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Duelo y Memoria (avances)

Por: Sebastian Patiño Villegas

Línea de investigación: Problemas de la civilización contemporánea

Formulación del problema

Colombia, a lo largo de la última década, ha transitado a tientas por el terreno frágil de la

reconciliación y la construcción de paz. De un tiempo para acá se enquista en los discursos

contemporáneos de construcción de memoria y de resolución del conflicto armado una lucha de

visiones y de interpretaciones del pasado y de los procedimientos necesarios para superar sus

consecuencias, que coexisten conflictivamente en los espacios políticos de transición. Es por ello

que uno de los desafíos más complejos que Colombia debe enfrentar como nación, es la

reconstrucción de su tejido social, profundamente desgarrado tras décadas de estar soportando toda

suerte de combates, ataques y negligencias (Acevedo, 2017). La recuperación, e incluso la

transformación de las comunidades más golpeadas por el conflicto, dependerá en gran medida de

una renovación institucional profunda, la cual incluye dos de las piedras angulares del posconflicto:

la elaboración de las pérdidas de las víctimas, y la puesta en juego de la memoria de las mismas.

No obstante, a pesar de que resulta cada vez más apremiante el llamado a la reconciliación entre

las partes en disputa, es importante advertir que los conceptos de duelo y memoria se enarbolan en

los discursos contemporáneos sin la consistencia epistémica que demanda su abordaje clínico y

social. Se plantean, si acaso, como significantes que orientan el ideal de superar el pasado

conflictivo, pero que, en calidad de orientadores conceptuales, vacilan y tambalean, amenazando

con la imposibilidad de ser comprendidos a la luz de la subjetividad de la época.


Sobre más de 300 páginas colmadas de sucintas disposiciones y compromisos que recogen

todos y cada uno de los acuerdos alcanzados en desarrollo de la agenda del Acuerdo General

suscrita en La Habana en agosto de 2012, se redactó con título estimable el “Acuerdo final para la

terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera” para Colombia, firmado

el 24 de noviembre de 2016, por el gobierno nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de

Colombia (FARC).

En este escenario encuentra sentido el propósito mancomunado que durante años constituyó

un insondable anhelo para millones de ciudadanos colombianos, a saber, poner fin a la implacable

voracidad de la guerra y a sus mortíferos efectos. En el marco de este acuerdo se ha impulsado la

creación de una Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV), como uno de los

componentes principales del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y Garantías de no

repetición. La Comisión se puso en marcha en el año 2018, y tendrá hasta el 2021 para esclarecer

la verdad humana e histórica del conflicto armado interno; lograr el reconocimiento de la afectación

de las víctimas de todos los ámbitos y como sujetos políticos de importancia para la transformación

del país, así como el reconocimiento voluntario de responsabilidades individuales; efectuar la

clarificación sobre responsabilidades colectivas e institucionales; promover la convivencia en los

territorios y, finalmente, contribuir con acciones puntuales y recomendaciones para aportar a la no

repetición del conflicto armado interno (Comisión de la verdad, 2019).

Sin duda alguna, esta iniciativa ha puesto de relieve la importancia de los proyectos de

construcción de memoria histórica, pues supone trabajar con “memorias individuales y colectivas

como fuentes dinámicas para documentar e interrogar el pasado, y comprender las variadas formas

mediante las cuales la memoria moldea las opciones de vida y las reivindicaciones de los

sobrevivientes a la violencia masiva” (CNMH, 2013, p.14). La memoria, desde esta perspectiva,
se erige en el pivote que posibilita el ajuste de cuentas de una comunidad con su pasado de guerra

o de violencia masiva y, asimismo, el avance a la no violencia y a la no repetición.

Ahora bien, entre memoria, recuerdo, historia colectiva e historia individual, se tienden los

puentes más propicios para pensar el problema del duelo, pues como memorioso, aquél a quien la

guerra le arrebató lo más amado no podrá más que construir su historia bajo el influjo empedernido

de la nostalgia de lo que fue y no será más, pues como afirma Braunstein, “la memoria es un

panteón que guarda los restos fósiles de los momentos pasados, que honra a los que han fenecido

y, muy especialmente, a esos yoes que hemos sido y se esfumaron con cada nueva experiencia que

nos tocó vivir” (Braunstein, 2008, p.19).

En esta vía, situar el análisis de nociones como memoria y duelo en el campo del

psicoanálisis ha de resultar fundamental, pues del estudio que Freud realiza durante los últimos

años del siglo XIX en torno al trauma, el recuerdo, las huellas, la elaboración y la repetición, se

desprenden elaboraciones teóricas que tendrán una incidencia directa sobre el modo de entender

posteriormente los procesos del lenguaje, y las características intrínsecas de los procesos referidos

al recordar. De igual manera, la formalización teórica expuesta por Lacan años después en relación

a nociones como castración, objeto, Otro y la experiencia de lo real, por nombrar tan solo algunas,

arroja una luz e inaugura un horizonte epistémico respecto a los efectos en el aparato psíquico de

la experiencia y elaboración de la pérdida.

En coherencia con lo mencionado, la pregunta que orienta el trabajo es ¿Cómo se articulan

los procesos de duelo y memoria en el marco de las víctimas del conflicto armado colombiano?

Pensar en dicho interrogante supone bosquejar una estructura conceptual que permita un

acercamiento analítico-crítico a las nociones de memoria y duelo tal como se plasman en la teoría

psicoanalítica, y a sus relaciones posibles.


En este sentido, la presente investigación pretende indagar la manera en que se articulan los

procesos de duelo y memoria. Lo anterior a partir de un análisis del discurso orientado y apoyado

por los referentes epistémicos y teóricos del psicoanálisis. Esto con el fin de favorecer la

comprensión de dichos procesos tanto a nivel subjetivo como social. Empresa que se propone

gravitar —tentativamente — en torno a tres objetivos específicos: en primer lugar, explorar el

régimen de existencia de la memoria y el duelo en tanto que objetos de discurso al interior de la

teoría psicoanalítica. En segundo lugar, interrogar la función del duelo y la memoria en el marco

del posconflicto colombiano. En tercer lugar, rastrear los puntos de articulación entre los procesos

de duelo y memoria en las víctimas del conflicto armado colombiano.

He aquí, así delineada, una apuesta por el saber que parte por considerar el duelo y la

memoria como nociones que atraviesan en forma central toda la teoría psicoanalítica,

comprendiendo aspectos estructurales y estructurantes de la subjetividad humana. En este orden de

ideas, se apunta a proporcionar elementos, puntualizaciones relativas a la manera de pensar dichos

conceptos, entendiendo por ello no la formulación de directrices con garantía de verdad, pautas que

deba asumir el clínico en su práctica, sino, por el contrario, formalizaciones que posibiliten

dilucidar los puntos de articulación entre la operatoria del trabajo de duelo y las lógicas de la

memoria. De esta manera, se habrá de poner en evidencia la importancia de volver sobre los

conceptos que orientan el camino de la experiencia clínica, para situarlos en el terreno de la

investigación, y permitir así su apertura, renovación, actualización, y entrecruzamiento con las

modalidades propias de los impasses que se afincan en la sociedad colombiana, y que confrontan

al sujeto de nuestra época en lo más hondo de su subjetividad.


Estado de la cuestión

“Toda teoría está condenada a permanecer abierta, es decir,

inacabada, insuficiente, suspendida en un principio de incertidumbre

y desconocimiento, pero a través de esta brecha, que al mismo

tiempo es su boca hambrienta, proseguirá la investigación”. (Morin,

1974, p.248).

Tanto a la investigación con el psicoanálisis como a la clínica psicoanalítica les conviene

en la partida un sujeto que, en lugar de decir “yo soy un experto”, dice “no sé”. No obstante, como

señala (Miller, 1997), no se trata de la “ignorancia pura sino de ignorancia docta, de la ignorancia

de alguien que sabe cosas, pero que voluntariamente ignora hasta cierto punto su saber para dar

lugar a lo nuevo que va a ocurrir”. (p. 33). Ahora bien, ¿desde dónde se puede, si es que se desea,

fundar la articulación entre duelo y memoria? Es preciso retomar aquí lo expresado por Jiménez

(2006), quien afirma que para conocer y problematizar un objeto de estudio es necesaria “una

aprehensión inicial mediada por lo ya dado, en este caso el acumulado investigativo condensado

en diversos textos e investigaciones que permiten aclarar rumbos, contrastar enunciados

provisionales y explorar nuevas perspectivas de carácter inédito” (p.33). De lo anterior se

desprende uno de los principios cruciales para el desarrollo de la presente investigación: mantener

un estilo problematizador y de movilidad, no de repetición. En esta vía, el presente apartado

pretende señalar algunas de las investigaciones pesquisadas en relación al tema central de estudio

propuesto y, asimismo, precisar algo de lo que falta por decir, con miras a reconocer el modo en

que este proyecto puede ofrecer un conocimiento sobre la problemática planteada que, por pequeño

que sea, puede ser nuevo.


Teniendo en cuenta los resultados de la búsqueda realizada hasta el momento, y en aras de

mantener un orden conceptual, se seccionó el material investigativo revisado de acuerdo a cuatro

bloques significativos: el primero, gira en torno a las concepciones de la fenomenología de la

memoria y del proceso de duelo dentro del marco de diversas disciplinas (antropología, filosofía,

sociología, etc.). Un segundo corpus investigativo, relativo a las perspectivas cognitivo

conductuales. Tercero, los planteamientos relativos a la memoria y el duelo en el campo de las

artes; y finalmente, un apartado relativo a los fundamentos teóricos planteados desde el

psicoanálisis respecto a las nociones de duelo y memoria.

La memoria: entre lo individual y lo colectivo

La tradición filosófica se ha empeñado en establecer una suerte de equivalencia entre la

memoria con la identidad personal. Puesto que cada uno tiene su propio ramillete de memorias y

está en condiciones de evocar los acontecimientos anteriores tales como el yo los ha conservado,

era lógico esperar, como afirma Braunstein (2013), que la memoria “comenzase por ser tratada

dentro de los marcos teóricos de la vetusta psicología de la conciencia como una función individual,

como una facultad del alma inherente a la esfera intelectual” (p. 11). Se pudo después, sin mayor

reparo, efectuar un giro conceptual y resolver que no sólo la mente en su dimensión singular podría

funcionar como vía de acceso de un sujeto a su pasado. Al lado de la memoria individual se

encontraría otro modo —transindividual— de la memoria: la memoria colectiva. Si bien esta

noción se sumió en los resquicios del olvido durante varias décadas, reconquistó cierto aliento a

partir de los años setenta, cuando los estudios centrados en la memoria, coartados por las crisis

identitarias derivadas de una novísima concepción del pasado, signaron el horizonte de la

historiografía (Laville, 2004). De allí en adelante, para encontrar alternativas a la concepción


sociológicamente "ocupada" de la memoria colectiva, los académicos han acuñado términos como

"memoria social", "memoria colectiva", e "historia popular" (Fentress & Wickham, 1992; Gedi

& Elam, 1996; Rosenzweig & Thelen, 1998; Winter & Sivan, 1999).

