, el acto de escri­
bir como un vivir, se sitúa entre los entreactos, allí donde
ya no es posible el espectáculo, la escena o el personaje.
La seguridad del personaje está fundada por los espacios
que lo imposibilitan: la continuidad de ser. E l personaje
es límite para un contínum que niega límites. Quien escribe
desde el personaje se ampara del riesgo de la obra: abordar
lo que la silencia.

Roto el artificio de la tercera persona o del yo, queda


el murmullo del vivir, de ser. La experiencia allí habla
de lo que la obra no puede hablar bajo presión de perecer.
Lo literario es lo posible. M ás allá de lo literario: la
experiencia de ruptura de los límites.
Lo literario es una cárcel que salva. Compromete a
un ejercicio que fija en una o dos direcciones el vivir.
Despojados de lo literario sólo sabemos que somos.
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Quizás lo que pretende la literatura sea despojar al
lenguaje y al hombre de lo personal, arrojar lo en exceso
particular que acentúa el dolor. En ese desprendimiento,
en esa invocación a la desnudez el escritor pierde el poder
de decir, su habla se vuelve neutra, indecisa o nocturna.
Pues lo que se abre al fondo y más allá de la obra es la
experiencia que no puede pertenecerme, que no es “ típica” ,
personal, propiedad de un yo sino propiedad del desenvol­
vimiento de un modo de ser.

Quien escribe sabe que no hay historia que se sostenga


frente al inacabable murmullo de ser. La eminencia de
un gesto, la fuerza de un carácter, la decisión, se hunden.
Desde la obra, la existencia adquiere la dimensión de la
suela de un zapato, la delgadez de un hálito.
Asumida como memoria, la obra alza siempre un resi­
duo, el caparazón de un animal que ha resistido todavía
contra la desintegración. Ella no recupera un pasado. Lo
que descubre del pasado es una falange, la misma que en­
contró Orlando 1 en el desván . . .
Lo otro, la futuridad que funda la obra es la posibilidad
de morir. Convertir lo insoportable del ser perecedero (la
angustia, el deseo) en un poder. Ejercitarse en la decepción.
La obra y la vida ejercidos desde la decepción excluyen
el deseo de dicha, de lucha, de posibilidad. Lo posible
se hunde. La retórica se neutraliza.
L a obra, la vida se acercan entonces a lo absurdo: la
muerte. La obra habla entonces el lenguaje de lo muerto,
la palabra susurra su vacío, pero ese vacío conserva todavía
la posibilidad: no cesa de hablar.

“ Incluso el último no-sentido es siempre, en el límite


ese sentido hecho de la negación de todos los otros” .
G EO R G ES BA TA ILLE.

¿Pero entonces, qué se juega quién hace la obra? Lo


puesto en juego no es la vida, lo puesto en juego es

(1) Woolf, Virginia. Orlando. Edit. Sudamericana. Buenos Aires.


1968.
abordar lo perecedero y no morir. Lo puesto en juego
es que en la decepción quien escribe debe “ salvarse” en
la posibilidad de la escritura.

Si la obra nos abre a la muerte quien escribe debe de­


cidir acercarse a su quemadura sin perder. Esta es la
trampa de la obra, éste su amparo, su máscara. Conservar
la identidad a pesar de lo que nos niega. Soportar, resistir
lo insoportable.
“ El arte vuela alrededor de la verdad con la decidida
intención de no quemarse en ella” .
KAFKA.
Lo que se instala por la obra es el disimulo. Lo disi­
mulado es “ la mirada a la Noche horripilante” (N ietzsche),
la quiebra del sentido; el arte que se funda como lo posible
disimula el horror último del vivir: el ser perecedero. Ese
arte funda, opone la última pregunta, interroga pero desvía
el interrogar, asume el error de la interpretación como una
forma de conservar la distancia, la pregunta que aquí pre­
gunta aplaza la posibilidad al silencio. El lenguaje de esta
obra oscurece o elude la grieta donde se abre lo imposible.
Aquí el error y la errancia son determinantes.

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7. " HACER POSIBLE LA MUERTE"

La pregunta de la obra que no afirma ni niega, pre­


gunta si este soy que vive y muere pertenece acaso a la
certeza de un vivir o de un morir. Si el lenguaje no me
garantiza la realidad, si hablar no es ya un dominio, el
tránsito entre el habla y el cese del habla se aniquila.
Morir, vivir, adquieren entonces la continuidad de una
semejanza.

