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Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes

Título:
Violencia bajo sospecha.
Disecciones psicosociales sobre la impunidad de género.

Edición:
Curar el Trauma, México, 2012

Autor:
Miguel Angel Pichardo Reyes

Psicólogo social. Psicoterapeuta corporal.


Psicotraumatólogo. Director de Curar el Trauma.

El contenido de este documento puede ser reproducido


siempre y cuando se cite la fuente y se envíe una copia
de lo publicado a curareltrauma@gmail.com

Curar el Trauma. Consultora especializada en


psicotrauma y conflictología

San Luis Gonzaga 5238


Col. Jardines Guadalupe
Zapopan, Jal.

www.curareltrauma.com

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


A mis queridos padres: Miguel e Inés
En memoria de Cristina Bottinelli

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


Índice

Primera parte.
Desmontando la violencia 6

Domesticar la violencia. La conspiración ideológica del feminicidio 7


Sobre las microfobias y otras hipersensibilerías 7
El terrorífico cáncer de la violencia 8
Una pequeña dosis de ideología política 11
El esotérico arte de domesticar la violencia 14
El síntoma ideológico 16
El tratamiento pospolítico del síntoma 18
Por una disección ideológica postmortem 20

El síntoma-violencia. Gritos de una victimología crítica 23


Por una psicología radical 23
El discursivo acto de la violencia 25
La traumática violencia subjetivante 29
Ecosistemas organizados por traumas 33
Configuración ideológica de la violencia sintomática 38

Segunda parte.
La impunidad a escena 41

El borramiento del otro. La impunidad tras bambalinas 42


La impunidad como borramiento y el Otro simbólico 42
La impunidad y sus (con)textos 47
Dispositivos psicosociales del borramiento simbólico 53
La impunidad como ausencia 55
La impunidad penal 56
La impunidad en la escena simbólica 57
La impunidad como historiografía 59
La impunidad como positividad 60
La impunidad como texto causa del (con)texto 62
La impunidad como discurso de poder 65
La eficacia del Otro simbólico en el reconocimiento de la huella borrada 67
En torno a las medidas y las políticas de “reparación” 68
Medidas de justicia restaurativa 69
Sobre la justicia que adviene palabra (justicia anamnética) 71
Hacia una democracia postraumática (justicia instaurativa) 73

Tercera victimización. Manual de uso de la impunidad de género 75


La reconciliación bajo sospecha 75
Anatomía de la impunidad de género 76
Crimen sin castigo 77
La impunidad moral a escena 78
De la ausencia de castigo al acto de violencia 80
La producción del contexto posibilitador 81

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


Raíces de la cultura del miedo 81
Desintegración del tejido social 82
Políticas de reconciliación 83
Del “me olvido” al “no me acuerdo” 85
El papel de la memoria 87
Otra justicia es posible 89
Trauma psicosocial y procesos de perdón 90

Bibliografía 94

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


Primera parte
Desmontando la violencia

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


Domesticar la violencia
La conspiración ideológica del feminicidio

SOBRE LAS MICROFOBIAS Y OTRAS HIPERSENSIBILERÍAS


La violencia es uno de esos temas que tienen el don de la bilocación, sino es que el de la
omnipresencia. Esta cualidad social no es gratuita, y lo primero que tenemos que hacer es
sospechar de ella. La hipersensibilidad contra la violencia es una especie de tolerancia cero
de rasgos paranoicos que consiste en describir y dar cuenta obsesivamente de todos los
tipos de microviolencias, micromachismos y microfobias que se reproducen en la vida
cotidiana, lo cual, más allá de favorecer procesos de transformación sociopolítica y
económica, lo que hacen es domesticar el núcleo traumático y radical de la propia
violencia, llevando a cabo una operación ideológica que neutraliza lo subversivo del
significante para sumergirse en nimiedades que ocultan ese otro campo de posibilidad que
lleva consigo cierta concepción radical de la violencia. Por eso partimos de esta sospecha
que puede sorprender a una sensibilidad posmoderna de cierto perfil conservador, aun y
cuando se esté en contra (o por eso mismo) de “cualquier tipo de violencia”, “venga de
donde venga”.
Hace algunos años fui testigo del desarrollo de una discusión sobre los crímenes por
homofobia, durante ésta se hacía una ennumeración exhaustiva sobre las diversas fobias
que se dan entre los miembros del movimiento lesbico-gay-bi-transexual. Por ejemplo, se
discutía si los homosexuales no eran ellos mismos bifóbicos porque discriminaban a los
bisexuales por no definirse, o que los transexuales podían ser lesbofóbicos por reproducir
patrones machistas de discriminación hacia las lesbianas, o más aún, uno podría ser les-bi-
gay-transfóbico sin ni siquiera saberlo. Esto puede resultar cómico, irrisorio o
caricaturesco, pero se puede llegar a este tipo de afirmaciones tan ligeras en pos de cierto
vanguardismo mal entendido. Lo cómico de todo esto (y la vez, lo trágico) es que los
machos ahora tengan buenos motivos para revertir estas argumentaciones al plantear su
“derecho al machismo”, asumiendo que el machismo es patrimonio cultural de la
humanidad, siendo una identidad social de cierto tipo de hombres en peligro de extinción, y
que la mayoría de las feministas son machofóbicas por no respetar sus derechos culturales y
el derecho de las mujeres a escoger a un hombre machista, y ellos a una mujer sumisa y

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dependiente. Más allá de las supuestas razones, es de llamar la atención la bajeza del nivel
del planteamiento, del análisis y de un posible marco teórico (sí es que existe). A final de
cuentas todo se reduce a una lucha de posiciones, de puntos de vista, de descalificaciones
morales, de un elogio pospolítico de la hipersensibilidad moral.
Me parece que estas exageraciones no son aisladas, son exageraciones de un
discurso superficial y banal que es sumamente pragmático. Frente a la ansiedad por
clasificar las conductas, los “teóricos” contra la violencia realizan una serie de
clasificaciones y descripciones bizantinas que rayan en la ingenuidad y en la anorexia
teórica. En este marco lo importante es etiquetar, describir y diferenciar las etiquetas, sin
antes poner en cuestión los marcos y categorías teóricas. El mal uso y el exceso de uso de
ciertas teorías de género que tienen como cometido luchar contra la violencia, se entrampan
en una vorágine de microluchas que finalmente no alcanzan a conceptualizar, ni teórica ni
políticamente, las estructuras que soportan las desigualdades socioeconómicas del sistema
sexo/género. Atrapadas en la descripción de comportamientos violentos, les cuesta trabajo
concebir teórica y políticamente los procesos de subjetivación, el lugar de la violencia en el
desarrollo cultural, y la asunción de un punto de vista estructural y crítico sobre este
“problema”.
La lucha contra la violencia no es, desde esta hipersensibilidad panviolenta, una
lucha político-ideológica, sino una lucha moral contra todo aquello que exprese el menor
indicio de intolerancia, discriminación y violencia, ya que la violencia per se, es mala, y
como tal, hay que erradicarla, como si de una cirugía para extraer un tumor cancerígeno se
tratara.

EL TERRORÍFICO CANCER DE LA VIOLENCIA


La debilidad teórica y política de este talante hipersensibilizador contra la violencia supone
una serie de problemas que es necesario abordar para definir y delimitar este campo
ideológico. En primer lugar habría que cuestionar el fanatismo con el que se lucha contra la
violencia, hasta llegar al punto de pensar en erradicarla, lo cual supone preguntarnos por la
utilización misma de tal concepto. Pareciera evidente, pero no lo es tanto, que la utilización
que se hace del concepto de violencia es básicamente moral, y la ecuación es muy sencilla:
violencia = malo. La simplicidad de esta ecuación supone la carencia conceptual y teórica

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para abordar dicha problemática, ya que tal concepto no es utilizado ni problematizado
teóricamente, sino moralmente. Se califica moralmente a un significante que se refiere a un
comportamiento: violencia familiar, violencia sexual, violencia psicológica, violencia
económica, violencia hacia los niños, violencia hacia los adultos mayores, violencia hacia
los homosexuales, violencia hacia las mujeres, etc. Todas estas violencias tienen que ser
calificadas moralmente. Tenemos dos posibilidades, o bien son buenas, o bien son malas.
Ya sabemos la respuesta, así que lo que hay que hacer, desde este punto de vista, es
identificarlas, y después, erradicarlas. Así, primero hay que deslegitimar y desnaturalizar la
violencia hacia las mujeres, para eso se tienen que identificar las microviolencias que
despliegan los micromachismos: violencia psicológica, violencia verbal, violencia
económica, violencia sexual, violencia social, violencia emocional. Acto seguido, atacar a
estas violencias hasta llegar a su erradicación. Y como se trata de una lucha moral, se parte
de que la violencia no es normal, que es un acto moralmente reprobable, y que esto es una
adición cultural que es posible extirpar.
Se piensa entonces que en la sociedad y en la cultura lo que se tiene que erradicar,
extraer y extirpar es el cáncer de la violencia. Nada más ingenuo y a la vez nada más
peligroso ideológicamente. Tenemos entonces que la proposición de la erradicación de la
violencia tiene una dificultad en su punto de partida, en el hecho de no teorizar la violencia,
de buscar la salida más fácil, recurriendo al pragmatismo de la condena moral y la
clasificación obsesiva. Frente a este discurso resulta fundamental realizar una crítica teórica
y política, lo cual, por supuesto, tendrá que molestar un poco a estos discursos
moralizadores.
El término violencia ha ganado terreno en las últimas cinco décadas, teniendo esto
que ver con varios datos históricos; por un lado el fin de las guerras mundiales, el siglo de
las revoluciones, los problemas poblacionales que trajo consigo la industrialización y la
consecuente inseguridad urbana, así como los movimientos que reivindicaban ciertos
derechos humanos fundamentales, sin abundar en la creciente colonización de los medios
de comunicación, el consumismo, y el cambio del estatus del Nombre-del-Padre en el
capitalismo posmoderno, el fin de las ideologías, de la historia y de la política, entre otros.
Estos elementos jugaron un papel fundamental en el posicionamiento de este concepto en el
centro de varios debates, algunos políticos, otros amarillistas y otros, finalmente,

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supuestamente científicos. Quizá uno de los debates más socorridos por las posturas
académicas, ha sido el referente al de la naturaleza social o innata de la violencia, y su
distinción con la agresión animal. Ya sean darwinistas o neodarwinistas, modernos o
posmodernos, positivistas, naturalistas, idealistas o materialistas, etólogos, psicólogos o
sociólogos, todos por igual, se definían de acuerdo a un debate donde se diferenciaba la
agresión animal de sobreviviencia y adaptación, de la agresión social de los humanos por la
afirmación, ya como producción cultural, de los entresijos genéticos de predisposición o
tendencia, así como las versiones materialistas y dialécticas sobre la explotación y la
pobreza como generadores de la violencia reaccionaria, conservadora y revolucionaria.
A finales de la década de los setenta se pensaba que era necesario “sensibilizar” a la
sociedad, lo cual permitiría, por lo menos metodológicamente, realizar un proceso de
“concientizacion”. Mucho del problema reside en haber creído concientizar cuando lo que
en realidad se hizo fue hipersensibilizar. La motivación sociopedagógica de la
sensibilización se fundamentaba en la necesidad de visibilizar un problema escondido,
callado, ocultado, aunque muchas veces sabido, por lo que dicha visibilización llevaba
consigo la imperante necesidad ética de denunciar la violencia como un hecho histórico que
no era ni natural, ni normal, ni moralmente aceptable. La sensibilización también ayudaría a
identificarla, esto es, reconocerla en sus distintos camuflajes y escondrijos, de tal forma que
no se asociara a la violencia únicamente con los golpes, sino que también se pudiera
identificar a la violencia psicológica, económica, moral y sexual como parte de este
fenómeno.
La sensibilización sociopedagógica de la violencia abonaría el terreno para avanzar
hacia una visión crítica, reflexiva, causal y transformadora de la misma. Pero hubo una falla
en el cálculo pedagógico, y esta reside en una serie de factores que influyeron en la
catalización de la violencia como problema, a la violencia como ideología neutralizante. El
momento en el cual se dio dicha conversión queda en el aire de la década de los ochentas,
pero es posible entender esta notable transformación si integramos este problema social en
el marco de los antagonismos políticos, y esto porque es necesario precisar la construcción
del imaginario del significante violencia que nos permita comprender la dimensión
psicopolítica de la violencia de baja intensidad.

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En términos generales podemos decir que el trabajo de sensibilización fracaso, y
que éste fue dando lugar a un proceso de hipersensibilización ideológica. La
hipersensibilización de la violencia consiste en panviolentizar la vida cotidiana; una especie
de paranoia colectiva donde es posible identificar-interpretar cualquier gesto, palabra o
comportamiento como un acto de violencia, genial argumento para justificar e invisibilizar
otra serie de violencias sociopolíticas, sexuales y económicas de carácter estructural, pero
también para condenar todo tipo de emancipación que busque “violentar” el sistema. La
panviolencia de esta hipersensibilización no sólo diluye los límites discursivos de la
violencia, al identificarlo todo con la violencia, sino que este mismo discurso encubre una
violencia estructural que se escabulle en los intersticios de la vida cotidiana y que escapa a
la mirada de ese discurso paranóico, panóptico y alarmista de la panviolencia.

UNA PEQUEÑA DOSIS DE IDEOLOGÍA POLÍTICA


En el momento que colocamos el tema de violencia en el plano de los antagonismos
políticos es necesario aclarar que tendremos que movernos en el campo de lo simbólico, de
los imaginarios, del discurso, del sujeto, de la eficacia simbólica de la palabra. Empecemos
por delimitar a la violencia al campo de la semiología, y esto para decir que la violencia no
es un problema, o un fenómeno social, o un síntoma cultural, o una construcción, sino que
la violencia es algo mucho más sencillo: la violencia es un significante. Ahora bien, se trata
de un significante flotante que puede asumir distintos sentidos y significados de acuerdo a
los contextos, situaciones, personas y sistemas, pero esto no es del todo cierto, este
significante es flotante porque existe una lucha por fijar socialmente su significado, y esta
lucha se da en el campo del discurso que configura los imaginarios colectivos. Ahora bien,
esta lucha por la hegemonía del sentido del significante flotante se da por parte de grupos
antagónicos entre sí que buscan el poder; ya sea conquistarlo, mantenerlo, reforzarlo o
expandirlo.
Vale la pena describir un desplazamiento importante que normalmente pasa
desapercibido. El término violencia tiene un origen político, antes que moral o teórico. El
concepto ha sido utilizado desde un lugar de poder. Esto nos puede ayudar a entender un
problema fundamental que en la actualidad se sigue soslayando. El uso de tal concepto ha
servido para justificar el pretendido mal que se quiere erradicar, esto es, dicho concepto no

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ha servido para explicar o comprender, sino ante todo para clasificar y descartar: ha tenido
una función estrictamente política. El garante y guardián de la violencia legítima ha sido el
Estado y sus equivalentes, y es desde éste poder desde el cual es posible calificar y
nombrar, o peor aún, clasificar y reprimir. ¿Qué es violencia y qué el uso legítimo del
poder? No existe una diferencia conceptual entre uno y otro, los dos son significantes que
pueden ser utilizados arbitrariamente desde una posición jerárquica. Cuando hace poco se
denunció y comprobó la tortura de un miembro perteneciente a la oposición política de un
gobernador, este califico a estos actos, no como tortura, sino como una “madriza”. O
cuando, en las disputas sobre la calificación del delito de tortura por parte un organismo
público de derechos humanos, éste prefería clasificarlo como lesiones antes que tortura. O
como cuando a una represión política armada se le denomina instauración del orden. ¿A
que nos enfrentamos aquí? Para quién está en el poder es viable, y hasta esperable que un
acto sea justificado y minimizado, mientras que para las víctimas se califica el acto como el
crimen más horrendo que se pudiera haber realizado. De aquí que podamos empezar a
dudar sobre la utilidad de este término, sobre su viabilidad política y sobre su utilización
moral.
Peor aún es cuando esta disputa se coloca en procedimientos que podríamos
calificar de subjetivos. ¿Hasta donde una mirada masculina que se detiene en unos senos o
glúteos femeninos es una agresión sexual o sólo una apreciación estética lasciva? ¿Hasta
que punto el otro, en su sola presencia ya representa una forma de violencia? ¿En que
momento la tolerancia es una forma de violencia, y cuando la violencia es una forma de
justicia?
Previo a la utilización generalizada e ingenua del término violencia se apelaban a
otras categorías igualmente políticas que tenían un soporte teórico de antaño: opresión,
explotación, exterminio, etc. Pareciera que finalmente la aceptación del concepto de
violencia debilito la capacidad política y el sustento teórico, cayendo en el más bajo
pragmatismo moral.
El ejemplo clásico, donde podemos observar como opera dicho procedimiento
ideológico, es el de la llamada violencia legítima o violencia de Estado. Mientras para un
grupo subversivo la revolución es un acto de liberación, para el Estado es un acto criminal
o vandálico, ante el cual se legitima una ofensiva militar o policíaca de represión donde se

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utiliza la tortura, la violación sexual, la desaparición forzada, las ejecuciones
extrajudiciales, masacres o hasta el genocidio. Aunque los subversivos digan y denuncien
esto como represión, violencia de Estado y violación a los derechos humanos, el Estado
responderá que se trata sólo del uso de la fuerza legítima, y que esto no es más que la
aplicación del Derecho. De esta forma no nos encontramos con una diversidad de
pareceres, opiniones o perspectivas, de tal forma que para unos una cosa sea violencia y
para otros revolución, represión, fuerza, vandalismo o liberación, dependiendo del sujeto en
cuestión. Más bien nos encontramos frente a esta lucha por fijar el sentido de un
significante que puede ser utilizado para legitimar ciertos intereses o acción, y esta lucha se
da a través de los discursos que circulan socialmente y que logran configurar un imaginario
colectivo compartido sobre un problema con relevancia social. En el momento en que un
discurso cuente con la credibilidad de una mayoría en la opinión pública (especialmente
medios de comunicación), hablamos de que ese grupo cuenta con la hegemonía ideológica
capaz de fijar el sentido de ese significante flotante para argumentar discursivamente a su
favor y en contra de cierto grupo.
El problema no es sólo de legitimidad política, sino que dicha hegemonía, para ser
hegemónica tiene que haber atravesado los vínculos subjetivos de los diferentes sistemas
sociales, lo cual significa que un cierto discurso cuenta con una eficacia simbólica, esto es,
que el discurso de circulación social hegemónica puede configurar una serie de campos
simbólicos de interacción, determinando de esta forma los vínculos sociales hacia cierta
dirección, por ejemplo, el tener una opinión desfavorable hacia el grupo subversivo, o el
dar el apoyo o voto hacia cierto candidato que prometa solucionar dicho problema social, o
el decidirse comprometerse con los pobres y oprimidos, cuando un discurso subalterno, no
hegemónico, llega a tener cierta circulación y eficacia en ciertos sectores o subsistemas
contraculturales.
El discurso con eficacia simbólica tiene una fuerza perlocucionaria, esto es, cuando
dicho significante es pronunciado como parte de una serie de significantes (metonimia),
éste tiene la capacidad de formatear la realidad simbólica. Esta realidad simbólica tiene
como elemento fundamental una trama de vínculos sobre los cuales se constituyen las
subjetividades, y esto como una forma discursiva de producción social.

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Por lo tanto, la violencia como problema social sólo lo es cuando se lucha por la
hegemonía discursiva de las diferentes posiciones de sujeto, y es un fenómeno social, no
por su naturaleza, impacto o relevancia, sino porque lo que se juega en el plano ideológico
es el sentido que se le puede dar al vínculo social, o sea, al modo de producción de la
subjetividad. Desde esta perspectiva, la violencia hegemónica lo que hace es vincular y
subjetivizar.

EL ESOTÉRICO ARTE DE DOMESTICAR LA VIOLENCIA


La hipersensibilización de la panviolencia es sólo un efecto de la eficacia simbólica de un
tipo de discurso hegemónico que ha logrado domesticar y neutralizar políticamente a la
violencia, y es a esta operación ideológica la que nos interesa desarticular teórica y
políticamente. No existe mejor artilugio ideológico con respecto a un significante flotante
que se encuentra en juego, que logar hacer que pierda la capacidad subversiva de condensar
una serie de posiciones de sujeto en lucha contra el significante Amo que colorea
ideológicamente la realidad simbólica. La cualidad de esta operación ideológica, contrario a
la de reducir el campo semántico a una de las significaciones posibles, consiste en abstraer
al punto de la ambigüedad su significado, de tal forma que pueda ser generalizable a toda
circunstancia, perdiendo con esto todo sentido explicativo. Sin embargo, dicha pérdida de
eficacia perlocucionaria, no lo es de su eficacia política (desde el poder), esto es, neutralizar
los significados antagónicos posibles que puedan articular una serie de equivalencias de
posición de sujeto que subviertan el orden metonímico del discurso hegemónico vigente. A
esta operación ideológica de neutralización política por la vía de la ambigüedad y la
generalización en el plano discursivo, es a lo que llamamos panviolencia. Esta operación
ideológica supone, en ciertos momentos, capitalizar políticamente el significante
“violencia” para orientarlo hacia cierta sensibilidad colectiva. Es aquí donde se ponen en
marcha los beneficios sociosimbólicos de la hegemonía, al poder movilizar recursos de
gran capital político que favorezcan ciertos intereses, ya sean de clase, género, partidistas u
otros. Es a esta sensibilidad colectiva a la que se trata de dar forma, en el entendido de que
dicha sensibilidad se encuentra en el campo de las representaciones ideológicas
inconscientes, lo que podríamos denominar como el campo ideológico de lo socioafectivo.
Es en este ámbito donde se juega el vínculo y la subjetivación.

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La hipersensibilidad es el efecto socioafectivo de la operación ideológica de la
panviolencia, y esta consiste en subjetivar una experiencia de la realidad a través de un
discurso que tiende a realizar una lectura pospolítica de la violencia, que a su vez, busca
abstraerla a la ambigüedad, a particularizarla en una serie de gestos, actos o estímulos, a
reducirla al campo de las interacciones, y a generalizarla a todo tipo de estímulo que
contravenga la propia voluntad o amenace la sensación de seguridad subjetiva que
proporciona cierto estatus socioeconómico clasista. La hipersensibilidad es pospolítica en el
sentido de que la operación ideológica performatea la subjetividad a tal punto que la
inocula políticamente, reduciendo la posibilidad de sentido al campo irracional y acrítico de
una sensibilidad paranóica amenazada y temerosa de cualquier amenaza contra la libertad
económica alcanzada por las clases favorecidas. Esto no se ha hecho sin cierta
compensación política a los movimientos subalternos, como el feminismo, al
institucionalizar su discurso emancipador y reivindicativo, para finalmente, domesticarlo y
neutralizarlo, integrándolo al campo de las interacciones, las políticas públicas y el
problema “cultural” de la desigualdad de género.