El binomio individual – colectivo mantiene su vigencia en el campo de la investigación

contemporánea relativa a los procesos de memoria y duelo. Esto se vislumbra en el trabajo de

Brescó & Wagoner (2019), que lleva por nombre La psicología de los monumentos modernos: la

implicación afectiva de los recuerdos personales y colectivos. En este se analiza cómo el duelo y

la memoria colectiva son experimentados y expresados en los memoriales modernos. Para los

autores, los recuerdos se los hace colectivos por la forma en que son interpretados y sentidos en

primera persona del plural, desde un ‘nosotros’.

El dolor colectivo se ha asociado tradicionalmente a la memoria e identidad colectiva e

identidad colectiva de un grupo (Brescó & Wagoner, 2019). Conmemorar, entonces, supone

recordar en común, y en esa vía la pérdida colectiva implica llevar el pasado al presente de una

manera emocional. Brescó y Wagoner toman la noción Halbwachsiana de memoria colectiva, que

alude a la relación orgánica y afectiva que una comunidad particular tiene con su pasado, para

contraponerla a la de la historia, que no sería más que memoria muerta. Así visto, el pasado

transmitido a través del recuerdo colectivo, no importa cuán distante o incluso mítico pueda ser,

nunca es, por definición, un país extranjero; más bien, es algo familiar y emocionalmente vinculado

a una comunidad en particular. Desde esta perspectiva teórica, la conmemoración de una pérdida

colectiva, independientemente de lo remota que pueda ser dicha pérdida, es algo que se realiza y

se siente en el plural en primera persona por parte de un determinado grupo. Asimismo, el recuerdo

y el duelo se convierten en algo mediado por las posibilidades y limitaciones de un contexto, que
a su vez se crea social e históricamente; cumplen funciones sociales importantes, como revitalizar

los límites emocionales con miembros vivos y muertos de una comunidad imaginada determinada.

El trabajo en mención analizó la experiencia situada y evolutiva en dos monumentos: el

Monumento a los Judíos de Europa Asesinados de Berlín, y el Monumento Conmemorativo a las

Víctimas del 11-S construido en la Zona Cero de Nueva York. El propósito de lo anterior fue

dilucidar hasta qué punto las diferentes formas de memoria (es decir, su estilo arquitectónico,

género y recursos materiales) median diferentes formas de articular la memoria colectiva y el dolor

colectivo. Se emplearon dos metodologías diferentes en cada sitio de trabajo de campo. En el caso

del memorial de Eisenman, se realizaron entrevistas semiestructuradas con personas que estaban

visitando el memorial. En el Monumento Nacional del 11 de septiembre, se utilizó un método de

entrevista "de paseo" en el que los participantes comparten sus sentimientos, pensamientos,

sensaciones y recuerdos a medida que avanzan por el sitio acompañados por el investigador.

Partiendo de la perspectiva de la psicología cultural, los memoriales, como artefactos

materiales situados históricamente, crean posibilidades y limitaciones para que las personas se

propongan explorar la relación entrelazada entre el dolor colectivo y la memoria colectiva. Al

conectar los eventos colectivos con sus propias historias individuales, las personas pueden

apropiarse y personalizar los memoriales modernos de una manera que tenga sentido para ellos,

estableciendo así una relación afectiva con el grupo.

A partir de lo anterior, los autores concluyen que el recuerdo humano es tanto personal

como sociocultural y, por otro lado, que los mediadores de la memoria, como los memoriales,

proporcionan un vínculo crucial que conecta a individuos y colectivos. Si bien contribuyen a

conmemorar una pérdida colectiva en el plural en primera persona, también permiten una variedad
de procesos de creación de significado individuales y formas personales de recordar y conectarse

con el pasado colectivo (Brescó & Wagoner, 2019).

Cabe resaltar que el artículo de Brescó & Wagoner (2019) propone una articulación entre

el duelo y la memoria a partir de la función social del monumento. La tramitación de la pérdida a

partir de las posibilidades simbólicas que ofrece la cultura es sin duda uno de los puntos destacados

más importantes. No obstante, los autores no explicitan los mecanismos que operan a nivel

subjetivo en relación a la tramitación simbólica, ya que, aunque se trate de memoriales que figuran

estéticamente una vivencia colectiva de carácter traumático, la inscripción a nivel psíquico

comporta las más singulares modalidades de respuesta ante lo insoportable. Desde el psicoanálisis

podemos pensar por qué para algunos sujetos es más plausible cicatrizar el tejido desgarrado de la

memoria, mientras que otros se aferran tenazmente a la fatalidad del recuerdo doloroso. De igual

manera, preguntarnos por la relación que guarda entre sí lo que un sujeto recuerda y lo que los

demás le atribuyen de un pasado que bien podría querer rehusar o que se obstina en atesorar a pesar

de las desmentidas.

En Psicología Social de la Memoria: Espacios y Políticas del Recuerdo, artículo publicado

por Piper-Shafir, Fernández-Droguett, & Íñiguez-Rueda (2013), se plantea una línea de trabajo

centrada en la comprensión e intervención de las memorias colectivas que se construyen alrededor

del golpe militar en Chile de 1973, a la dictadura que le siguió y a los intentos de transitar hacia la

democracia. La pregunta central en torno a la cual gira dicho trabajo se refiere a los sujetos que

estas memorias construyen, así como a sus efectos en el presente y posible futuro y posibles futuros.

Para estos autores, aunque los debates sobre la comprensión de procesos de memoria

colectiva se hayan visto signados por la tensión entre lo individual y lo colectivo, la lectura que

ofrece la psicología social permite adoptar una perspectiva que “considera simultáneamente los
procesos sociales constituyentes de la subjetividad, las acciones que construyen al sujeto social y

la construcción de la realidad social, con especial interés en la dimensión simbólica de los procesos

sociales” (Piper-Shafir et al., 2013, p.20).

La psicología social de la memoria que desarrollan centra sus investigaciones en las

acciones por medio de las cuales se recuerda el pasado reciente, considerando que estas son a la

vez discursivas y performativas. La memoria como acción discursiva construye relatos sobre el

pasado. En ese sentido, recordar algo supone, a su vez, decir qué y cómo se recuerda, delimitando

un momento específico y con un determinado tejido de sentido. Por otro lado, entender la memoria

como performance supone centrarse en las acciones rituales en las cuales se realiza y que van

construyendo —y eventualmente modificando— el sentido del pasado que se recuerda.

A partir de la observación de prácticas conmemorativas y la producción de discursos sobre

el pasado relacionados con el golpe de estado en Chile, los autores afirman que el dolor y el

sufrimiento de las víctimas constituyen no solo un elemento central en los recuerdos, sino que son

también el actor central de los lugares de memoria. Asimismo, subrayan la centralidad de la figura

de la víctima en estas prácticas y la invisibilización de aquellos que no sufrieron directamente la

represión política de la dictadura. Cuestión que motiva la pregunta por aquellas “otras memorias”,

esto es, las de las generaciones que no vivieron dicho período histórico. En consecuencia, no solo

es relevante interrogarse por las memorias que las diversas generaciones construyen respecto del

pasado reciente-conflictivo de la sociedad, sino también por cuáles son las relaciones que existen

entre ellas.

A manera de conclusión se indica que la proliferación de lugares de memoria y su gestión

activa por parte de las agrupaciones de derechos humanos no solo manifiesta la ausencia de una

política pública del recuerdo, sino la importancia y urgencia de su realización. Ya que “solo así
podrá el Estado garantizar el derecho ciudadano a la conservación y transmisión de la memoria,

permitiendo la articulación de las iniciativas tanto de estas agrupaciones como de diversos

organismos del Estado” (Piper-Shafir et al., 2013, p. 29).

Este trabajo tiene la virtud de introducir una puntualización que reviste de particular interés

para nuestra investigación, a saber, que la posibles interpretaciones (memorias) no estarían dadas

por los acontecimientos que se recuerdan, sino por la posición que ocupa el sujeto en dicha

tradición. Lo cual supone impugnar el estatuto de verdad que se le atañe a la interpretación, y así

asumir que toda interpretación es relativa a sus condicionantes socio-históricos de producción y a

los anclajes culturales y lingüísticos del sistema de significados que la articulan. No obstante,

aunque con ello se arroje una luz respecto a la dimensión social de la memoria y su relación con la

tramitación del pasado traumático, la reunión de las nociones de memoria y duelo no encuentran

aquí un esfuerzo conceptual que permita discernir sus puntos de articulación en la vida anímica, y

en esa vía se prescinde de una lectura clínica que ilustre el lugar de lo inconsciente y lo real 1 —

conceptos solidarios y centrales en la clínica psicoanalítica —en la operatoria de dichos procesos.

Memoria y duelo: una aproximación cognitivo-conductual

En el marco de la investigación contemporánea sobre el fenómeno de la memoria es posible

constatar un esfuerzo mancomunado por parte de los teóricos de la terapia cognitivo-conductual en

dilucidar la función de la memoria autobiográfica en lo que se ha denominado “duelo complicado”,

o también “trastorno persistente de duelo prolongado” (Boelen, Huntjens, van Deursen, & van den

1Aquí la expresión “real” no define la realidad objetiva, percibida por los órganos de los sentidos y hecha existir
mediante su formulación en conceptos. En el uso que hace Lacan de este término, denota, para cada sujeto,
aquello que cae por sorpresa y lo traumatiza; eso que por permanecer fuera de sentido lo angustia y horroriza,
eso que retorna en el mismo lugar, así se suponga superado. Como afirma Gallo (2016), “de esto real cada quien
solo logra simbolizar pedazos, elementos sueltos, desarticulados, con los cuales no es posible armar algo
coherente y bien sistematizado. (p. 18).
Hout, 2010; Brittlebank, Scott, Mark, Williams, & Ferrier, 1993; Golden, Dalgleish, &

Mackintosh, 2007; Maccallum & Bryant, 2008, 2010, 2011; Xiu, Maercker, Yang, & Jia, 2017).

Es menester subrayar la particular asociación que se ha establecido entre la memoria autobiográfica

y la memoria episódica. Dicha proximidad, ha conllevado a que en algunas explicaciones las dos

sean consideradas equivalentes (Markowitsch & Staniloiu, 2011). Ahora bien, como plantean

Maccallum y Bryant (2010) en su trabajo titulado Memorias definidoras del yo en el duelo

complicado, “es posible que las memorias autobiográficas que se tienen del difunto sean un factor

que sustente la prolongación del duelo complicado” (p. 1311). Según los autores, los recuerdos

definidores del yo son afectivamente intensos, repetitivos, vívidos y comprenden perdurables

preocupaciones sobre uno mismo; en suma, son una central característica del yo autobiográfico

porque son esenciales para el desarrollo de una historia de vida interiorizada. En este orden de

ideas, el distintivo de la memoria autobiográfica sería su capacidad de trascender la función

adaptativa de supervivencia (constituir representaciones que orienten el comportamiento presente

y futuro) para incorporar fundamentales funciones psicológicas, sociales y emocionales, como la

autodefinición (emparentada con la configuración de la identidad), las relaciones sociales del yo y

la autorregulación.

