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Entre tanto, Orfeo vivía en su obra, vivía en sus discípulos y en los mismos que
lo negaban. ¿Qué es esa obra? ¿Dónde hay que buscar esa alma vital? ¿En la
oligarquía militar y feroz de Esparta, donde la ciencia es despreciada, la
ignorancia erigida en sistemas, la brutalidad exigida como un complemento del
valor? ¿En esas implacables guerras de Mesenia, donde se viera a los espartanos
perseguir hasta el exterminio a un pueblo vecino, y a esos romanos de Grecia
anunciar la roca Tarpeya y los sangrientos laureles del Capitolio cuando
arrojaron al abismo al heroico Aristómenes, defensor de su patria? ¿Acaso en la
democracia turbulenta de Atenas, siempre presta a caer en la tiranía? ¿En la
guardia pretoriana de Pisístrato o en el puñal de Harmodio y de Aristogitón,
oculto bajo una rama de mirto? ¿En las ciudades numerosas de la Hélade de la
Gran Grecia y del Asia Menor, donde Atenas y Esparta ofrecen los dos tipos
opuestos? ¿En todas esas democracias y tiranías! envidiosas, celosas y siempre
dispuestas a destrozarse entre sí? No, el alma de Grecia no está allí. Está en sus
templos, en sus Misterios y en sus iniciados. Está en el santuario de Júpiter en
Olimpia, en el de Juno en Argos, en el de Ceres en Eleusis; reina sobre Atenas
con Minerva, irradia desde Delfos con Apolo, que domina y penetra en todos los
templos con su luz. Ese es el centro de la vida helénica, el cerebro y el corazón
de Grecia. Ahí van a instruirse los poetas que traducen a la multitud las
verdades sublimes en vivientes imágenes, los sabios que la propagan con
dialéctica sutil. El espíritu de Orfeo circula donde quiera que palpite la Grecia
inmortal. Volvemos a encontrarlo en las luchas poéticas y gimnásticas, en los
juegos de Delfos y de Olimpia, instituciones felices que imaginaron los sucesores
del maestro para acercar y refundir las doce tribus griegas. Lo tocamos con el
dedo en el tribunal de los anfictiones, en esa asamblea de los grandes iniciados,
corte suprema y arbitral que se reunía en Delfos, gran poder de justicia y
concordia, el único donde Grecia volvió a hallar su unidad en horas de heroísmo
y abnegación.
Sin embargo, esa Grecia de Orfeo, que tenía por intelecto una pura doctrina
conservada en los templos, por alma una religión plástica y por cuerpo una alta
corte de justicia centralizada en Delfos, comenzaba a declinar desde el siglo VII.
Vista desde lo alto, examinada con las claves del esoterismo comparado, su
doctrina presenta un magnífico conjunto, un todo solidario cuyas partes están
ligadas por una concepción fundamental. Encontramos allí una reproducción
razonada de la doctrina esotérica de la India y de Egipto, a la cual da la claridad
y la simplicidad helénica añadiéndole un sentimiento más enérgico, una idea
más neta de la libertad humana.