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Economía (y) política de la corrupción

Mario Unda
¿Qué poder tiene la corrupción que, según vemos, atraviesa los diferentes gobiernos,
sin distingo de signos políticos? ¿Por qué se reproduce tan fácilmente y tan
fácilmente se esparce por cualquier recoveco? ¿Y por qué se vuelve tan esquiva al
entendimiento?
Aunque se termine achacando la corrupción a la “naturaleza humana” (al estilo de
“en arca abierta, hasta el justo peca”), lo cierto es que siempre se termina viéndola
como una disfunción social. Dicho de otra manera, cuesta reconocer sus vínculos con
la reproducción normal de la sociedad.
Las funciones económicas de la corrupción
Podemos destacar un puñado de funciones económicas de la corrupción.
En primer lugar (por visible) una suerte de “acumulación originaria de capital” por
parte de quien recibe o pide el soborno. O, alternativamente, puede jugar la función
de mecanismo de atesoramiento, si es que los dineros habidos no son invertidos
posteriormente como capital. Este es el caso, sobre todo, si se vive un período de
recambio de élites políticas; y, popularmente, se habla de ellos como de “los nuevos
ricos”.
La contraparte, a la que en cambio suele prestársele mucha menos atención, es la
profundización de los procesos de acumulación de los capitales privados, es decir, de
las empresas que corrompen. Sin embargo, los montos más importantes quedan en
ese rubro: finalmente, la coima va al funcionario, pero los sobreprecios quedan para
la empresa.
En tercer lugar, la corrupción es un componente no marginal en el funcionamiento
real de la competencia capitalista. Cuando una empresa paga un soborno para obtener
un contrato, ese pago se convierte en una inversión destinada a desplazar y a sacar del
juego a sus competidores.
Como es obvio, las empresas que recurren a la corrupción como herramienta para
competir son tanto de origen nacional como transnacionales; por lo tanto, la
corrupción es uno de los mecanismos no dichos de la afirmación y reproducción de
las relaciones de dependencia.
En quinto lugar, la corrupción es uno de los mecanismos más recurridos para
asegurar el reparto del plusvalor social entre el Estado y el capital privado, reparto
que es fundamental para el funcionamiento del Estado como Estado moderno. Desde
este punto de vista, la corrupción viene a ser una suerte de “impuesto espurio”.
Las funciones políticas
La primera función política de la corrupción, igualmente por ser la más visible, es
prestarse a su uso por intereses políticos; dado su carácter, es un arma que está
disponible para ser usada prácticamente en cualquier momento por cualquier actor
interesado. En tanto arma ampliamente disponible, la corrupción ofrece la ventaja
adicional de la catarsis social: especialmente en momentos de crisis, está en
capacidad de ofrecer chivos expiatorios fácilmente identificables por la ira popular.
Pero, por detrás de ella hay procesos más profundos que, aunque no sean generados
por la corrupción, sí son, en cambio, soldados por ella. Bien miradas las cosas, la
corrupción es un mecanismo de mucha utilidad en el establecimiento de las
relaciones de cercanía cotidiana que se requieren para la estabilización del bloque en
el poder; nuevamente, se trata de la presencia de lazos invisibles a los ojos del común
de los mortales.
Su tercera función está relacionada con la formación, la ampliación y la reproducción
de las élites políticas en la medida en que permite o facilita el establecimiento y el
mantenimiento de redes verticales y horizontales que necesariamente se encuentran
como sustrato de cualquier élite política. En su funcionamiento se mezclan con
relaciones de clientela que ofician de intermediarias para el intercambio de beneficios
(como el empleo, por ejemplo) por respaldo político. En conjunto con otros
mecanismos (mejora de sueldos, etc.), la corrupción permite que la nueva élite se
levante sobre su antigua posición social, se distancie de su clase de origen y adquiera
nuevas posiciones de privilegio, incluyendo la ambición de "ser como" la propia clase
dominante, de la que copia gustos y estéticas.
Y así como es mecanismo de acceso a la élite, la corrupción es utilizada como arma
de disciplinamiento de esas mismas élites, tanto de los estratos inferiores como de las
capas próximas a la cúspide; oficia, pues, al mismo tiempo, como instrumento de
coerción para desestimular las deserciones.
Ahora bien, el movimiento desatado por la corrupción es doble: por un lado,
contribuye a organizar y a alimentar los mecanismos de reproducción de las élites.
Pero lleva consigo el movimiento en sentido contrario: el riesgo constante de la
descomposición de las redes, alianzas y lealtades sobre las que se levantan esas
mismas élites políticas. Esto puede ocurrir porque ya no puedan sostenerse ni
ocultarse las disensiones y conflictos internos (digamos: conflictos de reparto), como
también porque, en un momento dado y por cualquier motivo, se rasguen el
secretismo y la opacidad que la protegen en los buenos tiempos.
Pero, si todo esto es así, entonces a la corrupción le cabe además la función de
legitimar los relevos de unas élites políticas por otras.
Dígase de paso que, en la medida en que las élites políticas son distintas de las élites
económicas, la corrupción, como mecanismo complejo y difundido, contribuye a dar
materialidad a la autonomía relativa del Estado, pues refuerza (al menos por un
período) el poder y la estabilidad de la élite política.
Puede comprenderse que estas “nuevas élites” resulten más vulnerables a las denuncias, pues su
seguridad requiere la complicidad del poder económico; y de ella pueden gozar solamente mientras
los poderes económicos las consideran útiles.