En relación a lo anterior, Maccallum & Bryant (2010) señalan que la pérdida de un ser

querido no solo interrumpe las relaciones de apego, sino que también puede estimular cambios en

los roles y objetivos de vida establecidos, y por lo mismo aseveran que el grado en que un individuo

es capaz de incorporar estos cambios en su autoidentidad y estructuras de significado más amplio,

ha de estar relacionado con la capacidad de recuperarse después de la experiencia de la pérdida. En

el estudio que llevaron a cabo, se tomó una muestra de 40 participantes, de los cuales 24 individuos

cumplieron con el diagnóstico de duelo complicado (2 hombres y 22 mujeres), y 21 individuos con


duelo que no cumplieron con los criterios para duelo complicado (3 hombres y 18 mujeres). Se les

aplicó el test de memoria autobiográfica, con el fin de que describieran tres recuerdos definidores

del yo (Williams & Broadbent, 1986), Los resultados mostraron que los participantes con un duelo

complicado proporcionar más recuerdos autodefinidos que involucraban al fallecido. El grupo sin

duelo complicado evidenció una mayor búsqueda de beneficios en sus narraciones de memoria y

experimentó menos emociones negativas en el recuerdo. A partir de estos hallazgos, los autores

concluyen que el duelo complicado está asociado con patrones distintivos de memoria

autobiográfica que están vinculados a la identidad propia, cuestión que sugiere que las personas

afligidas que experimentan un anhelo continuo por su ser querido consideran que su identidad

propia está más estrechamente relacionada con la persona fallecida y están más afligidas por los

recuerdos relacionados con la pérdida.

En esa misma línea se ubica el trabajo de Boelen et al., (2010) titulado Especificidad de la

memoria autobiográfica y síntomas de duelo complicado, depresión y trastorno de estrés

postraumático tras la pérdida. Según los autores, “la especificidad reducida de la memoria (o

"memoria sobregeneral") está más claramente presente en las personas con antecedentes de trauma

y en las personas con diagnóstico de depresión o trastorno de estrés postraumático (TEPT)” (p.

331). La reducción de la especificidad de la memoria puede ser el resultado de al menos tres

procesos psicológicos: en primer lugar, un intento de evitar recuerdos angustiantes de experiencias

traumáticas. Esta "hipótesis de regulación afectiva" explicaría por qué se observa un exceso de

memoria general entre las víctimas de trauma. Segundo, puede deberse a un control ejecutivo

disminuido en personas con trastornos emocionales ("hipótesis de control de ejecución"); y

finalmente, podría deberse a auto-representaciones negativas y procesos de reflexión que

mantienen a las personas atrapadas en un nivel general de recuperación ("hipótesis de captura y


rumia"). Este estudio examinó la especificidad y el contenido de las memorias autobiográficas en

individuos que atravesaban por un duelo. Se administraron medidas de autoinforme de la angustia

relacionada con el duelo y una versión estándar y rasgo de la prueba de memoria autobiográfica

(AMT) a 109 personas en duelo. Con la AMT, las personas recibieron instrucciones para recuperar

una memoria personal específica en respuesta a palabras clave positivas y negativas, con el fin de

analizar las asociaciones de la especificidad de la memoria con: (a) variables demográficas y

relacionadas con la pérdida ; (b) niveles de síntomas de duelo complicado, depresión y trastorno

de estrés postraumático, y (c) asociaciones del contenido de los recuerdos (relacionado versus no

relacionado con la persona perdida) con síntomas. Los hallazgos mostraron que la especificidad de

la memoria variaba en función de la edad, la educación y el parentesco. Asimismo, que la reducción

de la especificidad de la memoria se asoció significativamente con los niveles de síntomas de duelo

complicado, pero no con la depresión y el TEPT; por otro lado, que los niveles de síntomas de

duelo complicado y TEPT se asociaron con una recuperación preferencial de memorias específicas

relacionadas con la persona perdida. Finalmente, los autores concluyen que los recuerdos

vinculados a la fuente de la angustia de un individuo (por ejemplo, la pérdida) son inmunes a los

procesos de evitación involucrados en la especificidad de la memoria.

Autores como Golden, Dalgleish, & Mackintosh (2007) sostienen las hipótesis descritas en

los trabajos anteriores y afirma que los individuos traumatizados tienen una dificultad relativa para

recuperar recuerdos autobiográficos específicos de toda su vida. Sugieren que esto representa una

evitación funcional generalizada del pasado personal que, paralelamente, conlleva a la aparición

intrusiva de recuerdos específicos únicamente del acontecimiento traumático. Se trata de una

asociación que se ha replicado en diversas investigaciones y en relación a diferentes situaciones

traumáticas diferentes a la pérdida de un ser querido (p. ej. Dalgleish et al., 2003; Decker, Hermans,
Raes, & Eelen, 2003; Harvey, Bryant, & Dang, 1998; Henderson, Hargreaves, Gregory, &

Williams, 2002; Hermans et al., 2004; McNally, Lasko, Macklin, & Pitman, 1995; McNally, Litz,

Prassas, Shin, & Weathers, 1994).

Cabe resaltar que los artículos mencionados se concentran en concebir una distinción entre

el proceso de la memoria autobiográfica en relación al duelo complicado y no complicado. Esta

perspectiva del duelo como una categoría nosológica, y de la memoria como un proceso de

evocación de vivencia específicas, no se interesa por ninguna discusión acerca de los modos en que

se inscribe la experiencia de la pérdida en lo subjetivo, y tampoco da lugar a elaboración epistémica

alguna en relación a la articulación entre el fenómeno del duelo y la memoria. Como se ha

detallado, el interés principal dentro de esta línea de trabajo es determinar la cantidad de recuerdos

que ha de tener alguien en relación a las vivencias relacionadas con el difunto, situando el proceso

de la memoria como exclusivo del orden yo-consciencia. Desde esta perspectiva no se da lugar a

la pregunta por la función de la fantasía en la construcción del recuerdo y, asimismo, de aquello

que es excluido en razón de que resulta inconciliable o inconveniente para el yo. Los mecanismos

de construcción de esas ficciones de la memoria serán, sin duda, pieza fundamental en la empresa

investigativa que aquí se propone.

Arte, duelo y memoria

La memoria se ha erigido como una de las líneas de fuerza más relevantes en el panorama

artístico, y en particular en el arte contemporáneo colombiano. Quizá porque consagra una

coyuntura idónea para intentar la indispensable y difícil conexión entre arte y sociedad. Como

reconocen Domínguez, Fernández, Tobón, & Vanegas (2014), desde finales del siglo pasado,

algunas de las obras más categóricas del arte colombiano han configurado poéticas de la memoria
que metaforizan la naturaleza del dolor, el recuerdo y el olvido a través de sus soportes,

escenificaciones y procesos, como ocurre en Noviembre 6 y 7 (2002) o en los Atrabiliarios (1992-

2004) de Doris Salcedo; en Aliento (1996-2002) de Óscar Muñoz; en Bocas de Ceniza (2003-4) de

Juan Manuel Echavarría; y en las Auras anónimas (2009) de Beatriz González. Estas apuestas

artísticas alientan con aplomo los procesos de duelo en las comunidades, así como la reconstitución

de la identidad. De igual forma la reflexión que suscitan entroniza una relación con el pasado que

lo mantiene presente y nuestro, avivando las potencialidades soterradas en él, así como las

esperanzas de las que es depositario.

Como efecto de lo anterior, el arte, como intermediario entre la memoria y el duelo, ha

convocado a diversos investigadores a desplegar un armazón teórico que concentra su interés en

hacer explícita la función de lo estético en la construcción de memoria colectiva, así como en la

tramitación del dolor a través de lo simbólico. En esa vía, por ejemplo, Pinilla (2017), en su artículo

Memoria, arte y duelo: el caso del Salón del Nunca Más de Granada (Antioquia, Colombia),

analiza el trabajo de memoria colectiva realizado en el Salón del Nunca Más, ubicado en Granada.

En dicho municipio, el Salón apostó por la articulación de diversas prácticas que, junto al interés

de construir memoria, contribuyeron a que las víctimas de la violencia emprendieran el esfuerzo

de simbolización de la pérdida a partir de rituales públicos. Para el autor, cierta imposibilidad que

subyace a la tramitación del dolor, indica el lugar central que ocupa la memoria colectiva. No

obstante, lo noción misma entraña los más oscuros problemas, pues quienes estarían destinados a

edificarla, la más de las veces se encuentran en el estupor propio de lo traumático, fijados en el

horror de la pérdida. En este sentido, Pinilla (2017) considera que “el trabajo sobre la memoria no

sólo es una cuestión política (pública) sino también psicológica (privada). De modo que los

imperativos sobre la memoria colectiva (el deber de recordar) resultan inseparables de los trabajos
de duelo y la evolución del trauma (la necesidad de olvidar)” (p. 318). Una anotación que introduce

aquí el autor resulta de suma importancia, a saber, que la experiencia traumática, con su cuota de

silencio o renuencia a hablar, se encuentra en estrecha relación con una crisis del lenguaje y,

asimismo, con un vano fervor por olvidar (Pinilla, 2017)

La investigación analiza el desarrollo de dispositivos visuales tanto periodísticos como

artísticos, específicamente el cubrimiento periodístico realizado por la prensa, el trabajo

documental del fotógrafo Jesús Abad Colorado y, por último, la obra de la artista Erika Diettes

titulada “Río abajo”. A partir de esto, se discierne el papel de las imágenes para activar la memoria,

canalizar o darle cabida al dolor. Para Pinilla, esta dimensión emocional del trabajo de memoria es

parte constitutiva en estos procesos, “pues en situaciones como las acontecidas en Granada —

asesinatos selectivos, masacres, desapariciones y desplazamiento de la población—, el resultado

final no sólo es el trauma individual sino también el colectivo” (p. 321).

La pérdida, en consecuencia, no ha de concebirse únicamente como individual, sino

también inscrita en el orden de lo colectivo, de manera que la puesta en escena pública del dolor

pone de relieve el carácter terapéutico del arte para la tramitación del duelo. El Salón, en otras

palabras, posibilita el ofrecimiento de un marco social para la pérdida de los seres amados, en aras

de que otros den autenticidad a la pérdida que en un principio se siente en lo más íntimo, es decir,

de permitir la manifestación de lo privado en lo público para encontrar allí un sostén simbólico.

Pinilla (2017) finaliza subrayando el objetivo de los trabajos de memoria llevados a cabo

en el Salón del Nunca Más: darle forma al sinsentido de lo ocurrido, que es el sentimiento dejado

por el trauma experimentado. Más que forjar cierta identidad colectiva, lo que se propone el Salón

en calidad de trabajo de memoria es posibilitar el franqueamiento de las barreras del horror,


contribuyendo a la movilización de trabajos de duelo que parecieran no tener fin, “pues el tiempo,

para las víctimas, ha sido interrumpido y parece existir sólo el presente” (p. 338).

De lo anterior se desprenden preguntas que concentran gran utilidad para nosotros: ¿por

qué regresan los muertos? ¿por qué salta a la vista la indeclinable y mortificante repetición del

dolor? ¿Cómo hacer posible el reconocimiento del pasado como algo cumplido en el núcleo de su

representación, y no como una continuación indistinguida del presente?

Aproximaciones psicoanalíticas al problema de la memoria y el duelo

Sabemos, a partir de Freud (1896), que la memoria no es reductible a la función cognitiva,

pues “conciencia y memoria se excluyen entre sí” (p. 275), pues lo olvidado o siempre recordado

se ve atravesado por lo sutiles, pero inexorables, mecanismos de lo inconsciente; asimismo, que el

duelo, entendido como un proceso propio de la elaboración de marcas que testimonian una herida,

supone un trabajo para el sujeto por cuanto implica conseguir que lo perdido se integre en la materia

de lo dicho o lo vivido, sin estar sometido por la carga de la extrañeza o la marca de su separación.

