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JOSEPH BERNA

LA NOVIA DEL KARATECA

Colección
DOBLE JUEGO n.° 80 Publicación semanal

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
CAMPS Y FABRES. 5 BARCELONA
ULTIMAS OBRAS PUBLICADAS EN ESTA COLECCION

75 — La carrera de la muerte. Joseph Berna.


76 — Karate sanguinario. George Sund.
77 — El asesino del césped. Lem Ryan.
78 — Ajedrez de terror. Curtis Garland.
79 — Trampa para un campeón. Joseph Lewis.

ISBN 84-02-09277 2 Depósito legal: B. 29.257 1983


Impreso en España Printed in Spain
1.a edición en España: octubre, 1983
1." edición en América: abril. 1984
© Joseph Berna - 1983
texto
© Sampere - 1983
cubierta

Concedidos derechos exclusivos a favor de EDITORIAL BRUGUERA, S. A.


Camps y Fabrés, 5. Barcelona (España)

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A. Parets del Vallés IN-
152. Km 21.6501 Barcelona 1983
CAPITULO PRIMERO

Matt Reynolds, profesor de karate de la escuela propiedad de Howard Brimond, contaba


solamente veintiocho años de edad, pero era un verdadero maestro.
Desde muy pequeño, había sentido una gran afición por el karate y empezó a practicarlo
siendo todavía un niño. Su sueño, por aquel entonces, era convertirse en un excepcional
karateca: el mejor de todos, si era posible.
Y podía decirse que su sueño de niño se había hecho realidad, porque Matt Reynolds se
había convertido en un extraordinario karateca, prácticamente invencible.
En San Francisco, al menos, no tenía rival.
Era su ciudad natal.
Y seguía viviendo allí.
Matt Reynolds se había enfrentado a los mejores karatecas de San Francisco y los había
vencido a todos, adquiriendo una fama que le había llevado a ocupar el puesto de
profesor en la Escuela de Karate de Howard Brimond.
Era la más importante de San Francisco.
Una escuela moderna, magnífica, perfectamente montada, como todos los negocios que
poseía Howard Brimond. que eran muchos, porque se trataba de un millonario con
mucha vista a la hora de colocar su dinero en un determinado negocio, y todos le funcio-
naban bien, aumentando día a día su capital.
Matt Reynolds se sentía feliz en la Escuela de Karate de Howard Brimond, pues, aparte
de percibir un magnífico sueldo, tenía la oportunidad de enseñar a numerosos jóvenes.
Y eso era lo que más le gustaba, trasladar sus conocimientos a los alumnos, porque así
había llegado él a ser un excepcional karateca, asimilando las enseñanzas de los varios
profesores de karate que había tenido, siguiendo sus consejos, esforzándose por
emularlos, hasta llegar a superarlos a todos.
Era la ilusión de muchos de los alumnos de la Escuela de Karate de Howard Brimond,
llegar a superar algún día al maestro, aunque lo veían francamente difícil, porque Matt
Reynolds era un karateca completo.
Matt, sin embargo, les animaba constantemente a ello, asegurándoles que no le
importaría en absoluto verse aventajado por alguno de sus discípulos. Más bien todo lo
contrario, pues sería un orgullo para él, como profesor.
A la Escuela de Karate de Howard Brimond asistían alumnos de todas las edades,
aunque no todos lo hacían con el mismo fin. Los jóvenes lo hacían con la ilusión de llegar
a ser excelentes karatecas, capacitados para intervenir en competiciones y triunfar en sus
combates, adquiriendo fama y prestigio.
Los menos jóvenes, sólo pretendían adquirir unos conocimientos en defensa personal
que les permitiesen
caminar tranquilos por la calle, sin temor a los delincuentes, cuyo número aumentaba
día a día en San Francisco, al igual que en el resto de las ciudades importantes del
mundo.
Por esta misma razón, asistían también mujeres a la Escuela de Karate de Howard
Brimond. Querían aprender a defenderse con eficacia de los tipos que suelen asaltar a
las mujeres para robarles el bolso, las joyas, o simplemente para abusar de ellas.
Los casos de violación, por desgracia, también iban en aumento en San francisco. Y las
alumnas de Matt Reynolds, claro, temían verse ultrajadas el día menos pensado por
cualquier desalmado.
Todas ellas eran jóvenes.
Y bonitas.
Algunas estaban casadas, pero la mayoría eran solteras.
Y como Matt Reynolds también lo era...
No, no piense el lector que Matt se divertía cada noche con una de sus atractivas
alumnas. Hubiera podido hacerlo, de haber querido, porque era un tipo alto, fuerte,
moreno, bien parecido...
Como hombre, aparte de como karateca, resultaba muy del agrado de las mujeres que
acudían a la escuela, y muchas de ellas le habrían dado toda clase de facilidades, en ese
sentido.
Pero, para Matt Reynolds, no existía más mujer que Sally Duncan.
Era su novia.
Y la quería muchísimo.
No tardarían en casarse, porque ambos lo deseaban.
Aquella tarde, al término de la última clase, Matt
Reynolds hizo algo que ya era costumbre en él y que entusiasmaba de verdad a sus
alumnos.
Se colocó en el centro de la lona que amortiguaba las caídas de los karatecas, cuando
luchaban amistosamente entre sí, y adoptó una postura de defensa.
—¿Quién es el valiente que se atreve a atacarme? ¡Acepto hasta seis rivales!
Hubo una exclamación general de júbilo, acompañada de sonoros aplausos, porque las
exhibiciones de Matt Reynolds eran el espectáculo favorito de sus alumnos.
Seis de ellos aceptaron inmediatamente el reto y rodearon a Matt, en posición de
ataque, mientras los demás se retiraban y se sentaban en el suelo, fuera de la lona, para
presenciar la lucha.
Prometía ser aún más interesante que de costumbre, pues era la primera vez que Matt
se enfrentaba nada menos que a seis de sus discípulos, los más destacados.
En ocasiones anteriores había realizado sus exhibiciones luchando contra tres, cuatro, y
hasta cinco de sus alumnos, pero nunca contra seis.
Matt empezó a girar sobre sí mismo, con las piernas ligeramente flexionadas y las
manos abiertas, prestas a propinar golpes con sus endurecidos cantos, capaces de partir
ladrillos, tablas, palos, y lo que fuera.
Eran dos auténticas hachas.
Y sus talones, dos mazas de hierro.
Naturalmente, en las luchas amistosas, y especialmente cuando tas rivales eran sus
alumnos, Matt no golpeaba con la dureza que le permitía su potencia física y su
experiencia, para no romper huesos ni lastimar a nadie.
Pero sus golpes, aunque menos duros, resultaban igualmente espectaculares y hacían
rodar por la lona a sus discípulos, cuando los alcanzaba con los filos de sus manos, con sus
pies, con sus codos, o con sus puños.
Como Matt tenía un carácter alegre y cordial, sus alumnos se permitían bromear con él,
pues sabían que le gustaba. Uno de los que habían aceptado su reto, dijo:
—¡Le vamos a dar una soberana paliza, maestro!
—¡Sois solamente seis, no doce! —replicó Matt, haciendo reír a los alumnos que habían
quedado como espectadores.
—¡Esta vez no podrá con nosotros, profesor! —dijo otro de los que iban a luchar con él.
—¿Estáis seguros?
—¡Lo vamos a mandar al hospital, maestro!
—¿Con cuántos huesos rotos? —preguntó Matt, para seguir la broma.
—¡Más de la mitad!
—¿No os parecen demasiados?
—¡El médico perderá la cuenta, ya lo verá!
—Sí, pero será cuando cuente los huesos fracturados que tendréis vosotros —replicó
Matt.
—¡Ataquémosle ya, muchachos! —dijo el sexto alumno, y fue el primero en intentar
golpear al profesor de karate.
Matt detuvo hábilmente sus golpes y contraatacó con la rapidez y eficacia que le
caracterizaba, derribando de forma espectacular al alumno.
Los otros cinco le atacaron también, cada cual desde un punto distinto, y Matt tuvo que
emplearse a fondo para burlar o detener los golpes de sus bravos discípulos.
Claro que no sólo se limitaba a esquivar o frenar los ataques de sus alumnos, sino que
los atacaba a su vez, moviendo los brazos y las piernas con una agilidad asombrosa.
Los ruidos de los golpes se confundían con los gritos que daban los karatecas, antes de
rodar por la lona, limpiamente derribados por el profesor de la escuela.
Matt Reynolds daba unos saltos increíbles y se revolvía con una celeridad pasmosa,
demostrando que poseía unos reflejos admirables. A veces, ni siquiera se giraba para
hacer frente a los karatecas que le atacaban por la espalda.
Disparaba las piernas hacia atrás.
O los codos.
Siempre en el momento justo y colocándolos en el sitio preciso.
Parecía tener cuatro ojos, dos debajo de la frente, como todo el mundo, y otros dos en
la nuca.
Los alumnos que presenciaban la lucha aplaudían y vitoreaban a Matt Reynolds,
enfervorizados, porque la exhibición del profesor de karate estaba siendo algo
sensacional.
Los seis que luchaban con él no encontraban la manera de sorprenderle, aunque
ponían todo el interés del mundo en ello, pero era como luchar contra alguien que
tuviese seis brazos y seis piernas.
Era imposible derribar a Matt Reynolds.
Los que resultaban derribados, una y otra vez, eran los alumnos.
Rodaban por la lona como pelotas, entre las risas de los que eran meros espectadores.
Los karatecas se levantaban y volvían a la carga, pero era inútil.
Se encontraban con los cantos de las manos de Matt Reynolds, con sus talones, con sus
codos o con sus puños, y salían despedidos, cayendo nuevamente sobre la lona.
Hubo un momento en que los seis se vieron tumbados en la lona, sudorosos, jadeantes,
doloridos, con sus trajes de karatecas abiertos...
Ya no podían más, por lo que uno de ellos levantó la mano y dijo:
—Nos rendimos, maestro...
—Sí, puede llamar al hospital y que vengan por nosotros —añadió otro—. Estamos
muertos...
—Si estáis muertos, lo lógico es llamar a la funeraria —respondió Matt, haciendo reír a
la totalidad de sus alumnos, que le dedicaron una gran ovación por la magnífica
exhibición que les había brindado.
CAPITULO II