“La gran novedad de la era pospolítica actual –la era del “fin de las ideologías”– es
la despolitización radical de la esfera de la economía: el modo en que la economía
funciona (la necesidad de recortar el gasto social, etc.) es aceptado como un simple
dato del estado de cosas objetivo. Sin embargo, en la medida en que esta
despolitización fundamental de la esfera económica sea aceptada, todas las
discusiones sobre la ciudadanía activa y sobre los debates públicos de donde
deberían surgir las decisiones colectivas seguirán limitadas a cuestiones “culturales”
de diferencias religiosas, sexuales o étnicas –es decir, diferencias de estilos de vida–
y no tendrán incidencia real en el nivel donde se toman las decisiones críticas de
largo plazo que surjan de debates públicos que involucren a todos los interesados es
poner algún tipo de límite radical a la libertad del Capital, subordinar el proceso de
producción al control social. La repolitización radical de la economía. Esto es: si el
problema con la pospolítica actual (la “administración de los asuntos sociales”) es
que cada vez socava más la posibilidad de una acción política verdadera, este
socavamiento responde directamente a la despolitización de la economía, a la

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aceptación del Capital y de los mecanismos del mercado como
herramientas/procedimientos neutros que deben ser explotados.” (Zizek: 2002)
La cuestión que se nos plantea, es púes, liberar el campo semántico de la violencia a
través de una deconstrucción discursiva, para resignificarla socialmente al campo simbólico
de los antagonismos políticos que pueda articular una serie de acciones de transformación
radical de diferentes posiciones de sujeto en lucha por sus libertades y en contra de los
intereses de clase y género de la hegemonía ideológica que sostiene al capitalismo global
posmoderno. Esta liberación semántica es un objetivo político y económico, y sin ésta no es
posible concebir una lucha ideológica por parte de los movimientos antisistémicos.
La labor deconstruccionista consiste, en el frente de la teoría radical, en comprender
esta operación ideológica de la panviolencia y la hipersensibilización pospolítica de cierta
posición de sujeto hegemonizado, como una violencia de baja intensidad, esto es, como una
estrategia política de domesticación del sujeto frente a los sentidos antagónicos, así como
de cierta experiencia sensible de la realidad donde se interprete esos antagonismos como
una amenaza a la “intimidad económica de consumo” y a la seguridad política y moral, de
forma tal que se dé la sensación de que todo lo que amenace los intereses del sector
hegemónico, amenace a la propia persona y su microsistema operativo.

EL SÍNTOMA IDEOLÓGICO
Ahora sí podemos hablar del síntoma de la violencia, entendido en su sentido más
sociológico, o como diría Martín-Baró: el nivel de “la acción como ideología”. El nivel
psicosocial, aunque es distinto del campo ideológico donde operan los imaginarios y los
discursos de circulación social, representa el plano de facticidad para el sentido común, esto
es, aquí se experimenta el nivel de la conciencia sobre una serie de signos observables e
interpretables dentro del campo del sentido común, o también, de la hipersensibilidad. El
campo psicosocial y el ideológico se encuentran relacionados como dos niveles de una
misma operación, uno en el nivel de la abstracción y otro en el nivel de lo concreto, y sin
embargo conectados por los mediadores sociales, o en términos althusserianos, por los
“aparatos ideológicos”, los cuales tienen la labor de hacer circular el flujo entre estos dos
niveles.

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Reivindicando una posición crítica desde el feminismo radical, resulta necesario
realizar un análisis del nivel psicosocial de operación de la violencia de baja intensidad, y
para esto es fundamental circunscribir el propio campo semántico. Por violencia de baja
intensidad entenderemos, en el nivel psicosocial, aquella violencia sintomática, en tanto
acción ideológica, que opera en las relaciones de género, ya en el campo de los vínculos
familiares, intergenéricas, sexuales y corporales.
El análisis psicosocial que realizaremos de dicho síntoma abarca una constelación
de factores, ecosistemas, variables, procesos, ámbitos, e interacciones, de donde nos
interesa destacar una hipótesis que estará conduciendo nuestro análisis; el que esta
violencia de baja intensidad, en este nivel del síntoma ideológico, es un desastre social de
repercusiones materiales, morales y afectivas, que es ocultado, minimizado y domesticado
por las políticas subjetivas de la hegemonía. Dicha tesis, aparte de tener una intensión
teórica, también lo tiene en el plano político, y en particular, para aquellos grupos de acción
radical con perfil de solidaridad profesional u organicidad intelectual, que se planteen la
posibilidad de operar políticas subjetivas alternas y en resistencia en contra de esta
estrategia hegemónica. Esto puede ser de suma importancia para las organizaciones
feministas, derechohumanistas y altermundistas que buscan realizar acciones comunitarias
contra el feminicidio, entendiendo por esto, el nivel más agudo de la violencia de baja
intensidad en una dinámica de escalamiento.
Empecemos con algunas preguntas de la sospecha. ¿Por qué siendo la violencia
familiar, sexual y de género un fenómeno colectivo, sigue prevaleciendo la percepción de
ser un problema privado, domestico o patológico? ¿Por qué razón esta violencia no ha
contado con el mismo trato de una política de Estado como otros problemas de carácter
global? ¿Por qué si la violencia familiar cuenta con un origen, causas y repercusiones
sociales, su abordaje desde las políticas públicas ha estado circunscrito prioritariamente a
metodologías de corte individualista, psicologista e intimista?
En los discursos configuradores de las realidades sociopolíticas, tanto de lo público
como de lo privado, de lo cotidiano y lo extraordinario, se mantienen proposiciones básicas
que niegan en los hechos a la violencia sintomática de baja intensidad, no sólo como un
fenómeno relevante, sino como un fenómeno aislado, que aparentemente no tiene
absolutamente nada que ver con otro tipo de fenómenos o de causas globales, más que

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aquellas que la siguen circunscribiendo al ámbito de lo doméstico y lo privado. Estas
preguntas suponen varias cuestiones que nos interesa enunciar y aclarar, de tal forma que
nuestro planteamiento cuente con un posicionamiento ético-político con respecto al
tratamiento actual de esta problemática.
El primer planteamiento tiene que ver con la percepción de que la violencia familiar,
sexual y de género es un problema privado, del ámbito de lo doméstico, de relaciones
patológicas. El segundo se orienta a calificarlo como un asunto menor, postergable y
aplazable, secundario para las políticas de Estado. Circunscrito a los intereses del gobierno
en turno. El tercero consiste, en que, suponiendo que éste fenómeno es secundario, menor,
de carácter patológico, circunscrito a lo doméstico, y por ende, a lo privado, las políticas
públicas, como consecuencia, realizaran abordajes rehabilitatorios, con orientaciones
jurídicas y psicoterapéuticas de caso-por-caso.
Sobre este último punto citaremos algunas observaciones que realiza Kenneth J.
Gergen a propósito de las terapias modernas:
“[...] las teorías terapéuticas (ya sean conductistas, sistémicas, psicodinámicas o
experimentales/humanistas) contienen suposiciones explícitas relativas a (1) la
causa subyacente o base de la patología; (2) la ubicación de esta causa en el
paciente/cliente o en sus relaciones; (3) los medios a través de los cuales los
problemas pueden ser diagnosticados; y (4) los medios a través de los que la
patología puede ser eliminada.” (Gergen: 1996, p. 292).
Esta observación de Gergen es importante para comprender los diferentes
reduccionismos psicologístas que se pueden realizar desde las teorías terapéuticas, base
común que ha sido adoptado por el discurso hegemónico para justificar el tratamiento dado
hasta la actualidad a la violencia sintomática de baja intensidad.

EL TRATAMIENTO POSPOLÍTICO DEL SÍNTOMA


No cabe duda que para los representantes políticos, la violencia familiar, sexual y de
género, es un problema delicado y preocupante, pero no tanto como el problema del
narcotráfico, el terrorismo, el desempleo, la corrupción o la reforma del Estado. Es un
problema grave, pero no lo es tanto en comparación con otros que son “asuntos de fondo”.

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


He aquí el problema al cual nos queremos referir como parte del síntoma
ideológico. A un problema que aparentemente, y para el sentido común acrítico y
pospolítico, tiene que ver con puntos de vista, ángulos, prioridades y percepciones. Se
puede preguntar algo burdo; que es mas prioritario ¿el problema de la amenaza terrorista
que podría afectar a cientos de personas, o el narcotráfico que diariamente cobra muertos,
corrupción y violencia, o los problemas de violencia familiar que pueden tener dos personas
al interior de su hogar? Que es mas importante, ¿los casos de mujeres que han sido violadas
sexualmente en taxis y microbuses, o el problema estructural del desempleo y el crimen
organizado que cuenta con pérdidas monetarias cuantiosas?
La minimización que opera en estas preguntas es posible que se pueda afirmar que
es más importante la reforma del Estado, el problema del desempleo, la inseguridad pública
en las calles de las grandes ciudades, que los conflictos de una pareja o el de algunas
mujeres que han sido violadas. La razón: unos representan, en el plano de los imaginarios,
un problema colectivo, del bien común, problemas públicos, y los otros, problemas entre
particulares, son “casos” aislados, problemas “cotidianos” que no amenazan el orden
público y el bien común.
También nos dirán que estos problemas de violencia familiar, sexual y de género
son importantes, y que se debe “hacer algo”. Que es importante realizar reformas
legislativas, implementar políticas públicas, promover la participación ciudadana, generar
programas de prevención. Que “es mucho lo que se esta haciendo”, que “se está
trabajando”, que “aún falta mucho por hacer”. Por eso, y como una forma de
compensación, ahora se conmemora públicamente el día internacional de las mujeres, así
como el día internacional contra la violencia hacia las mujeres y las niñas. También se han
creado, ex profeso, institutos nacionales y locales, que trabajan por las mujeres. Por eso
existen leyes que protegen a las mujeres, instancias “sensibilizadas” con la problemática, y
por supuesto, la “perspectiva de género” se institucionaliza, no sólo es un tema, sino que
“atraviesa” el quehacer de las instituciones públicas.
Resulta interesante que aún y con todas las buenas intenciones de los representantes
políticos, gobernantes y servidores públicos, y aún con sus sinceras preocupaciones
(ingenuas y minimizantes), sigue permaneciendo una percepción alterada, acotada,
reduccionista, superficial y simplista del fenómeno de la violencia familiar, sexual y de

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


género, que como ya hemos indicado, esto no responde sólo a una opción epistemológica,
sino al campo de los antagonismos ideológicos, que hace que la releguen a un segundo
plano, neutralizándola como un problema de oportunidades, de inequidad de género o de
desarrollo social. El discurso de las “oportunidades”, de la “inequidad” y del “desarrollo
social” ha permeado las perspectivas de algunas organizaciones sociales, académicas,
“feministas” y de otros sectores, formando parte de la actual condición pospolítica y
multiculturalista de las corrientes posmodernas y construccionistas, que con un leguaje
atractivo y “progresista” tratan de unificar planteamientos del problema, aislándolas de
otras luchas y politizaciones de base económica que critican el actual modelo capitalista.

POR UNA DISECCIÓN IDEOLÓGICA POSTMORTEM


¿Cómo es posible este discurso y bajo que lógica opera? ¿Qué relación mantiene este
discurso con las luchas ideológicas por la hegemonía? ¿Cómo este discurso constituye una
realidad social?
Slavoj Zizek realiza una aproximación a la ideología que da cuenta de los procesos
inconscientes que intervienen en la construcción de una realidad ideológica y la forma en
que opera socialmente:
“[...] la ideología no es simplemente una “falsa conciencia”, una representación
ilusoria de la realidad, es más bien esta realidad a la que se ha de concebir como
“ideológica” –“ideológica” es una realidad social cuya existencia implica el no
conocimiento de sus participantes en lo que se refiere a su esencia–, es decir, la
efectividad social, cuya misma reproducción implica que los individuos “no sepan
lo que están haciendo”. “Ideológica” no es la “falsa conciencia” de un ser (social)
sino este ser en la medida en que está soportado por la “falsa conciencia”.” (Zizek,
S.: 1992, pags. 46-47).
Esta aproximación lacaniana de la ideología supone que el discurso y la percepción
que se tiene sobre una determinada realidad no es una falsa conciencia, una forma de
encubrimiento o distorsión de la realidad, sino que esa realidad, su construcción discursiva,
es una realidad ideológica, ya que ella sutura (infructuosamente) la falta, el antagonismo
inherente a toda producción sociosimbólica.

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


La cuestión del antagonismo inherente es fundamental para la lucha ideológica
radical, ya que desde una concepción psicoanalítico-lacaniana, no esencialista y anti-
idealista de la realidad, nos la presenta como un campo simbólico imposible de ser
clausurado, de ser fijado en un sentido determinado la totalidad simbólico-discursiva que
define la realidad. De esta forma la realidad no sólo no es un dato externo, sino que es un
constructo sociosimbólico que aparenta tener consistencia, dando la apariencia de ser una
realidad, y es precisamente esta apariencia de realidad, de dato, de sustancia inalterable, el
efecto que busca dar la hegemonía ideológica. La labor deconstruccionista consiste en
desarmar esta realidad y mostrar el material tan frágil con el cual se encuentra hecho, esto
es, con las palabras del sentido común sobre el cual se encuentra ordenado una serie de
acciones, hábitos e instituciones.
La tarea psicoanalítica consiste en afirmar la imposibilidad fáctica de cerrar a un
sentido único el campo simbólico de la realidad, ya que esta se encuentra atravesada por
una falta inherente, un real traumático que imposibilita su cierre semántico. Es esta falta un
antagonismo Real en la propia realidad, desde el cual es posible subvertir el orden
metonímico de los significantes para alterar el sentido hegemónico y posibilitar una
apertura a una multiplicidad de sentidos de posiciones de sujeto, con la estrategia
hegemónica de colocar un significante que pueda articular posiciones equivalentes para
logar el poder reivindicativo sobre su antagonista.
Son estas políticas públicas la mediación ideológica entre las representaciones
colectivas y el campo operativo de la eficacia simbólica, el de la “acción como ideología”.
La violencia sintomática de baja intensidad se juega en este entramado, luchando por abrir
este significante en el nivel ideológico, el cual tiene como frente de lucha el de la acción
comunitaria radical, por lo menos desde una psicología social de la liberación, crítica y
radical.
La realidad de la violencia familiar, sexual y de género se presenta como una
realidad ideológica, sostenida por discursos encubridores de la falta, desde donde esta
forma de violencia se excluye como síntoma ideológico que dice la verdad de la sociedad.
La impunidad de género es el síntoma del sistema hegemónico.
La exclusión del síntoma del sistema simbólico supone una forma de negación. Esta
negación, aparte de ser de carácter material, en tanto negatividad de la corporalidad erótica

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


de un sujeto, lo es también simbólica. Su adscripción al sistema simbólico queda negada;
exiliado a los confines del olvido social, borramiento de su huella. La conspiración
ideológica hacia el otro (femenino), es ante todo su negación material-simbólica como
sujeto (feminicidio). La conspiración supone una economía del goce con respecto al otro,
reducida a objeto, que a través de su atravesamiento, de su violación, se busca extirpar
aquello que se quiere asir; abstracción imposible que deja al otro-objeto en total mutilación.
La impunidad de género constituye un sujeto y un objeto, así como un escenario
fantasmático donde se pone en escena este drama social. El sujeto cínico descuartizando,
violando, expropiando, material y simbólicamente el cuerpo-objeto erotizado de un otro-
mujer. Lucha antagonista donde se juega lo real de la carne, y por lo tanto de la vida, ya
como materialidad, ya como ex-istencia. Lucha contra la impunidad de género que sostiene
el feminicidio, o lo que es igual, una agudización de la violencia sintomática de baja
intensidad.

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


El síntoma-violencia
Gritos de una victimología crítica

POR UNA PSICOLOGÍA RADICAL


El abordaje que rutinariamente se realiza sobre la violencia tiende a ser lo suficientemente
correcto (políticamente hablando), que se puede asegurar sin equívoco, que estas
psicologías son funcionales al sistema de dominación psicosocial, ya que la postura que se
esgrime en estas psicologías sólo da cuenta de un aspecto del todo observable, y nada de los
silencios, los fallos y lo no dicho que reside en el inconsciente. La violencia es una de esas
banderas con las cuales se embarcan empresas humanistas y altruistas con la motivación y
el interés de ayudar al victimizado prójimo, buscando una esperanza, aunque sea ingenua e
ilusoria, y hasta a veces delirante, en la erradicación, prevención o superación de esa
violencia observable, mensurable y clasificable. La cuestión, por demás oscura e
impertinente que en este momento nos ocupa, nos viene dada, nada más y nada menos que
de un ámbito que a muchos puede causar alergia, no sólo por las circunstancias tan sutiles
que bordea lo indecible de la ideología, sino porque en muchas ocasiones este campo tan
minado puede producir más que una taquicardia y tambalear los supuestos teóricos de
supuestas posiciones de izquierda, que ingenuamente continúan navegando, con el ancla en
el muelle, con la bandera de la lucha contra la violencia. Nos referimos precisamente a esa
dimensión inhóspita de las motivaciones políticas que podrían llevar a dicha apología
socioideológica, así como del lugar que ocupan estos discursos en el ensamblaje del deseo
inconsciente, digamos, que de la economía libidinal que subyace al lugar fantasmático de
las víctimas y el tipo de vínculo que se establece desde el lugar apostólico y mesiánico del
supuesto saber.
La psicología radical, con toda y su difusa amplitud y pluralidad teopráxica, plantea
esta cuestión al propio saber psicológico (funcional), ya que esto no es propio del sujeto (de
la pragmática), sino del lugar que ocupa este saber discursivo en el campo simbólico que
reitera los dispositivos disciplinadores que buscan compulsivamente la adhesión a la norma
en la realidad ideológica. La psicología que “ayuda” a las víctimas a superar sus traumas es
aquella que debe plantearse el irrenunciable cuestionamiento sobre las motivaciones
inconscientes que se ponen en juego en dicha “ayuda”, no porque sea una labor moralmente

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


despreciable (que de hecho podría serlo), sino porque el campo de lo filantrópico reviste al
sujeto de una carga libidinal victimizante, que nos lleva a sospechar, no sin riesgos morales,
de lo que esto supone en la configuración fantasmática de las víctimas; objeto sobre el cual
recae el aparato del saber psicológico que cumple una función de producción y
reproducción subjetiva, logrando subsidiar una falla moral del sistema a través de una
compensación que le asigna un lugar terapéutico al victimizado sujeto, lo cual le posibilite
su resignificación simbólica en el mismo campo simbólico productor de su vulnerabilidad,
sin que esto conlleve un proceso de desmontaje del propio modo de producción.
La psicología radical es antisistémica por definición política, y lo es no sólo por su
posición ética, sino por su situación sociopolítica de movimiento intelectual, que en
articulación y equivalencia orgánica, lucha por realizar transformaciones radicales del
sistema desde su propia trinchera ideológica; la del saber que no se sabe. Esta psicología, y
en todo caso, el sujeto de dicho lugar discursivo, se encuentra en una posición crítica, no
sólo desde la razón kantiana, sino también desde la facticidad material de la lucha
antagónica (contenido material de la razón ético-crítica). El aporte racional de esta
psicología consiste en desmantelar el aparato ideológico inconsciente que sostiene la
realidad simbólica sobre la cual se establecen los vínculos y se producen y reproducen las
subjetividades. Pero a su vez, y en consonancia con este análisis, también busca una
práctica radical, que lleve hacia la alteración de la metonimia social a través de la lucha por
los significantes que se articulan en cierto orden sobre el discurso social, posibilidad que se
presenta sólo en un campo de confrontación que va más allá de la clínica y el diván (y que
lo atraviesan), y que se coloca en una disputa por el control, influencia o incidencia sobre
los aparatos ideológicos.
Desde esta postura, resulta necesaria una teoría sobre la violencia que surja de los
planteamientos lacanianos, posmarxistas y psicosociales que contribuyan a la comprensión
afectada de este “fenómeno” y que a su vez aporte criterios para orientar una acción radical
sobre el campo simbólico donde se enclava dicho episodio textual.
El síntoma de la violencia, digámoslo de una vez, es ese aspecto de la realidad
ideológica mensurable, y como tal cuenta con una función dentro del aparato simbólico
disciplinador. Resulta necesario desmontar este síntoma, en el entendido de que en él no
sólo se condensa una serie de representaciones, sino que también desplaza, niega y encubre

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


ese otro campo de la realidad ideológica inconsciente que posibilita y mantiene dicho
síntoma mensurable, a la vez aborrecible y fascinante. Por eso hablamos del síntoma de la
violencia, no como que la violencia sea un síntoma, sino que la violencia (simbólica) tiene
un síntoma (mensurable), que paradójicamente es la propia violencia. Esto debe dar lugar a
una sana confusión teórica, ya que hablamos de modos distintos de violencia; de una
violencia como forma de producción simbólica, y de otra violencia, consecuencia de
aquella, que es síntoma y que sirve de anzuelo ideológico para desplazar la falta radical del
propio sistema: su propia verdad, mensurable y abyecta a la vez.
Nuestro análisis lo realizaremos desde un extravagante, y no por eso menos
sospechoso, amasiato entre psicología social y psicoanálisis. Para dicho menester estaremos
recurriendo a la psicología social de la liberación del jesuita salvadoreño Ignacio Martín-
Baró, de quién realizaremos una relectura psicoanalítica sui generis. Este autor propone el
análisis de cuatro factores psicosociales constitutivos de la violencia: la estructura formal
del acto, la ecuación personal, el contexto posibilitador y el trasfondo ideológico.