La voz de los textos de Beckett es la de un habla


muerta. Sus textos no son indicativos ni salvadores. Des­
pliegan un continum afantasmado. Quien en ellos habla,
despersonalizado, no se sabe ni más ni menos real. Tampoco
posee la medida que separa la vida de la muerte, esa medida
antigua garantizada por el pronombre personal:

“ . . . me diré un cuerpo, un cuerpo que se mueve, hacia


adelante, hacia atrás, y sube y baja, según las necesi­
dades. Con un montón de miembros y órganos, sufi­
cientes para vivir una vez más, para sostenerme, un
momentito, a eso llamaré vivir, diré que soy yo, me
pondré en pie, no pensaré más, estaré demasiado ocu­
pado, en sostenerme, en sostenerme en pie, en trasla­
darme del lugar, en aguantar. . . ”

SAMUEL BECKETT. Textos para nada.

“ . . . l a preocupación del hombre es hacer posible la


muerte” (Blanchot).

Hacer posible la muerte significa dominarla a través


de una forma que la saque y la inscriba a la luz del
vivir. E l hombre por la obra (el obrar) hace más viviente
el vivir, asegura el vivir de lo que lo afantasma. La aven­
tura y el riesgo que conciernen al hombre es ser más arran­
cándose de la indiferencia de ser.
“ La obra hace a la tierra ser una tierra” (H eidegger).
Por la obra se hace visible lo que es. Lo que es tiende a
precipitarse, se hunde continuamente, se concentra en sí
mismo, se elude como posibilidad de saber. Pero el hombre
se empeña en “ una muerte digna de sí” . Para ello debe
también hablar de la vida como lo merecible. Coloca el
vivir dentro del espectáculo que debe ser visto y con ello
hace digna y posible su muerte.

La obra se acerca a la muerte para hacer posible el vi­


vir. Ella salva del hundimiento esencial a todo lo viviente.
Instalando al soy en el espectáculo, dotándolo de un ros­
tro discernible, de la fuerza de un carácter, recorta de en­
tre la mudez de ser una geografía, un lugar, un límite.
La Catedral, el personaje, la palabra se alzan y se co­
locan ante y sobre el fondo anonadante del existir.

Cuando Heidegger señala que la obra hace visible el


espacio invisible y que por ella el hombre nota lo siempre
encubierto y ocultador, le otorga entonces a la obra y al
artista el poder de asegurar, de “ dar confianza” a unos
hombres inscritos en el riesgo de existir en cuanto a que la
obra “ mundaniza” y vuelve habitable el acontecimiento de
que estemos retenidos y “ absortos en el ser” .
E sto quiere decir que la obra nos introduce en la con­
fianza de ser ahí en el misterio. Por la obra, por la palabra
el hombre se otorga la muerte y la libertad de vivir. Se
otorga un centro de gravedad que lo mantiene en sí mis­
mo y lo asegura de lo confuso, de lo nunca demasiado cla­
ro. Ella proporciona al hombre un ámbito. Ella, como el
lenguaje, es la casa que impide la dispersión.

Poner en cuestión la confianza del lenguaje y de la


obra, poner en duda que ellos sean posibles como centro
significa ya que el hombre desconoce el poder. Lo que allí
aparece entonces es lo inseguro.
E l hombre no está ya en situación de disponer. Su con­
ciencia se hace consciente del fracaso. La existencia lo so­
brepasa.
Roto lo individual, queda la unanimidad de lo lanzado
a la aventura. La obra hoy revela un no-poder, ella es la
122

123
representación de todos los inútiles esfuerzos que el hom­
bre ha hecho por ser más viviente que el vivir mismo. La
obra dibuja y desdibuja los contornos tensos de una pala­
bra que pulsa por arrancar al misterio de ser la última pa­
labra, la única.
Pero la única palabra posible para responder a la obra
es aquella que alude a lo que se retira.
M ás allá del dominio de la obra, rota la posibilidad del
lenguaje y en el afuera ilimitado, nada queda ya para lo
demasiado particular o propio.
En lo abierto, desde lo unánime, ¿qué habla? N i un
yo, ni una tercera persona. ¿H abla el desierto? ¿H abla la
ausencia? ¿H abla acaso la unanimidad de ser que se pre­
cipita en el no-ser? ¿H abla la desposesión del dominio, la
muerte en el deseo, la febrilidad alcanzada y tocada por la
extrema quietud? ¿H abla acaso aquello que Rilke llama
“ el no-lugar sin negación: la claridad incontrolada, esa que
se respira y se “ sabe” infinita y no se desea” ?