Los alumnos habían abandonado ya la escuela, recién duchados y cargados con sus
respectivas bolsas de deporte. Habían desfilado todos visiblemente satisfechos, porque
seguían recordando y comentando la extraordinaria actuación de Matt Reynolds.
Este, como de costumbre, sería el último en marcharse.
Seguía luciendo su indumentaria de karateca y todavía no se había puesto debajo de la
ducha. Quería dejarlo todo en orden, antes de abandonar la escuela. Era algo de lo que
siempre se ocupaba personalmente, porque le gustaba hacerlo.
Cuando todo estuvo ordenado, se encaminó hacia las duchas.
Estaba a punto de alcanzarlas, cuando oyó una voz femenina:
—¡Profesor Reynolds!
Matt se detuvo y se volvió hacia la lona sobre la que se practicaban las luchas
amistosas, porque la voz había partido de allí.
En efecto, la chica que le había llamado se encontraba en el centro de la lona, vestida
de karateca. Tenía el cabello rubio, los ojos azules, y era sumamente atractiva.
Matt sonrió y fue hacia allí.
La chica se había puesto las manos en las caderas y tenía las piernas ligeramente
separadas. Una actitud ciertamente desafiante.
Matt se detuvo junto a la lona y miró los desnudos pies de la muchacha, pequeños,
bonitos, con las uñas pintadas en esmalte rojo brillante.
Después, alzó los ojos y preguntó:
—¿En qué puedo servirle, señorita?
—Quiero que me dé un par de lecciones.
—¿Ahora?
—Sí.
—¿No le es igual mañana? Me disponía a ducharme y...
—¿Tiene prisa, profesor Reynolds?
—Bueno, he quedado con mi novia y no quisiera hacerla esperar.
—Conque tiene novia, ¿eh?
—Sí.
—¿Es guapa?
—Mucho
—¿Y qué tal está de formas?
—Sensacional.
—¿La ha engañado alguna vez con otra mujer?
—Nunca.
—Un tipo fiel, ¿eh?
—Enamorado, sencillamente.
—Le hago una apuesta, profesor Reynolds.
—¿Qué clase de apuesta?
—Vamos a luchar, y si le venzo, engañará usted a su novia conmigo.
—¿Vencerme usted a mí...?
—Soy una excelente karateca, se lo advierto. He tenido un buen maestro.
—Pero ha venido a que yo le dé un par de lecciones... —recordó Matt.
—Eso fue lo que dije, pero puede que las lecciones se las dé yo a usted, profesor
Reynolds —repuso la muchacha rubia, con gesto retador.
Matt no pudo contener la risa.
—¡Recibir yo lecciones de karate de una mujer!
—¿Acepta la apuesta, profesor?
—Naturalmente.
—Recuerde a lo que se compromete, ¿eh? —la chica le apuntó con el dedo—. Si le gano,
tendrá que acostarse conmigo. Y haremos algo más que dormir.
—Si me ganas, lo cual veo más difícil que atravesar el Océano Pacífico en bicicleta,
haremos lo que tú quieras, rubia —respondió Matt, subiendo a la lona.
—Me tutea, ¿eh?
—Sí.
—Eso es que ya se ve conmigo en la cama.
Matt rió.
—No te hagas ilusiones, rubia.
—Oiga, que no soy tan fea. Hacer el amor conmigo resulta muy agradable.
—No lo dudo. Pero yo sólo hago el amor con mi novia.
—Esta noche, lo hará conmigo —aseguró la chica, y le atacó.
Matt tuvo que defenderse.
La joven rubia, efectivamente, era una excelente karateca.
Había tenido un buen maestro, no cabía duda.
Matt contraatacó y la muchacha detuvo o burló sus golpes con habilidad. Era tan ágil
como él y su cuerpo poseía una envidiable elasticidad.
El profesor de karate se empleó a fondo y consiguió derribar a la chica.
Ella le miró, antes de levantarse.
—No cante victoria todavía, profesor.
—Yo no canto nada, preciosa. Es más, reconozco que eres una magnífica karateca. Pero
conmigo no podrás, porque tengo más experiencia que tú.
—Pero yo tengo otras cosas que usted no tiene, profesor.
—¿Como por ejemplo...?
La chica se levantó y se despojó del ancho pantalón de karateca, quedando con las
piernas al aire.
Y qué piernas...
Eran de una perfección absoluta.
Matt se las miró y preguntó:
—¿Por qué has hecho eso, rubia?
—Me defiendo mejor sin el pantalón —respondió la joven, con maliciosa sonrisa, y le
atacó de nuevo.
Matt, distraído en la contemplación de las maravillosas piernas de la chica, reaccionó
tarde y se vio derribado por los golpes de la muchacha, duros y precisos.
Ella se echó a reír burlonamente y volvió a ponerse las manos en las caderas.
—No se esperaba esto, ¿eh, profesor...?
—Desde luego que no —rezongó Matt, sin levantarse.
—Le dije que sin el pantalón me defendía mejor.
—Me distraje, eso es lo que ha pasado —gruñó Matt, incorporándose.
La chica le atacó nuevamente, utilizando las piernas.
Como las levantó muchísimo, mostró las sucintas braguitas de nylon.
Era una visión terriblemente tentadora, pero Matt no perdió el control y se defendió con
eficacia, parando o esquivando los golpes de la muchacha, a la que poco después
conseguía enviar de nuevo sobre la lona.
La chica, deliberadamente, quedó con las rodillas levantadas.
Tenía que recurrir a sus encantos, para poder vencer a Matt Reynolds.
—Ha vuelto a tumbarme, ¿eh, profesor?
—Eso parece. Y esta vez, sin el pantalón —puntualizó Matt, con ironía.
—Bueno, aún no me ha vencido —dijo la muchacha, y se puso en pie.
Se le había abierto un poco la chaqueta de karateca y sus prietos senos asomaban,
tentadores, porque no llevaba sujetador. A ella le pareció, sin embargo, que asomaban
poco y sin ningún disimulo se abrió más la chaqueta.
Ahora, sus preciosos senos estaban visibles en un noventa por ciento.
—No lucho a gusto cuando me aprieta la chaqueta, profesor —dijo, con malévola
sonrisa.
—Ya —murmuró Matt, con los ojos fijos en el busto femenino.
La chica le atacó repentinamente, volvió a pillarlo distraído, y lo derribó nuevamente.
—¡Mis encantos pueden más que su experiencia, profesor Reynolds! —exclamó, riendo.
—Si no te cierras la chaqueta, dejo de luchar contigo, rubia —gruñó Matt, tendido sobre
la lona.
—Le pone nervioso lo que ve, ¿eh, profesor?
—Demasiado.
—Pues voy a seguir luchando así.
—No será conmigo.
—Si deja de luchar, considérese vencido.
—Ni hablar. Tú no me has vencido, rubia.
—Pero le he derribado dos veces.
—Las misma que yo a ti.
—El próximo que caiga, habrá perdido la lucha. ¿Está de acuerdo, profesor Reynolds?
—Sí —respondió Matt, irguiéndose.
La chica llenó sus pulmones de aire, para aumentar su perímetro torácico, segura de que
eso llamaría la atención del profesor de karate.
Y, efectivamente, la llamó.
Ningún hombre hubiera dejado de mirar lo que la atractiva rubia enseñaba.
Cuando vio que Man Reynolds clavaba los ojos en sus agrandados senos, la chica le
atacó y lo hizo besar la lona.
La joven dio un salto de alegría, haciendo saltar otras dos cosas.
—¡Es su tercera caída, profesor Reynolds! ¡Le he vencido!
—Sí —rezongó Man—. Pero no gracias a tus conocimientos de karate, rubia.
—¿Qué importa eso? ¡El caso es que le he derrotado y ahora tendrá que acostarse
conmigo!
—Me acostaré, no te preocupes.
—Espere, no se levante —rogó la chica, y se tendió sobre él, todavía con la chaqueta
abierta.
—¿Qué haces?
—Quiero que me bese y me acaricie, profesor Reynolds.
—Yo sólo beso y acaricio a mi novia.
—¿Cómo se llama?
—Sally Duncan.
—Así me llamo yo —sonrió la joven, y le besó en los labios, expertamente.
CAPITULO III

Matt Reynolds hizo girar su cuerpo y la muchacha rubia quedó debajo.


Habían intercambiado sus posiciones, pero no habían interrumpido el beso. Seguían con
las bocas unidas, apretadamente, porque se estaban besando con mucha pasión.
Las manos de Matt buscaron los senos de la chica, duros y cálidos, y notó que se
estremecían, acusando las hábiles caricias.
El profesor de karate no estaba engañando a su novia.
La chica rubia no había menudo.
Se llamaba Sally Duncan.
Y era su novia.
Todo había sido una comedia, ideada por Sally y seguida por Matt
Cuando separaron sus bocas, la muchacha empezó a reír.
—Ha sido muy divertido, ¿verdad, Matt?
—Ya lo creo.
—¿Hubieras dicho y hecho lo mismo, de haber sido yo realmente una atractiva
desconocida...?
—Exactamente igual.
—Así que habrías aceptado la apuesta, ¿eh, granuja?
—Sí, pero no me hubiera dejado ganar.
—¡No te dejaste ganar, Matt! ¡Te derribé porque logré sorprenderte!
El karateca rió.
—No me sorprendiste, Sally. Fingí que me distraía contemplando primero tus
esculturales piernas y después tus hermosos pechos, para que pudieras tumbarme.
—¡No es verdad! ¡Te tumbé porque soy casi tan buena karateca como tú!
—Eso, casi. Aún tienes que aprender algo de tu maestro.
—¡Me lo has enseñado todo!
—Tú a mí sólo puedes vencerme en un sitio, Sally.
—¿Dónde?
—En la cama Pero no siempre, ¿eh?
La muchacha emitió una risita.
—Te demostraré que también puedo vencerte sobre una lona.
—¿Quieres que luchemos de nuevo?
—Sí.
—Te daré una paliza Sally.
—A lo mejor te la doy yo a ti.
—No seas ilusa. Esta vez no fingiré distraerme contemplando tus encantos.
—No tendrás ocasión, porque pienso cerrarme la chaqueta y ponerme los pantalones.
—Espera un momento, pues —rogó Matt, acercando su rostro al busto de su novia.
—¿Qué haces...?
—Besar tus preciosos senos, antes de que los escondas. Y acariciar tus hermosas
piernas.
Sally rió de nuevo y lo empujó, quitándoselo de encima
Después, se puso en pie de un salto y, mientras se cerraba la chaqueta de karateca, dijo:
—¡Los besos y las caricias, para esta noche! ¡Ahora, los golpes!
Matt se irguió también.
—Está bien, nena. Tú lo has querido.
—Espera que me ponga el pantalón.
—Vale.
Sally se inclinó, como si realmente fuera a recoger el pantalón, para colocárselo, pero
sólo fue una treta para engañar a su novio y poder atacarle por sorpresa.
Su pie derecho se disparó y golpeó en el pecho a Matt, que cayó de espaldas.
Sally rompió a reír.
—¿Qué dices ahora. Matt...?
—¡Maldita sea! —barbotó el karateca, incorporándose de un salto—. ¡Eres una
tramposa, Sally! ¡Nunca peleas limpio!
—¡En una lucha, como en el amor, todo es lícito! —replicó su novia, y le atacó de nuevo.
Matt detuvo sus golpes y la atacó a su vez.
Sally se vio obligada a retroceder, pero paró también la serie de golpes que le dirigió su
novio.
Matt tuvo que recurrir a toda su experiencia para poder derribar a su novia, que estaba
luchando mejor que nunca.
—¿Te convences de que sigo siendo el maestro y tú mi alumna, cariño...? —preguntó, en
tono burlón.
Sally resopló.
—¡La lucha no ha terminado, Matt!
—En pie, pues. Seguiré dándote lecciones gratuitas.
La muchacha se levantó, pero no de un salto.
Lo hizo lentamente y con alguna dificultad, como si le doliera algo.
No era cierto.
Se trataba de una nueva argucia para sorprender a su novio.
Matt lo adivinó cuando vio que su novia quedaba por un instante de espaldas a él,
agachada, pero con las piernas rectas, para poder mostrarle su tentadora grupa,
escasamente cubierta por el reducido pantaloncito de nylon.
Quería distraerle con la deliberada exhibición de su redondeado trasero, pero esta vez
no le dio resultado la treta, porque Matt disparó la pierna antes de que su novia le
atacara y le atizó un soberano puntapié en las nalgas.
Sally dio un grito y cayó de bruces sobre la lona.
Terriblemente furiosa, se volvió hacia su novio, que se estaba riendo a gusto.
—¡Eres un...!
—¡En la lucha, como en el amor, todo es lícito! ¡Tú misma lo dijiste, cariño! —le recordó
Matt.
—¡Me has humillado! —rugió Sally, masajeándose el trasero.
—La culpa es tuya, por haber querido distraerme con la exhibición de tu linda grupa.
—¡No fue intencionado!
—Embustera.
—¿Te atreves a llamarme mentirosa...?
—No te he llamado mentirosa, te he llamado embustera.
—¡Es lo mismo!
—Sí, pero suena más fino.
Sally se puso en pie, agarrándose todavía las posaderas.
—¡Me las vas a pagar, Matt!
—¿Por qué no lo dejamos ya, nena? —sugirió el karateca.
—¡Ni hablar!
—Quieres que te zurre de nuevo, ¿eh?
—¡Veremos quién le zurra a quién! —replicó la muchacha, y se lanzó furiosamente al
ataque.
Matt no tuvo más remedio que retroceder, ante el ímpetu avasallador de su novio.
—¡Cálmate, Sally!
—¡Cuando te vea gimiendo en el suelo!
—¿Es que quieres acabar conmigo...?
—¡Sólo molerte a golpes!
—¿Por un simple puntapié en el trasero?
—¡No fue tan simple! ¡Valió por seis!
—¡Te pido disculpas, cariño!
—¡No las acepto!
Matt se las veía y se las deseaba para contener los ataques de su novia.
—¡Basta, Sally! ¡No quiero derribarte de nuevo! —¡No podrás!
—¿Que no...? ¡Ahora verás!
Matt contraatacó con furia y ahora fue Sally la que se vio obligada a retroceder, pasando
muchos apuros para detener los golpes lanzados por su novio.
Finalmente, la muchacha se vio derribada.
Antes de que pudiera levantarse, Matt se arrojó sobre ella y la sujetó. Y para que no
pudiera decir nada, la besó ardorosamente en los labios.
Sally forcejeó con él, pero sólo al principio.
Después, pasó a devolverle el beso, porque era lo que realmente deseaba.
Y justo en esos instantes, mientras Matt y Sally se besaban con tanto ardor, echados
sobre la lona, entraron en la escuela tres hombres, dos de ellos muy gran- dotes y
musculosos.
El otro individuo, al que flanqueaban la pareja de gigantones, era delgado, de estatura
corriente, y vestía un traje impecable. Entre los dientes llevaba un largo cigarro.
Al descubrir a Matt Reynolds sobre la lona, besando con ganas a una chica de cabellos
rubios y piernas sensaciones, el tipo elegante se detuvo y se quitó el cigarro de la boca
Los dos gigantones, que parecían ser sus guardaespaldas, se detuvieron también y
miraron a Matt y Sally.
A la novia del karateca más concretamente.
El sujeto elegante sonrió y murmuró:
—Parece que Matt Reynolds le está dando una clase muy particular a una de sus
alumnas...
—Yo también se la daría muy a gusto, jefe —dijo el gorila de la derecha, a media voz.
—Y yo —rezongó el otro tiarrón.
—La chica, desde luego, tiene unas piernas maravillosas —comentó el tipo que vestía
con distinción.
—Seguro que todo lo tiene igual, jefe.
El del puro desgranó una risita.
—Habrá que interrumpir a Reynolds, muchachos.
—No le va a gustar, jefe.
—Desde luego que no. Pero hemos venido a hablar con él, muchachos, no a presenciar
cómo besa y acaricia a una de sus alumnas. Vamos, chicos.
El tipo elegante caminó hacia la lona, siendo imitado por la pareja de gorilas.
CAPITULO IV