EL DISCURSIVO ACTO DE LA VIOLENCIA


La estructura formal del acto nos plantea la siguiente pregunta ¿qué es esto? Sin embargo
esta pregunta nos lleva por una serie de laberintos rizomáticos propios de un filoso debate
ontoepistémico sobre el objeto de las ciencias del espíritu, según proposición de Dilthey.
Pero sea lo que sea “esto”, no es de extrañar que el objeto mismo pueda ser traído al campo
del espíritu, ya no desde las ciencias exactas y duras, sino desde los propios intersticios de
la filosofía y las ciencias del espíritu. No es pues el objeto un dato o impresión de nuestros
sentidos, ni tampoco un constructo propio de la creativiadad, consciente o inconsciente del
propio socioanalista. Antes bien podría encontrársele como ese objeto faltante que tiene
como representante a un significante para otro significante. Podemos merodear esta
aproximación evocando el solícito recurso del “acto”. La orientación de esta respuesta
apunta hacia una definición de la violencia como acto, para lo cual nos puede ser de ayuda
realizar una síntesis expositiva sobre algunos criterios en clave hermenéutica.
Apuntemos algunos presupuestos generales sobre la sociogénesis del dudoso
síntoma de la violencia. La violencia es de naturaleza social. Proposición fácil, pero de
difícil acceso, no sólo por lo que concierne al ámbito del objeto, sino por lo que supone al

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campo de la naturaleza, y más si esta es histórica. La violencia-objeto es faltante en cuanto
esencia, esto es, como significante, y en tanto tal es producto (objeto) del modo de
producción sociosimbólico. La violencia-síntoma es objeto en la medida que es producto
del sistema, pero sólo como carencia y excedente, como producto-desecho del mismo. Sin
duda, pero equívocamente, es ideológica, ya que ella es síntoma-producto, pero también
causa de un orden, modo de producción que constriñe el cuerpo social con sus dispositivos
disciplinantes que reiteran la norma sobre la cual se sustenta la economía política del
capitalismo global.
No ahondaremos más sobre estos presupuestos, sólo nos basta apuntar su causación
en el modo de producción social, lo cual también nos permitirá acercarnos críticamente a
algunas definiciones funcionales tan ampliamente difundidas que nos permita contar con un
referente comparativo que de cuenta de los aspectos ideológicos y políticos que se
encuentran en juego.
La Organización Mundial de la Salud tiene una definición de la violencia sintomal
muy interesante que puede ayudarnos a comprender lo que se juega en el plano del lenguaje
y de las representaciones: “El uso deliberado de la fuerza física o el poder, ya sea en grado
de amenaza o efectivo, contra uno mismo, otra persona o comunidad, que cause o tenga
muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del
desarrollo o privaciones.”
Esta definición la podemos enmarcar dentro de una disciplina que cada vez tiene
mayor relevancia: la Salud Pública. Es importante destacar esta perspectiva y su entorno
institucional (la OMS) ya que trata de apegarse a criterios que suponen una concepción
restringida sobre el quehacer científico, soslayando las implicaciones políticas, o
precisamente por soslayar estas implicaciones políticas se pretende una concepción
“neutral” sobre la problemática. Destaquemos los elementos de esta definición: el
componente de la intencionalidad (deliberado), la instrumentalización (fuerza física,
amenaza, etc.), el objeto (uno mismo u otros), y las consecuencias (daños).
Decimos que soslaya las implicaciones políticas ya que no da cuenta del origen o las
causas estructurales de la violencia, lo cual implicaría realizar un posicionamiento ético-
político sobre el actual sistema mundial, del cual, la OMS forma parte (ONU), esto

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supondría una contradicción fáctica que deslegitimaría su misión y su funcionamiento
sistémico, digamos que supondría un “error de sistema”.
Por otro lado, pero en el mismo nivel de instancia internacional, la Declaración de
Naciones Unidas sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer define a ésta como:
“Todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener
como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o sicológico para la mujer, así como las
amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se
producen en la vida pública como en la vida privada. La definición incluye la violencia
perpetrada o tolerada por el Estado, dondequiera que ocurra.”
Los componentes de esta definición son: la motivación (todo acto basado en),
delimitación del objeto (pertenencia al sexo femenino), la intencionalidad (que tenga o que
pueda tener), las consecuencias (daños), los escenarios (público-privado), y la
responsabilidad del Estado (perpetrada o tolerada).
Pues bien, estos seis componentes nos proporcionan una definición acotada pero de
mayor capacidad heurística que la de la OMS, ya que ésta resalta la motivación, la cual
supone un componente ideológico, en este caso, la ideología de la identidad hegemónica
masculina (machismo). En segundo lugar, la delimitación del objeto tiene una perspectiva
de género, o sea, un posicionamiento: más del 80% de la violencia es ejercida por los
hombres, más del 80% de quienes la padecen son las mujeres, los niños y las niñas. En
tercer lugar, el elemento de la intencionalidad es de suma relevancia, ya que ésta apunta a la
responsabilización moral, jurídica y política de su o sus perpetradores, dando por hecho que
esta violencia no es pasional o patológica, sino principalmente intencional y racional.
Al igual que la definición de la OMS, la de UNIFEM carece de un señalamiento a
las causas estructurales de esta violencia. Insistimos en este punto no sólo por una
necesidad de precisión conceptual, sino porque este elemento cumple una función
ideológica muy importante en la configuración de programas nacionales y de políticas
públicas. Asociar los orígenes y causas de la violencia a un problema neurológico, o a un
problema de educación, es muy distinto a relacionarlo con un problema estructural o de
crisis de paradigmas de la civilización occidental, entre otras múltiples atribuciones
causales. Sin embargo también es necesario destacar de estas dos definiciones la

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


importancia y centralidad que le dan a las consecuencias, aunque estas consecuencias sean
sólo de naturaleza intraindividuales:
§ “Lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones”.
§ “Daño o sufrimiento físico, sexual o sicológico”.
Aún con esta centralidad, que por si misma representa una avance significativo en el
campo de la legislación internacional, es preciso apuntar a la eminente parcialidad que
implica mencionar el “síntoma” sin realizar el “diagnóstico”, para decirlo en términos
médicos. De esta forma, con una visión individualista del propio impacto, a lo que se puede
aspirar en materia de políticas públicas es a la psicoterapia, a la medicalización, a la
hospitalización, y en mayor grado, a la reeducación.
El análisis de las definiciones arriba apuntadas nos puede ayudar como un referente
ilustrativo, más bien plástico, para proponer la siguiente aproximación de lo que aquí
entenderemos por violencia en cuanto acto. ¿Pero que tipo de acto? Se trata de un acto
discursivo con eficacia simbólica que busca la anulación material, el borramiento simbólico
o la peyorativización imaginaria a través de una serie de procedimientos, tales como la
exclusión de la diferencia, la represión de la oposición, la expropiación de los recursos y la
opresión material y subjetiva del cuerpo y de la conciencia.
De esta forma, el acto de violencia es discursivo. Mientras que la violencia en sí es
sólo un significante, el acto ya es propiamente un discurso de circulación social que
disciplina los cuerpos y la conciencia, lo que significa que tiene eficacia simbólica, o sea,
no es un mera palabrería, sino que tiene poder de hacer, cuenta con facultades
performativas y con fuerza histórica perlocucionaria: lo que dice, hace. El discurso, y su
eficacia simbólica sólo es posible desde una situación de poder, de jerarquía o asimetría,
por lo que siempre se encuentra en juego dos posiciones de sujeto, uno que domina y otro
subalterno, dominado. Desde este punto de vista la violencia es estructural porque se
vehiculiza en la estructura intersubjetiva del lenguaje, y es a través de ella como vertebra
una cierta realidad, que por ser estructural, es de lenguaje, apelando con esto al sujeto del
deseo, del significante, el sujeto barrado lacaniano.

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


LA TRAUMÁTICA VIOLENCIA SUBJETIVANTE
La pregunta que hacía referencia hacia el estatuto de la cosa ahora se pregunta sobre los
comos de esa estructura en acto del síntoma de la violencia. Esa estructura en acto, bien
sólo puede caminar si le son prestadas un par de piernas, y esto es sólo posible a través de
una ecuación aritmética donde se encuentran involucrados varios elementos. La ecuación
personal del acto estructural del síntoma de la violencia busca identificar, dentro de una
extensa gama de posibilidades, el lugar subjetivo donde se asume dicha identificación, en
este caso, la del perpetrador, o en todo caso, la del actor que lleva a escena ese acto
estructural.
Para las ciencias penales y de la conducta, las motivaciones que llevan a una
persona a cometer un delito han sido suficientemente estudiadas. La criminología y sus
auxiliares, como la psicología y la psiquiatría han cumplido un papel destacado en los
procesos penales y en los sistemas funcionales de readaptación (control social).
Para muchos líderes de opinión pública, y aún para ciertos humanistas y políticos, la
intencionalidad y las motivaciones que llevan a ciertas personas a cometer homicidios,
genocidios, violencia familiar, tortura, violaciones o desapariciones forzadas, responden a
una naturaleza inhumana, irracional, pasional y patológica. En esta concepción opera un
cierto separatismo de sanidad moral, al responsabilizar a los “otros” de estas acciones, al
suponer que los sujetos que perpetraron estas acciones tienen otra naturaleza; son los
“locos”, los “depravados”, los “desviados sociales”, los “resentidos”, etc., los cuales no
forman parte de nuestra sociedad, de nuestra clase, de nuestra familia, por eso, tienen que
ser extranjeros; ajenos a mi ámbito aséptico de seguridad moral.
Más allá de los posibles y reales trastornos psiquiátricos o de las alteraciones
psicológicas en estos sujetos, estamos hablando, en la mayoría de los casos, de personas
“normales”. Sujetos socialmente funcionales, con un desarrollo familiar común, que
cursaron estudios en las mismas escuelas, con amistades, con capacidad de brindar amor a
sus hijos y a sus padres, que acuden al mismo supermercado, que ven los mismos
programas de televisión, y hasta que pueden ser nuestros vecinos, o peor aún, se encuentran
formando parte de nuestra propia familia.
Buscar o restringir las causas de la violencia a factores de orden fisiológico,
genético, biográfico y psicológico, hace inexplicable los genocidios y masacres de

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


Auschwitz, Acteal y Ciudad Juárez. Efectivamente, ellos fueron ejecutados por decenas y
cientos de personas, pero no sin la complacencia, aquiescencia, complicidad, cooperación o
indiferencia de la sociedadi, con sus instituciones, comunidades, normas y valores
(Martínez: 2001).
Para no hablar de casos extremos, este sistema opera de igual forma en los casos de
maltrato infantil, abuso sexual, violencia de pareja y otros tipos de violencia sintomática de
baja intensidad. Su ejecución no es monopolio de personas excepcionales como Charles
Manson, Neron, Hitler, Pinochet o “Jack el destripador”, sino que son tan propias de
nuestros vínculos y subjetividad que nos puede sorprender echar un vistazo a tales
hallazgos.
Algunas investigaciones de psicología social experimental dan cuenta de diversos
factores psicosociales que posibilitan la violencia interpersonal. Diversas observaciones
experimentales demuestran que los sujetos que poseen un rango social elevado influyen en
los que poseen un rango social débil. Factores como la competencia aseguran la autoridad
del individuo en el seno del grupo y lo realzan como agente de influencia.
Las experimentaciones de Milgram sobre la obediencia constituyen la más
impresionante ilustración de este aspecto. Milgram comentaba, sobre las conclusiones de
sus estudios, que lo más terrible de esto era “la destrucción ordinaria y rutinaria ejecutada
por gente normal obedeciendo órdenes”. Otras experiencias han mostrado cómo individuos
de rango social inferior obedecían a individuos de rango social superior o individuos
incompetentes se sometían a individuos competentes. Otros estudios han evidenciado el
hecho de que, cuanto mayor es la necesidad de aprobación en un individuo, mayor es su
conformismo. En este sentido, Moscovici (1996) menciona tres modelos de sumisión: a)
sumisión de los individuos situados por debajo de la jerarquía de rango y de poder respecto
a las personas que están en la cima de la jerarquía; b) sumisión de los individuos que no
pueden adaptarse a su entorno de modo autónomo respecto a los individuos capaces de
adaptarse de modo autónomo; y c) sumisión de los individuos cuya organización
psicológica está orientada hacia los otros y que son virtualmente desviantes respecto a los
individuos que no son virtualmente desviantes.
Estas y otras investigaciones apuntan a factores contextuales y socioculturales más
que a enfermedades psicopatológicas. Esto nos puede ayudar a desmitificar la paranoica

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idea sobre los psicóticos infiltrados y realizar una aproximación psicosocial a la conducta,
más allá de apelar a factores psicopatológicos individuales, que lo que hace es expiar a la
sociedad de su culpa, y por otro lado, también nos ayuda a dar un paso más para superar
esta unidad de análisis que es el comportamiento, para apuntar hacia los entresijos de las
políticas de producción subjetiva.
La ecuación personal a la cual se refiere Martín-Baró en su estudio sobre la
violencia política, también apunta hacia los aspectos subjetivos de la misma, entendiendo
por esto, no los procesos individuales o perceptivos, sino al modo de producción subjetiva
y la naturaleza del vínculo o lazo social que se configura y sostiene el fantasmagórico
entramado colectivo. Cabe apuntalar la hipótesis de que estos aspectos y procesos tienen un
componente inconsciente fundamental, y esto ya marca por sí mismo una diferencia
extraordinaria en el tratamiento del tema. Esto significa que tanto el proceso de producción
como el mismo lazo social responden a una lógica inconsciente, siendo también
inconsciente el propio modo de producción y el vínculo social. Por eso nos referiremos al
modo inconsciente de producción subjetiva y al lazo social inconsciente, sólo para resaltar
este aspecto fundamental cuando así sea necesario.
Empecemos diciendo que el sujeto no es un dato, que aunque podamos apelar a un
modelo construccionista, entendiendo por esto que el sujeto se encuentra en construcción,
preferimos la proposición que plantea los orígenes del sujeto en el plano de la creación ex
nhilo a través de la palabra del Otro. Se trata del Otro simbólico que otorga al protosujeto
un lugar simbólico: nombre, filiación, nacionalidad, credo, clase social, identidad. Este
pasaje del protosujeto al sujeto se da en el campo simbólico, y esto supone una estrada
traumática a través de este Otro que lo llama a la existencia a través de la palabra,
asignándole un lugar, marcándolo en su subjetividad como existente. El sujeto se encuentra,
pues, atravesado por el Otro; el lenguaje. El sujeto es un ser exiliado en el lenguaje, y por
esto es un sujeto siempre errante; un sujeto del deseo. Esta rápida y breve exposición sobre
la constitución del sujeto tiene una importancia capital en la comprensión de ese otro
significante que llamamos “sociedad”, precisamente porque ésta no existe. No como una
positividad dada, sino como un significante abierto, en constante disputa por ser fijado y
clausurado por los discursos hegemónicos. Sin embargo siempre existe una falla, una
errancia sobredeterminada en el lenguaje que impide la sutura de dicho campo. En esta

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lucha por la sutura se encuentra el sujeto, precisamente es en este campo de batalla donde
es posible ubicar la constitución del sujeto: el sujeto es el desecho de dicha batalla
ideológica.
Todo sistema social tiene un modo de producción subjetiva, y esto por el hecho de
que el sistema, para funcionar, necesita de un “sistema operativo”, o sea, una serie de
procedimientos en clave a través de los cuales se puede hacer funcionar un programa. Éste
sistema operativo es precisamente el lazo social que “configura” y “formatea” al sujeto. No
hablamos de una formación única y para siempre, más bien entendemos que esta es una
labor permanente del sistema, de tal forma que a esto le llamamos la función per-formativa,
per-locucionaria. El sujeto es siempre un sujeto en per-formación. Cada día el sujeto es
atravesado por un discurso que le recuerda a cada instante su lugar en el circuito simbólico,
identificándose ideológicamente con dicho lugar asignado, a condición de que el sujeto deje
de serlo, para convertirse en un no-humano, un paria, un abyecto, un psicótico.
El sujeto adviene sujeto a cado momento. La maquinaria de producción no sólo
constituye al sujeto, sino que también es una maquina de reproducción; le sigue recordando
al sujeto su lugar, manteniéndolo en el campo de las representaciones que le proporcionan
seguridad, confianza y objetividad a su realidad. En este advenimiento siempre existe una
violencia, y esta es la violencia que llama a la ex-istencia, por eso esta existencia es
traumática, porque implica despojo. La introducción del protosujeto al circuito simbólico
supone un momento de trauma que es seguido de un disciplinamiento corporal, y poco a
poco continúa una domesticación, una alienación al código, norma y vínculo social, y es
aquí donde el sujeto deviene persona, ciudadano, hijo, etc., y por lo tanto, tiene que actuar
en consecuencia, siguiendo los códigos que dicta el Amo. Hablamos pues de una violencia
constitutiva, pero también de una violencia reiterativa que da sostén a la identidad del
sujeto. Y a aquello que llamamos violencia psicosocial, esto, a los actos, acciones,
comportamientos y sistema de actitudes y creencias, sólo son el síntoma de esta violencia
reiterativa de baja intensidad.
La ecuación subjetiva consiste precisamente en ubicar el acto de violencia en esta
constelación de síntomas que forman el modo de producción y reproducción subjetiva del
sistema capitalista global. Desde aquí puede entenderse la consigna de la “erradicación de
la violencia” como una proposición simplemente ingenua, y su peligro reside en que estos

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intentos de erradicación ignoran (¿ingenuamente?) estos aspectos de la producción y
reproducción, por lo que se hace imposible dicha “erradicación”, y muy al contrario, deja
intacto el modo de producción, buscando una “forma” más suave, o menos bruta del
síntoma, esto es, su transmutación. Buscar eliminar el síntoma sin transformar el sistema,
no es más que transmutar los síntomas por otros “menos dañinos o más soportables”.
Buscar transformar el sistema a través de los síntomas, o creer que puede haber una
transición pacífica y pactada de un régimen simbólico a otro, no es más que realizar una
imposible renuncia a la carga de violencia que supone dicha transformación.

ECOSISTEMAS ORGANIZADOS POR TRAUMAS


El síntoma de la violencia forma parte de un síndrome. Le precede un sistema de síntomas,
organizados de tal forma que posibilitan su reproducción y transmisión generacional. Dicho
sistema organizado, lo es en función de un núcleo o epicentro que le da coherencia,
consistencia y dinamismo, y este epicentro es un trauma. La explicación más consistente
sobre este ordenamiento traumático plantea la existencia de un sistema abierto que se
encuentra en constante proceso de regulación, el cual es irrumpido violentamente desde el
exterior por un elemento desorganizador que el propio sistema es incapaz de contener, ante
lo cual los diferentes elementos del sistema llegan a un punto de desorganización caótico
que necesita volver a replegarse y reorganizarse, sin embargo, esta nueva reorganización no
se realiza sobre el sistema anterior, sino que existe una alteración tal, que ahora se trata de
la producción de un nuevo sistema, montado sobre la arqueología del anterior. El sistema es
reorganizado, no como tabula raza, sino como la superación del antiguo sistema a través de
su superación por medio de un nuevo segmento o nivel donde el trauma ocupa el lugar de
organizador de todos los elementos.
La lectura psicoanalítica de esta organización traumática consiste en representar al
sistema como un circuito simbólico que opera bajo el dictado de un discurso ideológico que
regula los vínculos, asignando los lugares simbólicos que cada sujeto asumirá, y de la
jerarquía que ocupara en una serie de relaciones de poder, subordinación y asimetría. El
trauma es ante todo un Real imposible de ser tramitado simbólicamente, dicha
imposibilidad a su vez posibilita el mismo circuito simbólico, sin embargo este proceso de
simbolización será permanente, aunque siempre fallido, el cual estará bordeando

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


reiterativamente ese núcleo traumático imposible. A su vez, este núcleo traumático es
reprimido, lo que lo hace inconsciente, operando como organizador del goce a través de la
función fálica de la castración del Nombre-del-Padre.
El trauma es este Real traumático imposible en el significante Amo que orienta la
producción y efecto de sentido de la cadena de significantes que configuran el discurso
social que formatea la realidad simbólica donde se produce y reproduce el sujeto y que
determina el tipo de vínculo inconsciente que regula las interacciones fantasmáticas del
espectro ideológico.
Digamos que es a este sistema organizado por traumas a lo que se refiere Martín-
Baró con el llama el “contexto posibilitador” del síntoma de la violencia. Aterrizando dicha
propuesta explicativa podemos distinguir los contextos a partir de una perspectiva
ecosistémica: microsistema (entorno), endosistema (ambiente), exosistema (contexto) y
macrosistema (macrocontexto). Cada sistema es parte de otro sistema, y lo que opera en
uno repercute en los otros. La gravedad del impacto intersistémico dependerá de la
intensidad, exposición, integración y distancia entre un sistema y otro.
El microsistema es definido como “un patrón de actividades, roles y relaciones
interpersonales que la persona en desarrollo experimenta en un entorno determinado, con
características físicas y materiales particulares”. El microsistema engloba los diferentes
contextos inmediatos en que se desenvuelve la persona.
El mesosistema. “Comprende las interrelaciones de dos o más entornos en los que la
persona en desarrollo participa activamente”. En el mesosistema los procesos se producen a
través de los límites de los distintos contextos inmediatos; puede decirse que el
mesosistema es un sistema de microsistemas.
El exosistema. “Se refiere a uno o más entornos que no incluyen a la persona en
desarrollo como participante activo, pero en los cuales se producen hechos que afectan a lo
que ocurre en el entorno que comprende a la persona en desarrollo, o que se ven afectados
por lo que ocurre en ese entorno”. El exosistema comprende las estructuras formales e
informales de una sociedad e influye de modo indirecto en las personas.
El macrosistema. “Se refiere a la coherencia que se observa, dentro de una cultura o
subcultura determinada, en la forma y el contenido del micro, el meso y el exosistema que

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lo integran, así como también a cualquier sistema de creencias o ideología que sustente esta
coherencia”.
El ambiente ecológico se concibe como un conjunto de estructuras concéntricas,
cada una de las cuales está incluida dentro de la siguiente. En el nivel más interno está
ubicado el entorno que contiene a la persona de modo inmediato. El nivel siguiente nos
lleva a las relaciones que existen entre los diversos entornos en que participa la persona; es
un sistema de entornos. El tercer nivel está formado por entornos en los que la persona no
está presente pero influyen en lo que pasa. Por último, los niveles anteriores están
englobados en uno más amplio que supone que, en cada clase o subcultura, los entornos son
muy parecidos y en distintas son diferentes.
En sintonía con el modelo ecológico, la psicología social ha identificado niveles de
explicación e intervención. En la literatura psicosocial existen diferentes clasificaciones, sin
embargo hemos elegido la que concuerda más con el modelo ecológico: nivel individual
(intraindividual), nivel de las relaciones (intepersonal y grupal), nivel comunitario, nivel de
la sociedad (colectivo e ideológico).
Son cuatro los niveles de explicación psicosocial relacionados al síntoma de la
violencia:
Individuo. En el primer nivel se identifican los factores biológicos y de la historia
personal que influyen en el comportamiento de los individuos y aumentan las
probabilidades de convertirse en víctimas o perpetradores de actos violentos. Entre los
factores que pueden medirse o rastrearse se encuentran las características demográficas
(edad, educación, ingresos), los trastornos psíquicos o de personalidad, las toxicomanías y
los antecedentes de comportamientos agresivos o de haber sufrido maltrato.
Relaciones. En el segundo nivel se abordan las relaciones más cercanas, como las
mantenidas con la familia, los amigos, las parejas y los compañeros, y se investiga cómo
aumentan éstas el riesgo de sufrir o perpetrar actos violentos.
Comunidad. En el tercer nivel se exploran los contextos comunitarios en los que se
desarrollan las relaciones sociales, como las escuelas, los lugares de trabajo y el vecindario,
y se intenta identificar las características de estos ámbitos que aumentan el riesgo de actos
violentos.

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Sociedad. El cuarto nivel se interesa por los factores de carácter general relativos a
la estructura de la sociedad que contribuyen a crear un clima en el que se alienta o se inhibe
la violencia, como la posibilidad de conseguir armas y las normas sociales y culturales.
La violencia sintomática se encuentra fechada en un momento histórico, en un
ambiente social y en cierta dinámica particular, llámese pareja, familia, escuela, trabajo,
comunidad, estado, nación o continente. Para visualizar con mayor claridad este punto
vamos a ejemplificarlo a través de la violencia masculina en el hogar dirigida a los
adolescentes.
La adolescencia es una etapa de la niñez que supone una crisis llamada normativa
(aquella por la cual todos y todas pasamos como parte fundamental de nuestro desarrollo),
sin embargo esta etapa es modulada por ciertos factores, tanto de apoyo y soporte, como de
amenaza y estrés.
En esta etapa de desarrollo se cruzan todas las dinámicas, ya sea de forma gradual o
abrupta. La violencia de la cual son objeto y/o reproductores responde a diversos factores.
Denominamos factores de riesgo a circunstancias o eventos de naturaleza biológica,
psicológica o social que favorecen la posibilidad de que se produzca un problema. Su
conocimiento permite establecer prioridades de atención del problema de acuerdo con la
forma como se relacionan dichas circunstancias o eventos y las características del propio
adolescente.
Existen tres tipos de factores de riesgo que hacen vulnerable a una población como
la infantil a padecer la violencia familiar y sus consecuencias:
Los factores de riesgo con eficacia causal primaria. Están constituidos básicamente
por aspectos culturales y educativos sobre los que se construye la violencia como modo
naturalizado de las relaciones de poder interpersonal.
Los factores de riesgo asociados. No constituyen elementos causales para la
violencia, pero su presencia aumenta la probabilidad de ocurrencia y/o gravedad de sus
manifestaciones.
Los factores que contribuyen a la perpetuación del problema. Son aquellos que,
derivados del funcionamiento de las instituciones, impiden una identificación temprana del
problema y una respuesta eficaz a éste, lo cual los transforma en un elemento de peso
dentro de la cadena causal, ecológicamente entendida.

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En el caso de los adolescentes que ejercen violencia, ésta se encuentra
especialmente determinada por diversos factores de influencia, tanto del entorno y el
ambiente como de los contextos o ámbitos de pertenencia.
Estímulos del entorno y el ambiente. Referidos a las características físicas y
psicosociales, tales como normas, dimensiones espaciales, color, ambiente emocional, entre
otros. Ejemplo de esto son: el aula de clases y el barrio.
Situaciones de poder. “Uno de los factores que con más facilidad desata los
comportamientos violentos es la posibilidad de realizarlos”. Esta afirmación supone la
presencia de “disparadores”. La posibilidad de realizar un acto de violencia se facilita ante
una situación de alta ambigüedad, asimetría de poder, expectativas de impunidad y
ganancia, etc.
La presión grupal. La presión hacia la conformidad, el acatamiento de ordenes de un
líder, socialización e interacción de grupo a partir de normas de competencia y agresión,
facilitan la realización de acciones violentas.
En otro plano, tanto del contexto como del macrocontexto, las normas y valores
sociales representan un factor facilitador y posibilitador de la violencia. Lo que posibilita
cierto acto textual como lo es el síntoma de la violencia, no sólo se encuentra determinado
por los factores psicosociales arriba señalados, sino que es necesaria una historia
perlocucionaria que dé “fuerza histórica” al acto mismo, contando con esto con el efecto de
la eficacia simbólica del acto de la palabra. Esta historia perlocucionaria se encuentra
ubicada como parte del sistema organizado por traumas, garante de dicha fuerza
perlocucionaria que le da el historial de reiteraciones del discurso peyorativo que acompaña
una serie de actos, gestos, actitudes y comportamientos que configuran la violencia
sintomática.
Como podemos observar, al contexto posibilitador de la violencia sintomática es
posible adicionar el precontexto que se configura como el historial reiterativo de actos de
habla que logran dar fuerza y eficacia simbólica en un contexto determinado. Es este
precontexto el nivel cronológico y sistémico de la transmisión transgeneracional del
sistema organizado traumáticamente por el Real del significante Amo que organiza el goce
a través de los intersticios de la cadena de significantes del discurso.

