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La vida no se puede determinar por el número de utopías que va creando, sino

por las realidades que afronta y bajo las cuales se ve determinada. Es común
ver cómo nos hemos ido determinando por sueños e ilusiones que son solo
eso, ilusiones y metáforas de existencias desconectadas de la experiencia
cotidiana. Hemos dejado por ello de ser animales realmente fuertes, para darle
paso a la domesticación de los pensamientos y el modo de actuar. Creemos
que los proyectos son los que dan el brillo el enfoque de las cosas que vamos
haciendo, pero en realidad son meras sombras solapadas y débiles que no se
ajustan a las capacidades propias del ser humano.

La vida por ello se ha ido desgastando, pasando del vitalismo a la mezquindad,


somos ahora profetas de la debilidad y la decadencia, simples personas que
dejaron su voluntad para entregarse a las nociones de ideales vacíos, aunque
en realidad ningún ideal le puede dar forma a la realidad en la que nos
encontramos, porque nos deshabituamos a sus características. La vida ya es
superflua, banal, sin nada que ofrecer, porque todo parte del principio de metas
y trascendencias sin fundamento alguno en el mundo, sin pasar por un
verdadero ejercicio de la razón, del pensamiento que requiere tiempo para
madurar y someter a juicio lo que se va presentando constantemente.

La mayoría de las decisiones ahora están dotadas de meras emociones, sin


que tenga prioridad la frialdad del pensamiento. Nos constituimos en animales
que se han separado de su instinto, pasando del cuidado, la observación, el
silencio, el detenimiento, la contemplación, a saltarnos cualquier protocolo de la
temporalidad, porque ahora todo se fundamenta sobre el principio de la
inmediatez, de un ahora que se esfuma, que se hace añicos, porque atraviesa
demasiado rápido la óptica de los sujetos, sin que deje alguna huella en el
pensamiento de los individuos. No queda mucho que sostener cuando todo se
va tan rápido como llega.

Nuestra sociedad, esta descarriada, y me refiero a la trayectoria de un tren o


locomotora que se sale de su camino, que rompe con la continuidad, que da
vueltas de un punto a otro, porque se ha descarrilado, ya no está sostenida
sobre algo, y se mueve indistintamente, hasta romperse, destrozar partes que
fueron diseñadas para soportar y aguantar, queda hecha añicos, quitándole su
función, aquello para lo que fue diseñada. Eso somos ahora, una sociedad que
se ha salido de su cauce, porque hemos dejado la vía de la razón, para
ponernos a toda marcha en el desequilibrio de las emociones, las utopías y los
sueño que nos quitan los pies de la tierra, que nos hacen elevar la mirada al
cielo, como lo hizo Tales de Mileto, para terminar tendidos en el piso, con la
cara envuelta en un estercolero.

Quizá han sido precisamente las condiciones de la cultura de lo desechable, lo


efímero, light, blando y dotado de un mínimo de esfuerzo, lo que ha ido
llevando paulatinamente a la decadencia de los principios de la madurez, del
aplome moral, la férrea razón, y el fundamento mismo del pensamiento. Ya no
interesa nada que se vea puesto en tela de juicio por el raciocinio, porque la
consolidación del intelecto no es un acto inmediato, de modo que todo aquello
que requiera dedicar tiempo, que necesite de la disciplina y el carácter, se ve
señalado como algo que se debe dejar de lado, porque sencillamente todo se
desea desmenuzado, legible, simple, básico, sin que se exija en nada. Hoy
pasamos a una sociedad del descaro, en la que todo está permitido, para
alcanzar los llamados sueños y metas. Los cuales sí exigen, los cuales sí
colocan proyectos altos, que requieren ir más allá de la propia comodidad
muchas veces, pero que precisamente por lo cual se está dispuesto a pasar
por encima de los demás.

Los sueños, son un mecanismo de control, de auto sometimiento, que rompen


con cualquier escrutinio de la razón, porque las utopías están basadas en
imaginarios, elementos vagos, abstractos, motivos por los cuales su
cumplimiento es un asunto de imposición, dado a la fuerza, casi que
violentando las circunstancias y los acontecimientos que se requieren en la
tarea de su puesta en práctica o “cumplimiento”. Soñar se ha salido de las
manos de una sociedad que se sustentó durante siglos en los elementos de la
realidad, de lo empírico, aquello que se podía confirmar sin necesidad de
mayores herramientas que la observación, la paciencia, el error, el desacierto y
la constancia basada en el principio de lo realmente factico, del hecho en sí.

