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EL REINO

A) INSTAURACIÓN DE LA MONARQUÍA
Desde la entrada en la Tierra prometida Israel comienza un proceso que le lleva a establecerse en Canaán como
"pueblo de Dios" en medio de otros pueblos. La experiencia del largo camino por el desierto, bajo la guía directa
de Dios, le ha enseñado a reconocer la absoluta soberanía de Dios sobre ellos. Dios es su Dios y Señor. Durante
el período de los Jueces no entra en discusión esta presencia y señorío de Dios. Pero, pasando de nómadas a
sedentarios, al poseer campos y ciudades, su vida y fe comienza a cambiar. Las tiendas se sustituyen por casas,
el maná por los frutos de la tierra, la confianza en Dios, que cada día manda su alimento, en confianza en el trabajo
de los propios campos. Al pedir un rey, "como tienen los otros pueblos", Israel está cambiando sus relaciones con
Dios. En Ramá Samuel y los representantes del pueblo se enfrentan en una dura discusión: "Mira, tú eres ya viejo.
Nómbranos un rey que nos gobierne, como se hace en todas las naciones" (1S 8,5; Hch 3,21-23). Samuel,
persuadido por el Señor, cede a sus pretensiones y, como verdadero profeta del Señor, descifra el designio divino
de salvación incluso en medio del pecado del pueblo. Samuel lee al pueblo toda su historia, jalonada de abandonos
de Dios y de gritos de angustia, a los que Dios responde fielmente con el perdón y la salvación. Pero el pueblo se
olvida de la salvación gratuita de Dios y cae continuamente en la opresión. El pecado de Israel hace vana la
salvación de Dios siempre que quiere ser como los demás pueblos. Entonces experimenta su pequeñez y queda a
merced de los otros pueblos más fuertes que él (1S 12,6-11). Esta historia, que Samuel recuerda e interpreta al
pueblo, se repite constantemente, hasta el momento presente (1S 12,12-15).
Samuel califica a la monarquía de idolatría. Pero Dios, en su fidelidad a la elección de Israel, mantiene su alianza
y transforma el pecado del pueblo en bendición. El rey, reclamado por el pueblo con pretensiones idolátricas, es
transformado en don de Dios al pueblo: "Dios ha constituido un rey sobre vosotros" (1S 12,13). Dios saca el bien
incluso del mal, cambia lo que es expresión de abandono en signo de su presencia amorosa en medio del pueblo
(Rm 5,20-21). Samuel unge como rey, primero, a Saúl y, después, a David.
Samuel se retira a Ramá, donde muere y es enterrado con la asistencia de todo Israel a sus funerales. Así le
recuerda el Eclesiástico: "Amado del pueblo y de Dios. Ofrecido a Dios desde el seno de su madre, Samuel fue
juez y profeta del Señor. Por la palabra de Dios fundó la realeza y ungió príncipes sobre el pueblo. Según la ley
del Señor gobernó al pueblo, visitando los campamentos de Israel. Por su fidelidad se acreditó como profeta; por
sus oráculos fue reconocido como fiel vidente. Invocó al Señor cuando los enemigos le acosaban por todas partes,
ofreciendo un cordero lechal. Y el Señor tronó desde el cielo, se oyó el eco de su voz y derrotó a los jefes enemigos
y a todos los príncipes filisteos. Antes de la hora de su sueño eterno, dio testimonio ante el Señor y su ungido:
¿De quién he recibido un par de sandalias? y nadie reclamó nada de él. Y después de dormido todavía profetizó
y anunció al rey (Saúl) su fin; del seno de la tierra alzó su voz en profecía para borrar la culpa del pueblo" (Si
46,13-20). Samuel, el confidente de Dios desde su infancia, es su profeta, que no deja caer por tierra ni una de
sus palabras. Con su fidelidad a Dios salva al pueblo de los enemigos y de sí. Es la figura del hombre de fe, que
acoge la palabra de Dios, y deja que ésta se encarne en él y en la historia. Es la figura de Cristo, el siervo de Dios,
que vive y se nutre de la voluntad del Padre, aunque pase por la muerte en cruz.
Saúl es el primer rey de Israel. Con él se instaura la monarquía, deseada por el pueblo, contradiciendo la elección
de Dios, que separó a Israel de en medio de los pueblos, uniéndose a él de un modo particular: "Tú serás mi pueblo
y yo seré tu Dios". Samuel encuentra a Saúl en el campo, buscando unas asnas perdidas, toma el cuerno de aceite
y lo derrama sobre su cabeza, diciendo: "El Señor te unge como jefe de su pueblo Israel; tú gobernarás al pueblo
del Señor, tú lo salvarás de sus enemigos" (1S 9-10). El espíritu de Dios invade a Saúl, que reúne un potente
ejército y salva a sus hermanos de Yabés de Galaad de la amenaza de los ammonitas. El pueblo, tras esta primera
victoria, le corona solemnemente como rey en Guilgal (1S 11). Reconocido como rey, Saúl comienza sus
campañas victoriosas contra los filisteos. Pero la historia de Saúl es dramática. Ante la amenaza de los filisteos,
concentrados para combatir a Israel con un ejército inmenso como la arena de la orilla del mar, los hombres de
Israel se ven en peligro y comienzan a esconderse en las cavernas. En medio de esta desbandada, Saúl se siente
solo, esperando en Dios que no le responde y aguardando al profeta que no llega. En su miedo a ser completamente
abandonado por el pueblo llega a ejercer hasta la función sacerdotal, ofreciendo holocaustos y sacrificios, lo que
provoca el primer reproche airado de Samuel: "¿Qué has hecho?".
Saúl se condena a sí mismo, tratando de dar las razones de su actuación. Ha buscado la salvación en Dios, pero
actuando por su cuenta, sin obedecer a Dios y a su profeta. Se arroga, para defender su poder, el ministerio
sacerdotal: "Como vi que el ejército me abandonaba y se desbandaba y que tú no venías en el plazo fijado y que
los filisteos estaban ya concentrados, me dije: Ahora los filisteos van a bajar contra mí a Guilgal y no he
apaciguado a Yahveh. Entonces me he visto obligado a ofrecer el holocausto". Samuel le replica: "Te has portado
como un necio. Si te hubieras mantenido fiel a Yahveh, El habría afianzado tu reino para siempre sobre Israel.
Pero ahora tu reino no se mantendrá. Yahveh se ha buscado un hombre según su corazón, que te reemplazará"
(1S 13).
Samuel se aleja hacia Guilgal siguiendo su camino. Pero Samuel vuelve a enfrentarse con Saúl para anunciarle el
rechazo definitivo de parte de Dios. Saúl, el rey sin discernimiento, pretende dar culto a Dios desobedeciéndolo.
Enfatuado por el poder, que no quiere perder, se glorifica a sí mismo y condesciende con el pueblo, para buscar
su aplauso, aunque sea oponiéndose a la palabra de Dios. Samuel se presenta y le dice: "Escucha las palabras del
Señor, que te dice: Voy a tomar cuentas a Amalec de lo que hizo contra Israel, cortándole el camino cuando subía
de Egipto. Ahora ve y atácalo. Entrega al exterminio todo lo que posee, toros y ovejas, camellos y asnos, y a él
no le perdones la vida". Amalec es la expresión del mal y Dios quiere erradicarlo de la tierra. La palabra de Dios
a Saúl es clara. Pero Saúl es un necio, como le llama Samuel, ni escucha ni entiende. Dios entrega en sus manos
a Amalec. Sin embargo Saúl pone su razón por encima de la palabra de Dios y trata de complacer al pueblo y a
Dios, buscando un compromiso entre Dios, que le ha elegido, y el pueblo, que le ha aclamado. Perdona la vida a
Agag, rey de Amalec, a las mejores ovejas y vacas, al ganado bien cebado, a los corderos y a todo lo que valía la
pena, sin querer exterminarlo; en cambio, extermina lo que no vale nada. Entonces le fue dirigida a Samuel esta
palabra de Dios: "Me arrepiento de haber constituido rey a Saúl, porque se ha apartado de mí y no ha seguido mi
palabra" (1S 15,1-10).
Samuel va a buscar a Saúl. Cuando Saúl le ve ante sí, le dice: "El Señor te bendiga. Ya he cumplido la orden del
Señor". El orgullo le ha hecho inconsciente e insensato, creyendo que puede eludir el juicio del Señor. Pero
Samuel le pregunta: "¿Y qué son esos balidos que oigo y esos mugidos que siento?". Saúl contesta: "Los han
traído de Amalec. El pueblo ha dejado con vida a las mejores ovejas y vacas, para ofrecérselas en sacrificio a
Yahveh, tu Dios". Samuel no se deja engañar y le replica: "¿Acaso se complace Yahveh en los holocaustos y
sacrificios como en la obediencia a su palabra? Mejor es obedecer que sacrificar, mejor la docilidad que la grasa
de los carneros. Por haber rechazado la palabra de Yahveh, El te rechaza hoy como rey". Samuel, pronunciado el
oráculo del Señor, se da media vuelta para marcharse, pero Saúl se agarra a la orla del manto, que se rasgó (Le
23,45). El manto rasgado es el signo de la ruptura definitiva e irreparable, como explica Samuel, mientras se aleja:
"El Señor te ha arrancado el reino de Israel y se lo ha dado a otro mejor que tú" (1S 1,12-28; Os 6,6; Am 5,21-
25; Mt 27,51).

B) DAVID UNGIDO REY


Dios, el Señor de la historia, encamina los pasos de Samuel hacia David: "Yo te haré saber lo que has de hacer y
ungirás para mí a aquel que yo te indicaré". Samuel se dirige a Belén y, los ancianos de la ciudad le salen al
encuentro. Samuel les tranquiliza: "He venido en son de paz. Vengo a ofrecer un sacrificio al Señor. Purificaos y
venid conmigo al sacrificio". De un modo particular, Samuel purifica a Jesé y a sus hijos y les invita al sacrificio.
Jesé tiene siete hijos. Pero sólo seis de ellos se presentan ante Samuel. El más pequeño se halla en el campo
pastoreando el ganado. Samuel, que aún no sabe quién será el ungido, comienza llamando al hermano mayor, a
Eliab. Se trata de un joven alto, de impresionante presencia. Samuel, al verle, cree que es el elegido de Dios: "Sin
duda está ante Yahveh su ungido". Pero el Señor advierte a su profeta: "No mires su apariencia ni su gran estatura,
pues yo le he descartado". La mirada de Dios no es como la mirada del hombre. El hombre mira las apariencias,
pero Yahveh mira el corazón. Los criterios de Dios no coinciden con los criterios humanos.
Siguen pasando ante Samuel los seis hijos de Jesé, uno detrás de otro. Todos son descartados. Samuel pregunta a
Jesé: "¿No tienes otros hijos?". Jesé responde: "Sí, falta el más pequeño que está pastoreando el rebaño". "iManda
que lo traigan!, exclama Samuel. iNo haremos el rito hasta que él no haya venido!". El muchacho, el menor de
los hermanos, es también el más pequeño, tan insignificante que se han olvidado de él. Pero Dios sí le ha visto.
En su pequeñez ha descubierto el vaso de elección para manifestar su potencia en medio del pueblo. Es un pastor,
que es lo que Dios desea para su pueblo como rey: alguien que cuide de quienes El le encomiende. Mejor la
pequeñez que la grandeza; mejor un pastor con un bastón que un guerrero con armas. Con la debilidad de sus
elegidos Dios confunde a los fuertes (1S 16,1-11).
Corren al campo y llevan a David ante el profeta. La voz del Señor le dice: "iEs el elegido! iAnda, úngelo!".
Samuel toma el cuerno y lo derrama sobre la cabeza rubia de David. Con la unción, el espíritu de Yahveh, que
había irrumpido ocasionalmente sobre los jueces, se posa para permanecer sobre David (1S 16,12-13; CEC 695).
Es el espíritu que se ha apartado de Saúl, dejándole a merced del mal espíritu, que le perturba la mente (1S 16,14).
Celebrado el sacrificio, Samuel se vuelve a Ramá y David regresa con su rebaño, donde se prepara a su misión
de rey de Israel. Como pastor aprende a cuidar de los hombres que le serán confiados, cuidando ahora de las
ovejas y corderos. Yahveh, que escruta al justo, examina a David en el pastoreo. Así el Señor aprecia el corazón
de David con el ganado: "Quien sabe apacentar a cada oveja según sus fuerzas, será el que apaciente a mi pueblo".
Así Yahveh "eligió a David su servidor, le sacó de los apriscos del rebaño, le tomó de detrás de las ovejas, para
pastorear a su pueblo Israel, su heredad. El los pastoreaba con corazón perfecto, y con mano diestra los guiaba"
(Sal 78,70-72).
Saúl, ya rechazado por Dios, y David, ya ungido para sustituirlo, son dos figuras unidas y contrapuestas. Sus vidas
y sus personas seguirán unidas por mucho tiempo. Saúl, con su inestabilidad emocional, cae en depresiones al
borde de la locura. Oscilando como un péndulo entre momentos de lucidez y disposiciones de ánimo oscuras,
queriendo agradar a Dios y a los hombres, sólo logra indisponerse con todos. David, aún un muchacho, se presenta
en la corte colmado del espíritu que ha abandonado a Saúl. Pero David no se presenta para suplantar a Saúl, sino
para ayudarle en sus delirios con su música. La música, que David arranca al arpa, se difunde por la habitación
como alas protectoras, serenando la mente turbada de Saúl. Sorprendido, le dice: "Me conforta tu música. Pediré
a tu padre que te deje aún conmigo" (1S 16,14-22).
Una corriente de simpatía une a los dos. De este modo David se queda a vivir con Saúl, que llega a amarlo de
corazón. Cada vez que le oprime la crisis de tristeza, David toma el arpa y toca para el rey. La música acalla el
rumor de los sentidos y alcanza la fibras del espíritu con su poder salvador. David con su arpa es medicina para
Saúl, pero su persona termina siendo la verdadera enfermedad de Saúl. La espada, colgada a la espalda del rey,
brilla amenazadora. Cuando Saúl se siente bien despide a David, que vuelve a pastorear su rebaño. Cuando el mal
espíritu asalta a Saúl, David es llamado y acude de nuevo a su lado (1S 16,23).

C) DAVID PERSEGUIDO POR SAÚL


Saúl, para responder al ataque de los filisteos, llama a las armas a sus mejores hombres. David, el pequeño, es
excluido de nuevo. Sólo sus hermanos mayores van al campo de batalla. Con él no se cuenta en los momentos
importantes. Es la historia del elegido de Dios, olvidado de los hombres por su insignificancia, pero amado y
escogido por Dios para desbaratar los planes de los potentes. Un día Jesé manda a David a visitar a sus hermanos.
Les lleva trigo tostado y unos panes, y también unos quesos para el capitán del ejército. Cuando llega al
campamento, las tropas se hallan dispuestas en círculo, prontas para la batalla. Israel y los filisteos se encuentran
frente a frente sobre dos colinas separadas por el valle del Terebinto. David descubre en el campamento de los
filisteos a un guerrero de estatura gigantesca, con un yelmo de bronce en la cabeza y una coraza de escamas en el
pecho. En una mano lleva la lanza y en la otra una flecha; le precede su escudero. La arrogancia de su desafio es
un insulto ignominioso para Israel. A David le llega la voz atronadora de Goliat: "Elegid uno de vosotros que
venga a enfrentarse conmigo. Si me vence, todos nosotros seremos esclavos vuestros; pero, si le derroto yo,
vosotros seréis esclavos nuestros. Mandad a uno de vuestros hombres y combatiremos el uno contra el otro". Ante
la figura y las palabras de Goliat, "Saúl y todo Israel" es presa del pánico (1S 17,1-11).
Goliat es la encarnación de la arrogancia, de la fuerza, de la violencia frente a la debilidad, que Dios elige para
confundir a los engreídos. Pequeñez y grandeza se hallan frente a frente. Pero la pequeñez tiene a sus espaldas la
mano de Dios, sosteniéndola. David no soporta el ultraje que se hace a Israel y a su Dios y exclama: "¿Quién es
ese filisteo incircunciso para ofender a las huestes del Dios vivo?". Los soldados le cuentan: Todos los días sube
varias veces a provocar a Israel. A quien lo mate el rey lo colmará de riquezas y le dará su hija como esposa, y
librará de tributo a la casa de su padre. David replica: "El Señor me ayudará a liquidarlo". Alguien corre a referir
a Saúl las palabras de David y el rey le manda a llamar. Cuando David llega a su presencia, confirma al rey sus
palabras: "Tu siervo irá a combatir con ese filisteo". Saúl mide con la mirada a David y le dice con conmiseración:
"¿Cómo puedes ir a pelear contra ese filisteo si tú eres un niño y él es un hombre de guerra desde su juventud?"
(1S 17,26-33).
También Saúl se fija en la pequeñez de David, que considera desproporcionada para enfrentarse con la imponencia
de Goliat. Pero David no se acobarda ante las palabras del rey, sino que con voz firme cuenta al rey y a los
generales sus aventuras: "Cuando tu siervo estaba guardando el rebaño de su padre y venía el león o el oso y se
llevaba una oveja del rebaño, yo salía tras él, le golpeaba y se la arrancaba de sus fauces, y si se revolvía contra
mí, lo sujetaba por la quijada y lo golpeaba hasta matarlo. Tu siervo ha dado muerte al león y al oso, y ese filisteo
incircunciso será como uno de ellos, pues ha insultado a las huestes del Dios vivo. El Señor, que me ha librado
de las garras del león y del oso, me librará de la mano de ese filisteo" (1S 17,34-37). Para convencer al rey, David
apela a su condición de pastor. El buen pastor cuida el rebaño, sabe defenderlo, combatiendo contra las fieras que
lo atacan (Jn 10,11-13). Aunque Goliat se muestre como una bestia, un pastor puede enfrentarlo y arrojar su carne
a las fieras.
Impresionado por el tono decidido con que habla David, el rey acepta que salga a combatir en nombre de Israel.
Manda que vistan a David con sus propios vestidos, le pone un casco de bronce en la cabeza y le cubre el pecho
con una coraza. Le ciñe su propia espada y le dice: "Ve y que Yahveh sea contigo". David sale de la presencia
del rey, pero al momento vuelve sobre sus pasos. No quiere presentarse al combate con la armadura del rey, sino
ir al encuentro del gigante como un simple pastor: "No puedo caminar con esto, me pesa inútilmente. A mí me
bastan mis armas habituales" (1S 17,37-39). Para Saúl es necesaria la armadura; para David es superflua, un
obstáculo. Uno confía en la fuerza, el otro pone su confianza en Dios. David se despoja de ella y sale en busca de
Goliat con su cayado y su honda. David rechaza los símbolos del poder y la fuerza para enfrentarse al adversario
con las armas de su pequeñez y la confianza en Dios, que confunde a los potentes mediante los débiles. Saúl y
David muestran sus diferencias. El rey y el pastor. El "más alto" y el "pequeño". La espada y la honda. El
rechazado por Dios y su elegido. Saúl, el fuerte, tiene miedo y no combate en defensa de su pueblo, pues no
cuenta con Dios; David, en cambio, en su pequeñez, hace lo que debería hacer Saúl: como pastor ofrece su vida
para salvar la grey del Señor.
Libre de la armadura de Saúl, David baja la pendiente de la colina. Al llegar al valle, que separa los dos
campamentos, David recoge cinco piedras del torrente. Mientras avanza hacia el campamento filisteo, Goliat sale
como de costumbre a insultar a Israel. Precedido de su escudero, Goliat avanza hacia David. Cuando le distingue
a través de su yelmo, ve que es un muchacho y lo desprecia: "¿Acaso me tomas por un perro que vienes contra
mí con un cayado? Si te acercas un paso más daré tu carne a las aves del cielo y a las fieras del campo" (1S 17,40-
44). David le replica: "Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy contra ti en nombre de
Yahveh Sebaot, Dios de los ejércitos de Israel, a quien tú has desafiado. Hoy mismo te entrega Yahveh en mis
manos y sabrá toda la tierra que hay Dios para Israel. Y toda esta asamblea sabrá que no por la espada y por la
lanza salva Yahveh, porque de Yahveh es el combate y os entrega en nuestras manos" (1S 17,45-47). Con la
confianza puesta en Dios, el Señor de los últimos, que no necesita de ejércitos para derrotar a los enemigos, David
se enfrenta a Goliat. El, el pastor, ahora se presenta como una oveja indefensa ante las fauces del león que desea
devorarlo, pero que no lo logrará porque el verdadero pastor, el Señor de los ejércitos, arrancará la presa de su
boca.
Ante las palabras de David, Goliat se enfurece y levanta los ojos al cielo con desprecio. Al levantar la cabeza
descubre su frente. David se adelanta, corre a su encuentro, mete la mano en el zurrón, saca de él una piedra, la
coloca en la honda, que hace girar sobre su cabeza y la suelta, hiriendo al filisteo en la frente; la piedra se le clava
y cae de bruces en tierra. La boca, que ha blasfemado contra Dios, muerde el polvo. David corre hasta él y pone
su pie contra la boca blasfema. Luego toma la espada misma de Goliat y con ella le corta la cabeza (1S 17,48-
54). Una pequeña piedra ha bastado para derribar la montaña vacía de Goliat, montaña de arrogancia sin
consistencia ante el Señor. Y, al final, de bruces y sin cabeza, Goliat queda en tierra como Dagón, el ídolo filisteo
derribado en su mismo templo "por la presencia del arca del Señor" (1S 5,3-4). Ante el Señor cae la hueca potencia
de la idolatría, derribada con la pequeña piedra de la fe. Los hijos de Israel prorrumpen en gritos de júbilo por la
inesperada victoria, mientras que los filisteos se dan a la fuga. Israel se levanta y, lanzando el grito de guerra,
persigue a los filisteos hasta sembrar el campo con su cadáveres.
Después de dar muerte a Goliat, la fama de David se divulga por todo el reino. David es cantado por las mujeres
y amado por todo el pueblo. Cuando los soldados regresan victoriosos, la población les sale al encuentro con
cantos de fiesta:
Saúl ha vencido a mil,
pero David a diez mil.
Esta aclamación provoca los celos del rey Saúl, envidioso del triunfo de David: "Han dado a David diez mil y a
mí sólo mil. Sólo falta que le den el reino" (1S 18,6-9). Los celos le trastornan la razón y la rivalidad se hace
irracional en su lucidez. La envidia se transforma en odio y deseo de venganza. Saúl, para alejar a David, le
promueve como capitán de diez mil hombres y, con este ejército, vence muchas batallas contra los filisteos. David
tiene éxito en todo lo que emprende, "pues Dios estaba con él" (1S 18,14). David se gana la amistad de Jonatán,
hijo de Saúl y la mano de siu hija Mikal. David vuelve a tocar el arpa para calmar a Saúl. Pero un día, mientras
toca con su mano el arpa, Saúl, que tenía en su mano la lanza, la arroja contra él. David la esquiva y la lanza va a
incrustarse en la pared (1S 19,9-10). David está inerme ante el rey armado. La fuerza y la debilidad están frente
a frente: el amor, hecho canto, frente a la violencia del odio y la envidia. David comprende que Saúl realmente
desea matarlo y huye del palacio.
Así Saúl comienza a perseguir a David, que se ve obligado a huir a los montes. El Señor se compadece de él y lo
salva. David, tiene muchas ocasiones en que puede matar a Saúl, pero no lo hace. David y sus hombres están
escondidos en el fondo de una cueva, en la que entra Saúl, solo, a hacer sus necesidades. Los hombres de David
le dicen: "Mira, éste es el día que Yahveh te anunció: Yo pongo a tu enemigo en tus manos, haz de él lo que te
plazca". Pero David les replica: "Nunca me permita el Señor devolverle el mal que me hace. No alzaré mi mano
contra el ungido del Señor. Yahveh será quien le hiera, cuando le llegue su día". David, el hombre según el
corazón de Dios, rechaza la violencia y, una vez más, no se toma la justicia por su mano (1S 24). Como elegido,
David espera la hora de Dios, sin querer anticiparla. Le duele el odio de Saúl, pero no puede dejar de amarlo como
ungido del Señor. Pide dos cosas al Señor: "No me entregues, Señor, en manos de mis enemigos, y que Saúl no
caiga en mis manos, para que no me asalte la tentación de matar a tu ungido" (1S 26; CEC 436).
Obsesionado por perseguir a David, Saúl se olvida de los filisteos, que vuelven a someter a Israel. En la batalla
de Gelboé las tropas israelitas son aniquiladas, mueren los tres hijos de Saúl y él mismo, gravemente herido, se
suicida. Cuando le llega la noticia de la muerte de Saúl, David llora por él y por su hijo Jonatán (2S 1).