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CONFIGURACIÓN IDEOLÓGICA DE LA VIOLENCIA SINTOMÁTICA
Martín-Baró menciona que: “La violencia exige siempre una justificación frente a la
realidad a la que se aplica; y es ahí donde la racionalidad de la violencia confluye con la
legitimidad de sus resultados o con la legitimación por parte de quien dispone del poder
social.” El desplazamiento que proponemos sobre esta descripción, consiste en entender la
ideología y su relación con la violencia en dos momentos; primero, a la ideología como la
legitimadora de la violencia, y segundo, a la violencia como ideología que opera en tanto
síntoma.
Sobre la ideología legitimadora de la violencia, Haber y Seidenberg (1978),
mencionan cuatro argumentos que legitiman ideológicamente un acto de violencia:
El agente de la acción tiene que ser considerado como un agente legítimo para
realizar ese acto violento, lo que significa que el poder establecido le haya dado el
“derecho” de ejercer esa fuerza.
La víctima, cuanto más bajo el estatus social de una persona o grupo, más
fácilmente se acepta la violencia contra ellos (mujer, “prostituta”, “paria”).
La situación en que se produce el acto de violencia. Un acto de violencia con el que
una persona se defiende contra una agresión, resulta en principio más justificable que un
acto de violencia buscado por si mismo como expresión pasional o instrumento de otros
objetivos (se puede considerar una agresión al orden moral);
El grado del daño producido a la víctima. Cuanto mayor sea el daño producido a la
víctima, más justificado tiene que aparecer el acto de violencia (el caso de tortura y
desaparición forzada en Argentina y Chile es un ejemplo excepcional).
Un caso de ideologización de la violencia sexual y de género nos lo proporcionan
las declaraciones y comentarios de las autoridades de Chihuahua sobre el feminicidio.
Algunos de los funcionarios consideraban que todas las víctimas eran culpables de sus
propios asesinatos, otros las justificaban al considerarlas mujeres “de la calle”. El propio
gobernador de la entidad, Francisco Barrios, afirmaba que la cifra de asesinatos “se puede
considerar normal”.
El trasfondo ideológico, en este caso, se refiere al sistema de normas y creencias
que justifica y normaliza un crimen. Este sistema reviste a su objeto de estigmas,

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fetichizándolo y enajenándolo. Sólo a partir de este revestimiento ideológico es como
puede justificarse crímenes tan grotescos como los de Ciudad Juárez.
La operación ideológica tiene sus mediaciones, que van desde las personas, pasando
por las instituciones, hasta el propio sistema de creencias y valores. En algunos casos, como
el de la dictadura chilena, este revestimiento ideológico se convierte en política de Estado,
se capitaliza desde el propio poder político y opera a través de las instituciones, llámese
ejército, policía, escuelas, o medios de comunicación.
Desde otra perspectiva, el trasfondo ideológico supone un conflicto social, el cual a
su vez es expresión de las propias contradicciones del sistema. En este caso, la ideología
supone una relación de poder, donde los intereses se mueven a partir del juego de grupos
antagónicos. La ideología representa, conserva y defiende un proyecto político exclusivo,
donde la hegemonía implica la negación y opresión de los otros. En el caso de la violencia
cotidiana ésta ideología se encuentra asociada con la asimetría de poder en las relaciones
intergenéricas.
Los hombres y el estatus que éste tiene en un orden social patriarcal busca la
reproducción de este sistema a partir del mantenimiento de ciertas prácticas, creencias,
instituciones y relaciones que lo favorecen. La fuerza deja de ser la forma de control por
excelencia. Ahora es la construcción de creencias, estereotipos, normas y valores que
justifiquen o encubran las relaciones de dominación y sometimiento, aún con motivos
supuestamente liberales y democráticos.
La realidad ideológica no es más que el campo fantasmagórico del deseo
inconsciente sobre los cuales se inscriben las relaciones que dan consistencia al edificio
ideológico de la realidad. No es pues la realidad un dato o una construcción, sino una
producción ideológica. La violencia sintomática remite a esa realidad ideológica que se
encuentra en constante reproducción y conflicto, siempre en busca de estabilidad,
coherencia y consistencia, pero siempre fallando en el intento por ocultar su endeble
existencia. La función ideológica por excelencia consiste en que ese espectro fantasmático
aparezca como real, objetivo y sustancial. Estamos pues ante un efecto de cámara donde el
espectador experimenta esa argucia ilusionista como una realidad. Esto involucra un
aspecto de desconocimiento sobre el conjunto del entramado y la predeterminación del

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


papel que el espectador juega dentro de la trama, haciéndosele creer que es libre y que tiene
capacidad de elección.
La violencia sintomática de baja intensidad es ideológica en el preciso momento de
que existe un desconocimiento sobre sus causas estructurales, no sólo porque ésta pueda
invisibilizarse, sino por creer que uno puede controlarla, ya sea uno u otro caso, el
desconocimiento es fundamental en su eficacia, siendo que esta puede ser legitimada por
una serie de discursos que lograr domesticar las posibles desviaciones de la cadena de
control del sistema simbólico, ya sea en los momentos de subversión del sujeto sobre el
lugar asignado, o ante las formas de resistencia contracultural y antisistémicas que buscan
la transformación radical del sistema. En todo caso, la violencia sintomática es legitimada
como un recurso correctivo frente a estos intentos de dislocación sociosimbólica. El
desconocimiento de la causación de la violencia, posibilita la reproducción de dicho
sistema, dejando inalterado la estructura, contentándose con procedimientos, también
ideológicos, que sólo buscan colmar transitivamente la necesidad de armonía y paz social,
sin necesidad de tocar los circuitos que sostienen el entramado espectral que mantiene a
cada elemento en su lugar social asignado.

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


Segunda parte.
La impunidad a escena

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El borramiento del otro
La impunidad tras bambalinas

LA IMPUNIDAD COMO BORRAMIENTO Y EL OTRO SIMBÓLICO


La formulación que plantea al Gran Otro como una instancia que puede fomentar el
combate a la impunidad, debe realizarse, más allá de los procedimientos judiciales, como
una labor eminentemente histórica y simbólica (Bilbao: 1999). Este replanteamiento del
lugar del Gran Otro (así como de toda instancia “representativa” de carácter supranacional
como el Otro simbólico) ante la impunidad, busca introducir una reflexión psicosocial de
orientación psicoanalítica sobre el fenómeno de la impunidad y las consecuencias que se
derivan de ésta para el diseño de políticas de justicia reparativa1 con personas, grupos y
comunidades víctimas de crímenes de lesa humanidad (A.I.:2001).
Comprender los factores psicosociales que constituyen un contexto de impunidad
(Bekerman: 2000), así como las formas en que ésta se presenta y opera, representa un
valioso aporte para la determinación de posibles estrategias de reparación a las victimas y
de combate a los factores propiciatorios, asociados y perpetuadotes de un sistema injusto.
En el presente texto realizamos una revisión sobre los conceptos y procesos que conforman
a la impunidad como un proceso psicosocial, así como algunas líneas que posibiliten
políticas de reparación sociosimbólicas (Etxeberria: 1999; Martín-Beristain: 1999).
No podemos hablar de impunidad (en tanto significante) sin referirnos a la matriz
ideológico-conceptual de la que proviene, y esta se encuentra directamente relacionada con
el surgimiento del derecho humanitario internacional, pero específicamente de la creación
de la Organización de las Naciones Unidas, precedida por los acontecimientos de la
Segunda Guerra Mundial. Es así como el concepto de impunidad puede articularse con los
significantes; Estado de Derecho, justicia, legalidad, entre otros de carácter jurídico. Sin
embargo, desde el contexto de América Latina, la impunidad se ha encontrado asociada,
más que con conceptualizaciones jurídicas, con situaciones históricas que marcaron
profundamente a las comunidades subalternas (A.I.:2001). Hablar de impunidad en

1
Fundamentalmente de gobierno, pero también, como veremos, de la “sociedad civil”.
2
Es necesario recordar la necesaria historización de la conceptualización (política e ideológica) de tales
crímenes, en tanto que dichas definiciones siempre se realizan desde una posición comprometida. De esta
forma, dichos conceptos nunca son meramente descriptivos, sino que de hecho ya configuran y posibilitan
cierta realidad, en este caso, jurídico-política.

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América Latina no es referirse a un concepto, sino a una realidad histórica (por demás
discursiva) que configuró el presente de nuestras sociedades (supuestamente democráticas),
y es posible que aún no dimensionemos cabalmente sus alcances históricos en la
constitución de los sujetos y de las múltiples subjetividades (Figueroa: 2000).
A la impunidad de facto de los estados militares y dictatoriales de las décadas de los
50, 60, 70 e inicio de los 80, y aún de los excepcionales casos de los 90 y del 2000 (ya
entrada la “normalidad” democrática), se le opuso un incipiente y progresivamente
creciente movimiento de derechos humanos, que si bien estuvo animado por una red de
organizaciones civiles y eclesiales, fueron los familiares de las víctimas quienes
apuntalaron una oposición a lo que en cada país significo la impunidad: silencio, olvido,
perdón (Lira: 2000). O lo que para cada familia y víctima esto significó: dolor, locura,
solidaridad, dignidad, etc., el trastocamiento de las coordenadas simbólicas donde se
desarrollaba su vida cotidiana (Figueroa: 1999). Términos ambiguos que no pueden
retrotraerse a la experiencia personal que surgió del trasfondo ideológico (Martín-Baró:
1983) en uso (doctrina de seguridad nacional y hemisférica), y que también sirvió para
culpabilizar a las mismas víctimas.
La pertinencia de asociar el fenómeno de la impunidad con el de crímenes de lesa
humanidad no es tan obvio ni tan sencillo, especialmente si se pretende conceptualizar y
abstraer una serie de experiencias y contextos que distan de guardar cierta proporción, pero
que a su vez encuentran un punto de intersección histórica al sucederse en un lapso de
tiempo marcado por una serie de transformaciones ideológicas, políticas y económicas. Es
así que para hablar de crímenes de lesa humanidad no podemos sino circunscribirnos a la
lamentable diversidad de situaciones que se vivieron principalmente en la década de los 70,
ya sea en Norteamérica, Centroamérica y Sudamérica, crímenes que han sido elevados a la
categoría de lesa humanidad en tanto que estos representan un daño genérico de carácter
universal que atenta contra la dignidad de los seres humanos (Rojas: 2000). Este
advenimiento moral dentro del Derecho Internacional y en el plano mundial supone no sólo
el reconocimiento de los crímenes por parte del Estado, sino también el cuestionamiento del
orden que da legitimidad (Dussel: 1998) a Estados de excepción o normalidad donde este
tipo de crímenes son realizados, ya sea de forma abierta o clandestina, por ausencia,

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


complicidad o aquiescencia de instituciones, normas o personas amparadas por el Estado
(VV.AA.: 2001).
Los crímenes de lesa humanidad a los que hacemos especial referencia son la tortura
y la desaparición forzada, crímenes vinculados al fenómeno de la impunidad en sus
diferentes modalidades, fases y procedimientos (Guajardo: 2001; Brinkmann: 1999). Ahora
bien, el principal vínculo conceptual que podemos hacer de la impunidad y de los crímenes
de lesa humanidad consiste en ubicar y dimensionar su relación topológica, esto es, marcar
las coordenadas donde se posiciona cada concepto con relación a una abstracción de la
realidad histórica contemporánea, esta última, labor necesaria si se desea superar la sola
denuncia compasiva y arribar a una teorización que concretice proyectos críticos en el
plano sociopolítico y del propio vínculo social (que es inaugurado en estos “estados de
excepción”).
Podemos decir que la impunidad es un proceso de mayor alcance y envergadura
histórica que los crímenes de lesa humanidad, ya que pueden ser considerados como
traumas históricos (Martín-Baró: 1998 y 1983). Para sustentar esto tenemos que adscribir el
término de crimen de lesa humanidad a la nosología jurídica del Derecho Internacional de
los Derechos Humanos, especialmente al Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional
(A.I.: 2001). Ésta adscripción nos proporciona un respaldo jurídico e institucional vigente
(del Otro simbólico), lo cual acota el término, posibilitando su capacidad heurística en el
ámbito internacional, incluyendo a la Corte Interamericana de los Derechos Humanos. Por
otro lado, la impunidad entendida como proceso, nos plantea una dificultad mayor, siendo
que este término no es positivo, ya que deja abierta ciertas posibilidades de comprensión
que bordean y posicionan su vínculo con el de lesa humanidad (nótese la intersección de los
dos campos que vamos a estar traspasando como linderos, que a la vez se resisten pero que
son permeables). Veamos algunas posibles conjugaciones (Martín-Baró: 1983):
• Contexto posibilitador: la impunidad como contexto posibilitador de los crímenes de
lesa humanidad.
• Trasfondo ideológico: la impunidad como trasfondo ideológico que legitima los
crímenes de lesa humanidad.
• Consecuencia instrumental: la impunidad como consecuencia instrumental a la
realización de los crímenes de lesa humanidad.

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


• Crimen de lesa humanidad: la impunidad como un crimen de lesa humanidad.
La impunidad como proceso adquiere varios lugares con respecto a los crímenes de
lesa humanidad, lo cual de hecho también configura sociológica y conceptualmente la
definición de estos crímenes.2 De esta forma podemos acercarnos conceptualmente al
vínculo que se mantiene entre estos dos términos. El primero tiene que ver con los
elementos contextuales (Bekerman: 2000) donde se posibilitan los crímenes de lesa
humanidad, dado que éstos forman parte de un orden donde el poder configura una realidad
ideológica que con eficacia simbólica, para lo cual requiere de una serie de mecanismos,
aparatos o dispositivos operativos, tales como normas, instituciones, mandatos, rituales,
reglamentos, entre otros (Piralian: 2000). Es aquí donde la impunidad se presenta como
contexto posibilitador, en el entendido de que quién perpetra este tipo de crímenes tiene la
convicción y/o expectativa de que no será castigado, que no tendrá que dar cuenta de sus
acciones: el a priori del deslinde culpógeno. Sin embargo, este contexto posibilitador no
puede mantenerse por largo tiempo con la otra escena (por contradicción evidente,
productor de “locura”), como un orden extraordinario, sino que de acuerdo a las
circunstancias políticas se necesita normalizar este orden; invisibilizarlo y normalizarlo
(Martínez: 2001). Aquí es donde entra otra vinculación, más política, entre impunidad y
crímenes de lesa humanidad, donde la impunidad es el trasfondo ideológico que da
legitimidad (Guajardo: 2001). La impunidad se presenta así como ideología, en su sentido
más sociológico, esto es, como una serie de normas que legitiman y/o encubren un orden
social determinado. Digamos pues que la impunidad se introyecta y se culturaliza
(Figueroa: 1999). Asignaciones tales como “cultura del terror”, “cultura del miedo”, así
como la identificación de ciertas actitudes y comportamientos colectivos, tales como la
apatía, la incredulidad, la desesperanza, son expresiones de esta introyección psicosocial de
la impunidad en tanto ideología (Martín-Beristain y Páez: 2000). De aquí las características
funcionales de la impunidad desde la estrategia del poder; ubicada como un mecanismo de
control social.

2
Es necesario recordar la necesaria historización de la conceptualización (política e ideológica) de tales
crímenes, en tanto que dichas definiciones siempre se realizan desde una posición comprometida. De esta
forma, dichos conceptos nunca son meramente descriptivos, sino que de hecho ya configuran y posibilitan
cierta realidad, en este caso, jurídico-política.

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


Quizá la definición más conocida de la impunidad sea aquella donde después de la
comisión de un crimen, este no se castiga (A.I.: 2001). Concebimos a esta impunidad
propiamente como una consecuencia instrumental, esto es, como una ruta que se sigue para
evadir, impedir o sustraerse a la acción penal. Aquí la impunidad se coloca más bien del
lado de los aparatos de poder, ya que estos se presentan como una simulación que no
operan de acuerdo al mandato social e institucional, sino que su operación es discrecional y
se encuentra determinada por una parcialidad de compromiso mediada por los intereses que
dan soporte a la reproducción de intereses de cierto grupo en el poder (VV.AA.: 2001). Esta
consecuencia instrumental, ex post facto, ha sido reivindicada, desde el ámbito moral de los
derechos humanos, no sólo como una consecuencia de la omisión en la aplicación de la
justicia, sino como un acto violatorio en sí mismo. La impunidad ex post facto como causa,
como acto positivo violatorio que puede ser tipificada positivamente3 como un crimen de
lesa humanidad (Rojas: 2000).
Estas proposiciones nos ayudan a ubicar la polivalencia de la impunidad con
respecto a los crímenes de lesa humanidad. Esta ubicuidad de la impunidad contrasta con el
estatuto unívoco de los crímenes de lesa humanidad (sin que esta afirmación demerite la
complejidad histórica y positiva del término, que más bien pretendemos restringirla a su
referente jurídico-positivo).
“El artículo 7 del Estatuto de Roma considera crímenes de lesa humanidad
cualquiera de los siguientes actos cuando forman parte de un ataque generalizado o
sistemático contra cualquier población civil: el asesinato, el exterminio, la
esclavitud, la deportación o el traslado forzoso de población, la encarcelación u otra
privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales de
derecho internacional, la tortura, la violación, la esclavitud sexual, la prostitución
forzada, el embarazo forzado, la esterilización forzada u otros abusos sexuales de
gravedad comparable, y la desaparición forzada de personas. No es necesario que la
tortura sea generalizada o sistemática, sino simplemente que forma parte de un

3
Dicha tipificación, hasta ahora inexistente, se plantea como un frente de lucha político en el campo de los
antagonismos políticos de los derechos humanos, ya que representa un avance en tanto que supera el puro
acto-consecuencia, y se coloca en otra posición de mayor compromiso y complejidad: el del contexto
posibilitador.

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


ataque generalizado o sistemático (el término no requiere el uso de fuerza militar)
contra una población civil.” (A.I.: 2001)
De esta aproximación cabe destacar el elemento estratégico de los crímenes de lesa
humanidad, siendo que estos no son tales en tanto delito autónomo, sólo como parte de una
política generalizada, de aquí que nos arriesguemos a proponer que esta estrategia o política
generalizada coincide perfectamente con los que hasta el momento hemos podido
caracterizar aquí como impunidad,4 donde ésta puede ser replanteada como una política
generalizada que posibilita una serie de crímenes, ahora sí, de lesa humanidad.
“Todos los crímenes de lesa humanidad son actos que se cometen como parte de
una política generalizada o sistemática de actos similares dirigida contra una
población civil. Es esta magnitud, su carácter de parte de un conjunto, en lugar de
constituir un acto independiente, singular o autónomo, lo que distingue a la tortura
como crimen de lesa humanidad de la tortura como delito autónomo.” (A.I.: 2001)
Parece que ahora tiene más sentido la diferencia topológica que hemos realizado
entre los crímenes de lesa humanidad y la impunidad como proceso; los delitos tales como
la tortura y la desaparición forzada son crímenes de lesa humanidad, sí y sólo si, forman
parte de una estrategia generalizada contra una población, a lo cual denominamos como una
política de impunidad. Los crímenes de lesa humanidad son posibilitados por políticas de
impunidad (Guajardo: 2001; Lira: 2000; Brinkmann: 1999).

LA IMPUNIDAD Y SUS (CON)TEXTOS


Existe una serie de factores psicosociales que configuran los contextos de impunidad donde
se estructuran y adquieren estatuto jurídico internacional los crímenes de lesa humanidad
(Mpilo: 2001). Estos factores psicosociales son de importancia teórica ya que pueden dar
cuenta de la magnitud, dinámica y gravedad del contexto donde se enclavan un conjunto de
personas víctimas de algún tipo de crimen de lesa humanidad. Los factores psicosociales
configuradores de los contextos y/o políticas de impunidad pueden ser evaluados
objetivamente a través de diferentes métodos documentales, cualitativos y cuantitativos,
para lo cual se debe contar con una definición de estos factores que se encuentre acorde con
los avances conceptuales y metodológicos de la teoría social contemporánea.
4
Nos lo encontramos en su forma germinal, no necesariamente explícita pero si indicativa y tendiente a ser
interpretada desde la postura que aquí defendemos.

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


Entenderemos por factores psicosociales constitutivos de la impunidad, a las
circunstancias o eventos de naturaleza social, política y cultural que favorecen la
posibilidad de que se produzcan crímenes de lesa humanidad
El análisis de estos factores psicosociales constitutivos de la impunidad son de suma
importancia para el diseño de políticas sociales5 orientadas al fortalecimiento y
profundización de la democracia (Mouffe: 1993), entendiendo a ésta última no sólo como
un procedimiento, sino como una apuesta ético-política restauradora de la vida pública y
privada, en explícita contraposición a la impunidad como ausencia de democracia
(Etxeberria; 1999). En este sentido, un proyecto democrático empieza ahí donde termina la
impunidad, por lo que la democracia supone (o debería suponer) la operación de políticas
de verdad, esclarecimiento, juicio, reparación, memoria e instauración (Sucasas: 2003); esto
es, una democracia postraumática, y no como una democracia de “transición” (la cual se
construye desde el olvido y la misma impunidad, como su supuesta superación).
Existen tres tipos de factores psicosociales constitutivos de la impunidad que
favorecen la posibilidad de que se produzcan crímenes de lesa humanidad:
TIPO CARACTERÍSTICAS
Factores psicosociales con Están constituidos básicamente por aspectos culturales y
eficacia causal primaria estructurales sobre los que se construye la impunidad como
modo naturalizado de las relaciones de poder.
Factores psicosociales No constituyen elementos causales para la impunidad de los
asociados crímenes de lesa humanidad, pero su presencia aumenta la
probabilidad de ocurrencia y/o gravedad de estos crímenes.
Factores psicosociales que Son aquellos que, derivados del funcionamiento de las
contribuyen a la perpetuación instituciones, impiden la identificación temprana del problema
de la impunidad (en tanto invisibilización y/o normalización) y una respuesta
eficaz a éste, lo cual los transforma en un elemento de peso
dentro de la cadena causal, ecológicamente entendida.
Estos tres tipos de factores (causales, asociados y perpetuadores) pueden configurar
indicadores para la evaluación psicosocial de los contextos de impunidad posibilitadores de

5
La política social no es exclusividad del binomio Política de gobierno y Política pública, sino que es
importante resaltar las políticas sociales de facto o así intencionadas que se dan en el campo de los
antagonismos que defienden la autonomía política de pequeñas comunidades.

