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Resumen Filosofía del Derecho GeneraciónUNS 1

HART: La respuesta a la pregunta “Qué es el D?” ha girado siempre en torno a las relaciones entre el D, la
coacción, la moral y las reglas. Austin buscó explicar el D limitándose a esta última relación, entendiendo al D
como un conjunto de órdenes y mandatos. Para eso elabora un paralelo entre la situación del individuo frente a
un asaltante y la del individuo ante las normas. Características de la situación del asaltante:
1) Hay órdenes respaldadas por amenazas.
2) La relación es “cara a cara”.
3) Es una acción aislada.
4) El asaltante se encuentra en una situación de superioridad respecto a la víctima.
- Pero esa situación no es del todo asimilable a la del D:
1) La relación “cara a cara” ocupa un lugar secundario: si las directivas primarias generales no son obedecidas
por un individuo particular, los funcionarios pueden recordárselas y exigirle que las acate. Las leyes en las
sociedades son generales: indican un tipo general de conducta y se aplican a una clase general de personas de
quienes se espera que adviertan que rige para ellas y que cumplan con lo prescripto.
2) Es verdad que en cierto sentido el asaltante tiene superioridad la víctima por su temporaria posibilidad de
formular una amenaza. No hay otra forma de relación de superioridad e inferioridad entre los dos hombres,
salvo esta brevísima relación coercitiva, que para los fines del asaltante puede bastar. El asaltante no da a la
víctima órdenes permanentes a ser seguidas de tiempo en tiempo por clases de personas. Las normas jurídicas,
sin embargo, tienen esta característica de "permanencia". De aquí que si hemos de usar la noción de órdenes
respaldadas por amenazas como explicatoria de lo que son las normas jurídicas, tenemos que tratar de
reproducir este carácter de perdurabilidad que ellas exhiben.
3) La mayor parte de las órdenes jurídicas son más frecuentemente obedecidas que desobedecidas por la mayor
parte de las personas afectadas. Hay un "hábito general de obediencia", lo que constituye una distinción crucial
entre las normas jurídicas y el caso simple originario de la orden del asaltante.
- En consecuencia donde haya un sistema jurídico es menester que exista alguna persona personas que
emitan órdenes generales respaldadas por amenazas y que esas órdenes sean generalmente obedecidas, y tiene
que existir la creencia general de que estas amenazas serán probablemente hechas efectivas en el supuesto de
desobediencia. Esa persona o cuerpo debe ser supremo e independiente. Para Austin esa persona es el
"soberano", entendido este como aquel que es habitualmente obedecido y que habitualmente no presta
obediencia a nadie. Esto implicaría que las normas jurídicas de cualquier país serán las órdenes generales
respaldadas por amenazas dictadas por el soberano. Pero no todas las normas ordenan hacer o no hacer algo: las
reglas jurídicas que definen la manera de realizar contratos, celebrar matrimonios u otorgar testamentos, no
exigen que las personas actúen de modos determinados. Tales normas no imponen deberes u obligaciones, sino
que acuerdan a los particulares facilidades para llevar a cabo sus deseos. Una ley que confiere potestades
legislativas a una autoridad subordinada ejemplifica igualmente un tipo de regla jurídica que no puede, sin
deformación, ser asimilada a una orden general. Existen puntos de semejanza entre las distintas reglas jurídicas:
las acciones pueden ser criticadas o valoradas, con referencia a las reglas, como jurídicamente correctas o
incorrectas. Tanto las reglas que confieren potestad para otorgar un testamento como la regla del D penal que
ph el robo constituyen pautas o criterios de conducta para la apreciación crítica de acciones determinadas.
Austin afirma que en toda sociedad humana donde hay D, tanto en democracia como en monarquía absoluta,
habremos de hallar, en última instancia, esta relación entre súbditos que prestan obediencia habitual y un
soberano que no presta obediencia habitual a nadie. Pero esto presenta serios problemas al momento de la
sucesión de “soberanos”: 1º, los simples hábitos de obediencia frente a órdenes dadas por un legislador no
pueden conferir al nuevo legislador ningún D a suceder al anterior y a dar órdenes en su reemplazo. 2º, la
obediencia habitual al legislador anterior no puede por sí sola hacer probable que las órdenes del nuevo
legislador serán obedecidas. Para que en el momento de la sucesión existan aquel D y esta presunción tiene que
haberse dado de algún modo en la sociedad, durante el reinado del legislador anterior, una práctica general más
compleja que cualquier hábito de obediencia: debe darse una aceptación de la regla según la cual el nuevo
legislador tiene título a suceder. Hay una semejanza entre las reglas sociales y los hábitos: en ambos la
conducta de que se trata tiene que ser general, aunque no necesariamente invariable (la mayor parte del grupo la
repite cuando surge la ocasión). Pero hay 3 diferencias: 1) Para que halla un hábito no es necesario que la
desviación respecto del curso regular suscite alguna forma de crítica. En cambio, cuando una regla las
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desviaciones son consideradas como susceptibles de crítica. 2) Cuando existen reglas, no sólo se hace de hecho
esa crítica, sino que las desviaciones respecto del modelo son aceptadas como una buena razón para formularla.
La crítica a la desviación es considerada como justificada, como lo son las exigencias de cumplimiento frente a
la amenaza de desviación. Es decir que para que haya una regla, la crítica respecto de ella se tiene que fundar en
la mera existencia de la pauta de conducta. 3) Para que haya un hábito no es necesario que ningún miembro del
grupo piense en la conducta general, sepa que la conducta es general o tienda a mantenerla. Basta con que cada
uno se comporte en la forma en que los otros también lo hacen. Para que exista una regla tienen que ver en la
conducta un criterio de comportamiento a ser seguido por el grupo como un todo.
Además del aspecto externo que comparte con un hábito (conducta regular uniforme que un observador puede
registrar), toda regla social tiene un aspecto "interno": los individuos tienen una actitud crítica reflexiva en
relación con este patrón de conducta: lo consideran un criterio o pauta, de modo que se "tiene opinión
formada" sobre la corrección de todos los que realizan dicha conducta; esta opinión se manifiesta en la crítica y
en las exigencias hechas a los otros frente a la desviación presente o amenazada, y en el reconocimiento de la
legitimidad de tal crítica y de tales exigencias cuando los otros nos las formulan.

En conclusión: el modelo simple del D como órdenes coercitivas del soberano no reproduce algunas de las
características salientes de un sistema jurídico:
1) Aunque son las leyes penales, ph o prescriben ciertas acciones bajo castigo, las que más se parecen a órdenes
respaldadas por amenazas dadas por una persona a otras, tales leyes difieren de dichas órdenes en que por lo
común también se aplican a quienes las sancionan, y no simplemente a otros.
2) Hay otras normas, principalmente aquellas que confieren potestades jurídicas para decidir litigios o legislar o
para crear o modificar relaciones jurídicas, que no son órdenes respaldadas por amenazas.
3) Hay reglas jurídicas que difieren de las órdenes en su modo de origen, porque ellas no son creadas por nada
análogo a una prescripción explícita.
4) El análisis del D en términos del soberano habitualmente obedecido y libre de toda limitación jurídica, no da
razón de la continuidad de la autoridad legislativa, característica de un moderno sistema jurídico, y las personas
soberanas no pueden ser identificadas con el electorado o con la legislatura de un Edo moderno.
- Por lo tanto, Hart rechaza el modelo de Austin y decide crear uno nuevo.

La teoría del D como órdenes coercitivas, partía de la apreciación correcta del hecho de que donde hay
normas jurídicas la conducta humana se hace obligatoria. Pero cometía el error de considerar que una
obligación jurídica reproduce la situación del asaltante en mayor escala, ya que hay una diferencia entre la
aserción de que alguien se vio obligado a hacer algo, y la aserción de que tenía la obligación de hacerlo.
• Para las teorías psicológicas, “verse obligado” es sinónimo de “tener una obligación”. El aspecto interno de
las reglas es representado en forma errónea como una simple cuestión de “sentimientos". Sin duda, ante las
reglas los individuos pueden tener a menudo experiencias psicológicas análogas a la experiencia de
compulsión. Cuando dicen que "se sienten obligados" a comportarse de cierta manera, pueden realmente
referirse a esas experiencias. Pero ellas no son necesarias ni suficientes para la existencia de reglas
"obligatorias": Lo que es necesario es una actitud crítica reflexiva frente a ciertos modelos de comportamiento y
que ella se despliegue en la forma de crítica. “Verse obligado” es una afirmación acerca de las creencias y
motivos que acompañan a una acción: decir que B se vio obligado a entregar el dinero puede significar, como
ocurre en el caso del asaltante, que él creyó que si no lo hacía sufriría algún daño y entregó el dinero para
evitarlo. El enunciado de que alguien tenía la obligación de hacer algo es diferente.
• Los partidarios del predictivismo, como Austin, definían dicho enunciado en términos de la probabilidad de
que la persona que tiene la obligación sufra un castigo a manos de otros en caso de desobediencia. Es decir,
tratan a los enunciados de obligación no como enunciados psicológicos, sino como predicciones de recibir un
castigo. Pero si fuera verdad que el enunciado de que una persona tenía una obligación significa que era
probable que él sufriera un castigo en caso de desobediencia, sería una contradicción decir que dicha persona
tenía una obligación, pero que no existe la mínima probabilidad de que sea aprehendido o de que se le aplique
un castigo.

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• En realidad, afirma Hart, “verse obligado” no es lo mismo que “tener una obligación”, ya que esto último
implica la existencia de una regla. Sin embargo no siempre que cuando existen reglas, la conducta requerida por
ellas es concebida en términos de obligación. Una regla impone obligaciones cuando la exigencia general en
favor de la conformidad es insistente, y la presión social ejercida sobre quienes se desvían o amenazan
con hacerlo es grande.

Las reglas sustentadas por esta presión social seria son


importantes porque se las cree necesarias para la preservación de la
vida social o de algún aspecto de ella al que se atribuye gran
valor. Además se reconoce generalmente que la conducta exigida
por estas reglas, aunque sea beneficiosa para otros, puede hallarse en conflicto con lo que la persona que tiene
el deber desea hacer. De aquí que se piensa que las obligaciones y deberes implican sacrificio. Sin embargo es
importante señalar que el hecho de que las reglas que las imponen están por lo general sustentadas por una
presión social seria, no implica que estar sometido a una obligación establecida por esas reglas es experimentar
sentimientos de presión. De aquí que no es contradictorio decir que sentirse obligado y tener una obligación
son cosas diferentes, aunque con frecuencia relacionadas. Cuando un grupo social tiene reglas de conducta, es
posible ocuparse de las reglas como un mero observador que no acepta, o como un miembro del grupo que las
acepta y que y usa como guías de conducta. Mientras que para los 1º las desviaciones de un miembro del grupo
respecto de la conducta normal serán un signo de que probablemente sobrevendrá una reacción hostil, y nada
más, para los 2º, en realidad, la violación de una regla no es simplemente una base para la predicción de que
sobrevendrá cierta reacción hostil, sino una razón para esa hostilidad. Desde el punto de vista externo, esto es,
el de un observador que no acepta las reglas de la sociedad que está observando, se pueden formular muchos
tipos diferentes de enunciados: (i) el observador puede limitarse a registrar las regularidades de conducta de
aquellos que cumplen con las reglas, como si fueran meros hábitos; (ii) puede, además, registrar la reacción
hostil regular frente a las desviaciones del patrón usual de conducta, como algo habitual; (iii) puede registrar no
sólo esas regularidades observables de conducta y reacciones, sino también el hecho de que los miembros de la
sociedad aceptan ciertas reglas como pautas o criterios de conducta, y que la conducta y las reacciones
observables son consideradas por ellos como exigidas o justificadas por las reglas. Es importante distinguir
entre el enunciado externo que afirma que los miembros de la sociedad aceptan una determinada regla y el
enunciado interno de la regla formulado por una persona que a su vez la acepta, ya que la aceptación consiste
en tener una opinión formada de la regla la cual motiva la realización de juicios de reproche ante su
incumplimiento. Hart critica a Austin porque éste solo ve el D desde el punto de vista de un observador que
realiza enunciados descriptivos acerca de las normas y no normativos. Cuando se analiza las reglas desde un
punto de vista interno se las ve como una razón para la acción y una razón para criticar a quienes se apartan de
ellas.

Es posible, imaginar una sociedad en la que solo existan reglas que imponen obligaciones, en la que no
exista una legislatura, tribunales o funcionarios de ningún tipo, y en la que el único medio de control social es
aquella actitud general del grupo hacia sus pautas. En este caso hay una estructura de reglas primarias de
obligación. Para que una sociedad pueda vivir solo con tales reglas deben darse ciertas condiciones: 1) Las
reglas tienen que restringir libre uso de la violencia, el robo y el engaño. 2) Aunque halla algunos que aceptan
las reglas, y otros que no, excepto cuando el miedo de la presión social los induce a conformarse con ellas, el
último grupo debe ser una minoría, porque sino, encontrarían muy poca presión social que temer. 3) Sólo una
pequeña comunidad estrechamente unida por lazos de parentesco, sentimiento común, y creencias, y ubicada en
un ambiente estable, puede según tal régimen de reglas no oficiales. En cualesquiera otras condiciones una
forma tan simple de control social resultará defectuosa: a) Las reglas que el grupo observa no formarán un
sistema, sino que serán un conjunto de criterios de conducta separados. Por ello si surgen dudas sobre cuáles
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son y que significan, no habrá procedimiento para solucionarlas esas dudas, porque tal procedimiento implicaría
existencia de reglas de un tipo diferente a las de obligación, que son todas las reglas que el grupo tiene.
Podemos llamar a este defecto su falta de certeza. b) Un 2º defecto es el carácter estático de las reglas: El único
modo de cambio de éstas conocido por tal sociedad será el lento proceso de crecimiento, mediante el cual
cursos de conducta concebidos 1º como optativos, se transforman en habituales, y luego en obligatorios; y el
inverso proceso de declinación, cuando las desviaciones, tratadas al principio con severidad, son toleradas y
más tarde pasan inadvertidas. En este caso extremo no sólo no habría manera de cambiar deliberadamente las
reglas generales. c) Por la ineficiencia de la difusa presión social ejercida para hacer cumplir las reglas. Los
castigos por la violación de las reglas no son administrados por un órgano especial, sino que su aplicación está
librada a los individuos afectados o al grupo en su conjunto. El remedio para estos 3 defectos de esta forma más
simple de estructura social, consiste en complementar las reglas primarias de obligación con reglas
secundarías. Mientras las reglas primarias se ocupan de las acciones que los individuos deben o no hacer, estas
reglas secundarias especifican la manera en que las reglas primarias pueden ser verificadas en forma
concluyente, introducidas, eliminadas, modificadas, y su violación determinada de manera incontrovertible. El
remedio para la falta de certeza, es la introducción de una "regla de reconocimiento". Esta especificará alguna
característica cuya posesión por una regla sugerida es considerada como indicación afirmativa indiscutible de
que se trata de una regla del grupo, que ha de ser sustentada por la presión social que éste ejerce. Además, las
reglas secundarias deben crear potestades legislativas, para permitir un D dinámico, al dar la posibilidad de
creación y derogación de las normas jurídicas existentes, acorde a los nuevos tiempos. Estas reglas legislativas
se conocen como “reglas de cambio”. El 3º complemento para remediar la insuficiencia de la presión social
difusa consiste en reglas secundarias que facultan a determinar, en forma revestida de autoridad, si en una
ocasión particular se ha transgredido una regla primaria. Se denominan "reglas de adjudicación" y además de
identificar a los individuos que pueden juzgar, definen el procedimiento a seguir. La combinación de las reglas
primarias con las secundarias de lugar a la médula de un sistema jurídico. Bajo el régimen simple de las reglas
primarias el punto de vista interno se manifiesta, en su forma más sencilla, en el uso de aquellas reglas como
fundamento para la crítica, y como justificación de las exigencias de conformidad, presión social y castigo. Con
el agregado de las secundarias, lo que se hace y dice desde el punto de vista interno se extiende y diversifica,
surgiendo las nociones de jurisdicción, legislación, validez, y de potestades jurídicas, privadas y públicas.+

• Regla de reconocimiento (RR): Identifica las reglas primarias de obligación ya que contiene un conjunto de
criterios o condiciones para determinar cuáles son las reglas que pertenecen a un sistema jurídico. En un
sistema simple como el de Austin, donde sólo es D lo que el soberano sanciona y no hay limitaciones a su
potestad legislativa, el único criterio para identificar algo como D será una referencia al hecho de haber sido
sancionado por él. La existencia de esta forma simple de RR se manifestará en la práctica de los funcionarios o
particulares de identificar las reglas mediante ese criterio, e implica que la legislatura no está sujeta a ningún
tipo de control. En este modelo las ideas de subordinación y derivación se confunden ya que son válidas las
normas que derivan de la norma suprema. Esto es criticado por Hart quien afirma que del criterio supremo (RR)
no derivan las restantes normas: esta solo establece los criterios de validez de las mismas. En un sistema
jurídico moderno donde hay una variedad de "fuentes" de D, los criterios para identificar el D por lo común
incluyen una CN escrita, la sanción por una legislatura, y los precedentes judiciales. En la mayor parte de los
casos se adoptan provisiones para posibles conflictos, clasificando estos criterios en un orden de subordinación
y primacía relativas. En la vida cotidiana de un sistema jurídico su RR rara vez es formulada en forma expresa
como una regla. En la mayor parte de los casos la regla de no es expresada, sino que su existencia se muestra en
la manera en que las reglas particulares son identificadas, ya por los tribunales u otros funcionarios, por los
súbditos o sus consejeros. El uso de RR no expresadas, para identificar reglas particulares del sistema, es
característico del punto de vista interno. Quienes las usan de esta manera manifiestan así su propia aceptación
de ellas en cuanto reglas orientadoras y esta actitud trae aparejado un vocabulario característico, distinto de las
expresiones naturales del punto de vista externo. Un tipo de enunciado interno sería “el D dispone que…”. En
cambio, un observador que registra el hecho de que un grupo social acepta tales reglas, sin aceptarlas,
formularía un enunciado externo como “en GB reconocen como D…”.

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La palabra "válido" es en los enunciados internos, ya que decir que una determinada regla es válida es
reconocer que ella satisface todos los requisitos establecidos en la RR y, por lo tanto, que es una regla del
sistema. Con "eficacia" se alude al hecho de que una regla de D es más obedecida que desobedecida, por lo que
es obvio que no hay una conexión necesaria entre la validez de una regla y su eficacia, salvo que RR incluya
entre sus criterios la previsión de que ninguna regla ha de valer como tal si hace mucho que ha dejado de ser
eficaz. Una persona que hace un enunciado interno referente a la validez de una regla particular de un sistema
presupone la verdad del enunciado fáctico externo de que el sistema es generalmente eficaz. Porque el uso
normal de enunciados internos tiene lugar en tal contexto de eficacia general. Esto hace muchas veces pensar
que afirmar la validez de una regla es predecir que ella será aplicada por los tribunales. Pero pensar esto implica
desatender el carácter especial el enunciado interno y considerarlo como un enunciado externo acerca de la
acción oficial. No se puede determinar la validez o invalidez de la RR, ella no puede ser válida ni inválida,
simplemente se la acepta como adecuada para ser usada de esta manera, como se acepta el metro de Paris como
criterio último de corrección de todas las medidas en el sistema métrico.
La RR es una regla última, y cuando hay varios criterios clasificados en orden de subordinación relativa,
uno de ellos es supremo. Un criterio de validez jurídica es supremo, si las reglas identificadas por referencia a
él son reconocidas como reglas del sistema, aun cuando contradigan reglas identificadas por referencias a los
otros criterios, mientras que las reglas identificadas por referencia a los últimos no son reconocidas si
contradicen las reglas identificadas por referencia al criterio supremo. Las nociones de un criterio superior y un
criterio supremo se refieren a un lugar relativo en una escala, y no importan ninguna noción de potestad
legislativa jurídicamente ilimitada (como en el caso de la teoría del soberano). Cuando después de decir que una
norma particular es válida porque satisface la RR, sostenemos que esta última regla es usada como regla de
reconocimiento última, hemos pasado de un enunciado interno de D que afirma la validez de una regla del
sistema a un enunciado externo de hecho, que un observador podría hacer aunque no aceptara el sistema. Así
también, cuando pasamos del enunciado de que una disposición particular es válida, al enunciado de que la
regla de reconocimiento del sistema es excelente, hemos pasado de un enunciado de validez jurídica a un
enunciado de valor. Cdo alguien afirma la validez de una determinada regla de D, usa una RR que acepta como
adecuada para identificar el D; esta regla no solamente es aceptada por él, sino que es la RR efectivamente
aceptada y empleada en el funcionamiento general del sistema.
Una regla existe cuando es válida según los criterios de validez del sistema, es decir cuando sigue los
criterios establecidos por la RR. Es por eso que afirmar la existencia de una regla implica manifestar la
aceptación respecto de la RR (que es la que establece los criterios para que dicha norma sea válida y por lo
tanto exista) y por lo tanto la formulación de un enunciado interno. En consecuencia las reglas particulares no
tienen que ser aceptadas una a una por los individuos: basta la aceptación de la RR. Sin embargo, la afirmación
de que la RR existe sólo puede ser un enunciado de hecho externo. Porque mientras que una regla subordinada
puede ser válida y, en ese sentido, "existir" aún cuando sea generalmente desobedecida, la regla de
reconocimiento sólo existe como una práctica compleja de los tribunales, funcionarios y particulares, al
identificar el D por referencia a ciertos criterios. Su existencia es una cuestión de hecho (se manifiesta a partir
de la práctica habitual de los funcionarios mencionados), pero no se sabe esta regla si es D o un hecho: No es
una convención, puesto que los tribunales la usan para identificar el D; y no es una regla en el mismo plano que
las normas jurídicas que identificamos valiéndonos de ella. Aún cuando fuera sancionada por vía legislativa no
sería una ley. Además, su existencia, a diferencia de la de una ley, tiene que consistir en una práctica efectiva.
Muchos insisten en que en la base del sistema jurídico hay algo que es "no D", que es un 'hecho político". El
argumento en favor de llamarla "D" es que la regla que proporciona los criterios para la identificación de otras
reglas del sistema puede ser considerada como una característica definitoria del sistema jurídico. El argumento
en favor de llamarla "hecho" es que cuando afirmamos que ella existe, formulamos un enunciado externo sobre
un hecho efectivo que se refiere a la manera en que son identificadas las reglas de un sistema "eficaz". La regla
de reconocimiento puede ser considerada desde los 2 puntos de vista: quienes la consideran un hecho son
aquellos que la analizan desde el punto de vista externo; quienes la definen como una cuestión de D lo hacen
desde el punto de vista interno. Las reglas particulares existen cuando son válidas, la RR existe cuando es
aceptada y no es ni válida ni inválida. Esto implica que, a diferencia de lo que sostenía Kelsen (regla que existe
es la que tiene fuerza obligatoria), para que una regla sea válida ésta no tiene que ser necesariamente aceptada u
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obedecida, aunque, lógicamente, cuanto mayor sea el nivel de aceptación de las mismas, mas estable será el
sistema jurídico.
La expresión de que en un determinado país existe un sistema jurídico es más compleja de lo que
parece, ya que este, en su existencia cotidiana, no solo impone obligaciones al ciudadano: los legisladores no
están obedeciendo reglas cuando, al sancionar normas, se ajustan a las reglas que les confieren potestades
legislativas. "Obedecer" tampoco describe lo que hacen los jueces cuando reconocen una ley como D válido al
usarla en la solución de controversias. Esto muestra el fracaso de explicar la existencia de un sistema jurídico
en base a los términos simples de la obediencia habitual. En un Edo moderno complejo, las normas jurídicas
que el ciudadano común obedece son algo que él conoce simplemente como "el D". Puede obedecerlas por una
multiplicidad de razones diferentes. Será consciente de las probables consecuencias generales de la
desobediencia. En la medida en que las normas que son válidas según los criterios de validez del sistema son
obedecidas por el grueso de la población, un sistema jurídico existe. Pero como un sistema jurídico es una
unión compleja de reglas primarias y secundarias, esto debe ser complementada por una descripción de la
relación relevante de los funcionarios del sistema con las reglas secundarias que les concierne en cuanto
funcionarios. Lo que torna a la palabra "obediencia" equívoca como descripción de lo que hacen los
legisladores al ajustarse a las reglas que les confieren sus potestades, y de lo que hacen los tribunales al aplicar
una regla de reconocimiento última aceptada, es que obedecer una regla no implica necesariamente que la
persona que obedece piense que lo que hace es lo correcto tanto para él como para los otros. Quien obedece no
necesita, aunque puede, compartir el punto de vista interno que acepta las reglas como pautas de conducta para
todos aquellos a quienes se aplican. En lugar de ello, puede limitarse a ver en la regla algo que exige de él una
acción bajo amenaza de pena. Pero este interés meramente personal en las reglas, que es todo el interés que el
ciudadano ordinario puede tener al obedecerlas, no caracteriza la actitud de los jueces: para que la regla de
reconocimiento que aplican exista, ésta tiene que ser considerada desde el punto de vista interno como un
criterio común y público de decisiones judiciales correctas, y no como algo que cada juez simplemente obedece
por su cuenta. Si sólo algunos jueces actuaran "por su cuenta" sobre la base de que lo que la Reina en
Parlamento sanciona es D, y no apreciaran críticamente a aquellos colegas que no respetasen esta RR, la unidad
y la continuidad del sistema jurídico habrían desaparecido.

