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El fatalista (en El héroe de nuestro tiempo), de Mijaíl Lérmontov

Emprendí el regreso a mi alojamiento por las desiertas callejas del poblado. La luna llena, roja
como el resplandor de un incendio, asomaba tras la línea almenada las casas; las estrellas
lucían serenamente en la bóveda azul y me dio risa recordar que hubo en tiempos doctos
varones convencidos de que los astros intervienen en nuestras ínfimas disputas por un trozo
de tierra o por cualquier fuero inventado. ¿Y qué ha pasado? Pues que esas lamparillas,
encendidas a su parecer con el único fin de iluminar sus contiendas y sus triunfos, brillan hoy
con el mismo fulgor mientras que aquellas pasiones y aquellas esperanzas se han extinguido
hace ya tiempo con ellos, lo mismo que la lumbre encendida en el lindero de un bosque por
algún despreocupado. Sin embargo, ¡qué fuerza de voluntad les infundía la certeza de que el
cielo entero, con sus infinitos moradores, los contemplaba con simpatía tácita, pero
constante!... En cambio nosotros, sus cuitados descendientes, que rodamos por el mundo sin
convicciones ni orgullo, sin placer ni temor, excepción hecha de esa instintiva angustia que nos
oprime el corazón al pensar en el final ineludible, nosotros no somos sacrificios ni para el bien
de la humanidad y ni tan siquiera por nuestra dicha propia porque sabemos que es imposible y
pasamos con indiferencia de una duda a otra, lo mismo que nuestros antepasados caían de
error en error, aunque sin tener, como tenían ellos, esperanza y ni siquiera ese deleite, vago
pero intenso, que experimenta el espíritu en cualquier lucha, ya sea contra los hombres o
contra el destino…

Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes

-Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y
no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en
aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban
estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie
le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y
alcanzarle de las robustas encinas, que libremente les estaban convidando con su dulce y
sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y
transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles
formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera su mano, sin
interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían
de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se
comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de
las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se
había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra
primera madre; que ella sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso
seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces
sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en
trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente
lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra, y no eran sus adornos de los
que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda
encarecen, sino de algunas hojas verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá
iban tan pomposas y compuestas como van ahora nuestras cortesanas con las raras y
peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se declaraban los
conceptos amorosos del alma simple y sencillamente, del mismo modo y manera que ellos los
concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No había fraude, el
engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus propios
términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la
menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el
entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar ni quién fuese juzgado. Las
doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señera, sin
temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su
gusto y propia voluntad. Y ahora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna,
aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí, por los resquicios
o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace
dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y
creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las
doncellas, amparar la virtud y socorrer a los huérfanos y menesterosos. De esta orden soy yo,
hermanos cabreros, a quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacéis de mí y a mi
escudero. Que aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los
caballeros andantes, todavía, por saber que sin vosotros esta obligación me acogistes y
regalastes, es razón que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra.

Toda esta larga arenga (que se pudiera muy bien excusar) dijo nuestro caballero, porque las
bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada, y antojósele hacer aquel inútil
razonamiento a los cabreros, que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le
estuvieron escuchando.

Hamlet, de Shakespeare

Ah, que esta carne demasiado,


demasiado compacta se fundiese,
se derritiese y resolviese en un rocío,
o que el Eterno no hubiera fijado
su canon contra aquel que a sí se da la muerte.
¡Oh, Dios mío, Dios mío, qué fatigosos, rancios,
vanos y sin provecho
me parecen los usos de este mundo!
¡Qué asco da! ¡Oh, asco, asco!
Es un jardín sin desbrozar
que crece hasta dar grano.
Solo cosas vulgares
y de índole grosera lo poseen.
Haber tenido que llegar a esto:
dos meses muerto apenas; no, ni siquiera dos;
un rey tan excelente, que al lado de este otro
era Hiperión junto a algún sátiro;
tan amoroso con mi madre,
que no permitiría que los vientos del cielo
visitaran su rostro con rudeza.
Cielo y tierra, ¿tendré que recordarlo?
Ah, sí, se colgaba de él
cual si hubiera crecido su apetito
con eso mismo que alimentaba.
¡Y sin embargo, en solo un mes…!
No quiero ni pensarlo:
fragilidad, mujer te llamas.
Un breve mes. O antes de haber gastado
esos mismos zapatos con los cuales siguió
el cuerpo de ese pobre padre mío
como Níobe, hecha un mar de lágrimas.
¡Ay, Dios!, y ella, ella misma (¡oh, cielos!, una bestia
privada de la luz de la razón
habría prolongado más su luto),
casada con mi tío, hermano de mi padre,
pero tan poco parecido a él
como yo mismo a Hércules. ¡Solo al cabo de un mes!
Antes aún de que la sal
de las más indebidas lágrimas
hubiera abandonado el flujo
de sus enrojecidos ojos,
se casó. Ah, pervertida prisa,
correr tan diestramente al lecho incestuoso:
ni esto es bueno, ni puede acabar bien.
Pero que se me rompa el corazón,
pues debo detener mi lengua.

