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El alegorismo medieval en El nombre de la rosa de Umberto Eco

Dámaris Flores #20152000458

El nombre de la rosa de Umberto Eco (1980) está construido con libros de todo tipo: los puramente
instructivos, los satos, los sediciosos, los que causan la muerte, etc. En fin, hay un libro para cada
aspecto del ambiente ficcional que en la novela se crea, desde las áreas más ordinarios hasta las
trascendentales. Bajo la sombra del libro el contexto en su totalidad se intelectualiza, y lo que antes
fue común o vulgar es redimensionado por la sabiduría.
El motivo principal de la novela de Eco es el manuscrito de Abso de Melk, un monje
benedictino que vivió en la Edad media. Dicho manuscrito despierta la curiosidad de un
bibliógrafo, que podría ser el mismo Eco, quien se propone rastrear cualquier huella que valide la
existencia del monje y su texto. Valiéndose de sus hallazgos, el bibliógrafo reconstruye la historia
de Abso. El producto final es presentado al lector en un apartado individual.
El texto de Abso es autobiográfico, narra las aventuras que vivió junto a su maestro
Guillermo de Baskerville cuando ambos llegan a una abadía benedictina ubicada en la Italia
septentrional. La misión inicial de Guillermo en la abadía es organizar una reunión entre los
delegados del papa y los líderes de la orden franciscana, con el fin de aclarar algunos puntos sobre
la pobreza de Cristo. Durante su estadía se produce una serie de muertes que los monjes relacionan
con las profecías del Apocalipsis. El Abad pide a Guillermo que encuentre al culpable de los
asesinatos, y le proporciona libertad para movilizarse por toda la abadía, con excepción de la
biblioteca a la que sólo tenía acceso el bibliotecario. Discípulo y maestro no obedecen del todo
esta orden, y gracias a esa desobediencia descuben que las muertes giran alrededor de la existencia
de un libro envenenado: el segundo libro de la Poética de Aristóteles.
El manuscrito fue escrito a finales del siglo XIV, en el ocaso de la Alta edad media. Abso
se encarga de situar al lector en un momento específico de la historia:
El señor me concede la gracia de dar fiel testimonio de los acontecimientos (…) hacia finales del
año 1327, cuando el emperador Ludovico entró en Italia para restaurar la dignidad del sacro imperio
romano, según los designios del Altísimo y para confusión del infame usurpador simoniaco y
heresiarca que en Aviñón deshonró el santo nombre del apóstol (me refiero al alma pecadora de
Jacques de Cahors, al que los impíos veneran como Juan XXII). (Eco, 2016, p.20)
El panorama mencionado es demasiado general teniendo en cuenta las minucias
contextuales que Eco filtra por el tamiz de “lo literario”. No se hará un recuento tautológico de
ellas, sino que se buscará en los ritmos de la semiótica una solución estética para tal información.
Cada signo será una especie de puente que relacione la noción poética del texto y su valor como
testimonio del pasado. Así se resaltarán hechos históricos sin pasar por alto su apariencia literaria.

El debate sobre la pobreza


Juan XXII y Ludovico de Baviera son herederos de la problemática entre Iglesia-imperio ya
comenzada a principios de siglo por Felipe IV, rey de Francia, y Bonifacio VIII. Tras la muerte de
Bonifacio, producto de un atentado comandado por Felipe, Clemente V asume la autoridad papal
y mueve la sede pontificia de Roma a Aviñón por influencia del rey. Clemente abandona su puesto
en 1316 y es remplazado por Jacques de Cahors, quien adquiere el nombre de Juan XXII.
Tras la muerte de Enrique VII (1314) la corona alemana es demandada por dos
pretendientes, ambos con derechos legítimos: Ludovico de Baviera y Federico de Austria. Ellos
piden a Juan que actuara como árbitro en la elección del próximo rey. Sin embargo, el Papa no
elige a ninguno, aun cuando el bávaro consigue la victoria sobre Federico y se posicionaba como
la mejor opción para optar a la corona. El Papa no presta atención a eso, y en su lugar elige a un
antiguo enemigo del imperio alemán. Ludovico apela a un concilio general y declara herético al
pontífice, por esa razón Juan lo excomulga. Tras estos acontecimientos el bávaro se rebela y se
hace coronar por Sciarra Colonna, antiguo enemigo del papado (1327).
Luis de Baviera se enfrentaba con el mismo Dios, eso lo convertía en el Anticristo de su
generación. El bávaro tenía que invertir los papeles, para lograrlo busca aliados dentro de la misma
iglesia. Afortunadamente había surgido una fracción de monjes denominados mendicantes, estos
defendían como verdad teológica que Jesucristo había sido pobre, y como la iglesia se guiaba por
su ejemplo, también debería ser pobre; cualquier práctica contraria a ese principio era considerada
herética.
Las órdenes mendicantes no aprobaban las inmensurables riquezas que había acumulado la
iglesia, y los medios de los que se valía para obtenerlos. La autoridad eclesiástica aseguraba la
salvación del alma a quien compartiera sus tierras y el diez por ciento de las ganancias con ella;
así, la iglesia se posiciona como la potencia económica de la Edad media. La posición geográfica
de la abadía de El nombre de la rosa es uno de los símbolos que explican este aspecto. Tras una
larga caminata Abso narra: “llegamos a las faldas del monte en lo alto del cual se levantaba la
abadía” (p. 29), dicho monte tenía a sus pies un pueblo. Aunque las abadías benedictinas
generalmente se ubicaban en las montañas lejos del bullicio de los pueblos, no se puede que obviar
que semejante ubicación indica, no solo exceso de exclusividad, sino también un sentimiento
tremendamente hostil respecto al resto del mundo. El aspecto simbólico que hay en la diferencia
de relieves alude a dos clases sociales distintas: la autoridad que connota el edificio en la punta del
monte y la posición servil de los que moran a sus pies.
En la novela lo aldeanos eran denominados “los simples”, término posiblemente extraído
de los proverbios de Salomón (Prov. 14-15), este alude a la condición de credulidad y falta de
sabiduría padecida por el vulgo. La Iglesia se aprovechó de esa simpleza para establecer su
régimen, y encontró en el destino eterno del alma la vía perfecta para la extorción. Los simples,
movidos por el miedo a la condenación eterna, cedían ante las exigencias del clero ofrendando los
pocos ingresos que obtenían a cambio de calma para sus atormentadas conciencias.
La relación abusador-víctima que había entre el iglesia-pueblo se representa en la novela a
través de la muchacha que entra ocasionalmente a la abadía. En sus deducciones Guillermo
menciona que la aldeana “se entregaba a algún monje lujurioso por hambre, obteniendo como
recompensa algo en que hincar el diente, ella y su familia” (p. 347). Aunque la significación
principal de la muchacha sea la de la pobreza material, la cual se tratará más adelante, aquí se
prestará atención al monje violador que se aprovecha de necesidad de la joven para conseguir un
beneficio egoísta. El monje conoce la hambruna que padecen los aldeanos y pide a la muchacha
“sus favores” a cambio de un alimento indigno: el corazón de buey. Aquellos que pactan con la
mujer son símbolo de la Iglesia, quien conociendo la “simpleza” del pueblo se aprovecha de esta
para suplir sus propias necesidades. La parte que las víctimas reciben de en el intercambio es inútil
en la vida terrena, así como el corazón de un bovino es inservible calmar el hambre de días.
Cuando un ser del bajo mundo penetra en la zona geográficamente elevada sirve como elemento
de contraste entre las dos áreas. La muchacha entra por las noches a robar o establecer un truque
para conseguir comida, pero, como ya se dijo, los resultados de sus incursiones son poco
satisfactorios. Otro medio para conseguir alimento era espulgar en los deshechos que eran lazados
por el estercolero de la abadía. El pueblo vive de los desperdicios del clero, en cambio los miembros
de la orden gozaban de variedad gastronómica de primera mano:
En una gran mesa dos de ellos estaban haciendo un pastel de verdura, con cebada, avena y centeno,
y un picadillo de nabos, berros, rabanitos y zanahorias. Al lado, otro cocinero acababa de cocer unos
pescados en una mezcla de vino con agua, y los estaba cubriendo con una salsa de salvia, perejil,
tomillo, ajo, pimienta y sal (p.100).