D) DAVID, UN HOMBRE SEGÚN EL CORAZÓN DE DIOS


Después de la muerte de Saúl, David es consagrado rey de Judá y de Israel. Y lo primero que hace como rey es
conquistar Jerusalén, que estaba en poder de los jebuseos y trasladar a ella el Arca del Señor. David y todo Israel
"iban danzando delante del arca con gran entusiasmo", "en medio de gran alborozo"; "David danzaba, saltaba y
bailaba" (2S 6,5.12.14.16). El gozo se traduce en aclamaciones de sabor litúrgico: "David y todo Israel trajeron
el arca entre gritos de júbilo y al son de trompetas" (2S 6,15). El Señor está con David en todas sus empresas. Sus
victorias sobre los enemigos son incontables (2S 8). Pero el rey se ha vuelto indolente y perezoso. Mientras envía
a Joab con sus veteranos a combatir a los ammonitas, David pasa el tiempo durmiendo largas siestas, de las que
se levanta a eso del atardecer. Y un día, ial atardecer!, David se levanta y se pone a pasear por la azotea de palacio.
Entonces sus ojos caen sobre una mujer que se está bañando. David se queda prendado de ella y manda a preguntar
por ella. Le informan: "Es Betsabé, hija de Alián, esposa de Urías, el hitita" (2S 11,1-4).
David sabe que la mujer está casada con uno de sus más fieles oficiales, que se encuentra en campaña. Sin
embargo manda que se la traigan; llega la mujer y David se acuesta con ella, que acaba de purificarse de sus
reglas. Después Betsabé se vuelve a su casa. Queda encinta y manda este aviso a David: "iEstoy encinta!". El rey
de Israel, aclamado por todo el pueblo, el hombre según el corazón de Dios, se siente estremecer ante el mensaje.
Pero no levanta los ojos al Señor. Para salvar su honor, intenta por todos los modos encubrir su delito. A toda
prisa manda un emisario a Joab: "Mándame a Urías, el hitita" (2S 11,6).
Cuando llega Unías, para poder atribuirle el hijo que Betsabé, su esposa, ya lleva en su seno, le insta: "Anda a
casa a lavarte los pies". Pero el soldado no es como el rey. No va a su casa. Duerme a la puerta de palacio, con
los guardias de su señor. David se muestra amable. Ofrece a Urías obsequios de la mesa real. El rey insiste: "Has
llegado de viaje, ¿por qué no vas a casa?". Unías, en su respuesta, marca el contraste entre David, que se ha
quedado en Jerusalén, y el Arca del Señor y el ejército en medio del fragor de la batalla. Las palabras de Urías
denuncian el ocio y sensualidad de David: "El Arca, Israel y Judá viven en tiendas; Joab, mi señor, y los siervos
de mi señor acampan al raso, ¿y voy yo a ir a mi casa a comer, beber y acostarme con mi mujer? ¡Por tu vida y la
vida de tu alma, no haré tal!" (2S 11,7-13).
Unías retorna al campo de batalla llevando en su mano, sin saberlo, su condena a muerte. Un pecado arrastra a
otro pecado. David, por medio de Urías, manda a Joab una carta, en la que ha escrito: "Pon a Urías en primera
línea, donde sea más recia la batalla y, cuando ataquen los enemigos, retiraos dejándolo solo, para que lo hieran
y muera". Joab no tiene inconveniente en prestar este servicio a David; ya se lo cobrará con creces y David,
chantajeado, tendrá que callar. A los pocos días, Joab manda a David el parte de guerra, ordenando al mensajero:
"Cuando acabes de dar las noticias de la batalla, si el rey monta en cólera por las bajas, tú añadirás: Ha muerto
también tu siervo Urías, el hitita" (2S 11,14-21).
El rey indolente y adúltero se ha vuelto también asesino. Al oír la noticia se siente finalmente satisfecho y sereno.
Así dice al mensajero: "Dile a Joab que no se preocupe por lo que ha pasado. Así es la guerra: un día cae uno y
otro día cae otro. Anímalo". Muerto Urías, David puede tomar como esposa a Betsabé y así queda resuelto el
problema del hijo. Cuando pasa el tiempo del luto, David manda a por ella y la recibe en su casa, haciéndola su
mujer. Ella le dio a luz un hijo (2S 11,22-27).
Ha habido un adulterio y un asesinato y David se siente en paz. El prestigio del rey ha quedado a salvo. Pero Dios
se alza en defensa del débil agraviado. Ante su mirada no valen oficios ni dignidades. Y aquella acción no le
agradó a Dios. En medio del silencio cómplice de los súbditos se alza una voz. El Señor envía al profeta Natán,
que se presenta ante el rey y le cuenta una parábola, como si presentara un caso ocurrido, para que el rey dicte
sentencia: "Había dos hombres en una ciudad, el uno era rico y el otro pobre. El rico tenía muchos rebaños de
ovejas y bueyes. El pobre, en cambio, no tenía más que una corderilla, sólo una, pequeña, que había comprado.
El la alimentaba y ella iba creciendo con él y sus hijos. Comía de su pan y bebía en su copa. Y dormía en su seno
como una hija. Pero llegó una visita a casa del rico y, no queriendo tomar una oveja o un buey de su rebaño para
invitar a su huésped, tomó la corderilla del pobre y dio de comer al viajero llegado a su casa". A David, que ha
logrado acallar su conciencia, ahora, con la palabra del profeta, se le despierta y exclama: "iVive Yahveh! que
merece la muerte el hombre que tal hizo". Entonces Natán, apuntándole con el dedo, da un nombre al rico de la
parábola: "iEse hombre eres tú!" (2S 12,1-7).
La palabra del profeta es más tajante que una espada de doble filo; penetra hasta las junturas del alma y el espíritu;
desvela sentimientos y pensamientos. Nada escapa a su luz. Es a ella a quien David tiene que dar cuenta. David
no ha ofendido sólo a Urías, sino que ha ofendido a Dios, que toma como ofensa suya la inferida a Urías. Así dice
el Señor, Dios de Israel: "Yo te ungí rey de Israel, te libré de Saúl, te di la hija de tu señor, puse en tus brazos sus
mujeres, te di la casa de Israel y de Judá, y por si fuera poco te añadiré otros favores. ¿Por qué te has burlado del
Señor haciendo lo que El reprueba? Has asesinado a Urías, el hitita, para casarte con su mujer. Pues bien, no se
apartará jamás la espada de tu casa, por haberte burlado de mí casándote con la mujer de Urías, el hitita, y
matándolo a él con la espada ammonita. Yo haré que de tu propia casa nazca tu desgracia; te arrebataré tus mujeres
y ante tus ojos se las daré a otro, que se acostará con ellas a la luz del sol. Tú lo hiciste a escondidas, yo lo haré
ante todo Israel, a la luz del día". Ante Dios y su profeta David confiesa: "iHe pecado contra el Señor!" (2S 12,8-
13).
La palabra de Dios penetra en el corazón de David y halla la tierra buena, el corazón según Dios, y da fruto: el
reconocimiento y confesión del propio pecado abre la puerta a la misericordia de Dios. La miseria y la
misericordia se encuentran. El pecado confesado arranca el perdón de Dios: "El Señor ha perdonado ya tu pecado.
No morirás" (2S 12,13). Cumplida su misión, Natán vuelve a casa. Y David, a solas con Dios, arranca a su arpa
los acordes más sinceros de su alma: "Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi
culpa..." (Sal 51).
Natán escucha la confesión de David y le anuncia el perdón del Señor. Pero el pecado siempre tiene sus
consecuencias amargas: "Has asesinado. La espada no se apartará jamás de tu casa. En tu propia casa encontrarás
tu desgracia. Y lo que tú has hecho a escondidas, te lo harán a ti a la luz del día" (2S 12,10,12). David no olvidará
su pecado. Lo tiene siempre presente. Y no es sólo el adulterio o el asesinato. A la luz de este doble pecado, David
entra dentro de sí y ve su vida de pecado, "desde que en pecado lo concibió su madre". Desde lo hondo de su ser
grita a Dios: "Señor, ¿quién conoce sus propios extravíos? Líbrame de las faltas ocultas" (Sal 19,13).
Desde su pecado, David comprende que los juicios del Señor son justos. Su arrogancia cede ante el Señor, que le
hace experimentar la muerte que ha sembrado su pecado. El niño, nacido de su adulterio, cae gravemente enfermo.
David, entonces, suplica a Dios por el niño, prolongando su ayuno y acostándose en el suelo: "Señor, he pecado
y es justo tu castigo. Pero no me corrijas con ira, no me castigues con furor. Yahveh, ¿hasta cuando? Estoy
extenuado de gemir, cada noche lavo con mis lágrimas el lecho que manché pecando con Betsabé. Mira mis ojos
hundidos y apagados, y escucha mis sollozos" (Sal 6). Siete días ha orado y ayunado David, hasta que al séptimo
día el niño murió. Entonces David se lavó, se ungió y se cambió de vestidos. Se fue al templo y adoró al Señor;
luego volvió al palacio y pidió que le sirvieran la comida. Los servidores, sin entender la conducta del rey, le
sirvieron y él comió y bebió. Luego se fue a consolar a Betsabé, se acostó con ella, que le dio un hijo. David le
puso por nombre Salomón, amado de Yahveh. Este hijo era la garantía del perdón de Dios. Cuando en su interior
le asalten los remordimientos y las dudas sobre el amor de Dios, Salomón será un memorial visible de su amor,
figura del Mesías (2S 12,15-25).
Cuando David se establece en su casa y Dios le concede paz con todos sus enemigos, llama al profeta Natán y le
dice: "Mira, yo habito en una casa de cedro mientras que el Arca de Dios habita bajo pieles. Voy a edificar una
casa para el Señor". Pero aquella misma noche vino la palabra de Dios a Natán: "Anda, ve a decir a mi siervo
David: Así dice el Señor: ¿Eres tú quien me vas a construir una casa para que habite en ella? Desde el día en que
saqué a Israel de Egipto hasta hoy no he habitado en una casa, sino que he ido de acá para allá en una tienda. No
he mandado a nadie que me construyera una casa de cedro. En cuanto a ti, David, siervo mío: Yo te saqué de los
apriscos, de detrás las ovejas, para ponerte al frente de mi pueblo Israel. He estado contigo en todas tus empresas,
te he liberado de tus enemigos. Te ensalzaré aún más y, cuando hayas llegado al final de tus días y descanses con
tus padres, estableceré una descendencia tuya, nacida de tus entrañas, y consolidaré tu
reino. Él, tu descendiente, edificará un templo en mi honor y yo consolidaré su trono real para siempre. Yo seré
para él padre y él será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia" (2S 7,1-17).
Al escuchar esta profecía de labios de Natán, David se postra ante el Señor y dijo: "¿Quién soy yo, mi Señor, para
que me hayas hecho llegar hasta aquí? Y, como si fuera poco, haces a la casa de tu siervo esta profecía para el
futuro. ¡Realmente has sido magnánimo con tu siervo! iVerdaderamente no hay Dios fuera de ti! Ahora, pues,
Señor Dios, mantén por siempre la promesa que has hecho a tu siervo y a su familia. Cumple tu palabra y que tu
nombre sea siempre memorable. Ya que tú me has prometido edificarme una casa, dígnate bendecir la casa de tu
siervo, para que camine siempre en tu presencia. Ya que tú, mi Señor, lo has dicho, sea siempre bendita la casa
de tu siervo, pues lo que tú bendices queda bendito para siempre" (2S 7,18-29).
Salomón, don de Dios a David, como señal de paz tras su pecado, es el "rey pacífico" (1Cro 22,9; Si 47,12),
símbolo del Mesías, el hijo de David, el "Príncipe de paz", anunciado por Isaías (9,5). San Agustín comenta:
Cristo es el verdadero Salomón, y aquel otro Salomón, hijo de David, engendrado de Betsabé, rey de Israel, era
figura de este Rey pacífico. Es El quien edifica la verdadera casa de Dios, según dice el salmo: "Si el Señor no
construye la casa, en vano se cansan los constructores" (Sal 127). Salomón, hijo y sucesor de David (1R 1,28-
40), recoge la promesa de Dios a su padre, que él mismo oye repetida: "Por este templo que estás construyendo,
yo te cumpliré la promesa que hice a tu padre David: habitaré entre los israelitas y no abandonaré a mi pueblo
Israel". Cuando el templo estuvo terminado, Salomón hizo llevar a él las ofrendas que había preparado su padre:
plata, oro y vasos, y los depositó en el tesoro del templo, bendicienido al Señor: "iBendito sea el Señor, Dios de
Israel! Que a mi padre, David, con la boca se lo prometió y con la mano se lo cumplió" (1R 8,15). Este templo es
tipo y figura de la futura Iglesia, que es el cuerpo del Señor, tal como dice en el Evangelio: "Destruid este templo
y yo lo levantaré en tres días". Cristo, verdadero Salomón, se edificó su templo con los creyentes en él, siendo El
la piedra angular y los cristianos las "piedras vivas" del Templo (1P 2,4-5).
La promesa de Dios y la súplica de David suscitó en Israel una esperanza firme. Incluso cuando desaparece la
monarquía esta esperanza pervive. Podían estar sin rey, pero, algún día, surgiría un descendiente de David para
recoger su herencia y salvar al pueblo. Esta esperanza contra toda esperanza, fruto de la promesa gratuita de Dios,
basada en el amor de Dios a David, se mantuvo viva a lo largo de los siglos. La promesa de Dios es incondicional.
El Señor no se retractará. El rey esperado, el hijo de David, no será un simple descendiente de David. Será el
Salvador definitivo, el Ungido de Dios, el Mesías (Is 11,1-9; Jr 23,5-6; Mi 5,1-3).
David es figura del Mesías. "Es el hombre según el corazón de Dios" (1S 13,14; Hch 13,22). Con el barro de
David, profundamente pasional y carnal, circundado de mujeres, hijos y personajes que reflejan sus pecados, Dios
plasma el gran Rey, Profeta y Sacerdote, el Salmista cantor inigualable de su bondad. Los salmos exaltan al rey
futuro, el Mesías, el Rey salvador (Sal 89; 131). David, el rey pastor, encarna, en figura, al Rey Mesías: potente
en su pequeñez, inocente perseguido, exaltado a través de la persecución y el sufrimiento, siempre fiel a Dios que
le ha elegido. De las entrañas de David saldrá el Ungido que instaurará el reino definitivo de Dios. El "hijo de
David" será el "salvador del mundo", como testimonia todo el Nuevo Testamento (Mt 1,1ss; 9,27; 20,30-31; 21,9;
Le 1,78-79; Jn 8,12; 1P 2,9; 2Co 4,6; Ap 5,5; 22,16...).
David, el más pequeño de los hermanos, es el elegido por Dios como rey. Dios confunde con los débiles a los
fuertes (1Co 1,27-29). Esta actuación de Dios culmina en el Mesías, prefigurado en David, que nace como él en
la pequeña ciudad de Belén y en la debilidad de la carne; en su kénosis hasta la muerte en cruz realiza la salvación
de la muerte y el pecado. A Juan, que llora ante la impotencia de abrir el libro de la historia, sellado con siete
sellos se le anuncia: "No llores más. Mira que ha vencido el león de la tribu de Judá, el vástago de David, y él
puede abrir el libro y los siete sellos" (Ap 5,5).
Gabriel anuncia a María que Jesús será rey y heredará el trono de David. Zacarías espera que la fuerza salvadora
suscitada en la casa de David acabe con los enemigos y permita servir al Señor en santidad y justicia. Los ángeles
lo aclaman como salvador, aunque haya nacido en pobreza, débil como un niño: "Hoy os ha nacido en la ciudad
de David el Salvador, el Mesías y Cristo" (Lc 2,11). Simeón lo ve como salvador y luz de las naciones. Pedro lo
confiesa como el Mesías, Hijo de Dios. También lo hace Natanael: "Maestro tú eres el hijo de Dios, el rey de
Israel" (Jn 1,49). Cada día podemos cantar con Zacarías:

"Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitando una fuerza de
salvación en la Cala de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas"
(Lc 1,68-70).