Querer imponer lo que se gestó en la utopía es desarraigar la naturaleza. Es


imponer una serie de mentiras, falsedades a la condición originaria de lo que
nos rodea. Por eso se prefiere vivir en una constante angustia, que en sí misma
es una carrera, para adelantar en el menor tiempo posible lo que se quiere
lograr, ya que llegar a la meta lo más rápido posible, hace que nos avecinemos
al disfrute de los propósitos que se han contraído. Eso ha llevado a que
seamos sujetos que se ven subyugados al imperativo del afán, de la
trasposición constante de un sueño, tras otro, de un lidiar cargas que ni
siquiera se gozan, porque cuando se ha llegado a un punto, no se puede
descansar, ya que ha iniciado otro ciclo de competencia e intranquilidad, la vida
por ello ha pasado de una carrera agobiante, a una maratón suicida, en la que
ya no se tiene la paz de la existencia en tanto ya es, sino que se debe ver
determinada por lo que se impone utópicamente.

De ahí que se vive sobre supuestos, a partir de elementos que son ilegítimos a
la misma vida, a su consecuente naturaleza. Olvidamos el sentido de la
realidad. Porque no se puede ignorar que hay cosas que se presentan, dolores,
sufrimientos, penas, limites. Ya que la naturaleza humana, en tanto naturaleza
cuenta solo con ciertas cosas que le son propias, pero que con el tiempo se
han ido deslegitimando, como sí al bridarle una imagen de artificialidad a un
elemento nativo le estuviéramos brindado mayor fundamento de su esencia o
ser.
Pues resulta que la naturaleza humana se ha salido de su cauce, porque todo
lo que somos, lo que se ve como efecto del llamado progreso, modernidad y
demás, son solo parámetros y paradigmas que maquillan y nublan lo que
realmente éramos y dejamos de ser. A estas alturas es muy difícil retornar a
estado natural del que hacía alusión el ciudadano Ginebrino JJ Rousseau,
porque ya no podemos de la noche a la mañana volver a la vida salvaje, en
tanto nos habituamos a las facilidades, comodidades y superficialidades que ha
ido elaborando día a día una sociedad desnaturalizada, ¿y por qué no? Nos
forjamos como especie contra-natura.

Pero no solo es el principio de la naturaleza biología el que hemos ido


abandonando, sino que a la vez, al descartar lentamente esa parte congénita,
nos desprendimos del modo de actuar frente a las condiciones reales del
mundo. Nos vimos arrastrados por las ilusiones, un lenguaje falso, los
imaginarios, y todas aquellas nociones que nos sacaron las raíces racionales y
mentales del mundo que habitamos. Dejamos de lado la visión de un cosmos
que nos rodea, porque lo vemos como algo que nos pertenece, ya ni nos
consideramos parte de un todo, sino el fundamento de la totalidad, como si
todo lo que es y existe en la realidad procediera de nosotros, cuando más bien
nosotros nos encontramos inmersos en un gran universo del que solo somos
una ínfima parte, sin que seamos realmente elementales, sino solo una especie
de paso, joven e inmadura, sin la conciencia de mantenerse bajo parámetros
que le permitan sostenerse en la realidad bajo la que se mueve, sin llenarla por
el contrario de fantasías que maquillan el desastre.

Ideas tras ideas, en el sentido utópico de la abstracción metafísica son las que
han ido sacando a la humanidad de su naturalidad real, para llevarla fuera de
su camino, para descarriarla. Hemos dejado de ser, ya no poseemos la unidad
con el cosmos ni con la naturaleza misma. Las falacias del lenguaje nos
condujeron a senderos estrechos, sucios, que nos desviaron, al parecer, sin
opción de retorno. Vamos cantando alegremente de camino al abismo, y se
puede ver como fatalismo o pesimismo, aunque la falta de reconciliación entre
razón y realidad hacen que ese sea el gran acabose del aparente homo
sapiens sapiens, ya es solamente el homo ignorantia, porque aún muy a pesar
de los llamados de la racionalidad, vamos con los brazos abiertos al
desbarrancadero que consume a la especie.

