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LAICOS EN LA IGLESIA:
LAS TERCERAS ÓRDENES
por Jesús Álvarez Gómez, CMF
[Texto original: Los laicos en la Iglesia: Las Terceras Órdenes, en Verdad y
Vida
46 (1988) 7-29]
El año MIL, con todo lo que esta fecha tuvo de mágico, fue un recodo histórico
que, una vez superado, la humanidad occidental se vio caminando por unos
derroteros enteramente distintos de los que había seguido hasta entonces. Esto
se advierte, a nivel social, en la oposición frontal que el pueblo llano asume contra
la antigua norma feudal de que cada hombre tiene que vivir y morir en la misma
condición social en que había nacido. Y, a nivel eclesial, el contacto con el
Evangelio que ahora empieza a ser redescubierto impulsa a los laicos de las capas
inferiores de la sociedad a comprometerse activamente en la lucha por la reforma
de la Iglesia en contra de los estamentos simoníacos y concubinarios del clero.
Por eso mismo, la Reforma Gregoriana no fue solamente una pelea entre clérigos
y políticos feudales por el dominio de la sociedad; fue algo mucho más radical
que el pueblo sencillo comprendió muy bien. Los laicos se decantaron
inmediatamente del lado de los reformadores gregorianos. Entre la libertad
eclesial reclamada por Gregorio VII y el absolutismo defendido por Enrique IV,
los laicos optaron por la primera, comprometiéndose en la lucha en defensa de
los ideales gregorianos. La apelación que los seglares hacen al Evangelio no
significó ninguna instrumentación de las palabras de Jesús, sino que partían de
la profunda convicción de que la reforma de aquella sociedad que a sí misma se
llamaba «cristiana», pero que tanto contrastaba con los ideales descritos en el
Evangelio, solamente sería posible partiendo de una sincera confrontación de su
realidad lacerante con el mensaje genuino de Jesús tal como estaba transmitido
en el Evangelio.
Esto quiere decir que los canonistas de los siglos XI-XII entienden que el
matrimonio define exhaustivamente la condición de vida de los laicos en la
Iglesia. Y lo que acaecía en el ámbito jurídico, encontraba un eco fiel en los
tratadistas de ascética e incluso en los mismos teólogos, los cuales distinguían a
los laicos de los clérigos y de los monjes por la contraposición entre el orden de
los casados y el orden de los continentes; pero mientras que de clérigos y monjes
se ocupaban después ampliamente, de los laicos ya no tienen ninguna
consideración más que hacer.[27]
Así, pues, a lo largo del siglo XII los laicos protagonizan algunas innovaciones en
el estilo de vida de la Iglesia que no pueden menos de interpelar a los mismos
hombres de Iglesia. Y si bien éstos muestran hacia aquéllos una prevención e
incluso una repulsa inicial, acabarán reflexionando teológicamente sobre sus
exigencias, y paulatinamente, bien es verdad, les van abriendo camino en el
ordenamiento eclesial. El cuestionamiento de los laicos alcanzó al mismo
monacato en cuanto tal, el cual ya no es considerado como el prototipo o primer
analogado de la penitencia cristiana, de modo que la entrada en un monasterio
ya no es el camino indispensable, sino que existen otras posibilidades de
auténtica penitencia cristiana, sin necesidad de abandonar el mundo. También
en medio del mundo se puede responder plenamente a las exigencias más
radicales del Evangelio.[38]
En Italia fue san Francisco quien dio un fuerte impulso a la penitencia voluntaria
de los laicos, porque él mismo fue desde el principio de su conversión un hombre
de la penitencia. Él mismo afirma en su Testamento, en el que intenta expresar
su más genuino espíritu, que quiere transmitir en toda su integridad a sus Frailes
Menores: «El Señor me concedió a mí, hermano Francisco, el empezar así a hacer
penitencia...» (Test 1). Se trata no de una penitencia circunstancial sino, como
dice Jordán de Giano, de «una vida de penitencia», es decir, de un estado de
vida.[41] Y cuando empieza su actividad apostólica, después de reconstruir la
iglesia de San Damián, predica únicamente la penitencia: «... empezó a anunciar
la perfección del Evangelio y a predicar a todos con sencillez la penitencia» (TC
25). El mensaje que Francisco confía a sus frailes cuando los envía por el mundo
es siempre el mismo: la penitencia, predicada más con el ejemplo de la propia
vida que con la palabra: «Vayamos por el mundo exhortando a todos más con el
ejemplo que con las palabras, para moverlos a hacer penitencia de sus pecados
y para que recuerden los mandamientos de Dios» (TC 36). A quien les pregunta
quiénes son, responden invariablemente: «Somos hombres de la Penitencia de
Asís» (TC 37). También Clara de Asís en su Testamento, teniendo, sin duda, muy
presentes las mismas palabras de Francisco, dice que el Padre Celestial se dignó
ilustrar su corazón para que hiciera penitencia según el ejemplo y la doctrina de
nuestro Padre Francisco (TestCl 4).