Hay, pues, 2 condiciones necesarias para la existencia de un sistema jurídico:


1) Las reglas de conducta válidas según el criterio de validez último del sistema tienen que ser generalmente
obedecidas.
2) Sus reglas de reconocimiento que especifican los criterios de validez jurídica, y sus reglas de cambio y
adjudicación, tienen que ser efectivamente aceptadas por sus funcionarios como pautas o modelos públicos y
comunes de conducta oficial.
- La 1º condición es la única que necesitan satisfacer los ciudadanos particulares: ellos pueden obedecer cada
uno por su cuenta y por cualquier motivo. La 2º tiene que ser satisfecha por los funcionarios del sistema. Ellos
tienen que ver en las reglas pautas comunes de conducta oficial, y apreciar críticamente como fallas las
desviaciones. La afirmación de que un sistema jurídico existe es bifronte, una de cuyas caras mira a la
obediencia por parte de los ciudadanos ordinarios, y la otra a la aceptación de reglas secundarias como pautas o
criterios comunes críticos de conducta oficial, por parte de los funcionarios.

Diferencias con la teoría de Kelsen: Una de las tesis centrales de Hart es que el fundamento último de un
sistema jurídico no consiste en un hábito general de obediencia a un soberano jurídicamente ilimitado, sino en
una RR que establece criterios dotados de autoridad para la identificación dé las reglas válidas del sistema. Esta
tesis se asemeja en ciertos aspectos a la concepción de Kelsen de norma básica, pero tiene diferencias:
1. La cuestión de si existe una regla de reconocimiento y cuál es su contenido, esto es, cuáles son los criterios
de validez en un sistema jurídico determinado, es considerada por Hart como una cuestión empírica. Al afirmar
que alguna regla particular es válida, se presupone el hecho de que la RR existe como tal. Si se lo cuestionara,
esto podría ser establecido recurriendo a los hechos, a la práctica efectiva de los tribunales y funcionarios del
sistema al identificar el derecho que han de aplicar. La idea de Kelsen, según la cual la norma básica es
calificada de "hipótesis jurídica", contradice, el punto de vista destacado.
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2. Kelsen "presupone la validez" de la norma básica. Pero no puede plantearse la validez o invalidez de la RR
generalmente aceptada, como cuestión distinta de la de su existencia fáctica.
3. La norma básica de Kelsen tiene siempre el mismo contenido; porque ella es simplemente en todos los
sistemas jurídicos la regla que dice que debe obedecerse la CN o a "quienes establecieron la 1º CN". Esta
apariencia de uniformidad y simplicidad puede ser engañosa. Si una CN que especifica las varias fuentes de D
es una realidad viviente en el sentido de que los tribunales y los funcionarios del sistema efectivamente
identifican el D con arreglo a los criterios que ella suministra, entonces la CN es aceptada y efectivamente
existe. Parece una duplicación innecesaria sugerir que hay otra regla más que dispone que la CN (o quienes la
"establecieron") ha de ser obedecida.
4. Kelsen entiende lógicamente imposible considerar válida a una regla de D particular y, al mismo tiempo
aceptar como moralmente obligatoria una regla moral que ph la conducta prescripta por la regla jurídica.
• Validez y eficacia: Kelsen distingue entre la eficacia de un orden jurídico que es, en su conjunto, eficaz, y la
eficacia de una norma particular. Para él una norma es válida sólo si pertenece a un sistema que eficaz. Por lo
tanto considere a la eficacia del sistema como un presupuesto lógico para la eficacia de cada una de sus
normas. Para Hart, en cambio, esa presuposición tiene carácter no lógico sino contextual: en la mayoría de los
contextos donde se hace referencia a la validez de las normas de presupone que esa norma pertenece a un
sistema jurídico eficaz, pero hay algunos contextos (enseñanza por ejemplo) donde se puede hacer referencia a
la validez sin implicar eficacia.

Hart presenta su teoría como un punto medio entre el formalismo y el escepticismo jurídico, dos
posturas a las que él critica:
1) Formalismo: Considera que todos los casos que se presentan son casos claros y tienen una solución:
o están abarcados por las normas o no. Hart: En cualquier grupo grande el principal instrumento de control
social son reglas generales, y no directivas particulares, si fuera imposible comunicar pautas generales de
conducta, no podría existir el D. De allí que éste tenga que referirse predominantemente, aunque no exclusiva, a
clases de personas y a clases de actos. 2 recursos principales han sido utilizados para comunicar tales pautas
generales de conducta con antelación: uno hace un uso máximo, y el otro un uso mínimo, de las palabras
clasificadoras generales. El 1º es tipificado por la legislación, y el 2º por el precedente. La imposición de pautas
de conducta a través del ejemplo (precedentes) puede dejar dudas sobre qué es lo que se quiere expresar y
muchas veces, para comprenderlas, el receptor se ve auxiliado por el sentido común. En cambio, la
comunicación de pautas generales de conducta mediante formas generales explícitas del lenguaje ("Todo
hombre debe quitarse el sombrero al entrar a la iglesia") parece clara, segura y cierta. Para saber qué hacer
distintas ocasiones, ya no hay necesidad de adivinar la intención ajena. En lugar de ello, se cuenta con una
descripción útil para decidir qué es lo que debe hacer en el futuro y cuál la oportunidad de realizarlo. Sólo se
tiene que "subsumir" hechos particulares bajo rótulos clasificatorios generales y extraer una simple conclusión
silogística. Sin embrago la distinción entre la falta de certeza de la comunicación mediante el ejemplo dotado de
autoridad (precedente) y la certeza de la comunicación mediante el lenguaje general dotado de autoridad
(legislación), es mucho menos firme que lo que parece. Existen 2 situaciones en las que la ley y el precedente,
en lo relativo a su indeterminación, son similares:
1) Aun cuando se usen reglas generales verbalmente formuladas, en los casos concretos particulares
pueden surgir dudas. Los cánones de "interpretación" no pueden eliminar, aunque sí disminuir, estas
incertidumbres, porque estos cánones son a su vez reglas generales para el uso del lenguaje, y emplean términos
generales que también requieren interpretación. Ellos no pueden proveer a su propia interpretación y para
determinar el significado de algo la mayoría de las veces se recurre a la ejemplificación: lo que decimos tiene
sentido porque en última instancia es posible mostrar aquello a lo que nos referimos.
2) Los casos claros, en que los términos generales parecen no necesitar interpretación y el
reconocimiento de los ejemplos parece ser "automático", son únicamente los casos familiares que se repiten en
forma constante en contextos semejantes, respecto de los cuales existe acuerdo general sobre la aplicabilidad de
los términos clasificatorios. Pero las variantes de lo familiar reclaman también ser clasificadas bajo los términos
generales y, en este punto, el lenguaje general dotado de autoridad en que se expresa una regla sólo puede guiar
de una manera incierta, tal como guía un ejemplo.
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Esto implica que cualquiera sea la técnica, precedente o legislación, que se escoja para comunicar
criterios de conducta, y por mucho que éstos operen sin dificultades respecto de casos ordinarios, en algún
punto en que su aplicación se cuestione las pautas resultarán ser indeterminadas; tendrán lo que se ha dado en
llamar una "textura abierta" del D: el encargado de resolver los distintos casos debe analizar, no si el caso se
subsume en la norma, sino si el caso se asemeja "en grado suficiente" al caso típico. El ámbito discrecional que
le deja el lenguaje puede ser muy amplio, de modo que la conclusión es, en realidad, una elección. La razón de
esa elección es que en todos los casos en que tratamos de regular, en forma no ambigua y por adelantado,
alguna esfera de conducta por medio de pautas generales, nuestro empeño halla dos obstáculos: 1) nuestra
relativa ignorancia de los hechos; 2) nuestra relativa indeterminación de propósitos. Si el mundo en que
vivimos estuviera caracterizado únicamente por un número finito de notas y éstas fueran conocidas por
nosotros, podríamos formular provisiones por adelantado para toda posibilidad. Este sería un mundo adecuado
para la teoría jurídica "mecánica", pero obviamente no es el nuestro. Cuando el caso no contemplado se
presenta, confrontamos las cuestiones en juego y podemos entonces resolver el problema eligiendo entre los
intereses en conflicto de la manera más satisfactoria. AI hacerlo habremos hecho más determinado nuestro
propósito inicial, y, de paso, habremos resuelto una cuestión sobre el significado que, a los fines de esta regla,
tiene una palabra general. Se denomina decisión discrecional a aquella que el juez debe tomar ante estos casos
difíciles, lo cual no implica que la misma sea arbitraria ya que tiene fundamentos aunque no necesariamente
jurídicos.
Las reglas deben satisfacer 2 necesidades sociales: 1) la necesidad de reglas que pueden ser aplicadas
con seguridad por los particulares a sí mismos y 2) la necesidad de dejar abiertas para su solución posterior
cuestiones que sólo pueden ser apreciadas y resueltas cuando se presentan en un caso concreto. Sin embargo
pueden presentarte ciertos problemas:
• A veces la esfera a ser controlada es un campo en que las características de los casos variarán tanto en
aspectos socialmente importantes e impredecibles, que la legislatura no puede formular por anticipado reglas
generales para ser aplicadas. Para solucionar esto la legislatura puede fijar standards generales de conducta y
supeditar el castigo de las violaciones a los mismos al dictado de reglas por parte del órgano administrativo
que especifiquen qué es lo que ha de entenderse por cada uno de ellos.
• Se usa una técnica similar cdo la esfera a controlar es tal que resulta imposible identificar una clase de
acciones específicas que uniformemente deban ser realizadas u omitidas, y convertir esas acciones en objeto de
una regla simple, aunque el conjunto de circunstancias, si bien muy variado, incluye características familiares
de la experiencia común. Aquí los juicios sobre lo que es "razonable" pueden ser utilizados en el D, lo que deja
a los individuos la tarea de valorar las pretensiones sociales y de obtener un razonable equilibrio entre ellas. En
este caso se les exige que se adecuen a un standard variable y puede ser que sólo lleguen a enterarse ex post
facto, por conducto de un tribunal, y cuando ya lo han violado. El ejemplo más famoso de esta técnica en es el
uso de la idea de “debido cuidado”, en los casos de culpa o negligencia.
• Sin embargo también existen áreas de conducta que son satisfactoriamente controladas no mediante un
Standard variable o general sino mediante reglas, que exigen acciones específicas y que sólo presentan una
periferia de textura abierta. Esas áreas están caracterizadas por el hecho de que ciertas acciones tienen tal
importancia práctica para nosotros que muy pocas circunstancias nos inclinan a considerarlas de modo
diferente. El ej. de esto es el asesinato: aunque las circunstancias en que los seres humanas matan a otros son
variadas, estamos en situación de formular una regla contra el asesinato en lugar de establecer un Standard
variable ("debido respeto por la vida humana"), porque son muy pocos los factores que justifican que
reexaminemos nuestra valoración de la importancia de proteger la vida humana. Es importante advertir que el
status dominante de alguna acción, suceso o estado de cosas fácilmente identificable, puede ser en cierto
sentido, convencional o artificial, y no deberse a la importancia "natural" o "intrínseca" que tiene para nosotros
como seres humanos.
En los precedentes, también hay un área donde se manifiesta la textura abierta del D: 1) no hay ningún
método único para determinar la regla respecto de la cual es autoridad un determinado precedente; 2) ninguna
formulación de una regla que tiene que ser extraída de los casos puede pretender ser la única correcta; 3)
cualquiera sea el status de autoridad que una regla extraída del precedente pueda tener, los tribunales que

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resuelven un caso posterior pueden llegar a una decisión contraria o dejar a un lado una restricción que aparece
en la regla tal como fue formulada en el caso anterior.
La textura abierta del D significa que hay áreas de conducta donde mucho debe dejarse para que sea
desarrollado por los tribunales o por los funcionarios que procuran lograr un equilibrio, a la luz de las
circunstancias, entre los intereses en conflicto, cuyo peso varía. No obstante ello, la vida del D consiste en gran
medida en la orientación, tanto de los funcionarios como de los particulares, mediante reglas determinadas que,
a diferencia de las Aplicaciones de Standards variables, no exigen de aquéllos una nueva valoración de caso a
caso. Este hecho sigue siendo verdad, aun cuando puedan surgir incertidumbres respecto de la aplicabilidad a
un caso concreto de cualquier regla (escrita o comunicada por precedente). Aquí en la zona marginal de las
reglas y en los campos que los precedentes dejan abiertos, los tribunales desempeñan una función productora de
reglas, que los cuerpos administrativos desempeñan centralmente en la elaboración de Standards variables. En
todo sistema jurídico hay un importante y amplio campo abierto al ejercicio de la discreción por los tribunales y
por otros funcionarios, quienes la ejercen fijando el contenido de criterios o pautas inicialmente vagos,
resolviendo las incertidumbres de las leyes, o desarrollando las reglas que sólo han sido comunicadas en forma
muy general por los precedentes revestidos de autoridad. Sin embargo, por importantes que sean estas
actividades, no deben ocultar el hecho de que tanto la estructura dentro de la cual tienen lugar, como su
principal producto final, consisten en reglas generales.
2) Escepticismo: Es la posición de quienes solamente ven D en las decisiones de los tribunales y en las
predicciones de lo que éstos resolverán, y por lo tanto, sostienen que las reglas son solo fuentes de D hasta
tanto sean efectivamente aplicadas por los jueces. Expresada en forma general, tanto respecto de las reglas
secundarias como de las primarias, es una afirmación incoherente, porque la existencia de un tribunal implica la
existencia de reglas secundarias que confieren potestad jurisdiccional a una sucesión de individuos y autoridad
a sus decisiones. En versiones más moderadas, se concede que para que haya tribunales tiene que haber reglas
jurídicas que los constituyan, y que éstas en consecuencia no pueden ser a su vez simples predicciones de las
decisiones de los tribunales. Sin embargo es poco lo se avanza porque la afirmación de que las leyes no son D
sino únicamente fuentes de D, mientras no sean aplicadas por los tribunales, es incompatible con la afirmación
de que solo existen las reglas necesarias para constituir los tribunales. Tiene que haber reglas secundarias que
confieren potestades legislativas a sucesiones cambiantes de individuos. La afirmación de que las reglas no son
más que predicciones de las decisiones de los tribunales, se aplique solo a las reglas primarias, la teoría sigue
siendo falsa: las normas jurídicas funcionan en la vida de los individuos, no como fundamentos para predecir
las decisiones de los jueces, sino como pautas de conducta, que son aceptados. No solo hacen con tolerable
regularidad lo que el D les exige, sino que ven en él una pauta o de conducta, hacen referencia a ella al criticar a
otros, o al justificar exigencias, y al admitir críticas y exigencias hechas por los demás. Al usar las reglas
jurídicas de manera normativa ellos presuponen que los jueces y otros funcionarios continuarán decidiendo y
comportándose de ciertas maneras regulares y predecibles, pero los individuos no se limitan al punto de vista
externo, a registrar y predecir las decisiones de los tribunales o la probable incidencia de las sanciones.
Constantemente expresan en términos normativos su aceptación del D como guía de conducta.
Algunos escépticos fundamentan su postura en la “textura abierta del D”. Sostienen que, para los
tribunales, nada hay que limite el área de textura abierta, de modo que es falso considerar que están sometidos a
las reglas. Ellos pueden actuar con una regularidad y uniformidad suficientemente predecibles como para
permitir que los demás vivan de acuerdo con sus decisiones consideradas como reglas, pero nada hay que los
tribunales consideren como pauta de conducta judicial correcta, y, por ello, nada hay en esa conducta que
manifieste el punto de vista interno característico de la aceptación de reglas. Esta postura incorrecta, se debe a
que muchas veces el escéptico ante las reglas es un absolutista desilusionado: se ha dado cuenta de que las
reglas no son lo que serian en un paraíso formalista. La concepción del escéptico sobre la regla puede consistir
en un ideal inalcanzable, y cuando descubre que lo que llamamos reglas no realiza ese ideal, expresa su
desilusión negando que haya regla alguna. Así el hecho de que las reglas que, según los jueces, los obligan al
decidir un caso, tienen una textura abierta, o presentan excepciones que no son especificables de antemano, y el
hecho de que el desviarse de las reglas no hará pasibles a los jueces de una sanción, son invocados como prueba
favorable a la posición del escéptico. Argumentar esto es pasar por alto que del hecho de que tales reglas tengan

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excepciones, no se sigue que en todos los supuestos quedamos librados a nuestra discreción y que nunca nos
hallamos obligados a cumplir una regla.
Otros se basan en el carácter intuitivo de nuestras decisiones. Sin embargo, esas decisiones no son
intuitivas, ya que si bien es posible realizar el acto requerido sin pensar en la regla y en lo que ella exige, si
nuestra conducta es impugnada estamos dispuestos a justificarla haciendo referencia a aquélla. El carácter
genuino de nuestra aceptación de la regla puede manifestarse no sólo en nuestros reconocimientos y
observancia general de ella, antes y después, sino también en nuestra crítica a las desviaciones. Eso, y no el
hecho de que vaya acompañada de un pensamiento explícito en la regla, es lo que se necesita para distinguir un
acto de genuina observancia de una regla y una acción simplemente coincide con ella. Esto no significa negar
que sea posible que alguien simule ex -post facto que actuó de acuerdo a una regla. Es posible incluso que los
jueces tomaran siempre su decisión en forma intuitiva, y luego se limitaran a elegir de entre varias reglas
jurídicas aquellas que se parecieran más al caso ocurrente. Algunas decisiones judiciales pueden ser dictadas
así, pero es evidente, sin duda, que la mayoría de ellas, son obtenidas mediante el esfuerzo genuino para
ajustarse a reglas conscientemente aceptadas como pautas o criterios orientadores de decisiones o, si se llega a
éstas en forma intuitiva, se hallan justificadas por reglas que el juez estaba de antemano dispuesto a observar, y
cuya relevancia para el caso ocurrente es generalmente reconocida.
La última forma de escepticismo se funda en el hecho de un tribunal supremo tiene la última palabra al
establecer qué es D y, después que lo ha establecido, la afirmación de que el tribunal se "equivocó" carece de
consecuencias. Esto conduce a negar que los tribunales estén sometidos a reglas y a sostener que "El D (la CN)
es lo que los tribunales dicen que es". Esto hace que parezca vano distinguir, en el caso de decisiones de un
tribunal supremo, entre su definitividad y su infalibilidad. Sin embargo, si este tribunal supremo sigue, al tomar
decisiones, una determinada regla, que aunque presenta un área de textura abierta posee un núcleo de
significado establecido, no podrá apartarse de núcleo, el cual constituye el criterio de decisión correcta e
incorrecta tanto para el particular como para el tribunal. Esto es lo que hace que sea verdad decir que las
decisiones del juez, aunque definitivas, no son infalibles. En este caso, los enunciados de los particulares son
irrelevantes: si coinciden con lo que dice el tribunal, bien, sino, carecen de relevancia. La diferencia entre sus
enunciados y los del tribunal no consiste en que uno predice lo que el otro dirá, sino en que los enunciados de
los particulares son aplicaciones no oficiales de la regla y por ello carecen de significación; mientras que los
enunciados del tribunal tienen autoridad y son definitivos. El hecho de que se toleren aberraciones oficiales
aisladas no significa que el sistema jurídico ha cambiado. Pero si estas aberraciones son frecuentes o los
particulares las repudian, llega un punto en el que ya las aceptan, o si lo hacen están dentro de un nuevo
sistema, determinado por "el arbitrio del tribunal". En este último caso, si las reglas se determinasen según el
arbitrio del juez, las decisiones del juez serían a la vez definitivas e infalibles, él en nada podría acertar o
equivocarse, y los enunciados de los particulares no podrían ser otra cosa que simples predicciones. En todo
momento, los jueces integran un sistema cuyas reglas son lo suficientemente determinadas como para
suministrar criterios de decisión judicial correcta. Cuando un juez asume su cargo, se encuentra con una regla,
como la que dice que lo que la Reina en Parlamento dispone es D, que se halla establecida como una tradición y
que es aceptada como el criterio para el desempeño de ese cargo. Esto limita la actividad creadora de quienes lo
ocupan. Es cierto que tales pautas no podrían seguir existiendo si la mayor parte de los jueces no les prestaran
adhesión, porque su existencia en un momento dado simplemente consiste en su aceptación y uso como pauta
de adjudicación correcta. Pero esto no hace que el juez que los usa sea el autor de ellos. La adhesión del juez es
exigida para mantener los criterios o pautas, pero el juez no los crea. Es posible que los jueces se pongan de
acuerdo para rechazar las reglas existentes. Si la mayoría de sus fallos tuvieran ese carácter y fueran aceptados,
ello importaría una transformación del sistema. Decir que en un momento dado hay una regla que exige que los
jueces acepten como D las leyes del Congreso implica, 1°, que existe acatamiento general a esa exigencia y que
los jueces rara vez se apartan de ella o la desconocen; 2°, que cuando tal desviación ocurre es tratado por una
gran mayoría como algo seriamente criticable e incorrecto. Cuando llegamos al área de textura abierta, muy a
menudo todo cuanto podemos hacer con provecho como respuesta a la pregunta: "¿cuál es el D en esta
materia?", es una predicción cautelosa de lo que decidirán los tribunales. Pero es importante advertir que el
fundamento de tal predicción es el conocimiento de que los tribunales consideran a las reglas jurídicas no como
predicciones, sino como criterios o pautas a seguir, que son lo suficientemente determinados, a pesar de su
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textura abierta, como para limitar, aunque no para excluir, su discreción. De aquí que las predicciones de lo que
harán los tribunales se basan en una apreciación del aspecto no predictivo de las reglas, y del punto de vista
interno de éstas como criterios de conducta aceptados por aquellos a quienes las predicciones se refieren. Este
no refuerza el hecho de que, si bien la existencia de reglas en cualquier grupo social posibilita la
predicción, y a menudo le da fuerza, no puede ser identificado con ella.