Las riquezas de la iglesia se confirman en la cripta del tesoro de la abadía, la cual alberga:
“Paramentos dorados, coronas de oro cuajadas de piedras preciosas, cofrecillos de diferentes
metales, con figuras, damasquinados, marfiles” (p.338) y otras posesiones de gran valor.
Del contraste entre estas dos imágenes se obtiene un panorama indignante, principal
motivador del surgimiento de grupos opositores. Por ejemplo, a principios del siglo XI con la
reforma gregoriana se exigía la purificación del clero y la sanción de la simonía ejercida por
algunos miembros de la iglesia. Este tipo de reformas prepararon el camino para la llegada de
Francisco de Asís, en cuyas prédicas defendía el amor a la pobreza como el principio de todas las
virtudes cristianas:
Los hermanos nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna. 2Y como peregrinos y forasteros
(cf. 1 Pe 2,11) en este siglo, sirviendo al Señor en pobreza y humildad, vayan por limosna
confiadamente, 3y no deben avergonzarse, porque el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo
(cf. 2 Cor 8,9).

Los ideales franciscanos fueron aprobados por el Papa Inocencio a principio del siglo XIII
con la condición de que jamás abordara cuestiones dogmáticas. Por mucho tiempo, los franciscanos
no representaron ningún peligro para la integridad organizacional de la iglesia. Sin embargo, en su
Testamento, Asís hace énfasis sobre estos principios y muchos franciscanos se plantea la idea de
una vida entregada a la pobreza en obediencia al ejemplo de Jesús:
Si algunos quisieran tomar esta vida (…..) 5díganles la palabra del santo Evangelio (cf. Mt 19,21,
y paralelos), que vayan y vendan todas sus cosas y se apliquen con empeño a distribuirlas a los
pobres. 6Si esto no pudieran hacerlo, les basta la buena voluntad.

Muchos franciscanos tomaron el Testamento como una nueva regla y se entregaron a ella
completamente; otros, reconocían la espiritualidad de esta pero permanecieron dentro de los límites
mínimos de entrega. Estos grupos adquirieron posteriormente los nombres de franciscanos
espirituales y conventuales. En El nombre de la rosa ambas facciones aparecen representadas por
Ubertino da Casale (espirituales) y Guillermo de Baskerville (conventuales).
Ubertino, en la realidad histórica, fue uno de los voceros de los franciscanos espirituales;
como personaje de la novela de Eco se encarga de reunir símbolos que insinúen la doctrina que
perseguía su séquito. Abso describe a dicho anciano como un ser con la apariencia de monje,
“aunque con la túnica sucia y desgarrada que le daba más bien el aspecto de un vagabundo…” (p.
39). La túnica sucia y desgarrada es signo de la pobreza extrema en la que aspiraba a vivir Ubertino
y el resto de monjes espirituales.
El enfoque oficial de la pobreza predicada por S. Francisco contemplaba dos aspectos distintos: el
usus y dominium. Dominium es por definición la pertenencia legal de los bienes; usus, la
manipulación que se hace de ellos. El Papa Gregorio IX declaró que la doctrina de la pobreza
debería renunciar al dominium y conservar el usus. La noción extremista que los espirituales tenían
de la regla los llevó a renunciar también al usus, conservando estrictamente lo necesario para el
sustento. Los conventuales, contrario a los espirituales, le cedieron los dominios de las propiedades
al papado, pero mantuvieron el usus, puesto que consideraban que era apropiado para realizar la
labor cristiana (Sánchez, 2005, p.399).
La renuncia al uso no les permitía tener una residencia, lo cual justifica el hecho que Abso
vea a Ubertino “con el aspecto de un vagabundo”. La regla de San Francisco exigía que los
hermanos hicieran del mundo su casa y que vagaran por él en un afán evangelístico. El Testamento
de Asís exige el cumplimiento de este mandato:
Guárdense los hermanos de recibir en absoluto iglesias, moradas pobrecillas y todo lo que para ellos
se construya, si no fueran como conviene a la santa pobreza que hemos prometido en la Regla,
hospedándose allí siempre como forasteros y peregrinos (cf. 1 Pe 2,11).
En Ubertino también se destaca el repudio por toda actividad intelectual que no tenga como
propósito la búsqueda de Dios. Él aunque hombre docto, según cuenta el Abad a Guillermo, nunca
sintió atracción hacia la biblioteca. En el artículo diez la regla franciscana expresa que “los frailes
no trataran ni siquiera de dar instrucción a los ignorantes, sino que en lugar de ello dirigieran sus
esfuerzos a poseer el espíritu de Dios”. En muchas ocasiones el monje espiritual le expresa a
Guillermo su desacuerdo con la actividad intelectual que este último persigue con esmero: “No hay
pretextos santos. Guillermo, sabes que te quiero. Sabes que confío mucho en ti. Castiga tu
inteligencia, aprende a llorar sobre las llagas del Señor, arroja tus libros” (p. 54). El inglés
Guillermo, quien emite significados contrastantes con la doctrina del anciano Ubertino,
comprendía que el aprendizaje teológico y filosófico era importantes para la formación de un
monje.
Las discusiones se centraron en la definición de la pobreza durante aproximadamente diez
años. San Buenaventura dirige la Congregación hasta su muerte en 1274, logra la calma e intenta
satisfacer las aspiraciones espirituales sin estorbar a los conventuales. La paz dura hasta la muerte
de San Buenaventura, época en que los espirituales encuentran el libro de Joaquín de Fiore. El
manuscrito proponía que “la historia está dividida en tres épocas, con esferas cronológicas bastante
definidas. Además creía que en el centro de la historia estaba el advenimiento de Cristo (…) Por
tanto son evidentes por sí mismas las etapas: el período anterior a Cristo, el período posterior a él,
y un período aún en el futuro de naturaleza escatológica” (West y Zimdars, 1986, p.23). Los
espirituales se entendieron como los autores de esta última etapa, entendiendo el tiempo del
Espíritu como el triunfo del evangelio y sus ideales de pobreza. La efervescencia religiosa
generada por este hallazgo lleva a los monjes en 1322 a plantear su argumento ante el Papa Juan
XXII; ellos declaraban que “la renuncia por Dios a toda propiedad, tanto privada como
comunitaria, de todos los bienes, es santa y meritoria. Dado que por medio de tal renuncia Cristo
propaso a los hambres el camino de la perfección, enseñándolo con su palabra y confirmándolo
con su ejemplo” (Wadding, 1931, p.453). Sin embargo, en 1323 el Papa Juan publicó la bula
"Cum Inter Nonnullos" donde declaraba heréticos los argumentos del capítulo de Perusa.
Michele de Cesena busca refugio en Ludovico quien apoya la tesis del capítulo de Perusa,
ante tal alianza Juan convoca a Michele en muchas ocasiones. El nombre de la rosa se sitúa
históricamente en ese lapso de las continuas negativas que Cesena le dirigía al papa. Justo en la
ejecución de un encuentro preliminar entre los miembros de la legación imperial y algunos
enviados del papa, a fin de probar las respectivas posiciones” (Eco, 2016, p.120). En las Apostillas
a El nombre de la rosa Eco menciona que estos encuentros suceden a finales de noviembre, en el
invierno de 1327, porque en diciembre Michel de Cesena ya se encuentra en Aviñón.

