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Por el buen camino

En los últimos dieciséis años ha enraizado en Perú una cultura democrática; para asegurarla,
debe seguir la lucha contra la corrupción y elevar la seguridad callejera

El 28 de julio asumió la presidencia de Perú Pedro Pablo Kuczynski. Es, desde la caída de la
dictadura de Fujimori en el año 2000, el quinto mandatario —luego de Valentín Paniagua,
Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala— que llega al poder por la vía democrática. Pesa
sobre sus hombros la responsabilidad de impulsar una legalidad y un progreso que en estos
dieciséis años han caracterizado la orientación del país. Este progreso hay que entenderlo de
manera muy amplia, es decir, no sólo representado por el desarrollo económico que ha hecho
de Perú una de las naciones latinoamericanas que ha crecido más y ha atraído más inversiones
en este período, sino, también, por ser un país en el que se ha respetado la libertad de expresión
y de crítica, y donde han funcionado la diversidad política, el pluralismo y la coexistencia en la
diversidad.

Los problemas son todavía enormes, desde luego, empezando por la seguridad y las
desigualdades, la corrupción, la falta de oportunidades para los pobres, la insuficiente movilidad
social y muchos otros. Pero sería una gran injusticia desconocer que en todos estos años Perú
ha gozado de una libertad sin precedentes, que se ha reducido de manera drástica la extrema
pobreza, que la clase media ha crecido más que en toda su historia pasada, y que la
descentralización económica, administrativa y política del país ha avanzado de manera
impresionante.

Pero, tal vez, lo más importante ha sido que en estos últimos dieciséis años una cultura
democrática parece haber echado unas raíces que hasta hace poco eran muy débiles y ahora
cuentan con el respaldo de una gran mayoría de peruanos. Es posible que todavía existan
algunos estrafalarios de la vieja derecha que crean en la solución militar y golpista, y, en la
extrema izquierda, grupúsculos que sueñan todavía con la revolución armada, pero, si realmente
existen, se trata de sectores muy marginales, sin la menor gravitación en el grueso de la
población. La derecha y la izquierda parecen haber depuesto sus viejos hábitos antidemocráticos
y haberse resignado a operar en la legalidad. Tal vez hayan comprendido que esta es la única vía
posible para que los remedios de los problemas de Perú no sean peores que la enfermedad.

El atraso y la barbarie política, aunque han retrocedido, están lejos de desaparecer

¿Qué explicación tiene semejante evolución de las costumbres políticas en Perú? Los
experimentos catastróficos de la dictadura militar socialista del general Velasco, cuyas reformas
colectivistas y estatistas empobrecieron al país y sembraron el caos; la guerra revolucionaria y
terrorista de Sendero Luminoso y la represión consiguiente que causaron cerca de 70.000
muertos, decenas de miles de heridos y unos daños materiales cuantiosos. Y, finalmente, la
dictadura de Fujimori y Montesinos, con sus crímenes abominables y los vertiginosos robos —
unos 6.000 millones de dólares, se calcula— de los que el país ha podido recobrar sólo migajas.

Para algunos podría tal vez parecer contradictorio con esto último que la hija del exdictador,
Keiko Fujimori, sacara tan alta votación en los últimos comicios y que la bancada que le es adicta
sea mayoritaria en el Congreso. Pero esto es puro espejismo; como el odriísmo y el velasquismo,
el fujimorismo es una construcción artificialmente sostenida con una inyección frenética de
demagogia, populismo y cuantiosos recursos y destinada a desaparecer —apostaría que a corto
plazo—, igual que aquellos vestigios de las respectivas dictaduras de las que nacieron. Su
existencia nos recuerda que el atraso y la barbarie política, aunque han retrocedido, están
todavía lejos de desaparecer de nuestro entorno. El camino de la civilización es largo y difícil.
Este camino, emprendido hace un poco más de tres lustros por Perú, no debe tener retrocesos,
y esa es la tarea primordial que incumbe a Pedro Pablo Kuczynski y al equipo que lo rodea.

La imagen internacional de Perú nunca ha sido mejor que la de ahora; en Estados Unidos y en
Europa aparecen casi a diario análisis, comentarios e informes entusiastas sobre su apertura
económica y los incentivos para la inversión extranjera que ofrece. Las empresas peruanas,
algunas de las cuales comienzan desde hace algunos años a salir al extranjero, han
experimentado un verdadero salto dialéctico, así como la explosión turística, incrementada en
los últimos años por el atractivo culinario local, que se ha puesto de moda, en buena medida,
quién lo podría negar, gracias a Gastón Acurio y un puñadito de chefs que, como él, han
revolucionado la gastronomía peruana.