Se trata, en efecto, de conceptos esenciales para el psicoanálisis; nociones que reaparecen

constantemente en su horizonte investigativo. Sin embargo, pronto se advierte que no parecen

abundar las tentativas de pensar la articulación entre el duelo y la memoria, cuestión que equivale

al objetivo principal de esta investigación.

Néstor Braunstein (2011) ha señalado que “el psicoanálisis se construyó alrededor de la

idea de traumatismo psíquico y de sus destinos. Eso llevó a olvidar otro polo de la memoria: el de

la nostalgia, el goce de la memoria aferrada a lo perdido y ausente” (p. 51). Estas palabras son

contemporáneas al interés particular de la empresa que aquí se propone ejecutar, ya que indican

una hiancia, un vacío epistémico al momento de pensar la dimensión de la memoria como memoria

del dolor, es decir, en su relación con lo real de la pérdida. Asimismo, cabe resaltar la erudita y
minuciosa investigación psicoanalítica de la memoria llevada a cabo por el mimo Braunstein

(2013), que culmina con la formalización del texto La memoria del uno y la memoria del otro. Allí

des-cubrirá una dimensión vergonzante de la memoria de los humanos: el goce del recuerdo

doloroso. Nos dice Braunstein (2013):

“las memorias traumáticas no se borran sino que tienden a persistir; el olvido es

relativamente impotente ante la violencia del recuerdo hiriente. ¿Podríamos sostener que la

memoria ama al dolor y que no sabe olvidarlo, decir incluso que la esencia de la memoria

es el dolor?” (p. 165).

En esa vía, Braunstein se empeña por elucidar los efectos deletéreos que tiene el recuerdo

traumático, y lo eleva a la dignidad de un artefacto construido por el inconsciente y deformado por

el yo memorioso, que es falaz, pero su ficción es camino de acceso a la verdad.

Cabe destacar, por otro lado, dos trabajos cuyas principales líneas de desarrollo abordan

el problema de la memoria y el duelo en psicoanálisis:

El primero de ellos es el trabajo de Moreno (2004) titulado El objeto de la memoria y el

olvido. La autora parte del supuesto de que “la memoria inolvidable imprime una condición trágica

a la existencia, no sólo a causa del carácter mortal de los recuerdos, sino también en razón de su

dimensión mortífera” (p. 20). Supuesto que encuentra soporte en la obra La escritura o la vida, de

Jorge Semprún (1995). Moreno alude a una memoria que denomina real, a la cual le sucedería una

voluntad de olvido que se muta en represión, y en esa medida considera que “la represión misma

sería un intento de trazar un borde a la atrocidad” (2004, p. 22). Los recuerdos vueltos así

inconscientes han de persistir a su vez como la memoria más mudable, y en esa vía la memoria

atormentadora, traumática, librada a los artificios del inconsciente, producirá en el síntoma otra
presentación de sí, deformada lo bastante como para que su portador no la reconozca. Por otro lado,

se subraya la distancia que se establece entre lo efectivamente vivido y la palabra que lo evoca,

cuestión que pone en juego una dimensión estructural que se revela como sustento de la memoria

y el olvido: así, para Moreno ya en la memoria como inscripción de una ausencia yace el germen

del olvido.

El segundo trabajo, El duelo en el duelo. La persecución y la venganza, de Mario Figueroa

(2004), aborda dos dimensiones del duelo que se encuentran en estrecha relación con la memoria.

Por un lado, el autor considera que quien esté en duelo procurará con la puesta en marcha de la

memoria bordear ese hueco, ese agujero en lo real dejado por el muerto. No obstante, el sujeto de

duelo pronto habrá de enfrentarse a una encrucijada, pues “uno de los lazos a desanudar para poder

asumir la pura pérdida, del muerto y del trozo de sí, tiene que ver con ese porvenir que se convirtió

de repente en un ‘sin-haber-venido’” (p. 38). Desde esta perspectiva, aunque los recuerdos de lo

vivido con el muerto acosen, el problema no reside tanto en esta memoria de lo realizado, sino en

lo no cumplido. Esta elucubración encuentra sustento para Figueroa (2004) en la tesis propuesta

por Jean Allouch (2006) en Erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca, que condensa el

siguiente apotegma: “la medida del horror en quien está de duelo es función de la medida de la no

realización de la vida del muerto”. (p. 38)

Una segunda arista tiene que ver con la dimensión social del duelo; esto es, con la búsqueda

de la satisfacción de la memoria del muerto. Como afirma Figueroa (2004) para Freud la

“satisfacción de memoria sería satisfacción de deseo, es sólo a este nivel de memoria como se

satisface el deseo, a través de la huella mnémica mediante la que se busca la identidad de

percepción”. (p. 53). Se trata entonces de una concepción que encuentra soporte en lo planteado

por Lacan en el Seminario VI: El deseo y su interpretación (1958-59/2014):


¿Qué son los ritos funerarios, los ritos mediante los cuales satisfacemos lo que se

llama ‘la memoria del muerto? ¿Qué son sino la intervención total, masiva, desde el infierno

hasta el cielo, de todo el juego simbólico? […] el trabajo de duelo se presenta en primer

lugar como una satisfacción dada al desorden que se produce en razón de la insuficiencia

de todos los elementos significantes para enfrentarse al agujero creado en la existencia por

la puesta en juego de todo el sistema significante en torno al menor duelo” (p. 131).

En este punto, el autor considera que emerge un interrogante frente a la encrucijada en la

que nos encontramos en Colombia, pues advierte, por un lado, la presencia de toda esa memoria

traumática que demanda ser satisfecha y, asimismo, la exigencia a las comunidades de soportar ese

proceso en aras de facilitar formas de inscripción, medios de escritura, monumentos de testimonio,

historias a narrar, etc., por el otro, la necesidad de no caer en una mera estandarización de la

memoria, en la imposición de una versión o en la burocratización de unos rituales vacíos, parodias

que no impliquen en nada a los sujetos más afectados (Figueroa, 2004).

Para concluir esta primera aproximación a los antecedentes en el campo del saber

psicoanalítico, bien valdrá cernir ciertos puntos relativos al problema enunciado que los textos

descritos invitan a pensar, y algunos de sus distingos con respecto al presente estudio. Braunstein

parte, como es manifiesto, de un problema similar al que aquí se intenta esclarecer, pero con un

resultado muy diverso. Si bien su modo inédito de abordar el tema de la memoria no deja de lado

las perspectivas históricas, filosóficas, literarias y neurocientíficas, queda fuera del alcance de su

trabajo una reconstrucción minuciosa y pormenorizada del problema de la articulación entre duelo

y memoria

Por otro lado, aunque la referencia a la memoria de lo traumático resulta transversal en los

textos de Moreno y Figueroa (2004), se vislumbra que dentro de dicha conceptualización se


aglutinan, sin discriminación, los más variados fenómenos que suponen una discontinuidad en la

vida, un desgarrón en la historia del sujeto. Atender a la especificidad de la experiencia de la

pérdida ―como una de las modalidades de lo traumático― en su relación con los procesos

psíquicos de la memoria, acaso permita ampliar, en un fragmento considerable, el armazón teórico-

conceptual que orienta su abordaje en el campo clínico y social.

Marco teórico

La certidumbre de lo definitivo: el duelo en la experiencia clínica

“Mi sorpresa —y por así decir mi inquietud (mi malestar)

viene de que, a decir verdad, ésta no es una carencia (no

puedo describir esto como una carencia, mi vida no está

desorganizada), sino una herida, algo que duele en el corazón

del amor” (Barthes, 2009, p. 69).

Según Mullan, Skaff y Pearli (2003) el duelo es un proceso psicosocial muy variado, cuyas

complejidades se derivan en parte del hecho de que la muerte de un individuo se refleja a diversos

niveles de la vida de un superviviente. Frecuentemente, suele concebirse como “una etapa de

sufrimiento y reajuste a la propia vida ante cualquier pérdida importante para una persona” (Hamill,

2009). En palabras de Morin (1994) “el duelo es la expresión social de la inadaptación del hombre a la

muerte, pero al mismo tiempo es también el proceso social de adaptación tendente a restañar la herida

de los individuos supervivientes” (p.82). Así, aunque se vive a nivel individual, el duelo se inscribe en

la dimensión social y cultural que comprende al conjunto de fenómenos que se movilizan tras la pérdida

de un ser querido. Según Luzón (2004), citado por Aboitiz (2012) estos fenómenos pueden ser

psicológicos (cambios fundamentalmente emocionales por los que se elabora internamente la pérdida;
representaciones vinculadas con la pérdida afectiva, la frustración o el dolor (aflicción, angustia,

molestias somáticas, etc.); y sociales (manifestaciones culturales y sociales, e incluso económicas que

ayudan o reglamentan la reacomodación social y psicosocial tras la pérdida).

Las modificaciones en el discurso sobre la muerte a lo largo de las diferentes épocas,

trajeron consigo cambios en la concepción del duelo. A partir del siglo XIII, sus manifestaciones

perdieron espontaneidad: las grandes gesticulaciones de la primera Edad Media fueron simuladas

por plañideras2. Más tarde, los testamentos de los siglos XVI y XVII enseñan que los cortejos

fúnebres estaban “compuestos principalmente por figurantes análogos a los plañideros: monjes

mendicantes, pobres y niños de los hospitales, a los que se vestía para la ocasión y que recibían tras

la ceremonia una porción de pan y algo de dinero” (Ariès, 2011, p. 240). Si se pudiera trazar una

línea histórica del duelo, se obtendría una primera fase aguda de espontaneidad abierta y violenta

aproximadamente hasta el siglo XIII; después una larga fase de ritualización hasta el siglo XVIII

y, a finales del siglo XIX, un período del dolor exaltado, de manifestación dramática y de mitología

fúnebre.

Hoy en día, a la necesidad milenaria del duelo más o menos espontánea o impuesta según

las épocas, le ha sucedido, a mediados del siglo XX, su interdicción. Como señala Ariès (2011) en

el intervalo de una generación la situación se ha invertido: “ya no son los niños los que vienen de

la cigüeña, sino los muertos los que desaparecen entre las flores” (p. 255). Los parientes de los

muertos están, así pues, forzados a fingir la indiferencia. Se le exige al sujeto contemporáneo un

control de sí mismo, pues lo que importa es que no dejen de traslucir las propias emociones. De

esta manera, se vislumbra de qué manera la sociedad por entero se comporta como el equipo

2
Una plañidera ―imagen paradigmática del duelo―, era una mujer a quien se le pagaba por ir a llorar
al funeral de alguna persona. “La palabra viene de plañir (sollozar) y ésta del latín plangere” (Suárez & Plácido,
2006, p.110)
médico. Si el moribundo tiene que sobreponerse a su turbación, y al mismo tiempo, colaborar

amablemente con los médicos y las enfermeras, el desventurado superviviente tiene que disfrazar

su pena, renunciar a retirarse en una soledad que lo traicionaría y continuar sin interrupción su vida

social, laboral y de ocio. De lo contrario sería excluido, y dicha exclusión acarrearía consecuencias

muy distintas a las de la reclusión del luto tradicional3. Quien desee ahorrarse ese trance deberá

conservar su máscara en público y no quitársela sino en la más secreta intimidad: sólo se llora en

privado, lo mismo que cuando uno se desviste o descansa, a escondidas, como si fuera un análogo

de la masturbación (Gorer, 1986)4. Y bien, se hace evidente que la supresión no se debe a la

frivolidad de los supervivientes, sino a una coacción despiadada de la sociedad; ésta se niega a

participar en la emoción del enlutado: una manera de rechazar, de hecho, la presencia de la muerte,

incluso aunque en principio se admita su realidad. A partir de entonces aparece a plena luz como

un rasgo significativo de nuestra cultura, “las lágrimas del duelo son asimiladas a las excreciones

de la enfermedad. Unas y otras son repugnantes”. (Ariès, 2011, p. 648), y, en esa medida

impersonal y frío, en lugar de permitir al hombre expresar lo que siente ante la muerte, se lo impide

y paraliza.