David, Rey
En la Biblia, el nombre de David sólo lo ostenta el segundo rey de Israel, el bisnieto de Booz y Rut (Rut 4 18
ss.). Era el más joven de los ocho hijos de Isaí, o Jesé (I Reyes 16 8; cf. I Cro 2 13), un pequeño propietario de la
tribu de Judá que habitaba en Belén, dónde nació David. Nuestro conocimiento de la vida y características de
David se deriva exclusivamente de las páginas de Sagrada Escritura (ver I R 16; II R 2; I Cro 2, 3 y 10-19; Rut 4
18-22) y los títulos de muchos Salmos. Según la cronología usual, David nació en 1085 y reinó de 1055 a 1015
a.C. Recientes escritores han datado su reinado, deduciéndolo de inscripciones asírias, unos 30 ó 50 años más
tarde. Por las limitaciones, no es posible dar más que un esbozo de los eventos de su vida y una simple estimación
de sus características y su importancia en la historia del pueblo elegido, como rey, salmista, profeta e imagen del
Mesías.
La historia de David se divide en tres períodos: (1) antes de su elevación al trono; (2) su reinado, en Hebrón sobre
Judá y en Jerusalén sobre todo Israel, hasta su pecado; (3) su pecado y sus últimos años. Aparece primero en la
historia sagrada como un joven pastor que cuidaba los rebaños de su padre en los campos cercanos a Belén,
"rubio, de bellos ojos y hermosa presencia”.
Samuel, el profeta y último de los jueces, fue enviado a ungirlo en lugar de Saúl. a quien Dios había rechazado
por su desobediencia. Los relatos de David no parecen haber reconocido la importancia de esta unción que lo
marcó como sucesor al trono después de la muerte de Saúl.
Durante un período de enfermedad, cuando un espíritu maligno atormentaba a Saúl, David fue llevado a la corte
para aliviar al rey tocando el arpa. Ganó la gratitud de Saúl y lo puso al frente del ejército, pero su estancia en la
corte fue breve. Más tarde, mientras sus tres hermanos mayores estaban en el campo, luchando bajo Saúl contra
los Filisteos, David fue enviado al campamento con algunos comestibles y regalos; allí oyó las palabras con las
que el gigante, Goliat de Gat, desafiaba a todo Israel a un combate singularizar y él se ofreció para matar al filisteo
con la ayuda de Dios. Su victoria sobre Goliat provocó la derrota del enemigo. Las preguntas de Saúl a Abner en
este momento, parecen implicar que él nunca había visto antes a David, sin embargo, como hemos visto, David
ya había estado en la corte. Se han hecho varias conjeturas para explicar esta dificultad. Como el pasaje hace
pensar en una contradicción en el texto hebreo, es omitido por la traducción de los Setenta, algunos autores han
aceptado el texto griego en preferencia al hebreo. Otros suponen que el orden de las narraciones se ha confundido
en nuestro texto hebreo actual. Un solución más simple y más probable mantiene que, en la segunda ocasión, Saúl
sólo preguntó a Abner por la familia de David y sobre su infancia. Antes no había prestado atención a estas cosas.
La victoria de David sobre Goliat le ganó la amistad entrañable de Jonatán, el hijo de Saúl. Obtuvo un lugar
permanente en la corte, pero su gran popularidad y las imprudentes canciones de las mujeres excitaron los celos
del rey, que intentó matarlo en dos ocasiones. Como jefe de mil hombres buscó nuevos riesgos para ganar la mano
de Merab, la hija mayor de Saúl: pero, a pesar de la promesa del rey, fue dada a Adriel de Mejolá. Mical, la otra
hija de Saúl, estaba enamorada de David, y, con la esperanza de que finalmente fuera muerto por los Filisteos, su
padre prometió dársela en matrimonio, con tal de que David matara a cien Filisteos. David tuvo éxito y se caso
con Mical. Este éxito, sin embargo, hizo temer más a Saúl y finalmente le indujo a ordenar que debiera matarse a
David. Por mediación de Jonatán fue perdonado durante un tiempo, pero el odio de Saúl le obligó finalmente a
huir de la corte.
Primero fue a Ramá y desde allí, con Samuel, a Nayot. Los grandes esfuerzos de Saúl por asesinarlo eran frustrado
por la interposición directa de Dios. Una entrevista con Jonatán le convenció de que la reconciliación con Saúl
era imposible y de que, para el resto del reino, él era un desterrado y un bandido. En Nob, David y sus compañeros
fueron armados por el sacerdote Ajimélec, que después fue acusado de conspiración y asesinado con todos sus
sacerdotes. De Nob, David fue a la corte de Aquis, rey de Gat, de donde escapó de la muerte fingiendo locura.
En su retorno se convirtió en cabeza de una banda de aproximadamente cuatrocientos hombres, algunos parientes
suyos otros entrampados y desesperados, que se reunieron en la cueva o refugio de Adulán. Poco tiempo después
su número llegó a seiscientos. David liberó la ciudad de Queilá de los filisteos, pero fue obligado a huir de nuevo
de Saúl. Su siguiente morada fue el desierto de Zif, memorable por la visita de Jonatán y por la alevosía de los
zifitas que avisaron al rey. David se libró por la llamada a Saúl para rechazar un ataque de los filisteos. En los
desiertos de Engadí estuvo de nuevo en gran peligro; pero, cuando Saúl estaba a su merced, él generosamente le
perdonó la vida. La aventura con Nabal, el matrimonio de David con Abigail, y una segunda ocasión rehusada de
matar a Saúl, fueron seguidas por la decisión de David de ofrecer sus servicios a Aquis de Gat y así poner fin a la
persecución de Saúl. Como vasallo del rey filisteo, se estableció en Sicelag, desde donde hizo incursiones a las
tribus vecinas, devastando sus tierras y no dejando con vida hombre ni mujer. Pretendiendo que estas expediciones
eran contra su propio pueblo de Israel, se aseguró el favor de Aquis. Sin embargo, cuando los filisteos se
prepararon en Afec para emprender la guerra contra Saúl, los otros príncipes no fueron partidarios de confiar en
David, y él regresó a Sicelag. Durante su ausencia había sido atacada por los amalecitas. David los persiguió,
destruyó sus fuerzas y recuperó todo su botín. Entretanto había tenido lugar la fatal batalla en el monte de Gelboé,
en la que Saúl y Jonatán fueron muertos. La elegía conmovedora, que se conserva para nosotros en II Reyes 1, es
un arranque de pesar de David por su muerte.
Por mandato de Dios, David, que tenía ahora treinta años, subió a Hebrón para reclamar el poder real. Los hombres
de Judá lo aceptaron como rey y fue ungido de nuevo, solemne y públicamente. Por influencia de Abner, el resto
de Israel permanecía fiel a Isbóset, hijo de Saúl. Abner atacó las fuerzas de David, pero fue derrotado en Gabaón.
La guerra civil continuó durante algún tiempo, pero el poder de David aumentaba continuamente. En Hebrón tuvo
seis hijos: Amnón, Quilab, Absalón, Adonías, Sefatías, y Yitreán. Como resultado de una riña con Isbóset, Abner
hizo maniobras para llevar a todo Israel bajo el poder de David; sin embargo, fue alevosamente asesinado por
Joab, sin el consentimiento del rey. Isbóset fue asesinado por dos benjamitas y David fue aceptado por todo Israel
y ungido rey. Su reinado en Hebrón sobre Judá había durado siete años y medio.
David tuvo éxito en sus sucesivas guerras, haciendo de Israel un estado independiente y provocando que su
propio nombre fuera respetado por todas las naciones circundantes. Una notable hazaña fue, al principio de su
reinado, la conquista de la ciudad jebusita de Jerusalén, a la que hizo capital de su reino, “la ciudad de David”, el
centro político de la nación. Construyó un palacio, tomó más esposas y concubinas, y engendró más hijos e hijas.
Habiéndose liberado del yugo de los filisteos, resolvió hacer de Jerusalén el centro religioso de su pueblo,
transportando el Arca de la Alianza (ver artículo) desde Baalá (Quiriat Yearín). La trajo a Jerusalén y la puso en
la nueva tienda construida por el rey. Después, cuando propuso construir un templo para ella, le fue dicho, por el
profeta Natán, que Dios había reservado esta tarea para su sucesor. En premio a su piedad, le fue hecha la promesa
de que Dios le construiría a una casa y establecería su reino para siempre.
No hay detalles sobre las diversas guerras emprendidas por David; sólo tenemos algunos hechos aislados. La
guerra con los amonitas es recordada de un modo más completo porque, cuando su ejército estaba en el campo
durante esta campaña, David cometió los pecados de adulterio y asesinato, atrayendo por ello grandes calamidades
para él y su casa. Estaba entonces en la plenitud de su poder, era un gobernante respetado por todas las naciones,
del Eufrates al Nilo. Después de su pecado con Betsabé y el asesinato indirecto de Urías su marido, David la
convirtió en su esposa. Pasço un año de arrepentimiento por su pecado, pero su contrición fue tan sincera que
Dios le perdonó; aunque, al mismo tiempo, le anunció los severos sufrimientos que le sucederían. El espíritu con
que David aceptó estas penas lo ha hecho en todo tiempo modelo de penitentes. El incesto de Amnón y el
fratricidio de Absalón (ver artículo) trajeron la vergüenza y la aflicción a David. Absalón permaneció tres años
en el destierro. Cuando fue llamado de regreso, David lo mantuvo en desgracia durante dos años más y entonces
le restauró a su anterior dignidad, sin ninguna señal de arrepentimiento. Molesto por el tratamiento de su padre,
Absalón se consagró durante los siguientes cuatro años a seducir a la gente y finalmente se proclamó rey en
Hebrón. David fue cogido por sorpresa y obligado a huir de Jerusalén. Las circunstancias de su huída se narran
en la Escritura con gran simplicidad y patetismo. El rechazo de Absalón del consejo de Ajitófel y su consecuente
retraso en la persecución del rey, hizo posible a éste último reunir sus fuerzas y vencer en Majanáin dónde Absalón
murió. David retornó triunfante a Jerusalén. Una gran rebelión bajo Seba fue reprimida rápidamente en el Jordán.
En este punto de la narración de II de Reyes leemos que “hubo hambre, en los días de David, durante tres años
consecutivos”, en castigo por el pecado de Saúl contra los gabaonitas. A su llamada, siete de la familia de Saúl
fueron entregados para ser crucificados. No es posible fijar la fecha exacta de la hambruna. En otras ocasiones,
David mostró gran compasión con los descendientes de Saúl, sobre todo con Mefibóset, el hijo de su amigo
Jonatán. Después de una breve mención de cuatro expediciones contra los filisteos, el escritor sagrado recuerda
un pecado de orgullo por parte de David en su resolución de hacer un censo del pueblo. Como penitencia por este
pecado, se le permitió escoger entre hambre, derrotas o peste. David escogió la tercera y en tres días murieron
70.000. Cuando el ángel estaba a punto de golpear Jerusalén, Dios se apiadó y cesó la peste. David fue enviado a
ofrecer un sacrificio en la era de Arauná, el lugar del futuro templo.
Los últimos días de David fueron perturbados por la ambición de Adonías, cuyos planes para la sucesión fueron
frustrados por Natán, el profeta, y Betsabé, la madre de Salomón. El hijo que nació después del arrepentimiento
de David, fue elegido con preferencia sobre sus hermanos mayores. Para asegurarse que Salomón le sucedería en
el trono, David lo había ungido públicamente. Las últimas palabras recogidas del anciano rey son una exhortación
a Salomón a ser fiel a Dios, premiar a los sirvientes fieles y para castigar a los malos. David falleció a la edad de
setenta años, tras haber reinado en Jerusalén treinta y tres años. Fue enterrado en el Monte Sión. San Pedro dice
que su tumba todavía existía en el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles
(Hch 2 29). David es honrado por la Iglesia como un santo. Se le cita en el Martirologio romano, el 29 de
diciembre.
El carácter histórico de las narraciones sobre la vida de David ha sido atacado principalmente por escritores que
han desatendido el propósito del narrador de I Cro. Este pasa por encima los acontecimientos que no están
relacionadas con la historia del Arca. En los Libros de los Reyes se narran los eventos principales, buenos y malos.
La Biblia recuerda los pecados de David y sus debilidades sin excusa ni paliativos, pero también recuerda su
arrepentimiento, sus actos de virtud, su generosidad hacia Saúl, su gran fe y su piedad. Los críticos que han
juzgado duramente su carácter no han considerado las circunstancias difíciles en las que vivió o los modales de
su edad. No es crítico ni científico exagerar sus faltas o imaginar que toda la historia es una serie de mitos. La
vida de David fue un momento importante en la historia de Israel. Fue el fundador real de la monarquía, la cabeza
de la dinastía. Escogido por Dios “como un hombre según Su propio corazón”, David fue probado en la escuela
del sufrir durante los días de destierro y se convirtió en un renombrado líder militar. A él es debida la completa
organización del ejército. Dio una capital, una corte y un gran centro de culto religioso, a Israel. La pequeña banda
de Adulán se convirtió en el núcleo de una eficiente fuerza. Cuando fue proclamado rey de todo Israel, tenía
339.600 hombres bajo su mando. En el censo se cuentan 1.300.000 capaces de empuñar un arma. Un ejército
dispuesto, que constaba de doce cuerpos, cada uno con 24.000 hombres, que se turnaban para servir durante un
mes cada vez, en la guarnición de Jerusalén. La administración de su palacio y su reino exigió un gran séquito de
sirvientes y oficiales. Sus diferentes funciones están fijas en I Cro 27. El rey mismo ejerció la función de juez,
aunque posteriormente los levitas fueron designados para este propósito, así como otros oficiales menores.
Cuando el Arca fue llevada a Jerusalén, David emprendió la organización del culto religioso. Las funciones
sagradas se confiaron a 24.000 levitas; además 6.000 fueron escribas y jueces, 4.000 porteros, y 4.000 cantores.
Organizó las diversas partes de los ritos, y asignó a cada sección sus tareas. Los sacerdotes estaban divididos en
veinticuatro familias; los músicos en veinticuatro coros. A Salomón había sido reservado el privilegio de construir
la casa de Dios; pero David hizo amplias preparaciones para el trabajo reuniendo tesoros y materiales, así como
transmitiendo a su hijo un plan para el edificio y todo sus detalles. Se nos relata en I Cro., cómo exhortó a su hijo
Salomón para llevar a cabo este gran trabajo y dio a conocer a la asamblea de jefes la importancia de las
preparaciones.
La parte más importante de los trabajos del templo, musicada y cantada, como compuso David, está rápidamente
explicada con sus habilidades poéticas y musicales. Su habilidad para la música se recuerda en I Reyes, 16 18 y
Amós 6 5. Se encuentran poemas compuestos por él en II Reyes, 1, 3, 22 y 23. Su conexión con el Libro de
Salmos, muchos de los cuales se atribuyen expresamente a diferentes situaciones de su carrera, fue tomada para
atribuirle por parte de muchos, en los últimos tiempos, todo Salterio. La paternidad literaria de estos himnos y
las cuestiones acerca de en qué medida pueden ser considerados un medio para proporcionar material ilustrativo
sobre la vida de David, se trata en el artículo los SALMOS.
David no fue meramente un rey y gobernante, también fue un profeta. “El espíritu del Señor ha hablado por mi y
su palabra por mi lengua” (II Reyes, 23 2), es una declaración directa de inspiración profética en el poema
allí recordado. San Pedro nos dice que era un profeta (Hch 2 30). Sus profecías están inmersas en los Salmos
literalmente mesiánicos que compuso y en las “últimas palabras de David” (II R 23). El carácter literal de estos
Salmos Mesiánicos se indica en el Nuevo Testamento. Ellos se refieren al sufrimiento, la persecución y la
liberación triunfante de Cristo, o a las prerrogativas conferidas a Él por el Padre. Además de estas profecías
directas, el propio David siempre ha sido considerado como un modelo del Mesías. En esto la Iglesia siguió las
enseñanzas de los profetas del Antiguo Testamento. El Mesías sería el gran rey teocrático; David, el antepasado
del Mesías, era un rey según el corazón de Dios. Se atribuyen sus cualidades y su mismo nombre al Mesías.
Episodios en la vida de David son considerados por los Padres como prefiguración de la vida de Cristo; Belén es
el lugar de nacimiento de ambos; la vida de pastor de David apunta hacia Cristo, el Buen Pastor; las cinco piedras
escogidas para matar a Goliat son tipo de las cinco llagas; la traición por su consejero de confianza, Ajitófel, y el
pasaje en el Cedrón nos recuerda la Sagrada Pasión de Cristo. Muchos de los Salmos davídicos, tal y como los
comprendemos, desde el Nuevo Testamento, son claramente el anuncio del futuro Mesías.
I. LAS FUENTES.
1. LA HISTORIA DEUTERONOMISTA. Los informes sobre el rey David son abundantes y diversificados. A
este rey se le dedican 42 capítulos de la historia deuteronomista de los libros de lSamuel y de los /Reyes (lSam
16-lRe 2). Hay que señalar que el texto egipcio de los LXX presenta a veces lecturas mejores que las del texto
masorético. La historia de la ascensión de David al trono (1Sam 16-2Sam 5,8) contiene relatos originales bien
marcados, surgidos de la corte o de la tradición popular. Después de la división del reino se introdujeron en este
material algunos complementos, que reflejan la influencia de los círculos proféticos, como, por ejemplo, la unción
de David (1 Sam 16,1-13), que subraya el repudio del rey Saúl. Poco antes del destierro a Babilonia o durante el
mismo destierro los libros de Samuel fueron sometidos a una revisión deuteronomista e insertados en el gran
conjunto histórico literario que abarca los libros desde el Dt hasta los Reyes. Se añadieron algunas indicaciones
cronológicas (2Sam 2,10s; 5,4s) y algunos compendios históricos (2Sam 7,18-29). Probablemente se elaboró
también entonces la profecía de Natán (2Sam 7,1-24). Dada la compleja formación de los libros de Sam y Re, no
hay que extrañarse de encontrar en ellos numerosas repeticiones, interrupciones, relatos que se entrecruzan. Se
asiste a una idealización de la figura de David, sobre todo en la narración de sus comienzos; se ponen de relieve
sus éxitos, sus virtudes, como la modestia, el afecto, la magnanimidad.
Se leen dos narraciones sobre la entrada de David en la corte de Saúl: una vez se introduce en ella como músico
para aplacar el espíritu atormentado del rey (1 Sam 16,4-23; 17,1-11), mientras que otra entra en ella como joven
pastor que ha derrotado a Goliat (lSam 17,12-31.40-58; 18,1-5). Es doble el atentado proyectado contra la vida
de David (ISam 18,10s; 19,9s), así como el relato de su éxito y de su popularidad (ISam 18,12-16; 25-30). Se lee
dos veces la promesa de dar como esposa a David una hija de Saúl (lSam 19,1-7; 20,1-10.18-39). Se narra en dos
ocasiones la huida de David (ISam 19,10-17; 20,1-21,1) y la traición por parte de sus protegidos (ISam 23,1-
13.19-28). David respeta dos veces la vida de Saúl (ISam 24; 26).
El redactor deuteronomista filodavídico recogió todo este material con la intención de probar que David era el
sucesor legítimo de Saúl, ya que había sido elegido por Dios (lSam 16,1-13), y además porque tenía derecho a la
sucesión real en virtud del matrimonio contraído con la hija del primer rey, y teniendo también en cuenta sus
proezas y la voluntad del pueblo.
2. LA HISTORIA DE LA SUCESIÓN. La historia de la sucesión al trono (2Sam 7; 9-20, y 1Re 1-2) presenta una
admirable unidad y perfección literaria. Es el monumento histórico más notable de la prosa narrativa de Israel.
La descripción es vivaz, objetiva, parca en elementos maravillosos; pero no por ello menos profundamente
religiosa. El autor es probablemente un escriba de la corte de Salomón, encargado de redactar aquella historia con
la finalidad de mostrar que el hijo más joven de David, Salomón, era su legítimo sucesor. El autor tuvo a su
disposición fuentes de primera mano. No se advierten preocupaciones cronológicas ni se citan las fuentes de
información. Se describe a David de forma realista, en un contexto que pone de relieve sus dotes excepcionales
tanto como sus errores y sus desgracias.
3. LAS CRÓNICAS. En el primer libro de las t Crónicas (11-29) se dedican 18 capítulos —una cuarta parte de
toda la obra del cronista— al rey David. El objetivo de este libro tardío es más teológico que histórico. El autor
hace un uso particular de los libros de Sam-Re, idealizando la figura del rey y omitiendo todo lo que pudiera
deslucir su gloria. Las noticias propicias del cronista que se refieren a David deben utilizarse con cautela. Los
títulos de los salmos atribuidos al rey son tardíos y los breves comentarios históricos que preceden a 11 salmos
en el texto masorético no son más que citas de pasajes que aparecen en los libros de Samuel y Reyes. Por eso
mismo, los títulos de los salmos no representan una fuente fidedigna de noticias relativas al rey David.
II. NOTAS BIOGRÁFICAS.
1. NOMBRE. El sustantivo dawid parece derivarse de la raíz ydd y del nombre dód, que tiene el significado de
"amado", "predilecto". Parece tratarse del nombre que asumió David al hacerse rey. Antes de entonces llevaba
probablemente el nombre de Eljanán (derivado de Baaljanán), a quien un texto de 2Sam atribuye la muerte del
gigante Goliat (2Sam 21,19; 23,24). El nombre da-u-dum, que se ha encontrado en los textos de Ebla, parece
confirmar la interpretación dada del nombre de David.
2. EN LA CORTE DE SAÚL. David nació en la segunda mitad del siglo xi a.C. en Belén, capital de la tribu de
Judá. Su padre, Jesé, estaba emparentado con el clan de Efratá, que dominaba en Belén. Aunque la tribu de Judá
no se encontraba bajo la autoridad del rey Saúl, David, "de buen aspecto y de buena presencia" (ISam 16,12),
entró al servicio del rey. Cuando Saúl se propuso crear un ejército de profesión, David se convirtió en portador
de las armas del rey (lSam 16,21) y más tarde en comandante de la tropas. Los éxitos militares lo hicieron famoso
y pudo entrar en estrechas relaciones con la familia de Saúl (Jonatán, Mical). Este hecho le auguraba un magnífico
futuro político. Se había conquistado además el afecto de Saúl; pero muy pronto llegó la ruptura. El rey
sospechaba que David pudiera sustituir a Jonatán en la sucesión y que incluso, después de quitarle la simpatía del
pueblo, pudiera destronarlo antes de morir. Si David no sucumbió a la envidia y al odio de Saúl, se lo debió a los
muchos amigos que tenía en la corte y que posibilitaron su huida.
3. EL AVENTURERO. Reprobado por el rey, David se rodeó de un grupo de mercenarios ligados con él por
vínculos de fidelidad. Convertido en un guerrillero independiente, encontró empleo en las colinas de Judea
sometidas a los filisteos. Luego se trasladó más al sur, a la región del Negueb, donde defendió el territorio de las
incursiones de los amalecitas y de otros nómadas, que estaban fuera de toda dependencia estatal. Como
recompensa por la protección recibía un tributo, probablemente en géneros alimenticios. En esta circunstancia
estableció buenas relaciones con las tribus del sur, que más tarde habrían de serle de gran utilidad. Se casó con
Abigaíl, natural de Maón (ISam 25,42), y con Ajinoán, de Yezrael (lSam 25,42), y ofreció su ayuda militar a los
habitantes de Queilá (1Sam 23,1-5), sitiados por los filisteos.
Para librarse de las maniobras de Saúl, que intentaba de todas formas detenerlo y matarlo, David prestó sus
servicios al jefe filisteo Aquís, de Gat, que le dio en alquiler la ciudad de Sicelag (ISam 27,5ss). Como vasallo de
los filisteos, tuvo la misión de defender la parte sur del país filisteo contra las incursiones de los nómadas. Pero
fue capaz, respaldado por su señor, de conservar buenas relaciones con las tribus meridionales de Judea (lSam
27,8-12; 30,26-31).
4. REY DE JUDÁ Y DE ISRAEL. Después de la trágica muerte de Saúl (1Sam 29,31), David se dirigió con sus
tropas a Hebrón, donde fue proclamado rey de Judá no sólo por parte de los que pertenecían a la tribu de este
nombre, sino también por los grupos no israelitas que habitaban en el sur, con los que había mantenido relaciones
amistosas. El motivo inmediato que favoreció la constitución del reino de Judá fue la aspiración de las tribus
meridionales a crearse un sistema político y militar más seguro que el que había representado el Estado de Saúl.
El presupuesto moral era la antigua situación particular que ligaba entre sí a las tribus meridionales, pero el factor
decisivo fue sin duda la personalidad misma de David.
En Israel, Abner, comandante de las tropas de Saúl, había proclamado rey a Isbaal, hijo del difunto rey (2Sam
2,8s); sin embargo, la sucesión dinástica de Saúl no resultaba muy simpática a las tribus. David esperó con
paciencia la evolución de los acontecimientos. Abner rompió con Isbaal y se pasó al lado de David. Mientras se
dirigía a Hebrón para consultar con el rey, Abner fue matado por venganza de Joab, comandante del ejército de
David. Podemos preguntarnos si no estaría implicado David en aquel homicidio. Isbaal fue asesinado después de
dos años de reinado por dos comandantes de su ejército, que querían congraciarse con David (2Sam 2,10). David
ordenó ejecutarlos, quizá también porque estaban al corriente de ciertas maquinaciones del rey de Judá. Tras la
muerte de Abner y de Isbaal, los representantes de las tribus del norte decidieron reconocer como rey a David
(2Sam 5,1 ss). Judá e Israel siguieron siendo dos entidades distintas, pero unidas en la persona del rey David. El
estaba en medio y por encima de los dos reinos.
5. CONQUISTAS MILITARES. David atacó en primer lugar a los filisteos (2Sam 5,17). No se sabe qué batallas
libró contra ellos; de todas formas, después de David los filisteos no tuvieron ya ningún papel político y su
territorio quedó sometido a Israel. Además, el rey se apoderó de las ciudades-estado cananeas, convirtiéndose en
soberano de un Estado territorial palestino. Con gran habilidad política escogió como residencia la ciudad-estado
jebusea de Jerusalén, punto de conjunción entre el norte y el sur del país. La ocupó mediante una estratagema y
la convirtió en propiedad personal suya, cambiando además su nombre (Ciudad de David). Hizo trasladar a
Jerusalén el arca de la alianza, pasando a ser así la Ciudad de David el centro religioso del reino unido (2Sam 5,6;
lCrón 11,4). Peleó también contra los pueblos de Trasjordania, sometiéndolos a su poder (2Sam 8,10ss; lRe 11,15-
25). El territorio de los edomitas pasó a ser posesión personal del rey y fue gobernado por un gobernador militar.
Moab se vio reducido a Estado-vasallo después de que murieron las dos terceras partes de sus guerreros y fueron
heridos sus caballos. Derrotó a los ammonitas, de los que se nombró rey a título personal. David dirigió además
campañas contra los Estados arameos del norte: Bet-Recob, Tob, Guesur, Maaca. El reino de Damasco, tras la
victoria sobre el rey Adad-Ezer, quedó incorporado al reino de Israel, mientras que los demás reinos pasaron a
ser vasallos. Estableció relaciones diplomáticas con las cortes extranjeras, casándose de este modo con la hija del
rey de Guesur (2Sam 3,3; lCrón 3,2) y dándole a Salomón por esposa a la princesa ammonita Naama.
La actividad militar de David tuvo también una influencia provechosa para los fenicios, que pudieron desarrollar
libremente su comercio marítimo. David mantenía con ellos buenas relaciones (2Sam 5,11; 1Crón 14,1).
6. GOBIERNO. El Estado davídico era una entidad muy compleja y heterogénea, que sólo mantenía unida la
persona del rey y su ejército permanente. Se leen dos listas de funcionarios del reino de David (2Sam 8,15-18;
1Crón 18,14-17 y 2Sam 20,23-26). En la institución de los cargos, el rey se inspiró en el modelo de Egipto. Entre
los funcionarios más importantes estaban el heraldo (mazkir) y el secretario o ministro de asuntos exteriores, que
atendía a la correspondencia (sófer). También adquirió importancia el sacerdocio palatino (Sadoc y Ebiatar). El
territorio de Palestina se dividió probablemente en provincias. El ejército, que tenía un comandante supremo,
estaba formado por varios grupos mercenarios: la guardia personal del rey estaba constituida por extranjeros:
cretenses y filisteos; igualmente el grupo selecto de los "valientes de David". Por el contrario, la milicia regular
estaba compuesta por los hombres idóneos de Judá y de Israel, llamados a las armas con ocasión de las campañas
militares. Las finanzas del Estado se alimentaban del botín de guerra, de los tributos de los pueblos vasallos y de
las contribuciones de los ciudadanos. El censo tenía que servir para objetivos concretos militares y fiscales (2Sam
24). La peste que estalló durante esta iniciativa, inaudita en Israel, fue considerada como un castigo por parte de
Dios.
David instituyó las ciudades de asilo con la finalidad de limitar la venganza de sangre (Jos 20) y les asignó a los
levitas ciertas ciudades particulares como residencia (Jos 21). El rey se mostró celoso por promover la fe de los
padres, que representaba un elemento unificador de los diversos grupos que componían el Estado. No hay que
excluir que respetase también la religión cananea. No llegó a construir el templo, pero comenzó el culto en torno
al arca de la alianza trasladada a Jerusalén. En el terreno cultural, David favoreció también la poesía y la música.
7. REVESES FAMILIARES. Después de haber cometido el rey adulterio con Betsabé y de haber tramado la
muerte de su esposo Urías (2Sam 11,2-16.26s), la fortuna dejó de sonreír al gran soberano de Israel. Tuvo ocho
mujeres, que conocemos de nombre (iSam 18,27; 25,42s; lCrón 3,2ss), las cuales le dieron seis hijos en Hebrón
(2Sam 3,2ss; lCrón 3,1-9) y trece en Jerusalén (2Sam 5,14; 1Crón 3,5-9; 14,4-7), más una hija, Tamar (1Crón
3,9). Tuvo además otros hijos de las concubinas (2Sam 5,13). El número de sus hijos y la complicada situación
del Estado explican las frecuentes rivalidades y las graves crisis que atormentaron los últimos años de la vida de
David. Amnón se enamoró de Tamar, hermana de Absalón, que fue seducida y violentada (2Sam 13,1-22). Para
vengarse, Absalón tramó la muerte de Amnón y emprendió la huida (2Sam 13,23-29). Gracias a la intervención
de Joab, Absalón volvió y se reconcilió con su padre (2Sam 14,21-33). Durante otra rebelión, Absalón se
proclamó rey, y David tuvo que huir de Jerusalén con su ejército permanente (2Sam 15). En la sublevación de
Absalón estaban también comprometidas las tribus del norte. Pero las tropas de Absalón fueron derrotadas, él
mismo fue asesinado y David pudo entrar de nuevo en la capital. El rey lloró amargamente la muerte de su hijo
rebelde (2Sam 19). Una nueva rebelión, capitaneada esta vez por el benjaminita Seba, opuso a las tribus del norte
contra la de Judá. En la disputa entre Adonías y Salomón por la sucesión del trono, Salomón logró imponerse
gracias al apoyo del profeta Natán y con la ayuda de los mercenarios de su padre y de su guardia personal. Al
final de la vida de David, el reino empezó a bambolearse y después de la muerte de Salomón quedó dividido en
dos.
8. EL HOMBRE. Desde muchos puntos de vista, David fue una personalidad excepcional. Fue en primer lugar
un valiente e indómito guerrero, un conquistador afortunado, un astuto político que supo aprovecharse en cada
momento de la situación, un prudente organizador del Estado, sobre todo en los primeros tiempos de su reinado,
y un sabio administrador de la justicia. De ánimo generoso, se mostró siempre fiel con los amigos hasta ser
realmente cariñoso con ellos, como demuestra su actitud con el hijo de Jonatán y con el propio Jonatán cuando
murió. Se mostró condescendiente con sus hijos hasta la debilidad; no supo castigar debidamente a Amnón,
perdonó el fratricidio a Absalón, sin tomar con él las debidas precauciones. Por el contrario, David fue cruel con
sus opositores, haciendo que desapareciera la descendencia de Saúl, diezmando a los moabitas y provocando la
muerte de Urías. Fue un hombre religioso según el modelo de la época: de piedad sincera, recurría a la oración y
a los consejos de los hombres de Dios, como Gad y Natán. Llegó incluso a aceptar verse expulsado del trono por
temor a oponerse a la voluntad de Dios (2Sam 15,25s). Hizo penitencia por sus pecados aceptando las sugerencias
del profeta Natán (2Sam 12,15-25). Mostró también una actitud penitente con ocasión del censo (2Sam 24,17).
No hemos de excluir que compusiera él mismo salmos en honor del Señor.
Con el correr de los tiempos se fueron olvidando los defectos de David y este rey se convirtió en el rey ideal de
Israel, profundamente humano y totalmente entregado al servicio de Dios. Así nos presentan su figura el libro de
las Crónicas y el Sirácida (Si 47,1-11).
III. LA ALIANZA DAVÍDICA.
El punto culminante de toda la tradición relativa a David es la promesa divina que se le hizo a él y a sus sucesores
sobre el gobierno del pueblo de Israel. Podemos leerla en 2Sam 7,1-17 como coronación de las victorias obtenidas
por el gran rey; además esta promesa se recoge también en 1Crón 17,1-15 y en el Sal 89,20-38.
1. TEXTO. Los textos de las Crónicas y del Salmo parecen ser relecturas más recientes del texto de 2Sam. Pero
incluso este último pasaje contiene diversos indicios de elaboración redaccional, sobre todo deuteronomista. No
obstante, es opinión general entre los autores que esta perícopa contiene un núcleo esencial que se remonta a la
época de David y que fue pronunciado cuando el rey estaba pensando en erigir un templo al Señor. En aquella
ocasión el profeta Natán tomó postura frente a la iniciativa del rey en nombre de Dios. Después de una primera
respuesta positiva, el profeta le informó al rey que la construcción del templo no habría sido del gusto de un Dios
que durante siglos había estado habitando en una tienda, sin haber pedido nunca la construcción de una residencia
permanente (2Sam 7,1-7). Sin embargo, lo mismo que había hecho hasta ahora, también en el futuro el Señor
recompensaría a su siervo David, concediéndole la victoria sobre sus enemigos y haciendo famoso su nombre. El
pueblo de Israel gozaría de paz, de estabilidad y de libertad frente a sus enemigos. Después de la muerte de David,
el trono permanecería estable, ya que quedaría asegurada la sucesión continua de la descendencia real davídica
(2Sam 7,8-15). El Señor miraría con especial benevolencia a la casa de David, portándose con ella como un padre.
Si los descendientes llegasen a fallar, serían castigados como los demás hombres, pero con moderación; sin
embargo, este castigo no llegaría nunca a privar de la dignidad real a la descendencia davídica, haciéndola pasar
a otra dinastía. Puesto que "tu casa y tu reino subsistirán por siempre ante mí, y tu trono se afirmará para
siempre" (2Sam 7,16).
2. CONTEXTO DE /ALIANZA. Aunque en el oráculo de Natán no aparece el término de alianza, sin embargo
están presentes en él algunos detalles que confieren a la promesa divina la forma de un pacto. En dos ocasiones
se le otorga a David el título de "siervo" (2Sam 7,5.8), que significa vasallo, sometido al soberano. El rey y la
dinastía son objeto de la benevolencia (hesed) divina, término técnico de la alianza (2Sam 7,15). La promesa se
presenta de una forma que corresponde a las cláusulas de un tratado de alianza: recuerdo del pasado, estipulación
relativa al porvenir, cláusulas anejas. Al recibir el rito de la unción real (1Sam 2,4; 5,3; 2Re 23,30), David se
convierte en vasallo de Yhwh, es decir, en su lugarteniente, encargado de establecer el reino de Israel, de mantener
al pueblo en la condición de aliado del Señor y de obtener el favor de su Dios.
La promesa hecha a David no abroga la alianza del Sinaí, sino que la precisa y la completa, centrándola en la
dinastía davídica. Como vasallo del Señor, el rey asegura al pueblo el derecho y la justicia de su Dios, le procura
estabilidad y bienestar. La casa davídica recibe una misión, en la que se realizan los bienes mesiánicos. En este
sentido la dinastía se convierte en la portadora de la esperanza mesiánica. La institución monárquica pasa a ser
un organismo de gracia, un canal de salvación. Por medio de ella Dios lleva a su cumplimiento el destino de
Israel, puesto que la feliz subsistencia del pueblo está ligada a la permanencia de la monarquía. La idea mesiánica
llega de este modo a asumir la forma de un reino presidido por un rey establecido por Dios.
3. PROFUNDIZACIÓN. El oráculo de Natán fue releído y profundizado en el mismo libro de Samuel (2Sam
23,5) y en el de los Reyes (1Re 2,12.45.46; 8,22ss; 9,5; 11,36; 15,4; 2Re 8,19). Fue igualmente comentado en los
salmos 89 y 132: la promesa queda colocada expresamente dentro del marco de las antiguas tradiciones
anfictiónicas de Israel. Los salmos reales, en los que se exalta la figura del rey davídico, su papel de garantía de
la justicia (Sal 45; 72), su filiación divina (Sal 2; 110), se inspiraron en el texto de 2Sam 7.
La idealización del monarca, ya en acto en el Salterio, es recogida y ampliada por los profetas sucesivos. Su
mirada se dirigirá no tanto a la sucesión de cada uno de los reyes davídicos, sino más bien a la de un descendiente
extraordinario, a la de un rey único y definitivo, que llevará a cumplimiento de forma eminente la función de la
dinastía davídica, dentro de un contexto escatológico (Is 9,1-6; 11,1-9; Miq 5,1-5; Jer 23,5s; Zac 9,9s) [t
Mesianismo III].
PRUEBAS DE DAVID
PRUEBAS DE JESÚS