Ójala que el gobierno de Kuczynski no caiga en una neutralidad cómplice con la tragedia
venezolana

Las perspectivas no pueden ser más alentadoras para el Gobierno que se inicia en estos días.
Para que ellas no se frustren, como tantas veces en nuestra historia, es imprescindible que la
batalla contra la corrupción sea implacable y dé frutos, porque nada desmoraliza más a una
sociedad que comprobar que el poder sirve sobre todo para que los gobernantes y sus cómplices
se enriquezcan, violentando la ley. Ese, y la falta de seguridad callejera, sobre todo en los barrios
más desfavorecidos, es el gran lastre que frena y amenaza el desarrollo, tanto en Perú como en
el resto de América Latina. Por eso, la reforma del Poder Judicial y de los organismos encargados
de la seguridad, empezando por la Policía, es una primera prioridad. Nada inspira más
tranquilidad y confianza en el sistema que sentir que las calles que uno transita son seguras y
que se puede confiar en los jueces y policías; y, a la inversa, nada desmoraliza más a un
ciudadano que salir de su casa pensando en que será atracado y que si acude a la comisaría o al
juez en busca de justicia será atracado otra vez, pues jueces y policías están al servicio, no de las
víctimas, sino de los victimarios y ladrones.

Lo que ocurre en Perú está ocurriendo también en otros países de América Latina, como
Argentina, donde el Gobierno de Mauricio Macri trata desesperadamente de devolver al país la
sensatez y la decencia democráticas que perdió en todos los años delictuosos y demagógicos del
kirchnerismo. Y hay que esperar que Brasil, donde la revuelta popular contra la corrupción
cancerosa que padecía el Estado ha conmovido hasta los cimientos a casi todas sus instituciones,
salga purificado y con una clase política menos putrefacta de esta catarsis institucional.

Ojalá la política diplomática del Gobierno de Pedro Pablo Kuczynski sea coherente con esa
democracia que le ha permitido llegar al poder. Y no incurra, como tantos Gobiernos
latinoamericanos, en la cobardía de mantener una neutralidad cómplice frente a la tragedia
venezolana, como si se pudiera ser neutral frente a la peste bubónica. Es una obligación moral
para todo Gobierno democrático apoyar a la oposición venezolana, que lucha gallardamente
tratando de recuperar su libertad contra una dictadura cleptómana, de narcotraficantes, que
representa un pasado de horror y de vergüenza en América Latina.
Los dragones de Komodo

Quedan tres mil y parece que son contemporáneos de pleistocenos y dinosaurios, unos
vejestorios que han sobrevivido a todos los desastres geográficos

Indonesia, por lo visto, consta de diecisiete mil islas, cuatro mil de las cuales desaparecen cuando
la marea sube y reaparecen cuando baja. Un puñado de ellas, en el mar de Flores, forma parte del
Parque Nacional de Komodo. Es un lugar celebérrimo por la belleza de su paisaje, la riqueza de
sus aguas con arrecifes de coral y miríadas de pececillos que atraen a buceadores de medio mundo,
pero, sobre todo, por sus dragones. Quedan unos tres mil y parece que son contemporáneos de
pleistocenos y dinosaurios, unos vejestorios que, por las condiciones climáticas de estos parajes,
donde, dicho sea de paso, se han encontrado también los huesos del homínido más antiguo, han
sobrevivido a todos los desastres geológicos que acabaron con las especies prehistóricas.

Mientras navegaba hacia la isla de Rinca a conocerlos, iba recordando una propuesta que me
hizo The New York Times, hace muchos años; tenía que ver también con un fenómeno de la
naturaleza. Un científico respetable había detectado en las selvas del Brasil a un animal que hacía
siglos rondaba por las leyendas de las tribus amazónicas y que hasta entonces se creía puramente
mítico. Pero aquel hombre de ciencia había comprobado que existía y sus pruebas habían
convencido al diario neoyorquino, que estaba preparando una expedición para ir en su busca. Me
proponía que fuera el cronista de la aventura. Con el dolor de mi alma me fue imposible aceptar
ese excitante reportaje por obligaciones de trabajo que se cruzaban con la fecha del viaje. Después
supe que los expedicionarios no encontraron al monstruo, el que, imagino, sigue hasta hoy, lejano
y salvo, en el reino de la mitología.

De los dragones de Komodo —alcancé a ver tres— diré ante todo que son horripilantes, unas
lagartijas gigantescas (sin la agilidad y la gracia de las pequeñas), de unos tres metros los machos
y las hembras de dos y medio, armados de una piel escamosa parecida a las de la boa constrictor
y el cocodrilo, una lengua amarillenta y protuberante de unos cuarenta centímetros y unos ojos
lentos, legañosos y glaciales que permiten entender a cabalidad y con escalofríos la expresión:
“una mirada mefistofélica”. Pero, estoy seguro, ni siquiera los ojos del doctor Mefistófeles eran
tan inquietantes como los de estos espantos milenarios.