- Hart, a pesar de las críticas formuladas otorga cierto crédito al escepticismo, en los casos en que se
plantean dudas sobre el alcance de la RR. Las cuestiones vinculadas a la textura abierta de las normas
ordinarias no presentan mayores inconvenientes. El problema se presenta cuando surgen incertidumbres sobre
la RR, sobre los criterios últimos de validez jurídica. Por ej., en el sistema inglés, la fórmula "lo que la Reina
en Parlamento sanciona es D" es una el criterio último para la identificación del D. Pero pueden surgir dudas
respecto su alcance. En GB hay acuerdo (tras las teorías de Austin) en que el parlamento es soberano, libre
frente a limitaciones impuestas por fuera de él y por su misma legislación previa, es decir que ningún
Parlamento anterior puede impedir que sus "sucesores" deroguen la legislación dictada por aquél. Esto implicó
una elección entre las distintas formas de omnipotencia que puede tener el Parlamento: entre una omnipotencia
continuada sobre todas las cuestiones que no afecten la competencia legislativa de los parlamentos posteriores,
y una ilimitada omnipotencia auto-comprensiva de la que se puede gozar sólo una vez. Cuál es la forma de
omnipotencia de que goza el Parlamento, es una cuestión de hecho relativa a la forma de regla que es aceptada
como criterio último para identificar el D. Pero, a pesar de que la regla de la soberanía parlamentaria es
determinada en este punto, pueden suscitarse dudas acerca de ella que no tengan respuesta. Tales cuestiones
sólo pueden ser solucionadas mediante una elección, hecha por alguien a cuyas decisiones, en esta materia, se
les ha reconocido autoridad. Esas indeterminaciones en la regla de la soberanía parlamentaria se presentan, por
ej., cuando se dicta una ley según la cual, en ciertas cuestiones ninguna legislación entrará en vigor si no es
aprobada por una mayoría de las dos Cámaras reunidas en asamblea. Tal modificación parcial del
procedimiento legislativo bien puede ser compatible con la regla de que el Parlamento no puede obligar en
forma irrevocable a sus sucesores; porque lo que hace no es tanto obligar a éstos sino transferir sus potestades
legislativas respecto de ciertas cuestiones, al nuevo cuerpo especial. Se puede decir, por lo tanto, que, en
relación con estas cuestiones especiales, el Parlamento no ha "obligado" al Parlamento, sino que ha
"redefinido" lo que ha de entenderse por Parlamento y lo que hay que hacer para legislar. Si bien es cierto que
la diferencia entre circunscribir el área sobre la que puede legislar el Parlamento, por un lado, y limitarse a
modificar la forma de la legislación, por el otro, es clara en algunos casos, en la práctica los límites se
confunden. Es posible que algunas de las proposiciones cuestionables, sean algún día aceptadas o rechazadas
por un tribunal llamado a decidir la cuestión. Tendremos entonces una respuesta a las preguntas que ellas
suscitan, y esa respuesta, mientras el sistema exista, poseerá un status de autoridad único entre las respuestas
que podrían darse. Los tribunales habrán determinado entonces, en ese punto, el contenido de la regla última
mediante la cual se identifica el D válido. La posibilidad de que haya tribunales que en cualquier momento
dado tengan autoridad para decidir estas cuestiones límites referentes a los últimos criterios de validez, depende
del hecho de que, en ese momento, la aplicación de dichos criterios a una vasta área del D, que incluye las
reglas que confieren aquella autoridad, no origine dudas, aunque sí la originen su ámbito y alcance. Las reglas
que sirven de base a la actuación de los tribunales estén integradas por el principio de que éstos tienen
jurisdicción para resolver los casos ordinarios eligiendo una de las alternativas que la ley deja abierta, aun
cuando prefieran presentar esa elección como si fuera un descubrimiento. En las cuestiones referentes a los
criterios fundamentales de validez no es posible decir con naturalidad que los tribunales tienen ya una clara
autoridad para resolverlas. Es un error "formalista" pensar que todo paso dado por un tribunal está cubierto por
una regla general que le confiere de antemano la autoridad para darlo, de modo que sus potestades creadoras
son siempre una forma de potestad legislativa delegada. En realidad, cuando los tribunales resuelven cuestiones
previamente no contempladas relativas a las reglas más fundamentales de la CN, ellos obtienen que se acepte su
autoridad para decidirlas después que las cuestiones han surgido y la decisión ha sido dictada. Cdo tal cosa
ocurre, a menudo se dirá retrospectivamente, que los tribunales siempre tuvieron la potestad “inherente” de
hacer lo que hicieron. Esta, sin embargo, es una ficción. En estas cuestiones muy fundamentales, defenderíamos
al escéptico ante las reglas, mientras no olvide que se lo acepta en los lindes, y no nos ciegue frente al hecho de
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que lo que en gran medida posibilita estos notables desarrollos judiciales de las reglas más fundamentales, es el
prestigio adquirido por los jueces a raíz de su actuación, gobernada por reglas, en las vastas áreas centrales del
D.

DEFINICIONES Y NORMAS: ALCHOURRÓN Y BULIGYN


LA TESIS NORMATIVISTA: Se piensa a menudo que el D está compuesto solo por normas y que, por eso,
todos los Art. de un texto legislativo son normas, ya que su función es la de prescribir conductas. Pero muchas
veces, los Art. de una ley, no establecen claramente obligaciones o permisiones. Por ej., Art. 77 CP que
especifica el significado de «reglamento», «mercadería», «capitán». Si esos Art. expresan normas, qué
prescriben tales normas?, ¿a quién y a qué obliga la definición formulada por el legislador?. La respuesta que
sostuvo Carrió es: las definiciones del legislador obligan a todos los que usan y aplican las normas jurídicas a
usarlas. En consecuencia, son una clase de normas que sólo difieren de otras en que la conducta prescripta es
lingüística. Esta Tesis Normativista (TN) encuentra apoyo en el hecho de que en los Art. que formulan
definiciones aparecen a veces expresiones normativas. Por ej., Art. 77 CP: «Para la inteligencia del texto de este
CP, se tendrá presente las siguientes reglas...», lo cual parece tener un sentido prescriptivo. Es el hecho de que
el legislador incluya la definición en el texto de la ley lo que generaría la obligación de usarla. Hay, por lo
tanto, una diferencia entre las definiciones que revisten carácter oficial por figurar en un texto legal y meras
definiciones privadas.
IDENTIFICACION DE LAS NORMAS: La TN sostiene que las definiciones legales contienen -expresa o
tácitamente- normas de conducta. Si la norma definitoria obliga a usar una cierta definición, es claro que la
definición es distinta de la norma definitoria. Una de las finalidades principales que persigue el legislador al
dictar normas jurídicas es motivar ciertas conductas. Para eso es esencial comunicar la norma a aquellos en
cuya conducta se pretende influir (destinatarios), que pueden ser personas determinadas o determinables. La
comunicación de la norma supone el uso de un lenguaje (sistema de símbolos que sirven para la
comunicación), compartido por el legislador y los destinatarios. En otras palabras, dictar normas supone la
existencia de una comunidad lingüística la que pertenecen todos los involucrados en la actividad normativa.
Hay que distinguir, por lo tanto, entre la formulación de la norma (enunciado normativo) y la norma. Los
enunciados normativos son entidades lingüísticas; las normas son el sentido expresado por esos enunciados.
La misma norma' puede ser expresada por 2 más enunciados diferentes y el mismo enunciado puede expresar
2 o más 'normas' distintas, si tiene más de un sentido. La captación del sentido del enunciado que expresa una
norma por parte del destinatario es condición necesaria para que la norma pueda cumplir el papel de motivar
conductas sociales. El sentido depende del uso que se les da a las palabras, de modo que puede variar de
grupos de personas y de épocas. Sin embargo, esto no quiere decir que una palabra no pueda tener un sentido
más o menos determinado. ¿Cómo se hace para descubrir el sentido de una expresión lingüística? O bien las
palabras tienen el sentido que normalmente suelen tener en el lenguaje en cuestión, en cuyo caso para
determinar el sentido hay que recurrir al uso común del lenguaje; o bien, el autor del texto se ha apartado del
uso común, ha usado alguna expresión en un sentido diferente; en cuyo caso hay que indagar cuál es ese
sentido. En principio las palabras que usa el legislador están destinadas a ser entendidas en su sentido habitual
a menos qué el legislador resuelva apartarse del uso común, cosa que puede hacer sólo respecto de ciertos
términos e indicando, que lo hace, pues si no lo hiciera no se lo entendería. La actividad consistente en la
identificación del sentido de un texto jurídico se llama interpretación. Un problema frecuente de la
interpretación es la vaguedad: Aun sabiendo qué significa una expresión pueden surgir dudas acerca de su
aplicabilidad a un caso o situación concreta dada. Los juristas suelen distinguir 2 métodos de interpretación: 1)
la subjetiva dirigida a descubrir la voluntad del legislador, 2) la objetiva que busca determinar el significado
del texto legislativo con independencia de lo que el legislador quiso decir. Es ilusoria la creencia en un sentido
objetivo, es decir, una entidad única, correlacionada necesariamente con la palabra. EI sentido objetivo no
puede ser otra cosa que el uso común en sus contextos característicos. Si no hay indicio de que el legislador
haya usado un término en algún sentido distinto del uso común, hay que recurrir a él. Si, en cambio, se apartó,
ha usado una expresión en un sentido diferente. Interpretarla según el uso común sería modificar el sentido.
Lo cual muestra que la palabra "interpretación" es ambigua: se la usa para describir tanto la actividad
tendiente a descubrir el sentido; como la que consiste en modificarlo. Se podría hablar de una interpretación
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cognoscitiva y una modificatoria. La 1º no siempre soluciona los problemas de vaguedad. En tal caso habrá
que recurrir a otros criterios, que pueden llevar a una modificación del sentido originario. En estos casos el
límite entre la interpretación cognoscitiva y la modificatoria se torna borroso. De acuerdo con la ideología
dominante los jueces deben limitarse a la aplicación de las normas sin modificarlas Sin embargo, los jueces
modifican las normas, pero en forma encubierta, diciendo que se trata tan sólo de otra interpretación de la
misma norma. Así amparándose en que el texto de la ley permanece invariable, pretenden disimular el cambio
de la norma. Pero si el sentido del texto depende de la interpretación, tal interpretación significa otro sentido,
y si ha cambiado el sentido del texto se ha modificado la norma. Pretender que la norma sea el texto (conjunto
de signos lingüísticos), no tiene sentido. LAS CONDICIONES DE IDENTIDAD DE UNA NORMA ESTAN
DADAS POR LA IDENTIDAD DEL SENTIDO, NO LA DE SU FORMULACIÓN LINGÜÍSTICA. Si los
jueces atribuyen otro sentido a las mismas palabras, estamos en presencia de otra norma.
LA FUNCION DE LAS DEFINICIONES LEGALES: El legislador debe indicar su decisión de apartarse
del sentido que la expresión que usa tiene en el uso común. La forma común de hacerlo es definir la expresión
en cuestión, decir que tal expresión significa tal cosa. De ahí que el legislador recurra a las definiciones. Pero
sólo excepcionalmente el legislador puede apartarse de esa regla. La existencia de una comunidad lingüística
es condición necesaria para que la comunicación sea efectiva. No solo porque las palabras que el legislador no
define serán entendidas en el sentido común, sino porque para definir necesita usar palabras y con éstas
ocurrirá lo mismo. El uso común es, pues, un trasfondo necesario de toda definición. Es por eso que el
legislador formula las normas en el lenguaje corriente, entendido por todos los integrantes de la sociedad, y no
aclara el sentido de los términos que usa. Sólo excepcionalmente se ve compelido a aclarar el sentido de
alguna expresión, cdo Ie da un sentido especial. Si esto es así, las definiciones legales son siempre
estipulativas, nunca informativas: El legislador no busca informar acerca de los usos de tal o cual expresión,
sino que estipula el significado de la expresión. En consecuencia, las definiciones legales no son ni verdaderas
ni falsas. En cambio, las definiciones de la doctrina o los jueces son informativas o aclaratorias (estipula con
mayor precisión su sentido). Las definiciones aclaratorias pueden ser calificadas de V o F en la medida en que
la definición concuerda con el sentido que el término tiene. Si va más allá, será calificada como conveniente,
inconveniente, arbitraria, etc. La definición legal puede perseguir los siguientes fines: 1) Dar mayor precisión
a un término, restringiendo su alcance (Art. 126 CC); 2) Ampliar el alcance de un término para incluir en él
situaciones que no están cubiertas por su sentido (Art. 78 CP); 3) Introducir un término nuevo.
En todos estos casos las definiciones sirven para identificar las normas en las que figuran los términos
definidos y ésta es la única función de la definición. El hecho de que en las definiciones aparecen a veces
términos aparentemente normativos (como en el art. 330 CPC: requisitos para presentar una demanda) es
engañoso. No hay razones para interpretar la fórmula empleada por el legislador allí como expresión de una
norma que impone una obligación y menos para sostener que en toda definición legal está contenida una
norma implícita. La definición sirve para identificar ciertas normas y como la identificación de las normas es
condición necesaria para su aplicación, el que quiere aplicar las normas, debe identificarlas y para
identificadas debe usar la definición del legislador. Puede existir una genuina obligación normativa de
identificar normas jurídicas y, por lo tanto, la de usadas definiciones en la medida en que éstas sirven para
identificar las normas. Es el caso de los jueces, quienes están obligados a aplicar las normas jurídicas y para
eso deben identificarlas. El juez no sólo debe realizar las conductas exigidas por las leyes (como los
particulares), sino que además debe justificar su decisión en las normas jurídicas. Por lo tanto, hay una
genuina obligación del juez de aplicar las leyes y demás normas jurídicas, y como la identificación de las
normas es condición necesaria para ello, también está obligado a identificar las normas y a usar las
definiciones legales. Pero esta obligación no surge de la definición, sino de otras normas.
¿Hay diferencias entre una definición legal y una no oficial? No. En ambos casos, las definiciones sirven
para identificar una norma: tanto la definición legal, como la no oficial constituyen indicios para el
descubrimiento del sentido del texto, pero ninguna de las dos es una prueba excluyente. A veces los jueces
sólo están obligados a usar las definiciones legales, cuando éstas han sido usadas por el legislador, pues
entonces su uso es condición necesaria para la identificación de la norma. Las definiciones legales no son
normas de conducta, ni reglas técnicas, aunque pueden dar lugar a la formulación de estas últimas. Su única
función es la de contribuir a la identificación de las normas.
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Es posible que aquellos que sostienen que las definiciones legales son normas sólo quieren decir que las
definiciones legales tienen efectos normativos en el sentido de que toda modificación de una definición legal
tendrá por resultado una modificación del status normativo de alguna acción o estado de cosas. Esto es cierto:
si las definiciones sirven para identificar las normas, es natural que todo cambio de definición llevará a
identificar otras normas. Pero todo esto no prueba que las definiciones sean normas. Sólo muestra que hay dos
vías para modificar un sistema normativo: cambiar sus normas o cambiar las definiciones de los términos que
figuran en ellas.
IDENTIFICACION DE LAS DEFINICIONES: A pesar de que las definiciones y las normas desempeñan
papeles diferentes, hay dificultades serias para identificarlas definiciones y separarlas de las normas. Las
diferentes funciones que cumplen las definiciones y las normas reflejan la diferente naturaleza de unas y
otras. Tanto la norma, como la definición son expresiones de una decisión, de un acto de voluntad que no
pueden ser verdaderas o falsas. Pero mientras en una norma se usan ciertas palabras para referirse a
determinadas conductas para declaradas obligatorias, ph o permitidas, con la definición se usan ciertas
palabras para indicar el sentido de otras palabras que se mencionan, pero no se usan. Las definiciones son,
pues, definiciones de palabras, no de las cosas referidas por esas palabras. La forma canónica de una
definición es: “.... “significa... donde en el lugar de “....” figura la expresión mencionada que se pretende
definir y en el lugar de... aparecen las palabras que se usan para indicar el sentido. Esta forma canónica no
siempre es usada, pero toda definición es traducible en un enunciado de forma canónica.
1º dificultad para reconocer las definiciones: las definiciones legales sólo muy excepcionalmente
exhiben directamente la forma canónica. En todos estos casos la definición consiste en indicar las
características esenciales o definitorias que debe reunir un objeto para que el término definido le sea aplicable.
En otras ocasiones, el legislador recurre a una técnica de definición diferente: en vez de especificar un
conjunto de características tales que cada una de ellas es necesaria, pero sólo el conjunto de ellas es suficiente
para aplicar el término, se indica una serie de características tales que cada tina de ellas es suficiente, pero no
necesaria para definir. Un ejemplo típico lo constituye el Art. 2524, CC, que define los modos de adquisición
del dominio. Para adquirir dominio sobre una cosa es suficiente cualquiera de los modos enumerados en el
Art. 2524, que por otra parte son excluyentes.
La 2º dificultad se trata de la distinción entre enunciados sintéticos y analíticos. Si las normas han de
cumplir una función prescriptiva, guiar conductas, es esencial el que sea posible cumplirlas y no cumplirlas.
En este sentido las normas son sintéticas y las situaciones que ellas exigen han de ser contingentes, ya que no
pueden ser ni necesarias ni imposibles. En cambio, las definiciones crean siempre una imposibilidad; si la
demanda se define como un documento escrito, es imposible que una demanda sea oral; si "menor" es
definido como la persona que no ha cumplido 21 años, es imposible que alguien que ha cumplido 21 años sea
menor. De esta manera una definición da lugar a enunciados necesarios: la necesidad está basada en el
significado del término definido. Si bien ellas no pueden ser calificadas de analíticas, dan lugar a enunciado
analíticos, enunciados que se justifican con el mero significado de los términos que aparecen en ellos. Los
enunciados analíticos son inmunes frente a toda experiencia en el sentido de que ninguna experiencia puede
refutarlo, porque no dicen nada acerca de la realidad. En cambio, los enunciados sintéticos tienen contenido
empírico: se refieren a la realidad y por lo tanto, están condicionados por ella. Las normas; aunque no son
descriptivas de una realidad empírica, tienen que ser sintéticas, pues tienen que hacer referencia a conductas,
es decir, a ciertos hechos. Un enunciado analítico, aunque tenga la apariencia de una norma por contener
términos normativos, en realidad no prescribe nada y, por ende, no es una norma. Pero en el discurso del
legislador, hay definiciones y enunciados analíticos basados en el significado de los términos jurídicos.
Habitualmente los conceptos jurídicos son fácticos, se definen por referencia a ciertos hechos ("homicidio"
significa acción de matar a otro). En consecuencia, el enunciado "el que comete homicidio debe ser penado"
es una norma; en cambio, "el que mata a otro comete homicidio" es un enunciado analítico. Si "homicidio" se
definiera en términos normativos, es decir, como una acción que debe ser penada con tal pena, el primer
enunciado sería analítico, pero "el que mata a otro comete homicidio" sería una norma. Qué enunciado
expresa una norma y qué enunciado es analítico depende, pues, del sentido' que se le asigne al término
"homicidio". Además, hay casos en los que un término es usado ambiguamente, a veces como fáctico, y otras
como normativo (por ej. “posesión”: se puede hacer referencia a ella como una situación jurídica o definirla en
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base a ciertos hechos). Todo esto muestra que la distinción entre enunciados analíticos y sintéticos, y entre
normas y definiciones es, en cierto punto, arbitraria, porque no existe un criterio que permita distinguirlos: se
debe analizar cada caso determinado.
SANCION Y NULIDAD: Hart, argumenta que se trata de dos nociones distintas. La finalidad que persigue
Hart, es mostrar que en el D hay dos tipos diferentes de reglas, que él llama reglas de obligación, (primarias) y
reglas que confieren potestades (secundarias). Estas últimas no son reducibles a las 1º que imponen deberes y
ph. El argumento principal de Hart consiste en mostrar que la sanción es algo externo a la regla de obligación
y que puede suprimirse sin que la regla deje de ser tal. En cambio la nulidad es parte de la regla que confiere
potestades y, por lo tanto no puede separarse de la regla sin nulidad no habría tal regla. La sanción y la
nulidad, son efectivamente como lo demuestra el argumento de Hart, 2 nociones distintas e irreductibles. La
terminología de Hart parece sugerir que los dos pertenecen a un género común, las reglas. Tenemos que le
derecho está compuesto por normas de 2 tipos, normas permisivas que confieren potestades y normas
imperativas que establecen obligaciones y ph. Esta interpretación de HART no resiste el menor análisis. Es
cierto que respecto de las normas permisivas, no tiene sentido hablar de sanciones. Tampoco tiene sentido
hablar de nulidad en el caso de las normas permisivas. EN CAMBIO FRENTE A UNA DEFINICIÓN CABE
HABLAR DE NULIDAD. El argumento de HART, de que la nulidad forma parte de la norma secundaria,
muestra claramente que en las reglas secundarias o al menos en las que confieren potestades hay un
ingrediente que no se deja reducir a reglas de conducta, sino que pertenece a la categoría de las reglas
conceptuales o determinativas, es decir definiciones. Así como las sanciones (castigos, penas) constituyen la
forma típica de reaccionar frente al incumplimiento de obligaciones, la nulidad constituye una racción típica
frente a objetos (actos, documentos, normas) que no reúnen los requisitos exigidos por una definición, con la
diferencia de que – como lo demuestra HART- la NULIDAD es inseparable de la definición, mientras que en
una norma de obligación, puede existir aunque no esté acompañada por una sanción. La existencia en el
derecho de dos tipos de reglas radicalmente distintas: normas de conducta y reglas conceptuales o definitorias.
Curiosamente los juristas no han advertido este hecho, lo muestra la popularidad de la TN.