La obra se compromete pues en la experiencia que la


liquida, ella es el amante que por el amor sobrepasa al ob­
jeto y anhela solo la ausencia.
Morir significa aquí que no se está ante el mundo ni
ante las posibilidades objéticas del lenguaje, sino en la
franca desnudez e inutilidad de lo que ya no es exigencia,
ni movimiento hacia. N o se trata aquí de estancamiento.
Lo superado en el afuera de la obra es la tensión de la
pregunta, lo acallado es el preguntar. Preguntar es estar
contra, frente. Quien pregunta conserva en la pregunta la
respuesta que quiere escuchar. La obra quiere su respuesta.
Rota la posibilidad de la respuesta lo que se abre en el
ejercicio de la obra es un respiradero, un dejarse-estar-ahí
pasmado, la muda constatación del rojo, del azul, de lo
denso o de lo móvil. En esta zona no hay ya posibilidad
para la adhesión sino para la siempre ondulante sorpresa.
1. EL "AFUERA DE LA OBRA”

La obra es el despliegue de una espera. En esos movi­


mientos febriles de quien crea, ejecuta y elabora, laborio­
samente se alzan discursos, opiniones, descripciones que
aspiran a la legalidad. Legalizar quiere decir aquí, levantar
sobre el fondo de ausencia y de sin sentido una forma, una
figura, un gesto, una idea; recuperarla e inscribirla entre (1)
el ámbito de la verdad. Pero si la posibilidad de la verdad
y de la esperanza son vaciadas como vocablos y como vi­
vencias, todo se precipita en la desnudez, el desamparo y
lo sin fundamento.
Porque el arte es la puesta en juego de la verdad, su
decir pende siempre sobre el abismo. Allí donde el arte se
aventura aparece lo elusivo, la pregunta retirada de la res­
puesta, excluida de la quietud, de la confianza y de la se­
guridad.
Lo que llama y murmura entonces es el “ afuera” de
la obra y del obrar. El no saber. La imposibilidad de la
apelación a lsaber. Lo no seguro. El espacio de una verdad
que es sólo presencia de ser, pero que no afirma ni niega
algo y ante la cual, jerarquía, valores, ideas, sufren de un
hundimiento, haciéndose visible la incompletud del habla
y la pequeñez del pensar frente a lo abarcador.

“ El arte es “ el mundo invertido” : la insubordinación,


la desmesura, la frivolidad, la ignorancia, el mal, el
sinsentido, todo esto le pertenece, extenso dominio.
Dominio que reivindica, pero ¿bajo qué concepto? No
tiene derechos, no podría tenerlos cuando no puede
apelar a nada” .

M AURICE BLANCH O T. El espacio literario.

(1) entre el ámbito de la Verdad lo que acontece es un desplaza­


miento: la verdad es no-verdad (Heidegger).

127
Liberado de la apelación a una verdad, quién desde allí
todavía elabora se descubre en el hacer sin arraigo. El ha­
cer sin arraigo está a su vez desprendido de la noción de
valor; nada de lo que el arte reivindica pertenece a lo
“ comerciable” . Lo decible en la obra dice de lo que abis­
ma al hombre: el tiempo, la muerte, la eternidad, la nada.
E l esfuerzo por imponer (2) lo existente y arraigarlo, el
hacer que “ la tierra sea una tierra” (H eidegger) es una
tarea amenazada en su origen. Lo que amenaza a ese im­
poner arraigador es la pregunta por el sentido o el sinsen-
tido del existir y esta pregunta es acallada siempre por la
avasallante mudez, la imprecisión e indiferencia de lo
que es.
Quien escribe desde esta conciencia, se sabe en lo pro­
visional. La obra, el vivir individual, pertenecen a un lapso
que recortable ofrece la visión de presencias únicas, irre­
petibles, colocadas en un intervalo temporal a donde deben
cumplir la descripción de un quijotesco combate contra el
silencio.

Afuera se abre el desierto y el vacío. Quien crea funda


una palabra que se pretende sólida e instala su resonancia
en el espacio que tiende a borrarla. La garantía de esa ha­
bla, aquello que la cierra como sentido y la posibilita como
lo decible es la inseguridad. La angustia de esa aventura
significa que se ejerce un no-poder, el dominio de la obra
se efectúa allí donde jamás se instala el remo; internarse
en ese “ dominio” es desafiar lo que exaspera y optar por
el anhelo.
Lo indeciso y ocultador del “ afuera” , mantiene a quien
escribe en el deseo, en el desasosiego, en la ansiedad.
El arte fija un signo y por él impugna al silencio, lo
agrede, lo tienta. Y allí donde oponiendo el signo, lucha
contra la nada, es vencido.

