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Alma de anacoreta, Filón había vivido su intensa vida espiritual en absoluta soledad consigo

mismo, y había escrito sin pensar en ser escuchado por alma ninguna, sino solo por esa
íntima satisfacción del verdadero místico, al desahogar sobre las blancas páginas la explosión
incontenible de sus pensamientos, de sus anhelos que en vuelos atrevidos y difícilmente
igualados, se van por lejanías azules y se internan en laberintos de luz, de armonía, de ideas
que ellos sólo saben comprender y sentir.

Encontraron en un amarillento pergamino este interrogante, que él, se contestaba a sí mismo:

“¿Quién es el heredero de las cosas divinas?”

El que las busca hasta encontrarlas.


El que las desea hasta llegar a amarlas.
El que les consagra toda la vida y
es como una lámpara eterna ardiendo al pie de un altar.
Más aún: es el que se ha convertido en tabernáculo donde mora la Divinidad.

¿Cuál es el camino que ha de seguir el alma para llegar a este punto final de su eterno
vivir?

Es el yermo áspero y solitario. Mas este yermo, no es desierto de peñascales pavorosos y de


arenas ardientes que abrasan los pies. No es apartarse de sus semejantes, y el huir de las
ciudades, ni vestir sayal y capuchón. No es el ayunar a pan y agua, y someter el cuerpo físico
a torturas y maceraciones.

Es el vivir entre los humanos incapaces de comprenderle. Es el vivir entre el torbellino del
egoísmo, del odio, de la maledicencia, de la impudicia, de la falsedad, de la hipocresía, de
todas las ruindades en que vive la criatura humana, ignorante de quién es, de dónde vino y
a dónde va. Tal es el yermo áspero y solitario en que vive el heredero de las cosas divinas.

Allí tendrá sed y no encontrará una fuente de aguas limpias para beber.
Allí tendrá hambre y no encontrará sino guijarros cortantes y zarzales espinosos que harán
sangrar sus labios y sus manos.

Sentirá el cansancio y la fatiga, y no habrá un árbol que le ofrezca su sombra para descansar,
ni una gavilla de heno para reposar su cabeza ardiente de fiebre.

Sentirá el frío de la intemperie, la nieve cayendo sobre sus carnes desnudas y no habrá quien
comparta con él su techo, ni quien le ofrezca la mitad de su manto, ni una piel de bestia para
cubrir su desnudez.

Sentirá la necesidad de un pecho amigo para desahogar la tristeza de su vida, pero no


encontrará quien comparta su sentir, ni quien llegue a comprender el por qué de sus ansias,
de su búsqueda, de sus insaciables anhelos.
Es así el yermo áspero y solitario que ha de atravesar el heredero de las cosas divinas.

¡Oh, desventurado peregrino incansable! ¿Por qué no vuelves pie atrás y tomas la senda
florida de los que ríen, de los que cantan, de los que danzan eternamente alegres y felices?
¿No les tienes envidia? ¿No les ves sonrosados y dichosos, satisfechos de la vida, corriendo
siempre tras del placer?
¿No puedes hacer tú lo mismo?
Así aullará la voz del mal como silbo de serpiente, enroscada en las arenas del yermo,
acechando el andar vacilante del peregrino entristecido.
Pero cuando todo esto haya sido soportado heroicamente y vencido; cuando todo esto haya
quedado atrás y allá muy lejos de tu senda, ¡oh feliz caminante de las sendas de Dios!
entonces verás que se enciende tu estrella en lo alto de una colina verde y florida, donde los
pájaros cantan y se arrullan las tórtolas; donde la fuente abre el cristal de sus aguas serenas,
y las dulces palmeras te abanican con sus hojas, te alimentan con sus frutos; y el suave heno
de los campos alfombra la senda de tus pies, y las mieses te brindan sus espigas, y como
corona merecida para tu afiebrada cabeza, la mano suave de un amigo, las rosas frescas de
un amor, los lirios de la amistad..., un corazón abierto a tus confidencias, dulce a tus penas,
miel a tu boca lastimada de espinas, de zarzas, de guijarros cortantes.

El dolor, la soledad, el abandono, la incomprensión, la ingratitud, el engaño, te habrán


purificado; te habrán acrisolado hasta dejarte convertido en una lámpara eterna ardiendo al
pie de un altar, en un tabernáculo vivo donde toda la Majestad Divina reposará con infinito
deleite.

Recién entonces vendrá a ti el poder que te hará dominar las furias del mar embravecido, la
avalancha de los huracanes que pasan devastando campos y ciudades; la voracidad
destructora de los incendios; las bestias enfurecidas, los asesinos asestando puñaladas en la
sombra.

Entonces los ángeles de Dios bajarán hasta ti a dialogar contigo, a traerte mensajes
celestiales, a llenar tu alma de paz y de consolación. ¡Y la Divina Presencia se hará sentir en
lo profundo de ti mismo como una sinfonía angélica en que perderás la noción del mundo y de
la tierra, de los seres y de las cosas porque sólo vivirás para aquella intensa felicidad vibrando
en ti mismo como cien arpas eólicas suspendidas desde los cielos sobre tu ser divinizado!

Recién entonces comprenderás que eres un ángel de Dios desterrado en este valle de las
angustias de muerte.