SENTENCIA JUDICIAL Y CREACION DE DERECHO. BULYGIN:


Examina la estructura de la sentencia judicial y el papel de los jueces en la creación de D, analizando 2 tesis
engañosas: 1) las sentencias judiciales son normas jurídicas individuales, y 2) al dictar normas jurídicas
individuales los jueces crean D. Para Bulygin: a) las sentencias judiciales son entidades complejas con normas
individuales y generales; b) el juez crea normas generales; c) estas normas generales creadas por el juez no
son obligatorias, pero pueden adquirir vigencia e integrar el orden jurídico; d) el juez formula definiciones de
los conceptos jurídicos; e) la jurisprudencia es el conjunto de normas generales vigentes creadas por los jueces
y definiciones formuladas por ellos.
PARTES CONSTITUTIVAS DE LA SENTENCIA: "Sentencia" es un fallo judicial que pone fin a una
controversia que puede versar sobre un conflicto de intereses o sobre la procedencia de una sanción. Las
resoluciones (decisiones) judiciales deben ser fundadas. El juez tiene el deber de dar razón de su decisión; la
resolución debe ser justificada expresamente. Justificar o fundar una decisión consiste en construir una
inferencia o razonamiento lógicamente válido, entre cuyas premisas figura una norma general y cuya
conclusión es la decisión. El fundamento de una decisión es una norma general de la que aquélla es un caso de
aplicación. Entre el fundamento (norma general) y la decisión hay una relación lógica, no causal. Una decisión
fundada es aquella que se deduce lógicamente de una norma general. La decisión judicial debe ser fundada en
normas jurídicas y en las circunstancias del caso. Esto significa que las normas generales que constituyen el
fundamento normativo de la decisión deben ser normas jurídicas, y las proposiciones empíricas deben
corresponder a las circunstancias del caso. La diferencia entre el papel judicial y el legislativo se revela en el
papel que desempeñan los considerandos de una ley (no forman parte de la misma) y los de la decisión
judicial que forman parte necesaria de la sentencia. Una sentencia carente de fundamentación es una sentencia
arbitraria. Bulygin llama "sentencia" a la totalidad formada por los considerandos y la resolución. La sentencia
puede ser concebida como un razonamiento normativo: la resolución es la conclusión de este razonamiento,
cuyas premisas se encuentran en los considerandos. Dentro de las premisas figuran tres tipos de enunciados:
1) enunciados normativos generales que constituyen el fundamento normativo de la resolución; 2)
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definiciones, y 3) enunciados empíricos usados para la descripción de hechos. El fundamento normativo y la


resolución son los componentes normativos de la sentencia. Pero mientras que el fundamento normativo
consta de enunciados normativos generales, la parte dispositiva es una norma individual que se refiere a la
conducta de individuos determinados y a prestaciones o sanciones concretas. Lo que confiere a la sentencia el
valor de precedente y la convierte en fuente de D no es la parte dispositiva, sino las normas generales) en los
que aquélla se funda.
¿QUE TIPO DE NORMAS CREAN LOS JUECES? Para que una norma formulada por una autoridad
normativa es creada por ella, su contenido no ha de ser idéntico al de alguna otra, ni consecuencia lógica de
otras normas.
A) Kelsen y los autores que le siguen en este punto, sostienen que el juez, al aplicar una norma general, crea
una norma individual, basándose: 1) en que la norma individual es producto de un acto de voluntad, y 2) en
que en la norma individual se concretizan una serie de elementos que la norma general se mencionan en forma
abstracta. La norma general señala un marco de posibilidades; el juez elige una de ellas al crear la norma
individual. Toda formulación de una norma requiere un acto de voluntad, de modo que la adopción de este
criterio da excesiva amplitud al concepto de creación normativa. No es cierto que la norma individual no
puede ser deducida de la norma general únicamente: en una sentencia fundada, la resolución es consecuencia
lógica de los considerandos, de la norma general aplicada y la los hechos y definiciones tomados en conjunto.
La norma individual no es creada por el juez, sino deducida de la norma general, las definiciones y los hechos
del caso. Sólo en una sentencia arbitraria la resolución no es consecuencia lógica de los considerandos.
B) Para Bulygin, por lo común, el juez no crea normas generales, ya que debe fundar sus resoluciones en
normas jurídicas preexistentes. Sin embargo, en casos no previstos por el orden jurídico, el juez puede crear
una norma general que fundamente su decisión. El más corriente de los procedimientos que los jueces usan
para esto es la analogía. La creación judicial de normas generales por analogía es una creación a partir de otras
normas y difiere muy sustancialmente de la creación legislativa, hasta el punto de que parece equívoco usar el
mismo vocablo "creación" para designar dos actividades tan distintas. Pero importa subrayar que lo que los
jueces crean -si es que crean algo- no son normas individuales, sino normas generales.
ALGUNAS DISTINCIONES CONCEPTUALES: Los filósofos del D que sostienen que las sentencias
judiciales son normas jurídicas individuales, sólo se refieren a 'la parte dispositiva de la sentencia. Esto es
consecuencia de una confusión conceptual que los autores han heredado de Kelsen. Para Kelsen toda norma
jurídica es necesariamente obligatoria, pues "obligatoriedad" es sinónimo de "existencias". La única norma
obligatoria que Kelsen encuentra en la sentencia es la norma individual contenida en la parte dispositiva. De
ahí a la afirmación de que la sentencia es norma individual hay un solo paso. La identificación de la
obligatoriedad con la existencia de las normas se debe a la ambigüedad del término "validez", usado por
Kelsen para designar 3 propiedades diferentes: 1. Creación conforme a una norma superior, 2. Existencia
específica de la norma y 3. Obligatoriedad. Bulygin propone siguientes definiciones:
- Validez: Una norma es válida si, y sólo si, ha sido dictada por una autoridad competente. Una autoridad
normativa es competente para dictar una norma si, y sólo si, existe otra norma (superior) que permite dictar
aquélla.
- Obligatoriedad: Una norma es obligatoria si, y sólo si, las autoridades encargadas de su aplicación tienen el
deber prescripto por otra norma de aplicarla. Una norma general es obligatoria, cuando los jueces tienen el
deber de aplicarla.
- Existencia: Es un concepto fáctico, claramente distinguible de los otros dos (normativos).
- Vigencia: Una norma es vigente si, y sólo si, hay buenas razones para afirmar que sería aplicada en caso de
que se dieren las condiciones para su aplicación(es una propiedad disposicional).
- Eficacia Una norma es eficaz si, y sólo si, es obedecida por él o los sujetos a la que se dirige.
a) Tanto las normas generales, como las individuales pueden ser eficaces, pero sólo las generales pueden tener
vigencia: sólo éstas pueden ser aplicadas para la justificación de las resoluciones judiciales.
b) La vigencia y la eficacia admiten grados, no así la validez y la obligatoriedad.
c) La aplicación de los conceptos de obligatoriedad y vigencia puede extenderse a definiciones.
d) Los conceptos de validez, obligatoriedad y vigencia designan propiedades compatibles, pero
independientes. Las normas inválidas son obligatorias mientras no hayan sido anuladas. La validez de una ley
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consiste en una relación lógica entre ella y la CN, y como tal no depende de lo que dicen los jueces. Pero una
vez que los tribunales han aceptado la ley, la cuestión de su invalidez pierde interés práctico. También puede
darse el caso inverso: el de las normas válidas y no obligatorias. Esta característica tienen las normas
generales creadas por los jueces, pues en aquellos casos en que el juez no funda su resolución en una norma
preexistente, sino en una norma creada por él, esta última no es obligatoria para sus colegas. Otros jueces
pueden, para resolver un caso similar, basarse en una norma diferente. Estas normas no obligatorias son
perfectamente válidas, ya que el juez está expresamente autorizado a recurrir a la analogía o a los principios
generales en caso de una laguna (art. 16 CC).
LAS NORMAS GENERALES CREADAS POR LOS JUECES ¿SON NORMAS JURIDICAS? El
problema no es puramente verbal, pues si bien es cierto que las respuestas dependerán de la extensión que se
quiera dar al concepto de norma jurídica, no se trata de dar una definición nominal, sino de construir una
explicación de la expresión vaga "norma jurídica". No parece conveniente erigir la obligatoriedad como
característica definitoria de la norma jurídica, pues esto excluiría a las normas vigentes no obligatorias. Por
consiguiente, las normas generales creadas por los jueces en: 1) las que son vigentes, con respecto a las cuales
no parecen existir inconvenientes serios para aceptarlas como normas jurídicas genuinas, y 2) las que no son
vigentes. Parece razonable pensar que la vigencia de una norma es una condición necesaria para su existencia.
Pero aún si se insiste en calificar a estas normas como jurídicas, surge la necesidad de encontrar algún criterio
que permita distinguir entre estas normas y los enunciados normativos que claramente no son "normas
jurídicas". Un posible criterio podría ser el siguiente: las normas generales creadas por los jueces no son
obligatorias, pero sirven de fundamento a normas individuales que son obligatorias y (en la mayoría de los
casos) eficaces, El hecho de que una norma general (no obligatoria) constituya el fundamento de una norma
individual obligatoria permite distinguirla no sólo de los enunciados "no oficiales" (como los de un abogado),
sino también de las normas generales formuladas en un voto en desidencia de un tribunal colegiado.
LA JURISPRUDENCIA COMO FUENTE DE D:
1) Es falso afirmar que la jurisprudencia es el conjunto de normas individuales: Son normas generales.
2) La jurisprudencia no consiste necesariamente en una reiteración de fallos: No toda sentencia que crea una
norma general es jurisprudencia. La jurisprudencia es el conjunto de normas vigentes creadas por los jueces.
Para que una norma sea vigente es necesario que existan buenas razones para afirmar que será aplicada en un
nº elevado de casos. Es por eso que una sola sentencia puede dar vigencia a la norma creada, y por lo tanto
sentar jurisprudencia.
3) La contribución de los jueces a la creación del D no se limita a la creación de normas: también se encargan
de la definición de los conceptos jurídicos: Son raros los casos en los que los jueces crean una nueva norma,
en general, lo que crean son enunciados. Cdo estas definiciones llegan a adquirir vigencia, pasan a integrar el
orden jurídico, lo que demuestra que tanto las normas como las definiciones forman parte del D.

“PRINCIPIOS Y REGLAS: LEGISLACIÓN Y JURISDICCIÓN EN EL EDO CONSTITUCIONAL”


Juan Carlos BAYON
Actualmente existen 2 concepciones opuestas sobre el desempeño de la función jurisdiccional en un Edo de D,
lo que se manifiesta en distintas reacciones sobre la idea de «activismo judicial». Hay, en 1º lugar, una larga
tradición de pensamiento jurídico-político para la cual «activismo judicial» equivale a invasión por parte del
juez de un espacio que no le corresponde y, por ello, a puesta en peligro del sistema de equilibrios
Institucionales, sin el que se frustraría el ideal del Edo de D. En este punto de vista late la convicción de que el
juez activista no es más que un Individuo que, considerándose acaso parte de una élite moral, impone a los
demás sus propios valores. Para la 2º concepción, el «activismo judicial» representa la idea del juez como ga-
rante de los D fundamentales de los ciudadanos frente a cualquier clase de actuaciones de los poderes
públicos, por lo que el juez debe ser «activista sin pudor»: Si los D son límites a las mayorías, un juez que
tome en serio su papel de garante de los D no podría limitarse a dar por bueno el criterio de la propia mayoría.
Y si el no limitarse a eso le convierte en juez activista, el activismo resultaría ser la virtud por excelencia de la
función jurisdiccional en un Edo constitucional. Estas son las conclusiones de cada una de estas posturas
rivales. Para evaluarlas hay que someter a examen sus puntos de partida. Cada una es el producto no sólo de
concepciones diferenciadas acerca de qué ha de entenderse por "Edo de D” y de distintas concepciones acerca
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de los procesos de interpretación y aplicación de normas y acerca del concepto mismo de norma.
El modelo clásico de Edo de D tiene su eje en la idea de imperio de la ley, es decir, en la apuesta por
un «gobierno de las Ieyes» frente a un «gobierno de los hombres», ya que consideran que el imperio de las
leyes es una condición de posibilidad de la autonomía individual: si las decisiones del poder son
impredecibles, entonces la información que para formar planes de vida necesita un individuo acerca de las
consecuencias previsibles de sus acciones queda mermada. Ese ideal normativo del imperio de la ley, se
materializa en una serie de exigencias: 1) El D debe ser un conjunto de normas, cuya identificación como D
dependa sólo da haber sido emitidas por una autoridad reconocida en el ámbito de su competencia, es decir, de
circunstancias fácticas, y no de consideraciones valorativas. 2) Esas normas han de ser generales y abstractas,
prospectivas, razonablemente estables, públicas y tan claras como sea posible. 3) Los procedimientos de
aplicación de estas normas han de estar configurados de manera que se respeten ciertas exigencias
Institucionales: separación de poderes, control jurisdiccional de la legalidad de las actuaciones de la
administración y aseguramiento de las condiciones básicas de Imparcialidad en el proceso. El modelo de
función jurisdiccional que encaja con esta concepción del imperio de las leyes tiene como idea central, el que
la sentencia no debe ser más que una particularización de la ley para el caso concreto, por lo que el juez tiene
2 imperativos: 1) Motivar su decisión precisando el precepto legal aplicable al caso, de modo que es excluida
cualquier apelación a un criterio de decisión externo al sistema de fuentes que fija la propia ley. 2) Limitarse a
aplicar la ley absteniéndose de interpretarla. Lo que se postula es que si la ley clara y terminante, entonces,
debe seguirse literalmente. “Interpretar la ley” equivaldría o bien a determinar el sentido de una ley que no es
«clara y terminante», o bien, ante una ley que lo es, a atribuirle un sentido que se aparta del que literalmente
tiene porque éste le parece al juez «duro y contra equidad». Lo que se le niega al juez es legitimidad para
interpretar la ley en cualquiera de estos sentidos. Si la ley no es «clara y terminante», es decir, si no ha pre-
visto con exactitud la solución para el caso planteado en un proceso, el único que contaría con legitimidad
para aclararla sería el legislador. Y cuando sí es "clara y terminante», entonces no el juez debe aplicarla de
forma rigurosa. Partiendo de esos postulados, el razonamiento judicial sería una simple inferencia deductiva.
Si se exige al juez que se ajuste al modelo de función jurisdiccional descrito, es porque se supone que el
legislador ha puesto en sus manos la clase de material normativo con el que le resultará posible hacerla.
Una norma de conducta general y abstracta prescribe cierta clase de acciones a una clase de individuos
en una clase de situaciones. Es usual, diferenciar 2 dimensiones del significado de los términos que designan
clases: su extensión o denotación (conjunto de objetos particulares a los que el término se aplica) y su
intensión o connotación (el conjunto de propiedades que han de concurrir en un objeto particular para
considerarlo incluido en la extensión). La denotación de un término está determinada por su connotación, y se
da por sentado que todos los términos de clase tienen una denotación abierta, puesto que no es posible
especificar de antemano el conjunto exacto de propiedades que integran su connotación, ya que la connotación
de cada término es un producto convencional. Ahora bien, decir que, en el límite, todos los términos son vagos
no equivale en modo alguno a decir que todos son igualmente vagos: si llamamos «zona de penumbra» al
conjunto de objetos que no sabremos si están incluidos de la denotación, éste será tanto más vago cuanto
mayor sea su zona de penumbra. Finalmente, las propiedades que connotan algunos términos -- «héroe» -
pueden no ser de carácter empírico, sino valorativo, en cuyo caso la determinación de su denotación no de-
pende de las reglas semánticas convencionalmente vigentes en la comunidad, sino de la aceptación de ciertos
juicios de valor. Un término posee “autonomía semántica” cuando la determinación de su denotación
depende sólo de las reglas semánticas convencionalmente vigentes. El ideal clásico del imperio de la ley
Implica una regla de formación del lenguaje legal, un conjunto de exigencias al legislador acerca del modo en
que deben quedar configuradas las normas qua dicta. Esas exigencias son: 1) Debe utilizar términos que
posean autonomía semántica; 2) Entre ellos, los que tengan el menor grado de vaguedad posible. La norma
que cumpla estos requisitos es la “ley clara y terminante".El ideal clásico del imperio de la ley requiere un
derecho compuesto sólo de ese tipo especifico de normas que serían las reglas. Hay entonces dos problemas:
A) Incluso él legislador más ajustado a las exigencias descritas tiene que reconocer que el juez se las verá en
ocasiones con supuestos que caen en la zona de penumbra. En esos supuestos el juez se verá investido de un
poder de decisión que parece extraño al Edo de D, pero que estará justificado como el precio a pagar para
evitar los inconvenientes mayores, de cualquier método alternativo de toma de decisiones en esas
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circunstancias. B) En mayor o menor medida, siempre se han dictado normas formuladas con términos
carentes de autonomía semántica o notablemente vagos. En cualquiera de esos dos casos un reproche al juez
por su activismo carecería de sentido, puesto que decir que alguien se ha extralimitado en su función implica
la presuposición de que podría haber evitado hacer lo que hizo. El único caso en que el modo de proceder del
juez sería evitable es el del juez que teniendo ante si una "ley clara y terminante” no la sigue literalmente
porque su aplicación al caso que enjuicia le parece "dura y contra equidad”. En los 2 supuestos anteriores el
juez tendría ante sí «casos jurídicamente difíciles». En este 3º supuesto, el juez tendría ante sí un caso
jurídicamente fácil, pero que él vería como moralmente difícil. Jurídicamente fácil, porque el d dicta ine-
quívocamente una solución para el caso. Y moralmente difícil, porque desde el punto de vista del juez se
produciría un conflicto entre las exigencias de «justicia del caso concreto», y otras, de naturaleza moral, que
respaldan su sometimiento a la ley.
Quien dicta normas lo hace guiado por un propósito: tratar de conseguir que las conductas de los
destinatarios se ajusten a cierto ideal que le parece deseable. Expresar ese ideal, sin embargo, coloca al
legislador ante 2 opciones: 1) Formular su directiva diciendo que debe realizarse el propósito buscado. Pero
legislar de este modo tiene dos inconvenientes. Uno, para los ciudadanos, que quedan en una situación de
inseguridad. Y otro para el legislador: porque habiendo legislado así, la identificación de los casos que satis-
facen el propósito buscado no va a depender de él, sino que queda librada al juicio del llamado a aplicar la
norma (que puede coincidir sólo parcialmente con el suyo). Es decir, este modo de legislar implica una
pérdida de control por parte del legislador, una traslación de autoridad desde el emisor de la norma hacia su
aplicador. 2) Para evitar esto puede intentar formar una clase de casos cuya extensión sea lo más parecida
posible al conjunto ideal de supuestos en los que se realizaría perfectamente el propósito buscado, y para
pertenecer a la cual haya de concurrir una propiedad cuya identificación no dependa del juicio del aplicador.
Esta forma alternativa de legislar tiene también sus costes desde el punto de vista del legislador: porque
habiendo formulado su directiva de ese modo, habrá inevitablemente algunos casos en que sea aplicable y en
los que sin embargo su cumplimiento no promueva el propósito realmente buscado; y casos que caigan fuera
del ámbito de aplicación de la norma y en los que, sin embargo, hacer lo que ésta exige sí promovería su
propósito. Son «principios» las directivas que dicta el legislador según la 1º de las opciones que acabo de
mencionar y «reglas» a las que dicta con arreglo a la 2º. Los principios, serían normas que prescriben que se
realicen ciertos valores, mientras que las reglas serían normas que moralizan deónticamente acciones. Los
principios no aclaran qué acciones frustrarían aquellos valores; las reglas no aclaran qué valores se realizan al
ejecutarse la acción que prescriben. Un D compuesto sólo de principios daría lugar a una ”jurisprudencia de
razones”, en la que la solución de cada caso exigiría siempre la concreción y ponderación de todos los valores
en juego, con resultados imprevisibles. En un D compuesto sólo de reglas, en cambio, éstas pueden ser
aplicadas en forma «opaca», es decir, pueden controlar la decisión en cada caso concreto en que resultan
aplicables. Para optar por un procedimiento u otro el legislador debe comparar sus costes: si elige el 1º, el
coste en merma de seguridad y en aplicaciones posibles del principio según un criterio de fondo no
coincidente con el suyo; si elige el 2º, el coste en aplicaciones e inaplicaciones estrictas de la regla que no
sirven al propósito real buscado. Si se acepta que es el legislador quien cuenta con la autoridad para realizar
ese balance, entonces la solución que finalmente adopte debe aceptarse en sus propios términos. Si el ideal
clásico del imperio de la ley exige un D de reglas, exige además que en el momento de su aplicación éstas
sean tratadas realmente como tales, como prescripciones opacas respecto.