El sobrino Rameau, de Diderot

Si el tiempo es demasiado frío, o demasiado lluvioso, me refugio en el café de la Regencia; allí


me distraigo viendo jugar al ajedrez. París es el lugar del mundo, y el café de la Regencia es el
lugar de París, donde mejor se juega a este juego. En casa de Rey es donde se enfrentan: Legal,
el profundo, Philidor, el sutil, el sólido Mayot; donde se ven las jugadas más sorprendentes, y
se oyen las frases más absurdas; pues si bien se puede ser una persona inteligente y gran
jugador de ajedrez, como Legal, se puede ser también un gran jugador de ajedrez y un necio
como Foubert y Mayot.

El príncipe, de Maquiavelo

Y es que, cuando se los prevé a tiempo, el remedio es fácil, pero si se espera a que se te echen
encima, la medicina no servirá, porque el mal se habrá vuelto incurable. Sucede aquí como
dicen los médicos del enfermo de tisis, que en los inicios su mal es fácil de curar y difícil de
conocer, mas con el pasar del tiempo, se vuelve fácil de conocer y difícil de curar. Eso mismo
ocurre en los asuntos de Estado: conocidos con antelación, lo que sólo es dado a alguien
prudente, los males que en él surgen pronto sanan; pero cuando, por desconocimiento, se les
deja crecer al punto de hacerse evidentes para todos, ya no sabe ningún remedio.

Calígula, Albert Camus

Este mundo carece de importancia y quien reconoce eso conquista su libertad.

Ensayos de teoría, Julián Marías

La realidad aparece siempre cubierta por una pátina de interpretaciones, y la primera misión
de la teoría es la remoción de todas ellas, para dejar patente, en su verdad –aletheia-, la nuda
realidad que las ha provocado y las ha hecho, a la vez, necesarias y posibles.
Pensamientos desde mi cabaña, V

Hombres y mujeres cuidadosamente vestidos con sombreros y polainas iban de casa en casa
mendigando, desesperados. Se les veía débiles y atontados, movidos por la necesidad, pero
vacilantes, caminando de un lado para otro, hasta que, de repente, caían muertos. Incontables
personas murieron de hambre y yacían en las calles o apoyados contra los muros. Sin recursos
para recoger los cadáveres, la atmósfera de la ciudad se llenó de olores nauseabundos. Fue un
espectáculo espantoso ver cómo se corrompían los muertos. En la orilla del río era aún peor:
se amontonaban de tal modo que no quedaba siquiera espacio para que llegara un caballo o
una carreta.

Hambrientos también los leñadores, escaseaba la leña. Sin auxilios que esperar, hubo quienes
echaron abajo sus casas y llevaron maderas al mercado, aunque se decía que su valor no era
suficiente para vivir un día. Me sorprendió encontrar entre toda aquella madera algunos
pedazos pintados con esmero de bermejo o de pan de oro. Inquirí y descubrí que alguien, sin
otro remedio, se había visto obligado a irrumpir en los templos, robar las imágenes de Buda y
los muebles sagrados para despedazarlos y venderlos para su quema. Sí, he tenido la desgracia
de vivir en un tiempo inmundo y de extrema decadencia, obligado a ser testigo de escenas
desoladoras.

Vi muchas otras cosas que me llenaron de tristeza. Me fijé en que entre las parejas que se
amaban hasta el punto de no poder separarse, aquel de los dos cuyo amor era más profundo
siempre moría primero. La razón es sencilla: el que se olvidaba de sí mismo ofrecía las exiguas
comidas con las que contaba al ser amado. En las familias, los padres fueron los primeros en
perecer. Había bebés echados sobre sus madres que todavía mamaban sin saber que estas ya
habían muerto. El monje Ryugyo, del Templo Ninna, sintió una profunda piedad por la multitud
moribunda. Cuando vio a los que agonizaban, ejerció los últimos ritos dibujando el signo
sagrado en sus frentes, la letra sánscrita A, para ponerlos así en contacto con el buda.