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


los crímenes de lesa humanidad. Proponemos cuatro caracterizaciones de la impunidad en
los que pueden identificarse los tres tipos de factores psicosociales:

A) CONTEXTO POSIBILITADOR

Deficiencias en el marco jurídico nacional


Impunidad a través de leyes que
facilitan la tortura
Estatutos de prescripción
Apatía y desmovilización social
E) CULTURIZACIÓN B) TRASFONDO IDEOLÓGICO
Ausencia de procedimientos democráticos
Institucionalización Ausencia de sanciones morales
Normativización Legitimación social de la violencia
Habitualización Silencio derivado
Ritualización del miedo colectivo
Conspiracionismo

D) CONSECUENCIA INSTRUMENTAL C) LA IMPUNIDAD COMO CRIMEN

Ausencia de procesamientos Crímenes de lesa humanidad


Medidas que obstruyen la justicia Estrategia o política generalizada
Ausencia de investigaciones prontas e imparciales Asesinato, exterminio, esclavitud, deportación,
Condenas que no reflejan la gravedad del delito encarcelación, violación, esclavitud sexual, prostitución
Amnistías e indultos forzada, embarazo forzado, abusos sexuales, desaparición
forzada de personas.

Estos factores psicosociales forman un círculo vicioso reproductor de la impunidad.


Si bien no podemos hablar de una cronología, suponiendo que éstos factores tengan una
consecución lineal o procedimental, esto es, que temporalmente se inicia por el contexto
posibilitador (a) y se termine por la culturización (e), antes bien, proponemos que este
círculo se encuentra compuesto por estos factores, los cuales cronológicamente no
necesariamente coinciden, pero por cuestiones pedagógicas resulta esclarecedor.
Ahora bien, aunque no podamos hablar de una secuencia cronológica del ciclo de la
impunidad, sí podemos hablar de una secuencia lógica, por lo que ciertos factores suponen
a otros, de tal forma que la consecuencia instrumental (d) supone a la impunidad como
crimen (c). Sin embargo el elemento cronológico de la impunidad se encuentra en su
economía, esto es, en la forma como se administra racionalmente la impunidad, de donde
existe un residuo no racionalizable, algo que escapa a la predicción y el control.
Hablaremos de la economía de la impunidad como las etapas cronológicas que atraviesa

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


una comunidad afectada psicosocialmente por la impunidad, proponiendo ésta afectación
como una forma de desastre social6 (Waisbrot y otros: 2003).
Antes es preciso proponer una definición de la impunidad como fenómeno y
proceso psicosocial:
DEFINICIÓN PSICOSOCIAL DE IMPUNIDAD

La impunidad es un proceso psicosocial multifactorial que posibilita la realización de crímenes de


lesa humanidad como parte de una política o estrategia generalizada contra un grupo civil por parte
del Estado.

En el plano económico existe una serie de normas e instituciones que administran


las políticas o estrategias de impunidad, sin embargo estos dispositivos no controlan
(aunque sí lo prevén) el impacto psicosocial que ésta genera, lo cual en la mayoría de los
casos los desborda y proyecta temporalmente hacia una dimensión transgeneracional
(Bottinelli: 2000). Al hablar de este impacto psicosocial en la lógica de la economía de la
impunidad, la conceptualizamos como una situación de desastre social, equiparable a una
situación de crisis humanitaria en el contexto del derecho internacional humanitario
(Unidad de Estudios Humanitarios: 1999; Osorio y Aguirre: 2000).
Definimos el desastre social como:
DEFINICIÓN DE DESASTRE SOCIAL

El proceso por el cual el impacto psicosocial de la impunidad afecta a grandes sectores de la


población, incrementando los factores de riesgo y peligro severo, causando daños y pérdidas de sus
miembros, y en el que la estructura social se fractura y la realización de todas o algunas de las
funciones esenciales de la sociedad se ve impedida.

Esta definición resalta seis aspectos: 1) es un proceso, lo cual implica etapas, 2) el


impacto es de carácter social, en tanto “afecta a grandes sectores de la población”, 3) que
este impacto “incrementa los factores de riesgo y peligro severo”, esto es, genera un
contexto que posibilita la presencia de agentes patógenos: enfermedades, muerte, daños,

6
Este es un significante ideológico de carácter operativo que utilizamos para mostrar la “gravedad” del daño
que ha sido invisibilizado. Si bien es en parte teórico, no podemos dejar de advertir su intención política y
comprometida.

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exposición, etc. (Fisas: 1998), 4) que causa daños psicológicos, sociales, materiales, así
como muertes o decesos (Tamarit: 2001), 5) que también se “fracturan” las relaciones
sociales, pervirtiendo instituciones y lacerando el tejido social (Martín-Beristain: 1999), y
6) que el impacto rebasa la capacidad de las instituciones, o éstas se vuelven incapaces para
atender el problema por diversas razones (Pichardo: 2005).
Este proceso se encuentra estructurado por una serie de etapas y fases: gestación,
vulnerabilidad, crisis, emergencia y pos emergencia.
La unidad de análisis de cada una de las fases es la población y las comunidades
afectadas. La evaluación de las fases del desastre social es realizada a partir de indicadores
como: intensidad del conflicto (tensión, confrontación, violencia, injusticia percibida),
factores de riesgo psicosocial, nivel de vulnerabilidad y factores de peligro psicosocial
(Tamarit: 2001). Diferenciamos dos etapas en el proceso de desastre social:
ETAPAS DEL DESASTRE SOCIAL FASES DEL DESASTRE SOCIAL

Etapa I. Fase 1. Gestación


Contención de la violencia Fase 2. Vulnerabilidad

Etapa II. Fase 3. Crisis


Desastre social Fase 4. Emergencia
Fase 5. Pos Emergencia

La Etapa I “Contención de la violencia”, se caracteriza por la posibilidad de tener


bajo control a la violencia en tanto contexto de impunidad. La capacidad de gestión de la
violencia de baja intensidad por parte de las instituciones aún es alta. Por otro lado, en el
marco de las poblaciones y comunidades, el desastre se encuentra en gestación y las
comunidades aumentan su nivel de vulnerabilidad, especialmente asociada a la violencia
estructural: pobreza, opresión de género, explotación laboral, o exclusión socioeconómica,
así como el desempleo o la migración (Galtung: 1998).
Es importante destacar la “invisibilidad” de este desastre social como parte de una
operación ideológica que presenta a la violencia cotidiana de baja intensidad como algo
natural y legítimo, normal y necesario (Fernández: 1998). Sin embargo, el síntoma que

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presenta el sistema es la pequeña ranura a partir de la cual podemos “tomar conciencia” de
la magnitud de este problema.
La Etapa II “Desastre social”, es el desastre en sí, y ésta a su vez cuenta con
distintas fases: crisis, emergencia y post emergencia (Osorio y Aguirre: 2000). La fase de
crisis se caracteriza por un aumento en el nivel de vulnerabilidad frente al peligro (tortura,
desaparición forzada), representa mayores riesgos para las poblaciones, especialmente
activistas sociales, sacerdotes, sindicalistas, agentes subversivos, defensores de derechos
humanos, etc. La pareja, la familia, la comunidad, también entran en crisis: una
imposibilidad cada vez mayor de contener la violencia estructural, represiva y de baja
intensidad (Bottinelli: 2000).
En la fase de emergencia resalta el escalamiento de la violencia de baja intensidad
(como una forma de reprimir una posible salida revolucionaria), sale del control de la
población, existe una incapacidad por parte de las instituciones para controlar o prevenir
esta situación (en parte porque le es funcional). Supone la cresta del conflicto, muertes,
destrucción, vacío de poder, ingobernabilidad, polarización social, rigidización ideológica,
impunidad, alto nivel de tensión y confrontación, entre otras.
El caso de cientos de mujeres torturadas sexualmente, desaparecidas y ejecutadas a
lo largo de América Latina, representa el paradigma contemporáneo de la impunidad en
materia de violencia sexual y de género como una situación de desastre social en fase de
emergencia (A.I.: 2004).
La fracturación del tejido social a través del miedo colectivo y el debilitamiento de
las instituciones públicas (Martín-Beristain: 1999), el escalamiento de la violencia de
género en los conflictos comunitarios, y el trauma psicosocial sostenido por el
resentimiento, el olvido y la distorsión histórica, así como la alteración de la moral social
(Martín-Baró: 1983), representan daños históricos que vienen fraguándose desde hace 30
años, y que a su vez se encuentran en proceso de transmisión transgeneracional (Piralian:
2000).
Esta situación es precedida por el impacto psicosocial y desastre político-social de
los gobiernos dictatoriales y las guerras civiles desarrolladas en los últimos 30 años del
siglo XX en América Latina. En estas condiciones, el tipo de violencia promovido por
motivos políticos se encuadraba en la doctrina de seguridad nacional de Estados Unidos y

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


las estrategias militares de contrainsurgencia, las cuales realizaban diferentes modalidades
de represión política a distintos tipos de población, variando de país en país de acuerdo al
contexto sociopolítico y la conformación de la resistencia y los grupos opositores a las
dictaduras.
Quizá la brutalidad de las desapariciones forzadas contra la población indígena de
Guatemala (Figueroa: 2000) y las torturas ejecutadas contra opositores políticos en Chile
(Brinkmann: 1999) y Argentina, sean el paradigma de esta cresta de emergencia.

DISPOSITIVOS PSICOSOCIALES DEL BORRAMIENTO SIMBÓLICO


La tipificación psicosocial de la impunidad reviste significativa importancia para el trabajo
de reparación, tanto en el plano institucional como en el de la organización autónoma de la
comunidad, ya que esta tipificación proporciona las coordenadas psicosociales para el
diseño de políticas de acceso a la justicia reparativa a grandes poblaciones afectadas por
crímenes de lesa humanidad en contextos de impunidad (Martín-Beristain y Páez: 2000).
La tipificación que presentamos se realiza de acuerdo a cinco características-
funciones de la impunidad: etimológica (ausencia de castigo), como acto (violatoria de los
derechos humanos), como factor causal (contexto posibilitador), como factor perpetuador
(culturización), y como estrategia de poder (control social).
FUNCIONES Y CARACTERÍSTICAS DE LA IMPUNIDAD
La impunidad La ausencia de castigo tiene tres dimensiones o ámbitos; el no ejercicio de la
como ausencia acción penal (impunidad penal), la no condena moral (impunidad moral) y el no
de castigo conocimiento de la verdad (impunidad histórica). Desde esta perspectiva
también se considera a la condena moral y la memoria como formas de
castigo/sansión.
La impunidad La impunidad no es sólo la ausencia de castigo; un acto de omisión o negligencia
como acto de de la justicia. La impunidad penal, moral e histórica es un acto de violencia;
violencia directa, visible, racional, instrumental, con interés. De aquí que la impunidad no
sea un efecto de la violencia mediado por una omisión, sino que la impunidad es
un acto en sí de carácter violento (como acto y comportamiento).
La impunidad La impunidad, más allá de ser un acto, es una situación (discursiva), un
como contexto microcontexto que posibilita la comisión de delitos y violaciones a los derechos
humanos por parte del Estado. La impunidad (el texto) necesita así de un

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


contexto, sin embargo este contexto no le es externo, sino que es el propio
contexto donde se inscribe la impunidad, es también la propia impunidad, de esta
forma no podemos desligar al acto de su contexto (texto-con-texto).
La impunidad La impunidad también es un conjunto de instituciones, hábitos, creencias,
como cultura actitudes y comportamientos que perpetúan las injusticias, los delitos, las
violaciones a los derechos humanos y los crímenes de lesa humanidad. Es
también el ámbito de la Ley (freudiana-lacaniana), de la prohibición social que
es internalizada/constituyente, lo cual nos lleva a suponer que si la impunidad es
cultura, su introyección se vuelve necesaria, constituyéndose con esto un
mecanismo psíquico de poder y control.
La impunidad La impunidad tiene una función política, envía el mensaje de que se haga lo que
como control se haga, los agresores nunca van a ser procesados, enjuiciados y castigados, por
social lo que es una forma de inducir el miedo colectivo, la inmovilidad y la apatía
social. La impunidad, es pues, un mecanismo de cohesión social, una ley
obscena que sirve para diferenciarse a partir de la abyección del otro como
disidente; comunista, subversivo, terrorista. De aquí que la impunidad cumpla un
papel político en términos de los discursos hegemónicos que dictan y delimitan
las formas de organización social.
El impacto psicosocial que se deriva de estas funciones y características de la
impunidad nos ayudan a complejizar aún más este fenómeno, de tal forma que la ausencia
de castigo que se ubica en el circuito simbólico de la cultura, viene a significar y constituir
formas variadas de subjetividad (Tischler: 2000), que por otro lado, se presentan con una
eficacia simbólica en el marco de las instituciones de administración y procuración de
justicia. De esta forma, la impunidad posibilita la reedición de los traumas históricos, así
como la perpetuación de los conflictos sociales (Galtung: 1998), ya que supone la
continuación de un orden injusto que se encuentra sustraído a las instituciones de justicia en
el marco del Estado de Derecho y la supuesta normalidad democrática.
Para comprender mejor este cuadro es preciso trazar un mapa de la impunidad,
colocando cada uno de las categorías en un plano distinto de comprensión y continuidad.
En la siguiente figura presentamos este mapa de la impunidad que facilitara la comprensión
de ésta a partir de la ubicación de estas funciones y características como parte de un
proceso psicosocial. La lectura de la figura se realiza de acuerdo al sentido de la flecha, la
cual señala el curso temporal de la impunidad.

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Normalización Culturización

Sin castigo
Control Social

Acto
Contexto Posibilitador

Para abordar el problema de la impunidad asociado a los crímenes de lesa


humanidad, se tiene que atender, por lo menos, las cinco funciones/características
psicosociales antes mencionadas.

La impunidad como ausencia


Normalmente se asocia la ausencia de castigo con el no ejercicio de la acción penal y, de
igual forma, el no enjuiciamiento y encarcelamiento de los responsables. Desde esta visión,
justicia es igual a juicio, castigo y encierro. Ahora bien, partiendo de una perspectiva
histórica y psicosocial del castigo, éste no siempre ha sido pedagógicamente efectivo, ni
tampoco la idea de justicia ha estado asociado necesariamente a él. Antes bien, el castigo ha
representado una forma de venganza y de control social (Sucasas: 2003), resultando en
muchas ocasiones poco pedagógica (Fisas: 1998). Esta pedagogía del castigo se encuentra
directamente asociada con el cumplimiento/incumplimiento de una Ley, la cual, al ser
quebrantada se enfrenta a la sanción (exclusión de la tribu), ya sea esta física, moral o
psicológica. La utilización pedagógica del castigo con respecto al cumplimiento de una
norma, ley o código representa un mecanismo históricamente legitimado, aunque este
castigo no ha sido sólo y únicamente físico, del cual conocemos sus excesos y utilización
represiva (VV.AA.:2001). También ha sido utilizado en el plano moral, histórico,
económico y diplomático contra los estados, gobiernos y autoridades que han abusado de su
poder o cometido violaciones a los derechos humanos (Mpilo: 2001).

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Partiendo de esta asunción de la impunidad como ausencia de castigo, podemos
distinguir tres tipos de impunidad: la penal, la moral y la histórica, las cuales abordan una
serie de mecanismos que las hacen operables sociosimbólicamente.
TIPOLOGÍA DE LA IMPUNIDAD COMO AUSENCIA DE CASTIGO
Impunidad La impunidad penal es la prolongación de una situación de injusticia ejercida
penal contra las personas víctimas de un crimen de lesa humanidad en el ámbito local
de la procuración de justicia: inadecuado marco normativo, ausencia de
investigación, no ejercicio de la acción penal, mala integración de la
averiguación previa, parcialidad de los jueces, etc.
Impunidad La impunidad moral es la complicidad social que se realiza a través de la
moral ausencia de sanción moral, la cual se ejerce socialmente a través del silencio, la
minimización del hecho y la culpabilización de las víctimas.
Impunidad La impunidad histórica se plantea como un acto de borramiento simbólico a
histórica través de los discursos y mitos institucionalizados (verdad oficial) sobre un
crimen de lesa humanidad ejercido por el Estado. Este se realiza a través del
olvido, la tergiversación de los hechos, la negación y la mentira
institucionalizada.
Veamos cada uno de estos tipos de impunidad y sus características en el plano del
acceso a la justicia para las personas y comunidades víctimas de los crímenes de lesa
humanidad.

La impunidad penal
La impunidad penal representa (en el sentido común) el paradigma de la impunidad,
dado que ésta se lleva a cabo en el ámbito de la procuración e impartición de justicia de las
instituciones del Estado. De alguna forma, para este tipo de impunidad, los recursos
institucionales de acceso a la justicia se ven frenados o alterados, impidiendo con esto el
acceso a un procedimiento legal de cautela de las garantías individuales, y por otro lado, la
restitución del Estado de Derecho a partir de la rectificación por parte del Estado y la
sanción penal correspondiente a través de un enjuiciamiento a los responsables (A.I.: 2001).
La operación de este tipo de impunidad requiere de una serie de mecanismos que
imposibilitan este acceso a la justicia y deja sin efectividad la aplicación de la ley a los
responsables.

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No ahondaremos en la afectación psicosocial que conlleva este tipo de impunidad,
sin embargo es necesario apuntar la relevancia que tiene este tipo de impunidad al momento
de dar cuenta de él, ya que existe un eje de investigación psicosocial que equipara las
afectaciones de esta impunidad con el daño causado por la tortura (Rojas: 2000). Esto da
cuenta de la gravedad del daño, tanto para las personas víctimas, como para sus familiares,
configurandose de esta forma, un cuadro de afectación psicosocial que se suma/prolonga al
acto violatorio precedente (Mollica: 1999).

La impunidad en la escena simbólica


Por otro lado y complementando el panorama de la impunidad penal, se encuentra la
impunidad moral. Así lo expone Bekerman (2000):
“Este conlleva, además, un elemento característico, que es la ostentación pública
del delito, al tiempo que se niega el haberlo cometido, se relativiza su importancia, o
se niega directamente su existencia. Es decir que, desde lo legal hay un crimen que
no se castiga, y desde lo moral, se agrega un componente que es la burla y el
regodeo abierto en esta prerrogativa de impunidad, ante un cuerpo social
transformado en mero espectador.” (Bekerman: 2000, p. 110).
La impunidad moral se caracteriza por los siguientes elementos psicosociales:
• No existe sanción moral de la violencia (ausencia de legislación, no tipificación,
normas sociales posibilitadoras, etc.).
• Silencio y complicidad por parte de la comunidad (no se denuncia, se particulariza,
etc.).
• Se culpabiliza y estigmatiza a la víctima (“se lo merecía”, “por comunista”, “seguro
son delincuentes”, “algo habrá hecho”, etc.).
El silencio y culpabilidad (Cepeda y Girón: 1997) en la población se debe a un
proceso de construcción de subjetividad social ad hoc:
“Indudablemente, la impunidad tiene efectos directos en la vida cotidiana
individual, interviniendo en la estructuración de modos de ser, de pensar, de sentir,
en la conformación de códigos éticos y valorativos, es decir que la impunidad
produce subjetividad. Dentro del cuerpo social, asistimos también a sus gravísimas
consecuencias, siendo fundamental remarcar la acción de la impunidad como un

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segundo estímulo traumático que va a incidir sobre las heridas abiertas [...],
extendiendo sus efectos a las generaciones siguientes.” (Bekerman: 2000, p. 110).
La impunidad moral (Bilbao: 1999) forma parte de una estrategia de control social
dirigida hacia el tejido y lazo social, esto es, hacia las normas sociales que regulan el
comportamiento, así como a los criterios de valoración y percepción social de la población,
configurándose un imaginario social con respecto a los “torturados/desparecidos” a partir
de un proceso de estigmatización, el cual tiene como objetivo el aislamiento y la
desacreditación. Este fenómeno ha sido ampliamente investigado y documentado con las
poblaciones que han vivido estados de excepción (dictaduras, guerras civiles), donde se ha
denominado a la población como la “mayoría silenciosa” (Martínez: 2001). Así, la
impunidad moral inaugura un nuevo pacto moral, o antes bien, impone un pacto social
basado en la culpa, la polarización social, la radicalización y confrontación de la población,
así como en la desconfianza colectiva, dando pie a cuadros de paranoia colectiva.
Como ya se menciono, la subjetivación social se da precisamente a partir de este
pacto social, representando una estrategia generalizada que trasciende las generaciones a
través de su culturización: introyección de las normas y valores emanados de este tipo de
impunidad. La subjetivación derivada de la impunidad moral supone la constitución de un
sujeto cínico, donde la trasgresión de la Ley ya es un acto subversivo del orden establecido,
sino que se incorpora como parte del propio mandato regulador de una nueva Ley obscena;
el mandato de gozar sin consecuencias, de acceder a los beneficios a toda costa y sin
ningún remordimiento. En esta dimensión simbólica el sujeto cínico se erige como el
operador moral de la impunidad, como el trasgresor de todo aquello que limite su deseo de
poder y posesión en el fantasma capitalista (Rozitchner: 1987).
La trasgresión sustituye el lugar del lazo social, trasgresión que supone una culpa
compartida, una fraternidad en el crimen. La construcción de este lazo social es funcional al
poder totalitario, el cual necesita de una subjetividad y de una serie de aparatos ideológicos
que reiteren discursiva y simbólicamente los mandatos sociales de fraternidad en la culpa
por los crímenes cometidos (Gutierrez-Castañeda: 1999). De esta forma se hace cómplice a
la comunidad, objetivo ideológico que sirve a la legitimación del poder obsceno de la
impunidad.

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La impunidad como historiografía
Para finalizar el cuadro, la impunidad histórica es aquella que oculta y distorsiona
los hechos, prevaleciendo el discurso de los victimarios, negando la voz a las víctimas,
negando los hechos, no reconociendo a las víctimas y enviándolas al olvido de la historia en
tanto mito (Martín-Baró: 1983). Dentro de este tipo de impunidad, el olvido y el
encubrimiento constituyen un factor clave para la generación-perpetuación de los crímenes
de lesa humanidad. El olvido se plantea como una política que opera a través de los
discursos que minimizan los hechos, o que simplemente no los reconoce, digámoslo así, se
reprime el hecho traumático, promoviendo su “eterno retorno”. Y más aún, el
encubrimiento se cristaliza a través del borramiento de la realidad simbólica (Mate: 2003),
de la exclusión del plano simbólico de toda aquella huella que pueda testimoniar a favor, lo
que en términos psicosociales no vendría siendo únicamente la negación de los hechos, sino
la negación existencial de las propias víctimas-testigos.
ELEMENTOS PSICOSOCIALES DE LA IMPUNIDAD HISTÓRICA
• Ocultamiento y distorsión de los hechos por parte del Estado.
• Prevalencia del discurso ideológico de los perpetradores.
• Negación de la voz de las personas afectadas.
• Negación y olvido de las víctimas.
Desde una aproximación histórica-transgeneracional, la impunidad histórica
representa un crimen de lesa humanidad ya que anula la existencia simbólica (especie de
genocidio simbólico) de un grupo, en el plano del imaginario colectivo y de la tradición
histórica (Piralian: 2000). Es esta anulación simbólica (borramiento) que tiene una eficacia
material, ya que supone el borramiento de todo registro que afirme su existencia, tales
como la destrucción de monumentos y documentos, prohibición de la lengua, etc. Esto no
sólo significa que el acto violatorio nunca existió, sino que las personas en sí no existieron
jamás, digamos que esto es el paradigma de la amnesia, el exilio y el destierro: el
borramiento radical del sujeto.
Para efecto de las medidas de reparación psicosocial, el acceso a la justicia supone
el reconocimiento simbólico de su existencia, así como el conocimiento de la verdad como
una forma de reparación histórica; de justicia simbólica. En este caso, el hecho mismo de
que el Otro simbólico (tal como el Sistema Interamericano de Derechos Humanos) acepte

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el caso, supone una forma de reparación simbólica. Éste se coloca como un Otro simbólico
capaz de restituir el estatus existencial de las víctimas, suscribiéndolas en un nuevo circuito
simbólico capaz de validar su testimonio/verdad, en tanto verdad histórica (Lira: 2000).
El tema de la verdad histórica y de la mentira institucionalizada sería uno de los
temas más debatidos en la historia reciente de América Latina, especialmente en lo
referente a las políticas de olvido y su consecuente ideología de “perdón y olvido”. Lo cual
supone una visión ideológicamente perversa sobre la reconciliación y el perdón, por lo que
la eficacia simbólica de tales políticas supone la legalización de la injusticia y la
legitimación de la impunidad (Bilbao: 1999). En todo caso, la mentira como un mito
constituyente de un orden social injusto, como el borramiento u olvido efectivo de aquellos
que reclaman y exigen la verdad. En este sentido la generación de un amplio movimiento
continental ha tenido lugar alrededor de esta temática, reconociéndolo como un derecho
humano fundamental en la lógica de la reparación simbólica, de aquí que hayan surgido una
serie de iniciativas civiles, gubernamentales e internacionales con respecto a la
conformación de comisiones de la verdad. El reconocimiento de la verdad7, a parte de
consistir en un acto de justicia reparativa, lo es también de justicia instaurativa, ya que la
verdad sería el pilar moral de la democracia postraumática.