Así, al igual que en otros ámbitos de la vida social moderna ―nacimiento, educación,

salud―, también la gestión de los procesos de morir, muerte, aflicción y duelo han sido asumidos

por organizaciones burocráticas especializadas (el hospital como espacio de enfermedad, dolor,

sufrimiento y muerte; el geriátrico como reserva para ancianos; el tanatorio como el escenario de

3
Ésta era aceptada por todos como una transición necesaria, y contemplaba paliativos asimismo rituales, como
las obligatorias visitas de pésame, las cartas de consolación, los socorros de la religión. Hoy en día posee el
carácter de una sanción análoga a la que afecta a los marginados, los enfermos contagiosos o los maníacos
sexuales. Sitúa a los afligidos impenitentes del «lado de los asociales» (Ariès, 2011).
4
En relación a esto, Gorer termina preguntándose si una parcela importante de la patología social de hoy no
tendrá su origen en la expulsión de la muerte fuera de la vida cotidiana, en la interdicción del luto y del derecho
a llorar a los propios muertos.
la despedida pública, entre otras), siendo implementados rutinariamente a través de procesos

estandarizados. De esta forma, se ha llegado a la situación actual en la que la ley moderna no

admite el hecho de que una muerte no esté racionalizada, privilegiando “la identificación científica

de las causas de muerte a través de patólogos, médicos forenses o jueces de instrucción sobre la

sensibilidad de los supervivientes o sobre los intereses de éstos por la pronta puesta en marcha de

los ritos funerarios” (Walter, 2002, p.10). Lógica de racionalización que se ha extendido incluso

hasta al proceso psicológico del enfrentamiento a una muerte por parte de los supervivientes,

identificándose el duelo normal con una secuencia de etapas por las que deberían de transitar los

afligidos para no caer en un duelo patológico (Aboitiz, 2012).

Estas breves puntualizaciones respecto al duelo sirven de antesala para situar el tema del

duelo en el marco de la disciplina psicológica. Esto teniendo en cuenta, como señala Ariès (2011),

que “a partir de ese conjunto de transformaciones, el duelo fue tal, que pronto se convirtió en una

naturaleza susceptible de ser regulada y como tal sirvió de referencia a los psicólogos del siglo

XX” (p.651).

Hacia la patologización del duelo

En la literatura científica de la psicología, el duelo ha desarrollado y ocupado mucho interés

desde hace varias décadas: Parkes & Prigerson (2013 [1972]), Stedeford (1984), Saunders (1980),

Twycross & Lack (1990) y (Worden, 2018 [1984]) son algunos de los autores que más han aportado

en este sentido. No obstante, es menester señalar que no ha sido así desde siempre. Como afirma

(Portocarrero, 2012) “solo a partir de los años setenta empezaron a surgir una serie de estudios

encaminados a la búsqueda de criterios diagnósticos que permitieran operativizar una entidad

clínica propia, diferenciada de los demás trastornos psicológicos” (p. 39). Prigerson (1995) ha sido

una de las autoras que ha liderado un amplio estudio dirigido a la validación de estos criterios.
Entre sus aportaciones más relevantes se destaca la elaboración del Inventario de Duelo

Complicado (IDC), que ha sido ampliamente utilizado como herramienta de evaluación en la

clínica psicológica.

De igual manera, los planteamientos de Kübler-Ross (1973; 2009; 2005) dieron lugar a uno

de los modelos psicológicos sobre la muerte con mayor influencia en las bases de la Psicología de

la Muerte. Según este, todas las personas afectadas por una enfermedad no curable atraviesan por

cinco fases socio-psicológicas desde el momento en que reciben el diagnóstico de la misma:

negación, ira, negociación, depresión y aceptación final. En semejanza, el proceso psicológico de

enfrentamiento a una muerte por parte de los “enlutados” supone atravesar las mismas etapas;

propuesta que ha sido acogida en gran medida por numerosos teóricos y que ha generado una

abundante bibliografía en los últimos años. Aun así, como reconocen Prigerson, Vanderwerker, &

Maciejewski (2008), los expertos ponen de manifiesto que “la falta de criterios consensuados y

medidas sensibles del duelo, ha hecho difícil el desarrollo y replicación de las investigaciones que

faciliten conocer cuáles son los tratamientos más efectivos para este tipo de dolor” (p. 170).

Más allá de esto, los modelos de trabajo fundamentados en las intervenciones por fases y

por tareas, así como en conceptualizaciones neurobiológicas, se han ido consolidando como los

mayores referentes. Worden (2003) por ejemplo, describió cuatro tareas básicas que consideraba

fundamentales a la hora de elaborar este proceso: aceptar la realidad de la pérdida; identificar y

expresar sentimientos; adaptarse a vivir en un mundo en el que el otro ya no está; y, por último,

facilitar la recolocación emocional del ser querido y seguir viviendo. Por otro lado, el tratamiento

propuesto por Shear (2010) ha contado con gran respaldo en el manejo del duelo complicado, esto

es, para el abordaje de aquellas personas que después de haber perdido a un ser querido, manifiestan

dificultades para integrar su nueva realidad en sus vidas. Los planteamientos teóricos en los que se

asienta provienen de la teoría del apego de Bowlby (1998). Dentro de esta propuesta se contempla
la existencia, a nivel del sistema nervioso central, del circuito cognitivo-afectivo de apego

denominado “working model” y evidencia que la motivación de acercamiento a las figuras de apego

y de seguridad, se hace de manera neurobiológicamente instintiva. En síntesis, el “working model”

incluye elementos de información explícita e implícita, que en nuestra memoria hace diferir el tipo

de información que incluye y en la manera en la que asimilamos nueva información. En este orden

de ideas, cuando se pierde a un ser querido, la memoria narrativa incorpora los hechos y

acontecimientos ocurridos, mientras que la semántica e implícita tarda en desarrollar nuevas reglas

en las que la figura no está presente.

Por su parte, Wittouck, Van Autreve, De Jaegere, Portzky, & van Heeringen (2011) han

señalado las limitaciones metodológicas que se han encontrado en la revisión de los estudios y la

dificultad desencadenada por la falta de reconocimiento oficial del diagnóstico de duelo

complicado en el DSM. Como conclusión de su estudio meta-analítico titulado The prevention and

treatment of complicated grief, plantean que no se puede establecer cuál es el tratamiento más

adecuado para el duelo complicado, esto en razón de que “quizá cada forma de dolor es único y

genera necesidades diferentes en las personas y que posiblemente los protocolos se debieran

adaptar a intervenir de manera individualizada” (Wittouck, Van-Autreve, Jaegere, Portzky y Van-

Heeringen , 2011, p. 73). Sin embargo, ello no ha impedido que se convenga la estructuración del

duelo como un hecho inscrito fundamentalmente en el orden de lo patológico, así como susceptible

de ser homogeneizado por medio de herramientas de estandarización, coherentes con la lógica de

la existencia de etapas específicas por las que atraviesa cualquier individuo.

En la actualidad, gran parte de las investigaciones e intervenciones sobre el duelo se

desarrollan desde las propuestas de las TCC. Boelen, van den Hout, & van den Bout (2006),

puntualizan que, dentro del enfoque cognitivo-conductual, se considera que hay tres variables

esenciales en la aparición y mantenimiento de la complicación del duelo: primero, la mala


elaboración e integración de la pérdida en la base de datos de conocimientos autobiográficos. En

segundo lugar, la presencia de creencias globales y negativas, además de una inadecuada

interpretación de las reacciones y manifestaciones que se producen. Y, en tercer lugar, la

configuración de estrategias de afrontamiento ansioso-depresivas a la hora de abordar lo sucedido.

En adición, hay una serie de variables que se consideran antecedentes y que facilitan la interacción

de estos tres aspectos fundamentales. A partir de ello se desencadena la persistencia del duelo

complicado manifestándose la clínica principal y propia del mismo, relacionada con la presencia

de ansiedad de separación y el estrés desencadenado de la experiencia traumática (Romero, 2013).

Estas variables se pueden resumir en: los factores vulnerabilidad personal de los dolientes; las

características que rodearon al suceso; y las características de la pérdida.

El tratamiento que se plantea, desde esta perspectiva teórica, se fundamenta en intervenir

en los factores anteriormente descritos. La dirección del trabajo se concentra en profundizar la

necesidad de realizar un procesamiento adecuado de lo sucedido e integrar la pérdida en la

autobiografía existente, identificar y modificar las creencias e interpretaciones del proceso que sean

problemáticas y, finalmente, en reemplazar las estrategias ansioso-depresivas de evitación, por

otras que proporcionen un ajuste más adecuado. Siguiendo a Mittag (1992), para poder evaluar las

creencias que tiene el paciente, se les pide que describan cómo fue la muerte del ser querido y si

todo lo acontecido ha podido cambiar su punto de vista sobre sí mismo, su vida y su futuro.

Posteriormente se recomienda el uso de algún cuestionario que permita evaluar las cogniciones

relacionadas con el duelo, como por ejemplo el Cuestionario de cogniciones de duelo (Boelen y

Lensvelt-Mulders, 2005). Con respecto al trabajo centrado en las emociones, la evaluación también

debe incluir experiencias anteriores con la pérdida, fortalezas y debilidades que estén presentes en

su repertorio de afrontamiento, para de tal manera poder identificar las creencias preexistentes

sobre el yo y el mundo y las consecuencias que ha tenido la experiencia de pérdida. De tal manera,
se prosigue a propiciar información de cuáles son las manifestaciones y reacciones propias del

duelo, cómo funcionan las emociones, cómo se encauzan y cuáles son los comportamientos

habituales, es decir, se le debe ofrecer al paciente una perspectiva de cómo transcurre y se elabora

el proceso (Romero, 2013). Todo ello se inscribe en el orden del tratamiento del duelo, cuestión

que se encuentra más cerca de lo disciplinar que de lo terapéutico. Esto, si se tiene en cuenta que

lo disciplinar se centra en la corrección de comportamientos y pensamientos disruptivos, y lo

propiamente terapéutico, del lado de la producción de un saber que permita lidiar con el malestar

y tomar una posición respecto del mismo. Esta distinción, de suma importancia en la experiencia

clínica, es desarrollada por Mendoza (2016), en el trabajo investigativo titulado La terapia

cognitivo comportamental en la psicología clínica contemporánea: del espejismo terapéutico a la

práctica disciplinar. Allí se rastrea el deslizamiento de lo terapéutico a lo disciplinar en las técnicas

implementadas por el enfoque cognitivo-conductual, caracterizado por una transición del arte de

curar, desde las lógicas de la singularidad, a la ciencia de normalizar el individuo, inscribirlo en las

lógicas del deber ser.