Arte, religión y sociedad – Paul Westheim

El dios trabajador

Para Sahagún, el dios solar es “el magno trabajador”: “dicen que en la mañana ya va a empezar
su obra, y en la tarde decían: ‘acabó su obra el sol’”. La mitología de los pueblos del México
antiguo interpreta el movimiento del Sol como una acción del dios solar, como la tarea que le
está impuesta. Personifica en forma de deidades las fuerzas de la naturaleza, constructivas y
destructivas. Lo que en la mentalidad del hombre precortesiano les presta el carácter divino es
su obrar.

No solo depende del dios solar el que se hará la luz y dónde se hará; él mismo tiene que
alumbrar la tierra. Día por día recorre el firmamento, enviando hacia abajo sus rayos. Para que
no caiga al vacío lo llevan y sostienen dos serpientes rojas, llamadas Xiuhcóatl. Como él,
también las demás deidades tienen que cumplir con sus obligaciones. El dios de la lluvia vacía
su cántaro sobre la tierra y con su hacha en forma de serpiente parte las nubes para hacer
bajar el agua acumulada en ellas. Tiene a su disposición algunos ayudantes: los tlaloques, cuya
función es romper con sus palos los cántaros que contienen la lluvia. Al dios del viento le toca
abrir paso a las nubes: en el Códice Tro-Cortesiano aparece con una escoba en la mano,
barriendo el camino.
Forman una excepción Ometecuhtli y Tloque Nahuaque – este último una de las encarnaciones
del fuego y el creador del cielo y de los dioses inferiores- que, siendo los mantendores del
Universo, moran en el cielo superior, el decimotercero. Ellos representan un principio: el de la
creación y de la procreación primordial. No intervienen activamente en el acaecer terreno y no
se les hacen ofrendas. Sin emabrgo, no podemos decir que Ometecuhtli no tenga función
alguna: como vemos en una de las representaciones del nacimiento del sol en el Códice
Borbónico, es él quien desde su cielo envía a los niños hacia el vientre de las madres. También
le toca cuidar a los niños muertos, para quienes tiene en ese cielo suyo un “árbol de la leche”,
que los alimenta hasta que vuelven a la tierra.

El hombre del México prehispánico está compenetrado de su papel como humilde ayudante
de los dioses. No solo sabe que sin la asistencia divina todas sus empresas, sean grandes o
pequeñas, están condenadas a fracasar: está convencido de que el supuesto esencial de su
éxito no es su propia actividad, sino esa ayuda de las deidades. Él rotura los campos y siembra
en el momento indicado por la estación, las condiciones atmosféricas, etcétera, pero la
transformación del grano en la planta productora de elotes –para él el gran milagro- se debe al
trabajo de los dioses.

No es que el papel del hombre sea meramente pasivo. Su tarea es hacer que las deidades
cumplan con su deber. Para esto dispone de dos medios: el conjuro mágico y el sacrificio. Lo
que para el hombre de la civilización occidental es el conocimiento científico de las fuerzas
naturales, que le pone en condiciones de utilizarlas para sus fines, es, en el mundo del
pensamiento mágico, el conjuro. Mediante esa presión –y hasta coacción- cree poder encauzar
las incalculables energías de la naturaleza y ponerlas al servicio de sus necesidades. El conjuro
más eficaz es el sacrificio.

Es muy conocida la leyenda teotihuacana de la creación del sol y de la luna, según la cual los
astros se negaban a moverse por el firmamento antes de que se les ofrecieran sacrificios. Es la
justificación cósmica del sacrificio. En la Historia de los mexicanos por sus pinturas se dice de
la diosa de la tierra que “llora alguna vez en la noche anhelando comer corazones de
hombres… y no quiere producir frutos si no es regada con sangre humana”. Los dioses
trabajadores desempeñan sus funciones, pero solo pueden desempeñarlas si ellos mismos son
alimentados y conservan su vigor.

El hombre no es de ninguna manera el patrón que remunera debidamente a sus obreros.


Humilde y devoto se ofrece a las deidades, les sacrifica su corazón y su sangre. A merced de las
potencias sobrehumanas, debe hacer esfuerzos supremos por prevenir la catástrofe, que sería
inevitable si ellas no estuvieran en condiciones de mantenerlos; debe granjearse su
benevolencia para que, en lugar de volverse contra él, lo apoyen y le asistan. Un trabajo
colectivo une a hombres y dioses del México antiguo.

La concepción del dios trabajador es una particularidad de las religiones mesoamericanas.