Todos estos testimonios y otros muchos que se podrían aducir tomados de las
fuentes franciscanas evidencian que Francisco de Asís, al principio, no quiso
reunir en torno a sí nada más que a laicos que querían ingresar en el movimiento
penitencial del momento, que resumía las aspiraciones de muchos cristianos
despiertos a las exigencias evangélicas. Cuando él y sus compañeros se
presentan ante Inocencio III, y éste aprueba su asociación, lo hace con la precisa
finalidad de predicar la penitencia: «Predicad a todos la penitencia» (TC 49). Pero
para evitar los escollos que por entonces surgían ante unos predicadores laicos
por parte de las jerarquías locales, Inocencio III hizo que Francisco y sus
compañeros recibieran la tonsura, con lo cual, jurídicamente, entraban en el
estamento clerical. Inocencio III, en contra de la praxis habitual que sometía a
todos los predicadores al permiso de los obispos y de los párrocos, concedió a
Francisco la potestad de conceder el permiso de predicar a sus frailes, y él lo
concedió indistintamente a todos, fuesen clérigos o laicos.
La predicación de Francisco suscitó en toda Italia una nueva vitalidad al
movimiento penitencial entre los laicos. Y en Italia, quizás más que en el resto
de Europa, existían elementos de laicidad que no significaban rechazo ni menos
aún hostilidad hacia la jerarquía eclesiástica, pero que ciertamente conferían a la
vida cristiana de los laicos una mayor autonomía.[42] Frente al clero al que
siempre se consideraba como transmisor de las gracias sobrenaturales, se estaba
fraguando una opinión pública más libre, más crítica.
El precedente más remoto de las Terceras Órdenes surge en los mismos albores
de la Edad Media en torno a los monasterios visigodos españoles y benedictinos
del resto de Europa cuando muchos laicos, familias enteras incluso, ansiosos de
asegurar su salvación eterna, se entregaban «en cuerpo y alma» a los mismos,
a fin de participar de las obras espirituales y materiales de los monjes. La más
conocida de todas fue la «oblación benedictina», la cual, sin embargo, desde una
perspectiva jurídica, no fue reconocida como asociación laical, al estilo de las
Terceras Órdenes, hasta el año 1871.
El origen más inmediato de las Terceras órdenes está en el siglo XII, cuando se
dio, un poco por todas partes, entre los laicos una tendencia hacia el
asociacionismo bajo la dirección espiritual de las órdenes religiosas de la época.
En torno a las Colegiatas de los Canónigos Regulares, especialmente de los
Premostratenses, se asocian hombres y mujeres, para los que componen
reglamentos específicos. Otro tanto ocurre en torno a algunos monasterios
benedictinos más importantes como el de Hirshau. En el norte de Italia se funda
en 1159 la asociación laico-religiosa de los Humillados, que bajo la regla
benedictina se ocupaba de la industria de la lana. A ella se unieron obreros,
nobles y clérigos que, permaneciendo en el mundo, constituyeron una
organización (1198) bastante parecida a lo que será la Tercera Orden
Franciscana.