Hoy existe una discriminación de todo aquello que tiene una mediación por la
disciplina, le exigencia y la creación de un carácter maduro y sometido a los
criterios del pensamiento. Se observa esto como elementos envejecidos, en vía
de extinción, que no empalma ni se ajusta a las necesidades que se ha venido
inventando arbitrariamente una sociedad como la de consumo, ya que se
prefiere navegar entre la basura mental y material, que darle un principio
aplomado a la racionalidad y su ejercicio práctico en la realidad cotidiana.
Cada día rendimos más culto y pleitesía a todo lo que contradice nuestro
pensamiento, las emociones del mercado y del consumo nos someten con las
falsas promesas de lograr sueños, alcanzar metas y vivir plenamente. Pero en
realidad esos propósitos son los mismos que imponen la cultura que ha forjado
en cada uno de nosotros una conciencia del desarraigo de la naturaleza, para
implantar en cambio el principio del gasto, el desperdicio, el daño, la ruptura, el
consumo cuasi ilimitado, como si lo que tenemos alrededor se hubiera
diseñado como patrimonio exclusivo de la sociedad.

Al deshumanizar la naturaleza, le quitamos la relación directa con el planeta, y


nos convertimos en colonos de lo que jamás había sido propiedad, y aun no
conformes con eso, acabamos con todo lo que encontramos a nuestro paso,
con el pretexto del bienestar de una especie, bienestar que por cierto no es
real, sino que se muestra de modo aparente, ya que de ser algo realmente
evidente estaría como un bien común, y sin embargo, cuando se daña la
naturaleza en nombre de la humanidad, solamente se hace en razón de unos
pocos, de una minoría, porque aun hoy, a pesar de todo lo que se explota y
deteriora, sigue la mayoría de personas sobreviviendo con lo mínimo, y eso por
hablar de las que aun logran recibir las migajas de lo que le dejan la minoría
administradora de la explotación indiscriminada; ya que por otro lado, aun a
pesar de dañar todo en nombre de los humanos, muchos de estos mueren de
física hambre, sin techo, sin agua, sin alimentos, servicio de salud, vacunas, y
demás necesidades básicas que no se suplen.

Entonces ¿dónde quedan los sueños de la sociedad del consumo y el


aniquilamiento sistemático y progresivo? Se trata de parámetros que no se
ajustan a las realidades, sino que se promueven para que sean cada vez más
lejanos de la vida cotidiana. Hoy cada quien se mueve por lo suyo propio, por
los sueños que le han impuesto con el objetivo de tener una serie de “para
qué”, guiándole toda la existencia de un lado a otro, meros sueños ficticios,
efímeros, al estilo de los video juegos, en los que al terminar un nivel debe
alistarse para superar otro, llevándole a un ciclo inconcluso en el que no queda
ni tiempo para sentir la victoria, porque de inmediato debe pasar a otra auto
exigencia. Dejamos de pensar en lo que realmente tenemos al frente, porque
todo se basa en superficialidades, meras acciones mecánicas, encasilladas,
que se mueven en la monótona carrera de metas y proyectos irrelevantes.
Porque se le ha brindado mayor, o quizá exclusiva, prioridad a lo que me
compete individualmente, más que lo que significa trabajar como especie que
habita el mismo planeta, del que no somos una totalidad, sino un parte del
universo que habitamos, y que, al paso de destrucción masiva que vamos,
pronto dejaremos de habitar. La racionalidad no es un adorno que se encuentra
hibernando como cerebro, no es un accesorio más del cuerpo humano que
podemos dejar sin usar, o que mal usamos al estilo de los electrodomésticos
que se conectan y se experimenta al azar como debe funcionar, todo porque no
quisimos ver las instrucciones en el folleto.

Por esas condiciones, la racionalidad quedo en pausa, porque la


emocionalidad consumista, las utopías del mercado y los sueños impuestos,
nos han mantenido en el zapeo, yendo y viniendo de un acto inconcluso a otro,
de una aparente meta cumplida a otra que está en camino y cuya conclusión es
el anuncio de pasar irremediablemente a otra. Sin un espacio, sin un tiempo,
sin la construcción de un pensamiento maduro y aplomado frente a la realidad
es difícil salir de dicho ciclo de malversación de la vida, en avatares que se
escurren en las manos de quienes creer poseer lo que nunca tuvieron.

