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A) INSTAURACIÓN DE LA MONARQUÍA
Desde la entrada en la Tierra prometida Israel comienza un proceso que le lleva a establecerse en Canaán como
"pueblo de Dios" en medio de otros pueblos. La experiencia del largo camino por el desierto, bajo la guía directa
de Dios, le ha enseñado a reconocer la absoluta soberanía de Dios sobre ellos. Dios es su Dios y Señor. Durante
el período de los Jueces no entra en discusión esta presencia y señorío de Dios. Pero, pasando de nómadas a
sedentarios, al poseer campos y ciudades, su vida y fe comienza a cambiar. Las tiendas se sustituyen por casas,
el maná por los frutos de la tierra, la confianza en Dios, que cada día manda su alimento, en confianza en el trabajo
de los propios campos. Al pedir un rey, "como tienen los otros pueblos", Israel está cambiando sus relaciones con
Dios. En Ramá Samuel y los representantes del pueblo se enfrentan en una dura discusión: "Mira, tú eres ya viejo.
Nómbranos un rey que nos gobierne, como se hace en todas las naciones" (1S 8,5; Hch 3,21-23). Samuel,
persuadido por el Señor, cede a sus pretensiones y, como verdadero profeta del Señor, descifra el designio divino
de salvación incluso en medio del pecado del pueblo. Samuel lee al pueblo toda su historia, jalonada de abandonos
de Dios y de gritos de angustia, a los que Dios responde fielmente con el perdón y la salvación. Pero el pueblo se
olvida de la salvación gratuita de Dios y cae continuamente en la opresión. El pecado de Israel hace vana la
salvación de Dios siempre que quiere ser como los demás pueblos. Entonces experimenta su pequeñez y queda a
merced de los otros pueblos más fuertes que él (1S 12,6-11). Esta historia, que Samuel recuerda e interpreta al
pueblo, se repite constantemente, hasta el momento presente (1S 12,12-15).
Samuel califica a la monarquía de idolatría. Pero Dios, en su fidelidad a la elección de Israel, mantiene su alianza
y transforma el pecado del pueblo en bendición. El rey, reclamado por el pueblo con pretensiones idolátricas, es
transformado en don de Dios al pueblo: "Dios ha constituido un rey sobre vosotros" (1S 12,13). Dios saca el bien
incluso del mal, cambia lo que es expresión de abandono en signo de su presencia amorosa en medio del pueblo
(Rm 5,20-21). Samuel unge como rey, primero, a Saúl y, después, a David.
Samuel se retira a Ramá, donde muere y es enterrado con la asistencia de todo Israel a sus funerales. Así le
recuerda el Eclesiástico: "Amado del pueblo y de Dios. Ofrecido a Dios desde el seno de su madre, Samuel fue
juez y profeta del Señor. Por la palabra de Dios fundó la realeza y ungió príncipes sobre el pueblo. Según la ley
del Señor gobernó al pueblo, visitando los campamentos de Israel. Por su fidelidad se acreditó como profeta; por
sus oráculos fue reconocido como fiel vidente. Invocó al Señor cuando los enemigos le acosaban por todas partes,
ofreciendo un cordero lechal. Y el Señor tronó desde el cielo, se oyó el eco de su voz y derrotó a los jefes enemigos
y a todos los príncipes filisteos. Antes de la hora de su sueño eterno, dio testimonio ante el Señor y su ungido:
¿De quién he recibido un par de sandalias? y nadie reclamó nada de él. Y después de dormido todavía profetizó
y anunció al rey (Saúl) su fin; del seno de la tierra alzó su voz en profecía para borrar la culpa del pueblo" (Si
46,13-20). Samuel, el confidente de Dios desde su infancia, es su profeta, que no deja caer por tierra ni una de
sus palabras. Con su fidelidad a Dios salva al pueblo de los enemigos y de sí. Es la figura del hombre de fe, que
acoge la palabra de Dios, y deja que ésta se encarne en él y en la historia. Es la figura de Cristo, el siervo de Dios,
que vive y se nutre de la voluntad del Padre, aunque pase por la muerte en cruz.
Saúl es el primer rey de Israel. Con él se instaura la monarquía, deseada por el pueblo, contradiciendo la elección
de Dios, que separó a Israel de en medio de los pueblos, uniéndose a él de un modo particular: "Tú serás mi pueblo
y yo seré tu Dios". Samuel encuentra a Saúl en el campo, buscando unas asnas perdidas, toma el cuerno de aceite
y lo derrama sobre su cabeza, diciendo: "El Señor te unge como jefe de su pueblo Israel; tú gobernarás al pueblo
del Señor, tú lo salvarás de sus enemigos" (1S 9-10). El espíritu de Dios invade a Saúl, que reúne un potente
ejército y salva a sus hermanos de Yabés de Galaad de la amenaza de los ammonitas. El pueblo, tras esta primera
victoria, le corona solemnemente como rey en Guilgal (1S 11). Reconocido como rey, Saúl comienza sus
campañas victoriosas contra los filisteos. Pero la historia de Saúl es dramática. Ante la amenaza de los filisteos,
concentrados para combatir a Israel con un ejército inmenso como la arena de la orilla del mar, los hombres de
Israel se ven en peligro y comienzan a esconderse en las cavernas. En medio de esta desbandada, Saúl se siente
solo, esperando en Dios que no le responde y aguardando al profeta que no llega. En su miedo a ser completamente
abandonado por el pueblo llega a ejercer hasta la función sacerdotal, ofreciendo holocaustos y sacrificios, lo que
provoca el primer reproche airado de Samuel: "¿Qué has hecho?".
Saúl se condena a sí mismo, tratando de dar las razones de su actuación. Ha buscado la salvación en Dios, pero
actuando por su cuenta, sin obedecer a Dios y a su profeta. Se arroga, para defender su poder, el ministerio
sacerdotal: "Como vi que el ejército me abandonaba y se desbandaba y que tú no venías en el plazo fijado y que
los filisteos estaban ya concentrados, me dije: Ahora los filisteos van a bajar contra mí a Guilgal y no he
apaciguado a Yahveh. Entonces me he visto obligado a ofrecer el holocausto". Samuel le replica: "Te has portado
como un necio. Si te hubieras mantenido fiel a Yahveh, El habría afianzado tu reino para siempre sobre Israel.
Pero ahora tu reino no se mantendrá. Yahveh se ha buscado un hombre según su corazón, que te reemplazará"
(1S 13).
Samuel se aleja hacia Guilgal siguiendo su camino. Pero Samuel vuelve a enfrentarse con Saúl para anunciarle el
rechazo definitivo de parte de Dios. Saúl, el rey sin discernimiento, pretende dar culto a Dios desobedeciéndolo.
Enfatuado por el poder, que no quiere perder, se glorifica a sí mismo y condesciende con el pueblo, para buscar
su aplauso, aunque sea oponiéndose a la palabra de Dios. Samuel se presenta y le dice: "Escucha las palabras del
Señor, que te dice: Voy a tomar cuentas a Amalec de lo que hizo contra Israel, cortándole el camino cuando subía
de Egipto. Ahora ve y atácalo. Entrega al exterminio todo lo que posee, toros y ovejas, camellos y asnos, y a él
no le perdones la vida". Amalec es la expresión del mal y Dios quiere erradicarlo de la tierra. La palabra de Dios
a Saúl es clara. Pero Saúl es un necio, como le llama Samuel, ni escucha ni entiende. Dios entrega en sus manos
a Amalec. Sin embargo Saúl pone su razón por encima de la palabra de Dios y trata de complacer al pueblo y a
Dios, buscando un compromiso entre Dios, que le ha elegido, y el pueblo, que le ha aclamado. Perdona la vida a
Agag, rey de Amalec, a las mejores ovejas y vacas, al ganado bien cebado, a los corderos y a todo lo que valía la
pena, sin querer exterminarlo; en cambio, extermina lo que no vale nada. Entonces le fue dirigida a Samuel esta
palabra de Dios: "Me arrepiento de haber constituido rey a Saúl, porque se ha apartado de mí y no ha seguido mi
palabra" (1S 15,1-10).
Samuel va a buscar a Saúl. Cuando Saúl le ve ante sí, le dice: "El Señor te bendiga. Ya he cumplido la orden del
Señor". El orgullo le ha hecho inconsciente e insensato, creyendo que puede eludir el juicio del Señor. Pero
Samuel le pregunta: "¿Y qué son esos balidos que oigo y esos mugidos que siento?". Saúl contesta: "Los han
traído de Amalec. El pueblo ha dejado con vida a las mejores ovejas y vacas, para ofrecérselas en sacrificio a
Yahveh, tu Dios". Samuel no se deja engañar y le replica: "¿Acaso se complace Yahveh en los holocaustos y
sacrificios como en la obediencia a su palabra? Mejor es obedecer que sacrificar, mejor la docilidad que la grasa
de los carneros. Por haber rechazado la palabra de Yahveh, El te rechaza hoy como rey". Samuel, pronunciado el
oráculo del Señor, se da media vuelta para marcharse, pero Saúl se agarra a la orla del manto, que se rasgó (Le
23,45). El manto rasgado es el signo de la ruptura definitiva e irreparable, como explica Samuel, mientras se aleja:
"El Señor te ha arrancado el reino de Israel y se lo ha dado a otro mejor que tú" (1S 1,12-28; Os 6,6; Am 5,21-
25; Mt 27,51).
"Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitando una fuerza de
salvación en la Cala de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas"
(Lc 1,68-70).
David, Rey
En la Biblia, el nombre de David sólo lo ostenta el segundo rey de Israel, el bisnieto de Booz y Rut (Rut 4 18
ss.). Era el más joven de los ocho hijos de Isaí, o Jesé (I Reyes 16 8; cf. I Cro 2 13), un pequeño propietario de la
tribu de Judá que habitaba en Belén, dónde nació David. Nuestro conocimiento de la vida y características de
David se deriva exclusivamente de las páginas de Sagrada Escritura (ver I R 16; II R 2; I Cro 2, 3 y 10-19; Rut 4
18-22) y los títulos de muchos Salmos. Según la cronología usual, David nació en 1085 y reinó de 1055 a 1015
a.C. Recientes escritores han datado su reinado, deduciéndolo de inscripciones asírias, unos 30 ó 50 años más
tarde. Por las limitaciones, no es posible dar más que un esbozo de los eventos de su vida y una simple estimación
de sus características y su importancia en la historia del pueblo elegido, como rey, salmista, profeta e imagen del
Mesías.
La historia de David se divide en tres períodos: (1) antes de su elevación al trono; (2) su reinado, en Hebrón sobre
Judá y en Jerusalén sobre todo Israel, hasta su pecado; (3) su pecado y sus últimos años. Aparece primero en la
historia sagrada como un joven pastor que cuidaba los rebaños de su padre en los campos cercanos a Belén,
"rubio, de bellos ojos y hermosa presencia”.
Samuel, el profeta y último de los jueces, fue enviado a ungirlo en lugar de Saúl. a quien Dios había rechazado
por su desobediencia. Los relatos de David no parecen haber reconocido la importancia de esta unción que lo
marcó como sucesor al trono después de la muerte de Saúl.
Durante un período de enfermedad, cuando un espíritu maligno atormentaba a Saúl, David fue llevado a la corte
para aliviar al rey tocando el arpa. Ganó la gratitud de Saúl y lo puso al frente del ejército, pero su estancia en la
corte fue breve. Más tarde, mientras sus tres hermanos mayores estaban en el campo, luchando bajo Saúl contra
los Filisteos, David fue enviado al campamento con algunos comestibles y regalos; allí oyó las palabras con las
que el gigante, Goliat de Gat, desafiaba a todo Israel a un combate singularizar y él se ofreció para matar al filisteo
con la ayuda de Dios. Su victoria sobre Goliat provocó la derrota del enemigo. Las preguntas de Saúl a Abner en
este momento, parecen implicar que él nunca había visto antes a David, sin embargo, como hemos visto, David
ya había estado en la corte. Se han hecho varias conjeturas para explicar esta dificultad. Como el pasaje hace
pensar en una contradicción en el texto hebreo, es omitido por la traducción de los Setenta, algunos autores han
aceptado el texto griego en preferencia al hebreo. Otros suponen que el orden de las narraciones se ha confundido
en nuestro texto hebreo actual. Un solución más simple y más probable mantiene que, en la segunda ocasión, Saúl
sólo preguntó a Abner por la familia de David y sobre su infancia. Antes no había prestado atención a estas cosas.
La victoria de David sobre Goliat le ganó la amistad entrañable de Jonatán, el hijo de Saúl. Obtuvo un lugar
permanente en la corte, pero su gran popularidad y las imprudentes canciones de las mujeres excitaron los celos
del rey, que intentó matarlo en dos ocasiones. Como jefe de mil hombres buscó nuevos riesgos para ganar la mano
de Merab, la hija mayor de Saúl: pero, a pesar de la promesa del rey, fue dada a Adriel de Mejolá. Mical, la otra
hija de Saúl, estaba enamorada de David, y, con la esperanza de que finalmente fuera muerto por los Filisteos, su
padre prometió dársela en matrimonio, con tal de que David matara a cien Filisteos. David tuvo éxito y se caso
con Mical. Este éxito, sin embargo, hizo temer más a Saúl y finalmente le indujo a ordenar que debiera matarse a
David. Por mediación de Jonatán fue perdonado durante un tiempo, pero el odio de Saúl le obligó finalmente a
huir de la corte.
Primero fue a Ramá y desde allí, con Samuel, a Nayot. Los grandes esfuerzos de Saúl por asesinarlo eran frustrado
por la interposición directa de Dios. Una entrevista con Jonatán le convenció de que la reconciliación con Saúl
era imposible y de que, para el resto del reino, él era un desterrado y un bandido. En Nob, David y sus compañeros
fueron armados por el sacerdote Ajimélec, que después fue acusado de conspiración y asesinado con todos sus
sacerdotes. De Nob, David fue a la corte de Aquis, rey de Gat, de donde escapó de la muerte fingiendo locura.
