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¿QUIÉN POSEE LOS DATOS?

(Por Yuval Noah Harari)


Si queremos evitar la concentración de toda la riqueza y el poder en manos de
una pequeña élite, la clave es regular la propiedad de los datos. En tiempos
antiguos, la tierra era el bien más importante del mundo, la política era una
lucha para controlar la tierra y evitar que se concentrara demasiada en unas
pocas manos, la sociedad se dividía en aristócratas y plebeyos. En la época
moderna, las máquinas y fábricas resultaron más importantes que la tierra, y
las luchas políticas se centraron en controlar estos medios vitales de
producción. Si demasiadas máquinas se concentraban en unas pocas manos,
la sociedad se dividía en capitalistas y proletarios. En el siglo XXI, sin
embargo, los datos eclipsarán a la vez la tierra y la maquinaria como los
bienes más importantes, y la política será una lucha para controlar el flujo de
datos. Si los datos se concentran en unas pocas manos, la humanidad se
dividirá en diferentes especies.
La carrera para poseer los datos ya ha empezado, encabezada por gigantes
de los datos como Google, Facebook, Baidu y Tencent. Hasta ahora, muchos
de estos gigantes parecen haber adoptado el modelo de negocio de los
«mercaderes de la atención».[2] Captan nuestra atención al proporcionarnos
de forma gratuita información, servicios y diversión, y después revenden
nuestra atención a los anunciantes. Pero las miras de los gigantes de los datos
apuntan probablemente mucho más allá que cualquier mercader de la
atención que haya existido. Su verdadero negocio no es en absoluto vender
anuncios. Más bien, al captar nuestra atención consiguen acumular
cantidades
inmensas de datos sobre nosotros, que valen más que cualquier ingreso
publicitario. No somos sus clientes: somos su producto.
A medio plazo, esta acumulación de datos abre el camino para un modelo
de negocio radicalmente diferente cuya primera víctima será la misma
industria de publicidad. El nuevo modelo se basa en transferir la autoridad de
los humanos a los algoritmos, incluida la autoridad para elegir y comprar
cosas. Una vez que los algoritmos elijan y compren cosas por nosotros, la
industria tradicional de la publicidad quebrará. Pensemos en Google. Google
quiere llegar a un punto en que podamos preguntarle cualquier cosa y
conseguir la mejor respuesta del mundo. ¿Qué ocurrirá cuando podamos
preguntar a Google: «¡Hola, Google! Basándote en todo lo que sabes de
coches y en todo lo que sabes de mí (incluidas mis necesidades, mis
costumbres, mis opiniones sobre el calentamiento global así como mis
opiniones sobre la política en Oriente Próximo), ¿cuál es el mejor coche para
mí?». Si Google puede darnos una buena respuesta, y si aprendemos por
experiencia a confiar en la sabiduría de Google en lugar de en nuestros
propios sentimientos, fácilmente manipulables, ¿qué utilidad tendrían los
anuncios de automóviles?[3]
A largo plazo, al unir suficientes datos y suficiente poder de cómputo, los
gigantes de los datos podrían acceder a los secretos más profundos de la vida,
y después usar tal conocimiento no solo para elegir por nosotros o
manipularnos, sino también para remodelar la vida orgánica y crear formas de
vida inorgánicas. Vender anuncios puede ser necesario para sostener a los
gigantes a corto plazo, pero a menudo estos valoran apps, productos y
empresas según los datos que recogen más que según el dinero que generan.
Una aplicación popular puede carecer de modelo de negocio e incluso perder
dinero a corto plazo, pero mientras absorba datos podría valer miles de
millones.[4] Incluso si no sabemos cómo sacar partido de los datos hoy en
día, vale la pena mantenerla porque tal vez posea la clave para controlar y
determinar la vida en el futuro. No tengo la certeza de que los gigantes de los
datos piensen de forma explícita en estos términos, pero sus acciones indican
que valoran la acumulación de datos más que los meros dólares y centavos.
A los humanos de a pie puede costarles mucho resistirse a este proceso. En
la actualidad, a la gente le encanta revelar su bien más preciado (sus datos
personales) a cambio de servicios gratuitos de correo electrónico y de
divertidos vídeos de gatos. Es un poco como las tribus africanas y americanas
nativas que sin darse cuenta vendieron países enteros a los imperialistas
europeos a cambio de cuentas de colores y abalorios baratos. Si, más
adelante, la gente común decidiera intentar bloquear el flujo de datos, quizá
se daría cuenta de que cada vez resulta más difícil, en especial porque podría
acabar dependiendo de la red para todas las decisiones que tomara, e incluso