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La vida por ello se convierte en una gran miseria, un caudal de sueños que se
frustran cuando nada de lo que se percibió como viable o posible se ejecuta en
la realidad. Soñar, vivir de utopías es en sí una muerte paulatina, porque no se
está viviendo realmente, se fantasea cómo cuando en la infancia unimos las
voces de la imaginación con el escenario de la realidad. Nada de lo que se
muestra es verídico, son meros mimos y nadarías, vivimos en medio de
angustias que nos han precipitado a la muerte antes de dar un respiro de vida.

Todo en el más claro de los casos es una desgarradura, porque no tenemos


algo cuando ya es arrancado, cuando se nos quita, son grandes ríos y
tormentas que quitan una nulas y nimias bases de chozas que se construyen
sin justos cimientos. Todo se arranca de raíz, se tira fuera, solo queda el vacío,
la crueldad de lo que no queremos aceptar, el dolor, el llanto, todo el
desespero que quita la paz, ese sollozo que nadie escucha, cuando la
oscuridad habita sin límites en medio de las paredes de la propia soledad. No
podemos escapar a nuestro propio dolor, está ahí, no deja maquillarse, no lo
podemos engañar, est
Reflexión sobre la economía de un asalariado

Cuando concluyo el mes se produce una desazón, un inconformismo, una


incertidumbre, porque sencillamente me veo atrancado y varado, a la deriva en
términos económicos, porque tras ver mis bolsillos, revisar mi cuenta, observar
mi billetera, me vuelvo un tanto heiddeggeriano, porque no me queda NADA.
Es bastante desafortunado, porque has andado todo el mes comprando lo que
necesitas, haciendo cuentas, sumando restando, a sabiendas que es más lo
que se quita que lo que realmente se acumula. Pronto descubres que te vas
quedando con menos, minimizando lo que quieres comprar, ahorrando en
vano, ya que al final todas las cuentas terminan por exprimirte hasta el último
centavo. De ahí que las últimas semanas sean las de mayor crisis, en tanto no
se tienen mayores recursos, se va poseyendo menos, y a la vez, extrañamente,
se va deseando más de lo que se puede alcanzar, como sí se tratara de una
especie de martirio impuesto a sabiendas que bajo esas circunstancias no se
puede acceder a nada que esté mediado por el dinero, es como sí se estuviera
en medio del desierto, con un mínimo de agua, y en vez de prolongarlo lo
deseamos consumir antes del tiempo que lo deberíamos hacer, y tras beberlo
desesperamos porque ya no tenemos nada, y lo que realmente afecta no es la
sed, sino la angustia de pensar en la falta de agua.

Volviendo al asunto inicial: al concluir un mes, el salario escasea, como el


medicamento de un enfermo, sin que podamos hacer mucho al respecto, en
tanto vivimos mes a mes, como ese tipo de contratos pospago de telefonía, y al
final solo sentimos que existimos, somos y sentimos, cuando volvemos a recibir
de nuevo ese dinero, el cual, tarde que temprano se esfumará de nuestras
manos, sin que lo detengamos, porque cuando nos damos cuenta, ya no
tenemos de nuevo algo sobre que acogernos.

Sin embargo, no puedo dejar de pensar en el proceso de dicha economía,


porque termina por jugar no solo con lo que recibimos de paga, al hacer que lo
gastemos tan rápido, sino que además elimina procedimentalmente el tiempo.
Se trata de un ciclo que está adecuado para dos cosas, recibir y entregar. Se
debe iniciar desde la segunda, el entregar, debemos dar parte de nuestro
tiempo, y no un fragmento, no una parte, sino en realidad la mayor parte, si no
es que toda. Nos levantamos, viajamos, llegamos al lugar que debemos,
cumplimos un horario, y regresamos de nuevo, ya cansados, agotados, sin
querer hacer algo nuevo, o dar un poco de tiempo para sí mismo, y en la
medida en que pasan los años, esto es cuando se envejece, cada día tiende a
ser más pesado y desgastante que el anterior. Vivimos para un trabajo que nos
va exprimiendo lentamente, sacando el mayor provecho a nuestro mejores
años de vida, donde poseemos por naturaleza mayor energía, para que
paulatinamente nos veamos agotados, sin fuerzas, ensimismados,
automatizados, sin que ya se trate de vivir cada día, sino que por el contrario se
trate de morir cada día. No somos ni siquiera maquinas, porque la maquina
cumple su tiempo, su función, y finalmente es apagada, se desconecta del
todo, mientras esta fuera de servicio se ve en pausa, sin cumplir un segundo
más de tiempo del que corresponde.