Matt Reynolds oyó pasos y separó inmediatamente su boca de la de Sally Duncan. Al


volver la cabeza, descubrió a los tres hombres que se aproximaban a la lona.
El karateca frunció el ceño, porque los conocía.
Y no le caía bien ninguno de los tres.
Fred McGregor, el tipo elegante, poseía una Escuela de Karate, entre otros negocios.
No eran tan importante como la de Howard Brimond, pero también gozaba de una cierta
fama
Matt pudo haber sido profesor de karate de la escuela de McGregor, porque éste se lo
propuso antes que Brimond, pero rechazó su oferta sin vacilar.
McGregor no le gustaba, como tampoco le gustaban Buck y Gordon, los tipos que le
acompañaban siempre a todos lados, como dos perros fieles y agresivos.
Los dos eran karatecas, aunque distaban mucho de poseer la categoría de Matt
Reynolds. Se habían enfrentado en más de una ocasión, y Matt había sido siempre el
vencedor.
Matt se incorporó al verlos a los tres y le tendió la mano a su novia.
—En pie, Sally.
La muchacha se levantó con rapidez y se cerró un poco más su chaqueta de karateca, ya
que se le había abierto algo durante su furiosa lucha con Matt y sus senos asomaban,
incitantes,
Sally se dio cuenta de que los tres hombres la miraban con deseo, y no le gustó. Matt
también se dio cuenta de ello, y aún le gustó menos que a su novia, por lo que indicó:
—Ponte el pantalón, Sally.
La joven lo recogió del suelo y se lo colocó en unos segundos, acabando con la
exhibición de sus formidables extremidades inferiores, lo cual, lógicamente, disgustó a
Fred McGregor y su pareja de gorilas.
Fred se colocó el purazo en el lado izquierdo de la boca y lo aprisionó con sus dientes,
algunos de los cuales eran de oro y le habían costado un ojo de la cara y las pestañas del
otro.
—Hola, Reynolds —saludó, con una sonrisa.
—¿Qué tal, señor McGregor? —respondió Matt, con seriedad.
—¿Qué clase de lección le estabas dando a la chica, que estaba sin pantalón...?
Buck y Gordon rieron las palabras de su jefe.
Sally enrojeció y sintió deseos de replicar, pero se contuvo, segura de que Matt sabría
hacerlo debidamente.
El karateca, en efecto, respondió:
—No le estaba dando ninguna lección, señor McGregor. Sencillamente la estaba
besando. Sally es mi novia y puedo besarla cuando me apetezca. Con pantalón o sin
pantalón.
Fred McGregor tosió.
—Disculpa, Reynolds. No tenía intención de molestarte. Además, no sabía que la chica
era tu novia. Lo siento, créeme.
—Olvídelo.
—He venido a hablar contigo, Reynolds.
—Si va a ofrecerme de nuevo el puesto de profesor de karate en su escuela, puede
ahorrarse la molestia. Me siento muy a gusto en ésta y no pienso abandonarla, aunque
usted me pague más que Howard Brimond.
McGregor sacudió la cabeza.
—Te equivocas, Reynolds. No he venido por eso. Ya no te necesito en mi escuela,
¿sabes?
—Me alegro.
—Tengo un magnífico profesor. Un oriental, llamado Tadao Mizoguchi.
—Eso suena a japonés.
—Efectivamente, lo he traído del Japón. Es una extraordinario karateca.
—Mejor que tú, Reynolds —intervino Gordon.
Matt lo miró.
—¿Estás seguro?
—No tengo la menor duda.
—Ni yo —dijo Buck.
Matt miró al otro gorila.
—También tú crees que ese japonés es superior a mí, ¿eh?
—Te vencería con claridad, Reynolds.
Matt volvió a encararse con Fred McGregor.
—¿Opina usted como sus hombres, señor McGregor?
Fred se quitó el cigarro de la boca.
—Bueno, si he de ser sincero, tengo mis dudas. Tadao Mizoguchi es un karateca
sensacional, pero tú también lo eres, Reynolds. La única manera de saber cuál de los dos
es mejor, es un combate amistoso. Y a eso he venido, Reynolds. A proponerte un
enfrentamiento con el japonés, en esta escuela o en la mía, eso es lo de menos. Lo
importante es que el combate se celebre. Y, por supuesto, habrá un buen premio para el
vencedor. Aportaremos la cantidad Howard Brimond y yo, al cincuenta por ciento.
—¿Ha hablado ya con el señor Brimond...? —preguntó Matt.
—No, todavía no. Pero estoy seguro de que aceptará, porque confía en ti y esperará tu
victoria. Por eso he querido proponértelo a ti primero. Si tú estás de acuerdo, Brimond lo
estará también.
Matt, tras unos segundos de vacilación, decidió:
—Me enfrentaré a ese japonés.
—¡Bravo! —exclamó McGregor, sonriendo ampliamente.
Buck y Gordon sonrieron también.
—Tadao te dará una paliza, Reynolds —vaticinó el primero.
—¿Como la que te di yo a ti, la última vez que nos enfrentamos? —repuso Matt, con
burlona sonrisa.
Buck cambió totalmente su expresión.
—¿Tratas de provocarme, Reynolds? —masculló.
—Me he limitado a hacerte una pregunta, Buck. Si no quieres responder, que conteste
Gordon. También a él le zurré la badana la última vez que luchamos. ¿Lo recuerdas,
Gordon...?
Este atirantó los músculos faciales.
—Ha llovido mucho desde entonces, Reynolds.
—No ha caído una sola gota.
—He mejorado, te lo aseguro.
—¿De veras?
—Yo también —dijo Buck.
—¿Por qué no me lo demostráis?
—Ahora mismo, si el señor McGregor nos autoriza.
—¿Qué dice usted, señor McGregor...? —preguntó Matt.
Fred, tras unos segundos de duda, preguntó a su vez:
—¿Estás dispuesto a pelear con los dos al mismo tiempo, Reynolds?
—Piensa que sólo así tendrán alguna posibilidad de vencerme, ¿eh? —sonrió Matt.
—Es cierto que Buck y Gordon han mejorado en los últimos tiempos, pero no tanto
como para superarte. Si fuera así, no habría tenido necesidad de traer a Tadao
Mizoguchi
—Claro.
—¿Quieres luchar con los dos a la vez, Reynolds?
—Sí, no tengo inconveniente. Que vayan a los vestuarios y se cambien.
—Ya lo habéis oído, muchachos.
Buck y Gordon sonrieron, pues pensaban que, luchando los dos a la vez contra Matt
Reynolds, conseguirían vencerle.
—Vamos, Gordon —dijo el primero.
Se encaminaron los dos hacia los vestuarios.
Sally, que no había pronunciado palabra, siguió callada hasta que los tipos regresaron
vestidos de karatecas. Entonces, dijo:
—Quiero luchar con uno de ellos, Matt.
CAPITULO V

Fred McGregor creyó no haber crido bien.


—¿Qué es lo que ha dicho tu novia, Reynolds...?
—Que quiere luchar con uno de sus hombres, señor McGregor —respondió Matt, muy
tranquilo, porque confiaba plenamente en los conocimientos de karate de Sally.
Buck y Gordon cambiaron una mirada, tan perplejos como su jefe.
—¿Luchar con uno de nosotros...? —exclamó el primero.
—Con usted mismo, Buck —dijo Sally—, ¿Se atreve...?
—¿Que si me atrevo?
—Si tiene miedo, lucharé con Gordon.
—¡Está loca!
—Yo lucharé con ella. Buck —dijo Gordon.
—¡No! —exclamó Buck—, Seré yo quien luche con la chica. Y no temas, Reynolds. No le
romperé ningún hueso a tu novia.
Matt sonrió.
—Estoy seguro de ello, Buck. De lo que ya no estoy tan seguro, es de que Sally no te
rompa ninguno a ti.
El tipo se echó a reír, siendo imitado por su compañero y por Fred McGregor.
—¿Pretendes asustarme, Reynolds...?
—No, me limito a prevenirte. Sally ha tenido un buen maestro. ¿Es necesario que te diga
su nombre...?
—Por mucho que le hayas enseñado, no deja de ser una mujer. Y no podrá conmigo,
Reynolds.
—Ya veremos.
Sally, que ya se había colocado en el centro de la lona, apremió:
—Le estoy esperando, Buck.
—Voy, preciosa.
Buck subió a la lona y se acercó a la muchacha.
—Cuando Reynolds intervenga en defensa de su novia, entra en acción tú también,
Gordon —indicó.
—Descuida, Buck —respondió su compañero.
—Mi novia sabe defenderse sola —aseguró Matt—. Demuéstraselo, Sally.
—Con mucho gusto —dijo la joven, y proyectó velozmente su pierna derecha hacia la fea
cara de Buck.
Este, que no esperaba un ataque tan centelleante, no fue capaz de reaccionar a tiempo y
el pie de Sally percutió en su mandíbula, tumbándolo de espaldas sobre la lona.
El prodigioso salto de la muchacha, la belleza de su acción, y la precisión de su golpe,
dejaron boquiabiertos a Fred McGregor, a Gordon, y al propio Buck.
Matt sonrió y dijo:
—Creo que a partir de ahora Buck va a tomarte en serio, Sally.
—¡Seguro! —rió la joven.
Buck, enfurecido, se puso en pie de un brinco y ladró:
—¡Ahora sabrás lo que es bueno, rubia!
—Venga —respondió Sally, muy tranquila.
El gorila la atacó, utilizando manos y pies, pero la muchacha se defendió magníficamente
y no recibió un solo golpe.
La destreza de Sally tenía asombrado a Fred McGregor.
—Es fantástico... —murmuró.
—Detiene todos los golpes... —dijo Gordon, no menos asombrado.
—Sally es mi mejor discípulo —reveló Matt, sonriendo.
Buck, cansado de lanzar golpes infructuosamente, se tomó un respiro y masculló:
—Sabes defenderte, no hay duda.
—¡Y atacar, Buck! —aseguró Sally, tomando la iniciativa de! combate.
El tipo se defendió lo mejor que sabía, pero no fue suficiente para evitar que los cantos
de las manos y los talones de la muchacha encontrasen su cuerpo, y acabó en el suelo,
gimiendo de dolor.
—¡Bravo, Sally! —exclamó Matt Reynolds, aplaudiendo—. ¿Usted no aplaude, señor
McGregor...? —preguntó, con ironía.
Fred McGregor mordió el puro con rabia y ordenó:
—¡Lucha tú con ella, Gordon!
—¡Sí, jefe!
Gordon subió a la lona y fue decididamente hacia la novia de Matt Reynolds, dispuesto a
quedar mejor que Buck.
Matt no hizo nada por impedírselo, pues estaba seguro de que Sally podría también con
Gordon. Sólo intervendría en el caso de que Buck se levantara y atacara también a Sally.
No quería que la muchacha luchara con los dos a la vez, porque eso sería peligroso para
ella.
Buck, por el momento, continuó tendido sobre la lona, gimoteando, porque le dolían
muchas cosas.
Gordon atacó a Sally, empleándose a fondo.
Ya conocía la peligrosidad de la joven y sólo así tendría alguna posibilidad de derribarla,
desencadenando un ataque rabioso, sin tregua, arrollador.
Sally, con una serenidad pasmosa, paró o burló todos los golpes del tipo, asombrando de
nuevo a Fred McGregor, que se estaba comiendo el puro de rabia.
Gordon se agotó, de tanto golpear en vano, y la novia de Matt Reynolds tomó la
iniciativa, haciendo retroceder a su rival.
Las manos y los pies de la muchacha golpeaban con tanta rapidez, que el tipo se vio
impotente para pararlos y resultó alcanzado en los costados, en los hombros, en el
cuello, en el pecho, en la cara...
Gordon cayó sobre la lona, lleno de dolores, y empezó a gemir.
Igual que Buck.
Sally los había vencido a los dos claramente.
Es más, los había puesto en ridículo al vapulearles en presencia de Fred McGregor, su
jefe, el hombre que les pagaba un buen sueldo para que le protegieran.
***

Fred McGregor estaba tan furioso que ya casi no le quedaba puro.


Se lo había comido a bocados.
Con la cara roja de ira, rugió:
—¡En pie, estúpidos!
Buck y Gordon se incorporaron, pero con mucha dificultad.
Parecían dos ancianos aquejados de reúma, lumbago, ciática, gota, tortícolis y
desviación de columna, todo junto.
No podían reprimir los gemidos de dolor.
Y no paraban de hacer caras feas.
Claro que para esto último no tenían que esforzarse demasiado, porque eran feos de
nacimiento. Parecían haber sido engendrados por King-Kong y la mula Francis, en una de
esas noches locas
Matt Reynolds no podía contener la risa.
—Conque Buck y Gordon había mejorado, ¿eh, señor McGregor? —dijo, en tono irónico.
—¡Note burles. Reynolds —ladró Fred.
—¿De quién reciben lecciones de karate ahora, de ese maestro japonés. ..?
—¡No ha tenido tiempo de enseñarles lo mucho que sabe!
Sally Duncan también reía.
—¿Sabe lo que pienso, señor McGregor?
—No.
—Que yo también podría vencer a ese Bacalao Micochuchi.
McGregor enrojeció aún más.
—¡Se llama Tadao Mizoguchi! —corrigió, con ojos centelleantes.
—¿Y qué he dicho yo...?
—¡Bacalao no sé qué!
—¡Disculpe, pero es que su japonés tiene un nombre tan difícil...!
Matt se estaba mondando de risa desde que había oído lo de Bacalao Micochuchi, y Sally
se reía tan a gusto como él, lo cual acentuaba la cólera de Fred McGregor.
Y la descargó sobre sus hombres, relinchando:
—¡Cambiaros de ropa, imbéciles! ¡No sois dignos de llevar indumentaria de karatecas!
¡Os habéis dejado vencer por una mujer! ¡Sois la vergüenza de mi escuela!
Buck y Gordon recibieron sendos puntapiés en el trasero, y eso hizo que caminaran más
de prisa hacia los vestuarios, a pesar de sus muchos dolores.
Mientras los tipos se cambiaban, Matt preguntó:
—¿Cuándo quieres que me enfrente a su japonés, señor McGregor?
—Howard Brimond te lo dirá —gruñó Fred—, Hablaré con él mañana y fijaremos el día,
la cuantía del premio, y el lugar en donde se celebrará el combate. Me gustaría que
fuese en mi escuela, pero si Brimond quiere que sea en la suya, lo echaremos a suertes.
—Es lo mejor. Aunque a mí me da lo mismo luchar con el japonés aquí que en su
escuela, señor McGregor. Le venceré de todos modos.
—No vendas la piel del oso antes de cazarlo, Reynolds —masculló Fred, apretando las
mandíbulas.
—La piel del japonés, querrá decir —intervino Sally.
Fred la fulminó con la mirada, mientras Matt reía.
—Muy graciosa.
Sally rió también.
Poco después, aparecían Buck y Gordon, vestidos ya.
Seguían acusando los golpes de Sally, pero ya no se quejaban.
—¡Vámonos! —barbotó McGregor, y abandonó la escuela, con su pareja de maltrechos
guardaespaldas.
Sally alzó los brazos y los pasó por el cuello de Matt, antes de besarle en los labios, bien
pegado su cuerpo al de él. Después, lo miró y preguntó:
—¿Qué te ha parecido mi actuación, Matt?
—Has estado sensacional.
—Tenía que dejar en buen lugar a mi maestro.
—¿Me has perdonado ya el puntapié que te di en el trasero?
—Me lo merecía, por descarada. Si no te lo hubiera enseñado...
Rieron los dos alegremente.
Después, volvieron a unir sus bocas en largo y ardiente beso.
CAPITULO VI

