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Aquel suceso anunciaba a Jesús: la traición de uno sería usada para salvar a muchos.

Apuntaba
no sólo a la mayor de las traiciones -la del discípulo infiel que escogió vender al Maestro-, sino
al corazón de Cristo, que escogió sufrir la traición, sin queja ni amargura, para cumplir la
voluntad del Padre.

Sin Cristo, toda traición sería una historia de odio, venganza y amargura perpetua. Pero con
Cristo, toda traición (conyugal, familiar, ministerial, financiera, etc.) brinda un beneficio
superior: el de “participar en sus padecimientos” (Filipenses 3:10), y el de seguir su ejemplo:

“… quien cuando le ultrajaban, no respondía ultrajando; cuando padecía, no amenazaba, sino


que se encomendaba a aquel que juzga con justicia” (1 Pe 2:21,23).

Todos sufriremos traiciones, desde las que no dejan consecuencias y se olvidan pronto, hasta
las más profundas.

¿Cómo debería responder un cristiano ante la traición?

Antes de ser traicionados, todos traicionamos a Dios. Nos rebelamos contra él, usando en su
contra lo que Él nos dio. Nos entregó su creación y con ella hicimos ídolos. Y todos ofendimos
muchas veces. Pero el poder del evangelio cubre también nuestra traición.

JESÚS NOS DIO EJEMPLO

El Señor encargó la bolsa de dinero al que lo habría de traicionar, para darnos ejemplo. En
Mateo 26:50, luego que Judas entregó con un beso al Maestro, Jesús le dijo “Amigo, ¿a qué
vienes?”. El Señor no le llamó amigo con ironía, sino con amor y dolor: lo entregaba uno de los
suyos al que le confirió confianza. ¿Aún se puede llamar amigo al traidor? Jesús nos enseñó
que sí, y que aún se le puede amar.

Y así, por una traición, Jesús fue llevado a la cruz; mientras que aquel que lo entregó fue y se
colgó a sí mismo de un madero para recibir, como la ley de Dios indicaba, igual castigo
corporal. Entendemos así que hay dos castigos posibles al pecado: Uno, el de la ley, y otro, el
infligido a Cristo, quien pagó por los pecados de los que confían en él.

¿Ves la hermosura del evangelio en medio de la traición? Entonces no desees que todo el peso
de la ley recaiga sobre el que te traicionó, ni que se exhiba la traición que has sufrido: mejor
lleva todo al pie de la cruz, y confía en el Juez justo. Y una vez allí, hagamos morir todo rencor,
todo deseo de venganza, todo enojo y amargura, y muramos nosotros mismos para que se
manifieste Su Espíritu en nosotros. Y que junto con Pablo podamos decir:

“Pues mediante la ley yo morí a la ley, a fin de vivir para Dios. 20 Con Cristo he sido
crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la
carne, la vivo por fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas
2:19-20).

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