La impunidad como positividad


Otra característica de la impunidad es su constitución como acto violatorio a los derechos
humanos, y en su caso, como crimen de lesa humanidad. La impunidad no es sólo un dejar
hacer o dejar pasar, sino que la impunidad es un acto racional y deliberado de violencia y
violación a los derechos humanos. Esta conceptualización es de suma importancia, porque
supone el reconocimiento del estatuto de la tercera victimización; aquella que es ejercida
por la impunidad prolongada y que afecta a la integridad física, psicológica y legal de las
persona víctimas y sus familiares de forma permanente, así como de la sociedad en su
conjunto, que a la par de representar una violación a los derechos humanos, supone un

7
Esta verdad no es sólo de una versión de los hechos, sino referida necesariamente a un “acontecimiento
traumático”, el cual escapa a la suficiencia de la palabra, pero que configura a esta como el lugar necesario de
su transmisión. De aquí que la verdad sea ante todo de un lugar y no tanto de una versión, como quieren
suponer los cínicos al equipara todas las versiones, aún las que defienden el derecho de los perpetradores.

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problema de salud pública, seguridad ciudadana y procuración de justicia, esto es, afecta el
lazo social constituyente.
Un antecedente inmediato de esta conceptualización en el ámbito de lo legal nos lo
proporciona el caso Chileno.
“La aparición de esta nueva y grave sintomatología, que presentaba
psicodinamismos diferentes a la de los crímenes, nos hizo avanzar la hipótesis de
que con el tiempo, la impunidad induce mecanismos de perturbación intrapsíquica,
capaces de producir trastornos mentales iguales o aún más graves que la tortura. Lo
que nos permite fundamentar, desde el campo médico y psicológico, que la
impunidad es en sí y por sí misma una violación de derechos humanos.” (Rojas:
2000, p. 124).
Este planteamiento fue llevado ante los tribunales internacionales, incorporándolo
como un alegato en el caso Pinochet:
“Además reiteró que deberían incluirse en el procedimiento contra Pinochet los
1.198 casos de desaparición forzada de personas, citando una sentencia del Tribunal
Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo que condenó a Turquía y estableció
que la madre de un desparecido turco había sufrido un trato inhumano y degradante
asimilable a la tortura durante la ausencia de su hijo.” (Brinkmann: 1999, p. 181).
“[...]el planteamiento de éste que el sufrimiento de los familiares de detenidos
desaparecidos debe ser considerado tortura psíquica, y aprobó la extradición a
España del ex dictador.” (Brinkmann: 1999, p. 184).
De esta forma se crea un precedente para visibilizar a la impunidad como
equiparable al delito de tortura, y por lo tanto, como un delito de lesa humanidad.
La importancia de esta conceptualización ha dado lugar a la creación de comisiones,
grupos de trabajo y relatores ad hoc en el sistema universal e interamericano de derechos
humanos. Este reconocimiento también se ve reflejado en la constitución de la Corte Penal
Internacional, así como de distintas resoluciones por parte de Naciones Unidas. El tema de
la impunidad como crimen de lesa humanidad recobra relevancia internacional, en tanto
que en un mundo globalizado, la impunidad no se reduce a un país o región, sino que
representa un problema de seguridad internacional, tanto por la configuración de conflictos
internacionales, como por la generación de inestabilidad política y económica a nivel

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regional. El impacto psicosocial de la impunidad es global, y en este campo tenemos un
gran reto continental, especialmente con lo relacionado a los mecanismos extraordinarios
de acceso a la justicia, de los mecanismos no jurisdiccionales y simbólicos, así como de las
reformas penales y de procuración de justicia, lo cual se encuentra aunado, como ya se
menciono, a los procesos de democratización postraumática.

La impunidad como texto causa del (con)texto


La impunidad también genera un contexto, condiciones psicosociales que posibilitan el
abuso de poder y la operación de una política generalizada de violaciones a los derechos
humanos. De hecho, crímenes como la tortura y la desaparición forzada no serían posibles
sin el contexto de impunidad que lo precede, y que a su vez es consecuencia de su
culturización, retroalimentando el ciclo de crímenes-impunidad. El ciclo de esta relación se
inicia con el contexto posibilitador (la impunidad como contexto, que ya es en sí una forma
de violencia), seguida del acto de violencia directa, inmediatamente viene la ausencia de
castigo (impunidad moral y penal), seguida del olvido (impunidad histórica), para
retroalimentar a la impunidad como contexto (contexto posibilitador), veamos:

Violencia directa
Contexto posibilitador Tortura, desaparición
Conjunto de normas, forzada, etc.
valores e imaginarios.
Ciclo del
Crimen-Impunidad

Olvido Ausencia de castigo


Impunidad histórica Impunidad moral y
penal.
Como ya se ha expuesto, la impunidad como contexto representa una
conceptualización no sólo explicativa de la posibilidad de los crímenes de lesa humanidad,
sino un factor psicosocial del cual se tiene que dar cuenta para orientar sentencias y
políticas de reparación psicosocial.
En la impunidad como microcontexto posibilitador de crímenes, podemos ubicar
varios factores psicosociales desencadenantes (Martín-Baró: 1983):

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FACTORES PSICOSOCIALES DESENCADENANTES EN EL MICROCONTEXTO
Los estímulos Son los “escenarios comportamentales”, por ejemplo; las cárceles y los
ambientales. centros de detención clandestinas.
Las situaciones de Uno de los factores que con más facilidad desata los comportamientos
poder. violentos es la posibilidad de realizarlos, por ejemplo; cuando el
torturador pertenece a una corporación policial, a un grupo paramilitar o
cuente con la atribución de poder por parte de algún mando superior.
La presión grupal. Uno de los elementos desencadenantes lo constituye la presión grupal.
Un campesino incorporado a un cuerpo de autodefensa civil o a un
grupo paramilitar puede verse obligado por la presión grupal a participar
en actos de violencia como emboscadas, masacres y tortura.
La posibilidad de que personas “normales” realicen actos criminales en contextos de
impunidad, no depende únicamente de situaciones extraordinarias, como lo podrían ser
estados de excepción, guerra, u otras, sino que en la misma “normalidad democrática”, es
posible identificar estos elementos microcontextuales de carácter sociocognitivo que
facilitan y justifican este tipo de comportamiento.
Según el psicólogo social Stanley Milgram, el análisis de varias matanzas masivas
ocurridas a inicios de la década de los 70 muestra una serie de situaciones constantes
relacionadas con los procesos de influencia social en la justificación cognitiva del abuso de
poder en microcontextos:
PROCESOS DE INFLUENCIA SOCIAL EN LA JUSTIFICACIÓN COGNITIVA DEL ABUSO DE PODER
1. Las personas realizan sus tareas con un sentido administrativo más que moral.
2. Los individuos establecen una distinción entre matar a otros como el cumplimiento de un deber
y hacerlo como fruto de sentimientos personales.
3. Lo que las personas experimentan como exigencias morales de lealtad, responsabilidad y
disciplina no son en realidad más que exigencias técnicas para el mantenimiento del sistema.
4. Con frecuencia se modifica el lenguaje, de manera que las acciones no entren en conflicto, al
menos a escala verbal, con los conceptos morales inculcados en la educación de las personas
normales.
5. En forma invariable, el subordinado pasa la responsabilidad a los niveles superiores.
6. Las acciones son casi siempre justificadas con intenciones constructivas y llegan a ser vistas
como nobles a la luz de algún objetivo ideológico.

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Cabe mencionar que este contexto de impunidad configura una afectación particular
en las personas, grupos y poblaciones, la cual se ha denominado trauma psicosocial. El
psicólogo social iberoamericano Ignacio Martín-Baró (1988) apunta el concepto de trauma
psicosocial:
“Aquí se utiliza el término nada usual de trauma psicosocial para enfatizar el
carácter esencialmente dialéctico de la herida causada por la vivencia prolongada de
una guerra. Con ello no se quiere decir que se produzca algún efecto uniforme o
común a toda la población o que de la experiencia de la guerra pueda presumirse
algún impacto en las personas; precisamente si se habla del carácter dialéctico del
trauma psicosocial es para subrayar que la herida o afectación dependerá de la
peculiar vivencia de cada individuo, vivencia condicionada por su extracción social,
por su grado de participación en el conflicto así como por otras características de su
personalidad y experiencia.
“Pero al hablar de trauma psicosocial se quieren subrayar también otros dos
aspectos, que con frecuencia tienden a olvidarse: a) que la herida que afecta a las
personas ha sido producida socialmente, es decir, que sus raíces no se encuentran en
el individuo, sino en su sociedad, y b) que su misma naturaleza se alimenta y
mantiene en la relación entre el individuo y la sociedad, a través de diversas
mediaciones institucionales, grupales e incluso individuales. Lo cual tiene obvias e
importantes consecuencias a la hora de determinar qué debe hacerse para superar
estos traumas.
Este planteamiento conserva una visión procesual de la experiencia traumática y
reconoce también la existencia de ciertas etapas en este proceso. Con la propuesta de
Martín-Baró el evento traumático es categorizado sólidamente como un hecho socio
histórico que reconoce en su génesis un rol determinante de las relaciones sociales,
específicamente aquellas que surgen desde la formación económico social propia de la
sociedad concreta en la que se produce el drama social. Producto de ello es que el trauma es
necesariamente un proceso en el tiempo, que afecta globalmente a toda la sociedad pero de
manera diferenciada de acuerdo a los grupos y clases sociales en pugna, de manera tal que
es posible advertir formas específicas del daño en correspondencia con esa pertenencia

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social. Esto último da origen a una psicología social diversificada y no uniforme para todo
el cuerpo social.
No es posible reducir la relación entre evento traumático y persona afectada a una
figura diádica en la que un individuo aislado sufre los efectos de un hecho perturbador para
su vida psíquica, el cual tiene un significado sólo para sí mismo. Reconociendo la
singularidad de esta experiencia, en tanto vivencia propia e irrepetible del sujeto individual,
Martín-Baró la destaca más bien en tanto experiencia social, es decir, como acontecimiento
abarcativo de toda la subjetividad. El evento traumático encuentra únicamente en el nivel
del trauma colectivo su explicación plena, en cuanto recurso de dominación y exterminio
social con el fin de afirmar un determinado modelo de sociedad (es decir, en su condición
de método y técnica de control social) y en cuanto proceso específico de disrupción del
psiquismo humano que extiende sus mecanismos internos más allá de la mente de
individuos aislados, que se configura en toda su dimensión fenoménica cuando materializa
sus efectos en sus consecuencias psicosociales. De aquí que el trauma psíquico del que
hemos estado hablando pese a llamarse, a sugerencia de Martín-Baró, trauma psicosocial.
El trauma se explica mucho mejor cuando lo analizamos desde la perspectiva de los
fenómenos psicosociales y sociopolíticos; la causalidad estructural de la impunidad
posiciona esta problemática mucho más allá de la práctica biomédica, psiquiátrica y
psicológica, de manera que una resolución verdadera del trauma psicosocial se producirá
solo en los marcos de las relaciones sociales.

La impunidad como discurso de poder


Es sabido que, desde la lógica del poder, un estado de opresión directa tiene que dejar paso
a su legitimación social. La legitimación social ha sido un tema clásico dentro de la teoría
social y política contemporánea, la cual fue abordada por grandes pensadores como
Rousseau, Weber y Habermas, sin embargo también ha resultado de gran relevancia las
reflexiones e investigaciones que se han realizado desde la psicología social, y en
particular, desde la psicología política. A este respecto existe gran evidencia empírica sobre
los procesos de influencia social, normalización, percepción social, comparación,
conformidad, categorización, opinión y actitudes, elección racional, disonancia cognitiva,
acción colectiva, etc., que dan cuenta de dos tipos de procesos, uno contextual y otro

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temporal (Myers: 1995). Del contextual ya hemos dado cuenta, ahora nos interesa exponer
los procesos temporales que posibilitan la permanencia y perpetuación de un contexto
determinado, a esto le llamamos culturización, ya que supone un proceso con permanencia
temporal que se va integrando a una sociedad en particular.
Dentro de este proceso de culturización, y para nuestro caso, de la impunidad, es
necesario destacar los mecanismos ideológicos de esta culturización (Figueroa:2000).
Ahora bien, estos mecanismos ideológicos de la culturización coinciden en grado con lo
que hemos denominado como factores psicosociales perpetuadores, los cuales, sin
embargo, se distinguen de los mecanismos ideológicos de culturización en el nivel de
análisis y en la temporalidad.
Los regímenes autoritarios, y anteriormente colonizadores, se distinguen por una
intencionalidad explícita de continuidad, esto es, se asume una visión conservadora del
status quo, para lo cual se desarrolla una serie de aparatos que garanticen la continuidad en
el poder de una persona, grupo o sistema. Ahora resulta obvia la exclusión de un sistema
autoritario o colonizador en un Estado democrático, sin embargo históricamente la
impunidad ha servido como un factor de inestabilidad sociopolítica, donde, ante los vacíos
de poder, se impone un sistema totalitario (Figueroa: 2003). Podríamos decir que la
impunidad es el caldo de cultivo de un sistema autoritario, y que éste a su vez necesita de
una serie de aparatos que den continuidad, tanto al sistema como a las estructuras que lo
sostienen.
En el marco de este breve recuento sobre la impunidad, es importante ubicar esta
conceptualización en los análisis sobre los contextos nacionales y regionales donde se
pretende construir una política de justicia reparativa para las personas víctimas, sus familias
y comunidad, ya que estos factores perpetuadores y estos mecanismos ideológicos resultan
de difícil visualización y erradicación o transformación. De hecho, una política de justicia
orientada a la disolución/transformación de las estructuras de impunidad, supondría el
diseño de estrategias proyectadas a varios decenios y generaciones, donde el objetivo no
sólo se centra en las reformas legales e institucionales, sino en el cambio de las estructuras
de producción simbólicas de subjetividades sociales, así como en el impulso de procesos
profundos de culturización democrática y de los derechos humanos.

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Algunos de los mecanismos ideológicos de culturización de la impunidad son: la
institucionalización, la legalización, la habituación, la normalización, la ritualización, la
socialización, la introyección y la valorización.

LA EFICACIA DEL OTRO SIMBÓLICO EN EL RECONOCIMIENTO DE LA HUELLA BORRADA


De acuerdo con lo expuesto y analizado sobre la impunidad a partir de los factores
psicosociales, se presenta la necesidad de formular propuestas de reparación que respondan
a la complejidad que nos presentan las políticas de impunidad en América Latina (Galtung:
1998). La primera propuesta para abordar esta complejidad se centra en repensar la
reparación en el Otro simbólico, y en particular, en las sentencias de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos contra los Estados parte, ya no como medidas de
reparación hacia una persona, grupo o comunidad (parte lesionada), sino plantear el
concepto de políticas de reparación como una visión estratégica, más allá de la
indemnización, la compensación y otras medidas, que se incluyan en el marco de una
estrategia global que haga frente a las políticas de impunidad en tanto estructura simbólica.
Considerando que la Corte Interamericana de Derechos Humanos se presenta como
un Otro simbólico con capacidad de restituir el estatuto simbólico y legal de una víctima de
violaciones a los derechos humanos y crímenes de lesa humanidad, es que esta instancia
cuenta con las facultades de procurar una justicia integral en tanto exigencia de
responsabilidad al Estado parte. Las sentencias de la Corte en materia de reparación
deberían incluir una perspectiva psicosocial de las políticas de impunidad, ya que el
impacto psicosocial y sociopolítico de éstas supone la implementación de medidas que más
allá de la cuantificación del daño, implica una serie de reformas estructurales en materia de
procuración de justicia y en materia legislativa, entre otras de carácter simbólico y moral.
Pasar de un visión sobre “medidas de reparación psicosocial”, a una sobre “políticas
de reparación”, nos plantea hacernos de un bagaje teórico-metodológico que pueda articular
una serie de medidas en una estrategia integral, que más allá de lo penal y lo jurisdiccional,
suponga el inicio de procesos de democratización, justicialización, ciudadanización y de
reformas estructurales que desarticulen el soporte simbólico de la impunidad, ya sea en su
consecuencia instrumental, como contexto posibilitador, o como cultura perpetuadota,
favoreciendo así una democracia postraumática.

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Proponemos una serie de categorías que consideramos pueden ser útiles en la
formulación de políticas de reparación como parte del Otro simbólico. Esta serie de
categorías se encuentran referidas al concepto de justicia. La justicia reparativa, la justicia
instaurativa y la justicia anamnética (Mate: 2003) se suman a la justicia penal.

En torno a las medidas y las políticas de “reparación”


Desde esta perspectiva proponemos una diferencia conceptual de la reparación, ya sea
utilizada en la categoría de “medidas de reparación” o en la de “políticas de reparación”, en
todo caso en la segunda acepción la utilizaremos como sinónimo de “políticas de justicia”.
Cuando se habla de medidas de reparación se evoca una serie de medidas jurídicas que
puede dictar la Corte a través de una resolución, tomando como referente el artículo 63.1, el
cual establece lo siguiente:
1. Cuando decida que hubo violación de un derecho o libertad protegidos en esta
Convención, la Corte dispondrá que se garantice al lesionado en el goce de su
derecho o libertad conculcados. Dispondrá asimismo, si ello fuera procedente, que
se reparen las consecuencias de la medida o situación que ha configurado la
vulneración de esos derechos y el pago de una justa indemnización a la parte
lesionada.
Este artículo da fundamento a una serie de medidas de reparación tales como la
restitutio in integrum, la indemnización, así como las seguridades y garantías de no
repetición. La limitación de estas medidas con respecto al daño ocasionado por las políticas
de impunidad en casos de crímenes de lesa humanidad, es que no contempla las
dimensiones psicosociales e históricas del daño, que si bien por estas medidas de reparación
se encuentran delimitadas a la “parte lesionada”, ya sea la persona víctima o en caso de
desaparición forzada, a los familiares, no contempla los factores analizados anteriormente.
POLÍTICAS DE REPARACIÓN
Justicia reparativa
• Como una forma de reconstruir los vínculos sociales a partir de otros referentes éticos y
políticos.
• Como una forma de resarcir, restaurar, reparar a las personas víctimas de los crímenes de lesa
humanidad.

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• Como una forma de juicio moral a los perpetradores.
Justicia instaurativa
• Como una forma de construir nuevos vínculos sociales.
• Como la posibilidad de construir una cultura de la paz, la noviolencia y el respeto por los
derechos humanos.
• Como una forma de construir otro orden moral y jurídico que imposibilite la repetición de las
violaciones a los derechos humanos.
Justicia anamnética
• Como justicia histórica, con la posibilidad de reconstruir la memoria histórica de los pueblos y
colectividades traumatizados.
• Como una forma de reconocer las injusticias que posibilitaron conflictos violentos, de tal
forma que no se repitan.
• Como una forma de elaborar el trauma, reconciliarse con la historia, y la posibilidad de
construir el perdón moral con base en la justicia, la verdad, la dignidad y la memoria.
Las medidas de reparación operan en torno a una conceptualización del daño a partir
de una “lesión”, sea esta material o moral, lo que supone que tanto la unidad de análisis
como el nivel de intervención será el individuo, y posiblemente su familia, y en caso de una
comunidad, serán el conjunto de individuos y sus familias.
Las políticas de reparación, a parte de integrar las medidas de reparación a los
sujetos lesionados, supondría el diseño de una estrategia integral que contemplara, aparte de
la justicia penal; la justicia reparativa, la instaurativa y la anamnética. Ahora bien, este tipo
de justicia no puede acotarse al sujeto lesionado (objeto de las medidas de reparación), sino
que contemplando los ámbitos, espacios, procesos, dimensiones y estructuras donde se
cristalizan las políticas de impunidad, se puedan sugerir, recomendar y exigir, de acuerdo a
las competencias de la instancia respectiva, una serie de medidas políticas y simbólicas que
se enmarquen en una estrategia orientada a la construcción de la democracia postraumática.

Medidas de justicia restaurativa


La reparación no debe de entenderse como un elemento añadido a las resoluciones de la
instancia del Otro simbólico, ni siquiera como una acción “complementaria” a las medidas
de carácter penal, sino que se debe entender a la reparación como una forma de justicia, y
en sí, una forma de hacer justicia. Hablamos entonces de justicia reparativa, entendiendo

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por ésta a una justicia, que más allá del juicio y castigo a los perpetradores, supone una
justicia orientada a la persona que fue víctima y las circunstancias que posibilitaron dicha
victimización, esto es, a las situaciones de injusticia e impunidad estructural (Mpilo: 2001).
Las medidas de reparación podrían ubicarse en el marco de una política de justicia
restaurativa, y éstas, a parte de las medidas de restitución, indemnización, satisfacción y
garantías de no repetición, podemos mencionar las siguientes medidas de reparación
psicosocial (Martín-Beristaín y Páez:2000):
MEDIDAS DE REPARACIÓN PSICOSOCIAL
Reconocer la • Favorecer el reconocimiento del sufrimiento de las víctimas.
verdad y el • Promover la investigación de algunos hechos del pasado.
sufrimiento • Esclarecer algunos casos que demanden específicamente los familiares.
Crear mecanismos • Crear Comisiones de la verdad.
de verdad y • Favorecer leyes y mecanismos de transparencia y rendición de cuentas.
atención a víctimas • Generar sistemas nacionales de atención a víctimas.
Dignificar a las • Reconocimiento de los hechos.
víctimas y sus • Peticiones de perdón por el daño ocasionado.
familias • Conmemoraciones públicas.
Escuchar y • Recoger testimonios y dar apoyo emocional.
acompañar a las • Generar mecanismos de protección y acompañamiento ante las instancias
víctimas de justicia.
• Dar voz pública al testimonio de las personas víctimas.
Proporcionar • Petición de medidas cautelares.
seguridad y • Promover acuerdos de paz y medidas de mediación o desescalamiento.
confianza • Construir espacios de debate sobre alternativas a la violencia.
• Fomentar la participación ciudadana en el diseño de políticas sobre
seguridad y justicia.
Ayudar a la gente • Medidas de indemnización.
en sus necesidades • Apoyo económico.
• Políticas de desarrollo social.
Prevenir las causas • Reconocer públicamente lo injusto del sufrimiento.
para que no se • Que los grupos más victimizados se sientan reconocidos en su dolor y
repitan respetados en sus derechos.

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• Que se conozcan y desmantelen los mecanismos que han hecho posible
la violencia.
• Plantear los cambios necesarios para la paz, la justicia y la democracia.
• Elaborar una versión de la historia inclusiva.
• Fomentar la educación para la paz y los derechos humanos.
Restablecer los • La verdad como una nueva forma de vinculación social.
lazos familiares y • Fomentar la reconciliación y el fin de hostilidades.
vecinales • Favorecer la cooperación, la solidaridad y la confianza social.
• Resignificar colectivamente los traumas psicosociales.
• Facilitar la organización y la participación ciudadana.
Apoyarse en • Invitar a los diferentes sectores de la sociedad civil a participar en los
organizaciones y procesos de política de justicia reparativa.
grupos de la
sociedad civil
Como se puede observar, en esta forma de justicia reparativa, las medidas no son
necesariamente jurisdiccionales, ni tampoco son de responsabilidad exclusiva del Estado,
sino que involucra a otros actores sociales. Es en este sentido que el Otro simbólico, a
través de sus resoluciones, es como puede delinear directrices generales en el marco de una
política de justicia reparativa de carácter no jurisdiccional, avalando simbólicamente la
actuación de instancias ciudadanas de derechos humanos.