Sin embargo, uno no se desconecta del todo, sino que lleva la carga de la
jornada del trabajo a la casa. Sigue allí en el pensamiento, en la mente, en el
cerebro, incrustado el lio del día, el problema con el jefe, el roce con el
compañero, la incertidumbre de seguir trabajando, el memorando que amenaza
la estabilidad, el sinsabor del favoritismo, etc. Eso viaja con uno, atraviesa la
ciudad colgado de la cabeza, se niega a irse, abre la puerta junto a uno, se
sienta en la cama, y sigue recordándonos que al siguiente día nos
encontraremos con eso mismo que negamos ingenuamente, pero que está ahí,
en medio de cada jornada laboral.

Ese tiempo es un laberinto, porque sabes cuando inicia y termina, pero no


cuantas veces se perderá uno en el transcurso de dicho día. Al final siempre
será casi lo mismo, correr de un lado a otro, un maratón que quita el aliento, un
almuerzo mal digerido, un café sin terminar, un uso del baño sin entender que
somos no solo mente sino también un cuerpo que debería tomarse su tiempo.
Hemos dejado de respirar como animales, ahora nos sofocamos como los
bosques que se consumen en las llamas de un calor infernal que se abraza
sobre todo lo que encuentra a su paso, tragándose cada rama, cada hoja, cada
tronco, cada raíz, hasta dejar una tierra irreconciliable con la vida, con la calma,
con las leves praderas, es decir, arrasa todo.

Dar, entregar, despojarse, desplazarse de sí mismo. Esas son las consignas


viciosas y vulgares con las que cada día vamos entregándonos a una muerte
silenciosa, y no me refiero a la muerte física, a aquella que corrompe el cuerpo,
lo corroe, lo va esterilizando, lo hace podredumbre para entregarlo a la nada
del olvido de la que no debió venir, tal y como lo indica Fernando Vallejo. Hablo
por lo tanto de aquella muerte que muestra la agonía de la voluntad y la poca
vitalidad con las que se observa a las personas que son esclavas de su trabajo,
y puede que no sea por lo que se llama vocación o pasión por lo que hacen,
sino que por el contrario se trata de cuerpo que aún viven, pero en un estado
autómata, como maquinas viejas que se arrastran, que no tienen un impulso
fuerte, sino que se mueven de un lado a otro zigzagueando, con una postura
enfermiza, débil, sin ganas de nada, simplemente entregados a una muerte
prematura, nefasta, vil, porque se ha chupado las vísceras que le daban el
aliento, la valentía, un existencia digna de ser. Ahora solo son cadáveres que
avanzan sobre su propio vientre, tal y como lo hacen las serpientes mientras se
entrecorta su camino de un lado a otro, solo que a diferencia de estas, nosotros
no vamos mudando de piel, ni de alma, sino que convivimos con la putrefacción
de un espíritu asqueado vomitivo.
Al final de cada día de cada jornada, de cada ir y venir sin rumbo fijo, nos
vemos atascados a la mitad de la miseria, sin un destino, sin un propósito, sin
un mentiroso proyecto de vida, sin un más allá, sin poseer ni siquiera un
infierno porque incluso eso parece que se nos arrebató, porque nos hemos
forjado un pensamiento, una conciencia, una mentalidad que no espera nada,
tan desesperanzada, y vaciada de cualquier noción de un mañana.

Pasan las horas, sin que lo que se busca sea real o se encuentre. Porque a
cada instante estamos lanzados hacia afuera, hacia lo otro, hacia lo que se
pone delante de mí, y para lo que parece que debo entregar lo mucho o lo poco
que tenga y posea. Al estilo de una ganancia que se va yendo y desmoronando
en la medida que lo gasto, porque cada vez que entrego un nuevo centavo,
cada vez que doy un peso, una moneda, termino por acabar lo que poseo en
las arcas, para terminar donando todo, y regresando al final a la miseria, ya que
entregaba y entregaba todas mis ganancias y mis ahorros, hasta que
finalmente me quedo con las manos vacías, mientras los demás disfrutaron de
lo mucho o lo poco que les di, y mientras tanto ¿uno debe morirse en el
silencio, la amargura y la miseria?