El ideal clásico de imperio de la ley requiere un D de reglas, por cuanto un D de principios frustraría el
propósito primario de servir de condición de posibilidad de la autonomía individual. Pero incluso en un D de
reglas hay inevitablemente espacios de indeterminación, en los que es irrealizable el modelo la jurisdicción
cognoscitivista y deductivista. El poder de decisión que ejerce el juez en esos espacios no puede ser tildado
como “activismo” y puede justificarse como el precio a pagar para evitar los inconvenientes más graves de
mecanismos de decisión alternativos. En los espacios claramente determinados por las reglas debe regir el
principio del sometimiento estricto del juez a la ley, no porque ello carezca de costes, sino para evitar los
costes que involucraría el mecanismo de decisión alternativo. En consecuencia, los casos fáciles serían los
que cuentan con una solución predeterminada y en los que la decisión sigue la pauta de un razonamiento
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deductivo.

Este modelo de imperio de la ley está siendo objeto en los últimos tiempos de impugnaciones basadaS en que
el D actual no es un "D sólo de reglas”. El D hace explícitas en forma de principios sus condiciones
sustanciales de justificación, convirtiéndolas en requisitos de validez de la legislación y en criterios
interpretativos del conjunto del ordenamiento. Ello altera el ideal clásico del imperio de la ley y obliga a
replantear la diferencia entre casos fáciles y casos difíciles. La idea es que un principio puede requerir que un
caso sea resuello de un modo diferente al dispuesto por la norma. Los principios pueden justificar excepciones
a las reglas. Pero entonces, si no es posible determinar de antemano el conjunto preciso de casos gobernados
por un principio, tampoco podemos determinar de antemano el conjunto preciso de excepciones obligadas a la
regia. Por supuesto habrá una infinidad de casos de aplicación de reglas que sean «fáciles». A estos casos los
conceptuaríamos así porque no acertaríamos a ver ninguna razón de principio para dejar de aplicar la solución
prevista por la regla, lo que es una cuestión de índole valorativa. Por eso, la argumentación basada en
principios no sólo entraría en juego para resolver los casos que, por razones lingüísticas, son conceptuados
como “difíciles", sino que también gobierna los casos fáciles.
En un D de principios y reglas la solución prevista por la regla goza de una presunción de aplicabilidad
que sólo puede ser desvirtuada mediante una argumentación basada en principios. El D de un Edo
constitucional no sólo incorpora principios que actúan como parámetros de justificación del contenido
material de la acción de los poderes públicos (principios “sustantivos”, que tienen que ver con los valores),
sino también principios “formales” como los de certeza y seguridad jurídica o de naturaleza institucional
como los relativos a la división de poderes y funciones dentro del Edo, es decir, relativos a la atribución de
espacios de autoridad. Por eso, las razones para excepcionar una regla basadas en principios sustantivos tienen
que ser contrapesadas por las razones para aplicar la regla basada en el principio de seguridad o división de
poderes y funciones. Es por eso que habría que entender por juez «activista» en el Edo contemporáneo de D a
aquel que ignorara el peso de esta última clase de principios (formales), convirtiendo en “jurisprudencia de
razones pura” la forma más compleja de jurisdicción que conviene a un D de reglas y principios sustantivos e
institucionales.
- La idea de que el juez debe ser activista sin pudor implica no sólo que el juez debe hacer valer las leyes
frente a las ilegalidades manifiestas del poder, sino también que cuando no está claro el alcance de las
garantías, el punto de vista al respecto del juez prevalece sobre el punto de vista del legislador o de la
administración. Sin embargo, parece discutible la coherencia de esta idea. Porque si el juez acepta que los D
que tenemos no son los que determinaría una concepción ideal de la justicia, sino los seleccionados por una
decisión democrática originaria, por qué no ha de ser también una decisión democrática la que concrete su
contenido. Además, el ideal mismo de los D invoca el respeto a la capacidad de los individuos ordinarios para
gobernar sus vidas en términos que respeten la igual capacidad de los demás. Seria curioso que de esas ideas
no se siguiera nada en lo referente al modo mejor de tomar decisiones colectivas que zanjen nuestros
desacuerdos prácticos acerca del contenido y alcance de esos D. El ideal de los D representa a las personas
como agentes que eligen y que conciben que su propia dignidad reside en poder hacerla en condiciones que
puedan ser asumidas como de auto-gobierno. No carece de fundamento, por tanto, la idea de que las mismas
justificaciones profundas que animan el ideal de los D favorecen un método determinado de toma de
decisiones colectivas acerca de su contenido y alcance: el método de la representación democrática. Por eso,
quizá, deberíamos someter a revisión algunas ideas usuales acerca del sentido político de las críticas al
activismo judicial.

EL MODELO DE LAS NORMAS


1. CUESTIONES EMBARAZOSAS: Los abogados confían en los conceptos de D jurídico y obligación
jurídica, sin embargo no siempre coinciden en su significado. Ni siquiera en los casos claros, en que estamos
seguros de que alguien tenía una obligación jurídica y la infringió, podemos dar una explicación satisfactoria
de qué es lo que eso significa, o por qué eso da D al Edo para castigar o coaccionar al individuo. En los casos
menos claros, estas cuestiones se agudizan. Ciertos juristas («nominalistas») instan a resolver estos problemas
ignorándolos. Para ellos, los conceptos de «obligación jurídica» y «D» son mitos, inventados y mantenidos
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por los abogados como resultado de una funesta mezcla de motivos conscientes y subconscientes. Los
enigmas que encontramos en tales conceptos son meros síntomas de que se trata de mitos. Son insolubles
porque son irreales. Pero antes de decir que los conceptos del D y obligación jurídica son mitos, debemos
decidir qué son. Los nominalistas creen que cuando hablamos de «el D» nos referimos a una serie de normas
intemporales almacenadas en algún depósito en espera de que los jueces las descubran, y que cuando
hablamos de obligación jurídica pensamos en las cadenas invisibles con que de alguna manera nos envuelven
esas normas misteriosas: Llaman «jurisprudencia mecánica» a la teoría de que existen tales normas y cadenas,
pero se les hace difícil encontrar gente que la practique. Está claro que la mayoría de los abogados no piensan
en nada semejante cuando hablan de D y obligación jurídica, pues hay leyes que cambián y evolucionan, y
obligaciones jurídicas que a veces son problemáticas. El análisis nominalista se reduce a un ataque a la
jurisprudencia mecánica, como respuesta a la teoría positivista, que Dworkin analiza y critica en base a la
teoría de Hart.
2. EL POSITIVISMO: Su esqueleto está constituido por ciertas proposiciones centrales:
a) El D es un conjunto de normas usadas por la comunidad para determinar qué comportamiento será
castigado por los poderes públicos. Estas normas especiales pueden ser identificadas y distinguidas mediante
criterios específicos, por pruebas que se relacionan con su origen.
b) El conjunto de estas normas jurídicas válidas agota el concepto de “D”, y en los casos que no queden
comprendidos dentro de una norma los jueces deberán recurrir a su discreción
c) Decir que alguien tiene una «obligación jurídica» equivale a afirmar que su caso se incluye dentro de una
norma jurídica válida que le exige hacer algo o que le ph que lo haga. En ausencia de tal norma jurídica válida
no hay obligación jurídica.
- Las diferentes versiones se apartan en el origen que debe satisfacer una norma para ser considerada norma
jurídica. Austin, por ejemplo, pensaba que en cada comunidad política se encuentra un soberano, a quien
habitualmente obedecen los demás, pero que no está habituado a obedecer. Las normas jurídicas son los
mandatos generales que ha emitido su soberano. Creía que uno tiene una obligación jurídica si se cuenta entre
aquellos a quienes se dirige alguna orden general del soberano y está en peligro de sufrir una sanción a menos
que obedezca dicha orden. Como no puede el soberano abarcar todas las contingencias, concede a quienes
hacen respetar la ley la discrecionalidad de dar nuevas órdenes toda vez que se presenten casos nuevos o
difíciles. Los jueces hacen normas nuevas o adaptan las antiguas, y el soberano desconoce tales creaciones o
bien, al no hacerla así, tácitamente las confirma. La versión del positivismo que da Hart es más compleja.
Primero, porque reconoce que las normas son de diferentes géneros («primarias» y «secundarias»). Además
rechaza la teoría de Austin de que una norma es una especie de mandato. Las normas primarias son las que
aseguran D o imponen obligaciones a los miembros de la comunidad. Las secundarias son las que estipulan
cómo y por obra de quiénes se pueden formar, reconocer, modificar o extinguir las normas primarias. Austin
había dicho que toda norma es un mandato general, y que una, persona está obligada por, una norma si es
susceptible de ser sancionada en caso de desobedecerla. Hart señala que así se borra la distinción entre verse
obligado y estar obligado. Si uno está limitado por una norma, está obligado; por consiguiente, estar limitado
por una norma debe ser diferente de verse sometido a una sanción si uno desobedece una orden. Una norma
difiere de una orden por ser normativa, por establecer un están dar de comportamiento que plantea al sujeto
una exigencia que trasciende la amenaza capaz de hacerla cumplir. Una norma nunca puede ser obligatoria
simplemente porque una persona que tiene fuerza física quiere que lo sea. Tal persona debe tener autoridad
para dictar la norma, porque .si no, no es norma, y una autoridad tal sólo puede provenir de otra norma que es
ya obligatoria para aquellos a quienes ella se dirige. Tal es la diferencia entre una ley válida y las órdenes de
un pistolero. Hart ofrece, pues, una teoría general de las normas que no hace depender la autoridad de éstas de
la fuerza física de sus autores. Hay 2 fuentes posibles para la autoridad de una norma: a) Una norma puede
llegar a ser obligatoria para un grupo de gente porque ese grupo, mediante sus prácticas, la acepta como norma
de su conducta. b) Una. norma también puede llegar a ser obligatoria al ser promulgada de conformidad con
alguna norma secundaria que estipule que las leyes así promulgadas serán obligatorias. Así, podemos expresar
de la siguiente manera la distinción fundamental que establece Hart: una norma puede ser obligatoria a)
porque es aceptada o b) porque es válida. Para Hart, cuando una comunidad determinada ha llegado a tener
una norma secundaria fundamental que estipula de qué manera han de ser identificadas las normas jurídicas
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(“RR”), nace el D. La RR no puede ser válida y es la única regla de un sistema jurídico cuya fuerza obligatoria
depende de su aceptación. Hart está de acuerdo con Austin en que las normas jurídicas válidas pueden ser
creadas en virtud de los actos de funcionarios públicos. Pero Austin pensaba que la autoridad de tales
instituciones descansaba únicamente en su monopolio del poder. Hart encuentra esa autoridad en el conjunto
de estándares constitucionales que han sido aceptados, en la forma de una regla fundamental de reconocimien-
to, por la comunidad a la cual rigen. La teoría de Hart difiere también de la de Austin porque reconoce que las
diferentes comunidades usan diferentes fuentes de D, y que algunas permiten otros medios de creación de D,
aparte el acto deliberado de una institución legislativa. La versión que da Hart del positivismo es más com-
pleja que la de Austin. En un aspecto, sin embargo, los dos modelos son muy similares. Hart, como Austin, re-
conoce que las normas jurídicas tienen límites inciertos (él dice que son de «textura abierta») y, también como
Austin, da cuenta de los casos difíciles diciendo que los jueces tienen y ejercen la discreción para decidirlos
mediante una legislación nueva.
3. NORMAS, PRINCIPIOS y DIRECTRICES POLÍTICAS: Dworkin ataca el 1° postulado del
positivismo, argumentando que este pasa por alto los «principios, directrices políticas y otros tipo de pautas».
Llama «directriz» al estándar que propone un objetivo que ha de ser alcanzado; «principio» a un estándar que
ha de ser observado, no porque que favorezca una situación económica, política o social deseable, sino porque
es una exigencia de la justicia, la equidad o alguna otra dimensión de la moralidad. Sin embargo se refiere a
ambos como “principios”. En numerosos casos (como “Riggs vs Palmer”, donde se discutía si un nieto tenía D
a heredar a su abuela, al que había matado), los tribunales decidieron invocando argumentos que no son lo que
normalmente se considera como normas jurídicas, ya que son principios jurídicos, no normas jurídicas. La
diferencia entre principios jurídicos y normas jurídicas es una distinción lógica. Las normas son aplicables
como disyuntivas. Si los hechos que estipula una norma están dados, entonces o la norma es válida, en cuyo
caso la respuesta que da debe ser aceptada, o no lo es, y entonces no aporta nada a la decisión. Por cierto que
una regla puede tener excepciones. Sin embargo, un enunciado preciso de la regla tendría en cuenta esta
excepción, y cualquier enunciado que no lo hiciera sería incompleto. Pero no es así como operan los
principios: nuestro D respeta el principio de que nadie puede beneficiarse de su propio delito, pero eso no
implica que la ley nunca permite que un hombre se beneficie de sus injusticias (como en la usucapión). Un
principio como ese no pretende establecer las condiciones que hacen necesaria su aplicación. Más bien
enuncia una razón. Si un hombre tiene algo o está a punto de recibirlo, como resultado directo de algo ilegal
que hizo para conseguido, ésa es una razón que la ley tendrá en cuenta para decidir si puede o no conservado.
Puede haber otros principios o directrices que apunten en dirección contraria. En tal caso, es posible que
nuestro principio no prevalezca, pero ello no significa que no sea un principio de nuestro sistema jurídico,
porque en otros casos puede ser decisivo. Cdo decimos que un determinado principio es un principio de
nuestro D, los funcionarios deben tenerlo en cuenta, como criterio que les determine a inclinarse en uno u otro
sentido. Hay una 2° diferencia: Los principios tienen una dimensión que falta en las normas: la dimensión del
peso o importancia. Cdo los principios se interfieren, para resolver el conflicto hay que tener en cuenta el peso
relativo de cada uno. Una norma jurídica puede ser más importante que otra porque tiene un papel más
relevante en la regulación del comportamiento. Pero no podemos decir que una norma sea más importante que
otra, de modo que cuando 2 de ellas entran en conflicto, una de las dos sustituye a la otra en virtud de su
mayor peso, ya que si se da un conflicto entre dos normas, una de ellas no puede ser válida. La decisión
respecto de cuál es válida y cuál debe ser abandonada, se hace apelando a consideraciones que trascienden las
normas mismas: autoridad superior, norma posterior, etc.
4. LOS PRINCIPIOS Y EL CONCEPTO DE D: Una vez que identificamos los principios jurídicos corno
una clase diferente de las normas jurídicas, comprobamos que estos desempeñan un papel esencial en los
argumentos que fundamentan juicios referentes a determinados D y obligaciones jurídicas. Una vez decidido
el caso, se dice que el tribunal crea una norma determinada, citando principios que justifican su adopción. Por
consiguiente, un análisis del concepto de obligación jurídica debe dar razón del importante papel de los princi-
pios cuando se trata de llegar a determinadas decisiones jurídicas. Hay dos puntos de vista diferentes que
podemos tornar: a) Tratar los principios jurídicos tal como a las normas jurídicas, diciendo que algunos son
obligatorios como D y que han de ser tenidos en cuenta por los jueces y juristas que toman decisiones de
obligatoriedad jurídica. b) Negar que los principios sean obligatorios de la misma manera que lo son algunas
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normas. Cdo los aplica, el juez va más allá de las normas que está obligado a aplicar, en busca de principios
extra-jurídicos que puede seguir si lo desea.
- La elección entre ambos puntos de vista es una opción entre dos conceptos de un principio jurídico. El 1º
punto de vista trata a los principios como vinculantes para los jueces, de modo que éstos hacen mal en no
aplicarlos. El 2º trata los principios como resúmenes de lo que la mayoría de los jueces hacen «por principio»
cdo se ven obligados a ir más allá de las normas. La elección entre estos enfoques afectará la respuesta que
podamos dar a la cuestión de si el juez, en un caso difícil, intenta imponer el cumplimiento de D y deberes
preexistentes. Si adoptamos el 1º, podemos argumentar que como esos jueces están aplicando normas jurídicas
obligatorias, lo que hacen es imponer el cumplimiento de D y deberes jurídicos. Pero si adoptamos el 2º,
debemos reconocer que hay un acto de discreción judicial aplicado ex post facto. En el esquema básico del
positivismo, era un 2º principio la doctrina de la discreción judicial. Los positivistas sostienen que cuando un
caso no puede subsumirse en una norma clara, el juez debe ejercer su discreción para decidir sobre el mismo,
estableciendo lo que resulta ser un nuevo precedente legislativo. Puede haber una relación importante entre esta
doctrina y la cuestión de cuál de los dos enfoques de los principios jurídicos debemos adoptar.
5. LA DISCRECIÓN: Dworkin también ataca el 2° postulado positivista. Los positivistas tomaron el concepto
de discreción del lenguaje común. Este concepto sólo tiene relevancia en algunas situaciones especiales: cdo
alguien está encargado de tomar decisiones sujetas a las normas establecidas por una autoridad determinada. La
discreción es el área que deja abierta un círculo de restricciones que la rodea. Es, por consiguiente, un concepto
relativo. A veces se habla de «discreción» en un sentido débil, para decir que las normas que debe aplicar un
funcionario no se pueden aplicar mecánicamente, sino que exigen discernimiento. Usamos este sentido débil
cuando el contexto todavía no lo aclara, cuando la información básica con que cuenta nuestro auditorio no
contiene esa información. Así, podríamos decir: «Las órdenes dejaban un amplio margen de discreción al
sargento» a alguien que no sabe cuáles eran las órdenes, o que desconoce algo que hacía que tales órdenes
fueran vagas. También se lo usa en un sentido débil diferente, para decir que algún funcionario tiene la autori-
dad final para tomar una decisión que no puede ser revisada o anulada por otro. Así, podríamos decir que en el
béisbol ciertas decisiones son competencia discrecional del árbitro. Pero hay un 3º sentido llamado “fuerte”,
para afirmar que, en lo que respecta a algún problema, no está vinculado por estándares impuestos por la
autoridad, sino que puede libremente elegir entre todas las opciones que se presentan, sin ninguna limitación.
Usamos este sentido no como comentario de la vaguedad de las normas, ni para referimos a quién tiene la
última palabra en situación, sino para aludir a su alcance y a las decisiones que pretenden controlar. El sentido
fuerte de la palabra discreción no equivale a libertad sin límites, y no excluye la crítica. Casi cualquier situación
en la cual una persona actúa pone en juego ciertos estándares de racionalidad, justicia y eficacia. En función de
ellos nos criticamos unos a otros. Así, podemos decir que el juez a cuya discreción (fuerte) quedaba librado el
orden en que se juzgaría a los perros cometió un error. La discreción de un funcionario no significa .que sea
libre para decidir sin recurrir a la sensatez y justicia, sino que su decisión no está controlada por una norma
prevista por la autoridad. A alguien que tiene discreción en este 3º sentido se le puede criticar, pero no por
desobediencia.
- El positivismo sostiene que si un caso no está controlado por una norma, el juez debe decidir mediante la
discreción. Los nominalistas sostienen que los jueces siempre tienen discreción, porque son los que tienen la
última palabra. Esta doctrina usa el 2º sentido débil del término, porque se centra en que ninguna autoridad
superior revisa las decisiones del tribunal supremo. Los positivistas utilizan en 1º débil ya que sus argumentos
se basan en que algunas normas jurídicas son vagas ("textura abierta”), y en que hay casos en los que ninguna
norma es adecuada. La proposición según la cual cuando no se dispone de una norma clara se ha de ejercer la
discreción, es una tautología. Además, no tiene relación con el problema de cómo dar cuenta de los principios
jurídicos. Los positivistas hablan como si su doctrina de la discreción judicial fuera un descubrimiento y no una
tautología. Hart piensa que cdo los jueces tienen discreción, los principios que citan deben ser tratados según el
2° enfoque, como aquello que los tribunales suelen hacer "por principio”. Parece que los positivistas se toman
su doctrina en el sentido fuerte de «discreción»: esto se debe a que es lo mismo decir que cdo un juez se queda
sin normas tiene discreción, en el sentido de que no está limitado por la autoridad, que decir que los estándares
jurídicos que no son normas y que citan los jueces no son obligatorios para ellos. Según Dworkin, los