La herejía
Desde el descubrimiento del manuscrito de Fiore, Gerardo da Borgo San Dinnino fue
predicando por los pueblos y la aldeas los ideales franciscanos y el advenimiento del período del
Espíritu. Gracias a ello comenzaron a formase grupos que defendían las ideas de pobreza, pero no
las conservaban en su estado puro sino que les añadían prácticas que se desviaban de la norma.
Juan utilizó dichas manipulaciones para declarar como herejía las ideas de los franciscanos
espirituales. Los personajes de El nombre de la rosa a menudo incurren en pláticas referentes a las
sectas heréticas, el carácter dialógico en que se transmite la información permite que esta sea
directa, es decir, que no haya velo retórico que obscurezca su significado. No obstante, siendo
“evidentemente el medioevo”, la era del pensamiento alegórico, Eco no puede evitar agregar
símbolos que enriquezcan tales datos.
En la biblia constantemente el ser humano es alegorizado en un elemento vegetal: en el
Salmo 1-3 el justo toma la forma de un “árbol plantado junto a corrientes de aguas”; en Lucas 8-4,
Jesús explica a través de simbología vegetal las distintas formas en las que se reciben sus palabras;
a esta lista se le podrían añadir muchos versículos más. Eco imita la simbología bíblica al referirse
a los herejes como la “mala hierba”. Según el diccionario de símbolos las hierbas están ligadas a
los poderes del bien y el mal gracias a sus virtudes medicinales o malignas (Cirlot, 1992 p. 239).

La abadía de la novela contaba con un bello jardín bajo los cuidados especiales de un monje
llamado Severino, este le explica a Guillermo que “hay sustancias que en pequeñas dosis son
saludables, y que en dosis excesivas provocan la muerte” (p.88). En las hierbas convive lo sanitario
y lo dañino, al igual que en los grupos heréticos convive lo sacro y lo profano. Cuando Abso
interroga a Ubertino sobre la herejía este dice que es “sutil la línea que separa el bien y el mal”.
Las “malas hierbas” que representan a los herejes están caracterizadas por el uso mayoritario de
lo maligno, estos tomaban las prácticas virtuosas de los espirituales y las manipulaban a tal grado
que cruzaban la delicada línea que las separaba de lo puramente malo. Por ejemplo, los Hermanos
Apostólicos perseguía el ideal de la pobreza pero, al ser entendida por los simples, estos llegaron
a querer vivir de limosnas sin ninguna obligación, su líder “fue recogiendo a los simples y
diciéndoles: «Venid conmigo a la viña», y aquellos que no lo conocían entraban con él en la viña
ajena, creyendo que era suya, y comían la uva de los otros” (p. 183). Tal como lo deja claro
Ubertino, estas ya no eran acciones acordes con la doctrina espiritual, pues los “franciscanos piden
la pobreza para sí mismos, pero nunca la han pedido para los otros” (p.183). La dosis de
espiritualidad, como en las hierbas, debía ser precisa para que las acciones fueran beneficiosas,
una cantidad excesiva corrompía los ideales más sublimes.
La comparación de la herejía con las plantas alude también a la variedad; cualquiera de los
monjes sin la debida instrucción podría confundir las plantas, ya que superficialmente se asemejan
unas a otras. El continuo contacto con el huerto le permite a Severino diferenciar y nombrar
adecuadamente cada planta. Los grupos heréticos presentan una variedad semejante a las de las
hierbas en un jardín (dulcinianos, valdenses, cátaros flagelarios, fraticellis, et.), para distinguir unos
de otros se requiere un amplio conocimiento del campo. La santa inquisición no desempeñó una
buena labor en la identificación de cada grupo herético, sino que declaró la guerra a todo aquel a
quien tuviera la menor señal de herejía. Con frecuencia las prácticas de un grupo eran atribuidos a
otro, y aquellos que realizaban acciones justas eran confundidos con grupos heréticos. Guillermo
defiende la importancia de saber distinguirlos cuando el Abad generaliza a todas los grupos como
herético:
Abbone, vivís aislado en esta espléndida y santa abadía, alejada de las iniquidades del mundo. (…)
No podéis considerar que los patarinos y los cátaros sean lo mismo. Los patarinos son un
movimiento de reforma de las costumbres dentro de las leyes de la santa madre iglesia. Lo que
siempre quisieron fue mejorar el modo de vida de los eclesiásticos. (p.123)

Estos grupos estaban conformados en su mayoría por personas del vulgo, quienes
escuchaban las predicaciones de los sectarios en los pueblos; algunos se unían por hambre y, como
ignoraban los preceptos de la iglesia, atendían a quienes les prometían mejores condiciones de vida.
Salvatore es el ejemplo de ello, su paupérrima vida lo llevó a vagar de grupo en grupo, no le
importaba la doctrina siempre y cuando le ofrecieran comida. Abso lo describe como “un hombre
de vida aventurera, capaz de matar a sus semejantes sin ser consciente de su crimen” (p.157).
Las acciones de la inquisición quedan registradas en la novela a través de Bernardo Gui,
Eco toma el nombre de uno de los más crueles inquisidores de la historia para representar los tratos
a los que eran sometidos los “herejes”. Gui llega a la abadía junto a los delegados del papa para
tener el ansiado debate con los franciscanos, en su estadía descubren supuestos crímenes heréticos
protagonizados por Salvatore, el cillerero de la abadía y la muchacha.
Claro (1996) distingue tres tipos de prueba para comprobar la culpabilidad de un hereje:
las sociales, donde el acusado podía reunir doce testigos y abogar por su inocencia; las verbales,
donde el acusado debería recitar ciertas fórmulas sin equivocarse; y las ordalías, donde el acusado
era sometido a martirio para saber si era culpable. (p.575) Es en esta última donde el acusado por
miedo al dolor se ve obligado a decir lo que el inquisidor desea escuchar. El procedimiento al que
es sometido el cillerero ejemplifica la última de las formas registradas por Claro:
Y ordenó a los arqueros que se hiciesen mostrar el camino y que pusieran a los cautivos en dos
celdas distintas; y que atasen bien al hombre de alguna argolla que hubiera en la pared, para que
cuando, muy pronto, bajase a interrogarlo, pudiera mirarlo bien en la cara. En cuanto a la muchacha,
añadió, estaba claro lo que era, y no valía la pena interrogarla aquella noche. Ya surgirían otras
pruebas antes de que fuese quemada por bruja (p.271).