(2) imponer aquí no tiene el sentido de “ violentar” ; el “ imponer”


de que aquí se habla alude a “ sobreponer” , “ sobrevivir” ,
“ ofrecer” , “ disponer” . . . lo que el hombre realiza contra el
silencio y el sucumbir.
E l juego que se juega desde la obra es el juego malo,
significa situarse con la pérdida. La prueba ante lo imposi­
ble es el extravío, también el vivir de quien juega el juego
malo pende sobre esta prueba. El derecho a desesperar,
propio del hombre común que no aborda esta instancia,
está aquí vedado, se trata de mantenerse. Quien desespera
puede alquilarse a una servidumbre resguardadora y cu­
rarse. Pequeñas servidumbres atenúan el desesperar, metas
de corto alcance y siempre renovadas proposiciones. Pero
lo sabemos: quien se juega el juego malo del pensar sólo
puede ser sorprendido, asaltado por el zarpazo de un ins­
tante que descolocando al pensar, lo coloca en la dicha de
un abismarse en lo sin fondo.

“ Y quien no es pájaro no debe hacer su nido sobre


abismo” .

FR IED R IC H NIETZSCH E. Así habló Zaratustra.

Tejer los ritmos del vivir a partir de una palabra im­


precisa, ahuecada, para que entre sus espacios circule lo
que la acalla, el “ afuera” ; no poder decir ya desde el do­
minio del yo sino desde un soy que se abisma en la noche,
en la muerte, en el vacío. No saberse ya rostro, ni historia,
ni form a. . . ¿H ay acaso una palabra precisa, un contorno
limitador para el “ afuera” , ese lugar al que aspira quien
escribe y quien desea? ¿E s el “ afuera” el cese del desear,
allí donde la angustia del desear se supera? ¿E s el “ afue­
ra” el no-sentido, el espacio de silencio por el cual arran­
camos una palabra? ¿E s el “ afuera” el dominio de lo noc­
turno que amenazándonos en el vivir es también impulso,
fuerza, llamada por la cual invocamos siempre otra cosa?
¿Q ué tienta a quien escribe? ¿E l “ afuera” ? ¿E so que se
presenta como una forma de muerte, de libertad por au­
sencia, de desprendimiento a toda servidumbre?
Escribir es entonces un decir que convoca el espacio
de un no decir más. A sí como el amar es convocar el lu­
gar que libera del am ar. . . En el “ afuera” la palabra, el
sentido son la apariencia, ellos se hunden en el habla si­
lenciada, acallada por el resplandor de lo que ya no signa
ni puede hablar sino establecerse en la libertad de ser.
128

129
Allí comienza lo que Blanchot llama “ hablar sin co­
mienzo ni fin” , allí nos vinculamos a una “ palabra sin
identidad” , sin posibilidad de centro. Allí lo cerrado, la
vinculación, la ley se descubren como la imagen que re­
tiene contra la vivencia del desamparo en la libertad, pues
allí donde se abre lo libre el hombre ocupa y desplaza lo
libre con un signo que invadiéndolo impone a lo indeciso
e inaclarado de lo libre el contorno de lo familiar y de lo
dominable. Así las hablas que hablan del misterio se ase­
guran de la extrañeza en la infatigable descripción de acon-
teceres, imágenes, figuras, éxtasis.
2. LA OBRA DESDE LA NADA Y EL SINSENTIDO

“ Suponiendo que nosotros queramos la verdad: por


qué no más bien, la no-verdad? Y la incertidumbre?
¿Y aún la ignorancia?

F. N IETZSCH E. Más allá del Bien y del Mal.

La obra es el desplazamiento de una pregunta. Lo que


aparece en ella es la respuesta que nos coloca en un espacio
indeciso. La obra no responde con una afirmación o su
contrario, deja a quien interroga quizás en la misma igno­
rancia del comienzo, en lo expectante. La obra arranca en
la pregunta porque se sitúa en un no-saber, porque quien
escribe descubre su participación en el existir como lo in­
comprensible, lo que se escamotea.
¿Por qué el dolor, por qué el amor y la muerte? En el
despliegue y movimiento de estas preguntas aparece la his­
toria y el tiempo, manera de “ un cómo” hemos construido
nuestra morada desde el pensar; es decir, cómo hemos
pensado nosotros lo que nos hiere, cómo hemos combatido,
fracasado o cómo nos hemos retirado de la posibilidad de
pensar el dolor, el amor y la muerte.
La obra que arranca de la pregunta sobre el absurdo
del dolor y de la muerte, apenas alcanza como respuesta
lo que no es tal. Apenas puede dibujar, describir movimien­
tos de existencia iluminados por una luz que vacía el sen­
tido último. En este sentido ella devuelve a quien pregunta
a la ignorancia original. Esta ignorancia nos desvela que
sólo sabemos que algo es. Sabemos en nuestra ignorancia
lo ineludible: que somos y que lo que nos soporta es jus­
tamente aquello que nos vuelve más aparentes: (1) el pen­
sar. Y allí donde somos nos rodea el vacío, el no-saber. Lo
posible que somos se nos presenta como tal por el pensar.

