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La bruja de las minas (1947) de Gregorio Sánchez: discursos colonialistas y la violencia

de la representación del pueblo colonizado1

Martha Viviana Posada Ceballos

Resumen: En el presente ensayo se realiza una lectura crítica de la obra La bruja de las
minas (2010), de Gregorio Sánchez Gómez, en la que se evidencia tanto en su contenido
como en su forma la violencia de la representación que hace el autor sobre los indígenas,
los negros y en general sobre la población. La utilización de imágenes y descripciones de
paisajes, personajes y actitudes las cuales se contrastan con el extranjero, nos remiten
inevitablemente a los discursos imperantes desde la colonización. La superioridad que
Sánchez Gómez asigna al extranjero es en algunos casos sutil cuando intenta presentar al
blanco como el agente civilizador en otras ocasiones resulta burda y cruel, cuando mujeres
y hombres nativos se muestran como encarnaciones diabólicas, ordinarias y desalmadas.
Así, la bruja, el personaje que parecía tener el papel protagónico, es desplazada y se
convierte en el pretexto perfecto para que el autor recree la figura del colono, reafirmando
su discurso colonialista. En ese contexto, la bruja es efectivamente la malvada
secuestradora de una inocente criatura extranjera y su castigo será ejemplar.

Palabras clave: La bruja de las minas, Gregorio Sánchez, discurso, colonialismo,


representación, violencia.

Er Cabro Mayó.
Mandinga, Mandinga.
Cacho e pejepá,
ojo e bombaré,
colmillo e caimá,
cola e mapaná,
Padre Lucifé.
(Sánchez, 2010, p. 151)

1
Este ensayo es una versión revisada del texto entregado a la profesora María Mercedes Ortiz Rodríguez
como trabajo final para la materia Enfoques Críticos I de la Maestría en Literatura Colombiana y
Latinoamericana de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle ( I semestre del 2016).
El Currulao se esparce. Acompasado, lento, casi funerario, empieza a sonar el golpe

de los tambores. Canto y ritmo que repiten el nombre de Mandinga, pueblo africano que

habita principalmente en Malí, Guinea y Senegal; Mandinga es también el nombre que

representa al diablo en algunas regiones de Sudamérica. Gregorio Sánchez inserta la letra

de un currulao, la canción es la invocación a Mandinga. El macho cabrío que lo encarna, es

cacho, es colmillo y cola de mapaná. Se dice que el padre Lucifer aparece como un ser

humano normal, porque quiere tener una apariencia agradable para tentar más fácilmente a

las personas. A pesar de ello, la creencia afirma que al alejarse deja un olor característico.

Sánchez habla de él, describe los olores de la fiesta de negros usando el olfato de los

extranjeros camuflados de negros. Para esos infiltrados, sus olores son emanaciones y

vapores producidos por la promiscua concurrencia. Para él, chocoano oriundo de Itsmina,

nacido en 1895, esta fiesta es:

Una dicha animal, salvaje y primaria; una felicidad orgánica, que ninguna ley
contiene o limita, echa afuera los instintos. En el paroxismo se han arrancado todos
las ropas y están allí, verdaderamente desnudos, porque lo están del cuerpo y del
alma, porque los alcoholes disolvieron la máscara del pudor, levantando en cambio
del fondo, el sedimento oscuro de la bestialidad agazapada”. (Sánchez, 2010, p.
149).2

El aire es casi irrespirable para Barrera y Mr. Stanley, el primero, abogado de la

compañía minera inglesa, y el segundo, mecánico inglés de la misma, van cubiertos de

hollín grasoso y rutilante para confundirse con la masa, ambos personajes curiosos, que

2
La Bruja de las minas, es la historia de Aspasia (Cecilia Barbosa), una mujer paisa que tiene que vivir la
expropiación de las minas de Marmato, las cuales pasaron a manos de una empresa extranjera. Ella y su
pequeña hija son testigos del asesinato de su padre y esposo. Cecilia no puede soportar la pérdida y con el
paso del tiempo se convierte en la bruja de la minas. En la historia de Cecilia convertida en Aspasia, empiezan
a vincularse personajes del pueblo: mineros, mineras, el médico, el alcalde, el abogado, los extranjeros. En
medio de sus desvaríos Aspasia rapta a Mary, la hija de John Morris, administrador o dueño de la minas, es
perseguida y cuando se encuentra acorralada, pone a salvo a la niña y luego provoca un incendio a su
alrededor para evitar la captura y muere.
incursionan en ese mundo sórdido de la negredumbre3 a fuerza de mafias y dinero. ¿Cuál es

el fin que los mueve? Con obsesión tenaz, el deseo de presenciar el rito secreto con que los

negros de las minas celebran cada año, en determinada fecha, su fiesta simbólica,

misteriosa y tradicional. Estas dos invenciones del autor se dejan arrastrar por la sensual

vorágine que abre sus rojas fauces para tragarlos.