Cuando el cillerero se declara a sí mismo inocente de herejía, Bernardo procede a buscar otros
medios para hacerlo declarar:

Me repugna tener que recurrir a métodos que el brazo secular siempre ha aplicado sin el
consentimiento de la iglesia. Pero hay una ley que está por encima de mis sentimientos personales.
Rogadle al Abad que os indique un sitio donde puedan disponerse los instrumentos de tortura (…)
Recordad lo que se ha dicho tantas veces: hay que evitar las mutilaciones y el peligro de muerte.
Precisamente, una de las gracias que este procedimiento concede al impío es la de saborear y esperar
la muerte, pero no alcanzarla antes de que la confesión haya sido plena, voluntaria y purificadora
(p.273).

La tortura llega a una etapa crítica y la victima dice a Bernardo que dirá todo lo que él quiera
escuchar, siempre y cuando le evitaran el dolor. Y así comienza a proferir herejías que,
posiblemente sean resultado del miedo momentáneo.
La actividad intelectual en los monasterios
Había una herejía de tipo intelectual ligada al estudio de ciertos textos que la inquisición condenaba
porque contradecían las enseñanzas de la santa iglesia. Las abadías intentaban controlar la
información subversiva desde que Carlomagno las declaró hogares de la cultura, las ciencias, las
artes y la literatura. Estas tenían un lugar dedicado específicamente a la producción y
almacenamiento de los manuscritos. Eco reproduce en su novela el ambiente de un scriptorium
medieval:
En cada mesa había todo lo necesario para ilustrar y copiar: cuernos con tinta, plumas finas, que
algunos monjes estaban afinando con unos cuchillos muy delgados, piedra pómez para alisar el
pergamino, reglas para trazar las líneas sobre las que luego se escribiría. Junto a cada escribiente, o
bien en la parte más alta de las mesas, que tenían una inclinación, había un atril sobre el que estaba
apoyado el códice que se estaba copiando, cubierta la página con mascarillas que encuadraban la
línea que se estaba transcribiendo en aquel momento
.
Las lecturas de los mojes benedictinos estaban controlada por la regla de su orden, esta
exigía que a “nadie se permita dar o recibir cosa alguna sin mandato del abad, ni tener en propiedad
nada absolutamente, ni libro, ni tablillas, ni pluma, nada en absoluto…”. Los monjes recibían
permiso para leer nada más aquellos libros que contribuyeran a su búsqueda de Dios, los únicos
que podían acceder a manuscritos de tipo herético, sin ser sancionados, eran aquellos que se
encargaban de transcribirlos.
La figura del amanuense cobra especial importancia en El nombre de la rosa, este
reproduce la degradación del escriba a causa del olvido de la visión que de él se había fijado San
Francisco y San Benito. Los padres de las órdenes soñaban con un amanuense de mente
impermeable, “capaz de copiar sin entender, entregado a la voluntad de Dios, escribiente en cuanto
orante, y orante en cuanto escribiente” (p. 149). El amanuense debería ser invisible, su única labor
es reproducir literalmente los valores del texto original.
La filosofía de Aristóteles hizo tambalear las certezas espirituales de la Edad media, el acto
de escribir también recibió influencia de su filosofía. El pensador griego plantea que “el
pensamiento o la mente se compara con un tintero en el cual el filósofo alimenta su propia pluma”
(Agamben, 2011, p.76.). Ser amanuense del pensamiento propio era un principio que se desviaba
de las reglas; no obstante, habían monjes que “ya no se conformaban con la santa actividad de
copiar: también ellos, movidos por la avidez de novedades, querían producir nuevos complementos
de la naturaleza” (p.150).
Abso es la figura por excelencia del amanuense rebelde, el monje en su vejez se propone
escribir todo lo que vio y escucho en su juventud mientras estuvo en la abadía. Durante el proceso
compara la pluma con su lengua: “refrena tu impaciencia insolente lengua mía” (p.34); con esta
metáfora el anciano Abso muestra su simpatía ante la noción que Aristóteles posee del amanuense,
pues la lengua se vale del pensamiento como la pluma de la tinta. La relación de la lengua como
símbolo de la pluma es una figura bíblica, el rey David la utiliza en el Salmo 41.1: “Mi lengua es
ligera como pluma de escribiente”. La escritura del manuscrito consolida la imagen del amanuense
rebelde, que no se conforma con la transcripción del pensamiento de otro, sino busca en su interior
el propio conocimiento. Por eso el manuscrito, como un acto de creación, está divido en siente días.
Los escribanos que se encargan del transcribir el texto del monje también recrean al
amanuense rebelde. El texto de Abso es manipulado por varias manos: fue descubierto por
Mabillón en el siglo XVII y traducido al francés por el Abate Vallet, y después traducida al italiano
por Eco. En el proceso de traducción medieval el texto debería conservar su estructura primigenia,
en las variadas traducciones del manuscrito esta norma no se cumple. En cada nivel el amanuense
añade uno o varios elementos que corrompe la castidad del manuscrito. Por ejemplo, al caer en las
manos del Abate Vallet, residiendo este en España, añade los títulos al inicio de cada capítulo según
la regla española: Donde se llega al pie de la abadía y Guillermo da pruebas de gran agudeza.
Eco, por su parte añade algunas pautas, como la organización de horas propuestas por Edouard
Schneider en Les heures bénédictines para guiar al lector, y se interroga sobre el estilo adecuado
que desea darle. Ya en este punto la regla de los padres eclesiásticos ha sido olvidada, en su lugar
se ha implantado la escritura y la lectura como actividades placenteras.

El laberinto medieval

La restricción bibliográfica queda metaforizada en la biblioteca de la abadía de El nombre de la


rosa. El laberinto del texto se asemeja al laberinto griego, cuya finalidad era la de despistar al
visitante. La arquitectura del laberinto medieval traza un único camino que va desde la entrada
hasta el centro, sin posibilidad de desvíos o equívocos; tal carácter unidireccional funciona como
símbolo de la peregrinación del ser humano en la búsqueda de Dios. Esta forma de construcción se
fijó como oposición al laberinto greco que en el contexto medieval adquiere la connotación de
confusión, pecado, error y herejía.
Aunque el laberinto de El nombre de la rosa no concuerda con las construcciones de los
laberintos medievales, sí representa la concepción de la proporción como belleza en la arquitectura
gótica. El arte gótico toma la noción pitagórica de la proporción y los posiciona en un nivel
simbólico-místico, por eso Guillermo al referirse al laberinto lo ve como: “una proporción celeste
en la que cabe atribuir diversos y admirables significados” (p.117).
En la biblioteca claramente puede observarse que la construcción está conformado por una cruz
interceptada por un cuadro. La cruz está rodeada por una especie de forma cuadrada, en el interior
del espacio, el contraste entre ambas figuras es semejante a la figura del cuerpo humano rodeada
por un círculo en el hombre “vitruviano” o homo cuadratus, cuyo origen se rastrea en las doctrinas
de Calcidio y Macrobio donde se concibe “el cosmos como gran hombre y el hombre como
pequeño cosmos” (Eco, 1999, p.50), lo cual se relaciona con el principio hermético de la
correspondencia (“Como es arriba así es abajo”). La incorporación de esta noción habla de la
imitación de la naturaleza en las estructuras medievales.

