Manos que me han sostenido desde el momento mismo de mi concepción, que me dieron la bienvenida el día en que nací, que me sostuvieron cerca del pecho de mi madre. Pero qué diferencia! El padre se inclina sobre su hijo recién llegado. El hijo mayor se queda de pie, rígido, postura que se acentúa por el largo bastón que sujeta con las manos y que llega hasta el suelo. El manto del padre es ancho y acogedor; el del hijo es pesado. Las manos del padre están extendidas y tocan al recién llegado en un gesto de bendición; las del hijo están cogidas, casi a la altura del pecho. Hay luz en ambos rostros, pero la luz de la cara del padre recorre todo su cuerpo —especialmente las manos— y envuelve al hijo menor en un halo de cálida luminosidad, mientras que la luz en el rostro del hijo mayor es fría y estrecha. Su figura permanece en la oscuridad, sus manos en la sombra. Luego está el gran manto rojo. Con su color cálido y su forma de arco, ofrece un lugar de acogida donde estar a gusto. Al principio, la túnica cubriendo el cuerpo inclinado del padre, me hacía pensar en una tienda de campaña invitando a entrar al viajero para que descansara. Pero cuanto más miraba el manto rojo, más me venía a la cabeza otra imagen mucho más fuerte que la de la tienda: las alas protectoras de una madre pájaro. Me recordaban las palabras de Jesús sobre el amor maternal de Dios: (Mt 23,37-38) Dios me sostiene de día y de noche, como la gallina que reúne a sus polluelos bajo sus alas. Más que la imagen de una tienda, la de las alas de una madre pájaro vigilante refleja la seguridad que Dios ofrece a sus hijos. Esta imagen expresa protección y cuidado, un lugar donde sentirse a salvo. Cada vez que miro el manto de la pintura de Rembrandt, siento la cualidad maternal del amor de Dios y mi corazón entona las palabras inspiradas por el salmista: Tú que vives al abrigo del Altísimo * y habitas a la sombra del Poderoso, di al Señor… Veo a un anciano medio ciego con barba y bigote, vestido con una ropa bordada en oro y una túnica de un rojo intenso, poniendo sus largas manos sobre los hombros del hijo recién llegado. Esto es algo muy específico, concreto y descriptible. Sin embargo, veo también compasión infinita, amor incondicional, perdón eterno —realidades divinas— emanando de un Padre que es creador del universo. Aquí, lo humano y lo divino, lo frágil y lo poderoso, lo viejo y lo eternamente joven están plenamente expresados. En esto consiste el genio de Rembrandt. La verdad espiritual está completamente encarnada. El núcleo del cuadro de Rembrandt son las manos del padre. En ellas se concentra toda la luz; a ellas se dirigen las miradas de los curiosos. Todo empezó con las manos. Son algo diferentes la una de la otra. Es madre y padre. Toca a su hijo con una mano masculina y otra femenina. Él sostiene y ella acaricia. Él asegura y ella consuela. Es, sin lugar a dudas, Dios, en quien femineidad y masculinidad, maternidad y paternidad, están plenamente presentes. Esta mano derecha suave y tierna me hace recordar las palabras del profeta Isaías: (Is 49,15-16) La izquierda, sobre el hombro del hijo, es fuerte y musculosa. Los dedos están separados y cubren gran parte del hombro y de la espalda del hijo. Veo cierta presión, sobre todo en el pulgar. Esta mano no sólo toca sino que también sostiene con su fuerza. Aunque la mano izquierda toca al hijo con gran ternura, no deja de tener firmeza. ¡Qué diferente es la mano derecha! Esta mano no sujeta ni sostiene. Es fina, suave y muy tierna. Los dedos están cerrados y son muy elegantes. Se apoyan tiernamente sobre el hombro del hijo menor. Quiere acariciar, mimar, consolar y confortar. Es la mano de una madre. En las manos la misericordia se hace carne; en ellas se unen perdón, reconciliación y cura, y a través de ellas encuentran descanso no sólo el hijo cansado sino también el anciano padre. Me han sostenido desde el momento mismo de mi concepción, me dieron la bienvenida el día en que nací, me sostuvieron cerca del pecho de mi madre, me alimentaron y me dieron calor. Me han protegido en momentos de peligro, y me han consolado en momentos de dolor. Me han dicho adiós y me han dado la bienvenida. Estas manos, son las manos de Dios. También son las manos de mis padres, profesores, amigos, curadores y todos aquellos que Dios ha puesto en mi camino para recordarme lo seguro que vivo. Manos que me alimentaron y me dieron calor. Que me han protegido en momentos de peligro Que me han consolado en momentos de dolor. Que me han dicho adiós y me han dado la bienvenida. Estas manos, son las manos de Dios. También son las manos de mis padres, profesores, amigos, curadores y todos aquellos que Dios ha puesto en mi camino para recordarme lo seguro que vivo. Sus manos extendidas no mendigan, no amarran, no exigen, no advierten, no juzgan ni condenan. Son manos que sólo bendicen, que lo dan todo sin esperar nada. En sus manos hay perdón, reconciliación, cura, seguridad, descanso. La sensación de estar en casa. Mientras una mano sostiene, la otra acaricia. Una asegura, la otra consuela… Es, sin lugar a dudas, Dios, que me tiene a salvo en un abrazo eterno, que tiene grabado mi nombre en las palmas de sus manos y que estoy protegido bajo las sombras de sus alas. Cuando miro mis manos, sé que me han sido dadas para que las extienda a todo aquél que sufre, para que las apoye sobre los hombros de todo el que se acerque y para ofrecer la bendición que surge del inmenso amor de Dios.
REFLEXIONES TOMADAS DEL LIBRO DE HENRI NOUWEN “EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO” .PPC, MADRID, 1993. PRESENTACIÓN HECHA POR FRANCISCO REYES ARCHILA