La presencia del mal está en las fiestas, en las pócimas y brebajes de la bruja, en los

celos y enfrentamientos entre las mujeres, en el rapto de una niña blanca extranjera, en la

muerte de los mineros y las persecuciones de los gendarmes, en cada ser humano que tenga

la piel oscura y que además, viva en la miseria. Estas son las marcas que a lo largo de La

bruja de las minas nos llevan por un camino indecente, lleno de imágenes calcadas que

replican un discurso colonialista, en el que impera la violencia de la representación del

indígena, del negro y del mestizo. Paradójicamente, en vez de asistir al discurso del

habitante de Marmato, del conocedor de la desdicha y la opresión de este pueblo, nos

chocamos con la visión sesgada, viciada, del colonizado que ha asumido como propias,

verdaderas, las opiniones del foráneo. El autor reafirma la supremacía y el poder

civilizatorio del colonizador.

La historia de la historia: discurso colonialista


Picao e tarántula;
picao e alacrán;
de sapo con rabia
la leche y el miao;
veneno e culebra,
babaza e araña,

3
Término acuñado por Rogerio Velásquez, para referirse a la masa de negros que son objeto de investigación.
en una audacia semántica que relaciona negros con muchedumbre. Pero no se trata de cualquier
muchedumbre, sino de aquella conformada por afrodescendientes colocados en situación de exclusión y
marginalidad, «los de abajo», «la raza maldita», «los esclavizados», «los miserables» que, además, habitan en
un territorio específico: el de los ríos, la selva y el mundo rural. (Leal, C. 2007, p. 76-93).
barbaco, caraña, y ecupa con hiel.
(Sánchez, 2010, p. 150)

La extraña música, solo es extraña para ellos, los que vienen de afuera o para los

que siendo de allí no la comprenden, no la sienten, ni la viven, no la conocen y no la

aceptan. La letra de la canción parece evocar una vieja receta mágica. Es la ficción de la

bruja, de los aquelarres, de las minas, la que describe una realidad subterránea, escondida

tras el manto literario del autor. No son muchos los críticos que han abordado la obra de

Sánchez Gómez, y sin embargo, con una mirada miope, el historiador Henry Arroyo Reina,

uno de los pocos que ha escrito sobre él, nos dice en el prólogo a la edición del Ministerio

de Cultura, que encuentra en el autor una riqueza absoluta. Alaba así a Sánchez Gómez:

Gregorio Sánchez logra darnos a conocer el mapa sociocultural de las minas y


describir de manera perfecta los rituales mágico-religiosos de la población negra y
mestiza que trabajaba en las minas. Dudo mucho que un sociólogo profesional
hubiera podido reconstruir el mapa social haciendo trabajo de campo en una mina, o
que un antropólogo hubiera podido dar cuenta cabal de los rituales y de todas las
expresiones simbólicas del conflicto, o que un historiador pudiera haber construido
un relato acudiendo a las identidades socioculturales y a las relaciones sociales del
entorno. Gregorio Sánchez lo logra al apelar a los recursos narrativos propios de la
literatura, particularmente, a ciertos elementos ficcionales provenientes de la cultura
africana y mestiza de Marmato (Sánchez, 2010, p. 12).

Otorgándole semejantes cualidades, desconoce lo que se esconde detrás de la obra,

pareciera que el simple hecho de ser un autor de procedencia chocoana, le diera autoridad

en el tema. Para este historiador, Sánchez, además de explicar las expresiones simbólicas y

de describir los rituales mágico-religiosos, hace una denuncia de los procesos de

expropiación de las minas para dejarlas en manos de las empresas extranjeras. Para él, el

valor de Gregorio Sánchez está en “una mirada sociológica, la sensibilidad especial que

tuvo siempre para representar los sentimientos y la cultura, y su coherencia para dar cuenta
de los conflictos sociales (temas que ya se habían asumido en otras de sus obras) quedaron

magistralmente plasmadas en esta novela” (Sánchez, 2010, p. 18).