Sobre una justicia que adviene palabra (justicia anamnética)


La justicia anamnética ha sido una de las formas de justicia simbólica que cuentan con un
respaldo cultural inmemorial, ya que ésta hace referencia a la memoria y la verdad, armas
fundamentales de toda resistencia de carácter cultural. Esta justicia ha sido practicada por
las más diversas comunidades en el orbe, representada a través del arte, la transmisión oral,
los ritos, la literatura, la música, los monumentos o el mismo linaje (lo Real de la
memoria). La justicia anamnética ha tenido como objetivo preservar la memoria de
acontecimientos traumáticos (en tanto verdad acontecimental para utilizar un término de
Badiou) a través de las generaciones, pero frente a una amenaza de amnistía, esto es, frente
a la imposición de la versión de los vencedores, la memoria es una forma de sobrevivencia

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simbólica, de garantizar la identidad, la cohesión y de dar sentido a una experiencia
presente que bordea la verdad traumática y constitutiva.
Hacer justicia anamnética es una forma de vitalidad simbólica para cualquier grupo
social, de donde se ha reconocido a través de la historia los peligros de olvidar, y que desde
las creencias animistas y religiosas esto supondría una afrenta con respecto a los orígenes,
que como en Ulises, a partir de Freud, la compulsión a la repetición no es más que un
síntoma de la negación de aquel núcleo traumático, de aquello de lo real que irrumpe en el
circuito simbólico y que se busca extirpar.
En el caso de las políticas de impunidad, el olvido supone un borramiento simbólico
de la huella anamnética, de aquella huella que da fe y constancia histórica sobre la
veracidad de un acontecimiento, que por otro lado, re-constituye la subjetividad de quienes
lo padecen. La negación de este acontecimiento supone precisamente la negación de la
inscripción simbólica de estos sujetos en el imaginario simbólico de una sociedad.
Las políticas de justicia anamnética se encuentran orientadas a prevenir el retorno de
aquello que fue expulsado (negado) de lo simbólico, tendiendo a elaborar y resignificar
dicho acontecimiento, integrándolo al registro simbólico e imaginario como una forma de
restablecer el estatus ontológico del sujeto negado por dicha negación-olvido. No olvidar
para no repetir. Sin embargo el olvido puede presentarse en dos momentos cronológicos.
Los olvidos del presente y los olvidos del pasado (Bilbao: 1999). La anamnesis busca la
reconstrucción del pasado y la elaboración del presente. Esto supone, en otro plano, el
restablecimiento de la conciencia moral de la sociedad, en el entendido de que toda
memoria lo es siempre de una tradición, y toda tradición supone una moralidad. La
memoria de las injusticias busca precisamente instaurar o reinstaurar el mandato moral de
la Ley, de la prohibición, restablecimiento que afirma el registro de esa memoria en el
plano simbólico, en el lazo social que posibilita un nuevo pacto social, ya no en base a la
mentira y el olvido, sino al reconocimiento del otro en tanto alteridad radical que no puede
ser usurpada o negada.
Algunas medidas simbólicas que pueden ser empleadas en el marco de una política
de justicia anamnética, son:
• Generar procesos nacionales de rescate de la memoria histórica con respecto a un
acontecimiento traumático no reconocido.

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


• Conformar comisiones de la verdad y el esclarecimiento histórico.
• Rescatar los testimonios de las personas víctimas y testigos.
• Integrar a la educación pública los acontecimientos y las versiones de las personas
víctimas.
• Construir museos de la memoria, así como impulsar proyectos artísticos y culturales
que den cuenta de esa memoria.
• Restablecer la conciencia moral de la sociedad a partir del reconocimiento público de
los agravios a las personas víctimas, así como a través de la aprobación y
promulgación de medidas legislativas tendientes reparar la memoria y prevenir dichos
crímenes y violaciones a los derechos humanos.

Hacia una democracia postraumática (justicia instaurativa)


Como su nombre lo dice, la justicia instaurativa se encuentra orientada a realizar una nueva
constitución, esto es, a construir un nuevo pacto sociopolítico y un nuevo orden moral
donde “nunca más” se repitan los crímenes de lesa humanidad ni las violaciones a los
derechos humanos, para esto, el diseño de un programa o agenda de reformas que
posibiliten transiciones pactadas hacia formas democráticas y ciudadanas de ejercer el
poder, representa un hecho que, no conforme con la “reparación”, se orienta a la
instauración de un nuevo orden. En esta concepción, la instauración pasa por un debate
político nacional postraumático donde todas y todos los actores deben contar con un
espacio que de cabida a una pluralidad de posiciones de sujeto con respecto al nuevo
proyecto.
La justicia instaurativa se entiende únicamente desde la perspectiva de que la
injusticia no es un acto azaroso, donde la impunidad representa sólo un caso aislado, sino
que por el contrario, supone que esta injusticia y esta impunidad es de orden estructural, lo
cual plantea una serie de reformas estructurales, tanto políticas, sociales, económicas, como
de carácter cultural, moral, simbólico y psicosocial. La justicia instaurativa, apoyándose en
las medidas penales, reparativas y anamnéticas, tiene el cometido de construir estructuras
simbólicas que garanticen el ejercicio de los derechos humanos, de las libertades
sociopolíticas, de las garantías jurídicas universalmente reconocidas, de los derechos
sociales, económicos y culturales, así como del restablecimiento del criterio ético-material

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de todo Estado, que es el deber de producir, reproducir y desarrollar la vida del sujeto
humano en comunidad (en términos positivos de una ética de la liberación de E. Dussel).
MEDIDAS DE JUSTICIA INSTAURATIVA
§ Construir una agenda política incluyente.
§ Pactar la transición pacífica hacia otro orden político.
§ Abolir las leyes que soportan privilegios, las desigualdades y la impunidad.
§ Generar procesos de participación y construcción ciudadana.
§ Promulgar leyes que limiten el abuso de poder por parte del Estado.
§ Ciudadanizar las corporaciones militares, de seguridad pública y de procuración de
justicia.
§ Realizar reformas penales acorde con los tratados y estándares internacionales en materia
de derechos humanos.
§ Fomentar una nueva cultura de la reconciliación basada en la verdad, la memoria, la
justicia y el respeto a la diversidad.
Los procesos y elementos hasta ahora mencionados nos plantean algo que hemos
venido apuntando, dado que lo indicado pudiera suponer sólo aspectos reformadores de un
sistema, cuya apelación al Otro simbólico pudiera representar la legitimación del Estado
como un factum. Sin embargo, aquello que apuntamos como una democracia postraumática
nos lleva a plantearnos, ex pos facto, no sólo la inexistencia del Gran Otro, sino del mismo
dislocamiento del lazo simbólico que soporta la escena social, posibilitando con esto (y
reconozco que es mera especulación) una vía transformativa radical, que me parece, en
términos sociopolíticos, más ardua y menos ingenua que la sola revolución o transición. De
esta forma, la democracia postraumática no es más que la asunción de esa Verdad
traumática que abre una brecha en la estructura ideológica para la conformación de un
espacio otro en tanto constitución de un nuevo orden simbólico, y por lo tanto, un modo
otro de producción simbólica.

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


Tercera victimización
Manual de uso de la impunidad de género

La reconciliación bajo sospecha


La reconciliación comunitaria es quizá uno de los temas más difíciles y menos abordados,
especialmente porque en determinados contextos históricos y en distintos discursos ha
cumplido un papel controversial, y en otros de franca oposición a los procesos de justicia
social y democratización. Peor aún, este concepto y otros que se asocian, tales como el de
perdón, cuentan con una clara oposición dentro del trabajo con mujeres que viven violencia
o agresión sexual, posicionándose así como un acto inadmisible dentro del trabajo con
perspectiva de género.
Nuestro abordaje no intenta desmentir las aseveraciones que se realizan a estos
conceptos y su consecuente implantación práctica, sino más bien trataremos de diferenciar
los tipos de trabajo de reconciliación, buscando diferenciarnos de los discursos
encubridores y perpetuadotes de la violencia, la injusticia y la impunidad, para plantear un
trabajo desde la reconciliación que más que oponerse a la justicia, la reivindica como un
elemento necesario e indispensable, así como de otros criterios éticos, políticos y
psicológicos como lo son la memoria, la verdad, la reparación, entre otros. Sobre la
diversidad de acepciones del término y su práctica, Carlos Martín-Beristain y Darío Páez
proponen los siguientes:
“Algunos sentidos de la (re)conciliación: construcción de la comunidad, de
relaciones vecinales, familiares, etc., desintegradas a causa del dolor, los recelos y el
miedo; construcción de una ideología no excluyente, un nuevo consenso social de
respeto a los derechos humanos; promoción de entendimiento entre culturas cuya
convivencia se ha visto deteriorada, promoviendo la comprensión mutua, respeto y
posibilidades de desarrollo; conversión moral, cambio personal, aceptación del otro
y reconocimiento de los propios errores, delitos, etc.; restitución de la integridad a
las víctimas y un camino de reconstrucción con sus experiencias de sufrimiento y
resistencia; hacer cuentas con el pasado por parte de los perpetradores y
responsables de las atrocidades; restablecimiento de la relación víctima-
perpetrador.” (Martín-Baristain y Paez: 2000, pp. 96-97).

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


Adelantamos estas acepciones con la intención de contar con una mirada mas abarcativa
sobre estos procesos, buscando superar las visiones intimistas del perdón como sentimiento,
así como de los discursos del perdón, que desde el poder, se transforman en políticas de
impunidad.

Anatomía de la impunidad de género


“En 1980 en la II Conferencia Mundial sobre las Mujeres, la Organización de las
Naciones Unidas (ONU) caracterizó la violencia contra las mujeres como el crimen
encubierto más extendido del mundo.” (Gem-Vereda-Temis: 2003, p. 15). Este
encubrimiento supone la impunidad, fenómeno que resulta de vital importancia ubicar
dentro de la conceptualización y ciclo del desastre social, en tanto dinamizador y
perpetuador de la violencia, así como elemento sociopatógeno para las poblaciones
vulnerables y es riesgo psicosocial en particular.
Entendemos por “impunidad de género” todo aquel acto que por razones de género
se sustrae de la acción de la justicia (penal, moral e histórica) a aquella persona que
menoscaba o lacere la dignidad e integridad física, psicológica y moral de las mujeres por
el hecho de ser mujeres. Esta impunidad de género presenta las siguientes características y
funciones:
FUNCIONES Y CARACTERÍSTICAS DE LA IMPUNIDAD DE GÉNERO
La impunidad La ausencia de castigo tiene tres dimensiones o ámbitos; el no ejercicio de la
como ausencia acción penal (impunidad penal), la no condena moral (impunidad moral) y el no
de castigo conocimiento de la verdad (impunidad histórica).

La impunidad La impunidad no es sólo la ausencia de castigo; un acto de omisión o negligencia


como acto de de la justicia. La impunidad penal, moral e histórica es un acto de violencia;
violencia directa, visible, racional, instrumental, con interés.

La impunidad La impunidad, más allá de un acto, es una situación, un microcontexto que


como contexto vulnera los derechos de las víctimas y posibilita el espiral de la violencia.

La impunidad La impunidad también es un conjunto de instituciones, hábitos, creencias,


como cultura actitudes y comportamientos que forman parte de las sociedades violentas: el
olvido, el autoritarismo, el trasfondo ideológico, el silenciamiento, la
desacreditación de la víctima, la omnipotencia del agresor, etc.

La impunidad La impunidad tiene una función política, envía el mensaje de que se haga lo que
como control se haga, los agresores nunca van a ser procesados, enjuiciados y castigados, por
social lo que es una forma de inducir el miedo colectivo, la inmovilidad y la apatía
social.

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


Como podemos observar, la impunidad de género tiene múltiples características y
funciones que lo hacen un fenómeno complejo. La impunidad no puede reducirse a una
ausencia de castigo penal, sino que también debe de verse en su doble faceta en relación a
la violencia familiar, sexual y de género: como impacto psicosocial y como generador de
otro tipo de violencia.
La impunidad posibilita la reedición de los traumas históricos, así como la
perpetuación de los conflictos sociales, en tanto que supone la continuación de un orden
injusto que se encuentra sustraído a la justicia.
Para abordar el problema de la impunidad de género se tiene que atender, por lo
menos, las cinco dimensiones antes mencionadas: 1) la impunidad como ausencia de
castigo, 2) la impunidad como acto de violencia, 3) la impunidad como contexto, 4) la
impunidad como cultura, y 5) la impunidad como control social.

Crimen sin castigo


Abordemos el primer elemento; la impunidad como ausencia de castigo.
Normalmente se asocia la ausencia de castigo con el no ejercicio de la acción penal y el
consiguiente enjuiciamiento y encarcelamiento de los responsables, de tal forma que por
oposición, justicia es igual a castigo y encierro. Creemos que la justicia tiene mas
posibilidades, y que el castigo y el encierro no es la única, y en nuestro caso, tampoco la
mejor forma de justicia. Para contar con un panorama más amplio de la justicia podemos
enumerar tres tipos de impunidad de género:
TIPOLOGÍA DE LA IMPUNIDAD DE GÉNERO
Impunidad La impunidad penal, es la prolongación de la violencia ejercida contra la mujer en
penal el ámbito de la procuración de justicia: inadecuado marco normativo, ausencia de
investigación, no ejercicio de la acción penal, mala integración de la averiguación
previa, parcialidad de los jueces, etc.

Impunidad La impunidad moral, es la violencia que se ejerce socialmente a través del


moral silencio, la minimización del hecho, así como la culpabilización a las víctimas y
la ausencia de sanción moral publica.

Impunidad La impunidad histórica, es la violencia que se ejerce por el olvido, la


histórica tergiversación de los hechos, la negación y la mentira institucionalizada.

Decimos que la impunidad penal no sólo es otra forma de violencia, sino la


prolongación de la violencia primera (familiar, sexual y de género) al ámbito de la

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


procuración y administración de justicia. Esto es, cuando una mujer se ve afectada en su
corporalidad, dignidad y seguridad personal por motivos de género (por el hecho de ser
mujer), en el caso que decida realizar una denuncia penal, se enfrenta con la siguiente ruta
crítica de la impunidad:

Primera victimización Ministerio Público


No se le cree a la víctima.
Violencia familiar, sexual y Culpabiliza a la víctima. Es Agresor
de género como comisión de sometida a revisiones e
No es detenido. Pude salir bajo
delito. interrogatorios denigrantes. No se
caución. La pena puede disminuir.
investiga. Mala integración de la Falta de pruebas. No repara el
averiguación previa, etc.
daño. Sigue hostigando y
amenazando. No se reintegra.
Policía Torturado e incomunicado.
Trata a la víctima como
delincuente. No cuenta con
capacitación y sensibilidad para Segunda
VÍCTIMA
atender este tipo de violencia. Se victimización
DENUNCIA encuentra coludido con el agresor.
Extorsión a la víctima y familiares

Jueces
Atención integral Falta de legislación
No se cuenta con este tipo de adecuada. Proceso largo y
Tercera victimización. atención. Es de bajo costoso. Es parcial a favor
presupuesto. Falta de los agresores.
Impunidad de género como capacitación al personal.
violencia directa y violación Mala atención a las víctimas.
a los derechos humanos.

La estrella de la impunidad penal se encuentra caracterizada por cinco puntas de la


violencia y tres procesos de victimización. Estas cinco puntas, cada una de ellas, ejerce
cierto tipo de violencia de acuerdo a su cota de poder y el lugar que ocupa dentro del
proceso, es así que tenemos a los elementos de la policía, el ministerio público y la policía
judicial, al agresor mismo, el juzgado y los sistemas de asistencia a las víctimas. A la par se
desarrollan tres procesos de victimización, la primera victimización que viene dada por la
violencia como comisión del delito, la segunda victimización que se realiza durante el
proceso penal, y la tercera victimización como la impunidad producto de ese proceso penal.

La impunidad moral a escena


Por otro lado y complementando el panorama de la impunidad penal, se encuentra la
impunidad moral. Así lo expone Bekerman (2000):
“Este conlleva, además, un elemento característico, que es la ostentación pública del
delito, al tiempo que se niega el haberlo cometido, se relativiza su importancia, o se
niega directamente su existencia. Es decir que, desde lo legal hay un crimen que no

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


se castiga, y desde lo moral, se agrega un componente que es la burla y el regodeo
abierto en esta prerrogativa de impunidad, ante un cuerpo social transformado en
mero espectador.” (Bekerman: 2000, p. 110).
La impunidad moral se caracteriza por los siguientes elementos:
§ No existe sanción moral de la violencia (ausencia de legislación, no tipificación,
normas sociales posibilitadoras, etc.).
§ Silencio y complicidad por parte de la comunidad (no se denuncia, se particulariza,
etc.).
§ Se culpabiliza y estigmatiza a la víctima (“se lo merecía”, “por vestirse atrevida”,
“seguro ella lo provoco”, “ella tuvo la culpa”, etc.).
El silencio y culpabilidad de la población se debe a un proceso de construcción de
subjetividad social ad hoc:
“Indudablemente, la impunidad tiene efectos directos en la vida cotidiana
individual, interviniendo en la estructuración de modos de ser, de pensar, de sentir,
en la conformación de códigos éticos y valorativos, es decir que la impunidad
produce subjetividad. Dentro del cuerpo social, asistimos también a sus gravísimas
consecuencias, siendo fundamental remarcar la acción de la impunidad como un
segundo estímulo traumático que va a incidir sobre las heridas abiertas [...],
extendiendo sus efectos a las generaciones siguientes.” (Bekerman: 2000, p. 110).
Para finalizar el cuadro, la impunidad histórica es aquella que oculta y distorsiona
los hechos, prevaleciendo el discurso de los victimarios, negando la voz a las víctimas,
negando los hechos, no reconociendo a las víctimas y enviándolas al olvido de la historia.
De estos tres tipos de impunidad se desprenden tres tipos de justicia: la justicia
penal (retributiva y restitutiva), la justicia moral y la justicia histórica. Reducir la justicia a
lo punitivo, entendiendo por esto el castigo y el encierro, es negar otras formas de justicia
que pueden tener un impacto sanador, no sólo para las víctimas, sino para la sociedad en su
conjunto. La justicia restitutiva, moral e histórica no se contraponen ni se jerarquizan, más
bien son otras vías que también deben de ser ocupadas.

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De la ausencia de castigo al acto de violencia
La otra dimensión de la impunidad tiene que ver con su caracterización como
violencia. La impunidad no es sólo un dejar hacer o dejar pasar, sino que la impunidad es
un acto racional y deliberado de violencia y violación a los derechos humanos. Esta
conceptualización es de suma importancia, porque supone el reconocimiento del estatuto de
la tercera victimización; aquella que es ejercida por la impunidad prolongada y que afecta a
la integridad física, psicológica y legal de las víctimas y familiares, así como de la sociedad
en su conjunto, representando una violación a los derechos humanos y un problema de
salud pública.
Un antecedente inmediato de esta conceptualización en el ámbito de lo legal nos lo
proporciona el caso Chileno.
“La aparición de esta nueva y grave sintomatología, que presentaba
psicodinamismos diferentes a la de los crímenes, nos hizo avanzar la hipótesis de
que con el tiempo, la impunidad induce mecanismos de perturbación intrapsíquica,
capaces de producir trastornos mentales iguales o aún más graves que la tortura. Lo
que nos permite fundamentar, desde el campo médico y psicológico, que la
impunidad es en sí y por sí misma una violación de derechos humanos.” (Rojas:
2000, p. 124).
Este planteamiento fue llevado ante los tribunales internacionales, incorporándolo
como un alegato en contra de Pinochet:
“Además reiteró que deberían incluirse en el procedimiento contra Pinochet los
1.198 casos de desaparición forzada de personas, citando una sentencia del Tribunal
Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo que condenó a Turquía y estableció
que la madre de un desparecido turco había sufrido un trato inhumano y degradante
asimilable a la tortura durante la ausencia de su hijo.” (Brinkmann: 1999, p. 181).
“[...]el planteamiento de éste que el sufrimiento de los familiares de detenidos
desaparecidos debe ser considerado tortura psíquica, y aprobó la extradición a
España del ex dictador.” (Brinkmann: 1999, p. 184).
De esta forma se crea un precedente para visibilizar a la impunidad de género como
una forma de violencia y violación a los derechos humanos, contando con un impacto
psicosocial, tanto en las víctimas como en la propia comunidad.

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La producción del contexto posibilitador
La impunidad en cuanto contexto posibilitador es una construcción social, pero ésta
sólo podría ser si la impunidad se produce como cultura. “La cultura por tanto engloba a
algo que es fundamental para la reproducción de la sociedad: los sistemas de valores que,
internalizados por los distintos sectores de dicha sociedad, explican en gran medida sus
conductas en los diversos ámbitos de la convivencia humana.” (Figueroa: 2000, p.70).
La impunidad como cultura y la impunidad como forma de control social se
encuentran íntimamente relacionadas (al igual que con las otras modalidades), por lo que la
exposición de una y otra la realizaremos conjuntamente a partir de dos elementos: 1) la
impunidad de género en tanto control social, se vehiculiza a través del miedo colectivo,
generando una cultura del miedo, y 2) la impunidad de género genera resentimiento social y
desintegración del tejido social.

Raíces de la cultura del miedo


La conformación de una cultura del miedo como parte de la impunidad de género
posibilita el control social. La cultura del miedo, al igual que la cultura del terror, está
basada en una cultura de la violencia.
“Hemos dicho ya que cuando la violencia deja de ser un accidente se convierte en
un hábito y en una costumbre; también se convierte en un hecho cultural. Los actos
de violencia más infames paulatinamente se van convirtiendo en parte de la
normalidad de la vida cotidiana y con ello el nivel de tolerancia hacia ellos va en
aumento.” (Figueroa: 2000, p. 76).
En términos concretos la cultura del miedo y del terror opera en las víctimas a través
del silencio, la culpa y la parálisis, suponiendo esto una forma de control social en tanto que
desmantela la subjetividad, reduciéndola a un objeto. Es este silencio forzado, a veces, la
única forma de sobrevivencia psicológica de las víctimas de las agresiones sexual y de la
violencia familiar. El silencio aísla y culpabiliza a la propia víctima, desresponsabilizando
al perpetrador, configurándose así una forma de opresión social y cultural.
Este silencio y este miedo se heredan y asignan socialmente, de tal forma que se
integran a la identidad y rasgos de las mujeres: sumisión y obediencia. Es miedo colectivo

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


en tanto que el temor no sólo se manifiesta frente al esposo-padre, sino frente a la propia
comunidad. La comunidad patriarcal regula el miedo y el silencio, lo administra a través del
discurso y la asignación de roles sociales, siendo cómplices de la impunidad, perpetuando
el silencio y el miedo a través de la reproducción y defensa de esos “valores” de sumisión y
obediencia.
El primer aprendizaje de una niña agredida sexualmente es el silencio. Aprender a
callar, convertir la agresión en secreto, y si es posible, en olvido. La víctima se
responsabiliza de la acción del agresor: “quizás yo lo provoque”. Sin embargo este miedo
no se da únicamente en el ámbito de lo privado, sino, como ya lo hemos expuesto, se da en
el ámbito del espacio público. Los espacios compartidos son apropiados simbólicamente
por los hombres, generando cierta inseguridad colectiva que paraliza, y que en muchas
ocasiones horroriza. El saber que esa violencia no será castigada genera miedo, lo que a su
vez posibilita la misma acción violenta. El miedo alimenta la violencia, y el silencio la
oculta.