En su retorno se convirtió en cabeza de una banda de aproximadamente cuatrocientos hombres, algunos parientes
suyos otros entrampados y desesperados, que se reunieron en la cueva o refugio de Adulán. Poco tiempo después
su número llegó a seiscientos. David liberó la ciudad de Queilá de los filisteos, pero fue obligado a huir de nuevo
de Saúl. Su siguiente morada fue el desierto de Zif, memorable por la visita de Jonatán y por la alevosía de los
zifitas que avisaron al rey. David se libró por la llamada a Saúl para rechazar un ataque de los filisteos. En los
desiertos de Engadí estuvo de nuevo en gran peligro; pero, cuando Saúl estaba a su merced, él generosamente le
perdonó la vida. La aventura con Nabal, el matrimonio de David con Abigail, y una segunda ocasión rehusada de
matar a Saúl, fueron seguidas por la decisión de David de ofrecer sus servicios a Aquis de Gat y así poner fin a la
persecución de Saúl. Como vasallo del rey filisteo, se estableció en Sicelag, desde donde hizo incursiones a las
tribus vecinas, devastando sus tierras y no dejando con vida hombre ni mujer. Pretendiendo que estas expediciones
eran contra su propio pueblo de Israel, se aseguró el favor de Aquis. Sin embargo, cuando los filisteos se
prepararon en Afec para emprender la guerra contra Saúl, los otros príncipes no fueron partidarios de confiar en
David, y él regresó a Sicelag. Durante su ausencia había sido atacada por los amalecitas. David los persiguió,
destruyó sus fuerzas y recuperó todo su botín. Entretanto había tenido lugar la fatal batalla en el monte de Gelboé,
en la que Saúl y Jonatán fueron muertos. La elegía conmovedora, que se conserva para nosotros en II Reyes 1, es
un arranque de pesar de David por su muerte.
Por mandato de Dios, David, que tenía ahora treinta años, subió a Hebrón para reclamar el poder real. Los hombres
de Judá lo aceptaron como rey y fue ungido de nuevo, solemne y públicamente. Por influencia de Abner, el resto
de Israel permanecía fiel a Isbóset, hijo de Saúl. Abner atacó las fuerzas de David, pero fue derrotado en Gabaón.
La guerra civil continuó durante algún tiempo, pero el poder de David aumentaba continuamente. En Hebrón tuvo
seis hijos: Amnón, Quilab, Absalón, Adonías, Sefatías, y Yitreán. Como resultado de una riña con Isbóset, Abner
hizo maniobras para llevar a todo Israel bajo el poder de David; sin embargo, fue alevosamente asesinado por
Joab, sin el consentimiento del rey. Isbóset fue asesinado por dos benjamitas y David fue aceptado por todo Israel
y ungido rey. Su reinado en Hebrón sobre Judá había durado siete años y medio.
David tuvo éxito en sus sucesivas guerras, haciendo de Israel un estado independiente y provocando que su
propio nombre fuera respetado por todas las naciones circundantes. Una notable hazaña fue, al principio de su
reinado, la conquista de la ciudad jebusita de Jerusalén, a la que hizo capital de su reino, “la ciudad de David”, el
centro político de la nación. Construyó un palacio, tomó más esposas y concubinas, y engendró más hijos e hijas.
Habiéndose liberado del yugo de los filisteos, resolvió hacer de Jerusalén el centro religioso de su pueblo,
transportando el Arca de la Alianza (ver artículo) desde Baalá (Quiriat Yearín). La trajo a Jerusalén y la puso en
la nueva tienda construida por el rey. Después, cuando propuso construir un templo para ella, le fue dicho, por el
profeta Natán, que Dios había reservado esta tarea para su sucesor. En premio a su piedad, le fue hecha la promesa
de que Dios le construiría a una casa y establecería su reino para siempre.
No hay detalles sobre las diversas guerras emprendidas por David; sólo tenemos algunos hechos aislados. La
guerra con los amonitas es recordada de un modo más completo porque, cuando su ejército estaba en el campo
durante esta campaña, David cometió los pecados de adulterio y asesinato, atrayendo por ello grandes calamidades
para él y su casa. Estaba entonces en la plenitud de su poder, era un gobernante respetado por todas las naciones,
del Eufrates al Nilo. Después de su pecado con Betsabé y el asesinato indirecto de Urías su marido, David la
convirtió en su esposa. Pasço un año de arrepentimiento por su pecado, pero su contrición fue tan sincera que
Dios le perdonó; aunque, al mismo tiempo, le anunció los severos sufrimientos que le sucederían. El espíritu con
que David aceptó estas penas lo ha hecho en todo tiempo modelo de penitentes. El incesto de Amnón y el
fratricidio de Absalón (ver artículo) trajeron la vergüenza y la aflicción a David. Absalón permaneció tres años
en el destierro. Cuando fue llamado de regreso, David lo mantuvo en desgracia durante dos años más y entonces
le restauró a su anterior dignidad, sin ninguna señal de arrepentimiento. Molesto por el tratamiento de su padre,
Absalón se consagró durante los siguientes cuatro años a seducir a la gente y finalmente se proclamó rey en
Hebrón. David fue cogido por sorpresa y obligado a huir de Jerusalén. Las circunstancias de su huída se narran
en la Escritura con gran simplicidad y patetismo. El rechazo de Absalón del consejo de Ajitófel y su consecuente
retraso en la persecución del rey, hizo posible a éste último reunir sus fuerzas y vencer en Majanáin dónde Absalón
murió. David retornó triunfante a Jerusalén. Una gran rebelión bajo Seba fue reprimida rápidamente en el Jordán.
En este punto de la narración de II de Reyes leemos que “hubo hambre, en los días de David, durante tres años
consecutivos”, en castigo por el pecado de Saúl contra los gabaonitas. A su llamada, siete de la familia de Saúl
fueron entregados para ser crucificados. No es posible fijar la fecha exacta de la hambruna. En otras ocasiones,
David mostró gran compasión con los descendientes de Saúl, sobre todo con Mefibóset, el hijo de su amigo
Jonatán. Después de una breve mención de cuatro expediciones contra los filisteos, el escritor sagrado recuerda
un pecado de orgullo por parte de David en su resolución de hacer un censo del pueblo. Como penitencia por este
pecado, se le permitió escoger entre hambre, derrotas o peste. David escogió la tercera y en tres días murieron
70.000. Cuando el ángel estaba a punto de golpear Jerusalén, Dios se apiadó y cesó la peste. David fue enviado a
ofrecer un sacrificio en la era de Arauná, el lugar del futuro templo.
Los últimos días de David fueron perturbados por la ambición de Adonías, cuyos planes para la sucesión fueron
frustrados por Natán, el profeta, y Betsabé, la madre de Salomón. El hijo que nació después del arrepentimiento
de David, fue elegido con preferencia sobre sus hermanos mayores. Para asegurarse que Salomón le sucedería en
el trono, David lo había ungido públicamente. Las últimas palabras recogidas del anciano rey son una exhortación
a Salomón a ser fiel a Dios, premiar a los sirvientes fieles y para castigar a los malos. David falleció a la edad de
setenta años, tras haber reinado en Jerusalén treinta y tres años. Fue enterrado en el Monte Sión. San Pedro dice
que su tumba todavía existía en el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles
(Hch 2 29). David es honrado por la Iglesia como un santo. Se le cita en el Martirologio romano, el 29 de
diciembre.
El carácter histórico de las narraciones sobre la vida de David ha sido atacado principalmente por escritores que
han desatendido el propósito del narrador de I Cro. Este pasa por encima los acontecimientos que no están
relacionadas con la historia del Arca. En los Libros de los Reyes se narran los eventos principales, buenos y malos.
La Biblia recuerda los pecados de David y sus debilidades sin excusa ni paliativos, pero también recuerda su
arrepentimiento, sus actos de virtud, su generosidad hacia Saúl, su gran fe y su piedad. Los críticos que han
juzgado duramente su carácter no han considerado las circunstancias difíciles en las que vivió o los modales de
su edad. No es crítico ni científico exagerar sus faltas o imaginar que toda la historia es una serie de mitos. La
vida de David fue un momento importante en la historia de Israel. Fue el fundador real de la monarquía, la cabeza
de la dinastía. Escogido por Dios “como un hombre según Su propio corazón”, David fue probado en la escuela
del sufrir durante los días de destierro y se convirtió en un renombrado líder militar. A él es debida la completa
organización del ejército. Dio una capital, una corte y un gran centro de culto religioso, a Israel. La pequeña banda
de Adulán se convirtió en el núcleo de una eficiente fuerza. Cuando fue proclamado rey de todo Israel, tenía
339.600 hombres bajo su mando. En el censo se cuentan 1.300.000 capaces de empuñar un arma. Un ejército
dispuesto, que constaba de doce cuerpos, cada uno con 24.000 hombres, que se turnaban para servir durante un
mes cada vez, en la guarnición de Jerusalén. La administración de su palacio y su reino exigió un gran séquito de
sirvientes y oficiales. Sus diferentes funciones están fijas en I Cro 27. El rey mismo ejerció la función de juez,
aunque posteriormente los levitas fueron designados para este propósito, así como otros oficiales menores.
Cuando el Arca fue llevada a Jerusalén, David emprendió la organización del culto religioso. Las funciones
sagradas se confiaron a 24.000 levitas; además 6.000 fueron escribas y jueces, 4.000 porteros, y 4.000 cantores.
Organizó las diversas partes de los ritos, y asignó a cada sección sus tareas. Los sacerdotes estaban divididos en
veinticuatro familias; los músicos en veinticuatro coros. A Salomón había sido reservado el privilegio de construir
la casa de Dios; pero David hizo amplias preparaciones para el trabajo reuniendo tesoros y materiales, así como
transmitiendo a su hijo un plan para el edificio y todo sus detalles. Se nos relata en I Cro., cómo exhortó a su hijo
Salomón para llevar a cabo este gran trabajo y dio a conocer a la asamblea de jefes la importancia de las
preparaciones.
La parte más importante de los trabajos del templo, musicada y cantada, como compuso David, está rápidamente
explicada con sus habilidades poéticas y musicales. Su habilidad para la música se recuerda en I Reyes, 16 18 y
Amós 6 5. Se encuentran poemas compuestos por él en II Reyes, 1, 3, 22 y 23. Su conexión con el Libro de
Salmos, muchos de los cuales se atribuyen expresamente a diferentes situaciones de su carrera, fue tomada para
atribuirle por parte de muchos, en los últimos tiempos, todo Salterio. La paternidad literaria de estos himnos y
las cuestiones acerca de en qué medida pueden ser considerados un medio para proporcionar material ilustrativo
sobre la vida de David, se trata en el artículo los SALMOS.
David no fue meramente un rey y gobernante, también fue un profeta. “El espíritu del Señor ha hablado por mi y
su palabra por mi lengua” (II Reyes, 23 2), es una declaración directa de inspiración profética en el poema
allí recordado. San Pedro nos dice que era un profeta (Hch 2 30). Sus profecías están inmersas en los Salmos
literalmente mesiánicos que compuso y en las “últimas palabras de David” (II R 23). El carácter literal de estos
Salmos Mesiánicos se indica en el Nuevo Testamento. Ellos se refieren al sufrimiento, la persecución y la
liberación triunfante de Cristo, o a las prerrogativas conferidas a Él por el Padre. Además de estas profecías
directas, el propio David siempre ha sido considerado como un modelo del Mesías. En esto la Iglesia siguió las
enseñanzas de los profetas del Antiguo Testamento. El Mesías sería el gran rey teocrático; David, el antepasado
del Mesías, era un rey según el corazón de Dios. Se atribuyen sus cualidades y su mismo nombre al Mesías.
Episodios en la vida de David son considerados por los Padres como prefiguración de la vida de Cristo; Belén es
el lugar de nacimiento de ambos; la vida de pastor de David apunta hacia Cristo, el Buen Pastor; las cinco piedras
escogidas para matar a Goliat son tipo de las cinco llagas; la traición por su consejero de confianza, Ajitófel, y el
pasaje en el Cedrón nos recuerda la Sagrada Pasión de Cristo. Muchos de los Salmos davídicos, tal y como los
comprendemos, desde el Nuevo Testamento, son claramente el anuncio del futuro Mesías.
I. LAS FUENTES.
1. LA HISTORIA DEUTERONOMISTA. Los informes sobre el rey David son abundantes y diversificados. A
este rey se le dedican 42 capítulos de la historia deuteronomista de los libros de lSamuel y de los /Reyes (lSam
16-lRe 2). Hay que señalar que el texto egipcio de los LXX presenta a veces lecturas mejores que las del texto
masorético. La historia de la ascensión de David al trono (1Sam 16-2Sam 5,8) contiene relatos originales bien
marcados, surgidos de la corte o de la tradición popular. Después de la división del reino se introdujeron en este
material algunos complementos, que reflejan la influencia de los círculos proféticos, como, por ejemplo, la unción
de David (1 Sam 16,1-13), que subraya el repudio del rey Saúl. Poco antes del destierro a Babilonia o durante el
mismo destierro los libros de Samuel fueron sometidos a una revisión deuteronomista e insertados en el gran
conjunto histórico literario que abarca los libros desde el Dt hasta los Reyes. Se añadieron algunas indicaciones
cronológicas (2Sam 2,10s; 5,4s) y algunos compendios históricos (2Sam 7,18-29). Probablemente se elaboró
también entonces la profecía de Natán (2Sam 7,1-24). Dada la compleja formación de los libros de Sam y Re, no
hay que extrañarse de encontrar en ellos numerosas repeticiones, interrupciones, relatos que se entrecruzan. Se
asiste a una idealización de la figura de David, sobre todo en la narración de sus comienzos; se ponen de relieve
sus éxitos, sus virtudes, como la modestia, el afecto, la magnanimidad.