Sumerge así, al incauto lector en el universo perverso, deformado, que nos propone

La bruja de las minas. El rasgo sociológico e histórico del que habla Arroyo, no es más que

la referencia que la obra hace al pasado vergonzoso de una naciente república subsidiada

por las empresas extranjeras que vieron en Marmato y en la minería una oportunidad para

ampliar su capital. Sin embargo, este es solo un episodio que hace parte de una secuencia

colonizadora, que inicia con la llegada de los españoles y que persiste hoy.

Sobre este asunto, Álvaro Gärtner, abogado y periodista, nieto de Carlos Eugenio

Gärtner, directo descendiente de los alemanes que hicieron parte de la colonización de

Marmato, escribió el libro Los místeres de las minas, publicado por la Universidad de

Caldas en el 2005. Desde el preámbulo del libro, dice claramente que su objetivo desde

siempre fue recuperar la memoria de esos extranjeros cuyos nombres se habían perdido

para siempre. Esto le da un matiz distinto a la historia que narra, pues sin duda, todos los

extranjeros que menciona, así como las compañías inglesas y de otros lugares de Europa

que llegaron a la región, son presentados de manera benévola, dulcificando de modo

sorprendente las consecuencias y el daño que sufrió la región a causa de la ambición

desmedida por el oro; sin contar con la influencia cultural que ejercieron los sobre los

pueblos asentados en ella. Por ejemplo, al referirse al período colonial español, dice citando

a Germán Colmenares:

La llegada de los negros trajo nuevos problemas para los españoles, que por esa
misma época se las veían con las rebeliones indígenas. En 1556 los esclavos en
Anserma se habían amotinado en dos ocasiones. Y en 1577 ya era conocido el
fenómeno de la cimarronería, pues se hablaba de negros fugitivos y amotinados que
por centenares penetraban la ciudad y asaltaban los caminos (Gärtner, 2005, p. 53).
Sí. La historia también está viciada por el discurso colonialista. Son los negros y los

indígenas los que causan problema a los españoles, nunca se dice, en el texto de Gärtner

que el problema real era la comercialización de personas, la invasión de tierras, la violencia

y represión que vivieron bajo el poder del colonizador. Tampoco dice que la expropiación

de las minas efectuada por Alfredo Vásquez Cobo4, obedece también a la sed colonialista

del militar. Frente a un sistema cruel que amenaza con anular al ser humano, es apenas

lógico que el amenazado intente evadirse, rebelarse. Aimé Césaire, el poeta y político

martiniqués, víctima también de la colonización, plantea una de las consecuencias del

colonialismo:

Europa ha sido la primera en inventar e introducir, en todos los lugares en que ha


dominado, un sistema económico y social fundado en el dinero, y en haber eliminado
despiadadamente todo, y digo todo, cultura, filosofía, religiones, todo lo que podía
retrasar o paralizar la marcha hacia el enriquecimiento de un grupo de hombres y
pueblos privilegiados (Césaire, 2006, p. 51).

Citar a Césaire aunque pertinente, deja un cierto sabor a tristeza. Él, autor martiniqués,

comparte con nosotros el estigma del colonizado, pero su mirada sobre este proceso es

mucho más clara, más humana, mientras que nosotros los colombianos, no hemos podido

salir del encierro mental y cultural, del sometimiento y la subyugación implantados en lo

más profundo. “Es preciso tomar partido: los tiempos de la colonización nunca se conjugan

con los verbos del idilio” (Césaire, 2006, p. 52).

Tal vez, sea Otto Morales Benítez uno de los pocos colombianos que presenta una

alternativa para romper el esquema. En su texto Teoría y aplicación de las historias locales

4
Político y militar que participó en la Guerra de los días, fue Ministro de Guerra y de Relaciones Exteriores
entre 1903 y 1909. Durante el gobierno de Rafael Reyes, consiguió la autorización para expropiar las minas
de Marmato y luego mediante concesión, ceder los derechos sobre la explotación del oro a empresas
extranjeras.
y regionales, afirma que cuando se realizan investigaciones de tipo histórico, no debemos

olvidar que:

Lo que se preserva, en la mayoría de las ocasiones, es lo que interesa al poder y a


quienes lo representan. Aquél tiene razones que desconocen las otras. Hay una
dureza en sus intereses, que no quiere tolerar ninguna complacencia con otras
explicaciones. Son sus raciocinios, que son poderosos y pretenden que no tengan
discusión. (Morales, 1993, s.p.)