Por la mañana, Howard Brimond recibió en su magnífico despacho a Fred McGregor,


viejo conocido suyo, pero no amigo, porque le inspiraba poca simpatía y bastante
desconfianza.
Howard Brimond tenía cuarenta y ocho años, tres más que Fred McGregor. Era de
complexión delgada, como éste, pero un poco más alto. Y también, como McGregor,
vestía con mucha elegancia y fumaba unos excelentes cigarros.
Precisamente acababa de encender uno, cuando Fred McGregor entró en su despacho,
lo cual parecía obligarle a ofrecer su caja de puros a McGregor.
Pero no lo hizo.
Si McGregor quería fumar, tendría que echar mano de uno de sus cigarros. Brimond no
tenía cortesías con los hombres que le caían mal. y Fred McGregor era uno de ellos.
—¿Qué se te ofrece. McGregor? —preguntó, sin levantarse de su sillón.
—Puedo sentarme, ¿no?
—Claro.
Fred McGregor se sentó en un sillón, se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta, y
extrajo uno de sus puros.
—¿Un cigarro, Brimond...?
—Estoy fumando, gracias.
—No me había dado cuenta —dijo Fred, con irónica sonrisa, pues le había ofrecido el
cigarro a Howard Brimond para echarle en cara su deliberada falta de cortesía.
Howard no se inmutó, ya que le tenía sin cuidado lo que pensara Fred McGregor.
Este se puso el puro entre los dientes y le predio fuego con su encendedor. Era de oro,
como algunos de sus dientes, y también le había costado un pico.
—¿Qué es lo que quieres. McGregor? —apremió Howard.
—Estuve ayer tarde en tu Escuela de Karate, Brimond.
—¿Tentando a Matt Reynolds?
—No, tranquilízate. Ya no me interesan sus servicios.
—¿Cómo es eso?
—He conseguido un profesor de karate tan bueno como él. Y puede que aún mejor.
Howard sonrió.
—Eso es imposible. McGregor. No hay mejor karateca en todo San Francisco que Matt
Reynolds, y tú lo sabes.
—No lo había, pero ya lo hay. El que he traído del Japón.
Howard Brimond respingó levemente.
—¿Tienes un japonés...?
—Sí.
—¿Seguro que no es un californiano disfrazado...?
Fred McGregor rió.
—¿Me crees capaz de una cosa así, Brimond...?
—Yo a ti te creo capaz de todo, McGregor.
—Mi japonés es auténtico, te lo aseguro. Se llama Tadao Mizoguchi y quiero enfrentarlo
a Matt Reynolds.
—¿Un combate?
—Amistoso, naturalmente. Sólo se trata de saber cuál de los dos es mejor karateca. Yo
pienso que Mizoguchi puede vencer a Reynolds, pero tu profesor asegura que derrotará
al japonés.
—¿Aceptó luchar con él?
—Sí, desde el primer momento.
—¿Dónde se celebrara el combate?
—Eso es lo que tenemos que discutir, Brimond, así como la fecha y el importe del
premio que se llevara el vencedor, que aportaremos tú y yo al cincuenta por ciento.
¿Qué te parece diez mil dólares...?
—¿Cinco mil cada uno?
—Sí.
—Me parece bien.
Fred McGregor carraspeó ligeramente.
—Eso es lo que se llevara el ganador del combate, claro. Pero uno de nosotros también
puede llevarse bastante, si hacemos una apuesta importante...
—¿Cuánto quieres apostar. McGregor?
—Veinticinco mil.
—¿Tanta confianza tienes en tu japonés...?
—Toda.
—Entonces, no te importará apostar cincuenta mil.
McGregor respingó.
—¿Cincuenta mil...?
—Eso he dicho.
McGregor vaciló.
—Es mucho, Brimond.
—Mi confianza en Matt Reynolds es total, McGregor. Sé que vencerá a tu profesor de
karate, por muy japonés que sea. Por eso no me importa apostar cincuenta mil dólares
por él. Si tú vacilas, es porque no confías tanto como aseguras en el karateca oriental.
—Confío plenamente, Brimond.
—¿Entonces...?
—Acepto la apuesta.
Howard sonrió burlonamente.
—Puede decirse que ya me debes cincuenta mil dólares, McGregor.
—Tendrás que dármelos tú a mí, Brimond, porque Mizoguchi derrotara a Reynolds, ya lo
veras.
—No sueñes despierto.
—Eres tú quien está soñando con los ojos abiertos, Brimond. Si hubieras visto en acción
al japonés...
—No he visto en acción a tu japonés, pero he visto a Reynolds. Y tengo suficiente con
eso.
—Bien, es inútil seguir discutiendo —rezongó McGregor—, El resultado del combate dirá
quién tiene razón.
—¿Cuándo se celebrara? —preguntó Brimond.
—¿Qué te parece el próximo viernes?
—Perfecto.
—¿Estás de acuerdo en que sea en mi Escuela de Karate?
—No, prefiero que se dispute en la mía.
—Tendremos que echarlo a suertes, entonces, porque me gustaría que el combate se
celebrase en mi escuela.
—De acuerdo, que la suerte lo decida.
—Lanzaré una moneda al aire —dijo Fred McGregor, metiéndose la mano en el bolsillo
de la chaqueta—. Si sale cara, el combate se disputará en mi escuela; si sale cruz, en la
tuya.
—Déjame ver esa moneda, McGregor —pidió Howard Brimond, alargando el brazo.
—¿Para qué?
—Quiero asegurarme de que no tiene dos caras.
Fred apretó los maxilares.
—Eso no ha tenido gracia, Brimond.
—Pues no te rías, pero déjame observar la moneda —insistió Howard.
—¿No te fías de mí?
—Ni un pelo.
Fred McGregor se guardó la moneda en el bolsillo con gesto rabioso.
—Lanza una de las tuyas. Brimond. Yo sí me fío de ti.
—Tenía dos caras, ¿eh?
—¡Dos cuernos! —rugió Fred.
Howard rió.
—No te exaltes, McGregor —dijo, metiéndose la mano en el bolsillo.
Extrajo una moneda y se la mostró a Fred por ambos lados, para que viera que no
estaba trucada.
—Sólo tiene una cara, como puedes ver.
—¡Ya te he dicho que me fío de ti! —ladró Fred.
—Cara para ti y cruz para mí, ¿no?
—¡Eso es!
Howard lanzó la moneda al aire, haciéndola girar.
Cuando cayó sobre la mesa, Fred reprimió a duras penas una maldición, porque había
salido cruz.
—Lo siento, McGregor, pero el combate se celebrará en mi Escuela de Karate —dijo
Howard, sonriendo.
Fred se puso bruscamente en pie.
—El viernes, Brimond.
—Sí.
—¿Hora?
—Las seis de la tarde. ¿Te parece bien?
—Sí —gruñó Fred, y abandonó el despacho, mordiendo el cigarro de pura rabia.
***

Matt Reynolds estaba trabajando con sus alumnos, cuando vio aproximarse a Howard
Brimond.
—Un momento, muchachos —dijo, y salió al encuentro del propietario de la Escuela de
Karate, intuyendo que venía a hablarle de su combate con Tadao Mizoguchi.
Howard le tendió la mano, sonriente.
—Hola, Matt.
—Me alegro de verle, señor Brimond —respondió el karateca, estrechándole la diestra.
—Fred McGregor vino a verme esta mañana.
—Sí, me dijo que hablaría con usted.
—Ya está todo arreglado. Te enfrentarás al japonés el viernes, a las seis de la tarde, en
mi escuela. Tu ganarás diez mil dólares, y yo cincuenta mil.
—¿Qué...?
—Diez mil dólares es el premio que McGregor y yo hemos acordado para el vencedor
del combate, que serás tú, naturalmente. Los otros cincuenta mil, es una apuesta que he
hecho con McGregor. Está convencido de que su japonés te derrotará. Y su error le
costará cincuenta mil del ala.
—Puedo perder el combate, señor Brimond...
—¿Qué dices? ¡Si contigo no hay quien pueda, Matt!
—Los karatecas orientales son muy peligrosos.
—¡Pues anda, que el occidental que yo conozco...! —repuso Howard, riendo.
Matt Reynolds sonrió.
—Me satisface su confianza en mí, señor Brimond, pero es una responsabilidad
tremenda para mí el saber que, si el japonés me vence, perderá usted cincuenta mil
dólares.
—No los perderé, porque el Mizoguchi ese no te vencerá. Pero, para que no luches con
él atenazado por la responsabilidad, te diré que cincuenta mil dólares no son nada para
mí, porque poseo millones.
—Lo sé, pero...
—Nada, no quiero que pienses en mi apuesta con Fred McGregor. Lucha con el japonés
tranquilo, como si no hubiera nada en juego, excepto tu categoría como karateca.
—Lo intentaré, señor Brimond.
—¡Le darás un palizón al oriental, ya lo verás! —rió Howard, palmeando la fuerte
espalda del profesor de karate.
De pronto, emitió un gemido y se agarró la mano.
Reynolds, extrañado, preguntó:
—¿Qué le ocurre, señor Brimond?
—¿Por qué lo has hecho, Matt?
—¿El qué?
—Colocarte una tabla debajo de tu chaqueta de karateca.
—¿Tabla...?
—¿No es eso lo que llevas en la espalda?
—No llevo nada, señor Brimond.
—Diablos, entonces son los músculos de tu espalda, que cada día están más duros. ¡Casi
me he roto la mano!
El karateca rió.
—No puedo creer que se haya hecho daño, señor Brimond.
—Te convencerás cuando vuelvas a verme.
—¿Por qué?
—Llevaré la mano escayolada.
Matt Reynolds volvió a reír, seguro de que todo era una broma del millonario
Howard Brimond rió también, se despidió del karateca, y abandonó la escuela.
CAPITULO VII

En la Escuela de Karate de Fred McGregor, Tadao Mizoguchi estaba dando lecciones a


los alumnos, que le escuchaban atentamente y se fijaban bien en las demostraciones
prácticas del karateca oriental.
El japonés era un tipo extraordinariamente ágil, no demasiado alto, pero fuerte como
un roble. Tenía treinta y dos años de edad.
Sus veloces movimientos de brazos y piernas, sus saltos, verdaderamente increíbles, y
sus giros, más rápidos que la vista, causaban admiración entre los alumnos.
Se trataba, no cabía la menor duda, de un extraordinario karateca.
Fred McGregor entró en ese momento en su Escuela de Karate, acompañado de Buck y
Gordon, que ya se habían recuperado casi totalmente de los golpes que les propinara
Sally Duncan, la novia de Matt Reynolds.
Tadao Mizoguchi no reparó en la presencia del propietario de la escuela y su pareja de
guardaespaldas, y siguió trabajando con los alumnos.
McGregor se detuvo, con el ceño fruncido y el cigarro en el lado derecho de la boca. Se
metió las manos en los bolsillos del pantalón y observó los movimientos del karateca
oriental.
Buck y Gordon se habían detenido también, flanqueando a su jefe, como solían hacer
siempre.
—El japonés es fantástico, ¿eh, jefe? —comentó el primero.
—Sí, es muy bueno — asintió McGregor.
—Vencerá a Matt Reynolds —pronosticó Gordon.
—Me gustaría estar seguro de eso —rezongó McGregor.
—¿Lo duda usted, jefe...? —preguntó Buck.
—Cuando hay cincuenta mil dólares en juego, a uno le asaltan muchas dudas.
—Ganará usted la apuesta, jefe, no se preocupe —aseguró Gordon.
—Mizoguchi machacara a Reynolds —añadió Buck.
—Tenemos que aseguramos de que así será, muchachos. No quiero arriesgar cincuenta
mil dólares. Y mucho menos, perderlos. Tengo que saber que el japonés derrotará a
Matt Reynolds.
Buck y Gordon intercambiaron una mirada.
Después, el primero preguntó:
—¿Qué tiene en mente, jefe?
—Nada, todavía. Pero algo se me ocurrirá que garantice la victoria de Mizoguchi. No
puedo perder la apuesta, es demasiado importante.
Buck y Gordon volvieron a mirarse.
—Si piensa jugar sucio, cuente con nosotros, jefe —dijo el segundo—. Haremos lo que
nos ordene, ¿verdad, Gordon?
—Desde luego.
McGregor sonrió levemente.
—Vamos a mi despacho, muchachos. Tenemos que encontrar la manera de aseguramos
la victoria de Tadao Mizoguchi.

***

Matt Reynolds se encontraba en el apartamento de su novia.