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positivistas podrían justificar la idea de que los principios que citan los jueces no vinculan sus decisiones
argumentando que:
a) Los principios no pueden ser vinculantes: esto es falso ya que obligan, pero en forma diferente a las normas,
ya que no son parte del D sino normas extra jurídicas que los tribunales usan de manera característica.
b) Los principios aunque sean obligatorios, no pueden determinar un resultado particular: Es cierto que a
diferencia de las normas, que imponen un resultado cuando se dan las circunstancias previstas en ella, un
principio solo orientan las decisiones en un sentido. Sin embargo no es correcto afirmar que como los jueces
tratan con principios tienen discreción, ya que lo que deben hacer es ponderarlos, y decidir de acuerdo a ello.
c) La autoridad y el peso de los principios es discutible por naturaleza: Si bien es cierto que esto es difícil de
demostrar, pero es posible hacerlo recurriendo a prácticas y otros principios, esto es una cuestión de juicio.
- Si los positivistas tienen razón en la teoría de que en cada sistema legal hay un criterio decisivo de la
obligatoriedad, como la RR, de ellos se sigue que los principios no tienen fuerza de ley. A no ser que se
reconozca que por lo menos algunos principios son obligatorios para los jueces y que exigen de ellos, como
grupo, que tomen determinadas decisiones, tampoco se puede decir que alguna norma sea obligatoria. Si los
tribunales pueden modificar las normas establecidas, entonces tales normas no serían obligatorias para ellos, y
por lo tanto no serían D según el modelo positivista. Por consiguiente, el positivista debe argumentar que hay
estándares que son obligatorios para los jueces, que determinan cuando un juez puede anular o alterar una
norma establecida, y cuando no. ¿Cdo se le permite a un juez, que cambie una norma jurídica existente? 1) Es
necesario aunque no suficiente que el juez considere que el cambio favorecería algún principio, que así viene a
ser el que justifica el cambio. 2) Cualquier juez que se proponga cambiar la doctrina existente debe tener en
cuenta algunos estándares importantes que desaconsejan apartarse de la doctrina establecida, y que son también,
en su mayoría, principios. Incluyen la doctrina de la supremacía legislativa, un conjunto de principios que
exigen que los tribunales muestren el debido respeto a los actos de legislación. Incluyen también la doctrina del
precedente. Los jueces, sin embargo, no son libres de elegir y escoger entre los principios y las directrices que
constituyen estas doctrinas; si lo fueran, tampoco podría decirse que ninguna norma fuese obligatoria.
Consideremos, qué quiere decir quién afirma que una norma determinada es obligatoria. Puede referirse a que
la norma cuenta con el apoyo afirmativo de principios que el tribunal no es libre de ignorar, y que
colectivamente tienen más peso que otros principios que abogan por el cambio. Cualquiera de estas
implicaciones, por supuesto, trata a un cuerpo de principios y de directrices como si fuera derecho, en el sentido
en que lo son las normas: como estándares que obligan a los funcionarios de una comunidad, controlando sus
decisiones de derecho y obligación jurídica. Nos queda, pues el siguiente problema. Si la teoría de la discreción
judicial de los positivistas es trivial porque usa el término “discreción” en un sentido débil, o bien carece el
fundamento porque los diversos argumentos que podemos aportar en su apoyo son insuficientes. Si un abogado
entiende el derecho como un sistema de normas y reconoce sin embargo, como debe, que los jueces cambian las
viejas normas e introducen otras nuevas, llegará naturalmente a la teoría de la discreción judicial en el
SENTIDO FUERTE. Este supuesto inicial de que el derecho es un sistema de normas tiene otra consecuencia,
más sutil. Cuando los positivistas se ocupan efectivamente de los principios y las directrices, los tratan como si
fueran NORMAS MANQUEES. Suponen que si son estándares de D, deben ser normas, de manera que los
entienden como estándares que intentarán ser normas.
LA RR: Hay que buscar algún criterio que permita identificar los principios que efectivamente cuentan como D
( y únicamente esos). Empecemos por la prueba que sugiere HART para identificar las normas válidas de
derecho, y veamos si se la pueda aplicar también a los principios. De acuerdo con HART, la mayoría de las
normas de D son válidas porque alguna institución competente las promulgó. Pero este tipo de certificación no
sirve para los principios, cuyo origen como principios jurídicos no se basa en una decisión particular de ningún
tribunal u órgano legislativo, sino en un sentido de convivencia u oportunidad. La continuación de su poder
depende de que tal sentido de la conveniencia se mantenga. Para abogar por un principio en particular, hemos
de luchar a brazo partido con todo un conjunto de estándares cambiantes, que evolucionan e interactúan (y que
en sí mismos son más bien principios que normas), referentes a la responsabilidad institucional, a la
interpretación de la ley, a la fuerza persuasiva de diversos tipos de precedentes, a la relación de todo ello con
las prácticas morales contemporáneas y con una multitud de otros estándares semejantes. De modo que aun
cuando se apoyen en los actos oficiales de instituciones jurídicas, los principio no tiene con tales actos una
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conexión lo bastante simple y directa como para que quede enmarcada en función de los criterios especificados
por alguna regla maestra final de reconocimiento. ¿Hay alguna otra vía por la cual se puedan incluir los
principios en una regla tal? HART, dice que una regla maestra podría designar como derecho no sólo las
normas promulgadas por determinadas instituciones jurídicas, sino también las establecidas por la costumbre.
HART dice, que la regla maestra podría estipular que alguna costumbre es considerada como derecho incluso
antes de que los tribunales la reconozcan. Pero no resuelve la dificultad que esto plante a su teoría general, por
que no intenta exponer los criterios que con este fin podría usar una regla maestra. La regla maestra dice
HART, señala la transformación de una sociedad primitiva en una sociedad de derecho, porque proporciona un
criterio para la determinación de las normas sociales de derecho, que no se reduce a evaluar su aceptación. La
forma en que HART trata el problema de la costumbre equivale, de hecho, a la confesión de que hay por lo
menos algunas reglas de derecho que no son obligatorias porque sean válidas bajo normas establecidas por una
regla maestra, sino que lo son porque la comunidad las acepta como válidas. Esto socava la estructura piramidal
que admirábamos en la teoría de HART: ya no podemos decir que únicamente la regla maestra es obligatoria
por su aceptación, puesto que todas las otras normas son válidas en virtud de ella.
No podemos adaptar la versión que da HART del positivismo modificando su regla de reconocimiento para que
abarque los principios. No se puede formular criterios que relacionen los principios con actos legislativos. Su
ninguna regla de reconocimiento puede proporcionar un criterio para la identificación de principios, ¿por qué
no decir que los principios son decisivos y que ellos forman la regla de reconocimiento de nuestro derecho. Si
tratamos los principios como derecho, debemos rechazar el primer dogma de los positivistas, que el derecho de
una comunidad se distingue de otros estándares sociales mediante algún criterio que asume la forma de una
regla maestra. Ya hemos decidido que en ese caso debemos abandonar el segundo dogma – la doctrina de la
discreción judicial – o aclararlo hasta llegar a la trivalidad. ¿ qué pasa con el tercer dogma, la teoría positivista
de la obligación jurídica.? Esta teoría sostiene que existe una obligación jurídica cuando ( y solo cuando) una
norma jurídica establecida la impone como obligación. En un caso difícil no hay obligación jurídica mientras el
juez no cree una nueva norma para el futuro. El juez puede aplicar esa nueva norma a las partes, pero entonces
es legislación ex post facto, no la confirmación de una obligación existente.
Cuando estudiamos estos casos, el positivista nos remite a una doctrina de la discreción que no nos dice nada ni
nos lleva a ninguna parte. Su imagen del derecho como sistema de normas ha ejercido tenaz influencia sobre
nuestra imaginación, por obra tal vez de su misma simplicidad. Si nos desembarazamos de este modelo de las
normas, quizá podamos construir otro que se ajuste más a la complejidad y sutileza de nuestras propias
prácticas.

LOS CASOS CONSTITUCIONALES


En lso EEUU ha imperado una corriente de pensamiento, uno de cuyos representantes es el ex Pte.
Nixon, que sostenía que los jueces debían aplicar la CN sin “retorcerla ni doblarla” para adecuarla a sus
convicciones personales. Consideraban que cuando los magistrados hacían esto, en realidad la Corte usurpaba
poderes que pertenecían a otras instituciones, como las legislaturas. Dworkin busca demostrar que en realidad
no hay ninguna filosofía coherente a la que puedan adherir quienes sostienen esto.
La teoría constitucional EEUU se caracteriza por la existencia de una CN que no solo organiza
políticamente al país sino que también contiene un “atrincheramiento de D”: consagra una serie de D
individuales con el objetivo de proteger a los ciudadanos de las decisiones tomadas por la mayoría, aún
cuando sea para proteger lo que para ella es el interés general. Para esto, los constitucionalistas utilizaron,
intencionalmente, tanto términos precisos (“juicio por jurado para las causas criminales”), como vagos
(“debido proceso”). Estos últimos han causado muchísimas controversias jurídicas y políticas, porque incluso
los hombres de buena voluntad diferirán cuando se trate de delimitar su contenido. Se reconocen 2 tipos de
interpretaciones sobre estas cláusulas: una estricta y otra liberal. La estricta sostiene que si quienes
estructuraron la CN usaron un lenguaje vago, lo que dijeron o quisieron decir se limita a los casos de acción
oficial que tenían presentes como transgresiones o a aquellos ejemplos que ellos habrían considerado
transgresiones de haberlos tenido presentes. Esta teoría hace que una interpretación estricta del texto dé una
visión estrecha de los D constitucionales, porque los limita a aquellos D reconocidos por un grupo de personas
en una época fija. Obliga a quienes están en favor de un conjunto más liberal de D a reconocer que están
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apartándose de la autoridad jurídica. Pero esta idea comete un error que es el de confundir concepto y
concepción. Mientras que todos los miembros de un grupo pueden coincidir sobre la relevancia de un
concepto (equidad) pueden no estar siempre de acuerdo sobre los distintos casos que quedan abarcados por él
(concepciones), es decir que cuando se apela a un concepto, se hace referencia a lo que él significa y cuando
se habla de una concepción, de lo que cada uno entiende por él, cobrando relevancia las concepciones
individuales. Cuando se apela a un concepto se plantea un problema, cuando se formula una concepción
propia de dicho concepto se lo resuelve. Las cláusulas constitucionales vagas apelan a conceptos. Cdo el
constituyente desea atar las manos de los jueces introduce concepciones, por el contrario introduce conceptos
en los casos en que desea que cada generación los reforme. Nixon proponía entender los conceptos a la luz de
las concepciones del constituyente. Quienes ignoran la distinción mencionada, pero consideran que la Corte
debe volver a definir el significado de algunos términos, lo hacen afirmando que las acepciones tradicionales
son anticuadas, por lo que la Corte debe cambiar lo que la CN dice, pero efectivamente la Corte solo puede
aplicar la CN en base a sus propias concepciones. Si los tribunales tratan de ser fieles a la CN, están obligados
a concurrir entre concepciones concurrentes de moralidad política. Se puede ver, que la práctica misma de
llamar “vagas” a estas cláusulas, lleva implícito un error. Las cláusulas solo son vagas si las consideramos
como intentos chapuceros. Si las tomamos como apelaciones a conceptos morales, no se las podría precisar
más por mucho que se las detallara.
Una vez dejada de lado la postura “estricta”, Dworkin analiza 2 enfoques de la forma en que los
tribunales deben decidir los problemas constitucionales difíciles: activismo judicial y restricción judicial. El
1º, defiende la postura antes mencionada: considera que los jueces deben buscar en cada caso la mejor
concepción de dicho concepto. Esta es la postura a la que adhiere Dworkin. El 2º, admite que el constituyente
ha introducido conceptos, pero considera que los jueces deberían dejar al parlamento su definición, salvo en
los casos en que sean evidentemente violatorios de la CN. Dworkin enfrenta este argumento, reconociendo 2
líneas de restriccionismo:
Escepticismo político y teoría de la deferencia judicial. El escepticismo rechaza al activismo ya que a
diferencia de este sostiene que los hombres no tienen D morales vs. El Edo, salvo en los casos en que el D los
estipula expresamente (el fundamento del activismo es la idea de que los individuos tienen ciertos D morales
vs el Edo). Pero afirmar que un individuo tiene un D moral vs el Edo implica sostener que el Edo haría mal
tratándolo de cierta manera. Quienes rechazan la existencia de D morales, reconocen que hay ciertas cosas que
está bien o mal que el Edo haga o deje de hacer, de modo que reconocen en realidad la existencia de D
morales. Dworkin distingue 3 posturas escépticas: a) Sostiene una escepticismo total, afirmando que ni
siquiera puede hablarse de bien o mal; b) Sostiene que la única razón que hay para considerar un acto bueno o
malo es la influencia que tiene sobre el bienestar general; c) Considera que los intereses de los individuos
siempre son los mimos que los de la comunidad. En la práctica, son pocos, sino nulos, los que podrían aceptar
estas posturas: todos terminan reconociendo que hay cosas que esta mal que el Edo haga. La teoría de la
deferencia, por el contrario, sostiene que los casos moralmente controvertidos deben ser resueltos por
instituciones políticas distintas de las judiciales, específicamente del Parlamento. Quienes defienden esta
postura se justifican desde 2 puntos de vista: a) Es “mas equitativo” que sea una institución democrática y no
un tribunal la que decida tales problemas, aun cuando no hay razón para creer que esa institución haya de
llegar a una decisión más sana. Esta versión afirma que los parlamentos tienen títulos especiales para tomar
decisiones constitucionales. Pero dicho argumento, pasa por alto el hecho de que las decisiones referentes a D
en contra de la mayoría no son problemas que equitativamente deban quedar librados a la mayoría. Es decir
que los principios de equidad no hablan a favor del argumento de la democracia, sino en su contra, ya que deja
a la mayoría ser juez en su propia causa. b) Es probable que instituciones democráticas como los cuerpos
legislativos tomen decisiones “mas sanas” que los tribunales respecto de los problemas fundamentales que
suscitan los casos constitucionales. Esta postura ha sido sostenida por Bickel, según el cual el activismo es
correcto, siempre y cuando de lugar a una mejor comunidad. Sin embargo, considera que esto no es así, ya que
los tribunales deben decidir sobre la base de principios bloques de casos, más que responder de manera
fragmentaria a un conjunto cambiante de presiones políticas, porque su estructura institucional no estipula
medios por los cuales puedan evaluar las fuerzas políticas. De acuerdo a Bickel, la Corte está atada a la idea
de decidir sobre principios, el Parlamento en cambio, decide en base a la negociación día a día, lo que da
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resultados más valiosos que los principios, ya que estos no sirven para captar la dinámica social. La novedad
de su teoría reside en que parece conceder al activismo la idea de que la Corte tiene D a intervenir si su
intervención produce resultados socialmente deseables. Pero el sentido que él tiene de lo que es socialmente
deseable es incongruente con el presupuesto del activismo, de que los individuos tienen D morales en contra
del estado. Dworkin distingue 2 sentidos de la teoría de Bickel: Fuerte y Débil. La débil defiende la idea de
que ningún principio político que establezca D puede ser bueno salvo que a la larga satisfaga el criterio de
aceptación social. En consecuencia, la Corte no puede tener razón en sus opiniones hasta que la comunidad no
las reconozca. Si bien esto rechaza el activismo a largo plazo, no lo hace a corto plazo. La concepción fuerte
sostiene que los D de los hombres son asegurados por las instituciones políticas si no se ven obstaculizadas
por la intrusión artificial y racionalista de los tribunales. Esta afirmación solo es un disfraz de la postura
escéptica de que no hay D contra el Edo.
- Dworkin explica la confusión de Bickel afirmando que su problema es confundir el progreso social y el
progreso moral:
Al activismo solo le importa el progreso moral, es decir el triunfo de las minorías ante las mayorías, y no el
social, el bienestar general.
En conclusión: El sistema constitucional EEUU descansa sobre una determinada teoría moral: que los
hombres tienen D morales en contra del estado. Las cláusulas CN “vagas”, deben ser entendidas como
apelaciones a conceptos morales, más bien que como el establecimiento de determinadas concepciones. Un
tribunal que asuma la carga de aplicar plenamente tales cláusulas como D debe ser un tribunal activista, en el
sentido de que debe estar preparado para formular y resolver cuestiones de moralidad política. Esto demuestra
que la teoría jurídica de Nixon es una ficción. Si dejamos las decisiones de principio que exige la constitución
a los jueces, actuamos en el espíritu de la legalidad, pero corremos el riesgo de que en algún momento de su
carrera los jueces tomen decisiones erróneas. Las decisiones verdaderamente impopulares resultarán
erosionadas por la renuncia de la adhesión pública. Debemos diseñar nuestras instituciones de manera que
tienda a reducir, en la medida de lo posible, el peligro de error. Pero hasta el momento, el debate académico
no ha llegado a dar una explicación adecuada de dónde se encuentra el error.

DS, DEMOCRACIA Y CONSTITUCION Juan Carlos Bayón


I. Coto vedado y constitucionalismo: La idea de D fundamentales suele definirse a partir de 2 rasgos: 1) Los
D básicos son límites a la adopción de políticas basadas en cálculos coste-beneficio, es decir que esos D
atrincheran bs que se considera que deben asegurarse incondicionalmente para cada individuo, poniéndolos a
resguardo de eventuales sacrificios basados en consideraciones agregativas. 2) Los D básicos constituyen
límites infranqueables al procedimiento de toma de decisiones por mayoría, sirviendo frente a éstas –como dice
Dworkin – como vetos. Se da por sentado que quien haga suya esta tesis del coto vedado queda comprometido
con la estructura institucional del constitucionalismo. Suele pensarse que el diseño institucional requerido por la
tesis del coto vedado es el que resulta de la combinación de la primacía de una CN que incluya un catálogo de
D básicos y la existencia de un mecanismo de control jurisdiccional de CN de la legislación ordinaria. Esto se
debe a que se considera que la traducción jurídica del ideal del coto vedado es el emplazamiento de los D
básicos en una CN rígida, ya que es esto lo que determina su superioridad jerárquica respecto a la ley y por
tanto la indisponibilidad de los D básicos para el legislador. Además, se afirma que un mecanismo de control
jurisdiccional de constitucionalidad de la legislación es el instrumento necesario sin para que las garantías CN
sean efectivas. La combinación de estos dos ingredientes, no obstante, puede dar como resultado diseños
institucionales diversos, ya que las CN pueden ser más o menos rígidas, y el procedimiento de reforma puede ir
desde lo sólo ligeramente más exigente que el procedimiento legislativo, hasta una acumulación de requisitos
tan gravosos que pueda llegar a decirse que la reforma queda en la práctica imposibilitada. Aquí surge un 1º
problema en torno a la cuestión de qué diseño institucional requeriría el ideal del coto vedado. Si se toma en
sentido estricto la idea de que el contenido del coto vedado ha de ser intangible, ¿no requeriría esto el
constitucionalismo más fuerte posible, es decir, el que dispusiera la pura y simple inmodificabilidad del
catálogo de D básicos? Y si no es así, ¿por qué razones no requiere tanto? Esto demuestra que la afirmación
usual de que el ideal moral del coto vedado exigiría el constitucionalismo como diseño institucional específico
resulta, como mínimo, incompleta. Bayón considera que no es obvia la idea de que existe una conexión sólida
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entre el ideal del coto vedado y el diseño institucional resultante de combinar primacía constitucional y control
jurisdiccional de constitucionalidad, hasta el punto de presuponer que la impugnación de ese diseño sólo podría
ser debida al rechazo previo de la tesis de los D como ideal moral sustantivo. Como prueba de esto, señala la
«objeción contramayoritaria» (objeción que considera que el constitucionalismo es contramayoritario),
sostenida por Bickel: 1) Si la democracia es el método de toma de decisiones por mayoría, la primacía
constitucional implica precisamente restricciones a lo que la mayoría puede decidir. Es decir, que la existencia
de procedimientos especiales (2/3) para reformar la CN implica un veto de las minorías respecto de las
mayorías (ya que aunque la !+1 busquen la reforma, esta no se podrá llevar a cabo) 2) Qué legitimidad tienen
jueces no representativos ni políticamente responsables para invalidar decisiones de un legislador democrático?
Porque los jueces no son elegidos por el pueblo.
Las réplicas a estas objeciones sostienen que la tensión entre democracia y constitucionalismo es sólo
aparente. En cuanto a la 1º objeción, se argumenta que depende de lo que entendamos por «democracia». Si se
entiende regla de decisión por mayoría, entonces es cierto que hay un conflicto entre ella y la primacía de la
CN. Pero argumentan que esto es irrelevante ya que no hay nada especialmente valioso en el mero
mayoritarismo irrestricto. Si se maneja un concepto de democracia que incluya D básicos, el constitucionalismo
sería la forma institucional de la democracia. Respecto a la justificación del control jurisdiccional de
constitucionalidad, se alega que cuando los jueces constitucionales invalidan decisiones de un legislador no
ponen de ninguna manera su propio criterio por encima del de éste, sino que se limitan a hacer valer frente a
aquellas decisiones la voluntad democrática del constituyente. Para Bayón estas réplicas son poco convincentes.
La 2º pasa por alto la «brecha interpretativa» que existe entre el texto CN y las decisiones que lo aplican: como
sostienen Dworkin, dado que los preceptos CN que declaran D están formulados en términos vagos y
abstractos, su aplicación hace inevitable una «lectura moral» de los mismos. Y si la reforma constitucional es
tan exigente que, en la práctica, es inviable, los jueces constitucionales tendrían la última palabra sobre el
contenido y alcance de los D básicos. Todo ello, muestra que la verdadera regla de decisión colectiva con la que
se compromete quien acepta la primacía de una CN rígida, con un mecanismo de control jurisdiccional de
constitucionalidad, no es «lo que decida la mayoría, siempre que no vulnere D básicos», sino –«lo que decida la
mayoría, siempre que no vulnere lo que los jueces constitucionales entiendan que son los D básicos».
- Para Bayón no es evidente que quien haga suyo el ideal moral del coto vedado considere una mala regla de
decisión colectiva el puro y simple criterio de la mayoría. En torno a esta idea se ha articulado la teoría de
Waldron. Para Bayón, el enfoque de Waldron saca a la luz las debilidades más serias en los modos de justificar
el constitucionalismo, aportando argumentos sólidos en contra del llamado «constitucionalismo fuerte» (el de
EEUU). En base a las fisuras del argumento de Waldron (que rechaza cualquier forma de constitucionalismo)
introduce la idea de que quien haga suyo el ideal moral del coto vedado debería propugnar un
«constitucionalismo débil».
II. Desacuerdo y reglas de decisión colectiva: la crítica de Waldron al constitucionalismo. Para Waldron
afirmar que el constitucionalismo establece que hay cosas que las mayorías no pueden decidir es contar una
historia incompleta: antes, ha habido que tomar de algún modo la decisión sobre qué es lo que las mayorías no
podrán decidir; y después, habrá que seguir tomando decisiones sobre la delimitación de los confines sólo
genéricamente establecidos a lo que pueden decidir. El constitucionalismo entonces, no consistiría en un
procedimiento de decisión con restricciones sustantivas (restricciones constituidas por D), sino procedimientos
que algunos sirven para tomar decisiones acerca de los límites de funcionamiento de otros. En los momentos de
política constituyente –originarios o de reforma – la pregunta acerca de qué es lo que no se permitirá en el
futuro decidir a la mayoría es el resultado que arroje un procedimiento (aprobación o revisión de la CN). Y en
los momentos de política constituida, el límite al funcionamiento del procedimiento mayoritario no viene dado
por un conjunto de criterios sustantivos, sino por los resultados que arroje otro procedimiento más, el de control
jurisdiccional de constitucionalidad. El límite real al poder de decisión de la mayoría no son los D CN, sino lo
que el órgano que ejerza el control jurisdiccional de constitucionalidad establezca que es el contenido de esos
D.
Según Waldron, la forma más usual de concebir el constitucionalismo habría olvidado que toda regla de
decisión colectiva última, so pena de incurrir en regreso al infinito, tiene que ser procedimental. Si no lo fuese –
si incluyera restricciones sustantivas respecto a lo que puede ser decidido - reproduciría en su interior el
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Resumen Filosofía del Derecho GeneraciónUNS 29