«Acuérdate, oh Yahvé, de David, de todos sus desvelos» (Sal 132,1). Se puede traducir también: «Acuérdate,
Señor, de David y de todas sus pruebas». A partir de estas pruebas, Dios preparará una lámpara para su Mesías;
revestirá de vergüenza a sus enemigos y hará brillar sobre él su diadema (cf. vv.17-18).
«Ayúdanos, Dios Padre nuestro, a comprender las pruebas de David, a entrar en sus sufrimientos y dificultades.
Ayúdanos a comprender su lucha contra sus enemigos y la de sus enemigos contra él, para poder entrar de esa
forma en los sufrimientos y en las pruebas de tu Hijo Jesucristo, rey universal. Tú quisiste purificar en él a nuestra
humanidad, y por eso tú solo puedes darnos la gracia de contemplar la cruz. Te lo pedimos, Padre, por Cristo
nuestro Señor».

Esta meditación quiere ser el paso de la segunda a la tercera semana de los Ejercicios de san Ignacio, con el deseo
de dejarnos conquistar por Cristo (cf. Flp. 3,12) para estar cada vez más unidos a él.
Empecemos con la lectio de las pruebas de David, para pasar a la comprensión de su mensaje; y luego a la lectio
y al mensaje de las pruebas de Jesús.

Lectio sobre las pruebas de David


Las pruebas de David ocupan una gran parte de los libros de Samuel. Si repasáis la Biblia, os daréis cuenta
enseguida de que los mismos títulos de los relatos son indicativos en este sentido. Creo interesante dividirlas en
pruebas personales, políticas y familiares.
1. Las pruebas personales. A diferencia de Saúl, a quien se describe como presa de terribles angustias
existenciales, la Escritura no habla de David como de un hombre atormentado por tentaciones graves, por miedos
y por dudas. Es más bien un optimista que busca siempre una salida, que se fía de Dios con enorme esperanza.
— Sin embargo, hay algunas excepciones en su vida; me limitaré a recordar el texto de 1 Sam 30,3-6: los
amalecitas hacen una incursión contra el Négueb y contra Siquelag, atacando a la gente de David, que en aquellos
momentos se encuentra en otro sitio. Cuando vuelve, encuentra la ciudad en llamas y se queda abatido, porque
no había previsto el desastre: «David y las tropas que con él estaban alzaron su voz y lloraron hasta quedar sin
aliento. Habían sido llevadas las dos mujeres de David, Ajinoam y Abigaíl, mujer de Nabal del Carmelo. David
se hallaba en grave apuro, porque la gente hablaba de apedrearlo, pues el alma de todo el pueblo estaba llena de
amargura, cada uno por sus hijos y sus hijas. Pero David halló fortaleza en Yahvé su Dios» (vv.4-6).
Es un pasaje muy significativo. La angustia de David no es un simple dolor; es una especie de desesperación,
porque la gente quiere lapidarlo. También Moisés había sentido varias veces como una losa la responsabilidad
del pueblo, que se rebelaba y se indignaba contra él.
Pero David se recupera enseguida, se fía de Dios, le consulta y le pide consejo (v.8).
— Pero para conocer más profundamente las pruebas personales de David, hemos de recurrir a los Salmos, por
ejemplo al Salmo 42, que, aunque no se le atribuye directamente, es muy parecido al Salmo 63: «Son mis lágrimas
mi pan,/ de día y de noche,/ mientras me dicen todo el día:/ ¿En dónde está tu Dios? /... Por qué, alma mía,
desfalleces / y te agitas por mí?/ Espera en Dios: aún le alabaré,/ ¡salvación de mi rostro y mi Dios!.../ Por ti mi
alma desfallece,/ por eso me acuerdo de ti,/... Diré a Dios mi Roca:/ ¿Por qué me olvidas?.../ Mis opresores me
insultan,/ todo el día repitiéndome:/ ¿En dónde está tu Dios? / ¿Por qué, alma mía, desfalleces / y te agitas por
mi?».
Son dos sentimientos que experimenta David en estas pruebas. Primero, la soledad, el sentirse abandonado,
incomprendido. Y, dado que cada uno de nosotros puede vivir esta experiencia, me gustaría subrayar que los
salmos pueden darnos un gran alivio, ya que la reflejan y pueden ayudarnos a superarla. Se cuenta que san Carlos
Borromeo —un hombre muy fuerte, decidido y algo duro— iba un día a caballo con su primo Federico, bastante
más joven que él, que le preguntó: «¿Qué haces en los momentos de angustia?». El santo sacó un librito del
bolsillo y le dijo: «Leo los Salmos».
Además, David siente que tiene enemigos, personas que no le quieren. Cuando éramos jóvenes, quizá nos parecía
raro que los Salmos hablasen tanto de los «enemigos que nos rodean», que se burlan, que desprecian...; pero con
el tiempo nos damos cuenta de que en realidad hay personas que, por nuestros errores o por los de otros, se meten
con nosotros.
Una vez más, los Salmos vienen en nuestra ayuda: «Hazme justicia y mi causa defiende / contra esta gente sin
amor; / del hombre falso y fraudulento,/ oh Dios, líbrame» (Sal 43,1). No es un juicio contra los demás; es la
súplica al Señor para que nos ayude cuando nos veamos en dificultades sin saber el motivo del comportamiento
de los que nos rodean.
2. Las pruebas políticas y sociales dé David se describen ampliamente y comienzan desde el principio.
— 1 Sam 18,7 es, según el padre J.D. Barthelémy, el versículo clave de todas las pruebas restantes: «Las mujeres,
danzando, cantaban a coro: Saúl mató a mil, y David a diez mil». Es el comienzo de los dolores, porque Saúl se
irritó mucho al oir este canto.
Quizá la Escritura quiera decirnos que desconfiemos de las alabanzas, porque pueden siempre engendrar celos e
incomprensiones. Baste pensar en las intrigas por la sucesión después de la muerte de Saúl.
— David aguarda, seguro de la palabra de Dios; no hace nada para ser rey; no mata a Saúl; se defiende como
puede, hasta hacerse vasallo de los filisteos, para poder sobrevivir. Es tan recto delante de Dios, tan libre, que
puede entrar sin dificultades en relación con los filisteos, enemigos de Israel, pero permaneciendo fiel a su pueblo.
Saúl se obstinaba en ver el camino tal como él lo había pensado; David, por el contrario, no se plantea el problema
del futuro y se abandona en manos del Señor. Este es el don de prudencia, de libertad, de destreza de David.
En este sentido son significativos los capítulos 28 y 29 del primer libro de Samuel. Los filisteos reúnen el ejército
para combatir contra el pueblo de Dios, y David, que no había tenido problemas hasta entonces, no sabe qué
hacer. Akis le dice que salga al campo con él junto con sus hombres, y David responde: «Ahora vas a saber bien
lo que va a hacer tu servidor» (28,2). Intenta salir del apuro confiando en Dios, con la esperanza de que se
presenten nuevos sucesos que le dispensen de luchar contra Israel. Pero Akis le dice: «Te haré mi guardia personal
para siempre» (v.2).
Sabemos, por lo que sigue en el relato, que la providencia intervino: los filisteos concentran todas sus tropas en
Afeq y luego le piden a Akis informes sobre David: «Es David, el siervo de Saúl, el rey de Israel; ha estado
conmigo un año o dos y no he hallado nada contra él desde el día de su venida a nosotros hasta hoy». Pero los
jefes de los filisteos se irritaron contra él y le dijeron: «Manda regresar a ese hombre y que se vuelva al lugar que
le señalaste. Que no baje con nosotros a la batalla, no sea que se vuelva contra nosotros duranta la lucha» (29,3-
4). Entonces Akis llama a David y le invita a que se vaya, para no contrariar a los jefes filisteos. La solución llegó
de manera imprevista. El texto es más bien irónico, porque David se lamenta con Akis: «¿Qué he hecho yo y qué
has visto tú en tu siervo, desde el día en que me puse a tu servicio hasta hoy, para que no pueda ir a luchar contigo
contra los enemigos del rey, mi señor?». Respondió Akis: «Bien sabes que me eres grato como un ángel de Dios;
pero los jefes filisteos han dicho: "No bajará al combate con nosotros"» (vv.8-9). Los filisteos lucharán contra
Israel, y los filisteos huirán al monte Gelboé, donde morirá Saúl. Pero David no movió un solo dedo contra su
pueblo, y la Biblia subraya de este modo que, aunque uno viva en medio de los enemigos, puede seguir siendo
coherente y leal con Dios y con su propia gente.
3. Las pruebas familiares son para David muy graves, sobre todo al final de su vida. Su familia, tan querida por
él, es víctima del prestigio real, del deseo del poder, de las luchas entre hermanos, de los celos. Y David no
consigue mantenerla unida.
Es ésta la mayor tragedia para su corazón apasionado y magnánimo. Llega a su cima en la muerte de su hijo
Absalón. David hizo todo cuando pudo por no luchar contra él y por ignorar sus intrigas. Pero, al enterarse de su
muerte, explotó en lágrimas: «¡Hijo mío, Absalón; hijo mío, hijo mío, Absalón! ¡Quién me diera haber muerto en
tu lugar!» (2 Sam 19,1ss). Este grito del rey es uno de los puntos culminantes de todo el Antiguo Testamento,
porque muestra cómo el corazón está por encima de todo. No hay gloria del rey ni política de Estado que valga
tanto como el amor.
Nos es fácil leer en este llanto de David una profecía del corazón de Jesús, que nos dice a cada uno de nosotros:
«¡Hijo mío, te has hecho daño con tu pecado y yo quiero morir por ti!».

Meditatio sobre las pruebas de David


¿Cuál es el mensaje, el punto adquirido en la historia de Israel?
Volvamos a la reflexión de ayer: la realeza, la mesianidad, se realiza también en la prueba y en el sufrimiento.
David vivió sus pruebas con fe, con amor, con lealtad, con confianza en Dios.
El mesianismo tiene sus luces, sus glorias, sus esplendores, pero tiene también sus sombras y oscuridades. La
realeza se ejerce a menudo en el sufrimiento, sobre todo en el sufrimiento por los demás, por el pueblo, porque
David sufre como rey y como representante, símbolo de todo el pueblo.
Isaías, mejor que cuaquier otro profeta, nos ayuda a comprender la realeza de Jesús en la línea de David:
«Despreciable y desecho de los hombres...,/ despreciable y no lo tuvimos en cuenta». Pero ¿puede ser un salvador
este hombre? La respuesta está algo más adelante: «Eran nuestras dolencias las que él llevaba / y nuestros dolores
los que soportaba./ Nosotros lo tuvimos por azotado,/ herido de Dios y humillado./ El ha sido herido por nuestras
rebeldías,/ molido por nuestras culpas./ El soportó el castigo que nos trae la paz,/ y con sus cardenales hemos sido
curados» (cf. Is 53,3-5).
Estas misteriosas palabras se escribieron pensando en los grandes sufrimientos del pueblo elegido, quizás en los
sufrimientos del mismo profeta, pero ciertamente pensando también en David: «¿Quién dio crédito a nuestra
noticia? / Y el brazo de Yahvé ¿a quién se le reveló? / Creció como un retoño delante de nosotros,/ como raíz en
tierra árida» (Is 53,1-2).
El retoño es el que brotará en el tronco de Jesé y germinará de sus raíces; sobre él se posará el espíritu del Señor
(cf. Is 11.1-2).
El pasó por el sufrimiento y por la prueba, por amor a su pueblo.
El punto adquirido por la conciencia de Israel es que el rey designado por Dios tendrá que pasar la prueba, que el
sufrimiento entra en la historia de un verdadero rey que quiere el bien de su pueblo.
En las meditaciones de Isaías podemos ver también una respuesta a la pregunta con que termina
el salmo 89: «¿Dónde están tus primeros amores, oh Señor,/ que juraste a David por tu fidelidad? / Acuérdate,
Señor, del ultraje de tu siervo; / llevo en mi seno todos los insultos de los pueblos; / así ultrajan tus enemigos, oh
Yahvé,/ así ultrajan las huellas de tu ungido» (vv.50-52). No es extraño, dice Isaías: es un sufrimiento por el
pueblo que ya tuvo que vivir David, el rey amado y escogido por Dios.

Lectio sobre las pruebas de Jesús


San Ignacio, en la tercera semana, nos invita a pedir la gracia de estar con Jesús, participando también de sus
pruebas. Queremos obtener esa gracia para llegar al verdadero conocimiento de Cristo, rey universal, hijo de
David.
Podemos recorrer el mismo camino que en la reflexión anterior.
1. Las pruebas personales de Jesús. Como en el caso de David, no tenemos muchos textos que nos den a conocer
las experiencias interiores de Jesús.
Os sugiero algunos pasajes interesantes para nuestro propósito:
— Mc 8,12. Los fariseos piden una señal del cielo y, «dando un profundo gemido desde lo íntimo de su ser, dice:
"¿Por qué esta generación pide una señal?"».
Esta angustia, este malestar que subraya el evangelista, aparece en otras ocasiones:
— Mc 9,19. Le traen un epiléptico endemoniado; los discípulos no han podido curarlo, y Jesús exclama:
«¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo habré de soportaros?». Resulta
extraño oir decir a Jesús: «¡Ya estoy cansado de vosotros!».
— Más desconcertante todavía es el pasaje de Mc 14,33-34. Después de la institución de la Eucaristía, Jesús se
encamina al monte de los Olivos y, al llegar al sitio llamado Getsemaní, toma consigo a Pedro, Santiago y Juan.
Luego «comenzó a sentir pavor y angustia. Y les dice: "Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí
y velad"».
Pavor, angustia, tristeza. Jesús ha entrado en ese terrible momento en el que uno querría dejarlo todo, y nos pide
que no lo dejemos solo, sino que compartamos de algún modo su prueba.
— Se citan muchos Salmos en el Nuevo Testamento para describir la angustia personal de Jesús: «Soy como el
agua que se vierte,/ todos mis huesos se dislocan,/ mi corazón se vuelve como cera,/ se me derrite entre mis
entrañas./ Mi paladar está seco lo mismo que una teja / y mi lengua pegada a mi garganta;/ se me echa en el polvo
de la muerte» (Sal 22,15-16).
Se trata de un angustia interior y exterior que oprime el corazón, impidiendo hablar y pensar.
Os dejo, naturalmente, que meditéis en particular el texto sobre la agonía de Getsemaní, para comprender hasta
qué punto quiso llegar Jesús para revelarnos su amor.
2. Las pruebas políticas y sociales. Jesús se enfrentó con todas las autoridades. Ninguna de ellas comprendió de
verdad, y desde el principio los dirigentes políticos y religiosos sintieron ante él bastante malestar.
— Es significativa la interpretación que los Hechos de los apóstoles dan del Salmo 2: «Señor, tú que hiciste el
cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos, tú eres el que has dicho por el Espíritu Santo, por boca de
nuestro padre David, tu siervo:
¿A qué esta agitación de las naciones,
estos vanos proyectos de los pueblos?
Se han presentado los reyes de la tierra
y los magistrados se han aliado
contra el Señor y contra su Ungido».
Y luego prosigue: «Porque verdaderamente en esta ciudad se han aliado Herodes y Poncio Pilato con las naciones
y los pueblos de Israel contra tu santo siervo Jesús, a quien has ungido, para realizar lo que en tu poder y en tu
sabiduría habías predeterminado» (Hch 4,24-28).
Jesús no tiene nada contra la autoridad, no se vale nunca de su popularidad para poner a la gente contra ella; no
desobedece a las leyes. La malevolencia que tienen frente a él y que llevará a los dirigentes a la decisión de
crucificarlo es inexplicable, y tiene que verse a la luz del plan divino de la salvación.
— Jesús no se deja encerrar por las autoridades. Leemos, por ejemplo, que cuando, al final de su discurso en la
sinagoga, fue echado de la ciudad y llevado al monte para ser precipitado, «él, pasando por en medio de ellos, se
marchó». (Lc 4,30).
El evangelista quiso describir simbólicamente el comportamiento de Jesús en este mundo: pasa por en medio, es
decir, sin ir en contra de las autoridades, sin oponer resistencia activa ni pasiva.
Sólo apunta hacia su objetivo, sin preocuparse de las oposiciones y de las dificultades. Y cuando las oposiciones
lleguen a sentenciar su muerte, la aceptará.
Esta actitud de Jesús se manifiesta también a propósito de una autoridad particular, Herodes: «Se acercaron
algunos fariseos y le dijeron: "Sal y vete de aquí, porque Herodes quiere matarte". Y si él les dijo: "Id a decir a
ese zorro: Yo expulso demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana, y el tercer día soy consumado. Pero
conviene que hoy y mañana y pasado siga adelante, porque no cabe que un profeta perezca fuera de
Jerusalén"» (Lc 13,31-33).
David tenía la habilidad política de entrar en relación con los enemigos, sacando de ellos lo que podía ser útil para
sus intereses y para el pueblo. Jesús perfecciona el comportamiento de David, porque sabe estar con sus enemigos
sin dejar nunca de avanzar hacia su objetivo.
3. Las pruebas familiares:
— Los hermanos, los parientes de Jesús, no lo comprenden ni le ofrecen apoyo y consuelo. Leemos, por ejemplo,
en Mc 3,20-21: cuando se enteraron de que la gran multitud que le rodeaba no le dejaba siquiera tiempo para
comer, los «suyos» fueron a cogerlo, convencidos de que estaba fuera de sus cabales.
En Jn 7,2, Jesús está recorriendo Galilea, mientras se acerca la fiesta judía de las Tiendas. «Le dijeron sus
hermanos: "Sal de aquí y vete a Judea, para que también tus discípulos vean las obras que haces, pues nadie actúa
en secreto cuando quiere ser conocido. Si haces estas cosas, muéstrate al mundo"». Sus hermanos no lo entienden,
o bien pretenden de él una realeza de triunfos, de honores, de prestigio, en la línea de la realeza de Saúl.
— Pero hay una prueba más dura para Jesús, la que le viene de la incompresión de los discípulos, de aquellos a
los que había llamado «hermano, hermana y madre» (cf. Mc 3,35) y con los que estaba ligado con un pacto de
alianza total.

LA CONFESIÓN DE DAVID
«¡Oh Dios, Padre nuestro! Tú que comprendiste el corazón de David, haz que comprendamos este corazón de
hombre para comprender nuestro corazón y el corazón de tu Hijo Jesús.
Virgen María, hija de Sión, tú que engendraste al salvador Jesús, concédenos comprender su corazón para poder
comprender el nuestro y el de las personas que amamos, de las personas que nos han sido confiadas y, sobre
todo, el corazón de los que sufren y de los que viven sin esperanza.
Concédenos el sentido del tiempo: del pasado, del presente y del futuro. Enséñanos el conocimiento del desorden
de nuestra vida para que nos abramos a las dimensiones del tiempo de Dios, tiempo de la misericordia y del
amor.
Te lo pedimos, Padre, por tu Hijo Jesús, en el Espíritu Santo, en unión con María, Amén».

La conclusión mesiánica de los pecados de David


Hoy vamos a meditar más concretamente en el salmo 51, todavía dentro del espíritu de la primera semana de
los Ejercicios de San Ignacio. Pero antes me gustaría señalar que los dos pecados de David en que nos hemos
detenido tienen una conclusión mesiánica; probablemente por ello es por lo que la Biblia sólo subraya estas dos
acciones pecaminosas del rey.
Al leer la historia de David, tenemos que acostumbrarnos a captar la trama de los acontecimientos que, poco a
poco, van formando un único proyecto que desemboca en la revelación de Jesús.
— El pecado del censo, como hemos dicho, concluye con el resplandor del templo: a través de la culpa, del
castigo, del ángel, de Jerusalén, se llega a ver el primer altar, signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo,
y el comienzo del templo que habría de prefigurar el templo definitivo: Jesús con nosotros, el Emmanuel.
— El adulterio con Betsabé y el asesinato de Urías conducen al nacimiento de Salomón, símbolo del príncipe de
la paz.
Si leéis el comienzo del Nuevo Testamento, veréis que todo esto está muy claro en la conciencia del escritor
sagrado: «Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán... David engendró, de la que fue mujer de
Urías, a Salomón» (cf. Mt 1,1 ss). Betsabé es citada como mujer de Urías precisamente para recordar los oscuros
sucesos que llevaron al nacimiento de Salomón.
Y no sólo esto, sino que en el texto evangélico se menciona a otras tres mujeres (Tamar, Rajab y Rut) relacionadas
con hechos significativos de la historia sagrada más o menos edificantes, como queriendo decir que Jesús resume
en sí todo el pasado, el cual no es olvidado, consiguientemente.
Estamos llamados a conocer a este Jesús que es el Mesías de la humanidad.
Volviendo a David, os sugiero que penséis en todo el contexto de la historia de Betsabé y Urías, preguntándoos
en la oración por qué los libros sagrados quisieron narrar esos sucesos, concediendo tanto espacio a la descripción
de este pecado de David y tanta importancia a la sucesión (cf. 1 Re). Sólo así será posible comprender la figura
de David en todo su significado y, consiguientemente, comprender la historia de la salvación; comprender que en
el rostro de Cristo resplandecen la luz de Dios y la esperanza de los hombres.
Más adelante volveremos sobre ello.