Habían cenado ya y estaban tomando café en el living, sentados en el sofá.
Sally Duncan vestía una falta corta y una liviana blusa color naranja. No la llevaba
abrochada, sino anudada debajo de los senos, lo que le permitía exhibir su terso
estómago.
Matt, por su parte, vestía un pantalón claro y una camisa grana, de manga corta y
botones nacarados. Con el brazo izquierdo rodeaba los hombros de su novia y con la otra
mano la acariciaba, entre beso y beso.
—¿Te quedas esta noche. Matt?
—No.
—¿Por qué?
—No debo quemar energías. Tengo que estar en plena forma el viernes, cuando me
enfrente al japonés.
—Tú siempre estás en plena forma, Matt, aunque hayas hecho el amor conmigo la
noche anterior.
—Lo hicimos anoche, Sally.
—Estabas obligado, porque te vencí.
—Me dejé vencer, que no es igual.
—Eso es lo que dices tú.
—Es la verdad. Quería hacer el amor con la atractiva desconocida, por eso me dejé
ganar.
Sally rió.
—Eres un sinvergüenza, Matt.
—Y tú una descarada.
—¿Lo dices por las cosas que te enseñé, para distraerte?
—Claro.
—No era la primera vez que las veías.
—No importa. Un hombre no se cansa de mirar ciertas cosas.
—Tú haces algo más que mirarlas, bribón —dijo Sally, porque Matt le estaba acariciando
el pecho izquierdo en aquel momento.
Ahora fue el karateca el que rió.
—Tampoco me canso de acariciarte, Sally.
—Pues si no piensas hacerme el amor esta noche, mejor será que dejes de
toquetearme.
—Tienes razón —respondió Matt, retirando la mano.
Después, le dio un beso y se levantó.
—Hasta mañana, Sally.
—¿Te marchas ya...?
—Sí, quiero acostarme temprano esta noche.
—Puedes dormir aquí. Matt.
—¿Contigo?
Sally levantó la mano derecha.
—Prometo solemnemente estarme quieta. No besarte, no tocarte, no tentarte con mi
camisón transparente. Vamos, que no pasará nada. Por la mañana, tus energías estarán
intactas y podrás guardarlas para tu combate con Cacao Cuchicuchi.
Matt rompió a reír.
—No se te queda grabado el nombre del japonés, ¿eh?
—¿No se llama así...?
—Se llama Tadao Mizoguchi.
—La culpa de que me equivoque la tiene él, por tener un nombre tan complicado.
—Es mejor que me vaya. Sally. Si me acuesto contigo, no podré resistir la tentación de
hacerte el amor, aunque te pongas un camisón de tela de saco que te llegue hasta los
tobillos. Me gustas demasiado, y tú lo sabes.
La muchacha sonrió halagada, y se puso en pie.
—Está bien. Matt. Duerme en tu apartamento. En tu cama. Pero solo, ¿eh?
—¿Con quién iba a dormir?
—Con alguna de tus guapas alumnas. Casi todas están locas por ti.
—¡No digas tonterías!
—¿Te crees que no lo sé? Tú les enseñas karate, pero a ellas les gustada enseñarte a ti
otras cosas.
—Tus celos son infundados, Sally.
—No, si yo no estoy celosa. Al contrario, me siento orgullosa de tener un novio que
gusta tanto a las mujeres. Claro que, como alguna intente meterse en la cama contigo, no
le dejo un solo hueso sano.
Matt rió.
—Tranquila, cariño. Eso no sucederá —aseguró, y volvió a besarla, antes de abandonar
el apartamento.
En la calle, estaba estacionado su coche, un «Chrysler» azul.
El karateca se introdujo en él. lo puso en marcha y se alejó sin darse cuenta de que era
seguido por un «Ford» oscuro.
CAPITULO VIII

Veinte minutos después, Matt Reynolds estacionaba su «Chrysler» frente al edificio de


apartamentos en donde vivía. Durante el trayecto, no se había percatado de que alguien
le seguía.
El «Ford» oscuro se detuvo también, a una cierta distancia, y esperó.
El karateca descendió de su vehículo, caminó hacia el portal del edificio, y penetró en él.
Entonces, el «Ford» oscuro se puso nuevamente en movimiento y recorrió los metros
que le separaban del edificio, quedando estacionado muy cerca del Chrysler de Matt
Reynolds.
El karateca estaba subiendo ya a su apartamento.
Un apartamento amplio, moderno, magnífico, en donde viviría también Sally Duncan,
cuando se casaran, lo cual sucedería muy pronto.
Matt entró en él, encendió las luces, y fue directamente a la cocina.
Tenía sed, pero no iba a beber agua, sino leche fresca, sin azúcar.
Era algo que solía hacer bastante a menudo.
Matt abrió el frigorífico, cogió la botella de leche, y llenó un vaso que valía por dos. Con
él en las manos, salió de la cocina y fue hacia el living.
Pensaba beberse el casi medio litro de leche cómodamente sentado en el sofá, pero,
justo cuando lo alcanzaba, sonó el timbre de su apartamento.
Matt, extrañado, dejó el gran vaso de leche sobre la pequeña mesa del living y acudió a
abrir, preguntándose quién diablos podría ser a aquellas horas.
La respuesta, claro, la tuvo cuando abrió la puerta.
Era una mujer.
Joven, pelirroja, de ojos verdosos, guapa de cara y con un cuerpo exuberante. Llevaba un
fino vestido negro, de tirantes y con un escote de los vulgarmente llamados
«ombligueros».
Que le llegaba hasta casi el ombligo, vamos.
La chica, naturalmente, no llevaba sujetador, porque el descarado escote del vestido no
lo permitía. Y porque ninguna falta le hacía, también hay que decirlo.
Matt la conocía.
Se llamaba Glenda Vrady y acudía a la Escuela de Karate de Howard Brimond desde hacía
un par de meses.
—Glenda... —murmuró el karateca, visiblemente sorprendido.
—Buenas noches, profesor —sonrió la pelirroja, que llevaba un bolso en las manos.
Era negro, como el vestido, pero no tan descarado.
—¿Qué haces aquí?
—Tenía que hablar con usted, Matt.
—¿De qué?
—¿Tengo que decírselo aquí, plantada delante de su puerta...?
—Quieres entrar, ¿eh?
—Hablaremos mejor sentados, ¿no le parece?
—Es muy tarde, Glenda.
—No le tengo miedo al hombre del saco.
—Déjate de ironías. Lo que quiero decir, y tú lo sabes muy bien, es que no son horas de
recibir visitas.
—¿Teme que se entere su novia...?
—Podría enterarse, sí. Y pensar mal de mí.
—En todo caso, pensaría mal de mí —repuso la pelirroja.
—Para el caso es lo mismo.
—Por favor, Matt, déjeme entrar. Sólo estaré unos minutos, se lo prometo. Su novia no
se enterará.
—Está bien, pasa — accedió el karateca.
—Gracias, profesor.
Glenda Vrady entró en el apartamento y fue directamente hacia el living, moviendo
sensualmente sus formidables caderas.
Matt la miró, claro.
No era de piedra.
Y es que la delgadez del vestido hacía que a la pelirroja se le marcase todo Tan
perfectamente quedaba dibujada su tentadora grupa, que el karateca apostó consigo
mismo a que Glenda no llevaba nada debajo del vestido.
Sólo su cuerpo serrano, que parecía pedir guerra a cada movimiento.
Y el campo de batalla podía ser el living.
Matt cerró la puerta y siguió a la descarada pelirroja, decidido a no entrar en combate,
porque no quería engañar a Sally. Ni con Glenda, ni con ninguna otra.
Glenda alcanzó el living y se fijó en el gigantesco vaso de leche que descansaba sobre la
mesa.
—¿Qué es eso...? —preguntó, señalando el vaso.
—Leche.
—¿Y acostumbra a bebérsela en un florero...?
—No es un florero. Es un vaso.
—¡Qué vaso, madre! —exclamó la pelirroja, riendo, y se sentó en el sofá, cruzando
inmediatamente las piernas.
Como el vestido tenía una descarada abertura frontal, sus torneados muslos quedaron
casi totalmente visibles. Era lo que Glenda quería, para despertar el deseo de su
profesor de karate.
Vio que Matt le miraba un instante las piernas y preguntó:
—¿Las está comparando con las de su novia, profesor...?
—¿Qué?
—Mis piernas.
—No me gustan las comparaciones —carraspeó el karateca.
—Tiene razón, son odiosas.
—¿De qué quieres hablarme, Glenda?
—Tengo un problema. Matt. Un problema que no tenía antes de empezar a recibir
lecciones de karate.
—¿Qué problema es ése?
—Uno muy serio.
—Explícate, Glenda.
—Lo haré en cuanto se siente a mi lado. Pero antes, si no es molestia, me gustaría que
me sirviese una copa, profesor. La necesito, créame.
—Está bien.
El karateca fue hacia el mueble-bar.
—Sírvase usted otra, Matt —sugirió Glenda.
—No.
—¿No quiere beber conmigo...?
—Beberé, pero leche.
—¡Vale! —rió la pelirroja, abriendo su bolso para sacar la cajetilla de cigarrillos y el
encendedor.
Como Matt le daba la espalda, sacó algo más.
Dos píldoras amarillas.
Con mucha rapidez, Glenda alargó la mano y dejó caer el par de píldoras en el vaso de
leche, silenciosamente. Se hundieron en seguida y la pelirroja retiró la mano.
Cuando el karateca se volvió, con la copa en la mano. Glenda Vrady se había colocado ya
un cigarrillo en los labios y le estaba prendiendo fuego.
Su cruce de piernas, ahora, era aún más descarado.
Matt se las volvió a mirar y comprobó que sus sospechas eran ciertas.
Glenda no llevaba absolutamente nada debajo del vestido.
El karateca retiró la vista de allí y fue hacia el sofá, sentándose junto a la atrevida
pelirroja.
—Tu copa, Glenda.
—Gracias, profesor.
Glenda tomó un sorbo de licor y recordó:
—¿No dijo que iba a beberse la leche, Matt...?
—Después.
—Vamos, brinde conmigo.
—No, lo que quiero es que me cuentes tu problema, Glenda. Y que te marches.
—¿Me tiene miedo, profesor...?
—Estoy deseando acostarme, Glenda.
—¿Conmigo?
—Solo.
—Qué lástima Con lo a gusto que me iría yo a la cama con usted...
—¿Me hablas de tu problema o no?
—Ya lo estoy haciendo.
—¿Eh?
—Usted es mi problema profesor. Me gustó desde el primer día y deseo hacer el amor
con usted. Se lo hubiera propuesto antes, pero como tiene novia...
—Así que has venido a eso, ¿eh?
—Sí.
—Ya puedes marcharte, pues.
—¿Me rechaza, Matt?
—Sí.
—¿Es que no me encuentra atractiva...?
—Quiero a Sally, Glenda. ¿Sabes lo que eso significa?
—Naturalmente.
—No debiste venir, entonces.
—Matt, yo no le estoy pidiendo que se enamore de mí y rompa con su novia. Lo único
que le pido, es que nos acostemos juntos esta noche, por primera y última vez. Yo veré
cumplido mi deseo y usted pasará una noche inolvidable, se lo garantizo. Soy puro fuego
en la cama He quemado una de sábanas... —bromeó la desvergonzada pelirroja, con
maliciosa sonrisa.
—La mía no la quemarás, Glenda.
—Va a casarse pronto, ¿no?
—Sí.
—Entonces, celebre su despedida de soltero conmigo. —Estás perdiendo el tiempo,
Glenda. No conseguirás que engañe a Sally contigo.
La pelirroja lanzó un suspiro de resignación.
—Está bien, profesor, me rindo. En cuanto apure la copa, me largo.
—Eso es lo que quiero.
Glenda alzó su copa.
—Brindemos por su felicidad, profesor. Y porque Sally le dé media docena de hijos, por
lo menos. Bueno. media docena de pequeños karatecas —sonrió.
Matt sonrió también y cogió el vaso de leche.
—De acuerdo, brindemos por eso —dijo, y se acerco el vaso a los labios, sin sospechar
que la zorra de Glenda había dejado caer un par de extrañas píldoras en él.
CAPITULO IX