(1) pensar, hablar, interpretar, no nos garantiza alcanzar ni la rea­


lidad ni el soy que somos.

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La obra desde esta perspectiva dibuja la manera cómo lu­
cha lo posible por imponerse contra la amenaza de lo im­
posible: la inundación del pensar por el sinsentido, la in­
vasión que le señala el límite. Ella es la descripción de un
combate, ella muestra lo que queda de esa lucha: los frag­
mentos de cuerpo y espíritu, los estragos de la enferme­
dad de existir, las mutilaciones, lo inservible, el desamparo.

La sensación que nos queda después de la lectura de


una gran obra es que hemos salido de un botadero de ba­
sura. Pero también sentimos que se trataba de articular,
recomponer esos objetos desperdigados, en situación de
pérdida y que se nos trató de decir que esa decadencia, la
ruina, la incoherencia actual de esos objetos posee una rara
hermosura en cuanto a que todavía allí, muertos y en
desuso, hablan de una pasión de ser:

“—Enrique, antes de que transcurra mucho tiempo todo


habrá terminado ya: no nos quedará nada que hacer;
ni siquiera el privilegio de retroceder lentamente por
una razón, por el honor y los vestigios de nuestro orgu­
llo. Ni siquiera por Dios: es evidente que marchamos
sin El desde hace cuatro años, pero se ha olvidado de
notificárnoslo. Ya no sólo careceremos de ropas y zapa­
tos sino hasta de la necesidad de usarlos; no sólo care­
cemos de tierra y alimentos, sino de hambre, puesto
que ya hemos aprendido a prescindir también de eso;
pues bien, si no tienes Dios ni necesitas alimentos,
vestidos y techo, nada les queda al honor y al orgullo
para encaramarse y aferrarse y blandido en el aire. Y
si has perdido el honor y el orgullo, nada importa ya.
Lo malo es que queda en ti algo que vive sin impor­
tarle del honor y el orgullo; algo que retrocede durante
un año entero sin otro objeto que el de sobrevivir;
algo que, probablemente, cuando esto termine y no
nos quede ni siquiera la derrota, se negará a sentarse
a morir al sol y penetrará en los bosques, errando y
buscando sin descanso, cuando no lograrían moverlo
la voluntad y el férreo soportar, buscando raíces y
cosas semejantes. . . , la vieja carne sensitiva, sin sue­
ños, sin inteligencia, que no sabe la diferencia entre
la desesperanza y la derrota, Enrique” . W

(1) Faulkner, William. ¡Absalón, Absalón! Alianza Edit. 1971.


Madrid.
Lo que se hace visible por la obra es entonces la ruina
de todo sentido, el acabamiento de una razón de sentido.
Lo que ella significa es que, todo lo significado e incluso el
signo mismo se hunden por la ruptura de la posibilidad de
la verdad en una ausencia de sentido.

¿P or qué mantenerse entonces en un movimiento que


no conduce a lugar alguno?
Y sin embargo. . . en ese mostear y hacer aparecer la
invasión de las cosas por el vacío, el poeta (el cantor)
hace más existente el existir. E l canto de la obra (en la
desesperación o en la nostalgia) recorta del fondo indife-
renciado lo que todavía es y está presente.

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133
3. QUERER ENTRE EL NO-SABER

Quien desde este saber todavía “ canta” , quiere.


Querer desde el sinsentido significa que podemos toda­
vía disponernos al asombro. Querer significa también vin­
cularse al poder.
Este poder alude aquí a la manera cómo las cosas se
instalan y se presentan a pesar de lo que las precipita en
la nada. Quien escribe presenta y coloca por sobre un fon­
do abismal el contorno de un objeto. Sabiendo de lo que
nos precipita queremos, lo querido por nosotros es nuestra
pertenencia a nosotros mismos.
Nuestro querer, nuestra potencia de imponer se rela­
ciona con aquello que nos amenaza con desvincularnos de
lo querido, del poder: la muerte, el sinsentido, la locura.
La obra como un querer es entonces la arquitectura
de un murmullo, ella edifica con los despojos, con las re­
sonancias de nuestro impulso opositor. Y ella es también
el espacio apropiado para el silenciamiento de ese murmu­
llo porque habla de lo que nos apaga; pero allí donde men­
ciona lo disolvente, recorta y elige como una superación
los perfiles inconclusos de nuestra existencia. Ella se ins­
tala como un museo que alberga lo menos visible: los ges­
tos, el esfuerzo de lo humano, los retrocesos y el avance
contra lo destructible e infranqueable: la esencia misma de
nuestro existir. Esencia que no puede ser pensada, ni per­
tenece a nuestro dominio y en la cual sólo podemos estar.