El Salmo 51
El «Miserere» es para mí, y seguramente para todos vosotros, un salmo lleno de recuerdos: siempre que lo leo se
suscitan en mí diversas emociones.
El año pastoral 1982-1983 lo propuse a los jóvenes de la diócesis de Milán para los encuentros de la Escuela de
la Palabra, que luego se transcribieron y se publicaron en forma de libro; posteriormente me llegó de parte de un
terrorista, detenido en la cárcel de la ciudad, una bellísima transcripción del Salmo. En efecto, el «Miserere» tiene
una capacidad extraordinaria de penetrar en el corazón humano, y precisamente por ello no es fácil comentarlo
en una sola meditación.
Sin embargo, de suyo es muy sencillo, y su núcleo lo constituyen las palabras que David dijo a Natán: «He pecado
contra Yahvé» (2 Sam 12,13).
Una vez dicho esto, no es tan importante saber si el «Miserere» fue compuesto directamente por David o si se
compuso más tarde, refiriéndose a su historia.
Seguramente revela una conexión profunda con la literatura profética, en particular con Isaías y con Ezequiel. Por
ejemplo, el v.9, «Rocíame con hisopo y seré limpio, lávame y quedaré más blanco que la nieve», está en
consonancia con la oración de arrepentimiento y de penitencia del profeta: «Venid, pues, y disputemos —dice
Yahvé—: Así fueren vuestros pecados como la grana, cual nieve blanquearán» (Is 1,18).
Y también el v.12, «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro», recuerda a Ezequiel: «Yo les daré un corazón nuevo
y pondré en ellos un espíritu nuevo» (Ez 11,119).
En la Biblia de Jerusalén podéis ver todas las otras referencias a los profetas.
Podríamos leer el Salmo como expresión de las emociones religiosas de un pueblo en su historia, pero nosotros
lo referimos a cada hombre que reconoce su desorden ante Dios.
No es fácil analizarlo, porque está compuesto como una sinfonía del corazón, retomando temas ya expresados.
Sin embargo, se pueden descubrir en él cuatro movimientos: el pasado, el presente, la llamada y el futuro. Veamos
las palabras-clave de cada movimiento.

Los cuatro movimientos del Salmo


1. Primeramente el pasado, constituido por las palabras de David: «He pecado». Se repiten en el v.6: «Contra ti,
contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí».
Los verbos están en pasado, y es interesante, sobre todo, advertir la estructura de la confesión del hombre que se
da cuenta de haber caído en el desorden; evoca el pasado, pero muy brevemente.
2. En el presente se detiene algo más. Lo leemos, por ejemplo, en el v.5: «Pues mi delito yo lo reconozco; mi
pecado está sin cesar ante mí».
Las palabras usadas en las diversas traducciones para señalar el desorden, la rebeldía, el pecado, no traducen
adecuadamente, por desgracia, la lengua original. En el texto hebreo son cuatro las palabras que expresan aquello
de lo que tiene conciencia David: peshet', 'awón, hattat y ra'áh. Significan desviación del camino recto, como si
se avanzara en zigzag, tocando continuamente los extremos; una especie de extravío; o bien un corazón malo,
malvado, rebelde, envidioso, ruin; falta de armonía en la vida, carencia de equilibrio, desvarío; lo contrario de lo
que es bueno, el alejamiento del bien. Palabras distintas para indicar, todas ellas, la conciencia que tiene el hombre
de no conseguir marchar siempre, como debería, por el camino recto; de no estar en armonía consigo mismo, con
Dios, con la naturaleza y con los demás; de no ser benévolo, sino de dejarse llevar por malos pensamientos.
3. La llamada es el tema que aparece desde el principio y que se repite continuamente. Es una oración, una súplica,
una invocación de purificación. Los verbos están en imperativo:
«Ten piedad de mí, oh Dios, según tu amor,
por tu inmensa ternura borra mi delito,
lávame a fondo de mi culpa
y de mi pecado purifícame...
Rocíame con hisopo...
Lávame...
Devuélveme la alegría de tu salvación...
Retira tu faz de mis pecados...
Crea en mí, oh Dios, un corazón puro,
un espíritu firme dentro de mí renueva».
Esta llamada está, ante todo, llena de fe. El Salmo no es sólo confesión de las propias culpas, sino que, a partir de
la conciencia que se tiene de éstas, se convierte en confianza en Dios, expresada con todas las metáforas posibles:
«Devuélveme el son del gozo y la alegría,
exulten los huesos quebrantados».
En la expresión de este deseo, el hombre se apoya en la misericordia de Dios, y de este modo es reconstruido
misteriosamente.
— La confianza es el tema que domina en la invocación, anunciado ya en el v.3: «Ten piedad de mí, oh Dios,
según tu amor; por tu inmensa ternura borra mi delito».
El hebrero apela a la hesed de Dios, fuente primera de toda la historia de la salvación. Es la llamada que constituye
el principio y fundamento: Dios ama al hombre.
Es impresionante que la confesión comience con este profundo sentido de confianza, con una alabanza de Dios,
con la proclamación de su bondad; más tarde se expresará la vergüenza que se siente.
Se trata, por tanto, de un género de confesión que abre el corazón, que expresa esperanza.
Ni siquiera comienza con una justificación. Cuando pedimos perdón a otro, solemos empezar así: «No quería
hacerte daño; no era ésa mi intención; siento mucho haberte herido...»
David comienza apelando a la bondad y a la ternura de «su» Dios, sin apoyarse en excusas ni en su propio
arrpentimiento.
Es un cambio importante, porque el hombre siente siempre la tentación de justificarse delante de Dios o de
proclamar que tiene el corazón destrozado, que lo siente mucho...
En el salmo se hablará de huesos quebrantados, pero después de haber proclamado la grandeza del amor divino.
Así pues, la confianza es un punto decisivo en el proceso de la confesión.
— Un segundo tema de la llamada es el deseo de purificación: «Lávame... purifícame... límpiame... retira tu faz
de mis pecados... borra... líbrame de la sangre...»
Este deseo no nace de la fuerza del hombre, sino que lo suscita Dios.
No se dice: quiero estar atento, no quiero ya ser negligente; sino: lávame, purifícame, líbrame, porque sólo tú
puedes hacerlo, sólo tu misericordia puede crearme de nuevo.
— Finalmente, en esta llamada encontramos el sentido de la novedad: «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro»
(v.12).
El verbo crear designa una acción divina, la gran acción divina de los comienzos, cuando «Dios creó el cielo y la
tierra» (Gn 1,1 ss). Es muy importante la confianza en la novedad de vida en el Espíritu. Una de las experiencias
más dolorosas que yo he tenido es la de haber constatado que nuestra sociedad está convencida de que, por
ejemplo, no existe posibilidad de cambiar de vida para el que ha cometido faltas graves (pienso en los que están
en la cárcel por robo, por tráfico de droga, por terrorismo, etc.). La gente no crece en un cambio verdadero del
hombre, en una verdadera conversión, en la acción del Espíritu que puede transformar los corazones y las
situaciones.
Es grave esta falta de esperanza en los hombres y, a veces, en nosotros mismos: «Siempre soy el mismo; no
cambiaré nunca; no hay nada que hacer...» Es la tentación del Enemigo, que nos impulsa a la desesperación cínica,
mientras que el «Miserere» nos hace respirar lo contrario: «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, un espíritu
firme dentro de mí renueva».
En el viejo latín se traducía así la segunda parte de este versículo: «Et spiritu principali confirma me». El «espíritu
principal» se invoca sobre el obispo, en el momento de su ordenación, como el Espíritu que la Iglesia invoca
sobre él.
La palabra hebrea no es fácil de traducir e indica un espíritu sólido, que sirva para una construcción bien
estructurada.
«No me rechaces lejos de tu rostro, no retires de mí tu santo espíritu; devuélveme la alegría de tu salvación, y en
espíritu de nobleza afiánzame» (vv.13-14).
Se menciona tres veces el Espíritu, porque es el Espíritu el que crea la novedad del corazón; él es el don del Nuevo
Testamento que hace nuevo el corazón del hombre.
Justamente, la Biblia de Jerusalén remite, para el v. 13 («tu santo espíritu«), a Rom 8,9. En realidad, todo el
capítulo 8 de esta carta, que habla de la vida del cristiano según el Espíritu, puede meditarse en relación con
el Salmo 51.
4. El cuarto tema del «Miserere» es el futuro, expresado a partir del v.15:
«Enseñaré a los rebeldes tus caminos
y los pecadores volverán a ti...
Aclamará mi lengua tu justicia...
Publicará mi boca tu alabanza».
Es la esperanza, propia del corazón nuevo, de que el futuro cambiará. Ya no estará, como el pasado, bajo el peso
del pecado, del desorden, de la ambición, de la vanidad de la vida. Estará más bien en el sentido de la misión, del
apostolado, de la predicación al mundo del cambio del corazón de los hombres: «Enseñaré a los rebeldes tus
caminos». No sólo me levantaré yo, sino que ayudaré a los demás.
Estupenda la riqueza de este salmo, que nos encanta por la amplitud de los sentimientos que evoca y por la ternura,
la sagacidad, la agudeza psicológica y la finura de sus palabras. En él se reflejan todos los movimientos malos y
todos los movimientos buenos presentes en el corazón humano.

Conciencia del pecado y dimensiones del tiempo


Me gustaría concluir con una observación.
Los cuatro movimientos —pasado, presente, llamada, futuro— significan que la conciencia del pecado, ante la
misericordia divina, revela a los hombres las dimensiones del tiempo.
Nuestro tiempo, replegado muchas veces sobre un presente aburrido, difícil, tenso, se ensancha en el momento
en que tomamos conciencia de nuestro desorden, en la conciencia exhaustiva de lo real. El pasado no ha de ser
olvidado nunca, porque en el presente se apela a la misericordia, y el pasado se convierte en certeza del futuro.
Por eso es desolador que los hombres tengan miedo a la confesión sacramental y no deseen reconocer ese camino,
renunciando a la amplitud de espíritu que nace del proceso de purificación.
La confesión no es un suceso penoso, obligatorio, formal, sino que nos ayuda a apropiarnos de las dimensiones
temporales de nuestra vida sin renegar de nada; nos ayuda a asumir los sentimientos tristes, que intentamos
soslayar, expresándoselos a Dios. Yo diría que la confesión es un verdadero camino de liberación, absolutamente
necesario.
Os sugiero, pues, que intentéis confesaros partiendo de la experiencia del salmista, poniendo en primer lugar
la alabanza a Dios, la afirmación de su bondad y su ternura, las maravillas que ha realizado en vuestra vida.
Entonces el corazón se abre, reafirma el tiempo pasado y el presente, haciéndonos confesar lo que somos, diciendo
a Dios los sentimientos de fondo —nerviosismo, inquietudes, amarguras, disgustos, enemistades— que nos
abruman y que son la raíz de tantas faltas.
Entonces comienza la confesión de fe, la petición de ser liberados, purificados de lo que no queremos ser; de ser
transformados: «Crea en mí, oh Dios, un corazón nuevo, concédeme la alegría de tu salvación; no me prives de
tu santo espíritu, porque no es la grandeza de mi arrepentimiento, sino tu amor, lo que transforma mi vida». Es la
plegaria que nos sume pacíficamente en la misericordia de Cristo, esa misericordia que desciende sobre nosotros
en el sacramento de la penitencia.
DAVID, PECADOR Y CREYENTE
«¡Oh Dios, tú eres mi Dios, tú eres el que me amó primero, el que me ama; tú eres el que me busca y me desea.
Pero también yo te busco, mi alma tiene sed de ti; tú eres mi bien supremo!
¡Quiénes son, Dios mío, los que atentan contra mi vida? (cf. Sal 63,10); ¿qué es lo que empuja a mi alma a su
perdición y no me permite gozar de ti, beber en tu fuente, ni me deja sentir el grito de mi corazón?
Concédeme comprenderlo, Señor, en esta jornada de penitencia, en la escuela de tu siervo David, pecador y
creyente, pecador pero creyente».
Al contemplar a David pecador comprenderemos algo de nosotros mismos y podremos vivir así la primera semana
de los Ejercicios de san Ignacio, es decir, los ejercicios de la penitencia y de la confesión. En las dos meditaciones
de hoy pensamos en dos de los pecados de David. Porque David, a pesar de que cree y ama a Dios, es un hombre
cruel, vengativo, sensual. Para ver su crueldad para con sus enemigos, basta leer 2 Sam 8, 2.4.5; sobre su
sensualidad, son muy elocuentes los pasajes de 2 Sam 3, 2-5; 5,12ss; y las últimas palabras de David son de
venganza (1 Re 2, 5-6).
Sin embargo, la Biblia sólo nos presenta dos actos de David como propios y verdaderos pecados, limitándose a
narrar lo demás sin dar ningún juicio sobre ello. Por eso es interesante comprender el porqué de este hecho.
Empecemos leyendo la página más difícil (2 Sam 24,1-25) con el mismo espíritu con que san Ignacio nos propone
el camino. El dice que para buscar la voluntad de Dios hay que alejar de sí todos los afectos desordenados
(cf. anotación n.1), con el convencimiento de que siempre hay algo que impide al hombre esa búsqueda.
Y este convencimiento reaparece en diversas ocasiones, por ejemplo cuando escribe: «Ejercicios espirituales para
vencer a sí mismo y ordenar su vida, sin determinarse por affección alguna que desordenada sea» (título, n.21).
Ya hemos recordado que el camino real para entrar en la oración es el reconocimiento de la propia fragilidad e
indignidad.
Así pues, pidamos al Espíritu Santo que nos purifique el corazón, especialmente hoy.

El relato (2 Samuel 24,1-25)


«Se encendió otra vez la ira de Yahvé contra los israelitas e incitó a David contra ellos diciendo: "Anda, haz el
censo de Israel y de Judá". El rey dijo a Joab y a los jefes del ejército que estaban con él: "Recorre todas las tribus
de Israel desde Dan hasta Berseba y haz el censo para que yo sepa la cifra de la población". Joab respondió al rey:
"Que Yahvé tu Dios multiplique el pueblo cien veces más de lo que es y que los ojos de mi señor el rey lo vean.
Mas ¿para qué quiere esto mi señor el rey?".
Pero prevaleció la orden del rey sobre Joab y los jefes del ejército y salió Joab con los jefes del ejército de la
presencia del rey para hacer el censo del pueblo de Israel.
Pasaron el Jordán y comenzaron por Aroer, la ciudad que stá en medio del valle, y por Gad hasta Yazer. Fueron
luego a Galaad y al país de los hititas, a Cadés. Llegaron hasta Dan y desde Dan doblaron hacia Sidón. Llegaron
hasta la fortaleza de Tiro y todas las ciudades de los jiveos y cananeos, saliendo finalmente al Négueb de Judá, a
Berseba.
Recorrieron así todo el país y al cabo de nueve meses y veinte días volvieron a Jerusalén. Joab entregó al rey la
cifra del censo del pueblo. Había en Israel ochientos mil hombres de guerra capaces de manejar las armas; en
Judá había quinientos mil hombres.
Después de haber hecho el censo del pueblo, le remordió a David el corazón y dijo David a Yahvé: "He cometido
un gran pecado. Pero ahora, Yahvé, perdona, te ruego, la falta de tu siervo, pues he sido muy necio". Cuando
David se levantó por la mañana, le había sido dirigida la palabra de Yahvé al profeta Gad, vidente de David,
diciendo: "Anda y di a David: Así dice Yahvé: Tres cosas te propongo; elije una de ellas y la llevaré a cabo" .
Llegó Gad donde David y le anunció: "¿Qué quieres que te venga, tres años de gran hambre en tu país, tres meses
de derrotas ante tus enemigos y que te persigan, o tres días de peste en tu tierra? Ahora piensa y mira qué debo
responder al que me envía". David respondió a Gad: "Estoy en grande angustia. Pero caigamos en manos de
Yahvé, que es grande su misericordia. No caiga yo en manos de los hombres". Y David eligió la peste para sí.
Eran los días de la recolección del trigo. Yahvé envió la peste a Israel desde la mañana hasta el tiempo señalado
y murieron setenta mil hombres del pueblo, desde Dan hasta Berseba. El ángel extendió la mano hacia Jerusalén
para destruirla, pero David se arrepintió del estrago y dijo al ángel que exterminaba el pueblo: "¡Basta ya! Retira
tu mano". El ángel de Yahvé estaba entonces junto a la era de Arauná el yebuseo. Cuando David vio al ángel que
hería al pueblo, dijo a Yahvé: "Yo fui quien pequé, yo cometí el mal, pero estas ovejas ¿qué han hecho? Caiga,
te suplico, tu mano sobre mí y sobre la casa de mi padre" .
Vino Gad aquel día donde David y le dijo: "Sube y levanta un altar a Yahvé en la era de Arauná el yebuseo" .
David subió, según la palabra de Gad, como había ordenado David. Miró Arauná y vio al rey y a sus servidores
que venían hacia él. Entonces Arauná salió y se postró rostro en tierra ante el rey. Y dijo Arauná "¿Cómo mi señor
el rey viene a su siervo?" David respondió: "Vengo a comprarte la era para levantar un altar a Yahvé y detener la
plaga del pueblo".
Arauná dijo a David: "Que el rey mi señor tome y ofrezca lo que bien le parezca. Mira los bueyes para el
holocausto, los trillos y yugos para leña. El siervo de mi señor el rey da todo esto al rey". Y Arauná dijo al rey:
"Que Yahvé tu Dios te sea propicio".
Pero el rey dijo a Arauná: "No; quiero comprártelo por su precio, no quiero ofrecer a Yahvé mi Dios holocaustos
de balde". Y David compró la era y los bueyes por cincuenta siclos de plata. Levantó allí David un altar a Yahvé
y ofreció holocaustos y sacrificos de comunión. Entonces Yahvé atendió a las súplicas en favor de la tierra y la
peste se apartó de Israel».
Este capítulo, probablemente añadido, es bastante extraño. Ya está casi terminada la historia de David, y al
comienzo del libro siguiente, el de los Reyes, se hablará de David anciano y de la sucesión, y más tarde de su
muerte.
Pero, después de referir en el capítulo 23 las últimas palabras del rey, la Biblia nos presenta este relato como un
hecho importante en la historia de David.
Para comprender la razón de esto, intentemos dividir el episodio en tres partes:

 el censo del pueblo (vv.1-9);


 el castigo (vv.10-15);
 el fulgor del templo, la promesa (vv.16-25).

En su conjunto, se trata de un misterioso pasaje sobre el pecado, aunque no se comprende inmediatamente de qué
pecado se trata.

El censo del pueblo y el pecado de David


«Se encendió otra vez la ira de Yahvé contra los israelitas e incitó a David contra ellos diciendo: "Anda, haz el
censo de Israel y de Judá"».
El libro de las Crónicas, en el capítulo paralelo (1 Cr 21), explica, de un modo teológicamente más difuminado,
que no fue la cólera del Señor, sino que «alzóse Satán contra Israel e incitó a David a hacer el censo del pueblo»
(v.1)).
Pero ¿qué tiene de malo hacer el censo del pueblo, que es una operación civil que se realiza en orden a la
eficacia...? Algo de malo tendrá, ya que la primera reacción de Joab, uno de los más fieles al rey, es contraria.
— Por otra parte, tenemos en la Biblia otros ejemplos de censo. Se habla de él, en el Exodo, como de una operación
a través de la cual se conoce al pueblo y se toma nota de sus posibilidades, pero en este caso se subraya más bien
la sacralidad del censo. En efecto, Moisés dice al Señor: «Con todo, si te dignas perdonar su pecado... Y si no,
bórrame del libro que has escrito» (Ex 32,32). Hacer el censo equivale a entrar en el número de los que pertenecen
a Dios; es él el que escribe los nombres en el libro y el que los borra.
Por eso he hablado de sacralidad.
— Otro pasaje, también en el libro del Exodo: «Habló Yahvé a Moisés, diciendo: "Cuando cuentes el número de
los hijos de Israel para hacer su censo, cada uno pagará a Yahvé el rescate por su vida al ser empadronado, para
que no haya plaga entre ellos con motivo del empadronamiento"» (Ex 30,11-12). El empadronamiento pertenece
a Dios y hay que hacerlo con mucha atención, porque puede introducirse en él algo malo. Luego se dan algunas
reglas: «Esto es lo que ha de dar cada uno de los comprendidos en el censo: medio siclo, en siclos del Santuario.
Este ciclo es de veinte óbolos. El tributo reservado a Yahvé es medio sido» (v.13).
Es la señal de que la vida pertenece a Dios y que el pueblo es de Dios; si hay que tocar al pueblo, hay que hacerlo
con reverencia y con respeto, porque es el tesoro del Señor. Así pues, sacralidad de la vida y sacralidad del pueblo
en su conjunto, no sólo de cada individuo.
— Tenemos otro caso de censo en el libro de los Números (que es justamente un censo): «Yahvé habló de Moisés
en el desierto del Sinaí, en la Tienda de la Reunión, el día primero del mes segundo, el año segundo de la salida
de Egipto. Les dijo: "Haced el censo de toda la comunidad de los hijos de Israel por clanes y por familias, contando
los nombres de todos los varones, uno por uno"» (Num 1,1-2).
Así pues, el censo es algo normal en Israel, aunque es necesario hacerlo con manos puras.
En Occidente hemos perdido la sacralidad de este acto, pero en otras civilizaciones se conserva todavía.
De todas formas, en la Biblia está claro que no se puede tocar a las personas ni al pueblo en cuanto tal sin tocar
la propiedad de Dios.
— ¿En qué consiste, pues, el pecado de David? La operación realizada por Joab y sus hombres se describe con
toda exactitud: se parte de la otra orilla del Jordán, se recorre todo el sur, luego el norte hasta Sidón. Para David
es un momento de gloria, ya que Israel hasta entonces no había tenido tanta extensión.
Sin embargo, creo que la clave para comprender el relato está en el v.2: «Recorre todas las tribus de Israel, desde
Dan hasta Berseba, y haz el censo para que yo sepa la cifra de la población».
David no quiere reconocer la propiedad de Dios, sino que ve al pueblo de Israel como su fuerza, como su
ambición.
En términos más modernos, podemos decir que el censo significa, en la intención de David, posesión, eficacia,
poder. El siervo humilde cae en la tentación de sentirse amo; más aún, adquiere un corazón de amo, entra en el
espíritu de posesión. Quiere medir el éxito —recordad el comentario al evangelio de ayer: cf. la homilía del cap.
1: La economía humilde del Reino—, gozar de su secreto, estar seguro de la eficacia.
El resultado es maravilloso: Israel contaba con 800.000 hombres capaces de manejar la espada, y Judá con
500.000. David no necesita ya apoyarse en Dios, como en tiempos de Goliat, porque ahora es el rey más poderoso
de la tierra. ¡Se las puede arreglar él solo!

El castigo
La sensación de poder adquirida por David está claramente manifestada en sus mismas palabras: «Después de
haber hecho el censo del pueblo, le remordió a David el corazón (le palpitó el corazón) y dijo David a Yahvé:
"He cometido un gran pecado"» (v.10). El mismo se da cuenta del error que ha cometido.
Es interesante ver el paralelismo con otro momento de la vida de David, cuando rechaza la posibilidad de matar
al rey Saúl: «Levantose David y, calladamente, cortó la punta del manto de Saúl.
Después su corazón le latía fuertemente por haber cortado la punta del manto de Saúl, y dijo a sus hombres:
"Yahvé me libre de hacer tal cosa a mi señor y de alzar mi mano contra él, porque es el ungido de Yahvé"» (1 Sam
24,5-7). Sentía que había tocado algo sagrado, que había puesto sus manos en la propiedad de Dios.
«He cometido un gran pecado. Pero ahora, Yahvé, perdona, te ruego, la falta de tu siervo, pues he sido muy
necio» (2 Sam 24,10).
Entonces el Señor le da a escoger el castigo, y la respuesta de David es admirable: «Estoy en grande angustia.
Pero caigamos en manos de Yahvé, que es grande su misericordia» (v.14).
He aquí a David pecador, pero creyente: su confianza en la misericordia de Dios está también presente en este
oscuro episodio.
¿Cuál es el castigo del Señor?
Es exactamente lo contrario de la hipnosis del éxito: es la angustia del fracaso total. En efecto, David se ve
desposeído de sus hombres: mueren 70.000.
En lugar de la eficacia, ve cómo se derrumba la estructura de su pueblo. En lugar del poder, siente toda la
impotencia del hombre frente al azote de la peste. Experimenta su propia debilidad, la inutilidad de todas las
medidas humanas, y se da cuenta de que está a merced de unas circunstancias imprevisibles.
De esta manera, se ve corregido en las tres pasiones que le habían embriagado. Y queda profundamente humillado.

El esplendor del templo


La misericordia de Dios, que David invoca al escoger el castigo, se revela más luminosamente en la tercera parte
del episodio.
El ángel exterminador está a punto de extender su mano sobre Jerusalén, cuando «Yahvé se arrepintió del estrago
y dijo al ángel que exterminaba al pueblo: "¡Basta, retira tu mano"» (v.16). Dios tiene misericordia de Jerusalén.
«El ángel del Señor estaba entonces junto a la era de Arauná el jebuseo. Cuando David vio al ángel que hería al
pueblo, dijo a Yahvé: "Yo fui quien pequé, yo cometí el mal, pero estas ovejas ¿qué han hecho? Caiga, te suplico,
tu mano sobre mí y sobre la casa de mi padre"» (vv.16-17).
A partir de estas palabras del rey, el profeta le dice a David que levante un altar sobre la era del jebuseo.
Luego David hace un sacrificio y construye un altar, que es el comienzo del templo, porque precisamente en aquel
lugar se edificaría el templo de Salomón, que todavía hoy veneramos en Jerusalén.
Así, de la derrota humana de David surge el signo luminoso de la presencia de Dios, de su infinita misericordia.