Se leen dos narraciones sobre la entrada de David en la corte de Saúl: una vez se introduce en ella como músico
para aplacar el espíritu atormentado del rey (1 Sam 16,4-23; 17,1-11), mientras que otra entra en ella como joven
pastor que ha derrotado a Goliat (lSam 17,12-31.40-58; 18,1-5). Es doble el atentado proyectado contra la vida
de David (ISam 18,10s; 19,9s), así como el relato de su éxito y de su popularidad (ISam 18,12-16; 25-30). Se lee
dos veces la promesa de dar como esposa a David una hija de Saúl (lSam 19,1-7; 20,1-10.18-39). Se narra en dos
ocasiones la huida de David (ISam 19,10-17; 20,1-21,1) y la traición por parte de sus protegidos (ISam 23,1-
13.19-28). David respeta dos veces la vida de Saúl (ISam 24; 26).
El redactor deuteronomista filodavídico recogió todo este material con la intención de probar que David era el
sucesor legítimo de Saúl, ya que había sido elegido por Dios (lSam 16,1-13), y además porque tenía derecho a la
sucesión real en virtud del matrimonio contraído con la hija del primer rey, y teniendo también en cuenta sus
proezas y la voluntad del pueblo.
2. LA HISTORIA DE LA SUCESIÓN. La historia de la sucesión al trono (2Sam 7; 9-20, y 1Re 1-2) presenta una
admirable unidad y perfección literaria. Es el monumento histórico más notable de la prosa narrativa de Israel.
La descripción es vivaz, objetiva, parca en elementos maravillosos; pero no por ello menos profundamente
religiosa. El autor es probablemente un escriba de la corte de Salomón, encargado de redactar aquella historia con
la finalidad de mostrar que el hijo más joven de David, Salomón, era su legítimo sucesor. El autor tuvo a su
disposición fuentes de primera mano. No se advierten preocupaciones cronológicas ni se citan las fuentes de
información. Se describe a David de forma realista, en un contexto que pone de relieve sus dotes excepcionales
tanto como sus errores y sus desgracias.
3. LAS CRÓNICAS. En el primer libro de las t Crónicas (11-29) se dedican 18 capítulos —una cuarta parte de
toda la obra del cronista— al rey David. El objetivo de este libro tardío es más teológico que histórico. El autor
hace un uso particular de los libros de Sam-Re, idealizando la figura del rey y omitiendo todo lo que pudiera
deslucir su gloria. Las noticias propicias del cronista que se refieren a David deben utilizarse con cautela. Los
títulos de los salmos atribuidos al rey son tardíos y los breves comentarios históricos que preceden a 11 salmos
en el texto masorético no son más que citas de pasajes que aparecen en los libros de Samuel y Reyes. Por eso
mismo, los títulos de los salmos no representan una fuente fidedigna de noticias relativas al rey David.
II. NOTAS BIOGRÁFICAS.
1. NOMBRE. El sustantivo dawid parece derivarse de la raíz ydd y del nombre dód, que tiene el significado de
"amado", "predilecto". Parece tratarse del nombre que asumió David al hacerse rey. Antes de entonces llevaba
probablemente el nombre de Eljanán (derivado de Baaljanán), a quien un texto de 2Sam atribuye la muerte del
gigante Goliat (2Sam 21,19; 23,24). El nombre da-u-dum, que se ha encontrado en los textos de Ebla, parece
confirmar la interpretación dada del nombre de David.
2. EN LA CORTE DE SAÚL. David nació en la segunda mitad del siglo xi a.C. en Belén, capital de la tribu de
Judá. Su padre, Jesé, estaba emparentado con el clan de Efratá, que dominaba en Belén. Aunque la tribu de Judá
no se encontraba bajo la autoridad del rey Saúl, David, "de buen aspecto y de buena presencia" (ISam 16,12),
entró al servicio del rey. Cuando Saúl se propuso crear un ejército de profesión, David se convirtió en portador
de las armas del rey (lSam 16,21) y más tarde en comandante de la tropas. Los éxitos militares lo hicieron famoso
y pudo entrar en estrechas relaciones con la familia de Saúl (Jonatán, Mical). Este hecho le auguraba un magnífico
futuro político. Se había conquistado además el afecto de Saúl; pero muy pronto llegó la ruptura. El rey
sospechaba que David pudiera sustituir a Jonatán en la sucesión y que incluso, después de quitarle la simpatía del
pueblo, pudiera destronarlo antes de morir. Si David no sucumbió a la envidia y al odio de Saúl, se lo debió a los
muchos amigos que tenía en la corte y que posibilitaron su huida.
3. EL AVENTURERO. Reprobado por el rey, David se rodeó de un grupo de mercenarios ligados con él por
vínculos de fidelidad. Convertido en un guerrillero independiente, encontró empleo en las colinas de Judea
sometidas a los filisteos. Luego se trasladó más al sur, a la región del Negueb, donde defendió el territorio de las
incursiones de los amalecitas y de otros nómadas, que estaban fuera de toda dependencia estatal. Como
recompensa por la protección recibía un tributo, probablemente en géneros alimenticios. En esta circunstancia
estableció buenas relaciones con las tribus del sur, que más tarde habrían de serle de gran utilidad. Se casó con
Abigaíl, natural de Maón (ISam 25,42), y con Ajinoán, de Yezrael (lSam 25,42), y ofreció su ayuda militar a los
habitantes de Queilá (1Sam 23,1-5), sitiados por los filisteos.
Para librarse de las maniobras de Saúl, que intentaba de todas formas detenerlo y matarlo, David prestó sus
servicios al jefe filisteo Aquís, de Gat, que le dio en alquiler la ciudad de Sicelag (ISam 27,5ss). Como vasallo de
los filisteos, tuvo la misión de defender la parte sur del país filisteo contra las incursiones de los nómadas. Pero
fue capaz, respaldado por su señor, de conservar buenas relaciones con las tribus meridionales de Judea (lSam
27,8-12; 30,26-31).
4. REY DE JUDÁ Y DE ISRAEL. Después de la trágica muerte de Saúl (1Sam 29,31), David se dirigió con sus
tropas a Hebrón, donde fue proclamado rey de Judá no sólo por parte de los que pertenecían a la tribu de este
nombre, sino también por los grupos no israelitas que habitaban en el sur, con los que había mantenido relaciones
amistosas. El motivo inmediato que favoreció la constitución del reino de Judá fue la aspiración de las tribus
meridionales a crearse un sistema político y militar más seguro que el que había representado el Estado de Saúl.
El presupuesto moral era la antigua situación particular que ligaba entre sí a las tribus meridionales, pero el factor
decisivo fue sin duda la personalidad misma de David.
En Israel, Abner, comandante de las tropas de Saúl, había proclamado rey a Isbaal, hijo del difunto rey (2Sam
2,8s); sin embargo, la sucesión dinástica de Saúl no resultaba muy simpática a las tribus. David esperó con
paciencia la evolución de los acontecimientos. Abner rompió con Isbaal y se pasó al lado de David. Mientras se
dirigía a Hebrón para consultar con el rey, Abner fue matado por venganza de Joab, comandante del ejército de
David. Podemos preguntarnos si no estaría implicado David en aquel homicidio. Isbaal fue asesinado después de
dos años de reinado por dos comandantes de su ejército, que querían congraciarse con David (2Sam 2,10). David
ordenó ejecutarlos, quizá también porque estaban al corriente de ciertas maquinaciones del rey de Judá. Tras la
muerte de Abner y de Isbaal, los representantes de las tribus del norte decidieron reconocer como rey a David
(2Sam 5,1 ss). Judá e Israel siguieron siendo dos entidades distintas, pero unidas en la persona del rey David. El
estaba en medio y por encima de los dos reinos.
5. CONQUISTAS MILITARES. David atacó en primer lugar a los filisteos (2Sam 5,17). No se sabe qué batallas
libró contra ellos; de todas formas, después de David los filisteos no tuvieron ya ningún papel político y su
territorio quedó sometido a Israel. Además, el rey se apoderó de las ciudades-estado cananeas, convirtiéndose en
soberano de un Estado territorial palestino. Con gran habilidad política escogió como residencia la ciudad-estado
jebusea de Jerusalén, punto de conjunción entre el norte y el sur del país. La ocupó mediante una estratagema y
la convirtió en propiedad personal suya, cambiando además su nombre (Ciudad de David). Hizo trasladar a
Jerusalén el arca de la alianza, pasando a ser así la Ciudad de David el centro religioso del reino unido (2Sam 5,6;
lCrón 11,4). Peleó también contra los pueblos de Trasjordania, sometiéndolos a su poder (2Sam 8,10ss; lRe 11,15-
25). El territorio de los edomitas pasó a ser posesión personal del rey y fue gobernado por un gobernador militar.
Moab se vio reducido a Estado-vasallo después de que murieron las dos terceras partes de sus guerreros y fueron
heridos sus caballos. Derrotó a los ammonitas, de los que se nombró rey a título personal. David dirigió además
campañas contra los Estados arameos del norte: Bet-Recob, Tob, Guesur, Maaca. El reino de Damasco, tras la
victoria sobre el rey Adad-Ezer, quedó incorporado al reino de Israel, mientras que los demás reinos pasaron a
ser vasallos. Estableció relaciones diplomáticas con las cortes extranjeras, casándose de este modo con la hija del
rey de Guesur (2Sam 3,3; lCrón 3,2) y dándole a Salomón por esposa a la princesa ammonita Naama.
La actividad militar de David tuvo también una influencia provechosa para los fenicios, que pudieron desarrollar
libremente su comercio marítimo. David mantenía con ellos buenas relaciones (2Sam 5,11; 1Crón 14,1).
6. GOBIERNO. El Estado davídico era una entidad muy compleja y heterogénea, que sólo mantenía unida la
persona del rey y su ejército permanente. Se leen dos listas de funcionarios del reino de David (2Sam 8,15-18;
1Crón 18,14-17 y 2Sam 20,23-26). En la institución de los cargos, el rey se inspiró en el modelo de Egipto. Entre
los funcionarios más importantes estaban el heraldo (mazkir) y el secretario o ministro de asuntos exteriores, que
atendía a la correspondencia (sófer). También adquirió importancia el sacerdocio palatino (Sadoc y Ebiatar). El
territorio de Palestina se dividió probablemente en provincias. El ejército, que tenía un comandante supremo,
estaba formado por varios grupos mercenarios: la guardia personal del rey estaba constituida por extranjeros:
cretenses y filisteos; igualmente el grupo selecto de los "valientes de David". Por el contrario, la milicia regular
estaba compuesta por los hombres idóneos de Judá y de Israel, llamados a las armas con ocasión de las campañas
militares. Las finanzas del Estado se alimentaban del botín de guerra, de los tributos de los pueblos vasallos y de
las contribuciones de los ciudadanos. El censo tenía que servir para objetivos concretos militares y fiscales (2Sam
24). La peste que estalló durante esta iniciativa, inaudita en Israel, fue considerada como un castigo por parte de
Dios.
David instituyó las ciudades de asilo con la finalidad de limitar la venganza de sangre (Jos 20) y les asignó a los
levitas ciertas ciudades particulares como residencia (Jos 21). El rey se mostró celoso por promover la fe de los
padres, que representaba un elemento unificador de los diversos grupos que componían el Estado. No hay que
excluir que respetase también la religión cananea. No llegó a construir el templo, pero comenzó el culto en torno
al arca de la alianza trasladada a Jerusalén. En el terreno cultural, David favoreció también la poesía y la música.
7. REVESES FAMILIARES. Después de haber cometido el rey adulterio con Betsabé y de haber tramado la
muerte de su esposo Urías (2Sam 11,2-16.26s), la fortuna dejó de sonreír al gran soberano de Israel. Tuvo ocho
mujeres, que conocemos de nombre (iSam 18,27; 25,42s; lCrón 3,2ss), las cuales le dieron seis hijos en Hebrón
(2Sam 3,2ss; lCrón 3,1-9) y trece en Jerusalén (2Sam 5,14; 1Crón 3,5-9; 14,4-7), más una hija, Tamar (1Crón
3,9). Tuvo además otros hijos de las concubinas (2Sam 5,13). El número de sus hijos y la complicada situación
del Estado explican las frecuentes rivalidades y las graves crisis que atormentaron los últimos años de la vida de
David. Amnón se enamoró de Tamar, hermana de Absalón, que fue seducida y violentada (2Sam 13,1-22). Para
vengarse, Absalón tramó la muerte de Amnón y emprendió la huida (2Sam 13,23-29). Gracias a la intervención
de Joab, Absalón volvió y se reconcilió con su padre (2Sam 14,21-33). Durante otra rebelión, Absalón se
proclamó rey, y David tuvo que huir de Jerusalén con su ejército permanente (2Sam 15). En la sublevación de
Absalón estaban también comprometidas las tribus del norte. Pero las tropas de Absalón fueron derrotadas, él
mismo fue asesinado y David pudo entrar de nuevo en la capital. El rey lloró amargamente la muerte de su hijo
rebelde (2Sam 19). Una nueva rebelión, capitaneada esta vez por el benjaminita Seba, opuso a las tribus del norte
contra la de Judá. En la disputa entre Adonías y Salomón por la sucesión del trono, Salomón logró imponerse
gracias al apoyo del profeta Natán y con la ayuda de los mercenarios de su padre y de su guardia personal. Al
final de la vida de David, el reino empezó a bambolearse y después de la muerte de Salomón quedó dividido en
dos.
8. EL HOMBRE. Desde muchos puntos de vista, David fue una personalidad excepcional. Fue en primer lugar
un valiente e indómito guerrero, un conquistador afortunado, un astuto político que supo aprovecharse en cada
momento de la situación, un prudente organizador del Estado, sobre todo en los primeros tiempos de su reinado,
y un sabio administrador de la justicia. De ánimo generoso, se mostró siempre fiel con los amigos hasta ser
realmente cariñoso con ellos, como demuestra su actitud con el hijo de Jonatán y con el propio Jonatán cuando
murió. Se mostró condescendiente con sus hijos hasta la debilidad; no supo castigar debidamente a Amnón,
perdonó el fratricidio a Absalón, sin tomar con él las debidas precauciones. Por el contrario, David fue cruel con
sus opositores, haciendo que desapareciera la descendencia de Saúl, diezmando a los moabitas y provocando la
muerte de Urías. Fue un hombre religioso según el modelo de la época: de piedad sincera, recurría a la oración y
a los consejos de los hombres de Dios, como Gad y Natán. Llegó incluso a aceptar verse expulsado del trono por
temor a oponerse a la voluntad de Dios (2Sam 15,25s). Hizo penitencia por sus pecados aceptando las sugerencias
del profeta Natán (2Sam 12,15-25). Mostró también una actitud penitente con ocasión del censo (2Sam 24,17).