desacuerdo mismo que hizo necesario recurrir a ella y reclamaría un procedimiento suplementario para tomar
decisiones en lo concerniente a dicho desacuerdo. Y si toda regla última de decisión colectiva ha de ser
procedimental, entonces a través de cualquiera de ellas es posible tomar válidamente decisiones con cualquier
contenido. Según Waldron, por tanto, no se trata de elegir entre un procedimiento sin restricciones sustantivas y
otro que sí las tiene, sino entre dos reglas de decisión colectiva que son por igual procedimentales y falibles.
Ahora la pregunta es cuál de las dos debería preferir quien acepte el ideal del coto vedado. Para Waldron debe
preferir la mera regla de la mayoría, porque es la única que reconoce y toma en serio la igual capacidad de
autogobierno de las personas, el D de todos y cada uno a que su voz cuente en pie de igualdad con la de
cualquier otro. Y esto conferiría a la regla de la mayoría un valor intrínseco, del que carecería cualquier otro
procedimiento de decisión colectiva. El constitucionalismo, limita el funcionamiento de este procedimiento con
otros procedimientos –el de reforma constitucional y el de control jurisdiccional de constitucionalidad–. Según
Waldron la exigencia de mayoría reforzada equivale al poder de veto de la minoría: atribuye desigual valor al
voto de partidarios y oponentes de la propuesta que se vota. Y ni siquiera es cierto que la exigencia de mayorías
reforzadas se justifique como «medio eficaz de protección de la minoría contra los abusos de la mayoría». 1º,
porque cualquier regla de mayoría reforzada, extiende su virtualidad protectora sólo para las minorías lo
bastante grandes como para poder bloquear con éxito las decisiones que promueve la mayoría. 2º porque el
poder de veto del que goza entonces la minoría puede ser empleado no sólo para bloquear amenazas de la
mayoría a los D de la minoría, sino también en contra de los D de la mayoría o de otra minoría. En suma: la
regla de decisión por mayoría reforzada es tan falible como cualquier otra regla de decisión colectiva y carece
además de la calidad moral como procedimiento justo que posee la regla de decisión por mayoría no
cualificada. Tampoco es fácil de justificar el control jurisdiccional de constitucionalidad, porque como
mecanismo estrictamente procedimental, se aparta también del ideal de la participación en términos de igualdad
en la elaboración de las decisiones públicas. Se aparta, en 1º lugar, si el procedimiento de reforma
constitucional no es tan exigente como para que su puesta en marcha resulte inviable: en ese caso, cdo la
reforma CN exige una mayoría reforzada, a la desigualdad inherente a esta exigencia habría que añadir que
sería en realidad la decisión de los jueces constitucionales, la que vendría a determinar sobre qué ciudadanos
recae la desigual carga de tener que reunir una mayoría cualificada para conseguir que prevalezca su posición.
Y más se apartará aún de aquel ideal si los jueces constitucionales tienen de facto la última palabra sobre el
contenido preciso de los límites al funcionamiento de la regla de la mayoría. Porque ello implica, en caso de
discrepancia entre la opinión al respecto de la mayoría de los ciudadanos y la de la mayoría de los jueces
constitucionales, será la de éstos la que prevalezca.
- Para justificar el constitucionalismo como diseño institucional se dice que la mayoría puede decidir oprimir a
la minoría, por lo que su poder debe estar limitado y que, para que esos límites no carezcan de valor, no puede
ser ella misma quien los trace. Pero entonces la cuestión es quién y cómo se supone que debe trazarlos. Y si,
como sostiene Waldron, uno de esos mecanismos de decisión colectiva posee como procedimiento una
respetabilidad moral de la que los demás carecen, encarnada en la idea del D al igual valor de la participación
de cada uno en la toma de decisiones básicas que afectan a todos, entonces el desdén ante el “mayoritarismo
irrestricto” resultaría quizá demasiado apresurado.
III. Las réplicas del constitucionalismo: La argumentación de Waldron conduce desde el punto de vista
institucional a la adopción del “modelo de Westminster”, de supremacía parlamentaria. Ese es un diseño
institucional que a muchos parece peligroso. Las réplicas del constitucionalismo frente a una argumentación
como la de Waldron son tres.
1. La dinámica de la regla de la mayoría y el principio de Blackstone: Quien –como Waldron– sugiere que nos
enfrentamos a una elección entre dos reglas de decisión colectiva, como la regla de la mayoría y el
constitucionalismo, habría olvidado una posibilidad: que una de las cosas que cabría decidir usando la 1° es la
adopción de la 2º. Tendríamos entonces un sistema político en el que los D no serían concebidos como un
límite externo y previo al procedimiento mayoritario, sino como un producto generado por su propio
funcionamiento. La cuestión, sin embargo, depende de cuál entendamos que es el funcionamiento de la regla de
mayoría como regla de decisión colectiva. Aceptar la regla de la mayoría como auto-comprensiva o abierta al
cambio es aceptar que una de las decisiones que puede tomarse usándola es la de dejar de usarla y adoptar en su
lugar otra regla de decisión distinta; en cambio, aceptarla como regla de decisión continua o cerrada es entender
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Resumen Filosofía del Derecho GeneraciónUNS 30

que esa clase de decisión está excluida del conjunto de las que cabe adoptar válidamente al usarla. Waldron
defiende una versión continua o cerrada al cambio: porque si la regla de la mayoría encarna un ideal valioso –el
de la igualdad en la toma de decisiones – una comunidad no debería poder decidir por mayoría dejar de decidir
por mayoría, pues en un acto semejante aquel ideal se autoanularía. Optar por la versión continua de la regla de
mayoría es propugnar la supremacía parlamentaria expresada en el principio de Blackstone, que implica que no
puede haber materias acerca de las cuales el parlamento sea incompetente para decidir por mayoría, con la
única excepción de la sustitución de ese procedimiento de decisión por otro; ello cancela el intento de
justificación del constitucionalismo basado en que su instauración se haya producido en virtud de una decisión
democrática originaria.
2. Dualismo democrático y precompromiso: Hay una línea argumental que pretende sortear el principio de
Blackstone sin rechazar la premisa de que la regla de la mayoría posee una calidad moral de la que carecen
otros procedimientos de decisión y que las razones que la justifican avalan su versión continua o cerrada al
cambio. La idea consiste en que el principio de Blackstone sólo se seguiría de esas premisas si se cierra los ojos
al diferente valor de las circunstancias en que se adopta cada decisión. Cdo éste se toma en cuenta, es racional
que una comunidad decida incapacitarse para tomar ciertas decisiones que sabe que pueden tentarla en sus
momentos menos brillantes y que, a la larga, lamentaría haber tomado. Ese argumento está construido en base a
un modelo teórico conocido como “estrategias Ulises”. Ulises se hizo atar al mástil de su barco, porque sabía de
la irresistible atracción del canto de las sirenas y quería cerrarse de antemano la posibilidad de llegar a tomar
bajo su influencia decisiones que le acarrearían fatales consecuencias. Las estrategias Ulises son formas de
asegurar la racionalidad de manera indirecta: mecanismos de “precompromiso” o auto-incapacitación que
adopta un individuo en un momento lúcido, consistentes en cerrarse de antemano ciertas opciones para
protegerse de su tendencia a adoptar, en momentos de debilidad, decisiones que sabe que frustrarían sus
verdaderos intereses básicos duraderos. Y lo que se nos sugiere es que la comunidad necesitaría una
constitución por las mismas razones que Ulises necesitaba sus ligaduras. Hay sin embargo tres razones por las
que el argumento no es convincente. 1º: se basa en una analogía entre el plano individual y el plano colectivo,
cdo la sociedad no es la misma a lo largo del tiempo. Nunca tiene “la” sociedad “una” opinión, sino que en cada
momento lo que hay es un desacuerdo básico entre sus miembros acerca de las restricciones que habrían de
regir sobre el proceso de toma de decisiones. 2º: el dualismo presupone de modo arbitrario que los momentos
en que se aprueban o reforman las CN son siempre de mayor calidad que los de legislación ordinaria. Sin
embargo, la relación entre el carácter constituyente o legislativo de una decisión y su mayor o menor calidad
deliberativa es contingente. 3º: lo que en el plano individual hace que las estrategias Ulises sean verdaderos
medios indirectos de preservar la racionalidad y la autonomía es que sea el propio agente que decide “atarse las
manos” el que controle el propósito y alcance de la ligadura que se impone. Pero la autolimitación colectiva
mediante la instauración de una constitución rígida implica ponerse en manos del juicio de otro.
3. Procedimentalismo: la constitucionalización de la democracia: Alega es que el ideal que hace valioso el
procedimiento democrático -la participación en pie de igualdad en la toma de decisiones- quedaría desfigurado
sin la satisfacción previa de ciertas condiciones (un proceso de deliberación y conformación de las voluntades
auténticamente abierto a todos sobre bases equitativas). Y de ello se seguiría que el valor de la democracia
justifica su constitucionalización, lo que implicaría el atrincheramiento CN no sólo de un mecanismo
procedimental, sino también de los D considerados presupuestos de una genuina decisión democrática. Desde
esta posición todos los D deberían ser el resultado de decisiones ordinarias del legislador democrático salvo los
que tienen un carácter constitutivo del procedimiento democrático mismo. Pero además, el procedimentalismo
exigiría que el procedimiento democrático y sus presupuestos sean irreformables. Pero la toma de decisiones
por mayoría en una democracia representativa exige un conjunto de reglas que establezcan quiénes pueden ser
electores y elegibles, con qué periodicidad y en qué circunscripciones se vota, etc. Todas esas reglas son
decisiones ya tomadas sin las que no es posible la toma de decisiones por mayoría. Hay muchas concepciones
diferentes acerca de cómo deberían quedar articuladas cada una de estas «reglas constitutivas» del
procedimiento democrático. Pero todas esas variantes han de compartir un núcleo mínimo común, que o bien es
un límite a lo que las mayorías pueden decidir válidamente, o no lo es. Si no lo es, lo que se está propugnando
es la versión del procedimiento democrático auto-comprensiva o abierta al cambio: y en ese caso el
constitucionalismo quedaría justificado sólo con que su implantación se acordase mediante una decisión
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democrática. Por el contrario, si aquel núcleo mínimo es un límite intangible sustraído a la decisión de la
mayoría, la estrategia procedimentalista sí fundamenta el atrincheramiento constitucional de algunos
contenidos. Por cualquiera de los dos caminos la tesis de Waldron sale malparada. Pero si se acepta que es
preferible la versión continua o cerrada al cambio del procedimiento democrático, interesa el 2°. Por él, hemos
llegado a una regla de decisión colectiva que incorpora restricciones sustantivas y que por tanto no es, como
Waldron subrayaba que necesariamente tendría que ser, «estrictamente procedimental». Cabría preguntarse
entonces si esto es realmente posible; y si lo es, si no lo serían también otras restricciones sustantivas diferentes
de las que emanan del argumento procedimentalista. Esto, unido al problema de la adopción originaria de una
regla de decisión, justifica según creo una reconsideración global de sus planteamientos.
IV. De nuevo sobre la elección de reglas de decisión colectiva: La argumentación de Waldron contenía dos
ideas básicas: 1) Toda regla de decisión colectiva última ha de ser estrictamente procedimental -y por tanto
falible-, de manera que el constitucionalismo no es un procedimiento con restricciones sustantivas: es una
combinación de procedimientos y no podría ser otra cosa. 2) Entre reglas de decisión estrictamente
procedimentales, la de la mayoría posee un valor intrínseco del que carece cualquier otro procedimiento
alternativo.
1. Procedimiento y sustancia: del desacuerdo a la indeterminación: Según Waldron, la imposición a un
procedimiento de restricciones sustantivas requiere de otros procedimientos. Antes, como no habrá acuerdo
sobre cuáles habrán de ser esas restricciones, haría falta alcanzar una decisión al respecto mediante un
«procedimiento de incorporación». Después, como seguirá sin haberlo respecto a su contenido y límites
precisos, sería necesario un «procedimiento de determinación». Pero Waldron no tiene razón. La adopción
originaria de una regla de decisión sólo puede hacerse por y desde razones sustantivas, y en ausencia de
acuerdo al respecto, la implantación de una de ellas obedecerá a una compleja mezcla de motivos morales y
prudenciales entre los miembros de la comunidad. Nada impide entonces la adopción originaria de una regla de
decisión ya con restricciones sustantivas. Por descontado, no habrá acuerdo acerca de ella: pero si el desacuerdo
abarca incluso a las reglas estrictamente procedimentales y ello no impide la implantación de alguna, no veo
por qué habría de impedir fatalmente la de una que incorpore restricciones sustantivas. Tampoco es inevitable
un procedimiento de revisión de las restricciones sustantivas ya incorporadas: esas restricciones sustantivas
pueden declararse inmodificables. El verdadero problema viene de la mano «procedimiento de determinación».
Que este procedimiento sea o no inevitable depende de qué forma adopten las restricciones sustantivas que
incorpora el procedimiento-base. No es lo mismo ph al legislador el establecimiento de la pena de muerte que el
de penas «inhumanas o degradantes». En el 2° caso es inevitable un «procedimiento de determinación»; en el
1°, no lo es. El procedimiento de determinación es inevitable cdo las restricciones sustantivas se formulan en
forma de principios; es innecesario si se formulan en forma de reglas precisas. Muy pocos límites sustantivos
pueden ser formulados del 2° modo. Pero en lo que concierne a ese núcleo mínimo, es posible un
constitucionalismo que consista verdaderamente en la imposición de límites sustantivos a la regla de la
mayoría. Y entre un constitucionalismo de esa clase y el puro y simple modelo de Westminster, quien haga
suyo el ideal moral del coto vedado debería preferir lo 1°: porque quien entienda que ciertas decisiones no
deben ser tomadas debe preferir un procedimiento que las excluya, es decir, uno que respecto a esas decisiones
no sea falible. Ese constitucionalismo, sin embargo, es muy débil: es sólo una pequeña parte del contenido del
coto vedado la que consigue primacía sobre la legislación ordinaria y en él no hay lugar para el control
jurisdiccional de constitucionalidad. Respecto al resto del contenido del coto vedado Waldron tiene razón en
que se trata de elegir entre una regla estrictamente procedimental simple (la de la mayoría) y otra más compleja
que resulta de constreñir el funcionamiento de ésta con límites determinables a través de otras reglas
estrictamente procedimentales suplementarias. Falta por ver si son convincentes las razones que ofrece para
considerar preferible la 1°.
2. La elección de un procedimiento: valor intrínseco y valor instrumental: La justicia de un procedimiento es
distinguible de la justicia de sus productos. Un procedimiento posee un mayor o menor valor intrínseco; el
producto, un mayor o menor valor instrumental, que dependerá de la mayor o menor probabilidad de que los
productos que arroje su funcionamiento sean justos. En la argumentación de Waldron, la elección de un
procedimiento está gobernada sólo por la comparación de sus valores intrínsecos. La de sus valores
instrumentales, en cambio, queda cerrada con la afirmación de que todos son falibles. Pero que todos lo sean no
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implica que la probabilidad de generar productos injustos sea la misma para todos los procedimientos. Y por
tanto al elegir un procedimiento no deberíamos comparar sólo sus valores intrínsecos, sino también sus valores
instrumentales. A partir de aquí, se abren dos posibles líneas de impugnación del argumento que lleva a
Waldron a considerar preferible la regla de la mayoría. La 1° niega que ésta posea el valor intrínseco, afirmando
entonces que para la elección sólo es relevante la comparación de los valores instrumentales. La 2° no niega el
valor intrínseco de la regla de la mayoría, pero sostiene que la elección de un procedimiento debe resultar de un
balance entre valores intrínsecos e instrumentales
1) La pretensión de Waldron es que cuando las decisiones se toman de cualquier modo que no sea por mayoría
(1/2+1) se violenta el D de los ciudadanos a la participación en pie de igualdad en la toma de decisiones. Desde
luego, esta regla posee un atractivo moral difícil de discutir cdo se vota acerca de una cuestión respecto de la
cual hay que dos opciones. Es obvio, el funcionamiento real de una democracia no encaja en ese molde
simplificado. Cdo se trata de decidir por mayoría acerca de cuestiones que pueden estar conectadas entre sí y
cada una de las cuales tiene más de dos opciones la decisión colectiva es «caótica», en el sentido de que lo que
la determina no es el conjunto de preferencias de los votantes, sino la formación de coaliciones. Según Bayón,
bajo esas condiciones reales, el procedimiento democrático posee el singular mérito moral que Waldron le
atribuye. El valor moral del gobierno representativo no deriva de que en la toma de cada decisión la opinión de
cada ciudadano tenga exactamente el mismo peso que la de cualquier otro, sino que deriva: de que el
representante ocupa esa posición no por su calidad, sino por la cantidad de ciudadanos ordinarios que le
respaldan; y de que ningún otro procedimiento asegura la misma capacidad de reacción a la mayoría de los
ciudadanos frente a decisiones que desaprueba. El procedimiento democrático sí posee un valor intrínseco del
que carecen los demás procedimientos.
2) Constitucionalizar el coto vedado en forma de principios hace necesario un procedimiento de determinación.
Si la determinación corresponde al legislador, hay una CN flexible. Si la CN es rígida y la determinación
corresponde a jueces constitucionales, obtenemos un «constitucionalismo fuerte». Si éste posee menos valor
intrínseco que el procedimiento democrático, para defenderlo hay que demostrar que es mayor su valor
instrumental y que su ventaja en este campo es lo bastante grande como para compensar su desventaja en
términos de valor intrínseco. Los defensores del constitucionalismo fuerte tienden a dar por sentados ambos
extremos, justificándose en que los legisladores están sometidos a importantes presiones; y que en cambio los
jueces constitucionales ocupan una posición que les hace inmunes ante esa clase de presiones. Pero la práctica
la clase de resultados que cabe esperar que arroje una determinada regla de decisión colectiva depende de
factores contextuales; y que por lo tanto, si se toma en cuenta sólo su valor instrumental, para diferentes
condiciones sociales resultan apropiadas diferentes reglas de decisión. Por lo tanto, poco puede decirse respecto
al mayor o menor valor instrumental del constitucionalismo fuerte en relación con un modelo de constitución
flexible: lo único que es seguro es su menor valor intrínseco.
V. Hacia un constitucionalismo débil: Cabría preguntarse si no será posible algún diseño institucional que
respete el mayor valor intrínseco del procedimiento democrático –que no sean los jueces constitucionales los
que, en la práctica, tengan la última palabra sobre el contenido y alcance de los D –, y aproveche ventajas
instrumentales del control jurisdiccional de constitucionalidad. Ese diseño no sólo es posible, sino que existe de
hecho en países como Canadá o Suecia. En Canadá el parlamento puede decidir, por la misma mayoría
requerida para el procedimiento legislativo ordinario, que una ley considerada inconstitucional por el Tribunal
Supremo continúa no obstante en vigor por un plazo de 5 años. En Suecia se consigue un resultado similar por
una vía distinta: para enmendar el catálogo de D que goza de la protección CN más fuerte basta la misma
mayoría necesaria para aprobar cualquier ley, aunque ha de alcanzarse en dos votaciones distintas entre las
cuáles han de mediar elecciones generales y un mínimo de nueve meses. Los jueces constitucionales tienden a
adoptar una actitud de deferencia ante el legislativo siempre que la cuestión parezca dudosa. Y cuando
entienden que los argumentos en contra de la constitucionalidad de una ley son difícilmente contestables, su
pronunciamiento altera los términos del debate político: porque un legislador que disienta de aquél, pero que
para ejercer su D a decir la última palabra ha de pasar por unas elecciones, asume la carga de contrarrestar
aquellos argumentos con una justificación capaz de obtener un respaldo suficiente entre el electorado. En suma:
si como partidarios del ideal moral del coto vedado entendemos que uno de nuestros Ds es el de participar en
términos igualitarios en la toma de decisiones colectivas, entonces un balance adecuado entre valores
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Resumen Filosofía del Derecho GeneraciónUNS 33

procedimentales y sustantivos recomienda la adopción de la clase de diseño institucional que podemos


denominar «constitucionalismo débil». Ese diseño admite un núcleo irreformable; reconoce que puede haber
ventajas en que el resto del contenido del coto vedado alcance expresión constitucional; y respecto al control
jurisdiccional de constitucionalidad, puede considerarlo deseable dependiendo de cuál sea su ensamblaje con el
resto de los componentes del sistema: porque en lo que insiste de manera decidida es en evitar que la
combinación de aquél con mecanismos de reforma constitucional que exigen gravosas mayorías reforzadas
prive a los mecanismos ordinarios de la democracia representativa de la última palabra. Un diseño, en
definitiva, lo bastante diferente de la clase de constitucionalismos a que estamos acostumbrados como para que
reconsideremos seriamente si nuestras instituciones básicas son verdaderamente justificables.