Actualización del relato


Os he ofrecido algunas pistas, pero sigue siendo difícil la interpretación del texto. Siguen oscuros muchos
aspectos; la idea de Dios resulta bastante rígida, pero creo que encierra algunas enseñanzas para comprender el
alma primitiva que hay en cada uno de nosotros y que aún no ha sido iluminada por la luz de Jesús: por ejemplo,
cierto miedo a provocar la cólera de Dios, el temor de haber tocado algo sagrado.
Pero, sobre todo, queremos preguntarnos qué significa la tentación de David para nosotros hoy.
La obsesión de la eficacia, del éxito, del poder, es, desgraciadamente, una tentación
moderna colectiva, particularmente en Occidente.
La Iglesia vive en esa atmósfera y se siente inclinada a verificar la eficacia de sus medios, de su acción, a usar
métodos de eficacia tecnológica. No es malo utilizarlos si la intención es buena; pero la idolatría del éxito se
introduce con demasiada facilidad.
David no pecó por haber hecho el censo, sino por el espíritu con que lo hizo. Y debemos estar atentos, porque un
acto exterior plausible nunca nos garantiza por sí solo que lo realizamos con la actitud debida.
1. La tentación del éxito puede darse en los hombres de Iglesia y, consiguientemente, también en nosotros, cuando
cedemos a la obsesión de la visibilidad de los frutos, de los resultados inmediatos: queremos que los demás
reconozcan la bondd de nuestros proyectos.
Se puede incluso llegar a medir la economía divina con la medida de las multinacionales: ¿Por qué no nos ayuda
Dios a encontrar los instrumentos más eficaces? ¡Quizá nos ha abandonado!
Precisamente por eso se dan tantas tensiones en la Iglesia. Es verdad que el demonio realiza su oficio, pero es
legítimo preguntarse cómo puede hacerlo con tanta facilidad.
A mi juicio, una de las razones es que muchos en la Iglesia consideran su pequeño y personal proyecto como el
proyecto de Dios. De ahí las luchas, las divisiones y hasta los cismas.
2. La tentación puede darse en las instituciones eclesiales (por ejemplo, en los movimientos, en las escuelas
católicas, en las universidades) cuando se introduce la pasión por el número, por la verificación del propio poder
o de la propia eficacia.
Se pretende estar en el centro de la Iglesia y se acaba despreciando a los demás.
El propósito inicial es bueno, pero luego el corazón se deteriora.
En realidad, habría que obrar sirviendo a la Iglesia, no al grupo o a la etiqueta.
Pienso, por ejemplo, en todos esos movimientos que recomiendan al obispo sus iniciativas como si fueran la clave
de salvación de la Iglesia y de la humanidad. Y no es fácil hacer comprender que la clave también la tienen otros
y que hay que integrar los diversos proyectos en un marco más amplio.
La Iglesia local es precisamente el marco global donde hay que insertar la pequeña aportación de cada uno.
3. A veces la tentación es también individual y se manifiesta como miedo a la pobreza evangélica, en la queja por
no tener lo que parece necesario. Esa queja puede ser razonable, pero muchas veces es amarga y se relaciona con
el pecado de David: si tuviera más, tendría éxito, podría contar con mis fuerzas...

Conclusión
Quiero, finalmente, subrayar que el éxito tiene también su importancia y es una parte de nuestro trabajo.
Realmente, no quisiera que cayésemos en el extremo opuesto de buscar el fracaso en cuanto tal, siendo así que el
equilibrio es una característica católica. El propio Jesús deseaba que su predicación fuese bien acogida. Por
consiguiente, la gratificación humana es un bien, no un mal, y la espiritualidad bíblica así nos lo enseña.
Sin embargo, es fundamental la jerarquía o el orden de los valores, ese orden que David perdió de vista.
Por eso insiste San Ignacio en que debemos vencer el desorden que hay en nuestra vida.
El que pone a Dios en el primer puesto («Dios, tú eres mi Dios») no tiene nada que temer. Si he escogido a Dios
como Bien supremo, del que ninguna fuerza del mundo —ni la vida, ni la muerte, ni la enfermedad, ni la derrota—
puede separarme, lo demás vendrá como consecuencia.
El Bien último es Dios que se comunica; por eso, bienes últimos son la gracia, la oración, la caridad. Asentada
esta primacía, vienen luego los bienes penúltimos, reflejo histórico de los primeros: la amistad, el gozo, la lealtad,
la fidelidad, la justicia, el amarse, el encontrarse.. . Y los bienes antepenúltimos —que constituyen los
presupuestos naturales de los otros—, como son la salud, la comida, el trabajo, el éxito, los buenos resultados, las
gratificaciones...
Fijaos cómo también el éxito tiene su lugar.
Lo que el Señor quiere es aquel orden interior que reinaba en el corazón de David cuando cantaba el salmo 63.
Nosotros podemos desear los bienes antepenúltimos, podemos luchar por conseguirlos y lamentarlos cuando no
llegan, pero sabiendo con claridad que los bienes últimos son otros.
Y yo creo que, no ya en teoría, sino en la práctica cotidiana, confundimos el orden que Dios quiere. Por eso,
oremos:
«Oh, Señor, muéstrame lo que en mí es desorden, confusión. Purifica mi corazón, ordena mis deseos, rectifica
mis intenciones, para que yo te escoja ante todo a Ti, Bien supremo, y para que vea todos los demás bienes que
son necesarios para mí y para los demás y por los que hay que trabajar. Señor, todas las cosas del mundo son
bellas, pero en el orden del amor que Jesús nos enseña, que nos enseñas tú, nuestro Mesías, verdadero hombre
y verdadero Dios, con tu muerte y tu resurrección».

CORAJE DE DAVID
CORAJE DE JESÚS

«Te pedimos, oh Dios y Padre nuestro, que nos hagas conocer a tu Hijo Jesús, hijo de David, mediador absoluto
de la salvación para todo el mundo, Señor y meta de la historia. Concédenos conocerlo como él nos conoce,
amarlo como él nos ama, contemplarlo todos los días de nuestra vida: concédenos participar en el conocimiento
que él tiene de Ti. Te lo pedimos por el mismo Cristo nuestro señor y en virtud del Espíritu Santo. Amén».
Hemos dicho que, siguiendo las sugerencias de san Ignacio en la segunda semana, queremos considerar algunos
ejemplos de la vida del rey temporal —David—para contemplar mejor la vida del Rey eternal, el Mesías, Cristo
Jesús. De Jesús se pueden meditar muchos aspectos, y san Ignacio dice que se den sólo unos puntos que permitan
aprender el método que habrá de servimos durante todo el año para contemplar a Jesús, el Salvador de la
humanidad, el revelador del Padre (cf. n.162).
Os voy a proponer algunas meditaciones a modo de ejemplo para que podáis profundizar en esta línea
interpretativa del conocimiento de Cristo mediante el conocimiento de David. Como método, escojo el ya clásico
de la lectio-meditatio-contemplatio.
En la primera y en la segunda parte de la reflexión leeremos y meditaremos un texto de David (lectio y
meditatio); en la tercera parte contemplaremos, a partir de ese texto, la vida de Jesús (contemplatio). El objetivo
de toda oración es llegar a adorar a Cristo Jesús, a saborear su gloria, a dejarse impregnar de su divinidad que
resplandece en su humanidad.
El tema de hoy es el coraje de David —el coraje de Jesús.
Lectio de 1 Sam 17,1-54
David es un hombre de gran coraje, y son muchos los textos que lo confirman. Entre ellos, el relato que caló más
hondo en el corazón del pueblo es su combate contra Goliat, el filisteo. Aun los que no suelen leer la Escritura
conocen esta célebre historia.
Sin embargo, desde un punto de vista histórico, no tiene mucha base, ya que el capítulo es de tradición tardía. El
mismo libro de Samuel atribuye la victoria contra Goliat a uno de los guerreros de David: «Hubo otra guerra en
Gob contra los filisteos, y Eljanán, hijo de Yaís de Belén, mató a Goliat de Gat; el asta de su lanza era como un
enjullo de tejedor» (2 Sam 21,19).
Probablemente hubo cierta confusión de datos; quizá David mató a otro filisteo, también terrible y famoso, a
quien se le dio posteriormente el nombre de Goliat.
Sin embargo, tiene fundamento histórico la valentía de David; y el hecho de que la Escritura haya colocado en
el primer libro de Samuel este largo y espléndido relato indica que le atribuye un grandísimo valor simbólico.
Cuanto más lejos está de las fuentes, tanto más cerca está de la intención teológica del autor.
Los Padres de la Iglesia lo han comentado extensa-mente y lo han hecho objeto de catequesis a través de los
símbolos: la lucha contra el Adversario, el coraje a la hora de hacer frente al Enemigo de la humanidad, la valentía
en las tentaciones. Ya sabéis con cuánta frecuencia habla san Ignacio del Adversario y de sus astucias para
combatir y poner asechanzas en la vida del hombre.
Os recomiendo que releáis con calma todo el capítulo. Me limitaré a sugeriros las tres grandes partes en que puede
subdividirse para hacer un buen ejercicio de lectio.
1. La primera parte describe la situación.
En primer lugar, la del campo de batalla (vv.1-3).
El arte literario de este pasaje es de los más refinados de la Biblia. Se hace ver la extensión del campo, algo así
como en una película, que primero nos ofrece una visión de conjunto y luego, poco a poco, va detallando mejor
la escena: «Reunieron los filisteos sus tropas para la guerra y se concentraron en Soko de Judá, acampando entre
Soko y Azeca, en Efes-Dammin. Se reunieron Saúl y los hombres de Israel, acamparon en el valle del Terebinto
y se ordenaron en batalla frente a los filisteos. Ocupaban los filisteos una montaña por un lado, y los israelitas
ocupaban la montaña frontera, quedando el valle por medio».
Todavía no se ha individualizado a ningún personaje.
Del v.4 al v.7 se hace una lenta descripción del campeón. Ante todo, se dice su nombre —Goliat—; luego se
habla de su estatura, luego se describe su yelmo y su coraza, muy pesada. En las piernas lleva grebas de bronce,
y el asta de su lanza pesa seiscientos siclos de hierro. Por delante de él avanza su escudero.
Casi nos parece verlo en esta minuciosa descripción, y la impresión que se experimenta es de terror. Se trata de
un gigante, de un hombre fortísimo.
Los vv.8-11 cuentan el desafío. Goliat lanza su reto, empieza a proferir gritos contra las tropas de Israel,
mostrando su desprecio absoluto: «¿Para qué habéis salido a poneros en orden de batalla? ¿Acaso no soy yo
filisteo y vosotros servidores de Saúl? Escogeos un hombre y que baje contra mí». El v.11 es importante, porque
subraya el efecto de las palabras de Goliat sobre los israelitas: «Oyó Saúl y todo Israel estas palabras del filisteo
y se consternaron y se llenaron de miedo».
2. La segunda parte (vv.12-39) narra la llegada de David al campo. También a él se le describe lentamente: es un
simple joven que viene de Belén (no se habla de la unción que ha recibido de Samuel, de su elección divina) y
que habitualmente apacienta el rebaño. Tiene tres her-manos mayores en la guerra, y su padre le ha enviado con
una medida de trigo tostado y diez panes para ellos.
Le entrega además diez requesones para ofrecérselos al jefe del escuadrón. La escena es familiar y modesta, en
contraste con los acontecimientos de la guerra y con todo lo que acaba de decirse sobre la fuerza de Goliat.
A partir del v.23 se empieza a relacionar la histora del filisteo con la de este joven servicial, ya que David se
informa y entra así en el movimiento dramático de la historia. Eliab responde de mala gana a las preguntas del
hermano menor y le reprende. David no se da por vencido, pregunta a los otros y, finalmente, decide aceptar él el
desafío. Le dice a Saúl: «Que nadie se acobarde por ése. Tu siervo irá a combatir con ese filisteo» (v.32).
Notemos el contraste entre el miedo de los israelitas y el ofrecimiento del muchacho.
El rey no quiere aceptar el gesto de David, que, sin embargo, insiste, narrando lo que hacía de niño al derribar al
león y al oso y asegurándole que el filisteo tendrá el mismo fin que aquellas fieras que le asaltaban, «pues ha
insultado a las huestes del Dios vivo» (v.36).
Es muy hermoso el v.37: «Añadió David: "Yahvé, que me ha librado de las garras del león y del oso, me librará
de la mano de ese filisteo". Dijo Saúl a David: "Vete, y que Yahvé sea contigo"».
Los dos últimos versículos de esta segunda parte pa-rece que van a echarlo todo por tierra. El rey, que ha tomado
en serio al joven, le pone en la cabeza un casco de bronce y le hace ponerse la coraza. Luego le ciñe a David su
espada, poniéndole encima la armadura. Entonces David exclama: «No puedo caminar con esto, pues nunca lo he
hecho». Entonces se lo quitaron (cf. vv.38-39).
3. La tercera parte es el relato de la batalla de David (vv.40-54).
En primer lugar, David se prepara con lo poco que tiene: el cayado en lugar de la espada, cinco cantos lisos que
escoge del torrente y mete en su zurrón de pastor, y la honda. Y de este modo avanza hacia el filisteo.
Los vv.41-47 refieren un largo enfrentamiento verbal: «Volvió los ojos el filisteo y, viendo a David, lo despreció,
porque era un muchacho rubio y apuesto. Dijo el filisteo a David: "¿Acaso soy un perro, pues vienes contra mí
con palos?". Y maldijo a David el filisteo por sus dioses, y dijo el filisteo a David: "Ven hacia mí y daré tu carne
a las aves del cielo y a las fieras del campo". Dijo David al filisteo: "Tú vienes contra mí con espada, lanza y
jabalina, pero yo voy contra tí en nombre de Yahvé Sebaot, Dios de los ejércitos de Israel, a los que has desafiado.
Ahora mismo te entrega Yahvé en mis manos, te mataré y te cortaré la cabeza y entregaré hoy mismo tu cadáver
y los cadáveres de los filisteos a las aves del cielo y a las fieras de la tierra, y sabrá toda la tierra que hay Dios
para Israel. Y toda esta asamblea sabrá que no por la espada ni por la lanza salva Yahvé, porque de Yahvé es esta
guerra y os entrega en nuestras manos"».
Estos prolongados enfrentamientos verbales, con epítetos de toda clase, son típicos de los hombres del Antiguo
Testamento.
Del v.48 al 51 la acción es rapidísima, y el combate se describe en unas pocas líneas. David lanza una piedra con
su honda y derriba a Goliat dándole en la frente. Los filisteos, al ver morir al gigante, se dan a la fuga.
La conclusión está en los vv.52-54. Los hombres de Israel y de Judá recobran el valor, persiguen a los enemigos
y obtienen una victoria estrepitosa. David lleva a Jerusalén la cabeza de Goliat.

Meditatio del texto


La meditatio consiste en preguntarse: ¿cuáles son los valores fundamentales de esta página bíblica?; ¿qué
sentimientos se subrayan?; ¿qué mensaje encierra el relato para los autores sagrados y para nosotros?
Entre los diversos mensajes que se podrían subrayar, he escogido dos:
1. En primer lugar, la descripción del miedo irracional que tienen el rey y todo Israel (vv.11.24).
Si se considera bien todo el relato, se comprende que es un miedo desproporcionado. Goliat era muy alto, un
gigante, pero no podía vencer a todo un ejército.
David lo matará enseguida, y con una pequeña piedra, quizá porque el filisteo no podía moverse tan ágilmente.
La Biblia juega, evidentemente, con los símbolos: un hombre aterroriza al gran rey Saúl y a su ejército, pero una
pequeña piedra basta para acabar con él.
Por eso he dicho que se trata de un miedo injustificado, irracional, que hipnotiza al campamento de Israel sin un
verdadero motivo.
La Biblia hace ver además lo absurdo de tal miedo, porque, apenas cae Goliat, todo Israel recobra ánimos y vence
al enemigo. Pero habría podido vencerlo antes si no se hubiera dejado llevar por la irracionalidad.
Podemos ver aquí el interés simbólico del relato que la tradición espiritual aplica al Enemigo del hombre, al
Maligno que nos amedrenta con cualquier cosa y nos tiene atados con absurdos temores y angustias que,
analizados a fondo, se revelan irracionales.
Es una experiencia espiritual muy importante la que se comunica como mensaje, ya que también nosotros, como
individuos y como comunidad, como Iglesia, nos dejamos a veces hipnotizar por el miedo. San Ignacio advierte
que el Enemigo, al no tener otro poder, cuenta mucho con el miedo, con la amargura, con el sentimiento de
frustración.
En el n.140 de los Ejercicios da una descripción del Adversario, imaginándolo como el caudillo de todos los
enemigos en el campo de Babilonia, sentado en un gran trono de fuego y humo, con un aspecto horrible y
espantoso. El Adversario es visto como alguien que pretende imponerse a través del miedo, del sentimiento de
terror.
Luego, en el n.325 (en las Reglas para el discernimiento de espíritus), escribe que el Adversario no es fuerte por
su fuerza real, sino por el miedo que puede infundir en nuestro corazón. Si la persona se deja vencer por ese miedo
y pierde ánimo en las tentaciones, no hay en la tierra bestia más feroz que el Enemigo de la naturaleza humana a
la hora de perseguir sus malvadas intenciones con enorme malicia. Pero dice san Ignacio que, si resistimos las
tentaciones y hacemos lo contrario de lo que sugiere el Enemigo, entonces la victoria es nuestra.
Goliat había paralizado de miedo al rey y a los ejércitos de Israel. Cuando aquella pequeña piedra le alcanza,
acaba el miedo y todos recobran su coraje.
Sería interesante examinarnos a nosotros mismos y el porqué de ciertos malos humores de las comunidades
cristianas: cuando empezamos a quejamos de todo y nos acusamos mutuamente, buscando con afán los motivos
por los que algo no marcha como es debido, significa que estamos siendo víctimas del Adversario, que infunde
la desconfianza y crea el malestar.
Al contrario, cuando una comunidad consigue alegrarse de un pequeño don de Dios, todos cobran ánimo y
afrontan las situaciones con mayor claridad y objetividad.
No hay ninguna razón real para lamentarnos, para discutir, para dividimos, si pensamos bien las cosas. Basta con
la mirada de fe para que nos aceptemos como somos y para dar gracias al Señor por las comunidades que nos da
y nos confía.
2. Un segundo mensaje del relato podemos verlo en la cómica oposición (el capítulo está lleno de aspectos
humorísticos) entre la prudencia política de Saúl y el coraje teológico del pequeño David.
El rey quiere ser un hombre prudente, y por eso trata de desanimar a David: «No puedes ir contra ese filisteo para
luchar con él, pues tú eres un niño y él es hombre de guerra desde su juventud» (v.33).
Pero su prudencia es errónea, y la Biblia muestra cómo se ríe Dios de esa famosa prudencia política que Saúl
parece tener.
En efecto, David representa el coraje teológico frente a la prudencia política: «Tu siervo ha dado muerte al león
y al oso, y ese filisteo incircunciso será como uno de ellos, pues ha insultado a las huestes del Dios vivo». Y
añadió: «Yahvé, que me ha librado de las garras del león y del oso, me librará de la mano de ese filisteo» (vv.36-
37).
Se oponen claramente las dos maneras de obrar. Da-vid tiene ciertas razones en las que basa su coraje, que no es,
por tanto, estúpido ni irracional. Pero estas razones exigen la aceptación de un nuevo riesgo: no está claro que
pueda llegar a matar a un guerrero con casco, espada y coraza como mató al oso y al león. Pero, recordando lo
que Dios había hecho por él, comprende que ahora le pide que se fíe, que se arriesgue.
Y lo hace de forma coherente, contando con lo que tiene —un cayado, los cantos del torrente, la honda— y con
la palabra del Señor.
Saúl, que antes se había dejado vencer por el miedo, después de intentar que David desistiera de la empresa se
rinde, sin comprender que el joven confía en Dios. Lo calcula todo según una medida humana, cubre a David con
la armadura de guerrero, y probablemente no comprende por qué David se quita todo aquello y se va sólo con el
cayado y con la honda.
Este contraste entre el coraje teológico y la prudencia política aparece también constantemente en la vida de la
Iglesia. La prudencia política nos hace estar siempre muy atentos a las circunstancias, a las situaciones, a lo que
pueden decir los demás, a la interpretación que se dará de nuestras palabras y de nuestros gestos...
En ciertos aspectos, esa prudencia es necesaria, pero no hace, como tal, caminar a la Iglesia si no hay un David
que se arma de valor y se lanza decididamente hacia adelante.
Deberíamos preguntarnos a menudo: lo que estoy haciendo ¿es fruto de un coraje teñido de prudencia espiritual
y teológica, o es más bien fruto de una prudencia política que no quiere arriesgar?
Ambas posiciones no son contrarias hasta el punto de que no puedan conciliarse entre sí; pero si su única
inspiración es la prudencia política, la Iglesia seguirá pa-rada y se limitará a defenderse. Si no hubiera intervenido
David, los hombres de Saúl se habrían quedado inmóviles para siempre frente a las fuerzas de los enemigos. Fue
David quien rompió la inmovilidad yendo más allá de todo cálculo humano, despreciando el temor irracional,
sabiendo que el Señor lo puede todo.
David no usurpa el lugar de Saúl, pero éste tiene que comprender a aquél si desea salir de su inmovilidad.
Naturalmente, corresponde a vuestra meditación personal descubrir otros mensajes en este relato tan rico en
valores simbólicos.

Contemplatio del coraje de Jesús


Con ayuda de la lectura y de la meditación, tenemos que contemplar a Jesús preguntándonos: ¿Cuándo muestra
coraje, cuándo se enfrenta con el Adversario, cuándo ataca al Enemigo?
He escogido cuatro situaciones.
1. Mc 1,12-13. Es el primer acto de coraje de Jesús: David empieza derrotando a Goliat; Jesús, superando las
tentaciones en su encuentro con el Adversario.
Marcos, a diferencia de los otros sinópticos, describe el hecho con brevedad. Jesús se ha hecho bautizar en el
Jordán por Juan Bautista, y en aquel momento ha visto al Espíritu bajar sobre él. «A continuación, el Espíritu le
impulsa al desierto, y permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás. Estaba entre los
animales del campo, y los ángeles le servían».
Así pues, el Rey eternal ha hecho frente al que inspira miedo, al Enemigo del hombre, que le tienta y pretende
aplastarlo. La vida pública de Jesús comienza con esta lucha para indicar que su mesianismo es conflictivo, un
mesianismo de combate; que él representa —lo mismo que David— la figura del combatiente. Cuando la Iglesia
olvida esto, se asusta ante las dificultades y los problemas y se pregunta por sus progresos sin pensar, ante todo,
en hacer frente al Adversario. Pero la vida de la Iglesia se vive en el drama cotidiano de la lucha entre el bien y
el mal, entre la luz y las tinieblas, entre Cristo y el Enemigo del hombre.
2. Mc 5,1-20. Después de hacer frente al Enemigo como tal, Jesús se enfrenta a él enmascarado en diversas
situaciones. El ejemplo más impresionante es su coraje contra las fuerzas diabólicas irracionales que actúan a
través del endemoniado de Gerasa. Este hombre infunde un miedo irracional en la gente, y la lucha de Jesús con
él no resulta fácil. Empieza diciendo: «Espíritu inmundo, sal de este hombre» (v.8), pero el diablo no sale, y se
describe a continuación la tensa conversación entre ambos.
Es hermoso contemplar a Jesús combatiendo en nosotros lo irracional, todo eso que nosotros no conseguimos
superar: la angustia, el nerviosismo, el miedo, la confusión. Lucha por nosotros y nos lleva hacia el orden, la
armonía, la paz. El relato termina, en efecto, diciendo que la gente vio al geraseno sentado, vestido correctamente,
sano de mente, mientras que antes se hacía daño a sí mismo intentando matarse.
Al vencer al Enemigo en el hombre de Gerasa, Jesús nos da coraje para afrontar en nosotros y en los demás las
fuerzas irracionales y todas esas inexplicables perturbaciones que atormentan a la humanidad y que percibimos
como algo oscuro, que son expresión de la complejidad del psiquismo humano. Jesús nos enseña a tratar con esas
fuerzas de tal modo que las desviemos y las hagamos inocuas.
3. Mc 4,37-41. Es el relato de la tempestad calmada, del coraje de Jesús frente a las fuerzas desencadenadas de la
naturaleza, aparentemente indomables.
Jesús vence el miedo del hombre a verse aplastado por las fuerzas naturales, por la muerte, y lo vence con la
calma y con su capacidad para transmitir esa calma a los discípulos y a la misma naturaleza. «Habiéndose
despertado, increpó al viento y dijo al mar: "¡Calla, ¡Calla, enmudece!". El viento se calmó y sobrevino una gran
bonanza» (v.39).
El miedo de los apóstoles era el miedo físico a morir; un miedo tan grande que se convierte en queja amarga
contra Jesús. Jesús demuestra que su coraje nace de la fe.
¿Sabemos vencer con el coraje de la fe el miedo a las fuerzas naturales, el miedo a la muerte que ciertos desastres
naturales pueden provocar?
4. Mc 8,31-33. He escogido este cuarto pasaje porque nos presenta a Jesús frente a la perspectiva de la muerte, y
de una muerte inminente. Es evidente que podríamos meditar sobre la agonía del huerto de Getsemaní, pero he
preferido este texto porque pone a Jesús frente a la perspectiva de la muerte ya durante su vida, poco después de
comenzar su ministerio: «Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por
los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar a los tres días. Hablaba de
esto abiertamente. Entonces Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderlo. Pero él, volviéndose y mirando a sus
discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: "¡Quítate de mi vista, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de
Dios, sino los de los hombres"».
Vemos a Jesús hablando de su muerte y pensando que sería una acción diabólica apartarlo de ese suceso.
Os sugiero que partáis de este último episodio para vuestra contemplación personal y que paséis luego a
contemplar a Jesús en lo otros pasajes.
«Jesús, ¿cómo eres capaz de vencer el miedo a la muerte y de hablar de tu muerte como de algo que tiene
que venir, que está en la voluntad del Padre? ¿Cómo eres capaz de superar el miedo de los apóstoles que no
quieren aceptar tus palabras? ¿Cuál es la clave de tu victoria?».
Vemos que el coraje de Jesús no es simplemente el de quien dice: ¡Dios me ayudará! Es el coraje del que se
enfrenta con todo y, después de enfrentarse con todo, se enfrenta también con las pequeñas circunstancias.
El suyo es un coraje muy superior al de David, que cuenta mucho con su Señor, pero también un poco consigo
mismo.
Jesús tiene la fuerza de los milagros, sabe vencer a las potencias diabólicas; pero ¿cuál es su fuerza contra la
muerte?