Las funciones ideológicas


Finalmente, las funciones ideológicas de la corrupción enlazan con la manera en que
es vista por el sentido común. Este, el sentido común, casi automáticamente
caracteriza a la corrupción como fruto de una debilidad individual, es decir, como una
anomalía respecto al funcionamiento del sistema; pero, al mismo tiempo, la asume
como producto de la naturaleza humana, es decir, como universalidad inevitable.
Ambas cosas juntas, por un lado, el individualismo metodológico y, por otro, la
fatalidad, obran en el sentido de aislar la corrupción, que no es más que un elemento
del conjunto del sistema, y aislarlo para convertirlo en un sucedáneo del todo. Así, la
corrupción es identificada, pero inmediatamente separada del resto y situada por
fuera del conjunto como si no formara parte de él. Sin embargo, se trata de un hecho
escandaloso, por lo que de la exclusión se pasa a la suplantación: y la crítica a la
corrupción reemplaza y sustituye a la crítica al sistema.
Pero despojada de sus conexiones con la reproducción normal del sistema, la crítica a
la corrupción, por más radical que se presente, se extingue en la anécdota y en el
escándalo. De modo que termina por “lavar” las culpas del sistema.
Una segunda mirada se recrea en el fatalismo de que la corrupción no es sino una
expresión de la “naturaleza humana”, que tiende al mal. Pero si el origen es la
naturaleza, carece de sentido tratar de confrontarlo: aunque se contenga a los
corruptos de ahora, mañana vendrán otros, del mismo modo que los de ahora
sucedieron a los de antes. El escándalo se diluye en el pesimismo y el pesimismo
deviene en permisividad y cinismo.
Una tercera mirada, que puede tomar argumentos y sensibilidades de las dos
anteriores, pretende limpiar el carácter escandaloso de la corrupción recordando su
utilización política. Por esta vía, la corrupción quiere ser desechada sin más, como
algo finalmente intrascendente.
No es raro que esta mirada pretenda presentarse como “política” frente a las críticas
“moralistas”. Sin embargo, confronta los moralismos abstractos con relativismos
morales, igualmente abstractos; y, sobre todo, oculta mañosamente las funciones
económicas y políticas de la corrupción.
Una política de izquierda debe, por supuesto, confrontar de manera intransigente a la
corrupción, denunciándola no sólo por su degeneración moral y política, sino por su
condición de inseparable acompañante de la explotación y de la opresión y
coadyuvante en la generación de nuevas desigualdades. En estos últimos años,
América Latina fue gobernada por populismos que se pretendían de “izquierda”; sin
embargo, parece que pronto aprendieron los conocimientos y la “experticia”
necesarios para reproducir esquemas de corrupción largo tiempo asentados en el
“saber hacer” de la política regional. Con ello dieron una prueba más de que el
discurso “izquierdista” no era más que un recubrimiento de intereses particulares y de
que, finalmente, no han sido otra cosa que administradores más o menos ilustrados al
servicio del gran capital.
28 de agosto de 2017

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