Al menos, encontramos en Morales la conciencia sobe las formas de poder y sus


consecuencias. Sin embargo, cuando habla de la historia de Marmato dice recordar a su
padre y las tertulias que se realizaban en su oficina con los extranjeros y amigos, a los
cuales veía como gentes amables y nobles. Además, dice Morales “me liberaron ellos, esos
místeres –así los llamaba el pueblo- de los prejuicios” (Morales, 1993, s.p.).

Mencionar el período de conquista y colonización solo nos sirve para corroborar el

largo padecimiento de los marmateños en manos del europeo, y peor aún, en manos de sus

propios coterráneos hispanizados. Específicamente, la novela inicia con el desalojo de los

colonos propietarios de las minas de Marmato. Posteriormente, la historia se sitúa en el

período dentro del cual se le concedió a una compañía inglesa el derecho a la explotación

del oro.

En la primera parte son Florencio Botero y Cecilia Barbosa los personajes

principales. Parafraseando a Sánchez en su descripción, palabras más palabras menos: Él,

hombre de 45 años, a quien describe el narrador como hombre de cuerpo gallardo y estatura

alta. Siempre habla con calma, con el acento peculiar de la tierra y con el tono grave de los

hombres que toman en serio la vida y sus responsabilidades, es decir, era paisa. Ella, mujer

de 25 años, le hablaba siempre de “usted” con cierto respeto del que no podía sustraerse.

Muy blanca, de ojos y cabellos oscuros, de pequeña boca sensual donde florecía con

frecuencia la sonrisa seductora, el clásico ejemplar de belleza criolla. No era una


apasionada. En cambio, sus sentimientos tenían la tranquila profundidad de los hondos

remansos, de los lagos quietos y transparentes (Sánchez, 2010, p. 33-36). Lo que se

esconde detrás de la descripción de Cecilia, es la tranquila profundidad del aburrimiento, de

la monotonía, de la sombra que no tiene voz. A través de sus ojos, Sánchez Gómez describe

el pueblo de Marmato:

Bajó después los ojos para contemplar, soñolienta ya, el espectáculo de las gentes
moviéndose como extraños insectos por aquellas calles inverosímiles. Peones
provistos de picos o de almocafres, o que llevaban carretillas cargadas de material;
mujeres con bateas colocadas sobre cabeciles de limpieza dudosa; muchachos que
arreaban bestias de labor, asida la cuerda de la jáquima, o trepados sobre ellas a
horcajadas en la estropeada enjalma. Todos sucios y embadurnados, con máscaras de
grasa y de mugre, los mandiles pintados de caparrosa, las manos y los pies percudidos
por la acción de los ácidos, curtidos por el mineral, el paludismo y la temperie
(Sánchez, 2010, p. 39).

Este es el panorama que presenta la novela. Serán los mismos personajes los que se

encarguen de crear la imagen de aquellos desfavorecidos, y también hay allí una

estratificación de clases, un sentimiento de superioridad. Sánchez Gómez continúa

describiendo a través de la voz del narrador:

Gran parte de la población era de color. Pero como todo centro minero del trópico,
aquél era también crisol de razas, horno donde se mezclaban y fundían diversos tipos
humanos. El blanco y el negro puros se barajaban allí, en el azar de la vida, con el
mulato, el mestizo y el zambo, y con el cuarterón vigoroso. También había
ejemplares indios, sin cruzamiento. Malos trabajadores por cierto, para las minas,
porque se enfermaban con frecuencia; en cambio, sirven bien para los oficios
domésticos; son los yanaconas (Sánchez, 2010, p. 39).

Encasillar a los indios como perezosos es una muestra de cómo se filtran en el discurso del

autor, los juicios de valor sobre el otro. Ni qué decir del término “cruzamiento”, que

aplicado a las personas, parece deshumanizarlas y reducirlas a lo más básico, a su especie

animal.
Al mejor estilo de las historias tradicionales, el inicio de la novela se presenta como

un “idilio”. Florencio, Cecilia y su pequeña hija Domitila, viven una vida normal, pero la

tranquilidad se verá perturbada por la llegada del ejército enviado para despojarlos de las

minas. Episodio que tiene su correspondencia con los hechos históricos que menciona

Álvaro Gärtner en su libro:

El 30 de agosto de 1906: El gobierno dio al general Vásquez Cobo (nuestro


gran ministro de Relaciones Exteriores), en arrendamiento las minas que la
Nación tiene en Supía y Marmato. A la sombra de ese arrendamiento dicho
general está haciendo las suyas, pues ya logró que la Corte decretara el despojo
de las minas de la compañía inglesa. A la vez, le sigue un juicio a la familia
Chaves para despojarla de las minas Echandía, y lo peor será que lo logra,
porque… así están las cosas en nuestra cada vez más infeliz tierra. A nombre del
ministro, su hermano, Eduardo Vásquez Cobo despojó a numerosos mineros de
la Provincia de Marmato y no se salvaron ni los humildes mazamorreros
(Gärtner, 2005, p. 417-422).

Si bien la cita “histórica” de Álvaro Gärtner, ratifica el suceso, también lo es que en ella los

mazamorreros son los venidos a menos. Lo trágico del asunto es que los colonos due

ños de las minas sean desalojados, el hecho de que los mazamorreros no se salven, solo es

un añadido.

Así podrían hacerse muchos contrastes entre los textos históricos y el texto literario,

evidenciándose la presencia constante en ambos casos, de un discurso excluyente que

violenta la presencia y la imagen del indígena, del negro, del pobre. Eso ya es criticable.

Pero lo es más, lo que sigue a continuación.

La violencia de la representación

—¡Currulao! —gritan entonces.


—¡Currulao! —repiten todos estremecidos.
—¡Currulao! —braman como poseídos.
(Sánchez, 2010, p 146).
En el baile son uno solo, mixtura de olores, humores, belleza y agilidad en los
movimientos, ritmo que arrasa al cuerpo, no hay diferencias, la felicidad del baile, la
marimba y el tambor son el vehículo que libera su espíritu. La alegría colectiva y
contagiosa no es excluyente, admite a todos. Y sin embargo, La bruja de las minas, dice
algo distinto. Allí, el baile es una bacanal, una orgía, una conducta impúdica propia de los
bárbaros. También lo son sus casas, sus ropas, sus relaciones, sus amistades, su cara y su
cuerpo. Ellos son los pobres que necesitan a los extranjeros generosos para alcanzar la
civilización.

En el universo de la novela, la empresa inglesa—propietaria de las minas que explota

el oro a través de la tecnología de los molinos—tiene todo el protagonismo: sus

propietarios son descritos en cada uno de los capítulos, al igual que un ingeniero, un

abogado, un contador, el administrador y el médico. No solo son protagonistas porque se

convierten en las víctimas de la bruja, sino también porque en el orden jerárquico social de

la novela están en la cúspide de la pirámide, son la autoridad, todo en Marmato gira en

torno a ellos. Por otro lado, está la gran masa de los mineros que trabajan en los socavones

y quienes son utilizados para establecer el contraste con los extranjeros y los blancos. Los

mineros, trabajadores, capataces, cocineras y niñeras desde su posición subordinada son los

que aportan la mano de obra, el cuidado de la casa y los niños, oficios que contribuyen al

desarrollo económico capitalista de la región, y si bien en la trama de la novela juegan un

papel importante, pues el texto se construye a partir de hechos cotidianos: el domingo, día

de mercado; el jolgorio de los negros y mulatos; el derrumbe y la muerte en las minas, los

celos entre las mujeres que se disputan un varón, entre otros; son presentados como simples

eslabones de una cadena, un mecanismo todopoderoso que los posee. No hay diferencias

entre ellos, todos están en la misma condición y hacen parte del mismo grupo: el pueblo

colonizado. De paso hay que aclarar que la región estuvo habitada antes de la colonia por
grupos como los cartamas, supías, quinchías y demás, sin embargo, Sánchez dice de

manera inexacta, que el pueblo asentado allí era el Yanacona.

La diferencia entre los negros-indios-mestizos y extranjeros, las relaciones que se

tejen entre estos y el lugar que cada uno ocupa se establece en la segunda parte de la

novela. Al parecer esto es para Sánchez Gómez un asunto que se limita a la piel, al capital y

al poder.

Al capital, cuando hace descripciones peyorativas de los pobres, los trabajadores,

los mineros. Primero generaliza: “En cambio, la romería trabajadora es cuantiosa: gente

jornalera, hombres y mujeres de toda edad que llegan allí llamados por el señuelo de los

buenos salarios y la vida libre y bizarra” (Sánchez, 2010, p. 61). En vez de mencionar el

estado de pobreza en el que se encuentran y la necesidad que los lleva a trabajar en las

minas, a encontrar allí su sustento, los presenta como seres ambiciosos de oro y de vida

libertina, sin límites y sin ley.

