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Ella tenía el cabello muy largo y se hacía una espesa trenza desde la nunca.

Un
día, Agustín escuchó tres golpes en la puerta abierta y la vio así, ante el dintel. Estaba
sola, sin su hermano. No solía estar sin él, eran inseparables. La melliza se limpió
minuciosamente los pies en el felpudo, con un gesto que revelaba un hábito muy suyo,
acostumbrada a transcurrir las cuatro estaciones sobre la arena.
-Quiero cortarme el pelo.
-Irás a una peluquería.
-Odio las peluquerías.
-Pedíselo a tu hermano.
-Se negará.
Ella le extendió la mano con una tijera de acero inoxidable y mango naranja. Y
agregó:
-El pelo me pesa, es como si una mano oscura siempre estuviera atenazando mi
nuca, como si me inclinase hacia atrás, hacia el suelo. No sé por qué me lo he dejado
tan largo. Me ha crecido contra mi voluntad, contra mis principios. Además se enreda,
durante mucho tiempo debo luchar contra mí misma con un peine en la mano. Es una
lucha desigual, porque está detrás mío y no lo veo, me domina. Es hora de decir basta.
Agustín miraba alternativamente la tijera y la larga trenza negra. Tomando a esta
con ambas manos, murmuró:
-Somos los únicos mamíferos que necesitamos cortarnos el pelo. A los demás la
naturaleza espontáneamente les detiene el crecimiento.
-Cortámelo. Por la nuca, por las orejas. Que no quede nada. En la década del
veinte las mujeres se acortaron las faldas y se raparon el pelo. Fue espléndido. Siglos
arrastrando faldas llenas de barro y haciéndose moños en la nuca. De pronto, quedaron
sueltas, desenredadas. Pesaban menos, eran seres alados.
-Pero tú te dejaste crecer este pelo inconmensurable por alguna razón.
Agustín sostenía con una mano la gruesa trenza y con la otra mantenía la tijera
abierta a un tris de cortarla. Pero no lo hizo. En cambio presionó un poco con las manos
y sintió un cric levísimo: tres o cuatro pelos separados del resto.

Cuento “El corazón de la tierra” del libro “La piel dura", de Andrea Blanqué

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