No hemos de excluir que compusiera él mismo salmos en honor del Señor.
Con el correr de los tiempos se fueron olvidando los defectos de David y este rey se convirtió en el rey ideal de
Israel, profundamente humano y totalmente entregado al servicio de Dios. Así nos presentan su figura el libro de
las Crónicas y el Sirácida (Si 47,1-11).
III. LA ALIANZA DAVÍDICA.
El punto culminante de toda la tradición relativa a David es la promesa divina que se le hizo a él y a sus sucesores
sobre el gobierno del pueblo de Israel. Podemos leerla en 2Sam 7,1-17 como coronación de las victorias obtenidas
por el gran rey; además esta promesa se recoge también en 1Crón 17,1-15 y en el Sal 89,20-38.
1. TEXTO. Los textos de las Crónicas y del Salmo parecen ser relecturas más recientes del texto de 2Sam. Pero
incluso este último pasaje contiene diversos indicios de elaboración redaccional, sobre todo deuteronomista. No
obstante, es opinión general entre los autores que esta perícopa contiene un núcleo esencial que se remonta a la
época de David y que fue pronunciado cuando el rey estaba pensando en erigir un templo al Señor. En aquella
ocasión el profeta Natán tomó postura frente a la iniciativa del rey en nombre de Dios. Después de una primera
respuesta positiva, el profeta le informó al rey que la construcción del templo no habría sido del gusto de un Dios
que durante siglos había estado habitando en una tienda, sin haber pedido nunca la construcción de una residencia
permanente (2Sam 7,1-7). Sin embargo, lo mismo que había hecho hasta ahora, también en el futuro el Señor
recompensaría a su siervo David, concediéndole la victoria sobre sus enemigos y haciendo famoso su nombre. El
pueblo de Israel gozaría de paz, de estabilidad y de libertad frente a sus enemigos. Después de la muerte de David,
el trono permanecería estable, ya que quedaría asegurada la sucesión continua de la descendencia real davídica
(2Sam 7,8-15). El Señor miraría con especial benevolencia a la casa de David, portándose con ella como un padre.
Si los descendientes llegasen a fallar, serían castigados como los demás hombres, pero con moderación; sin
embargo, este castigo no llegaría nunca a privar de la dignidad real a la descendencia davídica, haciéndola pasar
a otra dinastía. Puesto que "tu casa y tu reino subsistirán por siempre ante mí, y tu trono se afirmará para
siempre" (2Sam 7,16).
2. CONTEXTO DE /ALIANZA. Aunque en el oráculo de Natán no aparece el término de alianza, sin embargo
están presentes en él algunos detalles que confieren a la promesa divina la forma de un pacto. En dos ocasiones
se le otorga a David el título de "siervo" (2Sam 7,5.8), que significa vasallo, sometido al soberano. El rey y la
dinastía son objeto de la benevolencia (hesed) divina, término técnico de la alianza (2Sam 7,15). La promesa se
presenta de una forma que corresponde a las cláusulas de un tratado de alianza: recuerdo del pasado, estipulación
relativa al porvenir, cláusulas anejas. Al recibir el rito de la unción real (1Sam 2,4; 5,3; 2Re 23,30), David se
convierte en vasallo de Yhwh, es decir, en su lugarteniente, encargado de establecer el reino de Israel, de mantener
al pueblo en la condición de aliado del Señor y de obtener el favor de su Dios.
La promesa hecha a David no abroga la alianza del Sinaí, sino que la precisa y la completa, centrándola en la
dinastía davídica. Como vasallo del Señor, el rey asegura al pueblo el derecho y la justicia de su Dios, le procura
estabilidad y bienestar. La casa davídica recibe una misión, en la que se realizan los bienes mesiánicos. En este
sentido la dinastía se convierte en la portadora de la esperanza mesiánica. La institución monárquica pasa a ser
un organismo de gracia, un canal de salvación. Por medio de ella Dios lleva a su cumplimiento el destino de
Israel, puesto que la feliz subsistencia del pueblo está ligada a la permanencia de la monarquía. La idea mesiánica
llega de este modo a asumir la forma de un reino presidido por un rey establecido por Dios.
3. PROFUNDIZACIÓN. El oráculo de Natán fue releído y profundizado en el mismo libro de Samuel (2Sam
23,5) y en el de los Reyes (1Re 2,12.45.46; 8,22ss; 9,5; 11,36; 15,4; 2Re 8,19). Fue igualmente comentado en los
salmos 89 y 132: la promesa queda colocada expresamente dentro del marco de las antiguas tradiciones
anfictiónicas de Israel. Los salmos reales, en los que se exalta la figura del rey davídico, su papel de garantía de
la justicia (Sal 45; 72), su filiación divina (Sal 2; 110), se inspiraron en el texto de 2Sam 7.
La idealización del monarca, ya en acto en el Salterio, es recogida y ampliada por los profetas sucesivos. Su
mirada se dirigirá no tanto a la sucesión de cada uno de los reyes davídicos, sino más bien a la de un descendiente
extraordinario, a la de un rey único y definitivo, que llevará a cumplimiento de forma eminente la función de la
dinastía davídica, dentro de un contexto escatológico (Is 9,1-6; 11,1-9; Miq 5,1-5; Jer 23,5s; Zac 9,9s) [t
Mesianismo III].
PRUEBAS DE DAVID
PRUEBAS DE JESÚS
«Acuérdate, oh Yahvé, de David, de todos sus desvelos» (Sal 132,1). Se puede traducir también: «Acuérdate,
Señor, de David y de todas sus pruebas». A partir de estas pruebas, Dios preparará una lámpara para su Mesías;
revestirá de vergüenza a sus enemigos y hará brillar sobre él su diadema (cf. vv.17-18).
«Ayúdanos, Dios Padre nuestro, a comprender las pruebas de David, a entrar en sus sufrimientos y dificultades.
Ayúdanos a comprender su lucha contra sus enemigos y la de sus enemigos contra él, para poder entrar de esa
forma en los sufrimientos y en las pruebas de tu Hijo Jesucristo, rey universal. Tú quisiste purificar en él a nuestra
humanidad, y por eso tú solo puedes darnos la gracia de contemplar la cruz. Te lo pedimos, Padre, por Cristo
nuestro Señor».
Esta meditación quiere ser el paso de la segunda a la tercera semana de los Ejercicios de san Ignacio, con el deseo
de dejarnos conquistar por Cristo (cf. Flp. 3,12) para estar cada vez más unidos a él.
Empecemos con la lectio de las pruebas de David, para pasar a la comprensión de su mensaje; y luego a la lectio
y al mensaje de las pruebas de Jesús.
LA CONFESIÓN DE DAVID
«¡Oh Dios, Padre nuestro! Tú que comprendiste el corazón de David, haz que comprendamos este corazón de
hombre para comprender nuestro corazón y el corazón de tu Hijo Jesús.
Virgen María, hija de Sión, tú que engendraste al salvador Jesús, concédenos comprender su corazón para poder
comprender el nuestro y el de las personas que amamos, de las personas que nos han sido confiadas y, sobre
todo, el corazón de los que sufren y de los que viven sin esperanza.
Concédenos el sentido del tiempo: del pasado, del presente y del futuro. Enséñanos el conocimiento del desorden
de nuestra vida para que nos abramos a las dimensiones del tiempo de Dios, tiempo de la misericordia y del
amor.
Te lo pedimos, Padre, por tu Hijo Jesús, en el Espíritu Santo, en unión con María, Amén».
El Salmo 51
El «Miserere» es para mí, y seguramente para todos vosotros, un salmo lleno de recuerdos: siempre que lo leo se
suscitan en mí diversas emociones.
El año pastoral 1982-1983 lo propuse a los jóvenes de la diócesis de Milán para los encuentros de la Escuela de
la Palabra, que luego se transcribieron y se publicaron en forma de libro; posteriormente me llegó de parte de un
terrorista, detenido en la cárcel de la ciudad, una bellísima transcripción del Salmo. En efecto, el «Miserere» tiene
una capacidad extraordinaria de penetrar en el corazón humano, y precisamente por ello no es fácil comentarlo
en una sola meditación.
Sin embargo, de suyo es muy sencillo, y su núcleo lo constituyen las palabras que David dijo a Natán: «He pecado
contra Yahvé» (2 Sam 12,13).
Una vez dicho esto, no es tan importante saber si el «Miserere» fue compuesto directamente por David o si se
compuso más tarde, refiriéndose a su historia.
Seguramente revela una conexión profunda con la literatura profética, en particular con Isaías y con Ezequiel. Por
ejemplo, el v.9, «Rocíame con hisopo y seré limpio, lávame y quedaré más blanco que la nieve», está en
consonancia con la oración de arrepentimiento y de penitencia del profeta: «Venid, pues, y disputemos —dice
Yahvé—: Así fueren vuestros pecados como la grana, cual nieve blanquearán» (Is 1,18).
Y también el v.12, «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro», recuerda a Ezequiel: «Yo les daré un corazón nuevo
y pondré en ellos un espíritu nuevo» (Ez 11,119).
En la Biblia de Jerusalén podéis ver todas las otras referencias a los profetas.
Podríamos leer el Salmo como expresión de las emociones religiosas de un pueblo en su historia, pero nosotros
lo referimos a cada hombre que reconoce su desorden ante Dios.
No es fácil analizarlo, porque está compuesto como una sinfonía del corazón, retomando temas ya expresados.
Sin embargo, se pueden descubrir en él cuatro movimientos: el pasado, el presente, la llamada y el futuro. Veamos
las palabras-clave de cada movimiento.
En su conjunto, se trata de un misterioso pasaje sobre el pecado, aunque no se comprende inmediatamente de qué
pecado se trata.
El castigo
La sensación de poder adquirida por David está claramente manifestada en sus mismas palabras: «Después de
haber hecho el censo del pueblo, le remordió a David el corazón (le palpitó el corazón) y dijo David a Yahvé:
"He cometido un gran pecado"» (v.10). El mismo se da cuenta del error que ha cometido.
Es interesante ver el paralelismo con otro momento de la vida de David, cuando rechaza la posibilidad de matar
al rey Saúl: «Levantose David y, calladamente, cortó la punta del manto de Saúl.
Después su corazón le latía fuertemente por haber cortado la punta del manto de Saúl, y dijo a sus hombres:
"Yahvé me libre de hacer tal cosa a mi señor y de alzar mi mano contra él, porque es el ungido de Yahvé"» (1 Sam
24,5-7). Sentía que había tocado algo sagrado, que había puesto sus manos en la propiedad de Dios.
«He cometido un gran pecado. Pero ahora, Yahvé, perdona, te ruego, la falta de tu siervo, pues he sido muy
necio» (2 Sam 24,10).
Entonces el Señor le da a escoger el castigo, y la respuesta de David es admirable: «Estoy en grande angustia.
Pero caigamos en manos de Yahvé, que es grande su misericordia» (v.14).
He aquí a David pecador, pero creyente: su confianza en la misericordia de Dios está también presente en este
oscuro episodio.
¿Cuál es el castigo del Señor?
Es exactamente lo contrario de la hipnosis del éxito: es la angustia del fracaso total. En efecto, David se ve
desposeído de sus hombres: mueren 70.000.
En lugar de la eficacia, ve cómo se derrumba la estructura de su pueblo. En lugar del poder, siente toda la
impotencia del hombre frente al azote de la peste. Experimenta su propia debilidad, la inutilidad de todas las
medidas humanas, y se da cuenta de que está a merced de unas circunstancias imprevisibles.
De esta manera, se ve corregido en las tres pasiones que le habían embriagado. Y queda profundamente humillado.
Conclusión
Quiero, finalmente, subrayar que el éxito tiene también su importancia y es una parte de nuestro trabajo.
Realmente, no quisiera que cayésemos en el extremo opuesto de buscar el fracaso en cuanto tal, siendo así que el
equilibrio es una característica católica. El propio Jesús deseaba que su predicación fuese bien acogida. Por
consiguiente, la gratificación humana es un bien, no un mal, y la espiritualidad bíblica así nos lo enseña.
Sin embargo, es fundamental la jerarquía o el orden de los valores, ese orden que David perdió de vista.
Por eso insiste San Ignacio en que debemos vencer el desorden que hay en nuestra vida.
El que pone a Dios en el primer puesto («Dios, tú eres mi Dios») no tiene nada que temer. Si he escogido a Dios
como Bien supremo, del que ninguna fuerza del mundo —ni la vida, ni la muerte, ni la enfermedad, ni la derrota—
puede separarme, lo demás vendrá como consecuencia.
El Bien último es Dios que se comunica; por eso, bienes últimos son la gracia, la oración, la caridad. Asentada
esta primacía, vienen luego los bienes penúltimos, reflejo histórico de los primeros: la amistad, el gozo, la lealtad,
la fidelidad, la justicia, el amarse, el encontrarse.. . Y los bienes antepenúltimos —que constituyen los
presupuestos naturales de los otros—, como son la salud, la comida, el trabajo, el éxito, los buenos resultados, las
gratificaciones...
Fijaos cómo también el éxito tiene su lugar.
Lo que el Señor quiere es aquel orden interior que reinaba en el corazón de David cuando cantaba el salmo 63.
Nosotros podemos desear los bienes antepenúltimos, podemos luchar por conseguirlos y lamentarlos cuando no
llegan, pero sabiendo con claridad que los bienes últimos son otros.