La economía no solamente somete los brazos, las fuerzas, la corporeidad, sino


el pensamiento, la voluntad, al final uno entrega el todo y se queda sin nada.
Vuelves a tus cuatro paredes al termino del día, de la semana, y solo la
oscuridad es la que nunca se va, el silencio nunca se acaba, y la sórdida
amargura es la que hace compañía mientras el sueño de hace ajeno y lejano,
porque ni siquiera se posa sobre un cuerpo y un alma desgastados. Entregar
hace que al final dejemos de ser, ya nos desconocemos, y el tiempo que
creemos libre está sometido, porque el cansancio se apodera de los instantes
que se supone nos pertenecen. Ya no están, porque antes de que nazcan,
antes de que lleguen a nosotros, los vemos llegar con los ojos vendados por el
hastió que nos heredó un día, una semana de trabajo.

Y cuando se ha sobrevivido un mes, cuando ya todo ha dado un breve suspiro


de recompensa por el tiempo que hemos consumido sometiéndonos a otros,
subyugándonos a los caprichos de jefes y administradores de la miseria
humana, de esos dueños de la angustia y el sinsabor de los otros, cuando al
final se recibe una pequeña y mal dada mensualidad, salario, sueldo, nos
vemos arroyados por gastos innecesarios, por otros condicionamientos
sociales, hechos a propósito para los cerebros que en los rituales de la compra,
el gasto, y el despilfarro de lo poco que se posee encuentre un mentiroso
calmante de las locuras de la vida cotidiana.

De ahí, que el dar, el entregar, no se compara con el recibir, porque en éste, en


el recibir, solo recibo el displacer de los gastos del dinero que me han
consumido el tiempo, los tuétanos, las vísceras quemadas y las pieles que se
van secando. La inversión del tiempo no equivale al tiempo del gasto, como lo
decía Pepe Mojica. De ahí que incluso cuando se cree estar recibiendo algo
por propia mano, cuando invierto lo que he ganado, para recibir algo, eso es
aparente, porque se trata de artificialidades, caras o económicas, pero al fin y
al cabo banalidades que me van quitando lenta o rápidamente lo que me gane
en un mes, y que para ganarlo me fue a su vez quitando la vida lenta o
rápidamente.

Por ello, el recibir es inversamente proporcional a lo que se da. Se da mucho


para recibir poco o nada. Pongámoslo en términos materiales, se da mucho
tiempo trabajando en una hora, un día, una semana, un mes, para recibir un
salario que no corresponde al desgate de quien es exprimido, es más, a mayor
dificultad, sacrificio, del trabajo que se ejerce, es menor la recompensa salarial
que se recibe, de ahí que los trabajos más complejos sean lo que reciben un
menos sueldo, mientras que los que se encargan de dirigir, exprimir, someter al
empleado, reciben un mayor mérito económico. De manera que no podemos
hablar de justicia, merito, equidad, o esas mentiras que se inventa el lenguaje
incluyente, con meras verborreas lingüísticas que maquillan el mierdero social
con perfumes engañosos que intentan solapar los olores de la porquería diaria.