Y volviendo tu mirada hacia atrás por las sendas que has recorrido, te asombrarás de haber
pasado por las llamas de todas las corrupciones sin quemarte; por las ciénagas pantanosas
de los vicios humanos sin manchar tu vestidura; por el yermo áspero y pavoroso de todos los
egoísmos, desamor, ingratitud, abandono, soledad, pobreza, traiciones, sin haber claudicado
en tu Yo íntimo c on tu Eterno Padre Invisible.

Y caminando entre los hombres, o caminando en las soledades, dormido o despierto, orando
o trabajando, escucharás siempre esta misma melodía:
“Bienvenido tú, hijo mío, que me has amado sobre todas las cosas
y a tu prójimo como a ti mismo.
Eres dueño de tu vida y mandas sobre la muerte.
Cuando quieras entrar en la posesión de la herencia eterna que has conquistado, este Reino
mío que es tuyo,
ven a mis brazos que te espera mi amor para coronarte de amor”.

¡Oh, feliz heredero de las cosas divinas! Lo que mucho vale mucho cuesta.
No lo olvides, cuando vagando solitario y triste por este valle de las angustias de muerte,
sientas desfallecer tu corazón y caer sin alientos tus brazos ante la matadora incomprensión
humana.

No lo olvides, cuando el desamor y el abandono siembren de escarchas y nieves tus caminos


en los que tú sembraste para otros rosas y madreselvas.

No lo olvides, cuando todas las luces de la tierra se hayan apagado para ti, allí mismo donde
tú encendiste luminarias para alumbrar a los viandantes de los caminos de la vida.

Lo que mucho vale, mucho cuesta; y no es de las criaturas más míseras y pequeñas que tú,
de quien debes esperar nada, absolutamente nada, sino de tu Eterno Padre Invisible que te
sigue con la mirada, que sonríe con tus triunfos, que recoge con amor tus renunciamientos
heroicos y los escribe con fuego divino en sus archivos de luz; que te envía sus ángeles que
te guardan como a la niña de sus ojos porque eres su heredero eterno en quien tiene sus
complacencias.

Todo esto y más, mucho más, que la pluma no sabe estampar, ni el pensamiento humano
alcanza a percibir a través de la vasta inmensidad de cristal en que se plasma la Idea Divina,
es la herencia eterna tuya, comprada con todos los vencimientos y renunciaciones que habrán
estrujado como fruta madura tu corazón; con todas las lágrimas que habrás llorado en tus
múltiples existencias terrestres, sin que ninguna mano amiga las haya secado, ni ojos
humanos las hayan visto, ni corazón de hombre haya compartido tu sufrir.

¡No lo olvides!... Para llegar a ser heredero de las cosas divinas, es necesario a veces dar
saltos en el vacío, aún ignorando que los ángeles de Dios te sostendrán en sus brazos para
evitarte la caída al abismo.

¡Los ángeles de Dios que velaron sobre Jacob pastoreando día y noche ganados que no eran
suyos!

Los ángeles de Dios que velaron las peregrinaciones largas y dolorosas de Abraham, que
levantaba un altar en cada jornada y en su oración silenciosa preguntaba llorando a Jehová:
“¡Señor! ¿Adónde me llevas?”

Los ángeles de Dios que envolvían de luz y de fuego la persona de Moisés, cuando calmaba
la furia de su pueblo enloquecido de hambre y de sed, cuando su dedo de diamante abría
grietas en la roca y saltaba el agua en torrente incontenible, cuando escribía en láminas de
piedra la eterna Ley del Sinaí.

¡Tu fe vacilante, podrá sugerirte alguna vez que tú no eres Jacob, ni Abraham, ni Moisés, y la
desesperanza se adueñará de tu alma como helada agonía!...

¡Oh, feliz heredero de las cosas divinas!, eres un nuevo Jacob, un nuevo Abraham, un nuevo
Moisés andando por su misma senda, saboreando el mismo amargo acíbar, atravesando el
mismo páramo solitario y pedregoso sin más calor que el de tu propio corazón agonizante...
sin más agua que las de tu llanto que nadie secará sino el viento silbando entre los
peñascos...

¿Crees acaso que ellos conquistaron a menor precio


la eterna herencia que te está destinada?...
¡Ya clarea tu día de gloria, de paz y de amor!... ¡Cuán feliz serás viendo en tu mano las cosas
divinas, los poderes supremos de tu Eterno Padre Invisible, morador de tu tabernáculo
interno..., aquel que le has formado con:
las cien columnas de alabastro de la pureza de tu vida;
con el oro resplandeciente de todos tus sacrificios,
con los velos de púrpura de la sangre viva de tu corazón,
renunciando a todo cuanto halagaba tus sentidos empobreciendo tu espíritu!...

¡Excelso peregrino eterno de los siglos y de los mundos!...


¡Eres grande, porque caminas sin apoyarte en nada!
¡Eres fuerte, porque has vencido todo, hasta a ti mismo!
¡Eres el heredero de las cosas y poderes divinos, porque tienes a Dios en ti mismo y para
siempre!

¡Comprende!... ¡Oye! ¡No lo olvides nunca: eres por fin un Hijo de Dios
Y ese Eterno Padre Invisible tiene en ti sus complacencias infinitas!

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