PRINCIPIO DE LEGALIDAD Y CAUSAS DE JUSTIFICACIÓN (Sobre el alcance de la taxatividad),


Moreso.
1. Analiza uno de los 3 aspectos del principio de legalidad penal: el principio de taxatividad, es decir, entre la
ph de retroactividad, la reserva de ley y la exigencia de certeza o determinación, analiza el 3º. Las causas de
justificación serán estudiadas desde la perspectiva de la exigencia de determinación de las leyes penales. A
menudo, se afirma que la taxatividad exige que las leyes penales contengan solo términos descriptivos y que
dichos términos sean lo más precisos que sea posible. Si bien nuestro CP cumple la exigencia de taxatividad,
para determinar si un comportamiento humano está penalmente ph no basta con determinar que dicho
comportamiento está incluido en una disposición pena lhace falta también que dicho comportamiento no sea
una instancia de los casos genéricos descritos en las causas de justificación. En nuestro ordenamiento las causas
de justificación están descritas muchas veces mediante términos imprecisos y valorativos. Estas
consideraciones nos conducen al siguiente trilema: 1) o bien proponemos una redacción de las causas de
justificación que respete el principio de determinación, 2) o bien proponemos un D penal sin causas de
justificación, 3) o bien limitamos el alcance del principio de taxatividad para que no incluya las causas de
justificación.
2. El concepto de taxatividad. El principio de taxatividad exige la formulación en términos precisos de los
supuestos de hecho de las normas penales. Esta exigencia suele ser entendida en 2 sentidos: a) una reducción de
la vaguedad de los conceptos usados para determinar los comportamientos penalmente ph y b) una preferencia
por los conceptos descriptivos frente los valorativos. Sin embargo, la vaguedad de los conceptos es un rasgo
ineliminable porque siempre pueden aparecer casos marginales de la aplicación de un concepto general,
siempre pueden aparecer determinados casos individuales en los que tenemos dudas acerca de si son o no
instancias del concepto. Y, en 2º lugar, porque es posible que se nos presenten casos futuros, en los cuales
tengamos dudas acerca de si el concepto se aplica o no a estos casos, lo que se conoce como vaguedad
potencial o textura abierta del lenguaje. La determinación de los conceptos contenidos en las disposiciones
penales es una cuestión de grado y cuál deba ser el grado exigible depende de la justificación de la taxatividad.
- En algunos casos, la preferencia por el uso de conceptos descriptivos frente al uso de conceptos valorativos es
presentada de manera muy estricta. Por ej., uno de los más importantes defensores de la taxatividad, Ferrajoli,
considera que el uso de conceptos descriptivos en la formulación de las normas penales permite la formulación
de proposiciones descriptivas relativas a esas normas penales, aptas para la verdad y la falsedad. Sin embargo,
los conceptos valorativos no permiten el establecimiento de proposiciones aptas para la verdad o la falsedad. Si
Ferrajoli tuviera razón, si todas las proposiciones que presuponen un juicio de valor, no fueran aptas para la
verdad y la falsedad, habría una razón muy fuerte para eliminar los términos valorativos de la formulación de
las normas penales: en presencia de conceptos valorativos nunca podríamos establecer si un caso individual es o
no una instancia del concepto valorativo en cuestión. Esta concepción presupone la admisión de un enfoque no-
cognoscitivista en materia moral, un enfoque según el cual los juicios morales son expresiones de emociones y,
por lo tanto, no pretenden describir el mundo. Dentro de los conceptos valorativos es posible distinguir aquellos
como los de bueno o correcto o inmoral cuyo contenido descriptivo es muy escaso (“conceptos valorativos
ligeros”) de aquellos otros conceptos valorativos con mayor contenido descriptivo, como los conceptos de
honesto, casto o valiente (“conceptos valorativos densos”). En el caso de los conceptos densos es posible
atribuirles un contenido descriptivo, aunque el que la profiere o escucha no comparta la los mismos estándares
morales. Los conceptos valorativos densos disponen de contenido informativo y, en esto, no se diferencian de
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los conceptos descriptivos; es más, en este sentido, son conceptos descriptivos, que poseen casos claros o
paradigmáticos de aplicación. Los conceptos valorativos usados en la formulación de los tipos penales o de las
causas de justificación son conceptos valorativos densos y, por esta razón, tienen contenido informativo. Ahora
bien, dichos conceptos son vagos y, por lo tanto, la zona de penumbra del concepto, es amplia. Con lo cual, el
problema del uso de conceptos valorativos en la legislación penal no reside en que, como defiende Ferrajoli,
carezcan de contenido informativo, sino en que son vagos en un alto grado. Dado que la vaguedad es un rasgo
inerradicable del lenguaje y que el problema de los conceptos valorativos reside en su amplio grado de
indeterminación, podemos sostener que el principio de taxatividad exige un determinado grado de precisión o
de determinación semántica, puesto que sabemos que la precisión nunca podrá ser absoluta. Qué grado de
precisión, dónde situar el umbral de la taxatividad admisible, incluso constitucionalmente admisible, no
depende del concepto de taxatividad, sino de la justificación de la taxatividad.
3. La justificación de la taxatividad: Sólo leyes claras, precisas y cognoscibles permiten a los seres humanos
elegir y trazar sus planes de vida con garantías. Esta es una forma de mostrar respeto por su autonomía
personal, puesto que una de las dimensiones de la autonomía personal es la capacidad de elegir y ejecutar los
planes de vida de uno mismo. En la medida en que las leyes penales no son precisas, disminuye la capacidad de
cada uno de planificar su propia vida a la vista de lo que el D penal establece. Entonces el principio de
taxatividad puede contemplarse como una de las dimensiones del principio de legalidad, que comporta concebir
el D penal como un conjunto de pautas dirigidas a personas racionales para guiar su comportamiento y de
suministrar las bases de la cooperación social. Habitualmente, la claridad de las normas penales desde el punto
de vista del ciudadano, reduce la discrecionalidad de la policía y también de los órganos de aplicación. A mayor
claridad de la norma, mayor autonomía de los ciudadanos y menor grado de discreción de los jueces y de la
policía. Sin embargo, pueden existir casos en que esto no sea así: una norma penal puede ser taxativa para los
ciudadanos y jueces pero imprecisa para la policía. Por estas razones, la exigencia de certeza de las normas
penales tiene una doble dimensión: por un lado se dirige al legislador para que las leyes penales sean claras y
precisas y, por otro, se dirige a reducir la discreción de la policía para arrestar y de los jueces para condenar,
obligándoles a ceñirse a la ley y ph la aplicación analógica de las leyes penales. Sin embargo, llevar la certeza
al extremo llevaría a un casuismo desaconsejable., porque las reglas siempre incluyen algunos casos que la
razón que justifica tener esa regla no abarca y excluyen algunos que la razón que justifica la regla exigiría que
estuvieran incluidos. El problema de la infrainclusión es menor en el D penal, dado que una vez asumida la
importancia de la certeza vinculada con la autonomía y apreciada la gran afectación que en la vida de las
personas producen las sanciones penales, estamos dispuestos a aceptar que los comportamientos que no están
ph penalmente están penalmente permitidos. El problema de la sobreinclusión es, en cambio, muy importante
en el D penal. Muchos autores han señalado el peligro que la incorporación de nuevos tipos penales, a menudo
ampliamente indeterminados, tiene para el ideal de certeza y, como es obvio, el peligro proviene del hecho que
pueden incluirse en los supuestos de hecho de dichos tipos muchos comportamientos no abarcados por su razón
justificante. La función de las eximentes de la responsabilidad penal es excluir de los comportamientos
penalmente prohibidos, aquellos que aún siendo instancias de los comportamientos descritos en las normas
penales, no caen bajo el alcance de la razón que justifica su punición, porque entran en conflicto con otros
bienes o intereses que el D también protege. Es necesario que las causas de justificación estén formuladas de
una forma tal que permita moldear adecuadamente los argumentos a favor de la exención de la responsabilidad,
de manera que en este ámbito no reste ningún supuesto de sobreinclusión.
4. El casuismo y las causas de justificación: La 1° opción del trilema planteado es la siguiente: exijamos que
las causas de justificación en el D penal sean formuladas de manera concreta y detallada. Esto implicaría
formular las causas de justificación para cada uno de los tipos penales. De no ser así, es obvio que las causas de
justificación tendrán una redacción más general, e imprecisa, porque van referidas a todos los supuestos
incluidos en los tipos penales. Sin embargo, llevar adelante esa 1° opción daría lugar a un casuismo que
comportaría un grave peligro de infrainclusión de los comportamientos que consideramos justificados,
transgrediendo así la función principal de las causas de justificación: eliminar la sobreinclusión de los
comportamientos ph. Los comportamientos típicos no incluidos en las causas de justificación por exceso de
detalle en su formulación, serían comportamientos también antijurídicos. Mientras en la formulación de los
tipos penales lo que importa es que no sean sobreincluyentes, en la formulación de las causas de justificación lo
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que importa es que no sean infraincluyentes. Como el casuismo comporta infrainclusión, entonces debemos
rechazar una formulación detallada, tipo por tipo, de las causas de justificación.
5. Un D penal sin causas de justificación: La 2° posibilidad tiene dos variantes: a) a la vista de que las causas
de justificación no se dejan moldear por el principio de taxatividad, postulemos un D penal que no reconoce
causas de justificación de ningún tipo y b) podemos construir un D penal sin causas de justificación explícitas,
pero en las cuales los órganos de aplicación del D disponen de la competencia para absolver a personas que
realizaron los comportamientos típicos, en base a las circunstancias concretas del supuesto enjuiciado. La 1°
variante no ha sido defendida por nadie, ya que el ideal de certeza no es el único ideal que el D penal ha de
perseguir. Un D penal sin causas de justificación violaría la autonomía personal, que justifica también el ideal
de certeza. La 2° se reflejada en la posición de Ferrajoli, quien prefiere resolver el problema de la
sobreinclusión de los tipos penales mediante el poder de connotación del juez y el juicio de equidad. Según
Ferrajoli, una vez determinado que un cierto comportamiento es una instancia del caso genérico previsto en un
tipo penal, el juez penal contaría con la posibilidad de no condenar al autor de dicho comportamiento en
atención a las características del caso individual. Es decir, para Ferrajoli sería posible un D penal sin causas de
justificación explícitas, en el cual el juez dispusiera del poder de absolver aquellos, que aún habiendo realizado
los comportamientos típicos, no merecerían la sanción en atención a las circunstancias del caso concreto. Un D
penal sin causas explícitas de justificación, pero con la posibilidad de los jueces de eximir de responsabilidad
aunque se den las propiedades descritas en un tipo penal, respeta el requisito de eliminar la sobreinclusión de
los comportamientos prohibidos penalmente. Pero lo hace al precio de aumentar la discrecionalidad de los
jueces (y de no proporcionar a los ciudadanos ninguna pauta acerca de cuándo determinados comportamientos
típicos van a ser considerados justificados), con lo que las decisiones de los jueces sufrirán necesariamente de
falta de consistencia y articulación entre ellas. Además olvida que también las penas deben estar sujetas a la
taxatividad; dejar los tipos totalmente abiertos en su límite inferior desafía también la taxatividad.
6. El alcance del principio de taxatividad en relación con las causas de justificación: La 3° posibilidad
consiste en reducir la fuerza del principio de taxatividad en las causas de justificación. En la formulación de los
tipos penales el umbral mínimo de la taxatividad debe ser más alto que en la formulación de las causas de
justificación. La razón es que la formulación de las causas de justificación debe permitir la exclusión como
punibles de todos los casos no abarcados por las razones que justifican castigar determinados comportamientos.
Para hacer posible esto es preciso que las causas de justificación sean flexibles para adaptarse a nuevas
circunstancias. Pero ello es compatible con que la formulación de las causas de justificación establezca unas
pautas generales que, a la vez que permitan excluir de los comportamientos penales ph aquellos a los que no
alcanza su justificación, introduzcan algunas restricciones a las decisiones posibles de los jueces y señalen
claramente las vías por las cuales una persona puede presentar su comportamiento como justificado. La certeza
jurídica es importante desde el punto de vista de la producción de decisiones de los Tribunales consistentes y
sujetas a principios, tanto como desde el punto de vista de la guía de la conducta de los ciudadanos. A partir de
esos principios rectores [la ponderación de bienes, la autoprotección, etc.], para la aplicación del D no se trata
de subsumir como se hace en los elementos del tipo, sino que hay que desarrollar los principios concretándolos
en la materia jurídica. Por eso en las causas de justificación la interpretación correspondiente al principio
nullum crimen no está vinculada al límite del tenor literal, sino sólo a los principios ordenadores inmanentes a
las respectivas causas de justificación... En los supuestos de aplicación de las causas de justificación no se trata
de proceder a una operación de subsunción de casos individuales en casos genéricos, sino a una operación que
guarda mayor similitud con la ponderación de conflictos entre principios es muy reveladora. Las causas de
justificación sólo suministran las pautas generales con las cuáles el juez deberá construir, para el caso concreto,
un conjunto de reglas que destaquen qué propiedades relevantes hacen aplicable o no la causa de justificación.
Deberá hacerlo de forma que su decisión sea consistente con las decisiones del pasado y con las que se van a
tomar en el futuro, en la medida de lo posible, pero podrá introducir argumentos nuevos que muestren la
relevancia de alguna propiedad presente en el caso, hasta ahora desconsiderada. Esta 3° posibilidad parece la
más adecuada. Comporta una reducción del alcance del principio de taxatividad a favor de poder excluir de los
comportamientos punibles, aquellos que caen más allá de las razones justificantes. Expresa, a su vez, el mayor
respeto por el principio de la autonomía personal, que si bien exige sujetar el comportamiento de los
destinatarios de las normas penales mediante formulaciones claras y precisas, también supone tratarlos como
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seres responsables de sus acciones y omisiones y ser responsable de determinado comportamiento incluye
también la posibilidad de argumentar a favor de que dicho comportamiento era un comportamiento justificado.
7. El D penal y moralidad: Se ha dicho que una tesis central de la teoría positivista del D es la de la separación
conceptual entre el D y la moralidad. Alguien podría insistir, sin embargo, en que la presencia de causas de
justificación en el D penal, con términos que remiten a la argumentación moral, requiere reformular esta tesis.
Discutiré esta cuestión. La tesis iuspositivista no sostiene que los ámbitos del D y de la moralidad son distintos.
Es obvio que la moralidad ph el homicidio, la violación, las lesiones, etc. y también los ph el D penal. Además
es necesario distinguir las razones que justifican tener una determinada norma penal (razones subyacentes) y
esa misma norma penal (razones excluyentes). Es obvio, que las razones subyacentes han de ser de naturaleza
moral. Sin embargo, en el positivismo jurídico reciente existe una entre lo que se ha denominado positivismo
jurídico exclusivo y positivismo jurídico inclusivo. El exclusivo sostiene que en la identificación del D existente
nunca es necesario recurrir a la argumentación moral y que, por lo tanto, por una parte, la validez jurídica de
determinadas pautas nunca depende de su adecuación moral y, por otra, cuando el D usa conceptos morales,
remite a la discreción de los aplicadores del D. El positivismo inclusivo sostiene, en cambio, que
contingentemente si el D remite a la moralidad entonces se deberá recurrir a ella para identificar lo que el D
prescribe y que, por lo tanto, por una parte, puede ocurrir que la validez de determinadas pautas jurídicas
dependa de la moralidad y, por otra parte, los jueces no tienen siempre discreción al aplicar pautas morales a las
que el D remite.
- El mayor defensor del positivismo jurídico exclusivo, Raz, defiende el argumento de la autoridad. Una
característica distintiva del D respecto a otros órdenes coactivos, como una banda de gángsters, es la pretensión
de autoridad. Las autoridades jurídicas pretenden que sus normas son legítimas, es decir, que ellas pueden
imponer obligaciones a los miembros del grupo social. Esto, garantiza que las autoridades jurídicas sean
realmente autoridades legítimas ya que eso depende de pautas morales independientes de las normas jurídicas.
Sin embargo, un dato crucial para diferenciar a un asaltante de una autoridad, son las razones que invocan para
respaldar sus exigencias. Atribuir autoridad a un individuo es reconocer su capacidad para vincularnos
mediante normas. Por consiguiente, una doctrina filosófica tiene que explicar en qué consiste y bajo qué
condiciones es posible que el D tenga autoridad. Según Raz, un enfoque positivista del D es la única propuesta
apta para dar cuenta del fenómeno de la autoridad del D. La estructura central de su argumento es la siguiente.
Las autoridades normativas son autoridades prácticas, es decir, sus normas modifican nuestras razones para
actuar. Las normas válidas son razones excluyentes. Ellas desplazan nuestras razones ordinarias del balance de
razones. Aceptar una norma significa que admitimos que debemos comportarnos de una cierta manera, incluso
cuando este comportamiento vaya en contra de nuestros intereses. En su función normativa, las autoridades
ordenan un determinado comportamiento. Normalmente, las autoridades intentan resolver problemas y
conflictos sociales mediante sus normas. La justificación de sus normas se vincula directamente con las razones
ordinarias que los individuos tienen para comportarse de una cierta manera. Las directivas de una autoridad se
justifican normalmente en las razones que existen para decidir los conflictos de una determinada manera. De
esta manera, Raz denomina a su doctrina la concepción de la autoridad como servicio. Su rasgo principal es
que las autoridades son legítimas sólo si sus directivas nos permiten actuar de conformidad con las razones que
deben guiar nuestras acciones de un modo mejor o más acertado que el que podríamos conseguir sin ellas. La
autoridad nos presta un servicio al aplicar en fórmulas canónicas (normas) aquellas razones subyacentes que
deberían integrar el balance de razones para nuestra acción. Este rasgo es denominado la tesis de la
dependencia. La concepción de la autoridad como servicio también pone de manifiesto un requisito necesario
para superar la objeción de la irrelevancia de las autoridades. La autoridad sirve en la medida en que cumplimos
mejor con las razones subyacentes cuando nos guiamos por sus directivas antes que por nuestra propia
deliberación sobre las razones aplicables en un determinado caso. Este rasgo se denomina tesis de la
justificación normal. Por consiguiente, reconocer autoridad a un órgano, digamos el parlamento, implica
considerar sus normas como razones para desplazar nuestro balance de razones sobre una cierta acción. Las
normas de la autoridad no son una razón más en nuestra deliberación, sino que su función es precisamente
reemplazar esta deliberación. Por ello, este rasgo se denomina tesis del reemplazo. Un individuo puede ser una
autoridad sólo cuando se dan las circunstancias necesarias para tener autoridad. Una de estas condiciones es la
posibilidad de comunicar sus decisiones (normas/directivas). Estas decisiones reflejan, cuando la autoridad es
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legítima, las razones subyacentes para actuar en una determinada situación. Esto implica que las normas de la
autoridad, esto es, aquello que ese órgano ha decidido, tiene que ser identificadas sin recurrir al mismo balance
de razones que las normas pretenden reemplazar. Se sigue de ello que sólo una teoría del D que sostenga que el
D puede ser identificado sin recurrir a argumentos morales sobre las razones subyacentes para actuar puede dar
cuenta del fenómeno de la autoridad del D. Abandonar la tesis de las fuentes sociales implica dejar sin
posibilidad de análisis un rasgo crucial del D y de su relevancia práctica, esto es, su autoridad. Por ello, la
opción entre positivismo jurídico exclusivo y positivismo jurídico inclusivo se resuelve a favor del primer
enfoque ya que este es el único capaz de explicar la naturaleza del D.
- Con arreglo al argumento raziano, las causas de justificación no son razones plenamente excluyentes, puesto
que para aplicarlas, es necesario acudir a las razones subyacentes. Si esto es así, un teórico del D defensor del
positivismo jurídico exclusivo, como Raz, debería elegir la primera o la segunda vía del trilema. O bien redactar
las causas de justificación de manera que su contenido pueda ser identificado sin recurrir a las razones
subyacentes, a la argumentación moral, o bien defender un D penal sin causas de justificación explícitas,
confiando en que la discreción de los jueces impedirá que sean castigadas personas sin razones subyacentes
para ello. Hemos visto las graves dificultades que ambas posibilidades deben afrontar. Y ello es un argumento
indirecto a favor del positivismo jurídico inclusivo. Las normas morales que tienen vigencia en el seno de los
sistemas jurídicos no han adquirido tal vigencia por su carácter moral, es decir, en virtud de su propia
importancia ética, sino porque una norma específicamente jurídica del sistema hace a ellas esa remisión. Esa
precaución permite mantener al mismo tiempo la idea de que no hay conexión necesaria entre el D y la moral,
y la idea de que, a pesar de ello, las normas jurídicas de los ordenamientos modernos están con frecuencia
penetradas de contenido moral. En las causas de justificación, el D penal remite a las razones subyacentes
precisamente porque esta es la única forma de suministrar vías para excluir de la sanción penal todos los
comportamientos que estas razones no abarcan. Ahora bien, lo hace de una manera sometida a pautas, el
argumento moral que, sin duda, posibilita debe transitar por las vías (los requisitos de la legítima defensa, del
estado de necesidad, etc.) que ella misma establece. De esta manera, pretende sujetar a los aplicadores del D, ya
que no a una versión estricta del principio de taxatividad, sí a unas decisiones no plenamente discrecionales,
sino sujetas a la consistencia y a la articulación adecuada de dichas pautas.
8. Conclusiones: Hay buenas razones para escoger la 3° de las posibilidades abiertas por el trilema, atemperar
el alcance del principio de taxatividad respecto de las causas de justificación. Hay razones para defender que el
umbral de precisión exigido para la formulación de los tipos penales ha de ser más alto que el umbral de
precisión exigido para la formulación de las causas de justificación. Mientras en el caso de la formulación de
los tipos penales, la precisión puede producir infrainclusión, casos abarcados por la razón justificante que la
regla no abarca, esta infrainclusión es asumible en virtud de la importancia que otorgamos a la certeza en la
delimitación de los comportamientos ph penalmente; en cambio, en el caso de la formulación de las causas de
justificación, el grado de infrainclusión sería más grave, comportaría que determinados comportamientos
justificados serían punibles, por esta razón precisamos una formulación más amplia y flexible de las causas de
justificación, que sea capaz de abarcar todos los casos en los que no existe justificación para castigar. Esta
formulación más amplia y flexible (cpmconceptos valorativos) comporta que, en muchos de los casos de
aplicación de las causas de justificación, la justificación jurídica corre cercana a la justificación moral. Lo
anterior no ha de resultarnos extraño, puesto que la introducción de criterios flexibles se lleva a cabo
precisamente para permitir al aplicador del D acudir a las razones subyacentes que justifican que determinados
comportamientos sean punibles y, en muchos casos, las razones subyacentes son razones de carácter moral. El
positivismo jurídico inclusivo reconstruye, adecuadamente, esta situación. También he argüido, a favor de
alguna formulación de las causas de justificación y en contra de la discrecionalidad absoluta, al respecto, de los
aplicadores del D. Que el D penal señale explícitamente las vías por las cuales aquellos que toman una decisión
en el ámbito penal han de acceder a las razones subyacentes, que garantiza la articulación y consistencia de las
decisiones institucionales, y la articulación y la consistencia son virtudes a las que ningún proceso de toma de
decisiones puede renunciar.

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