Dioses a quienes hay que alimentar para que conserven sus fuerzas carecen de ciertas
cualidades decisivas que nosotros asociamos con el concepto de lo divino: no son constantes
ni invariables. Están sujetos a la ley del envejecer.

El pensamiento mágico es un pensamiento plástico: traduce en imágenes plásticas las


abstracciones conceptuales. El hombre del México antiguo, aunque hubiera sido capaz de
establecer las leyes abstractas de la física, no las habría aceptado como explicación del acaecer
en la naturaleza. En cambio, concibió al dios trabajador, en cuyo obrar veía la causa de los
fenómenos naturales.

Sobre los sacrificios en la sociedad mexica:


https://www.letraslibres.com/mexico/revista/sacrificio-humano-mito-y-poder-entre-los-
mexicas

El astillero – Juan Carlos Onetti

Entró y se sentó en el catre, encogido, la cabeza alzada y hacia la puerta, el cigarrillo cerca del
vientre, en una actitud tan humilde y amistosa que Kunz no podría enojarse si entrara de
repente. “Esta es la desgracia – pensó-, no la mala suerte que llega, insiste, infiel y se va, sino
la desgracia, vieja, fría, verdosa. No es que venga y se quede, es una cosa distinta, nada tiene
que ver con los sucesos, aunque los use para mostrarse; la desgracia está, a veces. Y esta vez
está, no sé desde cuándo; anduve dando vueltas para no enterarme, la ayudé a engordar con
el sueño de la Gerencia General, de los treinta millones, de la boca que se rio sin sonido en la
glorieta. Y ahora, cualquier cosa que haga serviría para que se me pegue con más fuerza. Lo
único que queda para hacer es precisamente eso: cualquier cosa, hacer una cosa detrás de
otra, sin interés, sin sentido, como si otro (o mejor otros, un amo para cada acto) le pagara a
uno para hacerlas y uno se limitara a cumplir en la mejor forma posible, despreocupado del
resultado final de lo que hace. Una cosa y otra y otra cosa, ajenas, sin que importe que salga
bien o mal, sin que no importe qué quieren decir. Siempre fue así; es mejor que tocar madera
o hacerse bendecir; cuando la desgracia se entera de que es inútil, empieza a secarse, se
desprende y cae”.

“Estoy contento porque hace un rato sentí la desgracia, y era como si la llevara adentro y quién
sabe hasta cuándo. Ahora la veo afuera, ocupando a otros; entonces todo se hace más fácil.
Una cosa es la enfermedad y otra la peste”.

Contra el fanatismo – Amos Oz

Desgraciadamente, el fanatismo es un componente siempre presente en la naturaleza


humana, un gen del mal, por llamarlo alguna manera. La gente que ha volado clínicas donde se
practicaba el aborto en Estados Unidos, los que queman sinagogas y mezquitas en Alemania,
solo se diferencian de Bin Laden en la magnitud, pero no en la naturaleza de sus crímenes.

Tiempos y cosas – Azorín.

“El régimen es este porque somos así los españoles; y los españoles somos así porque el
medio, fatalmente, inexorablemente, lo determina. Y es preciso que esta idea del medio, como
factor esencialísimo de la vida, entre en nuestra política militante. Precisamente los españoles
somos los primeros que hemos puesto en circulación esta ideal del determinismo psicológico y
social; yo, que he sido un poco erudito, años atrás, recuerdo que Baltasar Gracián atribuye, en
El Criticón, nuestra adustez y nuestra melancolía a la sequedad de nuestro suelo, y por mi
espíritu asoma también, vagamente, la idea de que casi un siglo después, en 1739, nueve años
antes que Montesquieu publicara “El espíritu de las leyes”, don Francisco Fernández de
Navarrete, en los “Fastos de la Academia de la Historia”, tomo I, asentaba que las causas del
carácter de los pueblos “se encuentran en el suelo y cielo de un país”, y estudiaba luego
detenidamente la idiosincrasia española, explicándola por la topografía, la flora y la hidrografía
de nuestra tierra… ¿De qué servirá que mudemos de instituciones y gobernantes si no nos
cambiamos a nosotros mismos, es decir, si no mudamos radicalmente las causas primarias y
hondas que nos hacen ser como somos?”

“Esta es una de aquellas comedias –decía Moratín, hablando de algunas de las obras del Fénix
de los Ingenios- que escribía Lope mientras le calentaban el almuerzo”.

“Es ser, pero no es vivir – dice Montaigne-, permanecer apegado y obligado por necesidad a
una sola pauta de vida”.

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