Desintegración del tejido social


De aquí que la ausencia de justicia (moral, histórica y penal) favorezca el
resentimiento social y la descomposición del tejido social, desintegrando lazos y vínculos
de solidaridad y confianza. Aquí entramos al segundo elemento.
La confianza no sólo es importante para el óptimo desarrollo psicológico de los
seres humanos, especialmente en las primeras etapas de la vida, sino que resulta
fundamental para el desarrollo social. En este sentido todo vínculo social se encuentra
sustentado por cierto ingrediente de confianza, sin la cual dicho vínculo sería inexistente.
La impunidad en tanto forma de control social y contexto posibilitador altera los vínculos
de confianza y solidaridad para reemplazarlos por relaciones de competencia, exclusión y
opresión con sustento en el resentimiento social, el odio y el miedo.
Como lo expone Martín-Baró, citando a Castilla del Pino, “El término
resentimiento, es bien sabido, suele ser utilizado con un sentido negativo: indicaría un
rechazo contra algún hecho o persona sin suficiente base o justificación, un odio social
gratuito. Sin embargo, ésta es una comprensión simplista del resentimiento, que pone de

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manifiesto la ideologización devaluadota de todo lo que supone oposición a los intereses
sociales dominantes.” (Martín-Baró: 1983, p. 410).
En el ámbito de la violencia social y cotidiana el resentimiento social “es posible
que la conciencia de la desigualdad sea el punto originario” (Martín-Baró: 1983 p. 411). “El
resentimiento ha dado lugar, en cada situación histórica concreta, a un paso más y mejor
sobre la estimativa precedente del ser humano” (Martín-Baró: 1983, p. 411). De tal forma
que, si bien el resentimiento constituye una situación de conflicto, confrontación y
polarización social, también supone una toma de conciencia sobre la injusticia, en tanto que
los sujetos se sienten afectados y dañados. Pero también avizora la posibilidad de que ese
sentimiento y esa actitud puedan dar lugar a proyecciones de esperanza.
Lo cierto es que en muchos de los casos y de las condiciones socioculturales, el
resentimiento, más que favorecer un proceso de toma de conciencia y transformación,
supone la entrada en el círculo vicioso de la violencia, el poder y la impunidad, esto es, la
venganza tras el odio, lo que supone una situación de descomposición del tejido social y de
los vínculos de solidaridad en el marco del respeto a la dignidad humana y la diversidad. El
fundamentalismo puede se una expresión ideológica del odio tras el resentimiento social.

Políticas de reconciliación
Sin lugar a dudas el odio, el resentimiento, el silencio, el miedo y el olvido son
algunas de las consecuencias psicosociales y político-culturales de la impunidad de género
en el marco de la violencia familiar y sexual. El cometido de la reconciliación social como
parte del método 3R es integrar la memoria, la verdad y la justicia como referentes
culturales, políticos y operativos en el trabajo comunitario.
La impunidad del olvido y su consecuente negación, es un crimen que afecta lo más
profundo del ser humano: el derecho a existir, a ser reconocido como ser humano. El olvido
supone la expropiación de la palabra, a través de la cual se da la anulación de la identidad y
la cultura, de la dignidad y la existencia. El olvido no es sólo una ausencia, sino el imperio
de una razón, de la razón de la barbarie sobre la razón del Otro.
Construir una política de la reconciliación con comunidades traumatizadas por la
violencia familiar, sexual y de género, supone la reconstrucción de la memoria (individual,
social e histórica) como una forma de afirmación, pero también de resistencia creativa

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contra el Olvido y la Memoria del poder, que es desmemoria de los y las oprimidas.“La
memoria es, pues, en ese sentido “un principio esperanza”; guarda en su núcleo el sentido y
la idea de un futuro que no es prolongación lineal y mecánica del presente, sino una
escisión: el reducto de un “tiempo utópico”.” (Tischler: 2000, pp. 12-13).
Las políticas del silencio y el olvido ante los traumas familiares y sociales que
implementa el discurso hegemónico patriarcal (machista) constituyen un eje articulador de
la subjetividad femenina, reducto de la otredad a la mismidad, asimilación hegemónica de
la corporalidad sexuada como objeto de deseo. Por eso, la construcción de la memoria del
otro-a es inconmensurable a la Memoria-Olvido del opresor. De esta forma, la
reconstrucción narrativa de la historia familiar desde la negación es una acción afirmativa
sobre un hecho negado, que también se posiciona como una resistencia creativa con miras
al futuro.
“La huella de las experiencias vividas real o imaginariamente por un grupo social es
lo que nosotros denominamos memoria colectiva. La memoria puede ser igualmente
descrita como el conjunto de “representaciones, imágenes, saberes teóricos y
prácticos, comportamientos, actitudes, etc. que un grupo o una sociedad acepta en
nombre de la continuidad necesaria entre el pasado y el presente”. La memoria se
inscribe en el marco de la construcción de las identidades colectivas en tanto
expresa siempre un pasado compartido que permite autorreconocerse y distinguirse
de otros grupos. Por consiguiente, la memoria constituye un elemento integrador,
cohesionador, sin el cual no puede hablarse sociológicamente de grupo social.”
(Rajchenberg y Héau-Lambert: 2000, pp. 26-27).
La construcción de comunidades antihegemónicas de víctimas pasa necesariamente
por este re-conocimiento como “victimas-afectadas” a través de la memoria colectiva, en
tanto que ésta, más allá del elemento integrador y cohesionador, también supone un
proyecto alternativo al poder de la Memoria. “La memoria es vista como resistencia al
poder, reducto de lucha contra el discurso y las prácticas del poder, es decir lugar de
elaboración de una subjetividad crítica. Por eso, como se verá, hacemos una distinción entre
la Memoria con mayúsculas, que sería la expresión del poder, y la memoria o memorias
como expresiones de la resistencia.” (Tischler: 2000, pp. 19).

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Hablar de memoria y Memoria, también nos lleva a hablar de olvido y Olvido.
Tema por demás complejo, especialmente para una ética de la memoria, donde el Olvido se
plantea como un silenciamiento, un ocultamiento o amnesia que se impone como la razón
de los vencedores. Rajchenberg y Héau-Lambert, realizan la siguiente aproximación a esta
complejidad:
“El trabajo de memoria no sólo consiste en registrar para recordar, sino también
para olvidar. ¿Hubieran podido vivir los sobrevivientes del holocausto si no
hubieran procurado olvidar los horrores de la persecución, del genocidio y del
universo concentracionario? Evidentemente, una experiencia tan dramática no pude
ser borrada, sino callada para que el grupo pueda existir sin tener que portar las
imágenes del holocausto. El olvido es, en el campo de la memoria, el equivalente a
la relación que hay entre la palabra y el silencio. Como es sabido, así como el
silencio es palabra porque está cargada de significado, el olvido es parte del trabajo
de memoria. El olvido no es amnesia, hoyo negro de la memoria; es el silencio en la
memoria, diferente también de la desmemoria.” (Rajchenberg y Héau-Lambert:
2000, pp.26-27).

Del “me olvido” al “no me acuerdo”


Es en este inter, entre la memoria traumática y el olvido traumático (como
negación) donde entra en escena el perdón para sanar el olvido traumático. “[...] el olvido
es parte de la memoria y la memoria no puede ser total. Es necesario por tanto afirmar el
lugar del olvido. Si no se puede olvidar no se puede perdonar. Ha de haber un cierto olvido
y un olvido cierto: algo ha de olvidarse y ese algo es identificable. Aventuramos la idea de
que el sano olvido presente en el perdón ha de ser precisamente el del dolor y sufrimiento
vividos y, por tanto, también el odio derivado de los mismos.” (Bilbao: 1999, p.21). De
aquí podemos distinguir a la memoria traumática que nos encadena al pasado, de la
memoria sanada, la cual supone el sano olvido, tanto del dolor sufrido como del odio
consecuente.
Galo Bilbao Alberdi (1999, p. 21) propones tres características de la memoria
mediada por el perdón:

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


a) Una memoria imperfecta que posibilite la creatividad y su constante construcción y
resignificación.
b) Una memoria sanada, que recuerda la injusticia pasada para que no se repita y que
recuerda precisamente la injusticia como perdonada.
c) Una memoria inmanipulable y exigente para todos, que sirva no para ocultar las
injusticias actuales sino precisamente para evitarlas.
Entre la memoria sanada y el sano olvido se encuentra el perdón: “es bueno recordar
la ofensa para que no vuelva a repetirse, pero ha de recordarse como perdonada”. (Bilbao:
1999, p. 22). De esta forma el olvido no es negación de la ofensa. El sano olvido (mediado
por el perdón) “no es posible si tratamos de negar la evidencia de la ofensa sufrida y el
dolor que ésta ha generado. No podemos exigirnos renunciar a una parte de nosotros
mismos de esa manera, sería automutilarnos en cierta forma. Sólo reconociendo el
sufrimiento que nos ha provocado la ofensa estamos en condiciones de iniciar el camino del
perdón.” (Bilbao: 1999, p. 22).
Desde esta perspectiva podemos configurar una relación más compleja entre la
memoria y el olvido asociada a eventos traumáticos. Caracterizamos tres tipos de relaciones
entre la memoria y el olvido a partir del poder, el trauma y el perdón.
a) La Memoria como la razón de los vencedores, supone el Olvido como negación de la
vida, la identidad y la existencia de las víctimas.
b) La memoria traumática como resistencia frente al poder y actualización del dolor,
supone el olvido como evitación de la actualización del dolor traumático y persistencia
del odio-resentimiento.
c) La memoria sanada como resistencia al poder y recuerdo de la ofensa como perdonada,
supone el sano olvido como sanación del recuerdo doloroso y del odio.
Para que una ética-política de la memoria pueda superar las hostilidades debe
suponer una ética-psicológica del perdón. Sin embargo no podemos ser ingenuos, en tanto
que la utilización ideológica de estos conceptos ha sido utilizada ampliamente por los
vencedores. “Una revisión histórica señala como las leyes de amnistía y los indultos han
tenido siempre un doble propósito: garantizar la impunidad de los responsables, en muchos
de los casos de ambos bandos en conflicto, renunciando a toda sanción en nombre del bien
común y de la paz social.” (Lira: 2000, p. 140).

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Toda política de la impunidad se encuentra sustentada sobre el Olvido de la verdad
y la Memoria de la mentira. Esta mentira es el ocultamiento sistemático de la realidad.
Martín-Baró caracteriza a este fenómeno como “mentira institucionalizada”, proponiendo
las siguientes características (Martín-Baró: 1988, pp. 73-74):
a) Es una versión oficial de los hechos que ignora aspectos cruciales de la realidad,
distorsiona otros e incluso falsea o inventa otros.
b) Cuando, por cualquier circunstancia, aparecen a la luz pública hechos que contradicen
frontalmente la “historia oficial”, se tiende alrededor de ellos un “cordón sanitario”, un
círculo de silencio que los relega a un rápido olvido o a un pasado, presuntamente
superado por la evolución de los acontecimientos.
c) La expresión pública de la realidad, la denuncia de las violaciones a los derechos
humanos y, sobre todo, el desenmascaramiento de la historia oficial, de la mentira
institucionalizada, son consideradas actividades “subversivas”.
La mentira institucionalizada trae consigo varias consecuencias psicosociales para
las víctimas en tanto que se las silencia, se niega o se distorsionan los acontecimientos,
culpabiliza a la víctima, se niega su dolor y sufrimiento, se les aísla y estigmatiza, y en
determinadas circunstancias se les persigue junto con las personas que se solidarizan (De
Murguía: 2001, Ibarra: 1999, Martín-Baristain y Riera: 1992). Ante estas circunstancias la
exigencia de verdad se hace imprescindible.
“Este saber llamado verdad, ha sido buscada, en muchos casos, como el sustituto de
la justicia penal. Decir lo ocurrido, se ha dicho, permite restablecer un orden ético,
en términos de principios, restablecer la dignidad de los perseguidos, reconocer la
injusticia cometida con ellos.” (Lira: 2000, p. 146).

El papel de la memoria
Como apunta Elizabeth Lira, la verdad es un sustituto de la justicia penal,
conformándose como otro tipo de justicia: la justicia anamnética (Reyes-Mate: 2003, pp.
100-125). La justicia anamnética o justicia de la memoria tiene por mandato:
a) En el primer nivel, la memoria tiene por tarea evitar la repetición de la catástrofe. Si
olvidamos el pasado, el crimen pasado, nada impide que el asesino ande suelto. Y que
la historia se repita. Si olvidamos la injusticia o si la damos por prescripta, entonces

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


todo es posible, todo está permitido. El acento está puesto, en ese primer momento, en
los supervivientes.
b) El recuerdo mantiene vivos, vigentes, los derechos que una vez le fueron negados o
pisoteados. La memoria equivale entonces a exigencia de justicia y olvido es sanción de
la injusticia. La memoria no es un adorno sino un acto de justicia.
c) Si la memoria es un acto de justicia, entonces no podemos frustrar a las víctimas,
ofreciéndoles una justicia retórica. Lo que esta en juego no es sólo el reconocimiento
del derecho a la felicidad de las víctimas, sino mucho más: la exigencia de felicidad, de
esa felicidad que tuvieron tantos seres humanos y de la que a ella se les privó
injustamente.
En el caso Chileno, Lira apunta lo siguiente con respecto a la verdad y la justicia
anamnética:
“El reconocimiento de su dolor y padecimiento, desde otros, valida su experiencia
como real. Esta fue una función respecto de la Verdad, que desempeñaron los
organismos de derechos humanos bajo regímenes dictatoriales. Función de gran
importancia subjetiva para las víctimas, puesto que la autoridad política negaba tales
hechos, invalidando la experiencia del sujeto y transformando una realidad
aterradora en un hecho inexistentes. Esta situación tenía efectos muy angustiantes
en los individuos, ya que en la mayoría de los casos, al salir del recinto secreto de
detención debía firmar que no había sido flagelado y debía negar todo el horror
sufrido.” (Lira: 2000, p. 143).
En el caso Sudafricano, los juicios públicos y no tanto el castigo, fueron una forma
de justicia anamnética y restitutiva:
“A menudo esta es la primera vez en que la familiar y la comunidad de un
solicitante se enteran de que un hombre en apariencia decente fue, por ejemplo, un
torturador insensible o un miembro de un escuadrón de muerte despiadado que
asesinó a muchos adversarios del régimen anterior. Por lo tanto, sí se paga un
precio. La revelación ante la gente trae como consecuencia la vergüenza pública.”
(Mpilo: 2001, p. 13).

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


Otra justicia es posible
Renunciar a la justicia penal, aún en los casos de genocidio (Sudáfrica) no significa
renunciar a otras formas de justicia. “Las reacciones instintivas confunden hacer justicia
con castigar al culpable; y eso pasa también en el derecho. Pero cuando el castigo al
culpable pierde de vista su objetivo de justicia (reparar el daño, impedir que se repita,
procurar la reeducación del criminal, etc.), entonces hacer justicia tiene algo de venganza.”
(Reyes-Mate: 2003, p. 101) “Creemos que existe otro tipo de justicia –una que restituye,
que no está tan interesada en el castigo sino en corregir las desproporciones, en restaurar las
relaciones rotas– con curación, armonía y reconciliación. Tal justicia se enfoca en la
experiencia de las víctimas; de aquí la importancia de la reparación.” (Mpilo: 2001, p. 13).
En el judaísmo se cuenta con la figura cabalística del tikkun, que expresa la idea de
redención entendida como vuelta de todas las cosas a su estado original. En el cristianismo
se cuenta con la de apocatástasis, que evoca, por un lado, la idea de restitutio
(reestablecimiento del estado original de las cosas) y, por otro, la de un novum (anuncio de
un nuevo futuro). Restitución con proyección al futuro, como oportunidad de una
humanidad restituida y restablecida (Reyes-Mate: 2003, p. 114).
De esta forma la reparación forma parte de la justicia, pero también la justicia forma
parte de la misma reparación. Es así como justicia y reparación son interdependientes, las
dos se contienen, determinando su importancia, prioridad y jerarquía de acuerdo a las
circunstancias históricas. De aquí que podamos hablar de una justicia restitutiva junto a la
justicia anamnética antes apuntada. Algunos elementos de la reparación planteados por la
Comisión de Derechos Humanos de la ONU son (Etxeberria: 1999, p. 78): a) como
restitución en lo posible de lo perdido; b) como indemnización por los daños sufridos; c)
como readaptación a la normalidad, con costes médicos y jurídicos; d) como reparación de
carácter global: declaraciones oficiales de rehabilitación de las víctimas, de asunción de
responsabilidades, ceremonias conmemorativas, monumentos, homenajes, reformulación de
la historia, etc.; e) garantías de no repetición.
Cepeda y Girón (1997) proponen tres fases de la reparación: 1) fase de la verdad, 2)
fase de la justicia, y 3) fase de la reparación. Esto de acuerdo a que “el olvido es posterior a
la instauración de la verdad y de la labor de reconstrucción de la memoria; y que el

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momento de pensar el perdón es posterior a la instauración de la justicia y de la sanción
social de las responsabilidades” (Cepeda y Girón: 1997).
Cabe mencionar que la memoria, la verdad y la reparación son elementos
fundamentales para hacer justicia, sin embargo éstos no operan de forma mecánica, de tal
suerte que el hacer memoria no conlleva a una no-repetición, ni tampoco la verdad por si
misma sana las heridas o impide la reedición de otras formas de violencia. La memoria, la
verdad y la reparación son necesarios más no suficientes. Pero ¿suficientes para qué?
Suficientes para transformar las condiciones que posibilitaron las injusticias. Suficientes
para transformar los sistemas (familiar, comunitario, societario) organizados por traumas.
Suficientes para saldar y cerrar las deudas y traumas heredados por generaciones anteriores.

Trauma psicosocial y procesos de perdón


En este momento se hace necesario integrar al trabajo de reconstrucción de las
memorias, de búsqueda de la verdad y de restitución de la dignidad y el derecho de las
víctimas, las perspectivas de la ética-política del perdón y la psicosociología de la
elaboración traumática. Una memoria que se ancle en el odio y resentimiento puede
organizar un sistema donde la víctimas se identifique con el victimario y repita esa escena
traumática con una inversión de roles. Es así como la ética-política del perdón y la
perspectiva psicosocial de la elaboración traumática son procesos importantes, difíciles y
temporalmente largos.
El perdón, desde una perspectiva ético-cívica tiene las siguientes características
(Bilbaro: 1999, p. 48):
a) Tiene una potencialidad universalizadora. Todo sujeto es susceptible de ser perdonado,
pues participa de la misma condición y dignidad humanas que el resto, y la recepción
del perdón posibilita para una vida más plena y adecuada.
b) El perdón no puede imponerse, a nadie se le puede obligar a personar.
c) El perdón no va contra la justicia, sino más allá de ella (pasando por ella).
El perdón también cumple una función preventiva en tanto se conciba como una
forma de cultura (Bilbao: 1999, p. 50):
a) Asegura relaciones de justicia y reconocimiento que hagan innecesario su uso.
b) Practicar el perdón para no acumular agravios ni desarrollar venganzas.

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c) Busca disponer de un sistema penal humanizado: la pena ha de ser sobre todo
oportunidad de reintegración social.
Desde una perspectiva ético-política, el perdón tiene como virtud “la de volverse
sobre el pasado para revivirlo de otra manera y hacerlo así nuevo, haciendo nuevo el
presente y proyectándolo hacia el futuro en paz” (Etxeberria: 1999, p. 94-95). Etxeberria
cita a Ricoer: “Pero el sentido de lo que nos ha sucedido, lo hayamos hecho o lo hayamos
sufrido, no está fijado de una vez por todas [...]. Lo que puede ser cambiado del pasado es
su carga moral, su peso de deuda por el que pesa a la vez sobre el proyecto y sobre el
presente. Es así como el trabajo del recuerdo nos pone en la vía del perdón en la medida en
que éste abre la perspectiva de una liberación de la deuda, por conversión del sentido
mismo del pasado” (citado por Etxeberria: 1999, p. 95).
La ética-política del perdón asociada a la justicia anamnética, se encuentra en
consonancia con la perspectiva psicosocial de la elaboración del trauma, en tanto que la
memoria traumática debe ser sanada, y esta sanación no se da sin un proceso de
elaboración, reelaboración y perelaboración, sobre su vaciamiento de sentido y
resignificación, sobre un proceso de duelo y la construcción de otra narrativa, otra forma de
recordar lo traumático, rompiendo con la deuda obsesiva y el resentimiento. El proceso de
elaboración del trauma posibilita la constitución de un nuevo proyecto sobre la base de una
nueva sensibilidad, sobre la fortaleza de un momento adverso. La crisis traumática como
amenaza, pero también como oportunidad.
En el caso de los sistemas organizados por traumas heredados generacionalmente,
donde la violencia se introyecta como patrones de comportamiento y cultura, la elaboración
psicosocial supone una reculturización, esto es, la deconstrucción de las formas y
mecanismos en que opera y reedita culturalmente la escena traumática y la re-construcción
de la cultura a partir de esa elaboración, no solo re-organizando el sistema (un nivel
superior de reedición), sino transformando el propio sistema, pro-yectando un sistema-otro.
Desde esta perspectiva, la reconciliación que proponemos, no por distanciarse de las
versiones ideologizadas, encubridoras y perpetuadotas de la impunidad y la violencia, no
cuenta con dificultades y peligros, especialmente cuando hablamos de problemas como la
violencia familiar, sexual y de género. Ante todo nuestro planteamiento pasa por configurar
“políticas” de los cursos de acción en el trabajo comunitario, espacio intermedio desde

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


donde la mediación ecomunitaria puede articular diferentes niveles y ámbitos. En este
sentido es que hemos tomado ejemplos y perspectivas, que aunque no analicen el tipo de
violencia de nuestro interés, nos proporcionan elementos para realizar un trabajo desde
nuestros niveles de intervención y unidades de análisis.
Una primera aproximación de lo que podríamos entender por reconciliación
comunitaria frente a la impunidad de género con poblaciones traumatizadas por la violencia
familiar, sexual y de género, es la siguiente:
Se trata de un proceso comunitario, psicosocial y sociopedagógico que trabaja con
los diferentes sistemas (micro, endo, exo y macro) para:

a) Construir y reconstruir la memoria colectiva a partir del conocimiento de la verdad,


identificando a las personas víctimas para reconocer su sufrimiento y recuperar su
dignidad, asignar responsabilidades para lograr el reconocimiento de los abusos, y
propiciar la significación y resignificación de los acontecimientos;
b) Procurar justicia penal, anamnética y restitutiva a las personas víctimas de la violencia,
investigando los hechos, deteniendo y enjuiciando a los perpetradores, sancionando
moral y legalmente los hechos, así como el derecho a la restitución, compensación,
rehabilitación y garantías de no-repetición;
c) Posibilitar el perdón moral por parte de la persona víctima, mostrar arrepentimiento por
parte del perpetrador, proporcionando medidas de reeducación y reintegración social al
perpetrador, elaboración de una memoria traumática sanada de la ofensa y de un sano
olvido sobre el dolor, construcción de un nuevo orden moral, reconstrucción de los lazos
sociales a partir del fin de hostilidades, odio y resentimientos, así como de la
construcción de relaciones basadas en la diversidad y el respeto a los derechos humanos;
y
d) Avances en la deconstrucción del contexto posibilitador heredado y reeditado de la
violencia, construcción de un sistema-otro de desarrollo humano justo y equitativo sobre
la base de la memoria histórica como garante de no repetición.
Creo importante subrayar el carácter ideal de esta aproximación, sin embargo es
propia de un conocimiento histórico que refleja su complejidad y búsqueda de plenitud, aún
y cuando en determinados contextos históricos sea imposible, inoperable o indeseable. Sin

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


embargo preferimos equivocarnos en el intento, que asumir la posición complaciente de
nuestra realidad de impunidad, odio y perpetuación de la violencia cotidiana.

Violencia bajo sospecha/Miguel Angel Pichardo Reyes


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