Y yo creo que, no ya en teoría, sino en la práctica cotidiana, confundimos el orden que Dios quiere. Por eso,
oremos:
«Oh, Señor, muéstrame lo que en mí es desorden, confusión. Purifica mi corazón, ordena mis deseos, rectifica
mis intenciones, para que yo te escoja ante todo a Ti, Bien supremo, y para que vea todos los demás bienes que
son necesarios para mí y para los demás y por los que hay que trabajar. Señor, todas las cosas del mundo son
bellas, pero en el orden del amor que Jesús nos enseña, que nos enseñas tú, nuestro Mesías, verdadero hombre
y verdadero Dios, con tu muerte y tu resurrección».
CORAJE DE DAVID
CORAJE DE JESÚS
«Te pedimos, oh Dios y Padre nuestro, que nos hagas conocer a tu Hijo Jesús, hijo de David, mediador absoluto
de la salvación para todo el mundo, Señor y meta de la historia. Concédenos conocerlo como él nos conoce,
amarlo como él nos ama, contemplarlo todos los días de nuestra vida: concédenos participar en el conocimiento
que él tiene de Ti. Te lo pedimos por el mismo Cristo nuestro señor y en virtud del Espíritu Santo. Amén».
Hemos dicho que, siguiendo las sugerencias de san Ignacio en la segunda semana, queremos considerar algunos
ejemplos de la vida del rey temporal —David—para contemplar mejor la vida del Rey eternal, el Mesías, Cristo
Jesús. De Jesús se pueden meditar muchos aspectos, y san Ignacio dice que se den sólo unos puntos que permitan
aprender el método que habrá de servimos durante todo el año para contemplar a Jesús, el Salvador de la
humanidad, el revelador del Padre (cf. n.162).
Os voy a proponer algunas meditaciones a modo de ejemplo para que podáis profundizar en esta línea
interpretativa del conocimiento de Cristo mediante el conocimiento de David. Como método, escojo el ya clásico
de la lectio-meditatio-contemplatio.
En la primera y en la segunda parte de la reflexión leeremos y meditaremos un texto de David (lectio y
meditatio); en la tercera parte contemplaremos, a partir de ese texto, la vida de Jesús (contemplatio). El objetivo
de toda oración es llegar a adorar a Cristo Jesús, a saborear su gloria, a dejarse impregnar de su divinidad que
resplandece en su humanidad.
El tema de hoy es el coraje de David —el coraje de Jesús.
Lectio de 1 Sam 17,1-54
David es un hombre de gran coraje, y son muchos los textos que lo confirman. Entre ellos, el relato que caló más
hondo en el corazón del pueblo es su combate contra Goliat, el filisteo. Aun los que no suelen leer la Escritura
conocen esta célebre historia.
Sin embargo, desde un punto de vista histórico, no tiene mucha base, ya que el capítulo es de tradición tardía. El
mismo libro de Samuel atribuye la victoria contra Goliat a uno de los guerreros de David: «Hubo otra guerra en
Gob contra los filisteos, y Eljanán, hijo de Yaís de Belén, mató a Goliat de Gat; el asta de su lanza era como un
enjullo de tejedor» (2 Sam 21,19).
Probablemente hubo cierta confusión de datos; quizá David mató a otro filisteo, también terrible y famoso, a
quien se le dio posteriormente el nombre de Goliat.
Sin embargo, tiene fundamento histórico la valentía de David; y el hecho de que la Escritura haya colocado en
el primer libro de Samuel este largo y espléndido relato indica que le atribuye un grandísimo valor simbólico.
Cuanto más lejos está de las fuentes, tanto más cerca está de la intención teológica del autor.
Los Padres de la Iglesia lo han comentado extensa-mente y lo han hecho objeto de catequesis a través de los
símbolos: la lucha contra el Adversario, el coraje a la hora de hacer frente al Enemigo de la humanidad, la valentía
en las tentaciones. Ya sabéis con cuánta frecuencia habla san Ignacio del Adversario y de sus astucias para
combatir y poner asechanzas en la vida del hombre.
Os recomiendo que releáis con calma todo el capítulo. Me limitaré a sugeriros las tres grandes partes en que puede
subdividirse para hacer un buen ejercicio de lectio.
1. La primera parte describe la situación.
En primer lugar, la del campo de batalla (vv.1-3).
El arte literario de este pasaje es de los más refinados de la Biblia. Se hace ver la extensión del campo, algo así
como en una película, que primero nos ofrece una visión de conjunto y luego, poco a poco, va detallando mejor
la escena: «Reunieron los filisteos sus tropas para la guerra y se concentraron en Soko de Judá, acampando entre
Soko y Azeca, en Efes-Dammin. Se reunieron Saúl y los hombres de Israel, acamparon en el valle del Terebinto
y se ordenaron en batalla frente a los filisteos. Ocupaban los filisteos una montaña por un lado, y los israelitas
ocupaban la montaña frontera, quedando el valle por medio».
Todavía no se ha individualizado a ningún personaje.
Del v.4 al v.7 se hace una lenta descripción del campeón. Ante todo, se dice su nombre —Goliat—; luego se
habla de su estatura, luego se describe su yelmo y su coraza, muy pesada. En las piernas lleva grebas de bronce,
y el asta de su lanza pesa seiscientos siclos de hierro. Por delante de él avanza su escudero.
Casi nos parece verlo en esta minuciosa descripción, y la impresión que se experimenta es de terror. Se trata de
un gigante, de un hombre fortísimo.
Los vv.8-11 cuentan el desafío. Goliat lanza su reto, empieza a proferir gritos contra las tropas de Israel,
mostrando su desprecio absoluto: «¿Para qué habéis salido a poneros en orden de batalla? ¿Acaso no soy yo
filisteo y vosotros servidores de Saúl? Escogeos un hombre y que baje contra mí». El v.11 es importante, porque
subraya el efecto de las palabras de Goliat sobre los israelitas: «Oyó Saúl y todo Israel estas palabras del filisteo
y se consternaron y se llenaron de miedo».
2. La segunda parte (vv.12-39) narra la llegada de David al campo. También a él se le describe lentamente: es un
simple joven que viene de Belén (no se habla de la unción que ha recibido de Samuel, de su elección divina) y
que habitualmente apacienta el rebaño. Tiene tres her-manos mayores en la guerra, y su padre le ha enviado con
una medida de trigo tostado y diez panes para ellos.
Le entrega además diez requesones para ofrecérselos al jefe del escuadrón. La escena es familiar y modesta, en
contraste con los acontecimientos de la guerra y con todo lo que acaba de decirse sobre la fuerza de Goliat.
A partir del v.23 se empieza a relacionar la histora del filisteo con la de este joven servicial, ya que David se
informa y entra así en el movimiento dramático de la historia. Eliab responde de mala gana a las preguntas del
hermano menor y le reprende. David no se da por vencido, pregunta a los otros y, finalmente, decide aceptar él el
desafío. Le dice a Saúl: «Que nadie se acobarde por ése. Tu siervo irá a combatir con ese filisteo» (v.32).
Notemos el contraste entre el miedo de los israelitas y el ofrecimiento del muchacho.
El rey no quiere aceptar el gesto de David, que, sin embargo, insiste, narrando lo que hacía de niño al derribar al
león y al oso y asegurándole que el filisteo tendrá el mismo fin que aquellas fieras que le asaltaban, «pues ha
insultado a las huestes del Dios vivo» (v.36).
Es muy hermoso el v.37: «Añadió David: "Yahvé, que me ha librado de las garras del león y del oso, me librará
de la mano de ese filisteo". Dijo Saúl a David: "Vete, y que Yahvé sea contigo"».
Los dos últimos versículos de esta segunda parte pa-rece que van a echarlo todo por tierra. El rey, que ha tomado
en serio al joven, le pone en la cabeza un casco de bronce y le hace ponerse la coraza. Luego le ciñe a David su
espada, poniéndole encima la armadura. Entonces David exclama: «No puedo caminar con esto, pues nunca lo he
hecho». Entonces se lo quitaron (cf. vv.38-39).
3. La tercera parte es el relato de la batalla de David (vv.40-54).
En primer lugar, David se prepara con lo poco que tiene: el cayado en lugar de la espada, cinco cantos lisos que
escoge del torrente y mete en su zurrón de pastor, y la honda. Y de este modo avanza hacia el filisteo.
Los vv.41-47 refieren un largo enfrentamiento verbal: «Volvió los ojos el filisteo y, viendo a David, lo despreció,
porque era un muchacho rubio y apuesto. Dijo el filisteo a David: "¿Acaso soy un perro, pues vienes contra mí
con palos?". Y maldijo a David el filisteo por sus dioses, y dijo el filisteo a David: "Ven hacia mí y daré tu carne
a las aves del cielo y a las fieras del campo". Dijo David al filisteo: "Tú vienes contra mí con espada, lanza y
jabalina, pero yo voy contra tí en nombre de Yahvé Sebaot, Dios de los ejércitos de Israel, a los que has desafiado.
Ahora mismo te entrega Yahvé en mis manos, te mataré y te cortaré la cabeza y entregaré hoy mismo tu cadáver
y los cadáveres de los filisteos a las aves del cielo y a las fieras de la tierra, y sabrá toda la tierra que hay Dios
para Israel. Y toda esta asamblea sabrá que no por la espada ni por la lanza salva Yahvé, porque de Yahvé es esta
guerra y os entrega en nuestras manos"».
Estos prolongados enfrentamientos verbales, con epítetos de toda clase, son típicos de los hombres del Antiguo
Testamento.
Del v.48 al 51 la acción es rapidísima, y el combate se describe en unas pocas líneas. David lanza una piedra con
su honda y derriba a Goliat dándole en la frente. Los filisteos, al ver morir al gigante, se dan a la fuga.
La conclusión está en los vv.52-54. Los hombres de Israel y de Judá recobran el valor, persiguen a los enemigos
y obtienen una victoria estrepitosa. David lleva a Jerusalén la cabeza de Goliat.
“DAVID”
1. Presencia permanente de David.
La figura de David, como hombre y como rey, tiene un relieve tal que no cesa de ser para Israel el tipo del Mesías
que debe nacer de su raza. A partir de David, la alianza con el pueblo se hace a través del rey, como lo hace notar
Ben Sirá al final del retrato que hace de él Eclo 47,2-11. Así el trono de Israel es el trono de David Is 9,6 Lc 1,32:
sus victorias anuncian la que el Mesías, lleno del Espíritu que reposa sobre el hijo de Jesé 1Sa 16,13 Is 11,1-9,
reportará sobre la injusticia. Por la victoria de su resurrección cumplirá Jesús las promesas hechas a David Act
13,32-37 y dará a la historia su sentido Ap 5,5. ¿Cómo logró el personaje David este puesto distinguido en la
historia de la salvación?
2. El elegido de Dios.
David, llamado por Dios y consagrado por la unción 1Sa 16,1-13, es constantemente el «bendito» de Dios, al que
Dios asiste con su presencia; porque Dios está con él, prospera en todas sus empresas 1Sa 16,18, en su lucha con
Goliat 1Sa 17,45ss, en sus guerras al servicio de Saúl 1Sa 18,14 ss y en las que él mismo emprenderá como rey y
liberador de Israel: «Por dondequiera que iba le daba Yahveh la victoria» 2Sa 8,14.
David, encargado como Moisés de ser el pastor de Israel 2Sa 5,2, hereda las promesas hechas a los patriarcas, y
en primer lugar la de poseer la tierra de Canaán. Es el artífice de esta toma de posesión por la lucha contra los
filisteos, inaugurada en tiempos de Saúl y proseguida durante su propio reinado 2Sa 5,17-25 10-12. La conquista
definitiva es coronada por la toma de Jerusalén 2Sa 5,6-10, a la que se llamará «ciudad de David». Se convierte
en la capital de todo Israel, en torno a la cual se efectúa la unidad de las tribus. Es que el arca introducida por
David ha hecho de Jerusalén una nueva ciudad santa 2Sa 6,1-19 y David desempeña en ella las funciones
sacerdotales 2Sa 6,17s. Así «David y toda la casa de Israel» no forman sino un solo pueblo en torno a su Dios.
3. El héroe de Israel.
David responde a su vocación con una profunda adhesión a Dios. Su religión se caracteriza por la espera de la
hora de Dios; así se guarda de atentar contra la vida de Saúl, incluso cuando tiene ocasión de deshacerse de su
perseguidor 1Sa 24 26. Es el humilde servidor, confuso por los privilegios que Dios le otorga 2Sa 7,18-29, y por
esto es el modelo de los «pobres» que, imitando su abandono a Dios y su esperanza llena de certidumbre,
prolongan su oración en las alabanzas y en las súplicas del salterio.
Al «chantre de los cánticos de Israel» 2Sa 23,1 atribuyen los levitas, además de numerosos salmos, el plano del
templo 1Par 22 28, así como la organización del culto 1Par 23-25 y de sus cantos Neh 12,24.36.
La gloria religiosa de David no debe hacer olvidar al hombre; tuvo sus debilidades y sus grandezas; rudo guerrero,
astuto también 1Sa 27,10ss, cometió graves faltas y semostró débil con sus hijos ya antes de su vejez; pero ¡qué
magnanimidad en su fiel amistad con Jonatás, en el respeto que muestra siempre hacia Saúl! algunos detalles
revelan su nobleza de alma: respeto del arca 2Sa 15,24-29, respeto de la vida de sus soldados 2Sa 23,13-17,
generosidad 1Sa 30,21-25 y perdón 2Sa 19,16-24. Por lo demás se muestra político avisado, que se granjea
simpatías en la corte de Saúl y cerca de los ancianos de Judá 1Sa 30,26-31, desaprobando el asesinato de Abner
2Sa 3,28-37 y vengando el homicidio de Isbaal 2Sa 4,9-12.