Según Eco (1997) en “la teoría del hamo quadratus: el mero


principio del universo, llega a adoptar significados simbólicos, fundados sobre una serie de
correspondencias numéricas que son también correspondencias estéticas” (p.50). La representación
numérica establece una correspondencia simbólica entre la construcción, hombre y el universo. En
esta concepción el número cuatro se convierte en el número por excelencia, puesto que son cuatro
los torreones que sobresalen, al igual que “cuatro son las regiones del mundo, cuatro son los
elementos, cuatro las cualidades primeras, cuatro los vientos participantes, cuatro las
complexiones, cuatro las facultades del alma. Y así en adelante….”. En el afán de retratar el todo
del universo el laberinto incluye en la puerta de cada habitación un versículo del Apocalipsis cuya
primera letra en conjunto con las habitaciones colindantes forman el nombre de los lados de la
tierra (IUDAEA, AEGYPTUS, ANGLIA, GERMANI, etc.).
La estructura de la abadía es testimonio fiel del estilo arquitectónico del medioevo, los
constructores de esa época intentaban que sus obras fueran un reflejo de la belleza infinita de Dios.
Por eso, cada parte de las construcciones tiene un valor simbólico que alude a uno o varios
principios espirituales. Corral (2012) entiende que puesto que de la belleza divina emanaban todas
las cosas bellas, la catedral gótica era una manera de acercarse a la belleza infinita de Dios. Además
agrega que “la arquitectura gótica es el estilo que mejor ha plasmado la idea filosófica de que el
arte representa la razón divina” (p.11).
La estructura como un conjunto de símbolos queda plasmada en El nombre de la rosa. A
continuación se analizará cada sección de la abadía benedictina planteada por Eco para esclarecer
su sentido simbólico. Primero una visión panorámica del área:
..se abría una avenida arbolada que llevaba a la iglesia abacial. A la izquierda de la avenida se
extendía una amplia zona de huertos y, como supe más tarde, el jardín botánico, en torno a los dos
edificios –los baños, y el hospital y herboristería– dispuestos según la curva de la muralla (…) a la
izquierda en el fondo se erguía un edificio separado de la iglesia por una explanada de tumbas”
(p.21-22).

Desde la posición del narrador que se aproxima desde el norte, el entorno se divide en
izquierda, frente y derecha. Los proverbios de Salomón colocan el camino a Dios como una línea
recta: “No te desvíes a la derecha ni a la izquierda; aparta tu pie del mal” (Proverbios 4:27). La
posición de la iglesia, desde la entrada, se percibe en línea recta simbolizando el camino hacia Dios.
En cambio, a la izquierda, que es lugar donde en el juicio final se estarán los rechazados de Dios,
connota muerte y pecado. Ahí se ubican los huertos, que en páginas anteriores fueron relacionados
con la herejía; los baños, donde fue encontrado muerto Berengario; el hospital, donde Malaquías
asesinó a Severino; el edifico con la biblioteca, considerada por algunos como lugar peligrosos y
el mismo edificio la cocina donde Berengario encuentra muerto a Venancio. En este sentido, la
forma de disposición de la abadía encierra indicios que señalan el futuro próximo.
Contrario al ambiente turbulento del lado izquierdo, el lado derecho, bíblicamente
hablando, remite al libro de la vida sostenido por Dios con la mano derecha y es a la derecha del
Padre donde Jesucristo mismo se sentaba. Según los preceptos espirituales el lado derecho connota
bienestar y paz; las construcciones de ese lado están vinculadas con el descaso: “se extendían
algunas construcciones a las que ésta servía de reparo; estaban dispuestas alrededor del claustro, y,
sin duda, se trataba del dormitorio, la casa del Abad y la casa de los peregrinos, hacia la que nos
habíamos dirigido, y a la que llegamos después de atravesar un bonito jardín” (p. 22).
Ya, un poco más específico está la arquitectura de la iglesia, Abso la define como una
construcción elaborada a la manera de los antiguos “poco propensas a elevarse vertiginosamente
hacia el cielo, sólidas y bien plantadas en la tierra, a menudo más anchas que altas” (p. 35). Es
evidente que a esta iglesia no la rigen los preceptos góticos, sin embargo, es la evidencia más clara
de la situación del clero o de la orden benedictina en ese momento: arraigados con uñas y dientes
a las cosas terrenales y al poder, y poco interesadas en buscar la caridad que demandaba su posición.
En el mapa panorámico de la abadía puede verse la estructura de cruz latina, que se asemeja al
antropomorfismo de Vitrubio, cuyo origen es el Templo de Salomón, era lógico suponer que el
cuerpo de Cristo inspirara la geometría del a iglesia, esta a su vez representa la perfección del
cuerpo místico de la iglesia.
La abadía también contiene construcciones que aluden al futuro, así lo demuestra la piedra
historiada en la pared de la iglesia que narra el día del juicio final (Apocalipsis 6): “Vi un trono
colocado en medio del cielo, y sobre el trono uno sentado. El rostro del Sentado era severo e
impasible, los ojos, muy abiertos, lanzaban rayos sobre una humanidad cuya vida terrenal ya había
concluido...”. Abso comienza a describir en su visión el ambiente caótico del infierno:
….vi una hembra lujuriosa, desnuda y descarnada, roída por sapos inmundos, chupada por
serpientes, que copulaba con un sátiro de vientre hinchado y piernas de grifo cubiertas de
pelos erizados y una garganta obscena que vociferaba su propia condenación, y vi un avaro,
rígido con la rigidez de la muerte, tendido en un lecho suntuosamente ornado de columnas,
ya presa impotente de una cohorte de demonios, uno de los cuales le arrancaba de la boca
agonizante el alma en forma de niñito (que, ¡ay!, ya nunca nacería a la vida eterna)…(p.38)
Las esculturas apocalípticas tenían finalidades didácticas moralizantes que causaban un
particular impacto en la sociedad medieval, quien se sumergía en el terror del milenio que traía
consigo el fin del mundo y la manifestación de Satanás. Las figuras demoníacas tendían a seguir
formas prototípicas impuestas por los bestiarios y enciclopedias, según Russell (1984) la apariencia
monstruosa de estos seres apuntaban a mostrar al diablo privado de belleza, armonía, realidad y
estructura, como una distorsión de la naturaleza angélica. Por ejemplo, la hebra lujuriosa roída por
sapos representa la pérdida de la dignidad celestial (p.146).
No obstante, el monstruo tiene una connotación ambivalente, en él también converge un
simbolismo orientado a la espiritualidad, a esto Eco (2007) llama “la redención o moralización del
monstruo”, originalmente planteado por San Agustin en el siglo IV, que defendía que “también
los monstruos son hijos de Dios” (p. 133). La escultura de la abadía contenía imágenes de
terrorífico monstruos con fines celestiales, por ejemplo, las tres parejas de leones “con las melenas
enmarañadas, los mechones que se retorcían como sierpes, las bocas abiertas, amenazadoras,
rugientes, unidos al cuerpo mismo de la pilastra por una masa, o entrelazamiento denso, de
zarcillos”. Para comprender las simbología espiritual de los monstruos era necesario acudir a las
enciclopedias que lo definían, en este caso, el león se convierte en símbolo de Cristo quien borra
los pecados del hombre.
Ahora es tiempo de situar la vista en el torreón, donde se explica el simbolismo espiritual
de las proporciones en el arte gótico. Fue ya explicado que la simetría era un principio fundamental
de belleza para el hombre medieval y que estas proporciones aludían a un significado divino. En
el torreón que alberga el laberinto y el scritorim, era “una construcción octagonal que de lejos
parecía un tetrágono”. Abso, explica que los números implícitos en la construcción estaban
“revestido de un sutilísimo sentido espiritual. Ocho es el número de la perfección de todo tetrágono;
cuatro, el número de los evangelios; cinco, el número de las partes del mundo; siete, el número de
los dones del Espíritu Santo” (p. 18).
El torreón alberga la cocina en la planta baja, pero al subir por la escalera de caracol se llega
el scritorium y la biblioteca. Cuando Abso y Guillermo suben observan que el área “no estaba
dividida en dos como el de abajo, por tanto, se ofrecía su espaciosa inmensidad” semejante al cielo.
(p.60). Cada una de las paredes anchas, que eran cuatro, albergaba tres ventanas, la suma total de
ellas eran 12; el número de las puertas en la Nueva Jerusalén. Además, en cada una de las paredes
externas de los torreones se abrían cinco ventanas más pequeñas, y, por último, también entraba
luz desde el pozo octagonal interno, a través de ocho ventanas altas y estrechas. La abundancia de
ventanas permitía que una luz pareja alegrara la sala. Había sitios en la abadía donde la entrada de
luz era interceptaba por un rosetón colorado, a consecuencia de esto la luz reflejaba el color que la
recibía, cada color poseía una simbología especia; sin embargo, para este sitio se espera que la luz
que penetrara y simbolizaba a Dios mismo, entrara sin contaminación alguna por lo que los vidrios
no tenían coloración. Scheerbart, quien en su Arquitectura de Cristal (1914) capta bien la idea de
la luz en el gótico cuando escribió:
La superficie de la tierra cambiaría considerablemente si la arquitectura de ladrillo fuese desplazada
de todas partes por la arquitectura de cristal, sería como si la tierra se enjoyase y vistiese de esmaltes
y diamantes. Tal esplendor es absolutamente inimaginable. Entonces tendríamos el paraíso en la
tierra y no necesitaríamos ya fijar nuestras miradas en el paraíso celestial.