L a “ dignidad” de la obra, su generosidad, consiste en


que creada para nada se establece como el servicio mudo
de un espejo que abismando al contemplador multiplica y
afantasma las instancias de su existir.
E s digna en cuanto a que no exige nada. Solitaria, se
yergue y dice de la escucha de los hombres, lo escuchado
es el rumor de ser y el silencio. Lo que dice la obra es de
nuestra visión frente a ese rumor, nuestra posición ante y
desde él, de nuestra impotencia o posibilidad.
Ella desgarra en cuanto recuerda. Lo reminiscente de
la obra nos conduce a saber de nuestro no-poder, ella de­
vuelve lo humano a lo humano y allí donde lo humano se
ha olvidado de su íntima propiedad instaura el aviso de
nuestra pertenencia a la muerte, al dolor y al amor; ella
recuerda la carencia.
Pero ese recordar de la obra significa también adecuar,
es decir, colocar en el ámbito propio algo que se había
salido de su entorno. Adecuación remite también a acepta­
ción, encuentro con lo íntimo, no imposición u oposición
sino armonía. Adecuación no quiere decir resignación. Quien
se resigna está vencido. E l movimiento de la obra allí don­
de parece alcanzar el “ ninguna parte” no puede resignarse.
El no-lugar, el no-saber que es el último saber de la obra
pareciera activar el querer, activa la voluntad de seguir
siendo a pesar de la carencia.

Pero ese querer desde aquí necesariamente sufre un


cambio, ese querer se instala como acontecimiento entre la
incertidumbre. E s un querer que ya no se siente urgido
por el dominio sino por la superación de la posibilidad de
dominio.
El querer de la obra que descubre el “ hacia ninguna
parte” que ella es, es un querer neutro, no prometèico.
Es un querer que no evalúa ni pondera sino que se man­
tiene indiferente al valor y es sólo impulso revelante. La
belleza de ciertas descripciones del Nouveau Román radica
en que presentan sin la pasión de un querer modificador o
evaluativo.
Pero, ¿es posible el vivir y la acción desde la indife­
rencia, allí donde no estamos urgidos por el dominio y el
imponerse hacia la objetivación? ¿E s posible hacer de la
indiferencia un poder, asumirse como el volente, el que
quiere el saber, la medida de todas las cosas, pero sabiendo
de su propia incertidumbre y de la debilidad de sus méto­
dos? ¿E s posible mantenerse en la construcción de lo hu-
134

135
mano sabiendo de los límites y del sinsentido? Rilke dio
a esta desventura una respuesta:

A nosotros esto
no nos debería confundir: que en nosotros se intensi­
fique la condición de la forma aún reconocida. Esa
una vez levantada estuvo entre los hombres,
erigida en medio del destino, entre lo aniquilador, a
medias entre el no-saber-dónde, como si estuviese
siendo........................... I1*

L a respuesta que da Rilke a lo que se nos presenta


como sinsentido es un oponerse celebrante: mostrar a lo
invisible que nos inscribe y de lo cual formamos parte,
que nosotros transformamos esa tendencia esencial de to­
das las cosas hacia el disminuir en “ una forma aún reco­
nocida” . E s decir, notando lo que nos disminuye (la
muerte, el dolor, el vacío) elaboramos y erigimos las co­
sas desde un sentir que sobrepasa el mero elaborar, en
cuanto que ese sentir frente a lo que nos enmudece y apa­
ga quiere más.

E l querer más “ en medio de lo aniquilador” significa


relacionarse de manera sobreabundante con la existencia y
contemplarla desde un mirar que retiene a pesar de la
caída. En La Novena Elegía dice:

“ . . . todo lo de aquí nos necesita, esas desvanecencias


que extrañamente nos conciernen. A nosotros, los más
desvanecientes” . (2)

Informar, llenar, plenar lo que tiende a la fuga. La


obra no significa entonces un oponerse al sinsentido, sino
que con el sinsentido que ella revela decir la presencia del
“ tiempo de lo decible” . E l creador es entonces el que in­
forma de la plenitud de un sentido cuya verdad acompaña

(1) Rilke, Rainer María. “ La séptima elegía” . Las elegías de Dui-


no. Traducción: Hanni Ossott.
(2) Rilke, Rainer María. La Novena Elegía. Trad.: H. Ossott.
a todo aquello que imposibilita el reino de la verdad: la
tendencia a la disolución. Su palabra pertenece a lo que
Heidegger llamó “ el decir proyectante” y fundador; ella
está relacionada también con una apropiación, pero aquello
que nos apropiamos se funda sobre un fondo abismal y
desde allí pensamos la realidad sólo como lo posible pro­
yectado, como un posible que tiende a abismarse.
La obra, tanto como el vivir, es el “ deliberado impo­
nerse” , el movimiento de un querer hacer posible, de un
hacer pensable y sostener como pensable inclusive aquello
que se elude a ser pensado, como si por ella quisiéramos
hacer permanente y presente tanto lo atroz que nos tras­
pasa como el misterio que nos excede.
Cabalgando en la muerte, la obra arranca del morir un
retazo y salvándolo del hundimiento dice para los hombres
del gesto que “ fue” y que sólo sigue siendo allí donde ella
atestigua de su existir.
El “ hubo una vez” , la memoria, es suficiente para re­
construir lo perdido, para mantenerlo en lo presente.