Luego, empieza nuestro autor a establecer las diferencias entre mineros y


extranjeros o blancos. Un abismo separa estos dos mundos:

El capital ha hecho milagros: cómodas y modernas residencias para los altos


empleados y sus familias, plantas generadoras de energía, oficinas, laboratorios,
establos, depósitos; grandes y numerosos molinos trituran las enormes masas de
mineral; y a todo lo largo y ancho de los cerros, multitud de bocas abiertas, por
donde entran y salen las brigadas obreras (Sánchez, 2010, p. 56)

Descripción que se contrasta con la visión del médico de la compañía al llegar a la casa de
un enfermo:

Zacarías Eusse se mete por el caminito de travesía, a cuyo final, trescientos metros
más allá, ubica el rancho del enfermo. Vivienda sórdida, con paredes y piso de tierra
y techo de astillas. El testero está sin revocar. Son dos cuartos estrechos, alcoba y
cocina, negros de humo ambos y llenos de repulsivo olor de bodrio trasnochado. En
el hueco de comunicación hay una antepuerta sucia, de trapo. (Sánchez, 2010, p. 63)
A propósito de esto, dice Césaire:

Basta mirar la realidad para contrastar que en ninguna parte el capitalismo


metropolitano ha dado a luz un capitalismo nativo. Y si en ningún país colonial ha
nacido un capitalismo nativo (no hablo del capitalismo de los colonos, directamente
conectado por otra parte con el capitalismo metropolitano), no hay que buscar las
causas en la pereza de los nativos, sino en la naturaleza misma y en la lógica del
capitalismo colonizador (Césaire, 2006, p. 54).

Ya se había mencionado la pereza del indio en los textos históricos, lo que en la invención

de Sánchez encuentra apoyo: “¡Esta gente very dispuesta para coger la cama! There is

much malaria aquí. Mal clima, pero bueno, ¿eh? Yo piensa que el remedio es en la mano:

whisky o aguardienta. All right!” (Sánchez, 2010, p. 63), dice Mr. Stanley, el mecánico de

la compañía, en un diálogo con el doctor Eusse. La manera ligera y despectiva con la que

habla de la enfermedad de un minero, deja al descubierto la estigmatización que pesa sobre

ellos.

La violencia de la representación está puesta en juego con la descripción de los

espacios que habitan los personajes y que jerarquiza el orden social. Para los altos

empleados hay casas, para los mineros, ranchos. Para unos hay comodidad, para los otros

suciedad y estrechez. Más adelante, el contraste lo establece el propio narrador:

La casa del ingeniero Peter Simon, con las paredes exteriores pintadas de blanco, y
las barandas del corredor de pálido añil, se alza sobre una planadita, arriba de la de la
gerencia (…) más allá, dispersas a distintas alturas, viviendas de altos empleados de
la Compañía, algunos de los cuales tienen allí sus familias. No existe propiamente
núcleo social, no puede haberlo en centro minero y localidad tan accidentada; por
eso, los pocos hogares que hay ven discurrir la vida en cierto aislamiento, como
grupitos feudales. (…) En cambio, el vivir de la población minera no reconoce ni
admite limitaciones; es la existencia natural, sin prejuicios, sin reglas, casi sin leyes,
en la que todos se entienden como por tácito convenio (Sánchez, 2010, p. 80).
A pesar de admitir que en los extranjeros no existe propiamente un núcleo social, cuando

menciona la vida social de los mineros la compara con lo “natural”, con algo que no tiene

reglas y que por tanto se opone al orden construido socialmente y considerado normal y que

no alcanzaría, por lo tanto, el estatus de cultura.

Y, cuando intenta alabar a los mineros y mostrarlos en su mejor estado y aspecto,


dice.

Frente a las oficinas de la empresa la multitud minera se congrega con zumbido de


enjambre. Risas, palabrotas obscenas, diálogos animados (…) Imposible reconocer a
primera vista, en estas mozas garridas, de todas las razas y regiones, vestidas y
acicaladas con esmero, a las mineras sucias de los socavones, a las molineras, a las
aventadoras de escorias. Imposible reconocer en los arrogantes varones a los tiznados
capataces, a los picapedreros, a los mecánicos.