La Poética de Aristóteles
La investigación que Guillermo hace acerca de las muertes en la abadía lo conduce a un
libro: La poética de Aristóteles. Al parecer, la obra estaba compuesta originalmente por dos partes:
el primer libro trata la tragedia y la epopeya, y el segundo sobre la comedia y la poesía yámbica.
Según la historia universal, este último se perdió durante la Edad Media. El nombre de la rosa se
ubica históricamente antes del extravío de la segunda parte, y le atribuye a esta la causa de todas
las muertes de la abadía.
Según la descripción antes hecha, a esta parte le corresponde el estudio de la comedia, tema
delicado en el contexto de una abadía benedictina. La regla propuesta por San Benito establece
con claridad que “las chocarrerías, las palabras ociosas y las que provocan risa, se deben las
condenar en todo lugar a reclusión perpetua”. El hecho de que exista un texto que estudie la risa
desde el punto de vista filosófico significa que la acción misma de reír será sublimizada y una
noción filosófica pasaría a invalidar, de nuevo, una verdad eclesiástica.
Jorges de Burgos envenena el libro para que todo aquel que lo leyera muriera al instante, y
así la filosofía “herética” no se propagara. Jorge, por su parte, lucha a cada momento para
contrarrestar este mal dentro de la abadía, son muchas las ocasiones en las que demuestra su
desprecio por la risa, este habla del momento cómico como un instrumento contra la seriedad de
los pastores (p.384). La risa que le parecía peligrosa a Jorge era la que se producía en el carnaval
de pueblo, esta “liberaba al aldeano del miedo al diablo, porque en la fiesta de los tontos también
el diablo parece pobre y tonto, y, por tanto, controlable” (p.383). La fiesta de los tontos es el
carnaval que se celebraba en las plazas de los pueblos medievales; una de las visiones que Abso
tiene dentro de la iglesia ilustra cada aspecto del carnaval medieval y las diferencias con la forma
de vida monástica, dicho contraste permite comprender el origen de la cólera de Jorge de Burgos.
Mientras se cantaba el Dies irae, Abso comenzó a sentir que sus ojos se cerraban y sintió
adormecerse como por el efecto de un narcótico, así como en un sueño o visión se vio ingresando
por un pasillo hasta llegar al umbral del refectorio que estaba adornado como para una fiesta o
mejor dicho un carnaval.
Según Bajtin (2003) el momento del carnaval representa una suspensión momentánea de la
realidad que da paso a un “mundo al revés” donde se ofrecía “una visión del contexto, del hombre
y de las relaciones humanas totalmente diferente, deliberadamente no-oficial, exterior a la Iglesia
y al Estado; parecían haber construido, al lado del mundo oficial, un segundo mundo y una segunda
vida” (p.8). Los dos mundos del hombre medieval aparecen simbolizados en el paso de la realidad
a la visión experimentada por Abso en la iglesia. En un sentido formal, el hombre medieval existía
la mayor parte del tiempo en determinado cronotopo vinculado con lo real (trabajo, familia,
iglesia), durante las celebraciones el cronotopo real produce un nuevo cronotopo que platea sus
propias reglas de interacción de espacio y tiempo, es independiente del original pero extrae
elementos de él y lo distorsiona.
El cronotopo primigenio incluye la realidad tangible de Abso fuera del sueño (la iglesia, las
muertes, la biblioteca, etc.) cuando se adormece en la iglesia se abre un cronotopo pequeño que se
separa del externo, al mismo tiempo que toma algunos elementos del mismo para someterlos a su
propia dinámica. El motivo, en el sentido formal, que produce el cronotopo, es decir el sueño de
Abso ilustra el carácter casi onírico del carnaval, pues como el sueño, el carnaval es un momento
fuera de la realidad que al mismo tiempo la representa.
Durante el carnaval no existen las leyes reguladoras de la moral y la ética, en su
lugar se vive según “las leyes de la libertad” y “la abolición provisional de las relaciones
jerárquicas” (p.12). La visión de Abso muestra este principio cuando al entrar al refectorio ve al
Abad, vestido de fiesta, y junto a él, Jorge bebiendo una gran jarra de vino, y el cillerero vestido
como Bernardo Gui. En la realidad fuera de la visión, hay una distinción marcada entre el inquisidor
y el hereje, sin embargo, el carnaval elimina la jerarquía y se proyecta hacia la formación de una
familiaridad entre los participantes. El establecimiento de una relación igualitaria lleva a modificar
las formas verbales que se utilizan en el acto comunicativo. El lenguaje del carnaval está ceñido
por las groserías, “entrad hijos de puta” dice el abad para convidar a todos al festín. Sin embargo,
en el fragmento anterior las groserías van dirigidas hacia la santo, Bajtin interpreta esto como un
proceso ambivalente que “degrada y mortifica a la vez que regenera y renueva”.
La parodia sacra es otro elemento que se forma como resultado de la abolición de jerarquías,
estas llevaban fija la vista en las divinidades como un acto de “desentronización”. Con ese fin los
participantes incurrían en la tergiversación de las escrituras con fines humorístico: el cillerero
sostenía un libro de relatos que “contaban cómo Jesús decía bromeando al apóstol que era una
piedra y que sobre esa piedra desvergonzada que rodaba por la llanura fundaría su iglesia; o el
cuento de San Jerónimo, que comentaba la biblia diciendo que Dios quería desnudar el trasero de
Jerusalén” (p.345). Tergiversar los textos sagrados de esa forma era inconcebible en la realidad
material de Abso, en cambio en el momento del carnaval no había regla que lo impidiera.
Este lenguaje es un medio de profanación de lo sacro, sin embargo, también hay una
producción de símbolos que tienen dicha finalidad, a través de la ridiculización o parodia y
sensualización de las figuras santas. Dicho esquema también forma parte del “mundo al revés”
antes explicado. Durante la estadía en el refectorio, Abso observa que ingresan una procesión de
las vírgenes ricamente ataviadas entre las cuales parecían estar la Virgen María. Ruth, Sara, Susana
y otras mujeres que mencionan las escrituras. El novicio, además, se fija que “Salomón” el rey más
sabio y rico, hace el papel de sirviente al poner la mesa, que “Eva se reclinó sobre una hoja, Caín
entró arrastrando un arado, Abel vino con un cubo para ordenar a Brunello, Noé hizo una entrada
triunfal remando en el arca, Abraham se sentó debajo de un árbol, Isaac se echó sobre el altar de
oro de la iglesia, Moisés se acurrucó sobre una piedra”. Los personajes toman elementos de su
historia y reproducen su función bíblica, ya no con fines moralizantes, sino que están al nivel de lo
terreno. Verlos reproducir su patrón fuera de su contexto le otorga una connotación humorística.
Como ya se ha mencionado, el carnaval se nutre de la realidad dentro de la que se produce,
la realidad inmediata de Abso, por eso se incluyen elementos como el libro en forma de escorpión
que leen el cillerero, aludiendo a la última frase de Malaquías antes de morir: “dijo que tenía la
fuerza de mil escorpiones” o como la ordenación del cillerero por parte de Jorge: “Tu serás el
próximo Abad”, siendo la manipulación de Jorge en la imposición del Abad y el bibliotecario un
elemento de la vida real.
Ante este panorama y la libertad del vulgo, era natural que Jorge se sintiera a luchar a
cualquier atisbo de carnavalización que se produjera en su presencia. El hecho de que exista un
libro sobre la risa implica la intelectualización de esta, su regeneración como un sistema construido
bajo premisas válidas. Jorge rehuía a este hecho porque implicaría que las nociones que atacaban
la fe serían intelectualmente válidas.