4. El Mesías, hijo de David.
El éxito de David hubiera podido hacer creer que se habían realizado las promesas de Dios. Entonces una nueva
y solemne profecía da nuevo impulso a la esperanza mesiánica 2Sa 7,12-16. A David que proyecta construir un
templo responde Dios que quiere construirle una descendencia eterna (banah: «edificar»; ben: «hijo»): «yo te
edificaré una casa» 7,27. Así orienta Dios hacia el porvenir la mirada de Israel. Promesa incondicionada, que no
destruye la alianza del Sinaí, sino que la confirma concentrándola en el rey 7,24. En adelante Dios, presente en
Israel, le guía y le mantiene en la unidad por la dinastía de David. El salmo 132 Sal 132 canta el vínculo establecido
entre el arca, símbólo de la presencia divina, y el descendiente de David.
Así se comprende la importancia del problema de la sucesión al trono davídico y las intrigas a que da lugar 2Sa
9-20 1Re 1. Y todavía se comprende mejor el puesto de David en los oráculos proféticos Os 3,5 Jer 30,9 Ez
34,23s. Para ellos, evocar a David es afirmar el amor celoso de Dios á su pueblo Is 9,6 y su fidelidad a su alianza
Jer 33,20ss, «alianza eterna, hechade las gracias prometidas a David» Is 55,3. De esta fidelidad no se puede dudar
aun en lo más duro de la prueba Sal 89,4s.20-46.
Cuando se cumplen los tiempos se llama, pues, a Cristo «Hijo de David» Mt 1,1; este título mesiánico no había
sido nunca rehusado por Jesús, pero no expresaba plenamente el misterio de su persona. Por eso Jesús, viniendo
a cumplir las promesas hechas a David, proclama que es más grande que él: es su Señor Mt 22,42-45. No es
solamente «el siervo David», pastor del pueblo de Dios Ez 34,23s, sino que es Dios mismo que viene a apacentar
y a salvar a su pueblo Ez 34,15s, este Jesús, «retoño de la raza de David», cuyo retorno aguardan e invocan el
Espíritu y la esposa Ap 22,16s.
[La Biblia de Jerusalén le pone a este salmo sencillamente el título de Miserere, palabra con la que comienza el
texto latino. La introducción al salmo, versículos 1 y 2, dice: «Salmo de David, cuando el profeta Natán lo visitó
después de haber pecado aquél con Betsabé». Este salmo penitencial tiene un estrecho parentesco con la literatura
profética, sobre todo con Isaías y Ezequiel. Dios, totalmente puro e íntegro, al perdonar, manifiesta su poder sobre
el mal y su victoria sobre el pecado (v. 6). El v. 7 nos recuerda que todo hombre nace impuro, y por ello inclinado
al mal, Gn 8,21; aquí se alega esta impureza fundamental como circunstancia atenuante que Dios debe tener en
cuenta. La doctrina del pecado original quedará explícita en Rm 5,12-21, en correlación con la revelación de la
redención por Jesucristo. En el v. 16 se ha querido ver a veces una alusión al asesinato de Urías por orden de
David, 2 S 12,9. También se ha leído allí la expresión de la muerte prematura del malvado como castigo por los
pecados, según la doctrina tradicional. En el v. 20, al regreso del destierro, se espera, como señal del perdón
divino, la reconstrucción de las murallas de Jerusalén. Y el v. 21 es una precisión litúrgica añadida más tarde: en
la Jerusalén restaurada se dará todo su valor a los sacrificios legítimos, es decir, oficialmente prescritos. Para
Nácar-Colunga el título de este salmo es Confesión de los pecados y súplica de perdón. Es un verdadero acto de
penitencia, que según una tradición brotó del corazón y de los labios de David, cuando Natán le reprendió por su
pecado. Los versículos 20 y 21 son una adición, hecha después de la cautividad, para adaptar el salmo al estado
del pueblo y a sus necesidades de entonces. En el Miserere, el salmista, consciente de su culpabilidad, apela a la
benignidad divina. Ya al nacer está envuelto en una atmósfera de pecado porque «pecador me concibió madre»
(v. 7). No hay alusión al pecado original, sino a la pecaminosidad inherente al hecho de ser fruto de un acto carnal,
que en la mentalidad hebrea implicaba una impureza ritual.]
1. Hemos escuchado el Miserere, una de las oraciones más célebres del Salterio, el más intenso y repetido salmo
penitencial, el canto del pecado y del perdón, la más profunda meditación sobre la culpa y la gracia. La Liturgia
de las Horas nos lo hace repetir en las Laudes de cada viernes. Desde hace muchos siglos sube al cielo desde
innumerables corazones de fieles judíos y cristianos como un suspiro de arrepentimiento y de esperanza dirigido
a Dios misericordioso.
La tradición judía puso este salmo en labios de David, impulsado a la penitencia por las severas palabras del
profeta Natán (cf. Sal 50,1-2; 2 S 11-12), que le reprochaba el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de
su marido, Urías. Sin embargo, el salmo se enriquece en los siglos sucesivos con la oración de otros muchos
pecadores, que recuperan los temas del «corazón nuevo» y del «Espíritu» de Dios infundido en el hombre
redimido, según la enseñanza de los profetas Jeremías y Ezequiel (cf. Sal 50,12; Jr 31,31-34; Ez 11,19; 36,24-
28).
2. Son dos los horizontes que traza el salmo 50. Está, ante todo, la región tenebrosa del pecado (cf. vv. 3-11), en
donde está situado el hombre desde el inicio de su existencia: «Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi
madre» (v. 7). Aunque esta declaración no se puede tomar como una formulación explícita de la doctrina del
pecado original tal como ha sido delineada por la teología cristiana, no cabe duda que corresponde bien a ella,
pues expresa la dimensión profunda de la debilidad moral innata del hombre. El salmo, en esta primera parte,
aparece como un análisis del pecado, realizado ante Dios. Son tres los términos hebreos utilizados para definir
esta triste realidad, que proviene de la libertad humana mal empleada.
3. El primer vocablo, hattá, significa literalmente «no dar en el blanco»: el pecado es una aberración que nos lleva
lejos de Dios -meta fundamental de nuestras relaciones- y, por consiguiente, también del prójimo.
El segundo término hebreo es 'awôn, que remite a la imagen de «torcer», «doblar». Por tanto, el pecado es una
desviación tortuosa del camino recto. Es la inversión, la distorsión, la deformación del bien y del mal, en el sentido
que le da Isaías: «¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz y luz por oscuridad!»
(Is 5,20). Precisamente por este motivo, en la Biblia la conversión se indica como un «regreso» (en hebreo shûb)
al camino recto, llevando a cabo un cambio de rumbo.
La tercera palabra con que el salmista habla del pecado es peshá. Expresa la rebelión del súbdito con respecto al
soberano, y por tanto un claro reto dirigido a Dios y a su proyecto para la historia humana.
4. Sin embargo, si el hombre confiesa su pecado, la justicia salvífica de Dios está dispuesta a purificarlo
radicalmente. Así se pasa a la segunda región espiritual del Salmo, es decir, la región luminosa de la gracia (cf.
vv. 12-19). En efecto, a través de la confesión de las culpas se le abre al orante el horizonte de luz en el que Dios
se mueve. El Señor no actúa sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad
pecadora a través de su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un «corazón» nuevo y puro, es decir, una
conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios.
Orígenes habla, al respecto, de una terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra y mediante la obra
de curación de Cristo: «Como para el cuerpo Dios preparó los remedios de las hierbas terapéuticas sabiamente
mezcladas, así también para el alma preparó medicinas con las palabras que infundió, esparciéndolas en las
divinas Escrituras. (...) Dios dio también otra actividad médica, cuyo Médico principal es el Salvador, el cual dice
de sí mismo: "No son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos". Él era el médico por
excelencia, capaz de curar cualquier debilidad, cualquier enfermedad» (Homilías sobre los Salmos, Florencia
1991, pp. 247-249).
5. La riqueza del salmo 50 merecería una exégesis esmerada de todas sus partes. Es lo que haremos cuando volverá
a aparecer en los diversos viernes de las Laudes. La mirada de conjunto, que ahora hemos dirigido a esta gran
súplica bíblica, nos revela ya algunos componentes fundamentales de una espiritualidad que debe reflejarse en la
existencia diaria de los fieles. Ante todo está un vivísimo sentido del pecado, percibido como una opción libre,
marcada negativamente a nivel moral y teologal: «Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces»
(v. 6).
Luego se aprecia en el salmo un sentido igualmente vivo de la posibilidad de conversión: el pecador, sinceramente
arrepentido (cf. v. 5), se presenta en toda su miseria y desnudez ante Dios, suplicándole que no lo aparte de su
presencia (cf. v. 13).
Por último, en el Miserere, encontramos una arraigada convicción del perdón divino que «borra, lava y limpia»
al pecador (cf. vv. 3-4) y llega incluso a transformarlo en una nueva criatura que tiene espíritu, lengua, labios y
corazón transfigurados (cf. vv. 14-19). «Aunque nuestros pecados -afirmaba santa Faustina Kowalska- fueran
negros como la noche, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria. Hace falta una sola cosa: que el
pecador entorne al menos un poco la puerta de su corazón... El resto lo hará Dios. Todo comienza en tu
misericordia y en tu misericordia acaba». (M. Winowska, El icono del Amor misericordioso. El mensaje de sor
Faustina, Roma 1981, p. 271).
En esta catequesis haremos algunas consideraciones sobre la primera parte del salmo 50, profundizando en
algunos aspectos. Sin embargo, al inicio quisiéramos proponer la estupenda proclamación divina del Sinaí, que
es casi el retrato del Dios cantado por el Miserere: «Señor, Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la
cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía
y el pecado» (Ex 34,6-7).
2. La invocación inicial se eleva a Dios para obtener el don de la purificación que vuelva -como decía el profeta
Isaías- «blancos como la nieve» y «como la lana» los pecados, en sí mismos «como la grana», «rojos como la
púrpura» (cf. Is 1,18). El salmista confiesa su pecado de modo neto y sin vacilar: «Reconozco mi culpa (...).
Contra ti, contra ti solo pequé; cometí la maldad que aborreces» (Sal 50,5-6).
Así pues, entra en escena la conciencia personal del pecador, dispuesto a percibir claramente el mal cometido. Es
una experiencia que implica libertad y responsabilidad, y lo lleva a admitir que rompió un vínculo para construir
una opción de vida alternativa respecto de la palabra de Dios. De ahí se sigue una decisión radical de cambio.
Todo esto se halla incluido en aquel «reconocer», un verbo que en hebreo no sólo entraña una adhesión intelectual,
sino también una opción vital. Es lo que, por desgracia, muchos no realizan, como nos advierte Orígenes: «Hay
algunos que, después de pecar, se quedan totalmente tranquilos, no se preocupan para nada de su pecado y no
toman conciencia de haber obrado mal, sino que viven como si no hubieran hecho nada malo. Estos no pueden
decir: "Tengo siempre presente mi pecado". En cambio, una persona que, después de pecar, se consume y aflige
por su pecado, le remuerde la conciencia, y se entabla en su interior una lucha continua, puede decir con razón:
"no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados" (Sal 37,4)... Así, cuando ponemos ante los ojos de nuestro
corazón los pecados que hemos cometido, los repasamos uno a uno, los reconocemos, nos avergonzamos y
arrepentimos de ellos, entonces desconcertados y aterrados podemos decir con razón: "no tienen descanso mis
huesos a causa de mis pecados"» (Homilía sobre el Salmo 37). Por consiguiente, el reconocimiento y la conciencia
del pecado son fruto de una sensibilidad adquirida gracias a la luz de la palabra de Dios.
3. En la confesión del Miserere se pone de relieve un aspecto muy importante: el pecado no se ve sólo en su
dimensión personal y «psicológica», sino que se presenta sobre todo en su índole teológica. «Contra ti, contra ti
solo pequé» (Sal 50,6), exclama el pecador, al que la tradición ha identificado con David, consciente de su
adulterio cometido con Betsabé tras la denuncia del profeta Natán contra ese crimen y el del asesinato del marido
de ella, Urías (cf. v. 2; 2 Sam 11-12).
Por tanto, el pecado no es una mera cuestión psicológica o social; es un acontecimiento que afecta a la relación
con Dios, violando su ley, rechazando su proyecto en la historia, alterando la escala de valores y «confundiendo
las tinieblas con la luz y la luz con las tinieblas», es decir, «llamando bien al mal y mal al bien» (cf. Is 5,20). El
pecado, antes de ser una posible injusticia contra el hombre, es una traición a Dios. Son emblemáticas las palabras
que el hijo pródigo de bienes pronuncia ante su padre pródigo de amor: «Padre, he pecado contra el cielo -es
decir, contra Dios- y contra ti» (Lc 15,21).
4. En este punto el salmista introduce otro aspecto, vinculado más directamente con la realidad humana. Es una
frase que ha suscitado muchas interpretaciones y que se ha relacionado también con la doctrina del pecado
original: «Mira, en la culpa nací; pecador me concibió mi madre» (Sal 50,7). El orante quiere indicar la presencia
del mal en todo nuestro ser, como es evidente por la mención de la concepción y del nacimiento, un modo de
expresar toda la existencia partiendo de su fuente. Sin embargo, el salmista no vincula formalmente esta situación
al pecado de Adán y Eva, es decir, no habla de modo explícito de pecado original.
En cualquier caso, queda claro que, según el texto del Salmo, el mal anida en el corazón mismo del hombre, es
inherente a su realidad histórica y por esto es decisiva la petición de la intervención de la gracia divina. El poder
del amor de Dios es superior al del pecado, el río impetuoso del mal tiene menos fuerza que el agua fecunda del
perdón. «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20).
5. Por este camino la teología del pecado original y toda la visión bíblica del hombre pecador son evocadas
indirectamente con palabras que permiten vislumbrar al mismo tiempo la luz de la gracia y de la salvación.
Como tendremos ocasión de descubrir más adelante, al volver sobre este salmo y sobre los versículos sucesivos,
la confesión de la culpa y la conciencia de la propia miseria no desembocan en el terror o en la pesadilla del juicio,
sino en la esperanza de la purificación, de la liberación y de la nueva creación.