Los flamantes trajes de dril, las corbatas chillonas, los pañuelos de vivos tonos (…) se
mezclan y confunden en la ancha planada con las sedas baratas, las pintadas zarazas y
las pañoletas y chales (…). Huelen a perfumes comunes” (Sánchez, 2010, p. 88).

Todo lo que los identifica es ordinario, chillón, barato y común; tiene poco valor estético.
Su lenguaje es siempre grosero, sus ademanes y gestos también. Ellos, los que extraen el
oro, nunca se benefician realmente de él. Las minas solo enriquecen a su dueño. El minero
debe estar siempre sucio, su trabajo lo hace sucio, pero cuando intenta ser diferente, el autor
lo descalifica. ¿Por qué no simplemente decir que huelen a perfume? Sánchez agrega el
adjetivo “común”, lo que viene siendo un eufemismo que para nada minimiza la violencia
que contiene.

El autor sigue haciendo alusión a estos contrastes, mejor, a la dualidad en la que


siempre uno de los términos queda bajo el poder del otro. Los místeres (hombres) son
siempre simpáticos, de facciones finas de sajón, alegres, inocentes, pulcros, elegantes. Los
mineros y empleados de bajo rango son desaliñados, de cuerpo tostado, duro, siempre
enfangados, maltrechos, escuálidos. También en lo que a las capacidades intelectuales o
incluso físicas se refiere, hay una distinción notable. El mecánico Stanley es un borracho de
tiempo completo y sin embargo:

Mientras más ebrio está, mejor trabaja; posee una rara lucidez que no logran
oscurecer los vapores alcohólicos; tiene el genio de la mecánica. Para él no existen
problemas serios. Su inteligencia parece dormir bajo el transitorio sopor que el licor
le produce; pero en realidad está despierta, en vigilia. (Sánchez, 2010, p. 49)

Su genialidad alcohólica se opone a la poca inteligencia del minero: “—¡Carraja! —

exclama al fin, empapado en sudor—; ahora vuelvan a descomponerlo otra vuelto. Esta

gente ser very bruta, son of a bitch” (Sánchez, 2010, p. 85). Y la canción se repite, el

mismo son de pobreza mental y material, el mismo Mandiga encarnado en hombre, en

pobre, en negro, en desposeído. El mismo que se hace presente en la fiesta, en los cuerpos

que convulsionan con la melodía, en las mujeres como Dolores Paz, la indómita minera;

Petra, la trigueña rijosa, sandunguera y provocativa; la Pacuala, piel de ébano, cuerpo

erguido de palmera; Felisa Barco, mulata retrechera y maciza; Aspasia, la bruja, mujer sin

edad, rostro arrugado, senos flácidos, cosa fea, estampa del mal y reflejo del paso

conquistador. Todas ellas discriminadas al límite, por ser mujeres, por ser negras, por ser

mineras, por ser pobres. Son los objetos que los hombres desean poseer, los mineros se

pelean a machete por ellas, los místeres las consiguen de cualquier manera, cansados de

comer carne rubia, prefieren lo diferente, su valor radica solo allí: “vea, dotó Euse, ya toy

hata la coronita de comé carne rubia; eso ya me empalaga; déjeme, pué, tranquilo y en pá

con mi negrita” (Sánchez, 2010, p. 25) le dice Sabina a Felisa Barco, recordando una

conversación entre su patrón John Morris y el doctor Eusse. Ambas cocineras y sirvientas

en casa de los místeres.


En medio de las danzas, las invocaciones, las peleas entre mujeres por un hombre,

las diferencias sociales y culturales, la novela termina con broche de oro. Aspasia, que

antes se llamaba Cecilia Barbosa y a la que despojaron de su tierra y su familia, en una

especie de ensueño cree ver a su pequeña hija en la cara de Mary, la hija de Peter Simon,

dueño de la mina, “una criatura deliciosa que aparece en la puerta. Su cara de muñeca se

ilumina como los amaneceres de estío. Tiene seis años aproximadamente” (Sánchez, 2010,

p. 22). La bruja entonces comete el peor de los delitos. Si antes, gracias a la generosidad de

Morris, se le había perdonado que compitiera con el médico y que además le ganara la

batalla, ahora es la más perseguida, la ignominiosa que se atrevió a raptar a la angelical

criatura, a la que cuida y trata con cariño creyéndola su hija. Empieza la persecución,

Aspasia provoca un incendio, la niña es rescatada y la bruja quemada, como en tiempos de

la inquisición. La condena de Aspasia es también simbólica, el triunfo del bien sobre el

mal.