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137
4. EL DESIERTO

Rota la esperanza permanece la espera, el discurso que


no anhela verdad alguna, la ausencia de solicitación. La voz
emancipada del anhelo, el amor solar, ése que no puede
anhelar otra luz que la de sí mismo:

“ Luz soy yo: ¡ay, si fuera noche! Pero ésta es mi


soledad, el estar circundado de luz.
¡Ay, si yo fuese oscuro y nocturno! ¡Cómo iba a sor­
ber los pechos de la luz!” W

Desde el desierto una libertad infinita, sin centro, sin


amparo, vacía de contenidos, instaura la indiferencia como
poder. Lo que sobrevenga desde aquí tiene el matiz de la
sorpresa. N o anhelar más y ser sorprendido por el ansia.
El desierto aparece cuando decepcionados del deseo op­
tamos por salim os de su juego, pues la cumbre del deseo
nos ofrece sólo lo sin rostro, el no-lugar, la ausencia.

" . . . Carecer de Dios es carecer de yo” — dice Kierke-


gaard, “ carecer de posible es estar mudo” . <2>

Desde el desierto lo que se levanta es la mudez y la


ausencia de lo posible. El desierto es el resultado de un
cansancio, a él pertenecen los fatigados por la espera de lo
posible. En él ya no existe la apelación a un saber; aquí
también lo que nos habla es el desarraigo. La acción, li­
berada de toda servidumbre, se vive desde lo sin fondo;
el dolor del yo (la conciencia de la separatidad) se viven­
cia como dolor del cuerpo y el error del cuerpo se cura en

(1) Nietzsche, Friedrich. Así habló Zaratustra. (ibid).


(2) Kierkegaard, Sören. Tratado de la desesperación. Santiago
Rueda. Editor. 1976. Buenos Aires.
la embriaguez y al amparo del éxtasis. Pero el éxtasis de
quien habita el desierto no puede estar vinculado a la ser­
vidumbre de ningún objeto. Dios, la Verdad, lo Absoluto,
el rostro amable, que antiguamente sirvieron de soporte
objético al éxtasis plenaban de contenido un espacio que
se niega a ser llenado por la significación, y así la angus­
tia en el deseo devuelve al cuerpo la energía en cuanto a
que ésta no puede ser proyectada o inscrita en una imagen
divina o en un rostro que la contenga, la objetive y la
soporte.
No habrá vasija que contenga esta sobreabundancia. . .

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139
LECTURAS

Carta a la vidente. Tusquets Editor. Barcelona.


a rta u d , a n to n in .
1971.
Cartas a André Bretón. Pequeña Biblioteca Calamvs Scriptori-
vus. Barcelona. 1977.
El teatro y su doble. Edit. Sudamericana. B. Aires. 1977.
El grado cero de la escritura. Edit. Jorge Alvarez.
b a rth e s, r o la n d .
1967.
El placer del texto. Siglo X X I Editores. B. Aires. 1974.
b a ta ille ,Georges. El Culpable. Edit. Taurus. Madrid. 1974.
La experiencia interior. Edit. Taurus. Madrid. 1973.
Sobre Nietzsche. Voluntad .de suerte. Edit. Taurus. Madrid.
1972.
b l a n c h o t , MAURICE.El diálogo inconcluso. Monte Avila Editores.
Caracas. 1970.
El espacio literario. Edit. Paidos. B. Aires. 1969.
El libro que vendrá. Monte Avila Editores. Caracas. 1969.
El innombrable. Alianza / Lumen. Madrid. 1971.
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Molloy. Alianza / Lumen. Madrid. 1973.
Textos para nada. Tusquets Editor. Barcelona. 1971.
b o rg e s, jo r g e Luis. Obras completas. Emecé Edit. B. Aires. 1974.
Intemperie. Universidad de los Andes. Mérida-
cad en as, r a f a e l.
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Carnets. Mayo 1935. Febrero 1942. Losada. B. Aires.
ca m u s, a lb e r t .
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E l mito de Sisifo. Losada. Buenos Aires. 1975.
Breviario de podredumbre. Taurus. Madrid. 1972.
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Sendas perdidas. Holzwege. Losada. B. Aires. 1960.
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Más allá del bien y del mal. Alianza. Madrid. 1975.
p la tó n . La República o el Estado. Espasa-Calpe. Madrid. 1973.
Las Elegías de Duino. Traducción: H. Ossott.
r i l k e , r a i n e r m a r ia .
Cartas a un joven poeta. Edic. Siglo Veinte. Buenos Aires. 1973.
Diario Florentino. Edit. y Librería Goncourt. Buenos Aires.
1973.
Obras de R. M. Rilke. Plaza & Janés. Barcelona. 1971.
Una temporada en el infierno. Fabril Editora.
r lm b a u d , a r t h u r .
Buenos Aires. 1962.
El mundo como voluntad y representa­
sch o p en h au e r, a r th u r .
ción. Edit. Librería “ El Ateneo” . B. Aires. 1953.
El arte de bien vivir. Edit. Central. B. Aires. 1973.
w h i t m a n , WALT. Canto a mí mismo. Losada. Buenos Aires. 1965.
Las Olas. Edit. Lumen. Barcelona. 1972.
WOOLF, V i r g i n i a .
Orlando. Edit. Sudamericana. B. Aires. 1968.
INDICE