Por fortuna, Matt Reynolds tenía un paladar muy despierto, que detectó
inmediatamente un gusto extraño en la leche, lo que le obligó a retirar el vaso de su
boca.
Al ver que el karateca miraba el vaso de una forma rara, Glenda Vrady se puso nerviosa
—¿Ocurre algo. Matt?
—La leche.
—¿Qué le pasa a la leche?
—Le noto un gusto raro.
—¿No será que le falta azúcar?
—Nunca le echo Me gusta más sin azúcar.
—Ya.
El karateca olisqueó la leche.
—Si hasta parece que tiene otro olor... —murmuró.
—Déjeme oler a mí. profesor. Tengo un olfato excelente —aseguró la pelirroja.
Matt le acercó el vaso.
Glenda olisqueó la leche y dijo:
—Yo le encuentro un olor normal, profesor.
—¿De veras?
—Sí, la leche siempre huele así.
—Pruébala, Glenda.
El nerviosismo de la pelirroja se acentuó.
—¿Que la pruebe?
—Sí, toma un sorbo y dime si también encuentras su sabor natural.
—Me puede sentar mal, profesor. Estoy bebiendo whisky, y mezclar la leche con el
alcohol...
El karateca endureció las facciones.
—Bebe, Glenda.
—No me puede obligar, profesor...
—Claro que puedo. Soy más fuerte que tú. Y mejor karateca. Te vas a beber hasta la
última gota de leche, por las buenas o por las malas.
La pelirroja palideció.
—¿Por qué me habla así, profesor...?
—Porque sospecho que tú tienes la culpa de que esta leche tenga un mal sabor.
—¿Yo...?
—¿Qué le echaste mientras te preparaba la copa?
—¡Nada!
—Entonces, bébetela toda —ordenó Matt, agarrándola del cabello con la mano
izquierda.
—¡No! —chilló Glenda.
—¡Bebe!
—¡Por favor, Matt!
—¡Confiesa o haré que te tragues hasta la última gota!
—¡Lo confesaré todo!
Sin soltarle el pelo, Matt interrogó:
—¿Qué echaste en la leche?
—¡Un par de píldoras!
—¿Cuáles son sus efectos?
—¡Debilitan!
—¿Por qué lo hiciste?
—¡Por dinero!
—¿Dinero...?
—¡Me ofrecieron cinco mil dólares por echarte las píldoras en cualquier bebida!
—¿Quién te los ofreció?
—¡Fred McGregor!
El karateca apretó las mandíbulas.
—Conque es cosa de McGregor, ¿eh?
—¡Sí!
—Teme que venza a su japonés el viernes y no quiere perder los cincuenta mil dólares
que apostó con Howard Brimond.
—¡Así es!
Matt le soltó el pelo.
—Te desprecio, Glenda.
—Lo siento, Matt.
—No vuelvas por la escuela. No quiero volver a verte.
—No le conviene echarme. Matt Al menos, hasta que se celebre su combate con Tadao
Mizoguchi.
—¿Por qué?
—Fred McGregor sabría que he fracasado y...
—No quieres perder los cinco mil dólares, ¿eh?
La pelirroja se mordió los labios.
—Puede que no me crea, Matt, pero no estoy pensando en el dinero, sino en usted.
—¿En mí?
—McGregor ideará otra cosa, si sabe que he fallado. Quiere asegurarse la victoria del
japonés. Y su próximo plan puede salir bien. Es mejor, por tanto, que piense que le he
hecho tomar las píldoras que él me dio y que estará débil el día del combate. Así ya no
intentará nada más.
El karateca meditó el asunto.
Le gustaba la idea de la pelirroja, pero...
—Puede ser peligroso para ti, Glenda.
—¿Por qué?
—Cuando McGregor me vea luchar en plenitud de facultades, sabrá que fracasaste. Y lo
que es peor: que le ocultaste tu fracaso. Montará en cólera si ve caer derrotado a
Mizoguchi y puede tomar represalias contra ti.
—Le echaré la culpa a las píldoras. Diré que no hicieron el efecto que él esperaba,
después de jurar que las eché en su vaso de leche y que se la tomó toda en mi presencia.
—No te creerá, Glenda.
—No me importa, porque no podrá demostrar que miento. Y si quiere que le devuelva
los cinco mil dólares. se los devolveré. En realidad, ya no me interesa ese dinero Lo único
que quiero es que venza usted al japonés, Matt.
—Hablas como si estuvieras arrepentida, Glenda.
—Lo estoy. Matt. Desde que le oí decir que me despreciaba.
—¿Y qué esperabas que dijera, después de...?
—Tiene motivos para despreciarme, ya lo sé. Por eso quiero engañar a Fred McGregor.
Tal vez así me desprecie usted un poco menos.
El karateca sonrió ligeramente.
—De acuerdo, Glenda. Le haremos creer a McGregor que he tomado las pildoras y me
siento débil. Y después de zurrarle la badana al japonés, le diré
McGregor que se busque un profesor mejor. Eso aumentará su rabia.
—¡Seguro! —rió la pelirroja.
Matt, que había dejado el vaso de leche sobre te mesa, dijo:
—Ahora debes irte, Glenda. No puedes seguir más tiempo aquí.
—Tiene razón.
La pelirroja se levantó del sofá y cogió su bolso
El karateca se irguió también.
—Te acompañaré hasta la puerta.
—Gracias.
Caminaron hacia la puerta y. cuando la alcanzaron. Glenda preguntó:
—¿Me expulsará de la escuela después de su combate con el japonés, Matt?
—Ya veremos.
—Si no me echa, le quedaré muy agradecida. Me gustaría mucho seguir recibiendo
lecciones de karate de usted.
—Y acostarte conmigo.
—Eso, aún más. Pero le prometo que no volveré a intentarlo, Matt.
—Estabas segura de que me ibas a llevar a la cama, ¿verdad?
—Tan segura, que llevo mis braguitas en el bolso
El karateca no pudo contener la risa.
—Eres una desvergonzada, Glenda, me caes simpática.
—¿A pesar de lo que he hecho...?
—Lo olvidaré y seguirás en la escuela.
—¡Oh, Matt, qué alegría me da!
—Anda, lárgate ya.
—¿Puedo demostrarle mi agradecimiento con un beso?
—No.
—¿También me niega eso, profesor...?
—Mientras las lleves en el bolso, si.
La pelirroja rió.
—¡Me las pongo en seguida! —dijo, abriendo el bolso, para sacar su prenda íntima.
—¡No, olvídalo! —exclamó Matt, cerrándole el bolso—. Vamos, dame un beso cortito y
esfúmate de una vez.
—¡Gracias, profesor!
Glenda le besó.
Por su gusto hubiera prolongado la caricia, pero como Matt había dicho un beso corto,
no se recreó demasiado, demostrándole que era cierto que no tenía intención de
tentarle de nuevo con un exuberante cuerpo.
—Recordaré siempre este momento, Matt.
El karateca abrió la puerta.
—Adiós, Glenda.
La pelirroja rió y abandonó el apartamento.
Matt cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella, al tiempo que lanzaba un largo
suspiro. Le había sido muy difícil resistirse a los muchos encantos de Glenda Vrady, pero
lo había conseguido.
La pelirroja ya no estaba en su apartamento.
Había pasado el peligro.
La que iba a estar en peligro, a partir de ahora, era Glenda.
Fred McGregor no le perdonaría su fracaso, si su japonés resultaba vencido.
Ni su fracaso... ni su engaño.
Matt estaba seguro de ello, porque conocía bien a McGregor y sabía cómo las gastaba.
CAPITULO X

Al día siguiente, jueves ya, Matt Reynolds acudió como de costumbre a la Escuela de
Karate de Howard Brimond y trabajó con los alumnos, aunque sin esforzarse demasiado,
por si era espiado por algún enviado de Fred McGregor.
El karateca quería dar la impresión de no hallarse en forma, por culpa de las píldoras
que Glenda Vrady tenía que haberle hecho tomar disueltas en cualquier bebida la noche
anterior.
Los alumnos, sin embargo, pensaron que Matt Reynolds se reservaba para su combate
con Tadao Mizoguchi, tan próximo ya, y no se preocuparon en absoluto.
Estaban todos entusiasmados con el combate y no hablaban de otra cosa.
Naturalmente, iban a presenciarlo, lo mismo que los alumnos de la Escuela de Karate de
Fred McGregor.
Los segundos, como es lógico, confiaban en la victoria de Tadao Mizoguchi, aun
conociendo la extraordinaria categoría de su rival. Los discípulos de Matt Reynolds, en
cambio, estaban seguros de que éste vencería al karateca oriental.
A última hora de la tarde, Fred McGregor se dejó caer por la Escuela de Karate de
Howard Brimond, acompañado, como siempre, de Buck y Gordon.
Los alumnos se hallaban ya debajo de las duchas, pero Matt Reynolds seguía luciendo su
indumentaria de karateca. Al ver a McGregor y su pareja de gorilas, dejó lo que estaba
haciendo y fue hacia ellos, con paso deliberadamente cansino.
—¿Otra vez por aquí, señor McGregor?
—Sólo he venido a saludarte, Reynolds —sonrió Fred, quitándose el cigarro de la boca.
—Qué amable.
—¿Dispuesto para tu enfrentamiento con Tadao Mizoguchi...?
—Desde luego.
—Supongo que Howard Brimond te habrá hablado de la apuesta que hemos hecho,
¿verdad?
—Claro.
—¿Y qué opinas...?
—Que va a perder usted cincuenta mil dólares, señor McGregor.
Fred rió.
—Tus palabras no se ven corroboradas por tu expresión, Reynolds.
—¿Qué quiere decir?
—Te noto preocupado.
—No lo estoy en absoluto.
—Tienes una cara rara, de verdad. Como si estuvieras cansado. O como si llevaras sueño
atrasado. ¿No dormiste bien anoche...?
—Perfectamente.
—Pues se diría que tu novia no te dejó pegar ojo.
—Está equivocado, señor McGregor. No me acosté con ella.
—Entonces, te fuiste a la cama con otra.
—No, yo jamás engañaría a Sally.
Fred McGregor emitió una risita burlona.
—Está bien, Reynolds. No te entretengo más. Y si quieres un buen consejo, acuéstate
temprano esta no che y recupera las energías que pareces haber perdido. Te van a hacer
falta mañana. Vámonos, muchachos.
Caminaron los tres hacia la puerta y abandonaron la escuela.
Matt sonrió.
Había comprobado que Fred McGregor se hallaba convencido de que Glenda Vrady le
había hecho tomar el par de píldoras que causaban debilidad.
Una debilidad que hubiera durado de tres a cuatro días, y que le habría dejado
totalmente a merced del karateca japonés, quien no hubiera tenido el menor problema
para vencerle y hacerle ganar a McGregor cincuenta mil dólares.
Pero, como Matt no ingirió las píldoras, afrontaría el combate en plenitud de facultades
y Tadao Mizoguchi tendría que sudar tinta, si quería vencerle.
Y, aun así, el karateca californiano estaba seguro de ganar.

***

Viernes.
Seis en punto de la tarde.
El día «D» y la hora «H».
El momento tan ansiado por los karatecas de la escuela de Howard Brimond y por los de
la escuela de
Fred McGregor, que iban a ver a sus respectivos profesores enfrentarse en combate
amistoso, aunque no por ello menos interesante, ya que de antemano se sabía que tanto
Matt Reynolds como Tadao Mizoguchi iban a emplearse a fondo.
Tenía que ser así, dada la categoría de ambos karatecas.
Fred McGregor y su pareja de guardaespaldas se veían muy tranquilos y sonrientes.
Ellos pensaban que el combate no tendría emoción alguna, al hallarse Matt Reynolds muy
mermado de facultades, por los efectos de las píldoras.
No tardarían en darse cuenta de su error, porque la lucha estaba a punto de comenzar.
Matt Reynolds y Tadao Mizoguchi se hallaban ya sobre la lona que amortiguaría sus
caídas.
En tomo a la misma, sentados en el suelo, se habían acomodado los alumnos de ambas
escuelas, dispuestos a no perderse detalle.
Howard Brimond se veía tan tranquilo y sonriente como Fred McGregor, pese a no
haber recurrido a nada sucio para asegurarse la victoria del profesor de karate de su
escuela
Sencillamente, tenía toda la confianza del mundo en Matt Reynolds.
Sally Duncan también lo tenía.
No dudaba que su novio vencería al karateca japonés.
Ella no sabía nada de lo ocurrido el miércoles por la noche, porque Matt no se lo había
contado. El karateca no quería que su novia le tomara manía a Glenda Vrady.
Además, podía no creer que entre la exuberante pelirroja y él no había pasado
absolutamente nada, exceptuando el breve beso de agradecimiento que Glenda le diera a
Matt, segundos antes de abandonar su apartamento.
Y si Sally pensaba que había habido algo entre ellos, Glenda tendría que ingresar en un
hospital, seguro.
Glenda Vrady pensaba lo mismo y de vez en cuando miraba con cierto temor a la novia
de Matt Reynolds, preguntándose cuántos huesos le rompería si se enteraba de que ella
había estado en el apartamento de Matt, intentando seducirle.
La pelirroja, aunque tarde, se daba cuenta de que había arriesgado demasiadas cosas por
cinco mil dólares y estaba sinceramente arrepentida.
También miraba de cuando en cuando a Fred McGregor, temiendo una reacción violenta
para con ella, si su japonés perdía el combate y él perdía los cincuenta mil dólares que
apostara con Howard Brimond.
A pesar de todo, Glenda deseaba que Matt Reynolds derrotara a Tadao Mizoguchi
¿Lo conseguiría..?
Pronto se sabría, porque el combate había comenzado ya.

***

Tadao Mizoguchi era un luchador bravo.


Decidido.
Audaz.
De los que preferían tomar la iniciativa desde el primer momento.
Y la tomó.
Su forma de comenzar el combate fue realmente espectacular.
Un ataque continuo.
Veloz.
Martilleante.
De los que acaban por arrollar al rival.
Menos mal que el rival era Matt Reynolds, un karateca tan experto que podía contener
con eficacia los más peligrosos ataques, y supo parar o esquivar todos los golpes del
japonés.
Tadao Mizoguchi se dio cuenta muy pronto de que se enfrentaba a un karateca de
categoría excepcional, al que le iba a resultar muy difícil derrotar.
Fred McGregor ya se lo había advertido, pero el oriental no pensó en ningún momento
que Matt Reynolds fuera tan bueno. Tendría que recurrir a todo, para poder doblegarle.
Mizoguchi siguió atacando.
No quería dar tregua a su peligroso rival.
Tenía que mantener a toda costa la iniciativa del combate.
Matt Reynolds continuó defendiéndose con experiencia y seguridad, haciendo que todos
los intentos del karateca japonés por llegar a su cuerpo con sus manos o pies resultaran
estériles.
Fred McGregor empezó a preocuparse.
No era normal que Matt Reynolds se desenvolviese de aquella manera tan ágil y segura,
habiendo ingerido el par de píldoras. Tenía que acusar debilidad, falta de reflejos,
agotamiento...
Y de todo eso, nada.
El karateca californiano se hallaba más en forma que nunca.
Y lo demostró, contraatacando con vigor y una potencia que le puso los pelos de punta a
Fred McGregor.
Tadao Mizoguchi, muy a su pesar, tuvo que ceder la iniciativa del combate a su rival.
El japonés, ahora, se limitaba a defenderse.
Lo hacía muy bien, pero los ataques de Matt Reynolds eran tan veloces y tan hábiles, que
el karateca oriental no pudo evitar que algunos golpes le alcanzaran.
Golpes duros.
Secos.
Precisos.
La consecuencia lógica de ello, fue que Tadao Mizoguchi dio con sus huesos en la lona
entre el entusiasmo desbordante de los alumnos de la Escuela de Karate de Howard
Brimond y el evidente desencanto de los karatecas de la escuela de Fred McGregor.
CAPITULO XI

Fred McGregor había perdido el color.