En efecto, Dios nos salva «no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia,
por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza
por medio de Jesucristo nuestro Salvador» (Tt 3,5-6).
1. Todas las semanas, la liturgia de las Laudes nos propone nuevamente el salmo 50, el célebreMiserere. Ya lo
hemos meditado otras veces en algunas de sus partes. También ahora consideraremos en especial una sección de
esta grandiosa imploración de perdón: los versículos 12-16.
Es significativo, ante todo, notar que, en el original hebreo, resuena tres veces la palabra «espíritu», invocado de
Dios como don y acogido por la criatura arrepentida de su pecado: «Renuévame por dentro con espíritu firme;
(...) no me quites tu santo espíritu; (...) afiánzame con espíritu generoso» (vv. 12. 13. 14). En cierto sentido,
utilizando un término litúrgico, podríamos hablar de una «epíclesis», es decir, una triple invocación del Espíritu
que, como en la creación aleteaba por encima de las aguas (cf. Gn 1,2), ahora penetra en el alma del fiel
infundiendo una nueva vida y elevándolo del reino del pecado al cielo de la gracia.
2. Los Padres de la Iglesia ven en el «espíritu» invocado por el salmista la presencia eficaz del Espíritu Santo.
Así, san Ambrosio está convencido de que se trata del único Espíritu Santo «que ardió con fervor en los profetas,
fue insuflado (por Cristo) a los Apóstoles, y se unió al Padre y al Hijo en el sacramento del bautismo» (El Espíritu
Santo I, 4, 55: SAEMO 16, p. 95). Esa misma convicción manifiestan otros Padres, como Dídimo el Ciego de
Alejandría de Egipto y Basilio de Cesarea en sus respectivos tratados sobre el Espíritu Santo (Dídimo el Ciego, Lo
Spirito Santo, Roma 1990, p. 59; Basilio de Cesarea, Lo Spirito Santo, IX, 22, Roma 1993, p. 117 s).
También san Ambrosio, observando que el salmista habla de la alegría que invade su alma una vez recibido el
Espíritu generoso y potente de Dios, comenta: «La alegría y el gozo son frutos del Espíritu y nosotros nos
fundamos sobre todo en el Espíritu Soberano. Por eso, los que son renovados con el Espíritu Soberano no están
sujetos a la esclavitud, no son esclavos del pecado, no son indecisos, no vagan de un lado a otro, no titubean en
sus opciones, sino que, cimentados sobre roca, están firmes y no vacilan» (Apología del profeta David a Teodosio
Augusto, 15, 72: SAEMO 5, p. 129).
3. Con esta triple mención del «espíritu», el salmo 50, después de describir en los versículos anteriores la prisión
oscura de la culpa, se abre a la región luminosa de la gracia. Es un gran cambio, comparable a una nueva creación:
del mismo modo que en los orígenes Dios insufló su espíritu en la materia y dio origen a la persona humana (cf.
Gn 2,7), así ahora el mismo Espíritu divino crea de nuevo (cf. Sal 50,12), renueva, transfigura y transforma al
pecador arrepentido, lo vuelve a abrazar (cf. v. 13) y lo hace partícipe de la alegría de la salvación (cf. v. 14). El
hombre, animado por el Espíritu divino, se encamina ya por la senda de la justicia y del amor, como reza otro
salmo: «Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios. Tu espíritu, que es bueno, me guíe por tierra
llana» (Sal 142,10).
4. Después de experimentar este nuevo nacimiento interior, el orante se transforma en testigo; promete a Dios
«enseñar a los malvados los caminos» del bien (cf. Sal 50,15), de forma que, como el hijo pródigo, puedan regresar
a la casa del Padre. Del mismo modo, san Agustín, tras recorrer las sendas tenebrosas del pecado, había sentido
la necesidad de atestiguar en sus Confesiones la libertad y la alegría de la salvación.
Los que han experimentado el amor misericordioso de Dios se convierten en sus testigos ardientes, sobre todo
con respecto a quienes aún se hallan atrapados en las redes del pecado. Pensamos en la figura de san Pablo, que,
deslumbrado por Cristo en el camino de Damasco, se transforma en un misionero incansable de la gracia divina.
5. Por última vez, el orante mira hacia su pasado oscuro y clama a Dios: «¡Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios,
Salvador mío!» (v. 16). La «sangre», a la que alude, se interpreta de diversas formas en la Escritura. La alusión,
puesta en boca del rey David, hace referencia al asesinato de Urías, el marido de Betsabé, la mujer que había sido
objeto de la pasión del soberano. En sentido más general, la invocación indica el deseo de purificación del mal,
de la violencia, del odio, siempre presentes en el corazón humano con fuerza tenebrosa y maléfica. Pero ahora los
labios del fiel, purificados del pecado, cantan al Señor.
Y el pasaje del salmo 50 que hemos comentado hoy concluye precisamente con el compromiso de proclamar la
«justicia» de Dios. El término «justicia» aquí, como a menudo en el lenguaje bíblico, no designa propiamente la
acción punitiva de Dios con respecto al mal; más bien, indica la rehabilitación del pecador, porque Dios manifiesta
su justicia haciendo justos a los pecadores (cf. Rm 3,26). Dios no se complace en la muerte del malvado, sino en
que se convierta de su conducta y viva (cf. Ez 18,23).
1. Esta es la cuarta vez que, durante nuestras reflexiones sobre la Liturgia de Laudes, escuchamos la proclamación
del salmo 50, el célebre Miserere, pues se propone todos los viernes, para que se convierta en un oasis de
meditación, donde se pueda descubrir el mal que anida en la conciencia e implorar del Señor la purificación y el
perdón. En efecto, como confiesa el salmista en otra súplica, «ningún hombre vivo es inocente frente a ti» (Sal
142,2). En el libro de Job se lee: «¿Cómo un hombre será justo ante Dios?, ¿cómo será puro el nacido de mujer?
Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un
hijo de hombre, ese gusano!» (Jb 25,4-6).
Frases fuertes y dramáticas, que quieren mostrar con toda su seriedad y gravedad el límite y la fragilidad de la
criatura humana, su capacidad perversa de sembrar mal y violencia, impureza y mentira. Sin embargo, el mensaje
de esperanza del Miserere, que el Salterio pone en labios de David, pecador convertido, es éste: Dios puede
«borrar, lavar y limpiar» la culpa confesada con corazón contrito (cf. Sal 50,2-3). Dice el Señor por boca de Isaías:
«Aunque fueren vuestros pecados como la grana, como la nieve blanquearán. Y aunque fueren rojos como la
púrpura, como la lana quedarán» (Is 1,18).
2. Esta vez reflexionaremos brevemente en el final del salmo 50, un final lleno de esperanza, porque el orante es
consciente de que ha sido perdonado por Dios (cf. vv. 17-21). Sus labios ya están a punto de proclamar al mundo
la alabanza del Señor, atestiguando de este modo la alegría que experimenta el alma purificada del mal y, por eso,
liberada del remordimiento (cf. v. 17).
El orante testimonia de modo claro otra convicción, remitiéndose a la enseñanza constante de los profetas (cf. Is
1,10-17; Am 5,21-25; Os 6,6): el sacrificio más agradable que sube al Señor como perfume y suave fragancia (cf.
Gn 8,21) no es el holocausto de novillos y corderos, sino, más bien, el «corazón quebrantado y humillado» (Sal
50,19).
La Imitación de Cristo, libro tan apreciado por la tradición espiritual cristiana, repite la misma afirmación del
salmista: «La humilde contrición de los pecados es para ti el sacrificio agradable, un perfume mucho más suave
que el humo del incienso... Allí se purifica y se lava toda iniquidad» (III, 52, 4).
3. El salmo concluye de modo inesperado con una perspectiva completamente diversa, que parece incluso
contradictoria (cf. vv. 20-21). De la última súplica de un pecador, se pasa a una oración por la reconstrucción de
toda la ciudad de Jerusalén, lo cual nos hace remontarnos de la época de David a la de la destrucción de la ciudad,
varios siglos después. Por otra parte, tras expresar en el versículo 18 que a Dios no le complacen las inmolaciones
de animales, el salmo anuncia en el versículo 21 que el Señor aceptará esas inmolaciones.
Es evidente que este pasaje final es una añadidura posterior, hecha en el tiempo del exilio, que, de alguna manera,
quiere corregir o al menos completar la perspectiva del salmo davídico. Y lo hace en dos puntos: por una parte,
no se quería que todo el salmo se limitara a una oración individual; era necesario pensar también en la triste
situación de toda la ciudad. Por otra, se quería matizar el valor del rechazo divino de los sacrificios rituales; ese
rechazo no podía ser ni completo ni definitivo, porque se trataba de un culto prescrito por Dios mismo en la Torah.
Quien completó el salmo tuvo una intuición acertada: comprendió la necesidad en que se encuentran los
pecadores, la necesidad de una mediación sacrificial. Los pecadores no pueden purificarse por sí mismos; no
bastan los buenos sentimientos. Hace falta una mediación externa eficaz. El Nuevo Testamento revelará el sentido
pleno de esa intuición, mostrando que, con la ofrenda de su vida, Cristo llevó a cabo una mediación sacrificial
perfecta.
4. En sus Homilías sobre Ezequiel, san Gregorio Magno captó muy bien la diferencia de perspectiva que existe
entre los versículos 19 y 21 del Miserere. Propone una interpretación que también nosotros podemos aceptar,
concluyendo así nuestra reflexión. San Gregorio aplica el versículo 19, que habla de espíritu contrito, a la
existencia terrena de la Iglesia, y el versículo 21, que habla de holocausto, a la Iglesia en el cielo.
He aquí las palabras de ese gran Pontífice: «La santa Iglesia tiene dos vidas: una que vive en el tiempo y la otra
que recibe en la eternidad; una en la que sufre en la tierra y la otra que recibe como recompensa en el cielo; una
con la que hace méritos y la otra en la que ya goza de los méritos obtenidos. Y en ambas vidas ofrece el sacrificio:
aquí, el sacrificio de la compunción, y en el cielo, el sacrificio de la alabanza. Del primer sacrificio se dice: "Mi
sacrificio es un espíritu quebrantado" (Sal 50,19); del segundo está escrito: "Entonces aceptarás los sacrificios
rituales, ofrendas y holocaustos" (Sal 50,21). (...) En ambos se ofrece carne, porque aquí la oblación de la carne
es la mortificación del cuerpo, mientras que en el cielo la oblación de la carne es la gloria de la resurrección en la
alabanza a Dios. En el cielo se ofrecerá la carne como en holocausto, cuando, transformada en la incorruptibilidad
eterna, ya no habrá ningún conflicto y nada mortal, porque perdurará íntegra, encendida de amor a él, en la
alabanza sin fin» (Omelie su Ezechiele 2, Roma 1993, p. 271).
MONICIÓN SÁLMICA
El salmo 50, con el que cada viernes empezamos la oración de la mañana, es, para la Iglesia, el salmo penitencial
por excelencia. Este salmo fue redactado por Israel en tiempos del exilio o inmediatamente después del retorno
de Babilonia, cuando el pueblo, que tenía muy vivo el sentimiento de que su propia culpabilidad fue la causa de
los sufrimientos del destierro, quiere asumir, para expiarlas, todas las infidelidades de su propia historia, desde el
pecado de David con Betsabé hasta aquellas otras culpas que originaron el destierro y la destrucción de la ciudad
santa: Señor, líbrame de la sangre (la que derramó David a causa de sus malos deseos); Señor, reconstruye las
murallas de Jerusalén (destruidas a causa de las infidelidades de los reyes de Judá y de su pueblo).
Podemos rezar hoy el salmo 50 como lo rezó su autor, es decir, asumiendo, como Iglesia, los pecados de la
comunidad cristiana de todos los tiempos e incluso los de la humanidad entera. Recordemos que somos en el
mundo el cuerpo de Cristo y que también el Señor quiso hacerse él mismo pecado, para destruir en su cuerpo el
pecado del hombre. En comunión con la iglesia pecadora y con toda la humanidad, imploremos, en este viernes
de la muerte del Señor, el perdón de nuestros propios pecados y asumamos en nuestra oración, como lo hizo el
Señor en su pasión, los pecados de todo el mundo, suplicando el perdón de Dios.
Oración I: Por tu inmensa compasión, borra, Señor, nuestras culpas y limpia nuestros pecados; que tu inmensa
misericordia nos levante, pues nuestro pecado nos aplasta; no desprecies, Señor, nuestro corazón quebrantado y
humillado, haz más bien brillar sobre nosotros el poder de tu Trinidad: que nos levante Dios Padre, que nos
renueve Dios Hijo, que nos guarde Dios Espíritu Santo. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración II: Señor, Dios de bondad y de gracia, que, para perdonar el pecado del hombre, quisiste que tu Hijo,
que no conocía el pecado, se hiciera él mismo pecado por nosotros, mira con amor nuestro corazón quebrantado
y humillado y, por la penitencia de tu Iglesia, concede al mundo entero la alegría de tu salvación. Por Jesucristo
nuestro Señor. Amén.
[Pedro Farnés]
***
Este salmo de penitencia continúa el precedente, que trataba de una discusión judicial entre Dios y el pueblo en
la que Dios no actuaba como juez sino como parte frente al pueblo, y adquiere todo su valor como segunda parte
de un acto religioso. Cuando Dios mismo acusa y nos pone delante los pecados, el hombre sólo puede reconocerse
culpable; pero puede apelar a la «misericordia» de Dios. De este modo se consuma la «justicia», la «salvación»
que se iba preparando en el salmo anterior.
V. 3: Comienza el salmo con la apelación a la misericordia, que incluye la confesión formal del pecado; este verso
es síntesis o germen del resto.
VV. 4-5: Comienza la primera parte, en el reino del pecado, sin mencionar a Dios. Repite siete veces la raíz
«pecado» y siete veces diversas palabras sinónimas.