Apocalipsis de Juan

En El nombre de la rosa el libro de la revelación de Juan tiene un impacto determinante en


el argumento de la novela. La relación comienza con la figura del anciano Alinardo, prototipo de
la visión apocalíptica del hombre medieval, quien relaciona cada hecho de su entorno con el
cumpliento de las profecías de Juan. Ya se mencionó y conviene ampliar, el impacto psicológico
que proyectaba este libro en las sociedad medieval, Eco (2007) argumenta que “para quienes vivían
en unos siglos atormentados por las invasiones y las masacres que siguieron a la caída del imperio
romano, la visión de Juan no era una fantasía mística, sino el retrato auténtico de lo que estaba
sucediendo y la amenaza de lo que había de suceder aún” (p.80). El miedo los orillaba a interpretar
cuaquier acontecimiento como el cumplimiento de la profecía, Alinardo manifiesta ese modo de
interpretación al ver en las muertes elementos propios del Apocalipsis:
¿No te han dicho cómo murió el otro muchacho, el miniaturista? El primer ángel ha soplado por la
primera trompeta y ha habido granizo y fuego mezclado con sangre. Y el segundo ángel ha soplado
por la segunda trompeta y la tercera parte del mar se ha convertido en sangre... ¿Acaso el segundo
muchacho no murió en un mar de sangre? ¡Cuidado con la tercera trompeta! Morirá la tercera parte
de las criaturas que viven en el mar. Dios nos castiga. Todo el mundo alrededor de la abadía está
infestado de herejía, me han dicho que en el trono de Roma hay un papa perverso que usa hostias
para prácticas de nigromancia, y con ellas alimenta a sus morenas... Y aquí hay alguien que ha
violado la interdicción y ha roto los sellos del laberinto.

El viejo monje le dice a Guillermo que cada muerte concuerda con una trompeta del
Apocalipsis, así Guillermo guían su investigación en torno a esta concepción. Las profecías llegan
a cumplirse una a una y culminan con la quema de la biblioteca, que es símbolo del mundo. La
investigación del monje franciscano en torno a las trompetas del Apocalipsis se desarrolla como
metáfora de la relación entre Lector Modelo y lector empírico que Eco (1993) plantea en su Lector
in fabula.
La lectura se relaciona con una actividad detectivesca que demanda un método obsesivo de
sospecha para llegar a percibir, en los fenómenos aparentemente irrelevantes, datos relevantes que
contribuyen a la investigación (Eco, 1993, p.99). El misterio de la muerte de los monjes es metáfora
del enigma que plantea inicialmente un texto en cuanto a su significado. Según Eco este tipo de
textos:
…postula a su destinatario como condición indispensable no sólo de su propia capacidad
comunicativa concreta, sino también de la propia potencialidad significativa. En otras
palabras, un texto se emite para que alguien lo actualice incluso cuando no se espera (o no
se desea) que ese alguien exista concreta y empíricamente (1981: 76-77).

En El nombre de la Rosa Guillermo hace el papel del destinatario ideal; su trabajo es


actualizar la cadena de artificios expresivos, porque la verdad sobre el misterio está codificado una
aglomeración de significantes puros que necesitan un significado. La estrategia organizada por un
autor prevé este tipo de lector que deberá cooperar en la descodificación del misterio textual como
ha sido prevista por él. El quinto día en la abadía cuando Guillermo ya ha unido todos los
significados de las muertes anteriores sube hacia la biblioteca para descubrir a Jorge de Burgos.
Este lo recibe con un “sabía que llegarías” y añade “Desde el primer día comprendí que me
comprenderías” (p.376). En este punto de la narración ya es conocido que el anciano es el artífice
de todos los crímenes o mejor dicho el “autor empírico” del misterio. Cuando saluda al franciscano
deja en claro que confiaba en las competencias intelectuales y vitales de Guillermo para descifrar
el enigma que había creado; este reconocimiento equivale a nombralo el Lector Modelo de sus
asesinatos.
Para que su misterio pudiera revelarse el crimen de Jorge necesitaría determinado tipo de
individo que lo interpretara, este debería ser un eciclopedista por excelencia, un lector acusioso,
que supiera griego, que poseyera la capacidad de descifrar gerogrífico y que no fuera del todo
obediente a la palabra de Abad. Cada una de estas competencias eran necesarias para que los signos
ligados al crimen fueran actualizados.
Eco argumenta que “prever el correspondiente Lector Modelo no significa sólo "esperar" que
éste exista, sino también mover el texto para construirlo” (p.81). El teórico italiano compara esta
acción del lector empírico como una estrategia de guerra donde las estrategias deben preveer los
movimientos del otro. En el plano de la novela, esta concienzuda vigilancia del autor se ve
confirmada cuando Jorge le confiesa a Guillermo que vigiló uno a uno sus paso:
…te he oído interrogando a los otros monjes. Todas preguntas justas. Pero nunca sobre la biblioteca,
como si ya conocieses todos sus secretos. Una noche llamé a la puerta de tu celda, y no estabas. Sin
duda, estabas aquí. Habían desaparecido dos lámparas de la cocina, se lo oí decir a un sirviente. Y,
por último, cuando el otro día en el nártex, Severino se acercó a hablarte de un libro, estuve seguro
de que seguías la misma pista que yo.
En esta contiunua vigilancia Jorge se asegura que “el conjunto de competencias a que se
refiere es el mismo al que se refiere su lector.” (Eco, 1993, p.80). Esta constante vigilancia le
permite mover el texto en pro de la comprensión, por ejemplo, él está al tanto de que la frase de
Alinardo pudo haber influído en la interpretación de Guillermo, por eso, cuando manda a Malaquias
a recuperar el texto cueste lo que cueste le dice que no lo lea puesto que tiene “la fuerza de mil
escorpiones”. Este pequeño dato coincide con la interpretación que había construído Guillermo
alrededor de las trompetas del Aplocalipsis, puesto que los escorpiones coinciden perfectamente
con la quinta trompeta. Además, la última trompeta alude al juicio por fuego y el mismo Jorge se
encarga de quemar la Biblioteca.
Si seguimos la noción de interpretación medieval estos concimientos eran aún más precisos
de los que propone la noción moderna del desciframiento de los signos. En el medioevo la tarea
interpretativa es un campo controlado por el autor; así lo evidencian la cantidad de diccionarios de
símbolos y enciclopedias. En este sentido se establece hay una estrecha relación ideológica entre
el Lector Modelo y autor empírico, donde ambos manejan las mismas competencias intelectuales.
Es por eso que los debates entre Guillermo y Jorge son infatigables, ambos con el mismo grado de
ingenio, a tal punto llegaba su similitud que Abso menciona que en silencio se admiraban
mutuamente.