para el cuidado de su salud y su supervivencia física.
Humanos y máquinas podrían fusionarse de una manera tan completa que
los humanos quizá no lograran sobrevivir si se desconectaran de la red.
Estarían conectados desde el seno materno, y si más adelante eligiéramos
desconectarnos, las agencias de seguros podrían rechazar asegurarnos, los
patronos rehusar contratarnos y los servicios de asistencia sanitaria negarse a
cuidar de nosotros. En la gran batalla entre la salud y la privacidad, es
probable que gane la salud sin despeinarse.
A medida que cada vez más y más datos fluyan de nuestro cuerpo y
cerebro a las máquinas inteligentes a través de los sensores biométricos, más
fácil les resultará a las empresas y a los organismos gubernamentales
conocernos, manipularnos y tomar decisiones en nuestro nombre. Y lo que es
aún más importante: podrán descifrar los mecanismos íntimos de todos los
cuerpos y cerebros, y de esta manera obtener el poder para diseñar la vida. Si
queremos impedir que una reducida élite monopolice estos poderes
cuasidivinos y evitar que la humanidad se divida en castas biológicas, la
pregunta clave es: ¿quién posee los datos? Los datos sobre mi ADN, mi
cerebro y mi vida, ¿me pertenecen a mí?, ¿pertenecen al gobierno?, ¿a una
empresa?, ¿al colectivo humano?
Permitir a los gobiernos que nacionalicen los datos refrenará
probablemente el poder de las grandes empresas, pero también podría
desembocar en espeluznantes dictaduras digitales. Los políticos son un poco
como los músicos, y los instrumentos que tocan son el sistema emocional y
bioquímico humano. Sueltan un discurso, y una oleada de temor recorre el
país. Tuitean, y se produce un conato de odio. No creo que debamos dar a
estos músicos un instrumento más refinado para que lo toquen. Una vez que
los políticos puedan pulsar nuestros botones emocionales directamente,
generando ansiedad, odio, alegría y aburrimiento a voluntad, la política se
convertirá en un mero circo emocional. Aunque hemos de temer mucho el
poder de las grandes empresas, la historia sugiere que no estaremos
necesariamente mejor en manos de gobiernos superpoderosos. En marzo de
2018, yo preferiría dar mis datos a Mark Zuckerberg que a Vladímir Putin
(aunque el escándalo de Cambridge Analytica reveló que quizá no tengamos
mucha elección, pues cualquier dato que confiemos a Zuckerberg bien podría
acabar llegando a Putin).
La propiedad de nuestros datos puede resultar más atractiva que ninguna
de estas dos opciones, pero no está claro qué significa eso en realidad.
Tenemos miles de años de experiencia en la regulación de la propiedad de la
tierra. Sabemos cómo construir una cerca alrededor de un campo, situar un
guarda en la puerta y controlar quién entra. A lo largo de los dos últimos
siglos hemos extremado en grado sumo la complejidad en la regulación de la
propiedad de la industria; así, hoy en día puedo poseer un pedazo de General
Motors y una pizca de Toyota si compro sus acciones. Pero no tenemos
mucha experiencia en regular la propiedad de los datos, que es en sí misma
una tarea mucho más difícil, porque a diferencia de la tierra y las máquinas,
los datos están por todas partes y en ningún lugar al mismo tiempo, pueden
desplazarse a la velocidad de la luz y podemos crear tantas copias de ellos
como queramos.
De modo que lo mejor que podemos hacer es recurrir a nuestros abogados,
políticos, filósofos e incluso poetas para que se centren en este misterio:
¿cómo regulamos la propiedad de los datos? Podría muy bien ser que esta
fuera la pregunta más importante de nuestra era. Si no somos capaces de dar
una respuesta pronto, nuestro sistema sociopolítico puede venirse abajo. La
gente ya está notando el cataclismo que se avecina. Quizá por eso ciudadanos
de todo el mundo estén perdiendo la fe en el relato liberal, que hace solo una
década parecía convincente.
Así pues, ¿de qué manera avanzamos desde aquí y cómo nos enfrentamos a
los inmensos retos de las revoluciones de la biotecnología y la
infotecnología? ¿Quizá los mismísimos científicos y emprendedores que
fueron los primeros en trastocar el mundo serían capaces de diseñar alguna
solución tecnológica? Por ejemplo, ¿algoritmos conectados en red podrían
formar el andamiaje para una comunidad humana global que pudiera poseer
de manera colectiva todos los datos y supervisar el desarrollo futuro de la
vida? Mientras la desigualdad global y las tensiones sociales aumentan en
todo el mundo, quizá Mark Zuckerberg podría recurrir a sus 2.000 millones
de amigos para que sumaran fuerzas e hicieran algo juntos.

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