V. 6: El pecado es acto personal contra Dios, no mera violencia de un orden abstracto. En la sentencia de este
careo, uno resultará «el inocente», o «tendrá razón», y otro resultará el culpable; cuando yo me reconozco «el
culpable», estoy confesando que Dios es «el inocente» o el justo; yo estoy ante Dios sin justicia mía.
V. 7: La experiencia del pecado presente me hace descubrir en profundidad la condición humana pecadora: desde
el principio de mi vida entro en el régimen de este poder.
VV. 8-9: Este acto de reconocimiento, de sinceridad, es un don de Dios (8) que prepara para la purificación (9).
VV. 10-11: La primera parte apunta ya el tema del gozo, en una petición esperanzada.
V. 12: Comienza la segunda parte, en el reino de la gracia; vuelve a sonar el nombre de Dios al principio. La
purificación es una nueva creación por dentro.
VV. 12-14: En esta nueva creación Dios derrama un triple espíritu que ordena nuestro ser: espíritu firme, santo,
generoso. Este espíritu trae la salvación y con ella la alegría.
V. 15: Una de las consecuencias de la reconciliación es este afán comunicativo o expansivo; el hombre
reconciliado quiere convertir a otros y enseñarles el camino de vuelta a Dios.
V. 16: El castigo de la sangre puede ser la muerte, comprendida como «pena capital» del pecado, según la
tradición de Gn 2; pudiera ser alusión a un delito que merece pena de muerte.
V. 18: Como decía el salmo precedente, el sacrificio sin la conversión interno no sirve.
V. 19: Este verso repite palabras clave del salmo y recapitula su contenido.
VV. 20-21: Parecen una adición, en tiempo del destierro, deseando la vida entera del culto, una vez que el pueblo
esté ya purificado.
Para la reflexión del orante cristiano.- El hombre, ante Dios, tiene que reconocer su propia «injusticia» e invocar
la misericordia; entonces Dios le da su propia justicia, lo «justi-fica», lo hace justo, que es lo mismo que salvarlo.
Éste es el gran juicio de Dios, juicio que comienza acusando, obligando al hombre a una especie de muerte o
sacrificio espiritual, para salvarlo desde esa profundidad. En el gran Juicio de Cristo, Dios quiere que su Hijo se
haga solidario del hombre, hasta la última consecuencia del pecado, que es la muerte. Pero el Padre salva a su
Hijo, demostrando la «justicia» de Jesucristo y convirtiéndolo en nuestra justicia. Este juicio de Cristo, que es
muerte y resurrección, se repite en el juicio de la penitencia cristiana.-- [L. Alonso Schökel]
***
Introducción general
El salmo 50 quizá sea la oración de un hijo natural, adulterino, o fruto de los matrimonios mixtos denunciados
por Esdras y Nehemías. Quien aquí ora no puede pertenecer a la «asamblea de Israel» en la que desearía entrar
por encima de todo. Aunque tenga siempre presente su pecado (su manchada procedencia, que hoy podríamos
denominar «complejo»), posee la íntima confianza de que Dios puede crear en él algo nuevo. Si esta procedencia
del salmo es posible, no es menos cierto que la tradición eclesial ha hecho de él un salmo eminentemente
penitencial. Cuantos sentimos el peso del pecado podemos rezar el «miserere», porque los sentimientos del
pecador arrepentido y la correlativa acción de Dios adquieren en este salmo un lenguaje universal.
Dado el carácter intimista del salmo, en la celebración comunitaria podría rezarse con pausa por distintas personas,
teniendo en cuenta las etapas sucesivas del mismo: Recurso a la misericordia de Dios: «Misericordia... limpia mi
pecado» (vv. 2-4). Reconocimiento y confesión del pecado: «Pues yo reconozco... me inculcas sabiduría» (vv. 5-
8). Petición para ser purificado: «Rocíame con el hisopo... borra en mí toda culpa» (vv. 9-11). Petición para
obtener un espíritu nuevo: «Oh Dios... con espíritu generoso» (vv. 12-14). Promesas y reflexiones sobre el
verdadero sacrificio: «Enseñaré a los malvados... Tú no lo desprecias» (vv. 15-19). Intercesión en favor de
Sión: «Señor, por tu bondad... se inmolarán novillos» (vv. 20-21).
El Dios que preside este salmo, a quien se dirige el orante, no está impasible en su aislado cielo. Se conmueven
sus «entrañas», sede de su inmensa compasión, porque el Dios de Israel es «clemente y gracioso». Hasta tal límite
ha llegado su misericordia entrañable, que por ella nos visitó «el Sol que nace de lo alto» (Lc 1,78). Jesús es una
nueva Luz que ha iluminado con nuevos destellos la hondura de la compasión divina: no sólo fue capaz de sentir
el movimiento visceral de la misericordia, sino que enaltecido al rango de «Señor», se compadece de cuantos son
tentados. Acerquémonos a este trono de gracia para que encontremos misericordia y seamos socorridos en el
tiempo oportuno.
El salmo describe el reino del pecado sin mencionar ni una vez a Dios (vv. 4-5). El pecado es una marcha aberrante
fuera de la ruta, una contorsión de la voluntad divina, una erradicación del suelo nutricio que es Dios. Una vez
descrito el pecado, aparece en seguida el polo divino: «Contra ti, contra ti sólo pequé» (v. 6). Al levantarse contra
Dios, el hombre ha pretendido ponerse en el puesto divino. ¡Una vida condenada al fracaso! ¿Quién pondrá un
freno a la estrepitosa caída del hombre? «¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!» En efecto, el
Hijo, tomando una carne de pecado, vivió como un hombre cualquiera, pero sin que el pecado tuviera nada que
ver con él. Por eso, «en orden al pecado, Dios condenó al pecado de la carne» (Rm 8,3). ¡Sus heridas nos han
curado! Podemos enderezar nuestro camino y afincarnos en una ubérrima tierra de crecimiento: la obediencia a
Dios. Nuestra meta es tomar parte en la herencia de los santos. Mientras llegamos al final de la carrera, saquemos
la cabeza por encima de las aguas negras del pecado.
Si los sustantivos que describen el pecado son abundantes, no lo son menos los verbos que en imperativo piden
la acción de Dios: «borra mi culpa», «lava mi delito», «limpia mi pecado». Sólo Dios puede realizar eficazmente
estas acciones. Así como ni el etíope muda la color, ni el leopardo las manchas de la piel, los avezados a hacer el
mal tampoco pueden hacer el bien (Jr 13,23). Pero Dios cura, salva y hace volver. Dios ha intervenido ya cuando
borró en la cruz el escrito de nuestra acusación. Ahora sí, podemos blanquearnos en la sangre del Cordero, aunque
nuestros pecados sean rojos como el bermellón. Así nos preparamos para las bodas definitivas de la Iglesia santa,
sin mancha ni arruga.
Si el orante, como suponemos, es «pecador» desde antes de su nacimiento (v. 7), se impone una actuación
profunda de Dios, una acción creadora: «Crea en mí un corazón puro, rocíame por dentro con espíritu firme» (v.
12): un espíritu santo que introduzca al orante en la santidad de Dios (en su templo); un espíritu magnánimo por
encima de la estrechez humana (v. 14). Es el mismo espíritu prometido por Jeremías y Ezequiel, y relacionado
con la nueva alianza. Cuando Dios firmó esta alianza con el hombre, en virtud de la sangre de Cristo, el Espíritu
de Vida fue infundido en la nueva creación (Jn 19,39). La actividad del Espíritu ha inoculado ansias nuevas en
todo lo creado, y nosotros mismos «gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rm
8,23). ¡Dios puede hacer de nosotros algo inmensamente maravilloso e inefable!
El Dios santo hace brillar su santidad sobre el hombre. ¿Quién no se estremecerá, si somos pecado? La presencia
de Dios, en efecto, hace pasar al hombre de la muerte a la vida. Es una auténtica acción judicial de la que el
hombre sale «justi-ficado», salvado. Para ello, el juicio de Dios hizo a Cristo solidario de los hombres hasta las
últimas consecuencias: él fue «maldito de Dios» por haber perecido colgado del madero (Ga 3,13) para que
nosotros viviéramos para la justicia. Cristo es nuestra justicia. Su proceso de muerte se repite en la penitencia
cristiana, en la que morimos al pecado y vivimos para Dios. ¿Cómo no cantar eternamente las misericordias del
Señor que nos hace pasar de la muerte a la vida? Con esta actitud rezamos el «Miserere».
El orante no ha sido admitido en la asamblea litúrgica de Israel. Por el profetismo sabe que Dios prefiere la
obediencia a los holocaustos. El sacrificio del salmista será un corazón quebrantado y humillado (v. 19). Es la
norma que repite el Nuevo Testamento: Quien «haga la voluntad de mi Padre celestial» entrará en el Reino de los
cielos. Así es como se comportó Jesús, fiel a la voluntad de Padre, aunque le costara la vida. «En virtud de esta
voluntad y merced a la oblación del cuerpo de Cristo somos santificados» (Hb 10,10). Pleguémonos a la voluntad
de Dios, tal como rezamos en el Padrenuestro.
Ningún resentimiento
¡He aquí a un sincero y marginado yahwista! Ha comprendido que su Dios es más amplio que el estrecho espíritu
de su pueblo. En consecuencia, el orante se abre hacia todos los pueblos: «Enseñaré a los malvados tus caminos»
(v. 15), y en su oración se acuerda del pueblo que no le daba cabida: «Por tu bondad, Señor, favorece a Sión... »
(v. 20). Los sacrificios recobran su sentido porque en ellos se puede vaciar la integridad del hombre. Afirmada la
absoluta y definitiva validez del sacrificio de Cristo, también el sacrificio cristiano está centrado. ¿No hemos de
abrir ahora nuestro espíritu y confesar que «todos los que son movidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios»?
(Rm 8,14). Pidamos una profunda renovación para la Iglesia, y un espíritu amplio, generoso.
¡Cómplices en la muerte de Jesús!: El viernes recordamos el atentado más grave de nuestra historia contra el
Reino de Dios: la muerte de Jesús en cruz. Este recuerdo imborrable en la mente de la Iglesia determina el carácter
penitencial de este día.
El salmo 50, recitado en esta clave, adquiere una gravedad inaudita: es la expresión del reconocimiento humilde
de nuestra complicidad en la muerte de Jesús. «Mi culpa, mi delito, mi pecado, la maldad» son el repudio por
parte de nosotros los nombres de la presencia de Dios en Cristo y de Cristo en la comunidad eclesial y en cada
hombre, especialmente en los pobres. El pecado es nuestro ateísmo teórico y práctico, nuestro egoísmo deicida.
Somos raza de pecadores: «En pecado nacimos» (v. 7). Nuestra humillante condición provoca continuas
expresiones de pecado, interiores y exteriores, individuales y comunitarias, personales y estructurales. Estamos
manchados y manchamos. ¿Quién nos librará de este cuerpo de pecado?
Invocamos la infinita misericordia de Dios; por ella Dios nos lavará y purificará. Nuestra vida es, gracias a su
inagotable condescendencia, historia de salvación, de purificación. Nuestra existencia culminará en la
justificación y purificación total; entonces llegará a su plenitud la nueva creación; hará desbordar la alegría e
instaurará el nuevo culto en el que nuestro espíritu y corazón serán el holocausto agradable.
La comunidad religiosa, por su cercanía a la luz de Dios, tiene la posibilidad de reconocer la mancha de su pecado
y también cuenta con la fuerza divina para borrarlo y destruirlo. Si se deja penetrar por el poder de Dios,
sacramentalizará en la Iglesia el pequeño grupo de creyentes que el Viernes Santo estaba junto a la cruz de Jesús.
Oraciones sálmicas
Oración I: Dios Padre santo, que nos has mostrado tu inmensa compasión en tu Hijo bien amado, atráenos hacia
el trono de tu gracia para que gocemos de tu entrañable misericordia. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo
nuestro Señor. Amén.
Oración II: Contra ti, sólo contra ti, Padre bueno, hemos pecado; ya no somos dignos de llamarnos hijos tuyos;
pero, puesto que por las heridas de tu Hijo hemos sido curados, admítenos nuevamente en tu casa, y así tendremos
parte en la herencia de tus santos. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración III: Nosotros, pobres pecadores, ponemos nuestra confianza en ti, Padre santo. Haznos volver y nosotros
retornaremos, lávanos y quedaremos limpios como lana. Purifica a tu Iglesia con la sangre del Cordero para que
pueda presentarse sin mancha ni arruga a las bodas del Dios-con-nosotros, tu Hijo amado, que vive y reina contigo
por los siglos de los siglos. Amén.
Oración IV: Señor, Tú sondeas los riñones y el corazón; sabes que somos barro; envíanos, por medio de
Jesucristo, tu Espíritu Santo, que nos afiance firmemente en ti, dilate nuestro espíritu para que, junto con toda la
creación ya rescatada, lleguemos a la plenitud de nuestra filiación, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración V: Te proclamamos, Señor, el único santo en la asamblea de los pecadores; Tú quisiste que tu Hijo se
solidarizase con los hombres hasta las últimas consecuencias, y resucitándole de entre los muertos lo hiciste
nuestra justicia; justifícanos en tu Hijo amado: nuestra lengua cantará tu justicia y proclamaremos eternamente tu
misericordia. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración VI: Oh Dios, que nos has santificado merced a la oblación del cuerpo de Cristo; concede a cuantos
siguen a tu Hijo sabiduría y fuerza para cumplir tu voluntad; asociados de este modo al sacrificio de nuestro
Señor, nos otorgarás la alegría de la salvación en tu Reino eterno. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro
Señor. Amén.
Oración VII: Tú nos rescataste, Dios nuestro, mediante la sangre preciosa de tu Hijo, el Cordero sin mancha ni
mancilla; vivifica a tu Iglesia mediante una purificación continua, para que, reconstruida por tu bondad, anuncie
a los malvados tus caminos y los pecadores vuelvan a ti. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor.
Amén.