Jesús, Hijo del Padre


Su fuerza es, sobre todo, la de ser Hijo abandonado en manos del Padre, totalmente entregado a él. La filiación es
la fuente de su capacidad de mirar cara a cara la muerte, de su libertad de corazón, de su coraje.
Jesús está en el centro del plan divino; es el Hijo que hasta el fin manifiesta y cumple la voluntad del Padre.
«Jesús, enséñanos qué significa ser hijo, en ti y contigo. Tú eres el Salvador, porque eres el Hijo. Tú eres el
verdadero Cristo, porque nos enseñas a ser hijos de Dios como tú. Es ésta la fe que vence al mundo y supera
todas las tentaciones..
Danos una conciencia profunda, integrada en nuestra personalidad, del grito que el Espíritu repite en nuestros
corazones: ¡Padre!, para que nos hagamos capaces de calmar las angustias, los temores, los miedos, las
prudencias políticas excesivas y nos hagamos libres y decididos, sencillos y mansos como tú».
El coraje teológico proviene del espírtu de filiación: saberse en manos de Dios, el verdadero Padre de Jesús y, por
consiguiente, Padre nuestro; creer que Jesús nos hace partícipes de sus sentimientos de Hijo.

“DAVID”
1. Presencia permanente de David.
La figura de David, como hombre y como rey, tiene un relieve tal que no cesa de ser para Israel el tipo del Mesías
que debe nacer de su raza. A partir de David, la alianza con el pueblo se hace a través del rey, como lo hace notar
Ben Sirá al final del retrato que hace de él Eclo 47,2-11. Así el trono de Israel es el trono de David Is 9,6 Lc 1,32:
sus victorias anuncian la que el Mesías, lleno del Espíritu que reposa sobre el hijo de Jesé 1Sa 16,13 Is 11,1-9,
reportará sobre la injusticia. Por la victoria de su resurrección cumplirá Jesús las promesas hechas a David Act
13,32-37 y dará a la historia su sentido Ap 5,5. ¿Cómo logró el personaje David este puesto distinguido en la
historia de la salvación?
2. El elegido de Dios.
David, llamado por Dios y consagrado por la unción 1Sa 16,1-13, es constantemente el «bendito» de Dios, al que
Dios asiste con su presencia; porque Dios está con él, prospera en todas sus empresas 1Sa 16,18, en su lucha con
Goliat 1Sa 17,45ss, en sus guerras al servicio de Saúl 1Sa 18,14 ss y en las que él mismo emprenderá como rey y
liberador de Israel: «Por dondequiera que iba le daba Yahveh la victoria» 2Sa 8,14.
David, encargado como Moisés de ser el pastor de Israel 2Sa 5,2, hereda las promesas hechas a los patriarcas, y
en primer lugar la de poseer la tierra de Canaán. Es el artífice de esta toma de posesión por la lucha contra los
filisteos, inaugurada en tiempos de Saúl y proseguida durante su propio reinado 2Sa 5,17-25 10-12. La conquista
definitiva es coronada por la toma de Jerusalén 2Sa 5,6-10, a la que se llamará «ciudad de David». Se convierte
en la capital de todo Israel, en torno a la cual se efectúa la unidad de las tribus. Es que el arca introducida por
David ha hecho de Jerusalén una nueva ciudad santa 2Sa 6,1-19 y David desempeña en ella las funciones
sacerdotales 2Sa 6,17s. Así «David y toda la casa de Israel» no forman sino un solo pueblo en torno a su Dios.
3. El héroe de Israel.
David responde a su vocación con una profunda adhesión a Dios. Su religión se caracteriza por la espera de la
hora de Dios; así se guarda de atentar contra la vida de Saúl, incluso cuando tiene ocasión de deshacerse de su
perseguidor 1Sa 24 26. Es el humilde servidor, confuso por los privilegios que Dios le otorga 2Sa 7,18-29, y por
esto es el modelo de los «pobres» que, imitando su abandono a Dios y su esperanza llena de certidumbre,
prolongan su oración en las alabanzas y en las súplicas del salterio.

Al «chantre de los cánticos de Israel» 2Sa 23,1 atribuyen los levitas, además de numerosos salmos, el plano del
templo 1Par 22 28, así como la organización del culto 1Par 23-25 y de sus cantos Neh 12,24.36.
La gloria religiosa de David no debe hacer olvidar al hombre; tuvo sus debilidades y sus grandezas; rudo guerrero,
astuto también 1Sa 27,10ss, cometió graves faltas y semostró débil con sus hijos ya antes de su vejez; pero ¡qué
magnanimidad en su fiel amistad con Jonatás, en el respeto que muestra siempre hacia Saúl! algunos detalles
revelan su nobleza de alma: respeto del arca 2Sa 15,24-29, respeto de la vida de sus soldados 2Sa 23,13-17,
generosidad 1Sa 30,21-25 y perdón 2Sa 19,16-24. Por lo demás se muestra político avisado, que se granjea
simpatías en la corte de Saúl y cerca de los ancianos de Judá 1Sa 30,26-31, desaprobando el asesinato de Abner
2Sa 3,28-37 y vengando el homicidio de Isbaal 2Sa 4,9-12.
4. El Mesías, hijo de David.
El éxito de David hubiera podido hacer creer que se habían realizado las promesas de Dios. Entonces una nueva
y solemne profecía da nuevo impulso a la esperanza mesiánica 2Sa 7,12-16. A David que proyecta construir un
templo responde Dios que quiere construirle una descendencia eterna (banah: «edificar»; ben: «hijo»): «yo te
edificaré una casa» 7,27. Así orienta Dios hacia el porvenir la mirada de Israel. Promesa incondicionada, que no
destruye la alianza del Sinaí, sino que la confirma concentrándola en el rey 7,24. En adelante Dios, presente en
Israel, le guía y le mantiene en la unidad por la dinastía de David. El salmo 132 Sal 132 canta el vínculo establecido
entre el arca, símbólo de la presencia divina, y el descendiente de David.
Así se comprende la importancia del problema de la sucesión al trono davídico y las intrigas a que da lugar 2Sa
9-20 1Re 1. Y todavía se comprende mejor el puesto de David en los oráculos proféticos Os 3,5 Jer 30,9 Ez
34,23s. Para ellos, evocar a David es afirmar el amor celoso de Dios á su pueblo Is 9,6 y su fidelidad a su alianza
Jer 33,20ss, «alianza eterna, hechade las gracias prometidas a David» Is 55,3. De esta fidelidad no se puede dudar
aun en lo más duro de la prueba Sal 89,4s.20-46.
Cuando se cumplen los tiempos se llama, pues, a Cristo «Hijo de David» Mt 1,1; este título mesiánico no había
sido nunca rehusado por Jesús, pero no expresaba plenamente el misterio de su persona. Por eso Jesús, viniendo
a cumplir las promesas hechas a David, proclama que es más grande que él: es su Señor Mt 22,42-45. No es
solamente «el siervo David», pastor del pueblo de Dios Ez 34,23s, sino que es Dios mismo que viene a apacentar
y a salvar a su pueblo Ez 34,15s, este Jesús, «retoño de la raza de David», cuyo retorno aguardan e invocan el
Espíritu y la esposa Ap 22,16s.

3Misericordia, Dios mío, por tu bondad,


por tu inmensa compasión borra mi culpa;
4lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.
5Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
6contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.

En la sentencia tendrás razón,


en el juicio resultarás inocente.
7Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.
8Te gusta un corazón sincero,
y en mi interior me inculcas sabiduría.
9Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame: quedaré más blanco que la nieve.
10Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
11Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.
12Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
13no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.
14Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
15enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.
16Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío,
y cantará mi lengua tu justicia.
17Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.
18Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
19Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú no lo desprecias.
20Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
21entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos,
sobre tu altar se inmolarán novillos.

[La Biblia de Jerusalén le pone a este salmo sencillamente el título de Miserere, palabra con la que comienza el
texto latino. La introducción al salmo, versículos 1 y 2, dice: «Salmo de David, cuando el profeta Natán lo visitó
después de haber pecado aquél con Betsabé». Este salmo penitencial tiene un estrecho parentesco con la literatura
profética, sobre todo con Isaías y Ezequiel. Dios, totalmente puro e íntegro, al perdonar, manifiesta su poder sobre
el mal y su victoria sobre el pecado (v. 6). El v. 7 nos recuerda que todo hombre nace impuro, y por ello inclinado
al mal, Gn 8,21; aquí se alega esta impureza fundamental como circunstancia atenuante que Dios debe tener en
cuenta. La doctrina del pecado original quedará explícita en Rm 5,12-21, en correlación con la revelación de la
redención por Jesucristo. En el v. 16 se ha querido ver a veces una alusión al asesinato de Urías por orden de
David, 2 S 12,9. También se ha leído allí la expresión de la muerte prematura del malvado como castigo por los
pecados, según la doctrina tradicional. En el v. 20, al regreso del destierro, se espera, como señal del perdón
divino, la reconstrucción de las murallas de Jerusalén. Y el v. 21 es una precisión litúrgica añadida más tarde: en
la Jerusalén restaurada se dará todo su valor a los sacrificios legítimos, es decir, oficialmente prescritos. Para
Nácar-Colunga el título de este salmo es Confesión de los pecados y súplica de perdón. Es un verdadero acto de
penitencia, que según una tradición brotó del corazón y de los labios de David, cuando Natán le reprendió por su
pecado. Los versículos 20 y 21 son una adición, hecha después de la cautividad, para adaptar el salmo al estado
del pueblo y a sus necesidades de entonces. En el Miserere, el salmista, consciente de su culpabilidad, apela a la
benignidad divina. Ya al nacer está envuelto en una atmósfera de pecado porque «pecador me concibió madre»
(v. 7). No hay alusión al pecado original, sino a la pecaminosidad inherente al hecho de ser fruto de un acto carnal,
que en la mentalidad hebrea implicaba una impureza ritual.]

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II

1. Hemos escuchado el Miserere, una de las oraciones más célebres del Salterio, el más intenso y repetido salmo
penitencial, el canto del pecado y del perdón, la más profunda meditación sobre la culpa y la gracia. La Liturgia
de las Horas nos lo hace repetir en las Laudes de cada viernes. Desde hace muchos siglos sube al cielo desde
innumerables corazones de fieles judíos y cristianos como un suspiro de arrepentimiento y de esperanza dirigido
a Dios misericordioso.

La tradición judía puso este salmo en labios de David, impulsado a la penitencia por las severas palabras del
profeta Natán (cf. Sal 50,1-2; 2 S 11-12), que le reprochaba el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de
su marido, Urías. Sin embargo, el salmo se enriquece en los siglos sucesivos con la oración de otros muchos
pecadores, que recuperan los temas del «corazón nuevo» y del «Espíritu» de Dios infundido en el hombre
redimido, según la enseñanza de los profetas Jeremías y Ezequiel (cf. Sal 50,12; Jr 31,31-34; Ez 11,19; 36,24-
28).

2. Son dos los horizontes que traza el salmo 50. Está, ante todo, la región tenebrosa del pecado (cf. vv. 3-11), en
donde está situado el hombre desde el inicio de su existencia: «Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi
madre» (v. 7). Aunque esta declaración no se puede tomar como una formulación explícita de la doctrina del
pecado original tal como ha sido delineada por la teología cristiana, no cabe duda que corresponde bien a ella,
pues expresa la dimensión profunda de la debilidad moral innata del hombre. El salmo, en esta primera parte,
aparece como un análisis del pecado, realizado ante Dios. Son tres los términos hebreos utilizados para definir
esta triste realidad, que proviene de la libertad humana mal empleada.

3. El primer vocablo, hattá, significa literalmente «no dar en el blanco»: el pecado es una aberración que nos lleva
lejos de Dios -meta fundamental de nuestras relaciones- y, por consiguiente, también del prójimo.

El segundo término hebreo es 'awôn, que remite a la imagen de «torcer», «doblar». Por tanto, el pecado es una
desviación tortuosa del camino recto. Es la inversión, la distorsión, la deformación del bien y del mal, en el sentido
que le da Isaías: «¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz y luz por oscuridad!»
(Is 5,20). Precisamente por este motivo, en la Biblia la conversión se indica como un «regreso» (en hebreo shûb)
al camino recto, llevando a cabo un cambio de rumbo.

La tercera palabra con que el salmista habla del pecado es peshá. Expresa la rebelión del súbdito con respecto al
soberano, y por tanto un claro reto dirigido a Dios y a su proyecto para la historia humana.

4. Sin embargo, si el hombre confiesa su pecado, la justicia salvífica de Dios está dispuesta a purificarlo
radicalmente. Así se pasa a la segunda región espiritual del Salmo, es decir, la región luminosa de la gracia (cf.
vv. 12-19). En efecto, a través de la confesión de las culpas se le abre al orante el horizonte de luz en el que Dios
se mueve. El Señor no actúa sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad
pecadora a través de su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un «corazón» nuevo y puro, es decir, una
conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios.

Orígenes habla, al respecto, de una terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra y mediante la obra
de curación de Cristo: «Como para el cuerpo Dios preparó los remedios de las hierbas terapéuticas sabiamente
mezcladas, así también para el alma preparó medicinas con las palabras que infundió, esparciéndolas en las
divinas Escrituras. (...) Dios dio también otra actividad médica, cuyo Médico principal es el Salvador, el cual dice
de sí mismo: "No son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos". Él era el médico por
excelencia, capaz de curar cualquier debilidad, cualquier enfermedad» (Homilías sobre los Salmos, Florencia
1991, pp. 247-249).

5. La riqueza del salmo 50 merecería una exégesis esmerada de todas sus partes. Es lo que haremos cuando volverá
a aparecer en los diversos viernes de las Laudes. La mirada de conjunto, que ahora hemos dirigido a esta gran
súplica bíblica, nos revela ya algunos componentes fundamentales de una espiritualidad que debe reflejarse en la
existencia diaria de los fieles. Ante todo está un vivísimo sentido del pecado, percibido como una opción libre,
marcada negativamente a nivel moral y teologal: «Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces»
(v. 6).

Luego se aprecia en el salmo un sentido igualmente vivo de la posibilidad de conversión: el pecador, sinceramente
arrepentido (cf. v. 5), se presenta en toda su miseria y desnudez ante Dios, suplicándole que no lo aparte de su
presencia (cf. v. 13).

Por último, en el Miserere, encontramos una arraigada convicción del perdón divino que «borra, lava y limpia»
al pecador (cf. vv. 3-4) y llega incluso a transformarlo en una nueva criatura que tiene espíritu, lengua, labios y
corazón transfigurados (cf. vv. 14-19). «Aunque nuestros pecados -afirmaba santa Faustina Kowalska- fueran
negros como la noche, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria. Hace falta una sola cosa: que el
pecador entorne al menos un poco la puerta de su corazón... El resto lo hará Dios. Todo comienza en tu
misericordia y en tu misericordia acaba». (M. Winowska, El icono del Amor misericordioso. El mensaje de sor
Faustina, Roma 1981, p. 271).

[Audiencia general del Miércoles 24 de octubre de 2001]

Conciencia del pecado como ofensa de Dios


1. El viernes de cada semana en la liturgia de las Laudes se reza el salmo 50, el Miserere, el salmo penitencial
más amado, cantado y meditado; se trata de un himno al Dios misericordioso, compuesto por un pecador
arrepentido. En una catequesis anterior ya hemos presentado el marco general de esta gran plegaria. Ante todo se
entra en la región tenebrosa del pecado para infundirle la luz del arrepentimiento humano y del perdón divino (cf.
vv. 3-11). Luego se pasa a exaltar el don de la gracia divina, que transforma y renueva el espíritu y el corazón del
pecador arrepentido: es una región luminosa, llena de esperanza y confianza (cf. vv. 12-21).

En esta catequesis haremos algunas consideraciones sobre la primera parte del salmo 50, profundizando en
algunos aspectos. Sin embargo, al inicio quisiéramos proponer la estupenda proclamación divina del Sinaí, que
es casi el retrato del Dios cantado por el Miserere: «Señor, Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la
cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía
y el pecado» (Ex 34,6-7).

2. La invocación inicial se eleva a Dios para obtener el don de la purificación que vuelva -como decía el profeta
Isaías- «blancos como la nieve» y «como la lana» los pecados, en sí mismos «como la grana», «rojos como la
púrpura» (cf. Is 1,18). El salmista confiesa su pecado de modo neto y sin vacilar: «Reconozco mi culpa (...).
Contra ti, contra ti solo pequé; cometí la maldad que aborreces» (Sal 50,5-6).

Así pues, entra en escena la conciencia personal del pecador, dispuesto a percibir claramente el mal cometido. Es
una experiencia que implica libertad y responsabilidad, y lo lleva a admitir que rompió un vínculo para construir
una opción de vida alternativa respecto de la palabra de Dios. De ahí se sigue una decisión radical de cambio.
Todo esto se halla incluido en aquel «reconocer», un verbo que en hebreo no sólo entraña una adhesión intelectual,
sino también una opción vital. Es lo que, por desgracia, muchos no realizan, como nos advierte Orígenes: «Hay
algunos que, después de pecar, se quedan totalmente tranquilos, no se preocupan para nada de su pecado y no
toman conciencia de haber obrado mal, sino que viven como si no hubieran hecho nada malo. Estos no pueden
decir: "Tengo siempre presente mi pecado". En cambio, una persona que, después de pecar, se consume y aflige
por su pecado, le remuerde la conciencia, y se entabla en su interior una lucha continua, puede decir con razón:
"no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados" (Sal 37,4)... Así, cuando ponemos ante los ojos de nuestro
corazón los pecados que hemos cometido, los repasamos uno a uno, los reconocemos, nos avergonzamos y
arrepentimos de ellos, entonces desconcertados y aterrados podemos decir con razón: "no tienen descanso mis
huesos a causa de mis pecados"» (Homilía sobre el Salmo 37). Por consiguiente, el reconocimiento y la conciencia
del pecado son fruto de una sensibilidad adquirida gracias a la luz de la palabra de Dios.

3. En la confesión del Miserere se pone de relieve un aspecto muy importante: el pecado no se ve sólo en su
dimensión personal y «psicológica», sino que se presenta sobre todo en su índole teológica. «Contra ti, contra ti
solo pequé» (Sal 50,6), exclama el pecador, al que la tradición ha identificado con David, consciente de su
adulterio cometido con Betsabé tras la denuncia del profeta Natán contra ese crimen y el del asesinato del marido
de ella, Urías (cf. v. 2; 2 Sam 11-12).

Por tanto, el pecado no es una mera cuestión psicológica o social; es un acontecimiento que afecta a la relación
con Dios, violando su ley, rechazando su proyecto en la historia, alterando la escala de valores y «confundiendo
las tinieblas con la luz y la luz con las tinieblas», es decir, «llamando bien al mal y mal al bien» (cf. Is 5,20). El
pecado, antes de ser una posible injusticia contra el hombre, es una traición a Dios. Son emblemáticas las palabras
que el hijo pródigo de bienes pronuncia ante su padre pródigo de amor: «Padre, he pecado contra el cielo -es
decir, contra Dios- y contra ti» (Lc 15,21).

4. En este punto el salmista introduce otro aspecto, vinculado más directamente con la realidad humana. Es una
frase que ha suscitado muchas interpretaciones y que se ha relacionado también con la doctrina del pecado
original: «Mira, en la culpa nací; pecador me concibió mi madre» (Sal 50,7). El orante quiere indicar la presencia
del mal en todo nuestro ser, como es evidente por la mención de la concepción y del nacimiento, un modo de
expresar toda la existencia partiendo de su fuente. Sin embargo, el salmista no vincula formalmente esta situación
al pecado de Adán y Eva, es decir, no habla de modo explícito de pecado original.
En cualquier caso, queda claro que, según el texto del Salmo, el mal anida en el corazón mismo del hombre, es
inherente a su realidad histórica y por esto es decisiva la petición de la intervención de la gracia divina. El poder
del amor de Dios es superior al del pecado, el río impetuoso del mal tiene menos fuerza que el agua fecunda del
perdón. «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20).

5. Por este camino la teología del pecado original y toda la visión bíblica del hombre pecador son evocadas
indirectamente con palabras que permiten vislumbrar al mismo tiempo la luz de la gracia y de la salvación.

Como tendremos ocasión de descubrir más adelante, al volver sobre este salmo y sobre los versículos sucesivos,
la confesión de la culpa y la conciencia de la propia miseria no desembocan en el terror o en la pesadilla del juicio,
sino en la esperanza de la purificación, de la liberación y de la nueva creación.

En efecto, Dios nos salva «no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia,
por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza
por medio de Jesucristo nuestro Salvador» (Tt 3,5-6).

[Audiencia general del Miércoles 8 de mayo de 2002]

¡Misericordia, Dios mío!

1. Todas las semanas, la liturgia de las Laudes nos propone nuevamente el salmo 50, el célebreMiserere. Ya lo
hemos meditado otras veces en algunas de sus partes. También ahora consideraremos en especial una sección de
esta grandiosa imploración de perdón: los versículos 12-16.

Es significativo, ante todo, notar que, en el original hebreo, resuena tres veces la palabra «espíritu», invocado de
Dios como don y acogido por la criatura arrepentida de su pecado: «Renuévame por dentro con espíritu firme;
(...) no me quites tu santo espíritu; (...) afiánzame con espíritu generoso» (vv. 12. 13. 14). En cierto sentido,
utilizando un término litúrgico, podríamos hablar de una «epíclesis», es decir, una triple invocación del Espíritu
que, como en la creación aleteaba por encima de las aguas (cf. Gn 1,2), ahora penetra en el alma del fiel
infundiendo una nueva vida y elevándolo del reino del pecado al cielo de la gracia.

2. Los Padres de la Iglesia ven en el «espíritu» invocado por el salmista la presencia eficaz del Espíritu Santo.
Así, san Ambrosio está convencido de que se trata del único Espíritu Santo «que ardió con fervor en los profetas,
fue insuflado (por Cristo) a los Apóstoles, y se unió al Padre y al Hijo en el sacramento del bautismo» (El Espíritu
Santo I, 4, 55: SAEMO 16, p. 95). Esa misma convicción manifiestan otros Padres, como Dídimo el Ciego de
Alejandría de Egipto y Basilio de Cesarea en sus respectivos tratados sobre el Espíritu Santo (Dídimo el Ciego, Lo
Spirito Santo, Roma 1990, p. 59; Basilio de Cesarea, Lo Spirito Santo, IX, 22, Roma 1993, p. 117 s).

También san Ambrosio, observando que el salmista habla de la alegría que invade su alma una vez recibido el
Espíritu generoso y potente de Dios, comenta: «La alegría y el gozo son frutos del Espíritu y nosotros nos
fundamos sobre todo en el Espíritu Soberano. Por eso, los que son renovados con el Espíritu Soberano no están
sujetos a la esclavitud, no son esclavos del pecado, no son indecisos, no vagan de un lado a otro, no titubean en
sus opciones, sino que, cimentados sobre roca, están firmes y no vacilan» (Apología del profeta David a Teodosio
Augusto, 15, 72: SAEMO 5, p. 129).

3. Con esta triple mención del «espíritu», el salmo 50, después de describir en los versículos anteriores la prisión
oscura de la culpa, se abre a la región luminosa de la gracia. Es un gran cambio, comparable a una nueva creación:
del mismo modo que en los orígenes Dios insufló su espíritu en la materia y dio origen a la persona humana (cf.
Gn 2,7), así ahora el mismo Espíritu divino crea de nuevo (cf. Sal 50,12), renueva, transfigura y transforma al
pecador arrepentido, lo vuelve a abrazar (cf. v. 13) y lo hace partícipe de la alegría de la salvación (cf. v. 14). El
hombre, animado por el Espíritu divino, se encamina ya por la senda de la justicia y del amor, como reza otro
salmo: «Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios. Tu espíritu, que es bueno, me guíe por tierra
llana» (Sal 142,10).

