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SURREALISTA
POSTED ON11 ABRIL, 2016
El presente imposible en “Así que pasen cinco años”
de García Lorca
Escena
de la adaptación de la obra representada en el Teatro Valle-Inclán
Dentro de cuatro o cinco años existe un pozo en el que caeremos todos.
Federico García Lorca escribió estas palabras en 1931, exactamente cinco años
antes de estallar la Guerra Civil en España. No se trata de la única predicción
inquietante que aparece en Así que pasen cinco años, la obra que se representa
estos días en el Teatro Valle-Inclán de Madrid. En los últimos tiempos, parece que
los directores y las compañías se arriesgan por fin con el llamado “teatro imposible”
lorquiano, bautizado así por la dificultad de llevar a escena una trama
marcadamente onírica y de encendido tono surrealista, donde se mezclan el verso
y la prosa, los personajes se multiplican y las obsesiones del autor adquieren
corporeidad. Hace unos meses, tuvimos la oportunidad de asistir a la otra gran obra
“imposible” de Lorca: El público, estrenada en el Teatro de la Abadía bajo la
dirección de Àlex Rigola y la magnífica interpretación de la compañía Teatre
Nacional de Catalunya.
Así que pasen cinco años se encuentra, como he dicho, en la misma línea que El
público, pero, en mi opinión, posee un argumento menos complejo, menos
deshilachado. Subtitulada “Leyenda del Tiempo en tres actos”, la obra nos introduce
en un mundo en el que el presente se convierte en una dimensión inaccesible, en
una mera transición entre pasado y futuro, imposible de ser vivida en plenitud. El
protagonista, el Joven, ha esperado durante cinco años a su prometida, a la que
apenas recuerda, pero que simboliza todas sus ilusiones futuras. Desde el
comienzo, una amalgama de personajes –el Viejo, el Amigo 1, el Amigo 2- rodean
al Joven, discutiendo con él, animándolo o entristeciéndolo. Son, en realidad,
distintas facetas de su personalidad; es decir: distintas facetas de la personalidad
de Lorca. Así, el Viejo es la persona que el Joven-Lorca teme llegar a ser; el Amigo
1 es el Lorca vividor, donjuanesco y apasionado, y el Amigo 1 es su parte lírica,
poética, aquella que no reniega de su homosexualidad –en las acotaciones, Lorca
indica que, en caso de no existir un actor muy joven para hacer el papel, debe
hacerlo una muchacha-.
Escena
de la adaptación de la obra en el teatro Valle-Inclán
El conflicto sobreviene cuando llega el momento del reencuentro entre el Joven y la
Novia, y esta rechaza al Joven para fugarse con el Jugador de Rugby, un personaje
deshumanizado que representa el prototipo de la “virilidad descerebrada”, que Lorca
consideraba como lo opuesto a sí mismo. Pero la Novia lo prefiere antes que al
Joven, a quien llama “el viejo, el lírico”, a quien critica por “no apretar la mano” o
“tener los dientes fríos”. Aparece así una de las obsesiones lorquianas: la idea de
no ser “suficientemente hombre”, que va aparejada a la homosexualidad.
Finalmente, la Mecanógrafa le promete irse con él… así que pasen cinco años. El
Joven se siente derrotado de nuevo por el Tiempo, mientras él sólo quería vivir el
presente, quizás por vez primera. Pero sus ilusiones amorosas no son más que eso,
en realidad, y por eso le da igual vivir enamorado de la Novia que de la Mecanógrafa.
Ambas constituyen un intento por llenar de esperanzas el presente: son un puente
hacia la paternidad, otro de los temas que obsesionan a Lorca. Y dicha obsesión
aparece también en el personaje del Niño Muerto que no quiere ser enterrado y
huye junto al Gato, que se empeña en afirmar que es una Gata, a pesar de que el
Niño se resiste a reconocerlo –de nuevo, otra alusión velada a la homosexualidad-.
Escena
de la adaptación de la obra en 1994
La adaptación estrenada en el Valle-Inclán, dirigida por Ricardo Iniesta, no alcanza
las cotas de espectacularidad que presentaron en El público: se trata de un montaje
más sencillo pero, no obstante, fiel al texto lorquiano, con magníficas actuaciones:
Raúl Sirio Iniesta –en el papel del descafeinado Joven-, Raúl Vera, Jerónimo Arenal,
María Sanz, Elena Amada Aliaga, Manuel Asensio, Carmen Gallardo, Silvia Garzón
y José Ángel Moreno. Como curiosidad, cabe destacar el guiño que hacen al
principio a la canción de Camarón, “La leyenda del tiempo”, basada en el texto de
la obra. Ricardo Iniesta ya había estrenado otra versión de la obra en 1994, en el
Teatro Atalaya.