Y es que veía que iba a perder algo más importante.
Nada menos que cincuenta mil dólares.
McGregor no se explicaba cómo era posible que Matt Reynolds conservase íntegras sus
fuerzas, habiendo ingerido el par de píldoras. Un par de píldoras que hubieran debilitado
aun toro de lidia.
Miró a Glenda Vrady.
La pelirroja fingió hallarse tan sorprendida como él y como un par de guardaespaldas,
que tampoco se explicaban cómo el karateca californiano podía mantener su energía y
su fortaleza habituales.
Howard Brimond se veía exultante de alegría, tras la inevitable caída de Tadao
Mizoguchi, arrollado literalmente por el ímpetu y la destreza de Matt Reynolds.
—¡Bravo...! ¡Bravo! —exclamó, aplaudiendo, como los karatecas de su escuela.
Los de la escuela de Fred McGregor, como es lógico, no aplaudían.
El pesimismo se había apoderado de todos ellos, tras la primera caída del karateca
oriental.
Sally Duncan, en cambio, se sentía más optimista que nadie.
Era la que con más ganas aplaudía.
—¡Magnífico, Matt! ¡Le estás dando toda una lección a Tostao Moromuchi!
Su equivocación, al pronunciar el nombre del karateca japonés, hizo reír a las personas
que tenía más próximas. Entre ellas, Howard Brimond.
Tadao Mizoguchi ya se estaba incorporando.
Acusaba los golpes de Matt Reynolds, naturalmente, pero como poseía una increíble
resistencia, estaba en condiciones de reanudar el combate.
Y lo reanudó, dando un grito que pareció salirle de lo más profundo.
El japonés estaba furioso.
Le estaban zurrando la badana y eso no le gustaba, porque estaba acostumbrado a ser él
quien les zurrase la badana a sus rivales.
Matt Reynolds no se dejó impresionar por el grito de guerra del karateca oriental, ni
sorprender por su rabioso ataque, que supo contener con la misma eficacia y serenidad
de antes, pasando luego al contraataque.
El japonés se vio nuevamente en apuros.
Retrocedió, defendiéndose todo lo mejor que sabía, pero como los golpes de su temible
rival le llegaban por todos lados, veloces como latigazos, empezó a recibir algunos en su
cuerpo y el dolor le obligó a defenderse más torpemente, quedando prácticamente a
merced del karateca californiano.
Matt Reynolds vio que tenía la victoria al alcance de su mano.
Bueno, de sus dos manos.
Y de sus dos pies.
Con todo eso golpeó al japonés.
Quería tumbarlo de nuevo.
Y, esta vez, de forma definitiva.
Tadao Mizoguchi, literalmente molido por los golpes de su rival, se desplomó sobre la
lona y quedó tendido en ella, sin fuerzas para levantarse.
Ni siquiera para moverse.
Estaba roto.
Deshecho.
Destrozado.
Matt Reynolds le había vencido.
Y muy claramente, además.

***

Fred McGregor estaba tan blanco, que parecía un cadáver.


Lo que se temía, había sucedido ya.
Su japonés no había podido con Matt Reynolds y él había perdido cincuenta mil dólares.
Como para pegarse un tiro, vamos.
Howard Brimond era la otra cara de la moneda.
Su júbilo era indescriptible, pero no por haber ganado cincuenta mil dólares, ya que,
para un millonario como él, la ganancia o la pérdida de cincuenta mil dólares no suponía
gran cosa.
Lo que realmente le había hecho feliz, era la sensacional exhibición de Matt Reynolds, su
clara y rotunda victoria sobre Tadao Mizoguchi, que obligaría a Fred McGregor a
tragarse sus palabras.
Si no le daba un infarto de miocardio y se moría allí mismo, claro.
Y, a juzgar por su cara, podía suceder.
Pero a McGregor no le dio el ataque y tuvo que aguantar las frases burlonas de Howard
Brimond, aparte de entregarle los cincuenta mil dólares de la apuesta, que había traído
en un maletín, igual que Brimond.
Matt Reynolds recibió también los diez mil dólares de premio, como ganador del
combate, entre los aplausos y los vítores de sus discípulos, que se sentían orgullosos de su
maestro.
Después, McGregor, su pareja de gorilas, y los karatecas de su escuela, abandonaron
cabizbajos la Escuela de Karate de Howard, llevándose consigo a Tadao Mizoguchi, quien
tardaría varios días en recuperarse del palizón que le había propinado el karateca ca-
liforniano.

***

Glenda Vrady se encontraba en su apartamento.


Hacía tan sólo unos minutos que había llegado, así que solamente había tenido tiempo
de desvestirse y colocarse su bata. Pensaba darse un baño.
La pelirroja estaba nerviosa.
No había hablado con Fred McGregor, después del combate entre Man Reynolds y
Tadao Mizoguchi, pero sabía que tendría que hablar. Aquella misma noche,
probablemente.
Glenda tenía un poco de miedo.
Recordaba la cara de difunto que tenía Fred McGregor, al término del combate. Y las
miradas que le había dirigido, como preguntándole por qué diablos Matt Reynolds no
acusaba el efecto de las píldoras.
En la Escuela de Karate de Howard Brimond se lo había preguntado con el
pensamiento, pero Glenda estaba segura de que Fred McGregor querría preguntárselo de
otra manera.
Antes de prepararse el baño, la pelirroja fue al living y se sirvió un par de dedos de
whisky en una copa. Necesitaba echar un trago, porque su nerviosismo y su temor
parecían ir en aumento.
Justo cuando se llevaba la copa a los labios, sonó el timbre de su apartamento.
—¡McGregor! —exclamó, respirando con fuerza.
Estuvo tentada de no abrir, pero comprendió que sería un error.
Su coche estaba estacionado en la calle.
McGregor y sus gorilas lo habrían visto, antes de subir, así que no podía hacerles creer
que no se hallaba en su apartamento. Si no abría, Buck y Gordon forzarían la puerta y
entrarían de todos modos.
Y entonces sí que estaría perdida, ya que, con su acción, revelaría que se la había jugado
a Fred McGregor y que por eso le tenía miedo.
Glenda se bebió el whisky de un solo trago, para darse ánimos, y acudió a abrir. Aunque
remota, tenía la esperanza de que no fuesen McGregor y sus guardaespaldas.
Pero, sí.
Eran ellos.
Y traían unas caras...
En cuanto Glenda abrió la puerta, Fred McGregor la apartó con una mano y se coló en el
apartamento, seguido de sus gorilas.
Buck se encargó de cerrar la puerta, sin ninguna delicadeza.
—Tráela al living, Gordon —ordenó Fred, caminando ya hacia allí.
Gordon agarró a la pelirroja de un brazo, con brusquedad, y la llevó hacia el living Buck
fue tras ellos.
—¿Qué pasa...? ¿Por qué me tratan de esta manera...? —preguntó Glenda.
Fred McGregor se detuvo en el living y se volvió hacia la pelirroja, desintegrándola con la
mirada. Llevaba un cigarro entre los dientes, como casi siempre, y lo mordía con rabia.
Glenda seguía sujeta de un brazo por Gordon, que no pensaba soltarla mientras su jefe
no se lo indicase. Buck se colocó al otro lado de la pelirroja, por si había que sujetarle el
otro brazo.
—¿A qué viene todo esto, señor McGregor...? —preguntó Glenda.
La respuesta de Fred fue propinarle una dura bofetada.
Glenda dio un grito.
Fred la abofeteó de nuevo, ahora con la otra mano, arrancándole un segundo grito.
—¡Me la has jugado, zorra!
—¡No! —negó Glenda.
—¡No le echaste las pastillas a Matt Reynolds!
—¡Sí que se las eché! ¡En la leche! ¡Y se las tomó delante de mí!
—¡Mientes, perra! —rugió McGregor, levantando de nuevo la mano.
Glenda se protegió el rostro con la mano que tenía libre.
—¡No, por favor!
—¡Sujétale ese brazo, Buck! —ladró Fred.
El gorila obedeció al instante y el rostro de Glenda quedó sin protección.
McGregor le dio dos nuevas bofetadas, haciéndola sangrar por la boca y por la nariz.
—¡Confiesa que no le echaste las píldoras que te di, maldita! —rugió.
—¡Se las eché, lo juro! —gritó Glenda, con lágrimas en los ojos.
McGregor le abrió la bata con ambas manos, bruscamente, y la dejó con los pechos al
aire. Después, se quitó el puro de la boca y le mostró la brasa.
—¡Verás como esto te hace hablar, pelirroja!
CAPITULO XII

En el apartamento de Sally Duncan, ésta y Matt Reynolds celebraban la victoria sobre


Tadao Mizoguchi y el logro de los diez mil dólares de premio bebiendo champaña.
Bueno, no sólo bebiendo champaña.
También lo celebraban besándose, entre sorbo y sorbo, y acariciándose mutuamente. El
remate de la celebración, tendría lugar en la cama, cuando se acostaran.
En ello estaba pensando Sally, se le notaba en los ojos.
Y Matt debería pensar en lo mismo, pero no era así, también se le notaba por la expresión
de sus ojos, que era bastante extraña Su novia, al darse cuenta, preguntó:
—¿Qué te pasa. Matt?
—Nada.
—Te encuentro raro.
—¿Por qué?
—No sé. Estás aquí, conmigo, pero pareces estar en otro lugar. Me besas y me acaricias
de una manera maquinal. ¿Te preocupa algo...?
—Bueno, la verdad es que sí —confesó el karateca.
—¿El qué?
—No me atrevo a contártelo, Sally.
—¿Por qué? ¿Es que no tienes la suficiente confianza conmigo...?
—La tengo toda.
—¿Entonces...?
—¿La tienes tú, Sally?
—Confío plenamente en ti, Patt.
—Entonces, no dudarás de mi palabra si te digo que el miércoles por la noche recibí la
visita de una de mis guapas alumnas, que vino dispuesta a meterse en la cama conmigo,
pero que no lo consiguió, porque yo la rechacé, a pesar de su insistencia y de la
descarada exhibición de sus encantos.
Sally enrojeció de ira.
Una ira que, por el momento, supo contener.
—¿Es cierto eso, Matt?
—Sí.
—Dime el nombre de esa zorra.
—¿Para qué?
—Quiero ajustarle las cuentas.
—Es posible que Fred McGregor se las ajuste antes que tú.
Sally se desconcertó.
—¿McGregor?
—Sí, eso me tema
—¿Qué pinta McGregor en todo esto...?
—Fue él quien la envió. Sally.
—¿A la chica...?
El karateca asintió con la cabeza y explicó:
—Le ofreció cinco mil dólares, aunque no por meterse en la cama conmigo, sino para
que me echara un par de píldoras en cualquier bebida.
—¿Píldoras...? ¿Para qué...?
—Para debilitarme y que Tadao Mizoguchi me derrotara fácilmente.
Sally se quedó con la boca abierta.
—¿Que McGregor fue capaz de...?
—Sí.
—¿Y cómo lo descubriste...?
Matt se lo contó todo.
—¡La mala pécora! —rugió Sally—, ¡Si llegas a beberte la leche, Tarao Mazopuchi te
habría machacado!
El karateca no pudo reprimir la carcajada.
—¡Tadao Mizoguchi, Sally!
—¡Como se llame, maldita sea!
—Cálmate, nena.
—¡Cuando le haya partido la mitad de los huesos a esa zorra!
—Déjate de venganzas. Sally. Lo que tenemos que hacer, es proteger a la chica.
—¿Protegerla encima..?
—Está arrepentida. Sally. Y en peligro, porque Fred McGregor no le perdonará su
fracaso. Ha perdido cincuenta mil dólares, no lo olvides.
—Por mí, se la puede comer en pepitoria — masculló la joven—. Se lo merece.
—No seas rencorosa, Sally. La chica hizo algo muy feo, estoy de acuerdo, pero luego
engañó a McGregor, haciéndole creer que yo había tomado las píldoras disueltas en la
leche. Y lo hizo por mí. Para que ese gusano de McGregor no intentara otra cosa.
La muchacha se calló.
Matt añadió:
—Estoy preocupado por la chica, Sally. Conozco a McGregor y sé que no la creerá. La
maltratará, para obligarla a confesar. Y puede que eso suceda esta no che, antes de que
la cólera de McGregor remita. La chica puede pasarlo muy mal, créeme.
Sally suspiró.
—De acuerdo, Matt. Protegeremos a esa golfa.