4. Después de experimentar este nuevo nacimiento interior, el orante se transforma en testigo; promete a Dios
«enseñar a los malvados los caminos» del bien (cf. Sal 50,15), de forma que, como el hijo pródigo, puedan regresar
a la casa del Padre. Del mismo modo, san Agustín, tras recorrer las sendas tenebrosas del pecado, había sentido
la necesidad de atestiguar en sus Confesiones la libertad y la alegría de la salvación.

Los que han experimentado el amor misericordioso de Dios se convierten en sus testigos ardientes, sobre todo
con respecto a quienes aún se hallan atrapados en las redes del pecado. Pensamos en la figura de san Pablo, que,
deslumbrado por Cristo en el camino de Damasco, se transforma en un misionero incansable de la gracia divina.

5. Por última vez, el orante mira hacia su pasado oscuro y clama a Dios: «¡Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios,
Salvador mío!» (v. 16). La «sangre», a la que alude, se interpreta de diversas formas en la Escritura. La alusión,
puesta en boca del rey David, hace referencia al asesinato de Urías, el marido de Betsabé, la mujer que había sido
objeto de la pasión del soberano. En sentido más general, la invocación indica el deseo de purificación del mal,
de la violencia, del odio, siempre presentes en el corazón humano con fuerza tenebrosa y maléfica. Pero ahora los
labios del fiel, purificados del pecado, cantan al Señor.

Y el pasaje del salmo 50 que hemos comentado hoy concluye precisamente con el compromiso de proclamar la
«justicia» de Dios. El término «justicia» aquí, como a menudo en el lenguaje bíblico, no designa propiamente la
acción punitiva de Dios con respecto al mal; más bien, indica la rehabilitación del pecador, porque Dios manifiesta
su justicia haciendo justos a los pecadores (cf. Rm 3,26). Dios no se complace en la muerte del malvado, sino en
que se convierta de su conducta y viva (cf. Ez 18,23).

[Audiencia general del Miércoles 4 de diciembre de 2002]

El final del salmo 50

1. Esta es la cuarta vez que, durante nuestras reflexiones sobre la Liturgia de Laudes, escuchamos la proclamación
del salmo 50, el célebre Miserere, pues se propone todos los viernes, para que se convierta en un oasis de
meditación, donde se pueda descubrir el mal que anida en la conciencia e implorar del Señor la purificación y el
perdón. En efecto, como confiesa el salmista en otra súplica, «ningún hombre vivo es inocente frente a ti» (Sal
142,2). En el libro de Job se lee: «¿Cómo un hombre será justo ante Dios?, ¿cómo será puro el nacido de mujer?
Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un
hijo de hombre, ese gusano!» (Jb 25,4-6).

Frases fuertes y dramáticas, que quieren mostrar con toda su seriedad y gravedad el límite y la fragilidad de la
criatura humana, su capacidad perversa de sembrar mal y violencia, impureza y mentira. Sin embargo, el mensaje
de esperanza del Miserere, que el Salterio pone en labios de David, pecador convertido, es éste: Dios puede
«borrar, lavar y limpiar» la culpa confesada con corazón contrito (cf. Sal 50,2-3). Dice el Señor por boca de Isaías:
«Aunque fueren vuestros pecados como la grana, como la nieve blanquearán. Y aunque fueren rojos como la
púrpura, como la lana quedarán» (Is 1,18).

2. Esta vez reflexionaremos brevemente en el final del salmo 50, un final lleno de esperanza, porque el orante es
consciente de que ha sido perdonado por Dios (cf. vv. 17-21). Sus labios ya están a punto de proclamar al mundo
la alabanza del Señor, atestiguando de este modo la alegría que experimenta el alma purificada del mal y, por eso,
liberada del remordimiento (cf. v. 17).

El orante testimonia de modo claro otra convicción, remitiéndose a la enseñanza constante de los profetas (cf. Is
1,10-17; Am 5,21-25; Os 6,6): el sacrificio más agradable que sube al Señor como perfume y suave fragancia (cf.
Gn 8,21) no es el holocausto de novillos y corderos, sino, más bien, el «corazón quebrantado y humillado» (Sal
50,19).

La Imitación de Cristo, libro tan apreciado por la tradición espiritual cristiana, repite la misma afirmación del
salmista: «La humilde contrición de los pecados es para ti el sacrificio agradable, un perfume mucho más suave
que el humo del incienso... Allí se purifica y se lava toda iniquidad» (III, 52, 4).

3. El salmo concluye de modo inesperado con una perspectiva completamente diversa, que parece incluso
contradictoria (cf. vv. 20-21). De la última súplica de un pecador, se pasa a una oración por la reconstrucción de
toda la ciudad de Jerusalén, lo cual nos hace remontarnos de la época de David a la de la destrucción de la ciudad,
varios siglos después. Por otra parte, tras expresar en el versículo 18 que a Dios no le complacen las inmolaciones
de animales, el salmo anuncia en el versículo 21 que el Señor aceptará esas inmolaciones.

Es evidente que este pasaje final es una añadidura posterior, hecha en el tiempo del exilio, que, de alguna manera,
quiere corregir o al menos completar la perspectiva del salmo davídico. Y lo hace en dos puntos: por una parte,
no se quería que todo el salmo se limitara a una oración individual; era necesario pensar también en la triste
situación de toda la ciudad. Por otra, se quería matizar el valor del rechazo divino de los sacrificios rituales; ese
rechazo no podía ser ni completo ni definitivo, porque se trataba de un culto prescrito por Dios mismo en la Torah.
Quien completó el salmo tuvo una intuición acertada: comprendió la necesidad en que se encuentran los
pecadores, la necesidad de una mediación sacrificial. Los pecadores no pueden purificarse por sí mismos; no
bastan los buenos sentimientos. Hace falta una mediación externa eficaz. El Nuevo Testamento revelará el sentido
pleno de esa intuición, mostrando que, con la ofrenda de su vida, Cristo llevó a cabo una mediación sacrificial
perfecta.

4. En sus Homilías sobre Ezequiel, san Gregorio Magno captó muy bien la diferencia de perspectiva que existe
entre los versículos 19 y 21 del Miserere. Propone una interpretación que también nosotros podemos aceptar,
concluyendo así nuestra reflexión. San Gregorio aplica el versículo 19, que habla de espíritu contrito, a la
existencia terrena de la Iglesia, y el versículo 21, que habla de holocausto, a la Iglesia en el cielo.

He aquí las palabras de ese gran Pontífice: «La santa Iglesia tiene dos vidas: una que vive en el tiempo y la otra
que recibe en la eternidad; una en la que sufre en la tierra y la otra que recibe como recompensa en el cielo; una
con la que hace méritos y la otra en la que ya goza de los méritos obtenidos. Y en ambas vidas ofrece el sacrificio:
aquí, el sacrificio de la compunción, y en el cielo, el sacrificio de la alabanza. Del primer sacrificio se dice: "Mi
sacrificio es un espíritu quebrantado" (Sal 50,19); del segundo está escrito: "Entonces aceptarás los sacrificios
rituales, ofrendas y holocaustos" (Sal 50,21). (...) En ambos se ofrece carne, porque aquí la oblación de la carne
es la mortificación del cuerpo, mientras que en el cielo la oblación de la carne es la gloria de la resurrección en la
alabanza a Dios. En el cielo se ofrecerá la carne como en holocausto, cuando, transformada en la incorruptibilidad
eterna, ya no habrá ningún conflicto y nada mortal, porque perdurará íntegra, encendida de amor a él, en la
alabanza sin fin» (Omelie su Ezechiele 2, Roma 1993, p. 271).

[Audiencia general del Miércoles 30 de julio de 2003]

MONICIÓN SÁLMICA

El salmo 50, con el que cada viernes empezamos la oración de la mañana, es, para la Iglesia, el salmo penitencial
por excelencia. Este salmo fue redactado por Israel en tiempos del exilio o inmediatamente después del retorno
de Babilonia, cuando el pueblo, que tenía muy vivo el sentimiento de que su propia culpabilidad fue la causa de
los sufrimientos del destierro, quiere asumir, para expiarlas, todas las infidelidades de su propia historia, desde el
pecado de David con Betsabé hasta aquellas otras culpas que originaron el destierro y la destrucción de la ciudad
santa: Señor, líbrame de la sangre (la que derramó David a causa de sus malos deseos); Señor, reconstruye las
murallas de Jerusalén (destruidas a causa de las infidelidades de los reyes de Judá y de su pueblo).
Podemos rezar hoy el salmo 50 como lo rezó su autor, es decir, asumiendo, como Iglesia, los pecados de la
comunidad cristiana de todos los tiempos e incluso los de la humanidad entera. Recordemos que somos en el
mundo el cuerpo de Cristo y que también el Señor quiso hacerse él mismo pecado, para destruir en su cuerpo el
pecado del hombre. En comunión con la iglesia pecadora y con toda la humanidad, imploremos, en este viernes
de la muerte del Señor, el perdón de nuestros propios pecados y asumamos en nuestra oración, como lo hizo el
Señor en su pasión, los pecados de todo el mundo, suplicando el perdón de Dios.

Oración I: Por tu inmensa compasión, borra, Señor, nuestras culpas y limpia nuestros pecados; que tu inmensa
misericordia nos levante, pues nuestro pecado nos aplasta; no desprecies, Señor, nuestro corazón quebrantado y
humillado, haz más bien brillar sobre nosotros el poder de tu Trinidad: que nos levante Dios Padre, que nos
renueve Dios Hijo, que nos guarde Dios Espíritu Santo. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: Señor, Dios de bondad y de gracia, que, para perdonar el pecado del hombre, quisiste que tu Hijo,
que no conocía el pecado, se hiciera él mismo pecado por nosotros, mira con amor nuestro corazón quebrantado
y humillado y, por la penitencia de tu Iglesia, concede al mundo entero la alegría de tu salvación. Por Jesucristo
nuestro Señor. Amén.

[Pedro Farnés]

***

NOTAS A LOS VERSÍCULOS DEL SALMO

Este salmo de penitencia continúa el precedente, que trataba de una discusión judicial entre Dios y el pueblo en
la que Dios no actuaba como juez sino como parte frente al pueblo, y adquiere todo su valor como segunda parte
de un acto religioso. Cuando Dios mismo acusa y nos pone delante los pecados, el hombre sólo puede reconocerse
culpable; pero puede apelar a la «misericordia» de Dios. De este modo se consuma la «justicia», la «salvación»
que se iba preparando en el salmo anterior.

V. 3: Comienza el salmo con la apelación a la misericordia, que incluye la confesión formal del pecado; este verso
es síntesis o germen del resto.

VV. 4-5: Comienza la primera parte, en el reino del pecado, sin mencionar a Dios. Repite siete veces la raíz
«pecado» y siete veces diversas palabras sinónimas.

V. 6: El pecado es acto personal contra Dios, no mera violencia de un orden abstracto. En la sentencia de este
careo, uno resultará «el inocente», o «tendrá razón», y otro resultará el culpable; cuando yo me reconozco «el
culpable», estoy confesando que Dios es «el inocente» o el justo; yo estoy ante Dios sin justicia mía.

V. 7: La experiencia del pecado presente me hace descubrir en profundidad la condición humana pecadora: desde
el principio de mi vida entro en el régimen de este poder.

VV. 8-9: Este acto de reconocimiento, de sinceridad, es un don de Dios (8) que prepara para la purificación (9).

VV. 10-11: La primera parte apunta ya el tema del gozo, en una petición esperanzada.

V. 12: Comienza la segunda parte, en el reino de la gracia; vuelve a sonar el nombre de Dios al principio. La
purificación es una nueva creación por dentro.

VV. 12-14: En esta nueva creación Dios derrama un triple espíritu que ordena nuestro ser: espíritu firme, santo,
generoso. Este espíritu trae la salvación y con ella la alegría.
V. 15: Una de las consecuencias de la reconciliación es este afán comunicativo o expansivo; el hombre
reconciliado quiere convertir a otros y enseñarles el camino de vuelta a Dios.

V. 16: El castigo de la sangre puede ser la muerte, comprendida como «pena capital» del pecado, según la
tradición de Gn 2; pudiera ser alusión a un delito que merece pena de muerte.

V. 17: Después de la liberación, el hombre responde con himnos y acción de gracias.

V. 18: Como decía el salmo precedente, el sacrificio sin la conversión interno no sirve.

V. 19: Este verso repite palabras clave del salmo y recapitula su contenido.

VV. 20-21: Parecen una adición, en tiempo del destierro, deseando la vida entera del culto, una vez que el pueblo
esté ya purificado.

Para la reflexión del orante cristiano.- El hombre, ante Dios, tiene que reconocer su propia «injusticia» e invocar
la misericordia; entonces Dios le da su propia justicia, lo «justi-fica», lo hace justo, que es lo mismo que salvarlo.
Éste es el gran juicio de Dios, juicio que comienza acusando, obligando al hombre a una especie de muerte o
sacrificio espiritual, para salvarlo desde esa profundidad. En el gran Juicio de Cristo, Dios quiere que su Hijo se
haga solidario del hombre, hasta la última consecuencia del pecado, que es la muerte. Pero el Padre salva a su
Hijo, demostrando la «justicia» de Jesucristo y convirtiéndolo en nuestra justicia. Este juicio de Cristo, que es
muerte y resurrección, se repite en el juicio de la penitencia cristiana.-- [L. Alonso Schökel]

***

MONICIONES PARA EL REZO CRISTIANO DEL SALMO

Introducción general

El salmo 50 quizá sea la oración de un hijo natural, adulterino, o fruto de los matrimonios mixtos denunciados
por Esdras y Nehemías. Quien aquí ora no puede pertenecer a la «asamblea de Israel» en la que desearía entrar
por encima de todo. Aunque tenga siempre presente su pecado (su manchada procedencia, que hoy podríamos
denominar «complejo»), posee la íntima confianza de que Dios puede crear en él algo nuevo. Si esta procedencia
del salmo es posible, no es menos cierto que la tradición eclesial ha hecho de él un salmo eminentemente
penitencial. Cuantos sentimos el peso del pecado podemos rezar el «miserere», porque los sentimientos del
pecador arrepentido y la correlativa acción de Dios adquieren en este salmo un lenguaje universal.

Dado el carácter intimista del salmo, en la celebración comunitaria podría rezarse con pausa por distintas personas,
teniendo en cuenta las etapas sucesivas del mismo: Recurso a la misericordia de Dios: «Misericordia... limpia mi
pecado» (vv. 2-4). Reconocimiento y confesión del pecado: «Pues yo reconozco... me inculcas sabiduría» (vv. 5-
8). Petición para ser purificado: «Rocíame con el hisopo... borra en mí toda culpa» (vv. 9-11). Petición para
obtener un espíritu nuevo: «Oh Dios... con espíritu generoso» (vv. 12-14). Promesas y reflexiones sobre el
verdadero sacrificio: «Enseñaré a los malvados... Tú no lo desprecias» (vv. 15-19). Intercesión en favor de
Sión: «Señor, por tu bondad... se inmolarán novillos» (vv. 20-21).

«La entrañable misericordia de nuestro Dios»

El Dios que preside este salmo, a quien se dirige el orante, no está impasible en su aislado cielo. Se conmueven
sus «entrañas», sede de su inmensa compasión, porque el Dios de Israel es «clemente y gracioso». Hasta tal límite
ha llegado su misericordia entrañable, que por ella nos visitó «el Sol que nace de lo alto» (Lc 1,78). Jesús es una
nueva Luz que ha iluminado con nuevos destellos la hondura de la compasión divina: no sólo fue capaz de sentir
el movimiento visceral de la misericordia, sino que enaltecido al rango de «Señor», se compadece de cuantos son
tentados. Acerquémonos a este trono de gracia para que encontremos misericordia y seamos socorridos en el
tiempo oportuno.

El abismo del pecado

El salmo describe el reino del pecado sin mencionar ni una vez a Dios (vv. 4-5). El pecado es una marcha aberrante
fuera de la ruta, una contorsión de la voluntad divina, una erradicación del suelo nutricio que es Dios. Una vez
descrito el pecado, aparece en seguida el polo divino: «Contra ti, contra ti sólo pequé» (v. 6). Al levantarse contra
Dios, el hombre ha pretendido ponerse en el puesto divino. ¡Una vida condenada al fracaso! ¿Quién pondrá un
freno a la estrepitosa caída del hombre? «¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!» En efecto, el
Hijo, tomando una carne de pecado, vivió como un hombre cualquiera, pero sin que el pecado tuviera nada que
ver con él. Por eso, «en orden al pecado, Dios condenó al pecado de la carne» (Rm 8,3). ¡Sus heridas nos han
curado! Podemos enderezar nuestro camino y afincarnos en una ubérrima tierra de crecimiento: la obediencia a
Dios. Nuestra meta es tomar parte en la herencia de los santos. Mientras llegamos al final de la carrera, saquemos
la cabeza por encima de las aguas negras del pecado.

«Los purificaré de toda culpa»

Si los sustantivos que describen el pecado son abundantes, no lo son menos los verbos que en imperativo piden
la acción de Dios: «borra mi culpa», «lava mi delito», «limpia mi pecado». Sólo Dios puede realizar eficazmente
estas acciones. Así como ni el etíope muda la color, ni el leopardo las manchas de la piel, los avezados a hacer el
mal tampoco pueden hacer el bien (Jr 13,23). Pero Dios cura, salva y hace volver. Dios ha intervenido ya cuando
borró en la cruz el escrito de nuestra acusación. Ahora sí, podemos blanquearnos en la sangre del Cordero, aunque
nuestros pecados sean rojos como el bermellón. Así nos preparamos para las bodas definitivas de la Iglesia santa,
sin mancha ni arruga.

«Os infundiré mi espíritu y viviréis»

Si el orante, como suponemos, es «pecador» desde antes de su nacimiento (v. 7), se impone una actuación
profunda de Dios, una acción creadora: «Crea en mí un corazón puro, rocíame por dentro con espíritu firme» (v.
12): un espíritu santo que introduzca al orante en la santidad de Dios (en su templo); un espíritu magnánimo por
encima de la estrechez humana (v. 14). Es el mismo espíritu prometido por Jeremías y Ezequiel, y relacionado
con la nueva alianza. Cuando Dios firmó esta alianza con el hombre, en virtud de la sangre de Cristo, el Espíritu
de Vida fue infundido en la nueva creación (Jn 19,39). La actividad del Espíritu ha inoculado ansias nuevas en
todo lo creado, y nosotros mismos «gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rm
8,23). ¡Dios puede hacer de nosotros algo inmensamente maravilloso e inefable!

Cantaré eternamente las misericordias del Señor

El Dios santo hace brillar su santidad sobre el hombre. ¿Quién no se estremecerá, si somos pecado? La presencia
de Dios, en efecto, hace pasar al hombre de la muerte a la vida. Es una auténtica acción judicial de la que el
hombre sale «justi-ficado», salvado. Para ello, el juicio de Dios hizo a Cristo solidario de los hombres hasta las
últimas consecuencias: él fue «maldito de Dios» por haber perecido colgado del madero (Ga 3,13) para que
nosotros viviéramos para la justicia. Cristo es nuestra justicia. Su proceso de muerte se repite en la penitencia
cristiana, en la que morimos al pecado y vivimos para Dios. ¿Cómo no cantar eternamente las misericordias del
Señor que nos hace pasar de la muerte a la vida? Con esta actitud rezamos el «Miserere».

«He aquí que vengo a hacer tu voluntad»

El orante no ha sido admitido en la asamblea litúrgica de Israel. Por el profetismo sabe que Dios prefiere la
obediencia a los holocaustos. El sacrificio del salmista será un corazón quebrantado y humillado (v. 19). Es la
norma que repite el Nuevo Testamento: Quien «haga la voluntad de mi Padre celestial» entrará en el Reino de los
cielos. Así es como se comportó Jesús, fiel a la voluntad de Padre, aunque le costara la vida. «En virtud de esta
voluntad y merced a la oblación del cuerpo de Cristo somos santificados» (Hb 10,10). Pleguémonos a la voluntad
de Dios, tal como rezamos en el Padrenuestro.

Ningún resentimiento

¡He aquí a un sincero y marginado yahwista! Ha comprendido que su Dios es más amplio que el estrecho espíritu
de su pueblo. En consecuencia, el orante se abre hacia todos los pueblos: «Enseñaré a los malvados tus caminos»
(v. 15), y en su oración se acuerda del pueblo que no le daba cabida: «Por tu bondad, Señor, favorece a Sión... »
(v. 20). Los sacrificios recobran su sentido porque en ellos se puede vaciar la integridad del hombre. Afirmada la
absoluta y definitiva validez del sacrificio de Cristo, también el sacrificio cristiano está centrado. ¿No hemos de
abrir ahora nuestro espíritu y confesar que «todos los que son movidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios»?
(Rm 8,14). Pidamos una profunda renovación para la Iglesia, y un espíritu amplio, generoso.

Resonancias en la vida religiosa

¡Cómplices en la muerte de Jesús!: El viernes recordamos el atentado más grave de nuestra historia contra el
Reino de Dios: la muerte de Jesús en cruz. Este recuerdo imborrable en la mente de la Iglesia determina el carácter
penitencial de este día.

El salmo 50, recitado en esta clave, adquiere una gravedad inaudita: es la expresión del reconocimiento humilde
de nuestra complicidad en la muerte de Jesús. «Mi culpa, mi delito, mi pecado, la maldad» son el repudio por
parte de nosotros los nombres de la presencia de Dios en Cristo y de Cristo en la comunidad eclesial y en cada
hombre, especialmente en los pobres. El pecado es nuestro ateísmo teórico y práctico, nuestro egoísmo deicida.

Somos raza de pecadores: «En pecado nacimos» (v. 7). Nuestra humillante condición provoca continuas
expresiones de pecado, interiores y exteriores, individuales y comunitarias, personales y estructurales. Estamos
manchados y manchamos. ¿Quién nos librará de este cuerpo de pecado?

Invocamos la infinita misericordia de Dios; por ella Dios nos lavará y purificará. Nuestra vida es, gracias a su
inagotable condescendencia, historia de salvación, de purificación. Nuestra existencia culminará en la
justificación y purificación total; entonces llegará a su plenitud la nueva creación; hará desbordar la alegría e
instaurará el nuevo culto en el que nuestro espíritu y corazón serán el holocausto agradable.

La comunidad religiosa, por su cercanía a la luz de Dios, tiene la posibilidad de reconocer la mancha de su pecado
y también cuenta con la fuerza divina para borrarlo y destruirlo. Si se deja penetrar por el poder de Dios,
sacramentalizará en la Iglesia el pequeño grupo de creyentes que el Viernes Santo estaba junto a la cruz de Jesús.

Oraciones sálmicas

Oración I: Dios Padre santo, que nos has mostrado tu inmensa compasión en tu Hijo bien amado, atráenos hacia
el trono de tu gracia para que gocemos de tu entrañable misericordia. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo
nuestro Señor. Amén.

Oración II: Contra ti, sólo contra ti, Padre bueno, hemos pecado; ya no somos dignos de llamarnos hijos tuyos;
pero, puesto que por las heridas de tu Hijo hemos sido curados, admítenos nuevamente en tu casa, y así tendremos
parte en la herencia de tus santos. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III: Nosotros, pobres pecadores, ponemos nuestra confianza en ti, Padre santo. Haznos volver y nosotros
retornaremos, lávanos y quedaremos limpios como lana. Purifica a tu Iglesia con la sangre del Cordero para que
pueda presentarse sin mancha ni arruga a las bodas del Dios-con-nosotros, tu Hijo amado, que vive y reina contigo
por los siglos de los siglos. Amén.

Oración IV: Señor, Tú sondeas los riñones y el corazón; sabes que somos barro; envíanos, por medio de
Jesucristo, tu Espíritu Santo, que nos afiance firmemente en ti, dilate nuestro espíritu para que, junto con toda la
creación ya rescatada, lleguemos a la plenitud de nuestra filiación, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración V: Te proclamamos, Señor, el único santo en la asamblea de los pecadores; Tú quisiste que tu Hijo se
solidarizase con los hombres hasta las últimas consecuencias, y resucitándole de entre los muertos lo hiciste
nuestra justicia; justifícanos en tu Hijo amado: nuestra lengua cantará tu justicia y proclamaremos eternamente tu
misericordia. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración VI: Oh Dios, que nos has santificado merced a la oblación del cuerpo de Cristo; concede a cuantos
siguen a tu Hijo sabiduría y fuerza para cumplir tu voluntad; asociados de este modo al sacrificio de nuestro
Señor, nos otorgarás la alegría de la salvación en tu Reino eterno. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro
Señor. Amén.

Oración VII: Tú nos rescataste, Dios nuestro, mediante la sangre preciosa de tu Hijo, el Cordero sin mancha ni
mancilla; vivifica a tu Iglesia mediante una purificación continua, para que, reconstruida por tu bondad, anuncie
a los malvados tus caminos y los pecadores vuelvan a ti. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor.
Amén.

[Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]

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