La única crítica negativa que puedo hacer de la obra nace del cuadro último. En el
texto lorquiano, tres siniestros jugadores que representan a las Parcas inician una
trágica partida de póquer con el Joven. En un momento, le obligan a echar el as de
corazones. En la adaptación de Iniesta, el Joven muere se va apagando lentamente,
muriendo en silencio, tras echar la carta. Se trata de una solución menos simbólica
y escalofriante que la que tiene lugar en el texto lorquiano, donde ocurre así:
Cinco años más tarde, Federico García Lorca fue fusilado en Granada. Se dice que
sus asesinos fueron tres hombres, falangistas. La casualidad resulta, cuanto menos,
siniestra.
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“¡Hay que destruir el teatro o vivir en el teatro!”, exclama uno de los personajes de El
público, condena que resurgiría un año más tarde en el grito terrible de Rafael Alberti
durante el estreno de su obra El hombre deshabitado, en 1931: “¡Viva el exterminio!
¡Muera la podredumbre de la actual escena española!”. Destruir, exterminar, para
levantar un mundo nuevo a partir de las cenizas de la destrucción y del exterminio:
esos fueron los presupuestos surrealistas propugnados por el leonino André Breton.
Era necesario romper con todo lo establecido para poder alcanzar una libertad
esencial en la plenitud artística. García Lorca, como Alberti o Cernuda, se sirvió de
la filosofía bretoniana para expresar sus angustias más hondas, sus ambiciones
más agudas. El surrealismo, bien entendido, no fue un juego. Cernuda así lo hace
notar en su magnífico ensayo “Generación de 1925”, donde enumera a los
surrealistas que acabaron suicidándose (Vaché, Rigaud, Crevel…) y a los que
murieron dramáticamente.
El amor, nos dice Lorca, es un amor universal, que nace de la libertad y debe
desarrollarse en libertad. Es posible amar a un cocodrilo o a un pez luna, o a una
Julieta con identidad masculina. Pero la sociedad de los años veinte y treinta
condenaba la homosexualidad y la juzgaba de manera terrible, y dicha condena se
refleja en los personajes del Emperador y Centurión, representaciones de esa
sociedad homófoba y convencionalista, que acaba sacrificando a Gonzalo, el único
personaje que desde el principio se nos muestra sin máscara, orgulloso de su
condición homosexual, fuerte y autosuficiente, en contraste con el resto de
personajes, que se derrumban y se transforman constantemente por no poder
aceptar su propia esencia.
Salvador Dalí
y Federico García Lorca en los años veinte
Así, el Director, Enrique; no asume en un principio su amor por Gonzalo y su
necesidad de hacer teatro verdadero, y su conciencia, materializada en hombres
que representan cada una de las facetas de su personalidad, le ataca y le discute.
Lorca todavía guardaba el recuerdo de su historia frustrada con el pintor Salvador
Dalí, que no fue capaz de asumir su amor por él y prefirió refugiarse en los brazos
de Gala, eligiendo la opción políticamente correcta. Gala, en la obra, está
simbolizada por Elena, una representación más de la sociedad convencional a la
que recurren los personajes cuando se sienten angustiados y atemorizados ante el
hecho de que su homosexualidad quede al descubierto. Y Lorca establece una
analogía entre el martirio de Cristo y el sacrificio final de Gonzalo, que lo representa
a él mismo y a todos los homosexuales que se atreven a mostrar sus sentimientos.
Gonzalo prefiere la muerte a esa otra muerte en vida a la que queda condenado el
Director, invadido por un frío extraño y terrible en la última escena: el frío de vivir
una vida que no es la suya, el frío de la máscara.
¿Qué es, finalmente, ese público que da título a la obra? Nada menos que la parte
de la sociedad que tiene en sus manos el poder para juzgar la obra, decidir si quiere
romper con lo establecido o, por el contrario, condenar a los que lo intentan y
quedarse para siempre en los presupuestos del teatro –y del amor- convencional.
El público son esos jueces indefinidos que acaban invadiendo el teatro antes de
caer el telón.
El público, junto con Así que pasen cinco años, pertenece a lo que se conoce como
el “teatro imposible” lorquiano, tan diferente de los llamados “dramas de la tierra”
entre los que se incluyen los famosos Bodas de sangre, La casa de Bernarda
Alba y Yerma. El adjetivo “imposible” responde a la complejidad de llevar a escena
un argumento de lenguaje superrealista en el que el autor juega con los planos de
la realidad y la ficción de manera continuada. El propio Lorca admitió, tras escribir
la obra, que la gente de su época no podía comprenderla, pero vaticinó su potencial
éxito, al cabo de unas décadas.