La rosa
Eco en sus Apostillas menciona que fue el hexámetro de Sor Juana Inés de la Cruz que
inspiró el título del libro: Rosa que al prado, encarnada, / te ostentas presuntuosa/ de grana y carmín
bañada/ campa lozana y gustosa: / pero no, que siendo hermosa/ también serás desdichada.
Además, el autor italiano añade que el poema fue extraído de De contemptu mundi de Bernardo
Morliacense, un monje benedictino del siglo XII, este añade que “de quede todo eso que desaparece
sólo nos quedan meros nombres” (p.).
La rosa como símbolo puede aludir a una infinidad de significaciones, puede ser símbolo
de la fugacidad de la vida, aludir a los alquimistas o cristiano, también puede significar el amor
terrenal de Abso o la sangre derramada por Jorge. En fin, un lector acucioso podría caer en una
interpretación neurótica de este signo y encontrar relaciones lógicas que respalden sus conjeturas.
En sus Apostillas… Eco abala el carácter plurisignificativo de la rosa: “La idea se me ocurrió por
casualidad, y me gustó porque la rosa es una figura simbólica tan densa, que por tener tantos
significados, ya los ha perdido todos: rosa mística, y como rosa ha vivido lo que viven las rosa, los
rosacruces” (p.685). Según el testimonio del escritor, el papel principal de la rosa es significar,
tener no sólo uno sino varios representamen.
Que la rosa medieval haya sido signo de muy variado significado pone en evidencia lo que
Eco (1999) llama el proceso metal por excelencia que caracteriza el espíritu medieval: se trata de
la visión simbólica y alegórica del universo (p.68). Además, el autor italiano cita a Huizinga (1919)
quien menciona que esa efervescencia simbólica se sintetiza en las palabras de Pablo a los corintios:
«Ahora miramos por medio de un espejo en una palabra oscura, pero entonces estaremos cara a
cara” (p. 68). Para el hombre medieval todo cuanto lo rodeaba estaba dotado de un significado
divino, el mundo era la manifestación de Dios.
Abso ejemplifica muy bien esta mentalidad simbólica cuando toma las huella mnéticas que
conserva de la muchacha después de su encuentro en la cocina para buscarle una materialidad en
la naturaleza:
Porque la verdad es que «veía» a la muchacha, la veía en las ramas del árbol desnudo, que palpitaban
levemente cuando algún gorrión aterido volaba hasta ellas en busca de abrigo; la veía en los ojos de
las novillas que salían del establo, y la oía en el balido de los corderos que se cruzaban en mi camino.
Era como si toda la creación me hablara de ella…

El novicio busca referentes que tengan “el olor de la rosa”, es decir que motiven el recuerdo
de la joven. Posiblemente, la forma cómo el gorrión busca refugio en las ramas del árbol sea un
recordatorio de su propia condición respecto a la muchacha; o los ojos de la novilla le recuerden la
feminidad y fragilidad que percibió en el encuentro. No se puede negar que la estructura fisiológica
de la joven es diferente a las ramas y a las novillas, puesto que no es la materialidad la que motiva
el sentido alegórico sino la esencia.
El principio que rige la actividad simbólica de la edad media es, en su mayoría, teocéntrica: “Dios
crea de manera admirable e inefable en todas las criaturas, manifestándose a sí mismo, haciéndose
visible y cógnito de oculto e incomprensible” es decir, lo que cada signo pretende es darle
materialidad a lo invisible. El hombre medieval desea llegar al conocimiento profundo de Dios a
través del principio hermético de la correspondencia (“como es arriba así es abajo”). Así que como
es inconcebible conocer a Dios como una entidad concreta y directa, para solventar dicha ausencia
el hombre medieval construyó símbolos que pudiera representarlo.
En Obra abierta Eco da un guiño que apoya esta concepción, él dice que para el
desciframiento de los símbolos “se tiene sólo una rosa de resultados de goce rígidamente prefijados
y condicionados (…) por las enciclopedias, por los bestiarios y por los lapidarios de la época; el
simbolismo es objetivo e institucional” (p.34-35). Eco nos introduce otra rosa, esta funciona como
reguladora de la labor interpretativa en la edad media. El nombre de la rosa manifiesta varias
connotaciones, semejante a la primera “rosa”, sin embargo, no se puede obviar que la mayoría de
las significaciones están reguladas por la segunda rosa. Así lo evidencian las páginas anteriores
donde se interpreta la arquitectura de la abadía y el Apocalipsis, las interpretaciones que resultan
dejan claro que existía un lenguaje preciso para referir ciertas cosas y un modo determinado de
leerlas. Si la Biblia, por ejemplo, “nombra flores, prodigios de naturaleza, piedras, si pone en juego
sutilezas matemáticas, habrá que buscar en el saber tradicional cuál es el sentido de esa piedra, de
esa flor, de ese monstruo, de ese número” (p.83).
Esta forma de comprensión simbólica se aleja notablemente de la infinita y variada cantidad
de significados que el hermetismo le atribuye a la actividad interpretativa. Ellos plantean que como
Dios es infinito y su infinidad se refleja en el mundo, cada elemento que lo refleja es igual de
infinito. Estas ideas vinieron de Hermes y de los pocos fragmentos de su obra, salvados del incedio
de la biblioteca de Alejandría. Es interesante la semejanza entre este dato y la quema de la
biblioteca de la abadía con los fragmentos que Gullermo logra salvar de la biblioteca. ¿Eran esos,
en una significación oculta, los escritos de Hermes? Fue esta nueva razón la que Abso prevenía
cuando escribió: “Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla” (p.404).
De alguna manera, con esta referencia escondida Eco también, previene al lector sobre el curso
interpretativo que tomará su próxima publicación: El péndulo de Foucault.
Bibliografía

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