Discurso y poder

El Taita Cornudo,
Berlina, pesuña,
el chivo, la chiva,
chivito, chivó
(Sánchez, 2010, p. 148)

Detrás de la ficción, los paisajes, las gentes, el pueblo, la lucha, hallamos la mano

poderosa que construye todo a partir del discurso. Él, cual figura divina “gobierna el modo

como se puede hablar y razonar acerca de un tópico. También influencia cómo las ideas son

puestas en práctica y usadas para regular la conducta de los otros” (Hall, 1997, p. 27). La

bruja de las minas es prueba de ello.


Las prácticas, las relaciones que se tejen entre los mineros, están regidas por un

pacto tácito en el que se reconocen unos a otros; ellos hablan igual, una lengua atropellada,

cortada, mal pronunciada. Los otros, los blancos, extranjeros y paisas, los capataces, usan

palabras correctas, pronunciación clara, muestra de la superioridad sobre los demás. El

poder del discurso trasciende esa barrera física de los sonidos y los significados, llega a una

dimensión más sutil, la de producción del sentido. Sentido no solo por lo que pretende decir

sino también por la emoción, el sentimiento que subyace en él.

En el discurso de Gregorio Sánchez Gómez hay un sentimiento de superioridad. El

poder según Foucault:

no es un fenómeno de dominación masiva y homogénea de un individuo sobre los


otros, de un grupo sobre otros, de una clase sobre otras; el poder contemplado desde
cerca no es algo dividido entre quienes lo poseen y los que no lo tienen y lo
soportan. El poder tiene que ser analizado como algo que no funciona sino en
cadena. (Foucault, 1980, p. 79)
En esa cadena participan todos: personajes, autor y lectores. Hay una complicidad mísera

que acepta como normal la mirada pervertida que tienen unos sobre otros. Los mineros ven

en el extranjero bondad, generosidad: “Eto gringo son güena persona”, dice Sabina;

“¡Carajo! —murmura satisfecho—, este míster Morris es un macho que vale”, dice

Pioquinto el Alcalde; “Que aquí estamos muchos devengando los sueldos sin merecerlo”,

dice Luis, el capataz. (Sánchez, 2010, p. 79, 76 y 72)

La bruja de las minas puede ser el resultado de las buenas intenciones del autor por

contar una historia que parte de la realidad, sin embargo, es la historia de la violencia,

maltrato y exclusión, todos sinónimos del colonialismo, al que estuvieron y siguen estando

sometidas las comunidades afrodescendientes, indígenas y, por qué no decirlo, la mayoría


de la población en todo el territorio colombiano. Todos somos negros, indígenas, blancos,

cuasi blancos, cuasi negros, cuasi indígenas, todo al mismo tiempo; no es el color de la piel,

es la jerarquía de clases que está presente en cada acto, en cada palabra y en todo momento,

aunque dicha jerarquía está estrechamente ligada a las clases sociales en las sociedades

como la colombiana contemporánea, determinadas por la colonialidad del poder, noción

acuñada por Aníbal Quijano: “Con el tiempo, los colonizadores codificaron como color los

rasgos fenotípicos de los colonizados y lo asumieron como la característica emblemática de

la categoría racial (..) En consecuencia, los dominantes se llamaron a sí mismos blancos”

(Quijano, 2000, p. 2). Es decir, no podemos separar clase y raza en el análisis de las

sociedades colombiana y latinoamericana actuales.

Así, como si fuera algo natural, algo ineludible, la figura del colonizador se

perpetúa en el discurso del autor y permea al lector. El taita cornudo, no es Mandinga, no es

el padre Lucifer, tampoco es el colonizador con su ambición de oro, es la posición cómoda

que todos hemos adoptado, en la que hemos transformado el día en noche, oscureciendo

todo aquello que se presenta diferente, una posición en la que no se cuestiona, no se crítica,

no se exploran otras opciones, tal vez por miedo a la luz que encandilará nuestros ojos

cuando salgamos de la oscuridad.

Bibliografía

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28). Bogotá: Biblioteca de Literatura Afrocolombiana-Ministerio de Cultura de
Colombia.

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Sánchez Gómez, Gregorio, 2010, La bruja de las minas. Bogotá: Biblioteca de Literatura
Afrocolombiana, Ministerio de Cultura de Colombia.

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