I / LO NO DISCURSIVO 7 /4 3

1 Resonancia de la primera palabra. La obra,


el cuerpo 11
2 Obra, deseo, muerte, unidad 15
3 E l espacio de la desmesura 18
4 E l éxtasis 24
5 Extasis en la experiencia mística 28
6 Extasis y experiencia poética 32
7 El éxtasis desde el desierto 34
8 Heridas, palpitaciones, fisuras. E l habla
del cuerpo 40
9 Cuerpo, danza, habla 42

II / LA SABIDURIA SIN ESPERANZA 4 5 /6 8

1 La búsqueda. E l saber de la obra 47


2 La afirmación del ser 50
3 El cansancio por la herida 54
4 La obra como deseo. La desazón 57
5 La búsqueda en ausencia de imagen 61
6 La sabiduría sin esperanza 67

I I I / LA TRASGRESION, LA COMUNICACION 6 9 /9

1 La obra, la vida 73
2 La obra, el suplicio 76
3 Hiperión: peregrinar y desmesura 79
4 Hiperión: “ encontrarlo todo es perderlo todo” 83
5 Las hablas elusivas 87
6 Las hablas rotas: la “ comunicación” 88
7 La parálisis 90
8 La obra, la carencia 93
9 La carencia, la mutilación, la inocencia 95
10 Lo sagrado 97
IV / RIESG O , DESAMPARO Y DISTANCIA 9 9 /1 2 4

1 La obra, la máscara, la distancia 101


2 La distancia, la desnudez 106
3 La identidad del creador 109
4 Identidad y reminiscencia 112
5 El ámbito del riesgo. El desamparo 115
6 La obra y su cercanía a la muerte 118
7 “ Hacer posible la muerte” 122

V / E L D ESIERTO 1 25/139

1 E l “ afuera” de la obra 127


2 La obra desde la nada y el sinsentido 131
3 Querer entre el no saber 134
4 El desierto 138
ESTE LIBRO SE TERMINO DE
IMPRIMIR EN LOS TALLERES
DE CROMOTIP, EN CARACAS,
EL DIA 4 DE OCTUBRE DE 1979-
F u ndación para la C ultura y las Artes del Distrito Fed eral

HANNI OSSOTT

Nació en Caracas el 14 de febrero de


1946. Se graduó como Licenciada en Letras en la
Universidad Central de Venezuela en cuya Escuela de
Letras es actualmente profesora.
En 1972 obtuvo el Premio Unico, Mención Poesía,
en la II Bienal José Antonio Ramos Sucre, con su libro:
Formas en el sueño figuran infinitos (1 9 6 9 ), publicado
por Monte Avila Editores en 1976. Ese mismo año,
la Dirección de Cultura de la Gobernación del Distrito
Federal publicó su poemario Espacios en Disolución y,
con anterioridad, en 1974, la Dirección de Cultura
de la Universidad Central había editado su primer libro
Espacios para decir lo mismo.
Estos tres poemarios bastaron para situarla entre las
mejores voces de la nueva generación poética del país, al
mismo tiempo que la perfilaban como la más personal
y singularizada, por su poesía densa y limpia, ajena
a las modas del momento.
Con este volumen, Hanni O ssott se da a conocer también
como ensayista. Su preocupación sigue siendo la
poesía y de lo que aquí se trata es de la misma voz,
volcada ahora, desde ángulo distinto, sobre la materia
prima: el lenguaje, el avatar de la palabra en
crisis y en fiesta.

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CUADERNOS DE DIFUSION N? 31 P.P.V. Bs. 7,00

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