Lo primero que advierten los guías es que no conviene dejarse morder por ellos, pues tienen una
boca enquistada por toda clase de bacterias venenosas. Esto les permite alimentarse de los
monitos, jabalíes, caballos, ratas y pájaros con los que comparten el territorio. Son unos
camaleones insuperables; pétreos, permanecen horas y días mimetizados con los árboles, las rocas
y el fango hasta que alguna presa se pone a su alcance. Apenas la muerden, ella queda paralizada
por las infecciones. Entonces se la tragan entera, con huesos y todo, salvo los del cráneo, que no
consiguen digerir, de modo que la isla de Rinca está sembrada de los restos indigestos de las
comilonas de los dragones. Son también caníbales, pues se devoran entre ellos cuando aprieta el
hambre e, incluso, las hembras son capaces de tragarse a las crías que acaban de parir. ¡Vaya
costumbres!

Otra de sus gracias es que los machos no tienen uno sino dos penes. No me acerqué a
comprobarlo

Otra de sus gracias es que los machos no tienen uno sino dos penes. Me lo aseguraron los guías,
yo no me acerqué tanto a ellos para comprobarlo. Supongo que esto les permite batir el récord
que en el reino animal han establecido el sapo y la sapa cuyos agarrones sexuales, como es sabido,
pueden durar cuarenta días y cuarenta noches, sin que consigan separarlos las descargas eléctricas
ni las mutilaciones que los científicos, esos bárbaros, les infligen para medir su capacidad de
resistencia durante el placer.

Estoy seguro que los dragones de Komodo no serán mi recuerdo más imperecedero de estas islas
y que probablemente los olvidaré muy pronto. Sólo imaginármelos devorándose a las ratas vivas
a las que han infectado con sus bacilos me da náuseas. Lo que, en cambio, nunca se me quitará
de la memoria de estos días serán las malaguas (o medusas) del mar de Flores, a las que sufrí,
pero nunca llegué a ver.

Estaba nadando en un mar limpio, transparente, tranquilo y tibio, cuando de pronto me sentí
acribillado en los brazos y el estómago por decenas, acaso centenas, de pequeños dardos o agujas
invisibles que, durante unos instantes, me dejaron paralizado, flotando. Miré y no vi nada en las
aguas inmaculadas del rededor y, al fondo, sólo las construcciones rosadas y fantásticas de los
arrecifes. Después me explicaron que mi atacante podía ser un plancton o un banco de medusas
infinitesimales, que también abundan en este mar, al que mi presencia habría alarmado
desencadenando la descarga de sus microscópicos tentáculos. El fuerte dolor desapareció al poco
rato y, viendo que no me había quedado en la piel huella alguna de la agresión, respiré tranquilo.

Estaba nadando en un mar limpio y tibio cuando me sentí acribillado por centenas de dardos

No duró mucho. Las consecuencias de aquella picadura se manifestaron con las sombras de la
noche: unas manchas violáceas erupcionaron de repente toda la piel afectada, acompañadas de
una comezón feroz, inmisericorde, que fue aumentando por segundos hasta volverse irresistible.
Nada la detenía, pese a vaciar sobre ella todas las cremas para el ardor de las picaduras que,
prevenido por una larga credencial de víctima de los mosquitos en mis viajes a la selva, cargo
siempre en mi maleta. Parecía más bien que, en lugar de atenuarla, la excitaban y enfurecían.
Nunca me he rascado tanto, nunca he dormido tan poco, nunca he pasado una noche más
exasperante en mi larga existencia.

A la mañana siguiente, en el moderno hospital construido por los japoneses en la hormigueante


ciudad de Labuan Bajo, una dermatóloga con la que me entendía en un lenguaje de ademanes y
morisquetas, me dio a entender que la picadura de aquel ejército de malaguas infinitesimales no
tendría efecto alguno en mi futura salud. Me costó trabajo explicarle que mi problema no era el
porvenir sino el presente, que esa picazón me enloquecía y que me la quitara aunque fuera
amputándome los brazos. Le di una demostración práctica, rascándome delante de ella como un
mono. Plácida, inconmovible, ella asentía y sonreía.

La pesadilla duró tres días y tres noches más. Los remedios de la doctora me tuvieron soñoliento
y atontado; el ardor iba cediendo con lentitud exasperante, mientras a mi cabeza volvía y revolvía
sin cesar una imagen del diario del viaje a Egipto de Flaubert, que leí hace siglos: su súbito
encuentro, en el callejón de una aldea, con el leproso, y la terrible descripción de sus llagas
purulentas.

Ahora ya estoy bien y he vuelto a releer a Popper y a nadar en el mar, aunque con explicable
aprensión. Curiosamente, mi cólera retrospectiva por aquella fusilería submarina, no se vuelca
contra las diminutas malaguas a las que mi súbita invasión de su líquido espacio debió producir
un susto mayúsculo, contra el que se defendieron como podían, sino contra los dragones.
Transferencia freudiana o lo que sea, a esas espantables criaturas y sólo a ellas las hago
responsables de aquel aquelarre cutáneo con que me recibieron las aguas de este ardiente paraíso.

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