El gran catalizador del renacer espiritual de los laicos fue san Francisco de Asís.
Su vida pobre y penitente y su predicación ejercieron sobre las muchedumbres
una impresión tan fuerte, que las arrastraba irresistiblemente hacia el ideal de la
penitencia. Como dice Tomás de Celano, hombres y mujeres de toda clase y
condición acudían a oír al nuevo apóstol que los seducía a pesar de su palabra
escasamente adornada, pero dulce y fascinante (1 Cel 37). Todos querían
ponerse bajo su dirección. Pero no todos los cautivados por su ejemplo y por su
palabra podían abandonar sus casas, esposas e hijos.
Los primeros trazos de una regla para estos laicos que se convertían con la
predicación de Francisco pueden verse en la Carta a todos los fieles, cuya primera
redacción, según el P. Cayetano Esser, sería el manuscrito que, como dijimos al
principio de este trabajo, el mismo P. Esser publicó con el título de Exhortación
a los Hermanos y Hermanas de la Penitencia.[44] En esta carta existe un
verdadero programa de vida conforme al Evangelio y a los mandamientos de la
Iglesia.
En 1221, con la ayuda del cardenal Hugolino de Ostia, futuro Gregorio IX,
compuso la primera regla de la Tercera Orden, que, con adiciones posteriores
desde 1221 hasta 1289, fue descubierta y publicada por Pablo Sabatier en 1903
con el título de Antiqua Regula Ordinis Poenitentium, aunque su verdadero título
es Memoriale Propositi..., es decir, Memorial del propósito de los hermanos y
hermanas de Penitencia que viven en las propias casas, empezado en el año
1221. Los franciscanólogos discuten acerca de si san Francisco intervino en la
elaboración de este escrito. Posiblemente, el Santo no intervino directamente,
pero sí refleja su espíritu, y de hecho fue la regla observada por los Terciarios
Franciscanos hasta que fue modificada por el papa Nicolás IV con su constitución
Supra montem (18.8.1289).
Desde comienzos del siglo XV, la Santa Sede concedió a las órdenes religiosas la
potestad de agregar sus asociaciones laicales en forma de terceras órdenes:
Agustinos (1409), Servitas (1424), Carmelitas (1452), Mínimos (1508),
Trinitarios (1751).
La gran intuición de san Francisco no fue hacer con los laicos una simple cofradía
de gente piadosa o simplemente beata, sino algo realmente comprometido con
el mundo, con las realidades temporales y con el Evangelio. En lugar de poner
barreras o cortafuegos que los separaran del mundo, Francisco lanzó a los
seglares, a los que habrían de ser sus Terciarios, a las realidades del mundo,
pero con su espíritu y desde su espíritu impregnado radicalmente del Evangelio.
Por eso él, lo mismo que a sus Frailes Menores no les dio inicialmente como regla
nada más que unos fragmentos del Evangelio, tampoco a los Terciarios les da
más regla que el Evangelio. Francisco entendió la Tercera Orden como destinada
a identificarse con todos los hombres de buena voluntad. Por eso, la Carta magna
de los Terciarios será siempre la Carta a todos los fieles. La Tercera Orden, en
definitiva, en la mente de san Francisco no era otra cosa que todos los cristianos
que son conscientes de serlo, con la finalidad de que quienes son cristianos así,
conscientes de serlo, trabajen para que todos los hombres lleguen a ser cristianos
conscientes de serlo, como también los Frailes Menores y las Clarisas no quieren
ser otra cosa distinta de lo que todos los cristianos están llamados a ser:
cristianos de verdad, aunque cada uno según su modo. Por eso mismo, cada
Orden Tercera, cada Terciario, será cristiano consciente desde el espíritu
específico de la Orden primera.
