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por las realidades que afronta y bajo las cuales se ve determinada. Es común
ver cómo nos hemos ido determinando por sueños e ilusiones que son solo
eso, ilusiones y metáforas de existencias desconectadas de la experiencia
cotidiana. Hemos dejado por ello de ser animales realmente fuertes, para darle
paso a la domesticación de los pensamientos y el modo de actuar. Creemos
que los proyectos son los que dan el brillo el enfoque de las cosas que vamos
haciendo, pero en realidad son meras sombras solapadas y débiles que no se
ajustan a las capacidades propias del ser humano.
De ahí que se vive sobre supuestos, a partir de elementos que son ilegítimos a
la misma vida, a su consecuente naturaleza. Olvidamos el sentido de la
realidad. Porque no se puede ignorar que hay cosas que se presentan, dolores,
sufrimientos, penas, limites. Ya que la naturaleza humana, en tanto naturaleza
cuenta solo con ciertas cosas que le son propias, pero que con el tiempo se
han ido deslegitimando, como sí al bridarle una imagen de artificialidad a un
elemento nativo le estuviéramos brindado mayor fundamento de su esencia o
ser.
Pues resulta que la naturaleza humana se ha salido de su cauce, porque todo
lo que somos, lo que se ve como efecto del llamado progreso, modernidad y
demás, son solo parámetros y paradigmas que maquillan y nublan lo que
realmente éramos y dejamos de ser. A estas alturas es muy difícil retornar a
estado natural del que hacía alusión el ciudadano Ginebrino JJ Rousseau,
porque ya no podemos de la noche a la mañana volver a la vida salvaje, en
tanto nos habituamos a las facilidades, comodidades y superficialidades que ha
ido elaborando día a día una sociedad desnaturalizada, ¿y por qué no? Nos
forjamos como especie contra-natura.
Ideas tras ideas, en el sentido utópico de la abstracción metafísica son las que
han ido sacando a la humanidad de su naturalidad real, para llevarla fuera de
su camino, para descarriarla. Hemos dejado de ser, ya no poseemos la unidad
con el cosmos ni con la naturaleza misma. Las falacias del lenguaje nos
condujeron a senderos estrechos, sucios, que nos desviaron, al parecer, sin
opción de retorno. Vamos cantando alegremente de camino al abismo, y se
puede ver como fatalismo o pesimismo, aunque la falta de reconciliación entre
razón y realidad hacen que ese sea el gran acabose del aparente homo
sapiens sapiens, ya es solamente el homo ignorantia, porque aún muy a pesar
de los llamados de la racionalidad, vamos con los brazos abiertos al
desbarrancadero que consume a la especie.
Hoy existe una discriminación de todo aquello que tiene una mediación por la
disciplina, le exigencia y la creación de un carácter maduro y sometido a los
criterios del pensamiento. Se observa esto como elementos envejecidos, en vía
de extinción, que no empalma ni se ajusta a las necesidades que se ha venido
inventando arbitrariamente una sociedad como la de consumo, ya que se
prefiere navegar entre la basura mental y material, que darle un principio
aplomado a la racionalidad y su ejercicio práctico en la realidad cotidiana.
Cada día rendimos más culto y pleitesía a todo lo que contradice nuestro
pensamiento, las emociones del mercado y del consumo nos someten con las
falsas promesas de lograr sueños, alcanzar metas y vivir plenamente. Pero en
realidad esos propósitos son los mismos que imponen la cultura que ha forjado
en cada uno de nosotros una conciencia del desarraigo de la naturaleza, para
implantar en cambio el principio del gasto, el desperdicio, el daño, la ruptura, el
consumo cuasi ilimitado, como si lo que tenemos alrededor se hubiera
diseñado como patrimonio exclusivo de la sociedad.
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La vida por ello se convierte en una gran miseria, un caudal de sueños que se
frustran cuando nada de lo que se percibió como viable o posible se ejecuta en
la realidad. Soñar, vivir de utopías es en sí una muerte paulatina, porque no se
está viviendo realmente, se fantasea cómo cuando en la infancia unimos las
voces de la imaginación con el escenario de la realidad. Nada de lo que se
muestra es verídico, son meros mimos y nadarías, vivimos en medio de
angustias que nos han precipitado a la muerte antes de dar un respiro de vida.
Sin embargo, uno no se desconecta del todo, sino que lleva la carga de la
jornada del trabajo a la casa. Sigue allí en el pensamiento, en la mente, en el
cerebro, incrustado el lio del día, el problema con el jefe, el roce con el
compañero, la incertidumbre de seguir trabajando, el memorando que amenaza
la estabilidad, el sinsabor del favoritismo, etc. Eso viaja con uno, atraviesa la
ciudad colgado de la cabeza, se niega a irse, abre la puerta junto a uno, se
sienta en la cama, y sigue recordándonos que al siguiente día nos
encontraremos con eso mismo que negamos ingenuamente, pero que está ahí,
en medio de cada jornada laboral.
Pasan las horas, sin que lo que se busca sea real o se encuentre. Porque a
cada instante estamos lanzados hacia afuera, hacia lo otro, hacia lo que se
pone delante de mí, y para lo que parece que debo entregar lo mucho o lo poco
que tenga y posea. Al estilo de una ganancia que se va yendo y desmoronando
en la medida que lo gasto, porque cada vez que entrego un nuevo centavo,
cada vez que doy un peso, una moneda, termino por acabar lo que poseo en
las arcas, para terminar donando todo, y regresando al final a la miseria, ya que
entregaba y entregaba todas mis ganancias y mis ahorros, hasta que
finalmente me quedo con las manos vacías, mientras los demás disfrutaron de
lo mucho o lo poco que les di, y mientras tanto ¿uno debe morirse en el
silencio, la amargura y la miseria?