Ahora bien, en cuanto a las estrategias, con gran frecuencia predomina el uso de técnicas

de exposición en imaginación o en vivo (Candel, Vicent, y López, 2007), así como las de

inundación usadas para el Trastorno por estrés postraumático por Foa y Rothbaum (1998), citados

por Romero, (2013). La exposición se realizaría de manera gradual con el fin de que se vayan

debilitando las creencias globales más negativas, que sostienen la evitación de las emociones que

son dolorosas; trabajo que se vería apoyado por el uso del diálogo socrático5 y la reestructuración

cognitiva, en tanto que ambas se orientan a desmontar las cogniciones erróneas y a aportar

5El dialogo socrático es una técnica cognitiva que busca provocar una disonancia cognitiva, a través del
descubrimiento guiado del terapeuta mediante preguntas sistemáticas que pongan en evidencia los errores
lógicos en la forma de procesar la información (Partarrieu, 2011, p. 180)
evidencia de que la validez de las interpretaciones está magnificada y sobrevalorada. Asimismo,

para trabajar la ansiedad, Romero (2013) en su trabajo de investigación titulado Tratamiento del

duelo: exploración y perspectivas, siguiendo la propuesta de intervención TCC y el tratamiento

para el duelo complicado planteado por Katherine Shear (2010), reconoce que las exposiciones se

valen de la prevención de respuesta que se suele usar en el tratamiento de los Trastornos obsesivos-

compulsivos y que, por otro lado, para fortalecer el trabajo realizado con las reacciones depresivas,

se estructura un plan para incrementar la realización de actividades placenteras que estaban

presentes en la vida cotidiana del paciente antes de la pérdida.

En adición a lo anterior, se sugiere dar fundamento a las inferencias y conjeturas del

terapeuta incluyendo datos de la literatura empírica sobre la psicopatología, la evaluación y el

tratamiento de pacientes similares, es decir, aquellos que han sido ubicados en la misma categoría

diagnóstica, con el mismo rango etario, clasificados e introducidos en las lógicas de la

estandarización y la replicación. El objetivo fundamental es entonces identificar técnicas de

intervención psicoterapéutica al duelo en adultos a partir de la caracterización de respuestas

comunes a nivel cognitivo, afectivo y motor de dolientes adultos (Carmona, 2012). Cuestión que

tiene significativas resonancias en la clínica, pues se alude a los efectos previsibles de la

intervención en el duelo en términos de la noción de adaptación. Así, como afirman Olivares,

Méndez y Maciá (2003) “cuando ésta minimice los comportamientos desadaptativos y maximice

los adecuados, el modificador/terapeuta no dudará en aplicarla” (p.173).

Siguiendo a Carmona (2009)

“el duelo desde el punto de vista cognitivo-conductual “consiste en un patrón de respuestas

psicológicas y fisiológicas que continúan luego de vivir la pérdida de un objeto o sujeto con

alto valor afectivo y funcional (…) situación que genera disonancia cognitiva y confusión,

constipación emocional, perturbaciones físicas y deterioro en la red social. (p. 234).


Se trata de un traumatismo tal que solamente una serie de etapas permite “curarlo”, y desde

esta perspectiva se hace un vacío a su alrededor retirándole su carácter simbólico e inscribiéndolo

en la secuencialidad del tiempo cronológico. La preocupación central de la intervención de las TCC

está puesta en el desempeño y la eficacia de la ejecución de conductas deseables, funcionales y

adaptativas, entendidas como aquellas que se inscriben en los parámetros de una sociedad que

vocifera un rechazo infranqueable hacia las cuestiones vinculadas con la muerte. Así, la supremacía

de la técnica, y de los ideales de retornar la funcionalidad del sujeto en el menor tiempo posible,

en lo que concierne al abordaje del duelo en la experiencia clínica, permite pensar que, cada vez

más, atreverse a hablar de la muerte, otorgarle un espacio y un tiempo que corresponde únicamente

con el tiempo del sujeto, no significa más que la posibilidad de provocar una situación siempre

dramática, en la que se arriesga el “carácter científico” de la intervención.

Es por lo mismo que, como se constata en la actualidad, a pesar de las propuestas realizadas

por parte de los investigadores, en la reciente publicación del DSM-5 (2013) el duelo sigue

enmarcado dentro del código V62.82, como

Aquellos problemas adicionales que pueden ser objeto de atención clínica no atribuible a

trastorno mental, que a su vez podría ocasionar síntomas similares a la depresión mayor,

estrés postraumático, insomnio y anorexia, siendo la evolución crónica e implicando

grandes padecimientos y gastos sanitarios (Barreto, De la Torre y Pérez-Marín, 2012, p.

358).

En este caso hay una diferenciación en el DSM-5 con respecto a las anteriores ediciones, y

es que el duelo no excluye el diagnóstico de depresión. Si bien el DSM-IV (2001) excluía dentro

de la depresión a las personas que mostraban dichos síntomas tras la pérdida de ser querido en los

dos meses anteriores, el DSM-5 omite esta exclusión (Romero, 2013). Entonces, se plantea hacer
uso de un conjunto de técnicas, cuyos efectos positivos hayan sido comprobados empíricamente en

poblaciones que compartan el diagnóstico de trastorno de duelo complejo persistente6.

En consecuencia, se trata de disciplinar al sujeto en términos emocionales y cognitivos: “se

hace necesario entrenar al paciente en la autoinstrucción construyendo pensamientos alternativos

del evento que el/ella puedan repetir una y otra vez”. (Carmona, 2009, p. 36). Por lo tanto, la

apuesta consiste en modificar e introducir un saber impuesto para que, en el menor tiempo posible,

el sujeto pueda reincorporarse a las actividades normales. En efecto, se desdeña la posibilidad de

que este se vea implicado en aquello que lo concierne, así como de producir un saber que le permita

toma una posición; operación que sólo puede emerger si se reconoce lo imprevisible que introduce

lo simbólico, las palabras y su más de sentido, que indican, a su vez, la singularidad de las formas

en que pueda ser tramitado por cada sujeto, quien habrá de hacer lugar a diferentes modalidades de

salida o no de este conflicto.

El trabajo del duelo: origen y devenir de un concepto

“Golpeado por la naturaleza abstracta de la ausencia; y sin embargo es ardiente,

desgarradora. De ahí que entienda mejor la abstracción: es ausencia y dolor,

dolor de la ausencia, ¿quizá es entonces amor?” (Barthes, 2009, p. 46).

El psicoanálisis ha otorgado un papel preponderante a la experiencia de la pérdida en la

constitución subjetiva. En palabras de León (2011) “hay un entrecruzamiento, una superposición

entre los duelos que se nos imponen a lo largo de la vida y esos que se ordenan en la experiencia

de la cura psicoanalítica” (p. 4). La clínica psicoanalítica no deja de constatar que ante la

experiencia de la pérdida el mundo de una persona queda desierto, por cuanto la implacable

6
Este trastorno se encuentra clasificado en el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (2013;
DSM-5, por sus siglas en inglés) dentro de los Trastornos Relacionados con Trauma y Estresores, en la
categoría de “Otros Trastornos Especificados Relacionados con Trauma y Estresores.
irrupción de lo imprevisto deja al sujeto suspendido de las hilachas desgarradas del hilo de su

historia. No tenemos un lenguaje para los finales, nos dice el poeta (Juarroz, 2007), intentando

poner palabras al mudo dolor de la ausencia. Al respecto se pregunta Braunstein (2012):

“¿por qué enferma el mentado y comentado “traumatismo psíquico” que puede ocasionar

el duelo, tal como lo entienden el vocabulario y la ideología corriente? Porque instaura una

discontinuidad en la vida, es decir, en la memoria de la vida, ese panteón que guarda los

restos fósiles de los momentos pasados y honra a los que han fallecido. Conservamos la

espectral memoria, triste aunque sean alegres los recuerdos, porque estéril es el paisaje de

lo que nunca volverá a ser (p. 19).

Aunque se puede encontrar una abundante reseña a la temática del duelo en las teorizaciones

del psicoanálisis, el inicio de su recorrido puede ubicarse en el trabajo de Freud (1917a), titulado

Duelo y Melancolía. De las conceptualizaciones esbozadas allí se ha derivado todo un conjunto de

elaboraciones clínicas que se han sostenido en el edificio teórico del psicoanálisis. Se puede decir,

grosso modo, que en este texto Freud compara la melancolía con el duelo: plantea la primera como

patológica, y subraya el dolor normal que ha de suscitar el segundo. Dolor que termina por

consumirse espontáneamente una vez que se renuncia a todo cuanto se ha perdido, esto es, que se

agote la libido7 puesta en ello y sea posible recuperarla para otros objetos. Para Freud (1917), el

duelo es entonces “por regla general, la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una

abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc.” (p. 241). El psiquismo se

7
“Libido es una expresión tomada de la teoría de la afectividad. Llamamos así la energía, considerada como
una magnitud cuantitativa (aunque actualmente no pueda medirse), de las pulsiones que tienen relación con
todo aquello que puede designarse con la palabra amor” (Freud, 1921, p.81).
encuentra en la encrucijada de intentar lentamente desasirse de la libido que rodea al objeto, tramo

por tramo, con miras a un nuevo enlace libidinal.

Siguiendo a Smud y Bernasconi (2000), el duelo freudiano se sustenta en tres pilares: la

prueba de realidad, el trabajo de duelo y el objeto sustitutivo. El primero hace referencia al

conflicto que se suscita entre la afirmación de que el objeto no existe más y la falta de

convencimiento de que esto pueda suceder. Es sabido que posterior al fallecimiento de un ser

querido es frecuente que los duelantes alucinen la presencia del difunto en diferentes lugares de la

casa, o en los sitios que ellos frecuentaban. Estas alucinaciones se producen ante la percepción de

lo siniestro justamente porque lo familiar se vuelve extraño. En ese instante de vacilación es

imprescindible que el examen de realidad haga su cometido: poder establecer una diferencia entre

los vivos y los muertos. Freud (1917) reconoce que ante la falla de esta prueba de realidad, se

puede producir una retención del objeto perdido por vía de una entidad clínica que denomina

Psicosis alucinatoria de deseo. Es por ello que el duelo sitúa al sujeto en la encrucijada de ser

testigo del resquebrajamiento de la realidad, inaugurando una vía directa de acceso a lo real. Las

formas en que pueda ser tramitado por cada estructura, harán lugar a diferentes modalidades de

salida o no de este conflicto. Ya advertía Freud en su texto Las neuropsicosis de defensa (1894),

que ante una situación intolerable el yo tiende a defenderse de esa representación:

“[…] opino, sin embargo, que debe de ser un tipo de enfermedad psíquica a que se

recurre con mucha frecuencia, […] para los que vale análoga concepción, de la madre que

enfermó a raíz de la pérdida de su hijo y ahora mece un leño en sus brazos” (Freud, 1894,

p. 60).