Ahora, no solo somos esa materialidad mal distribuida, mal repartida,


entregada desigualmente. Porque eso no solo afecta nuestros bolsillos, sino
que también va desgarrando nuestra alma, comenzando por el pensamiento, el
silencio y la resignación. Con el paso del tiempo vamos envejeciendo, y en esa
medida nos dedicamos a aceptar el escenario sobre el que vamos
hundiéndonos, los ojos se van encegueciendo y pagando, porque preferimos
no mirar lo que va pasando, lo que tenemos al frente y es incoherente, lo que
se presenta de modo falaz, pero cerramos los ojos para evitar nuestros propios
juicios, ya que es mejor no ver nada, que quedarse sin el empleo que sabemos
que de todas formas nos va a quitar la vista. Nuestra lengua se entumece, se
congela, no se mueve, porque aprehende a callar, ahora el silencio se
convierte en la única expresión valida, porque no se debe decir, y esa norma
se hace mandato. Y a pesar de todas las cosas que opacan la vida, de la
muerte misma de la voluntad y las incoherencias laborales, el silencio se
mantiene intacto, como si la lengua hubiera sido arrancada, y por lo tanto no
queda nada por hacer, por expresar, no queda modo alguno de promulgar
palabra de protesta, enfado, señalamiento; parece que no queda espacio para
preguntas ni respuestas, mientras que el silencio en sí mismo da la razón de
que acepta todo aquello que se le muestra como inequitativo y forzosamente
dañino. Por otro lado los oídos pueden conocer lo que sea, pero dependiendo
de quién sea el que escuche, lo tomara como una herramienta que se
contempla como la opción de mantener un puesto que lo va matando
lentamente, de ahí que lo oído sea una fuente de chisme, morbo, amarillismo,
exageración, burla, etc. Ese es el principal medio con el que se mantiene un
trabajo, medio por el cual la farsa se hace dueña de los espacios brindados
para la continuidad o no laboral. Al parecer eso es lo que deja descongelar las
lenguas, les brinda la oportunidad de moverse y serpentear para picar y morder
al prójimo que es par, que tiene el mismo rango, y por lo cual debe sacarse del
camino, para evitar poner en peligro el propio puesto de trabajo. Motivos estos
que hacen considerar que el recibir es nulo, que no se puede ver, en términos
materiales equitativamente, porque no se paga la relación justa de lo trabajado
a la correspondencia salarial, y por otro lado los escenarios, junto con el
ambiente que corresponde a estos, tiende más a seguir arrebatando que
dando. De modo que si lo material no se ajusta para recibirse lo que
corresponde, mucho menos lo hará todo lo que compete a lo inmaterial, como
la llamada satisfacción, el sentirse bien con lo que se hace, el gozo de los
resultados positivos o favorables del tiempo y el esfuerzo dedicados, entre
otras.

La economía, por lo tanto es uno de los mayores engaños de la humanidad,


porque es un modo de esclavitud contemporánea. En sí misma cuenta con los
elementos propios de cada periodo de la esclavitud a lo largo de la historia.
Primero se toma a los más fuertes, con el objetivo de generar más rápidos
resultados en las producciones, sea el trabajo que fuere; segundo, se les
mantiene en una estructura feudal, donde deben rendir obediencia y pleitesía al
estilo de la servidumbre a uno o dos patrones feudales en específico, para lo
cual se debe trabajar la mayoría de los días y el tiempo de la semana en el
cuidado de sus intereses, dejando de lado y en segundo o tercer plano el
cuidado de lo propio, ya que para eso solo se puede usar uno o dos días de la
semana; tercero, se trabaja como proletarios, no en el sentido de la unidad
como colegas, ya que eso desaparece –es una competencia de todos contra
todos, un estado salvaje, en el que el más fuerte o zagas gana-, porque se
traba es del tiempo, en tanto se donan más de las 8 horas, porque no se
cuentan las 2 o 3 horas de desplazamiento diario para cumplir las otras 8
horas, junto a lo cual, en ocasiones –casi siempre- debe adelantarse trabajo
que se lleva para la casa, de modo que pasamos de 8 horas ficticias de trabajo
a 12 o 13 horas diarias. Ahora bien, en el fondo los problemas, las dificultades
laborales, los líos y roces en el trabajo, siguen adheridas en el consiente e
inconsciente del trabajador. Aún están ahí, insistiendo en la mente, en el
pensamiento y la imaginación de quienes ya está lejos, a 2 o 3 horas del lugar
del trabajo que le sigue absorbiendo los sesos.Es una economía esclavista que
se apodera de toda la vida del empelado, de su vida pública y privada, que le
quita más de lo que le ofrece, porque todo se ve sometido a las migajas, a lo
que sobra, su recompensa es la desazón, el sinsabor, el ver arrastrada su vida
en un tiempo que no perdona, que no devuelve absolutamente nada de lo que
se lleva. Una vida, la única, lo único que realmente poseemos, es lo primero
que nos arrebata una economía salvaje, brutal e insensible, que nos coloca
como piezas reemplazables de toda una estructura que derrite los huesos, los
músculos y aniquila el alma.
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