***

Al adivinar que Fred McGregor tenía intención de aplicarle el puro encendido en sus
pechos desnudos, Glenda Vrady estuvo a punto de desvanecerse de terror.
Dio un grito y se agitó, intentando soltarse de Buck y Gordon, pero éstos la tenían bien
sujeta y no sólo no la dejaron libre, sino que le impidieron retroceder.
McGregor, con cavernosa sonrisa, le aproximó lentamente el cigarro al seno derecho.
Además de abrirle la bata, se la había bajado por los hombros hasta los codos, por lo
que la pelirroja tenía casi todo el torso al descubierto.
—Te voy a causar unas quemaduras terribles, Glenda —dijo.
—¡No, se lo suplico!
—Tus pechos no volverán a ser hermosos, te lo garantizo.
Glenda se estremeció de horror.
Con ojos dilatados, miraba la brasa del cigarro, muy próxima ya a su seno. Tan próxima,
que podía percibir su calor.
Intentó de nuevo escapar de Buck y Gordon.
Retroceder, al menos.
Alejar su pecho desnudo y tembloroso de la brasa del puro.
Desgraciadamente para ella, no pudo.
Estaba condenada a recibir una serie de dolorosas quemaduras en sus senos si no
confesaba que se la había jugado a McGregor.
Pero, si lo confesaba, ¿se libraría de las quemaduras...?
Glenda tenía muchas dudas al respecto.
Por eso, antes de admitir que Matt Reynolds no ingirió el par de píldoras que ella le
echara en la leche, gritó:
—¡No me eche las culpas a mi, señor McGregor! ¡Yo no fallé, fueron las píldoras las
que fallaron! ¡Sus efectos sólo duraron un día!
Fred detuvo el puro encendido a sólo un par de centímetros de la cima del seno
derecho de la pelirroja, que siguió percibiendo el calorcillo que despedía la brasa.
—¿Qué? —murmuró.
—¡Es la verdad, señor McGregor, tiene que creerme! ¡Yo le eché las píldoras a Matt
Reynolds en un vaso de leche, que se bebió en mi presencia! ¡Y prueba de ello es que
ayer, durante todo el día, Matt Reynolds evidenció claros síntomas de fatiga y de
pérdida de reflejos!
Fred guardó silencio.
Glenda, creyendo que lo estaba convenciendo y que iba a librarse de las quemaduras,
añadió:
—¡Debió darme usted cuatro píldoras en vez de dos, señor McGregor! ¡Se las hubiera
echado las cuatro en la leche y los efectos habrían durado otro día más! ¡Matt Reynolds
no hubiera podido vencer a Tadao Mizoguchi!
Fred McGregor, tras algunos segundos más de reflexión, movió la cabeza en sentido
negativo.
—Me estás engañando, Glenda.
—¡Le juro que no, señor McGregor!
—Conozco bien los efectos de esas píldoras, porque no es la primera vez que recurro a
ellas para conseguir algo. Son tan efectivas, que si un rinoceronte ingiriese un par de
ellas, se sentina débil durante varios días. Y aunque Matt Reynolds posee una gran
fortaleza, dista mucho de ser un rinoceronte.
—¡Señor McGregor, yo le aseguro que...!
—Estás mintiendo, pelirroja. Matt Reynolds no ingirió el par de píldoras. Si lo hubiera
hecho, hoy habría seguido acusando sus efectos y el japonés le hubiese derrotado con
suma facilidad.
—¡Si Matt Reynolds no hubiese tomado las píldoras, ayer no habría evidenciado
síntomas de cansancio y debilidad! —replicó Glenda.
—Fingía.
—¿Qué?
—No te hagas la tonta, que lo sabes mejor que yo. Cuando ayer tarde me dejé caer por
la Escuela de Karate de Howard, Matt Reynolds simuló acusar los efectos de las píldoras
para que yo no tuviera dudas de que las había ingerido.
Glenda se mordió los labios nerviosamente.
No sabía qué decir, esta vez.
Fred McGregor apretó los dientes.
—Fracasaste, Glenda. No te atreviste a decírmelo para no perder los cinco mil dólares,
pero vas a pagar muy caro tu engaño.
—¡Se los devolveré, señor McGregor!
—Naturalmente que me los devolverás. Hasta el último dólar. Pero eso no te librará del
castigo que te mereces por habérmela jugado, pelirroja.
Glenda vio que McGregor se llevaba el cigarro a la boca y le daba unas cuantas chupadas,
para avivar la brasa. Después volvió a acercar el puro a su busto desnudo y estremecido,
con siniestra expresión.
—Prepárate a sufrir de verdad, zorra.
Glenda se agitó, horrorizada.
—¡No, señor McGregor...! —suplicó, cuando ya la brasa del cigarro estaba a punto de
quemarle el pecho.
En ese preciso instante, se dejó oír el timbre del apartamento.
CAPITULO XIII

Glenda Vrady tuvo mucha suerte, porque gracias al oportuno timbrazo se libró de que
Fred McGregor le aplicara la brasa de su cigarro en el seno derecho, cuando ya parecía
inevitable.
McGregor cambió una muda mirada con sus gorilas.
Después, se encaró de nuevo con Glenda y preguntó:
—¿Quién es?
—No lo sé —respondió la pelirroja, con un hilo de voz, porque estaba a punto de
desmayarse.
—¿No esperas a nadie?
—No.
—¿No será Matt Reynolds...?
—Ojalá —se le escapó a Glenda.
McGregor la agarró bruscamente del pelo.
—Te gustaría que fuera él, ¿eh? —masculló.
Glenda no respondió.
—¡A mí también, te lo aseguro! —ladró McGregor, colocándose el cigarro en la boca y
llevándose después la mano a la axila.
Extrajo un revólver calibre 38.
—Abre, Gordon —indicó—. Tú, Buck, sigue sujetando a la chica. Si es Matt Reynolds, nos
divertiremos por partida doble.
Gordon soltó a Glenda y fue hacia la puerta, quedando Fred y Buck en el living, con la
pelirroja, que no se atrevió a subirse la bata y cerrársela.
Glenda sabía que McGregor no se lo permitiría.
La apuntaba a ella con su arma.
Gordon alcanzó la puerta y abrió.
Al ver a Matt Reynolds, dio un salto hacia atrás, al tiempo que decía:
—¡Quieto, Reynolds! ¡Tenemos a Glenda!
—¡Es cierto, Reynolds! —se dejó oír Fred McGregor—. ¡Buck la tiene sujeta y yo la estoy
apuntando con una pistola!
El karateca entró en el apartamento y comprobó que McGregor había dicho la verdad. Al
ver a Glenda con el torso prácticamente desnudo, señales de golpes en su rostro, y
sangre en su nariz y en su boca, atirantó los músculos faciales.
—Es usted un canalla, McGregor —dijo, con voz ronca.
Fred sonrió.
—Cierra la puerta y acércate, Reynolds. Participarás también en la fiesta.
Matt se volvió y cerró la puerta.
Bueno, en realidad, hizo como que la cerraba, pero la dejó abierta.
Sally aguardaba fuera, oculta.
Matt había visto en la calle el coche de Fred McGregor, lo que le reveló que éste y sus
guardaespaldas se encontraban en el apartamento de Glenda Vrady.
De ahí que Sally no se hubiera dejado ver, todavía.
Ya lo haría en el momento oportuno.
Gordon había retrocedido más, porque le tenía mucho respeto a Matt Reynolds.
—Vamos, Reynolds, aproxímate —dijo Fred.
El karateca obedeció.
Cuando estaba a sólo unos pasos de McGregor, éste ordenó:
—Detente ahí, Reynolds.
Matt obedeció de nuevo.
Miró a Glenda.
Ella le miraba a su vez, con ojos llorosos y un perceptible temblor en todo su cuerpo.
—¿Te han hecho mucho daño, Glenda? —preguntó el karateca.
—No, sólo me han dado unas bofetadas —respondió la pelirroja—. Pero he pasado
mucho miedo, porque McGregor quería quemarme los pechos con la brasa de su cigarro.
Por eso me abrió la bata.
Matt volvió a mirar a Fred.
—¿Qué clase de bicho es usted, McGregor? ¿Goza, acaso, aterrorizando y martirizando a
pobres mujeres indefensas...?
—Sólo cuando se lo merecen. Y Glenda se lo merece, porque me la jugó- Y a Fred
McGregor no se la juega nadie, Reynolds.
—Ordene a Buck que suelte inmediatamente a Glenda. Y guarde ese revolver, antes de
que se le dispare sin querer.
Fred movió la cabeza negativamente.
—No voy a hacer ninguna de las dos cosas, Reynolds. Buck seguirá sujetando a Glenda y
yo continuaré apuntándole con mi revólver, porque pienso disparar si tú mueves un solo
dedo cuando Gordon te ataque.
—No quiere que me defienda, ¿eh?
—Exacto. Gordon no es tan buen karateca como tú, pero va a darte una soberana paliza.
¡Adelante, Gordon!
—¡Encantado, jefe! —sonrió el gorila, convencido de que Matt Reynolds no se
defendería, para que McGregor no matase a la pelirroja.
Justo en ese momento, la puerta se abría de golpe y Sally Duncan irrumpía en el
apartamento, con unas ganas locas de empezar a repartir golpes.

***

La inesperada aparición de la novia de Matt Reynolds, dejó momentáneamente


paralizados a Fred McGregor y su pareja de guardaespaldas, lo cual aprovechó el karateca
para saltar sobre McGregor, con el pie derecho por delante.
McGregor recibió la patada en plena cara y cayó al suelo, aullando como un coyote
pillado en un cepo. Naturalmente, el revólver escapó de su mano y se estrelló también
contra el suelo.
—¡La pistola, Buck! —gritó Gordon, antes de atacar a Reynolds.
Buck derribó a Glenda Vrady de un empujón y trató de recoger el revólver de Fred
McGregor.
Matt no pudo ocuparse de él, porque ya estaba haciendo frente a Gordon, pero lo hizo
Sally, que, de un prodigioso salto, se plantó delante de Buck y comenzó a sacudirle.
Buck se defendió, sin haber tenido tiempo de apoderarse del revólver de McGregor,
pero como Sally era mejor karateca que él, no pudo evitar los golpes.
Tampoco Gordon puso evitar los golpes de Matt, muy superior a él.
Fred McGregor, desde el suelo, presenció cómo sus dos guardaespaldas eran
duramente castigados por Matt Reynolds y su novia. Además del revólver, había perdido
el puro.
Y fue una suerte, porque pudo habérselo tragado cuando recibió la patada del
karateca.
McGregor sangraba por la nariz y por la comisura de la boca.
Vio su revólver, tirado en el suelo, y no dudó en gatear hacia él.
Si no recuperaba su arma, estaba perdido, porque Buck y Gordon no podrían librarle de
Matt Reynolds y su novia, eso estaba claro.
Glenda Vrady adivinó las intenciones de Fred McGregor.
El cigarro encendido había caído muy cerca de ella.
Y no se había apagado.
Glenda lo vio y lo cogió con rapidez, porque acababa de tener una idea. Gateó
velozmente hacia McGregor.
Este se disponía a empuñar su revólver, cuando sintió un dolor terrible en su nalga
derecha.
¡Era como si le estuviese mordiendo un perro rabioso!
McGregor aulló como un lobo.
Glenda le retiró la brasa del puro de la nalga derecha y se la aplicó inmediatamente en
la nalga zurda.
—¡Toma otra ración de cigarro encendido, cerdo!
McGregor aulló de nuevo, porque la brasa perforó en seguida el pantalón y el slip, y le
quemó la grupa por segunda vez.
Glenda dejó de quemar el trasero de McGregor y se apoderó del revólver, aunque sin
soltar el puro.
Fred no pudo impedir que la pelirroja empuñara su arma.
Se había escacharrado, a causa del dolor que le producían las quemaduras, y sólo se
preocupaba de agarrarse las posaderas, sollozando como una mujer.
Glenda se irguió y apuntó con la pistola a McGregor.
—¡Si se mueve le vuelo la cabeza, rata asquerosa!
Fred no se levantó, claro.
Glenda prestó atención a Matt Reynolds y su novia, que seguían dando buena cuenta de
Buck y Gordon.
—¡Duro con ellos! —pidió la pelirroja—. ¡Son tan cerdos como su jefe!
Gordon fue el primero en quedar inconsciente.
Segundos después, era Buck quien perdía el sentido, vapuleado por Sally Duncan.
Matt Reynolds se acercó a Glenda Vrady, que se había subido y cerrado la bata,
ocultando sus magníficos pechos.
—Dame ese revólver, Glenda.
La pelirroja se lo entregó.
—¿Quiere el puro, también...? —preguntó.
El karateca sonrió.
—Ya he visto lo que has hecho con él.
—Tenía que impedir que McGregor recuperara su arma
—Claro.
Sally se acercó también a Glenda, con el ceño fruncido.
—A ti tengo que decirte yo un par de cosas, amiguita.
La pelirroja dio un paso atrás, asustada.
—Por favor, Sally...
—No temas, no voy a pegarte. Sólo quiero decirte que eres una desvergonzada.
—Es cierto.
—Y una golfa.
—También.
—Como vuelvas a acercarte a Matt, te saco el hígado por la boca.
Glenda tragó saliva con dificultas.
—Ya noto gusto a foie-gras —dijo, haciendo reír a Matt.
Sally no quería perder su seriedad, pero la expresión de la pelirroja resultaba tan cómica,
que tampoco ella pudo contener la risa.
EPILOGO

El teniente Dearden, de la policía de San Francisco, acudió al apartamento de Glenda


Vrady acompañado de algunos de sus hombres, para hacerse cargo de Fred McGregor,
Buck y Gordon.
Por teléfono, Matt Reynolds le había adelantado algo, pero ahora se lo refirió todo con
detalle. No le dijo, sin embargo, toda la verdad, para no perjudicar a Glenda.
En vez de contar que él descubrió la acción de Glenda al notar un gusto raro en la
leche, le dijo al teniente Dearden que fue ella la que, arrepentida, impidió que se tomara
la leche y le confesó que había echado un par de píldoras en el vaso, siguiendo las
instrucciones de Fred McGregor.
De esta manera, la pelirroja no tuvo problemas con la policía, ya que el teniente
Dearden consideró que no había cometido delito alguno, al haberse arrepentido a
tiempo.
No era cierto, pero...
El teniente Dearden y sus hombres se llevaron esposados a Fred McGregor y su pareja
de guardaespaldas, éstos medio atontados todavía por los muchos golpes recibidos y su
jefe con el trasero chamuscado.
Glenda le dio las gracias a Matt, por haberla beneficiado con la versión que le había dado
a la policía. Esta vez, sin embargo, no se las dio con un beso.
No podía dárselas así, hallándose Sally Duncan presente.
Glenda no quería que la novia del karateca le sacase el hígado por la boca.
Matt y Sally se despidieron de la atractiva pelirroja y abandonaron el apartamento,
regresando al de Sally, para acabar de celebrar la victoria de Matt sobre Tadao
Mizoguchi.
—¿Cuánto tiempo se pasarán McGregor y sus gorilas entre rejas? —preguntó Sally,
—Una buena temporada —respondió el karateca.
—Se lo merecen. Y Glenda Vrady también debería pasarse algunas semanitas a la
sombra, por haber aceptado la proposición de Fred McGregor —opinó la muchacha.
—No es mala chica, Sally.
—¿Seguro que no pasó nada entre vosotros, Matt?
—Te doy mi palabra.
—¿Y cómo pudiste rechazar a una hembra así...?
Matt la abrazó y la miró a los ojos.
—Porque en ningún momento dejé de pensar en ti, Sally.
—Bésame, Matt Y luego llévame a la cama No hemos hecho el amor desde el martes, y
eso es demasiado para mí.
—Y para mí —sonrió el karateca, y besó a su novia con ganas, antes de tomarla en
brazos y caminar con ella hacia el dormitorio, con las bocas unidas.

FIN

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