Respecto al segundo de los pilares, esto es, el trabajo de duelo, ha de subrayarse el término

trabajo. El duelo, como reconoce Freud, supone un esfuerzo humano aplicado a la producción de
un bien. Y ¿cuál es la razón de ser de este esfuerzo yoico? ¿En qué medida queda afectado el campo

del narcisismo y del deseo en el duelo? Fundamentalmente, el denominado trabajo del duelo apunta

a que el sujeto pueda recuperar el estado previo en el cual se encontraba antes de la experiencia de

la pérdida. Esta es una de las lecturas que realiza Allouch (2006) en Erótica del duelo en los tiempos

de la muerte seca y a la que denomina vivencia romántica del duelo, que fue señalada también por

Ariès (1983) en El hombre ante la muerte ; es decir, que el sujeto saldría en apariencia con un saldo

a favor, ya que ahora podría hacer propias las marcas que en él han quedado del desaparecido y

además le permitiría encontrar otro objeto amoroso con el cual sustituir esa falta.

Angostamiento e inhibición son dos de las características con las que Freud describe al

estado subjetivo, aludiendo a que la dolorosa experiencia lleva al sujeto a “utilizar toda su

operatoria libidinal en la tarea de desatar los múltiples enlaces a los cuales se encontraba amarrado”

(Sullivan, 2014, p. 29). Se trata de un acontecimiento que conlleva a un estado de fragilidad

psíquica; la afectación que produce este estado implica la sensación de despedazamiento y moviliza

el retorno de la libido al yo como goce autoerótico para preservar la unidad perdida, siendo una

modalidad defensiva para contrarrestar el cercenamiento de la ligadura con el objeto de amor y lo

que con él se marchó (Cruglak, 2003). Es pues una labor que si bien en algún momento finaliza,

implica un proceso de desasimiento libidinal que produce dolor, un gasto de energía y tiempo.

Ahora bien, este final al que se refiere Freud no es un final triunfante, maníaco, sino más bien de

recuperación de la posibilidad de relación con el mundo circundante, de atender a otras cosas que

permitan poner en marcha el deseo.

En efecto, el tercer y último pilar es el objeto sustitutivo: la ganancia del final del trabajo

de duelo. ¿Por qué, entonces, el doliente no se lanza de lleno a esa labor que le permita desatar la

ligazón con el objeto aniquilado si sabe que al final podrá encontrar un bien más apreciable?
Siguiendo los planteamientos freudianos, ha de contestarse que la elaboración de la pérdida no

puede llevarse a cabo sin que medie el sufrimiento. El extraordinario dolor que conlleva el desatar

cada uno de los amarres al otro se hace por vía del recuerdo. El muerto que ya no está en la vida

cotidiana, se muestra profundamente presente en las reminiscencias, en la vida psíquica. El final

del duelo implica de este modo todo un proceso que no sigue las lógicas del tiempo cronológico, y

sí más bien las del inconsciente.

La melancolía y el duelo: la pérdida.

En La transitoriedad, Freud (1915) formaliza algunas reflexiones acerca de la finitud de

las cosas, como resultado de una conversación que mantiene con un poeta y un amigo de éste, sobre

la vida, la muerte y el deseo. La falta de disfrute del paisaje que los rodeaba, le hace pensar que ya

estaban invadidos por un duelo, y que esa actitud prevenida de tristeza ante lo perecedero del

mundo debía de tener un correlato con una vivencia anterior de pérdida. Allí se plantea uno de los

nombres de la castración freudiana, a saber, la caducidad de las cosas que tarde o temprano

terminarán en nada, y que enfrentan al sujeto con una verdad de la cual no quiere saber nada: su

propia desaparición.

Según Laso (2003) respecto a dicha caducidad de las cosas y del yo, Freud señala ciertas

respuestas del sujeto: en primer lugar, un estado de duelo por una pérdida anticipada que inhibe la

posibilidad de disfrute, puesto que el deseo por el objeto remite al recuerdo del dolor ante la

ausencia. He aquí de nuevo una alusión a la falta en el origen de nuestra condición humana. En

segundo lugar, una rebelión contra la transitoriedad de las cosas por vías de la filosofía y la religión,

que deja en evidencia cómo el deseo humano asume la eternización de los objetos. En tercer lugar,

no quedar sumido en el desconsuelo debido a la cesación de los objetos, sino más bien considerar
que ello no debe ser obstáculo para el disfrute, lo cual permite vislumbrar que cada sujeto es

responsable de su deseo y por ello de la capacidad de goce de los objetos del mundo.

Por otro lado, en Tótem y tabú (1913/1980) Freud traza algunas aproximaciones sobre el

comienzo de la humanidad y la cultura, y sitúa en su centro la problemática del duelo, en este caso,

pensada a partir de la relación con el padre. Allí le otorga al totemismo la función de sistema, que

entre ciertos pueblos hace las veces de religión y proporciona la base de la organización social,

constituyendo, en su opinión, una fase regular de todas las culturas. Indica entonces la existencia

previa al Tótem de una agrupación a la que pasa a denominar horda originaria. Freud (1913/1980)

describe a esta como un grupo comandado por: “[...] un padre violento, celoso, que se reserva todas

las hembras para sí y expulsa a los hijos varones cuando crecen” (p. 143). La escena del festín

totémico radica en la muerte de este último en manos de los hijos: es devorado en un banquete

ceremonial que luego desemboca en una conmemoración del acto, atravesado por el duelo. El padre

es repartido entre la totalidad de los hermanos y es incorporado por partes, lo que suscita culpa

producto de los sentimientos ambivalentes de la lamentación por haber sido partícipe del asesinato.

Como señala Sullivan (2009) “la culpa, la lamentación y el remordimiento configuran el costado

gozoso de la operatoria del duelo que evoca la presencia del Superyó” (p. 38). Así, el mito señala

de qué manera la identificación por introyección8 está presente en la manera de pensar la muerte y

su elaboración: es la manera por la cual los hijos se apoderan del trozo perdido. De modo que, en

tanto que el sujeto carece de una representación de la muerte propia, se apercibe a ella cuando la

figura paterna desaparece y con él una parte propia. Por ello en la escena mítica, los hijos se

8 Proceso puesto en evidencia por la investigación analítica: el sujeto hace pasar, en forma fantaseada, del
«afuera» al «adentro» objetos y cualidades inherentes a estos objetos. La introyección está próxima a la
incorporación, que constituye el prototipo corporal de aquélla, pero no implica necesariamente una referencia
al límite corporal (introyección en el yo, en el ideal del yo, etc.). Guarda íntima relación con la identificación.
(Laplanche y Pontalis, 2004, p. 205).
anotician también de la muerte propia conforme a los pedazos del padre introyectados. De manera

que cada uno tendrá que ver qué hace con el pedazo que tiene y eso dará origen a la neurosis (Smud

y Bernasconi, 2000).

En relación a lo anterior, Lacan (1962- 1963/2007) en el seminario 10 La angustia afirma:

“[…] no estamos de duelo sino por alguien de quien podemos decirnos yo era su falta " (p. 61).

Con la muerte del otro, entonces, muere una parte propia que se encuentra en relación con el objeto

de deseo del Otro. A partir de los planteamientos que allí esboza se puede pensar que ese “trozo de

sí”, es un objeto amboceptor9. En efecto, así como Lacan (1962- 1963/2007) se pregunta: “¿de qué

lado está el seno? ¿Del lado del que chupa, o del lado del que es chupado?” (p. 181), cabe

preguntarse, ¿y el trozo? ¿Del lado del que se va o del doliente? La pérdida del objeto, desde esta

perspectiva, supondría un corte, una línea de separación donde se produce la caída del otro a nivel

simbólico, es decir, el deslizamiento por un agujero de lo que ese objeto representaba.

Ahora bien, los efectos de esta operatoria de la pérdida pueden ser diferentes, tal como lo

plantea Freud (1917) en su texto Duelo y Melancolía. En el caso de la melancolía, los procesos en

los que se ve envuelto el sujeto ante lo real de la pérdida del objeto se definen por el decremento

del estado de ánimo, cesación de la capacidad de amar, disminución de todas las funciones

psíquicas y del amor propio, retraducida ésta última en autoflagelaciones de tinte delirante, hecho

que la diferencia del duelo. Lo que se pierde en la melancolía no es pues el objeto sino la libido,

derivando en un yo empobrecido, reprochable, castigable: se sabe a quién se ha perdido pero no el

contenido de lo que se ha perdido. No hay un objeto ubicable como en el duelo debido a que el

9
Se trata de un neologismo lacaniano que alude al objeto que está entre el sujeto y el Otro, que se inicia o
proviene del Otro pero que se desprende de él y nos llega para producirnos alguna satisfacción, si es el caso.
Objeto separable de uno y Otro. Así, en el seminario 10 “la angustia”, describe la placenta como ejemplo
paradigmático, no se puede decir que es propiedad de la madre pero tampoco del niño. En su cualidad
amboceptora ocupa un lugar intermedio entre ambos.
sujeto a elegido un objeto que lo engaña en las esperanzas depositadas y en vez de sustituirlo por

otro se pierde algo del yo.

En el duelo, en cambio, la identificación se produce con un rasgo del objeto, de manera que

luego de efectuarse, se incorpora a la subjetividad. En consecuencia, éste puede entenderse como

la pérdida real de un objeto amoroso, que por su cualidad era también obturador de la falta (Lacan,

1962-63/2007). Así, cuando falta la falta hay angustia, pues el sujeto se encuentra con el impasse

de no encontrar aquello que lo causa. Estas características del objeto propician que en el duelo se

empobrezca el mundo, porque algo que conformaba el ideal se ha marchado. Y, como señala

Sullivan (2006) “el desencuentro con ese ideal es un proceso largo y penoso que buscará sustituir

la falta del objeto con nuevos enlaces libidinales” (p. 45).

En esta medida, la elaboración de la pérdida como trabajo del duelo aparece ligada a un

reordenamiento significante, reorganización simbólica que involucra la tarea de responder ante la

pregunta que la muerte instala en el sujeto. Esta, aún en su carácter desgarrador, permite al sujeto

un margen en el que se sostiene el interrogante, la interpelación. Y bien, en el tránsito de hallar una

respuesta, el sujeto puede ir descubriendo sus propias marcas presentes en el objeto perdido y, en

ese sentido, ir reconstruyéndolas paso a paso. Siguiendo esta lógica, Lacan (1958-59/2014) se

refiere al duelo como una operatoria lógica necesaria que permite la subjetivación de la pérdida en

relación al objeto, y que marca:

“[…] El agujero de la pérdida en lo real, de algo que es la dimensión, propiamente hablando,

intolerable, ofrecida a la experiencia humana, y que no es la experiencia de la propia muerte,

que nadie tiene, sino aquella de la muerte de otro que es, para nosotros, un ser esencial […]

Los ritos por los cuales nosotros satisfacemos eso que se llama la memoria del muerto, ¿qué
es sino la intervención total, masiva, desde el infierno hasta el cielo, de todo el juego

simbólico? ” (p.131).