Aunque el afán de amasar dinero de los hombres de aquellos siglos acabó por
destrozar los planes de Francisco en favor de aquella humanidad dolorida, del
mismo modo que en siglos anteriores el ideal de paz de san Benito fue ahogado
por el triunfo de la belicosidad de aquellos hombres nacidos para vivir y morir
luchando, no es menos cierto que las órdenes terceras de san Francisco, primero,
y después de santo Domingo, y de las demás órdenes mendicantes, lucharon por
la paz, consiguieron debilitar la enemistad entre los partidos rivales, estimularon
con su amor a la pobreza evangélica una poderosa oleada de simpatía, de
benevolencia y de misericordia hacia los más pobres, haciendo surgir infinidad
de instituciones benéficas y caritativas. Y, bajo la tutela de sus mentores o
directores espirituales de las órdenes mendicantes respectivas, permanecieron
siempre fieles a las directrices de la Iglesia.
N O T A S:
[1] Fonti Francescane, Asís, 1977, p. 18.
[2] G. G. Meersseman, Dossier de l'Ordre de la Pénitence au XIIIe
siècle, Friburgo, 1961.
[3] K. Esser, Un precursore della «Epistola ad fideles» di San Francesco
d'Assisi, en Analecta TOR 14 (1978) 11-47. [Cf. K. Esser, La carta de san
Francisco a todos los fieles, en Cuadernos Franciscanos de Renovación n. 42
(1978) 105-109].
[4] Antonio da Sant'Elia, Manuale storico-giuridico-pràtico sul
Terz'Ordine Francescano, Roma, 1947, pp. 72-73.
[5] Fredegando de Anversa, Il Terz'Ordine secolare di San Francesco,
Roma, 1921.
[6] V. Facchinetti, La Serafica Milizia, Quaracchi, 1922.
[7] Cit. por C. Sartorazzi, Il TOF nei secoli XIX e XX, Roma, 1967, p.
17.
[8] C. Müller, Die Anfänge des Minoritenordens und der
Bussbruderschaften, Friburgo, 1885.
[9] P. Sabatier, Vida de San Francisco de Asís, Barcelona, 1982, p. 257.
[10] P. Mandonnet, Les origines de l'Ordo Poenitentiae, en Compte
rendue du Congrès scientifique international des Catholiques, Friburgo, 1898, p.
187.
[11] G. G. Meersseman, I penitenti nei secoli XI e XII, en I laici nella
«Societas christiana» dei secoli XI e XII, Milán, 1968, pp. 306-339.
[12] L'Ordine della Penitenza di San Francesco d'Assisi nel secolo XIII,
Roma, 1973.
[13] R. Glaber, Historiae, ed. M. Prou, Paris, 1886, p. 67.
[14] Cf. Radulfo Ardens, Homilia in dominicam VII post Trinitatem, PL
155, 2011. Cf. H. Grundmann, Movimenti religiosi nel Medioevo, Bolonia, 1947,
p. 45.
[15] Gilberto de Nogent, De vita sua, III, 17; PL 156, 951.
[16] Gilberto Crespín, Carta sobre la vida monástica, ed. J. Leclercq,
en Studia Anselmiana 31 (1953) 121.
[17] J. Leclercq, Espiritualidad occidental. I: Fuentes, Salamanca,
1967, p. 205.
[18] G. Frugoni ha descrito en unas cuantas líneas aquel mundo nuevo
que fermentaba en torno a Cluny: «Mientras se mueve en torno a aquellas islas
(cluniacenses) un fermento nuevo, incluso laico, de vida evangélica y apostólica,
entre la universalidad imperial en su tramontar y la universalidad del Papado
hierocrático que se sirve de los reyes contra el Imperio, y de los seculares
pretende disciplina y obediencia, la universalidad monástica de Cluny acaba por
convertirse en algo anacrónico». Incontro con Cluny, en Spiritualità Cluniacense,
Todi, 1960, pp. 21-22.