Se vislumbra aquí de qué manera se destaca el matiz simbólico y se abre un horizonte

teórico que va más allá de la concepción Freudiana según la cual el duelo consiste en la sustitución

del objeto perdido. Para Lacan, éste no se reduce únicamente a sobrellevar la pérdida del objeto

amado, sino que además nos adentra en la constitución del objeto como inevitablemente perdido,

objeto causa que remite a la pregunta por el deseo del Otro (Cruglak, 1995); lo cual supone cambiar

la relación libidinal que lo unía a él, disponer del lugar vacío que el sujeto taponaba

imaginariamente para que advenga una vez aceptada la pérdida, el sujeto de deseo. Es importante

aquí subrayar la alusión a la memoria del muerto. El no olvidar opera como una señal, una impronta

que protege y previene la repetición de lo malo y da lugar a una nueva construcción. En

consecuencia, empeñarse en eliminar la memoria del muerto pasa a constituirse como obstáculo en

el proceso de elaboración del duelo. Se trata entonces de que el sujeto pueda re-construir para

otorgar un nuevo sentido a lo ya elaborado, a aquello que se ha inscrito como imborrable. No existe

entonces el objeto sustituto, porque el objeto de amor es situado en la repetición significante y por

ende en la diferencia.

Para desentrañar este asunto de la memoria, Freud, en Notas sobre la pizarra mágica

(1925), elabora una estratificación del aparato anímico de la percepción y de las inscripciones que

en este se sedimentan en el inconsciente y aclara:

“En la pizarra mágica, el escrito desaparece cada vez que se interrumpe el contacto íntimo

entre el papel que recibe el estímulo y la tablilla de cera que conserva la impresión. Esto

coincide con una representación que me he formado hace mucho tiempo acerca del modo

de funcionamiento del aparato anímico de la percepción”. (p. 246).


Las huellas duraderas de las excitaciones recibidas tendrían cabida en «sistemas mnémicos»

situados detrás. De allí se puede colegir el hecho de que, al momento de la pérdida de un ser

querido, estas huellas conscientes e inconscientes se movilizan, reanudando el sentimiento de

impotencia que es la emulación de la dependencia primaria del infante humano. Como señala

Raimbault (2008), “la falta inicial del objeto vía la frustración por el par presencia-ausencia hace

vivir en el niño la situación de pérdida” (p. 225). Así, cuando este disponga de palabra y de la

noción de tiempo tendrá a su favor la posibilidad de movilización de las investiduras libidinales.

Por esto, toda nueva situación de pérdida del objeto de amor moviliza lo no simbolizado o, en otras

palabras, actualiza la castración. En la misma línea se ubica Giarcovich (1990), cuando afirma que

“cada duelo reedita esa operación simbólica donde el significante Nombre-del-Padre provoca un

agujero en lo real. El duelo reactiva la incompletud en el origen, al estado mítico, al anhelo por el

reencuentro con el origen de la vivencia de satisfacción” (p. 130). En otras palabras, la pérdida de

un objeto amado habrá de enlazarse siempre a la pérdida de satisfacción que, como se detalló más

arriba, tiene cabida en el atravesamiento del sujeto por el Edipo. Pérdida que inaugura asimismo la

posibilidad para el sujeto de desear alguna otra cosa.

Lo anterior señala, a su vez, que la subjetividad se conmociona en varios aspectos ante la

presencia de la muerte: en primer lugar, remite a la insuficiencia significante, pues en tanto figura

como un agujero en lo real no es posible recubrirla con la palabra. El sujeto tropieza con la

incapacidad de recubrir la insatisfacción que produce la pérdida y, en esa medida, las coordenadas

simbólicas e imaginarias se desordenan ya que la falta que se origina conmueve al sujeto y trastoca

la castración. Por consiguiente, se produce una vacilación fantasmática que lo enfrenta con la

privación real de un objeto simbólico (Cruglak, 1995). El duelo entendido así tiene una perspectiva

creadora, es decir que instaura una nueva relación del sujeto con el objeto una vez que el deseo
entre a mediar. Es un salto a algo nuevo, por el camino de la subjetivación de la pérdida, que

comprometa al sujeto a crear a partir de nada. Y tal proceso es una incógnita, que solo se devela

una vez transitado ese camino, que supone el revisar qué lugar ocupaba la persona amada para el

sujeto, pregunta que no debe dejarse de lado en el marco de la experiencia clínica. Haber sido la

causa de deseo del Otro y ya no serlo más provoca un agujero en lo Real de la estructura, que

coloca al sujeto en la perspectiva de la angustia, y en la eventualidad del pasaje al acto o la locura.

Por ello, como afirma Gerez-Ambertín (2010) “el duelo conmociona los andamios de la estructura

subjetiva, e invita al sujeto a amarrarse nuevamente de lo que puede y con lo que puede”.

A partir de lo formalizado se pueden derivar algunas puntualizaciones clínicas: en este

punto se entiende por qué resulta esencial para el doliente tener la posibilidad de apelar al rito, pues

a partir de este el significante se moviliza para dar sentido a lo que ocurre y así velar lo que la

muerte descarna. En palabras de Lacan (1958- 1959/2014) “el rito se introduce en la fisura que el

duelo abre en alguna parte; más precisamente en la manera en que llega «a hacer» coincidir, poner

en el centro de una fisura totalmente esencial, la fisura simbólica capital, la falta simbólica una

fisura totalmente” (p. 26). Por lo mismo, resulta fundamental en la experiencia clínica advertir que

la vacuidad que ofrece el agujero en lo real llama al sujeto a la identificación con el vacío, en la

medida en que el objeto perdido sostenía la imagen narcisista. Es menester, por tanto, hacer

hincapié en la significación de la presencia del semejante, pues solo éste habilita la posibilidad de

recrear coordenadas imaginarias que le permitan al sujeto sostenerse en ese momento de caída en

la realidad que sanciona que el objeto no existe más. En otras palabras, se trata de permitir que el

doliente pueda subjetivar la pérdida para que pueda convivir con ésta, y así lanzarse nuevamente

al juego de la vida.
Y bien, ¿cuáles serían las condiciones, las modalidades que propiciarían al sujeto sortear

esta operatoria que supone el trabajo de duelo, el encuentro con lo real de la muerte? Siguiendo la

propuesta de la psicoanalista Clara Mesa (2012), formulada en su texto El duelo es un trabajo, se

puede plantear que el psicoanálisis, por su parte, advertido de la presencia de lo real ― lo in-

susceptible de representación; de cualidad traumática que asalta al sujeto como algo completamente

fuera de su control― en el discurso del paciente, reconoce el hecho de que es una categoría

necesaria pero que, paradójicamente, produce su propio desconocimiento, lo que plantea la

cuestión de cómo operar con ella. Hacer la contra a lo real para que pueda cernirse es agotar el

borde ficcional, llegar hasta el litoral donde la elaboración de saber toca su límite para posibilitar

la emergencia de otro saber hacer con eso.

¿Qué formas entonces, qué modalidades para esto? Mesa (2012) señala tres registros de

intervención: en primer lugar, el tratamiento de lo real por lo real, modos que excluyen la

subjetividad al ofrecer un modo de hacer soportable el dolor ―para que el sujeto lo ignore u

olvide―, pero no los medios que lo confronten con su condición y le permitan encontrar una salida

que lo comprometa como sujeto. Consecuencias de esto pueden ser la venganza y la destrucción;

formas de resolución que intentan resolver el horror por métodos violentos. Como recuerda Allouch

(2006) “la muerte llama a la muerte cuando no hay mediación de un duelo”. Es esta una modalidad

propia de nuestra época que se funda en el rechazo de saber sobre la muerte: los imperativos de

“eterna juventud” “hacer como si no hubiera pasado nada” “lo nuevo siempre nuevo como un

rechazo de la muerte”, amparados por los progresos de una ciencia que parece pretender cada vez

más la objetivización del sufrimiento humano tratando de reducirlo a una anomalía del organismo.

Segundo, tratar lo real por lo imaginario. Así se busca integrar los mecanismos que se sirven de

la imagen, la sugestión y de la identificación, pero que, en definitiva, no producen un cambio frente


a lo insoportable ofreciéndose como veladura. No es más que una de las formas a través de las

cuales en lugar del duelo lo que los sujetos hacen es despojar a la muerte de su significación de

aniquilación de la vida (Mesa, 2012). Y por último, el tratamiento de lo real por medio de lo

simbólico, que permite salidas a través de la apelación al ritual, la justicia y el acto como

modalidades de ingresar, elaborar y concluir un duelo. (Elmiger, 2006). En esta vía es posible salir

del dolor suspendido ante el peso de la pérdida, para hacer lugar al duelo como acto creador. No

obstante, para ello se hace necesario que el sujeto pueda renunciar al carácter de víctima dolorosa

para reinstalar la dimensión de la subjetividad luego de la conmoción. Y en esa medida, no se puede

desdeñar la inexorable e imperante necesidad de la presencia de lo público a través del Otro social

que permita el reconocimiento de la pérdida, la instalación del ritual como pasaje e inscripción, así

como la posibilidad de lo privado referido al tiempo que el duelo requiere para su tramitación.

Sobre la fenomenología de la memoria

Es menester reconocer que la memoria colectiva tiene su propia historia, que no

corresponde reseñar cuando se puede obviar ese duro trabajo de erudición con tres referencias

capitales y accesibles. En primer lugar, la obra clásica del psicólogo y sociólogo francés Maurice

Halbwachs (1925/1992), titulada La memoria colectiva; segundo, el trabajo de Jacques Le Goff

(1991), reunido en El orden de la memoria; y tercero, el vasto y exquisito recorrido realizado por

Paul Ricoeur (2003) en su texto La historia, la memoria, el olvido.

Estos tres grandes pensadores, así como gran parte de los teóricos de la mnemohistoria10,

abordan la memoria como partícipe de las ciencias humanas (y sustancialmente de la historia y de

10
Assman (2006) establece esta mnemohistoria como una nueva rama que se dirige de otro modo a la
historiografía, “ocupándose de la historia de la tradición, la historia de la recepción, la historia de la transmisión,
y ante todo la historiografía”. (p.80)
la antropología), tomando en consideración, como reconoce el propio Le Goff (1991) “sobre todo

la memoria colectiva más que la individual” (p. 131). En esa vía, Le Goff afirma también:

El estudio de la memoria social es uno de los modos fundamentales para afrontar los

problemas del tiempo y de la historia, en relación con lo cual la memoria se encuentra ya

hacia atrás y ya más adelante (1991, p.133).

Pero, ¿a qué se hace referencia con memoria social? Se trata de la memoria compartida, eso

que muchos se apresuran en llamar “la historia”; en otras palabras, el registro documental del

pasado, aderezado por mitos y leyendas que funda la existencia comunitaria. No obstante, pronto

se advierte que la empresa historicista tropieza con un escollo insalvable: no puede ni integrar a la

subjetividad en la historia ni rechazar su presencia (Halbwachs, 1992; Le Goff, 1991; Ricoeur,

2007). El archivo, la biblioteca, el museo y tantas otras instituciones se convierten en espacios

sagrados donde se guardan las claves de la identidad personal y colectiva y, por eso mismo, llegan

a ser los sitios desde donde se legitima y se ejerce la autoridad: se trata aquí, siguiendo el término

acuñado por Pierre Nora, de lugares de la memoria (Nora, 2012).

En el proyecto manifiesto de integrar los hechos del pasado en un conjunto explicativo

(Halbwachs, 1992; Le Goff, 1991), se percibe una postergación de las subjetividades implicadas

en los procesos históricos, pues está orientado a proponer hipótesis hermenéuticas que deberán ser

más o menos loables para que sean aceptados como la “verdad” sobre el pasado.
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