[19] J. Álvarez Gómez, La Vida Religiosa ante los retos de la historia,
Madrid, pp. 96-98.
[20] Cit. por J. Le Goff, La civilización medieval, Barcelona, 1964, p.
356.
[21] J. Álvarez Gómez, Vida Religiosa y Cultura en el Medievo, en
Confer n. 81 (1983) 33.
[22] Regula Venerabilis viri Stephani Muratensis. Prologus, ed. J.
Becquet, Scriptores Ordinis Grandimontensis, Tournhout, 1968, p. 66.
[23] E. Peretto, Movimenti spirituali laicali nel Medioevo, Roma, 1985,
pp. 24-25.
[24] Jacobo de Vitry, Libri duo, quorum prior orientalis sive
Hierosolymitana alter occidentalis historiae nomine inscribitur, ed. F. Moschus,
Douai, 1597, p. 354.
[25] E. Peretto, Movimenti spirituali laicali nel Medioevo, Roma, 1985,
p. 26.
[26] Luis Prosdocimi, Lo stato di vita laicale nel Diritto canonico dei
secolo XI e XII, en I laici nella «Societas christiana» dei secoli XI e XII, Milán,
1968, pp. 57-58.
[27] Luis Prosdocimi, Lo stato di vita laicale nel Diritto canonico dei
secolo XI e XII, en I laici nella «Societas christiana» dei secoli XI e XII, Milán,
1968, p. 58.
[28] Anselmo de Havelberg, Dialogi, 1, 1-3; PL 188, 1141-1146.
[29] PL 213, 807-850.
[30] D. M. Chenu, Moines, clercs, laïcs au carrefour de la vie
évangélique, en RHE (1953) 72-73.
[31] Pedro el Venerable, Epistolarum, libri II; PL 189, 214.
[32] Marbordo de Rennes, Epistola ad Robertum; PL 171, 1480-1486.
[33] Gerhoch De Reichesberg, Liber de aedificio Dei; PL 194, 1302.
[34] Vita Guidonis, en Analecta Sanctorum, Sept. IV, p. 42.- Cf.
Graciano, Decretum, I, dist. 88, c. 11.
[35] Honorio de Autun, Speculum Ecclesiae, Sermo generalis; PL 172,
861-870.
[36] Honorio de Autun, Speculum Ecclesiae, Sermo generalis; PL 172,
col. 865.
[37] Honorio de Autun, Elucidarium, II, 18; PL 172, 1149.
[38] D. M. Chenu, Moines, clercs, laïcs au carrefour de la vie
évangélique, en RHE (1953) 79-80.
[39] J. Álvarez Gómez, Vida Religiosa y Cultura en el Medievo, en
Confer n. 81 (1983) 40.
[40] Ida Magli, Gli uomini della penitenza, Milán, 1977, p. 42.
[41] Jordán de Giano, Crónica, 1; en Sel Fran n. 25-26 (1980) 237.
[42] Ida Magli, Gli uomini della penitenza, Milán, 1977, p. 47.
[43] L. Wading, Annales Minorum, II, Quaracclii, 1931, p. 9.
[44] Cf. K. Esser, Un precursore della «Epistola ad fideles» di San
Francesco d'Assisi, en Analecta TOR 14 (1978) 11-47. [Cf. K. Esser, La carta de
san Francisco a todos los fieles, en Cuadernos Franciscanos de Renovación n. 42
(1978) 105-109].
[45] Bullarium Franciscanum, VII, n. 421, pp. 147-151.
[46] Bullarium Franciscanum, VII, n. 516, P. 191.
[47] G. G. Meersseman, Premier auctarium au Dossier de l'Ordre de la
Pénitence au XIIIe siècle, en RHE 62 (1967) 29.
[48] W. Dirks, La respuesta de los Frailes, San Sebastián, 1957, pp.
246-252.
[49] W. Dirks, La respuesta de los Frailes, San Sebastián, 1957, p. 249.
[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XVII, núm. 51 (1988) 429-448]