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¿En qué creen los ateos?


La religión pierde influencia, según las encuestas, pero eso no significa el fin del monoteísmo. Hoy las
sociedades más seculares se rinden culto a sí mismas

Ilustración de Fran Pulido.

JUAN ARNAU NAVARRO

26 ABR 2019 - 18:37 CEST

La frase “Soy ateo gracias a Dios” se atribuye a Buñuel y tiene las dos cualidades
N E W SL E TTE R
que Sócrates reclamaba para la filosofía: ironía y mayéutica. La primera es
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evidente, hace sonreír; la segunda arroja luz sobre una idea del pensamiento
védico y de místicos cristianos (Böhme, Eckhart): aunque te esfuerces en
negarlo, él mismo (o ella misma, si hablamos de la conciencia) hace posible tu
negación. Por él hay algo en lugar de nada (Leibniz), por ella es posible el amor
intelectual a lo divino (Spinoza), único modo de tocar lo eterno. Pero todas esas
son visiones del pasado. Hoy, la forma más genuina de ser religioso es ser ateo
(Panikkar).

Un libro reciente, Siete tipos de ateísmo, de John Gray, desgrana el complejo


legado de las tradiciones ateas. Gray no deja títere con cabeza. Desde los fieles
de la fe laica en el progreso hasta las grandes teorías de la evolución social, de
Spencer a Marx. La muerte de Dios deja una vacante para diversos ídolos: los
delirios positivistas de Auguste Comte, la mojigatería racionalista de Stuart Mill,
el magnetismo animal de Mesmer o algunas opiniones de Kant y Voltaire: “El
racismo y el antisemitismo emanan de creencias centrales de la Ilustración”.
Ejemplos más próximos: el ultraindividualismo de Ayn Rand, los delirantes
memes de Richard Dawkins o el transhumanismo que aspira a subir la mente al
ciberespacio. Todos ellos proyectos de autodeificación, ya sea del individuo o de
la sociedad. Gray considera que la creencia en la especie humana como “agente
colectivo”, que se fija grandes proyectos y los realiza en la historia, es un mito
heredado del monoteísmo. O bien la humanidad (o un sector de ella) juega a ser
dios, o bien los humanos acaban convirtiéndose en dioses.

Resulta difícil definir el ateísmo y


condensarlo en una única fórmula. Los delirios y
Comparto la antipatía de Gray ante alucinaciones que antes
cierto ateísmo opresivo y se asociaban con lo
claustrofóbico que reproduce las sagrado se vierten ahora
manías del monoteísmo. Quizá se deba en lo social
a que los valores tienen algo de
genético y no podemos renunciar del
todo a los que hemos heredado o
respirado en la infancia, ya sea a favor o en contra. Enemigo implacable del
cristianismo, Nietzsche fue también un pensador cristiano. Veía en el animal
humano una necesidad de redención; el nihilismo era evitable si éramos capaces
de crear el sentido perdido tras la muerte de Dios. El Übermensch debía
desempeñar esa función, comparable a la del redentor. Gray es un ateo
encantado de vivir en un mundo sin dioses o con un dios innombrable. Pero se
declara enemigo del ateo militante que, aunque niegue serlo, es el peor creyente
de todos, tedioso y poco inspirador (la nada no necesita propaganda), y rescata a
ateos como Santayana, que amaban la religión, o como Schopenhauer, cuyo
único dios era la música. Curiosamente, el libro declina en brillantez cuando
habla de ellos.

El último barómetro del CIS señala un porcentaje histórico de no creyentes en


España, hasta el 27%, que alcanza casi el 50% en el caso de los jóvenes.
Podemos vivir sin iglesias, pero ¿podemos vivir sin religión? Las religiones no son
teorías del universo, sino intentos de dar sentido a la experiencia. Si nos
atenemos a la etimología, ¿podemos vivir sin estar religados al mundo y al
paisaje? En su definición de lo religioso, los antropólogos recurrieron al concepto
de lo sagrado. La religión no era un asunto de creencias (en un Creador, los
milagros o los beneficios de la oración), sino de prácticas sociales. El enfoque
que dejó claro que la religión no podían definirla los curas y pasó a considerarse
un artefacto cultural con al menos tres elementos: literatura sagrada, comunidad
sagrada y prácticas rituales. Durkheim adoptó el funcionalismo y lo sagrado pasó
a ser un factor de cohesión social. Pero, desde Newton, el empuje de la ciencia
venía desalojando lo sagrado de la vida civil. Marx lo convirtió en un narcótico
idiotizante, Freud en una neurosis, y lo sagrado, tan arraigado en la psique
humana, se sintió acorralado. Entonces dejó de apuntar a una trascendencia para
volverse sobre sí mismo, sobre lo social. Esa es la tesis de Roberto Calasso en La
actualidad innombrable. La era moderna vive ensimismada con lo social. Marcel
Mauss lo vio claro: “Si los dioses, cada uno a su hora, salen del templo y se hacen
profanos, vemos que lo relativo a la propia sociedad humana (la patria, la
propiedad, el trabajo, el individuo) entra en el templo progresivamente”. Las
sociedades seculares modernas se rinden culto a sí mismas. Son sociedades
ensimismadas, que no miran más allá de su propio ordenamiento y no buscan
modelos en el cosmos o la fisiología, sino en la historia misma de sus
instituciones, declaraciones y conquistas. Pero la sociedad completamente
secularizada es la menos secularizada de todas, pues todos los delirios,
fantasmagorías y alucinaciones que antes se asociaban con lo sagrado se vierten
ahora en lo social. La religión de nuestro tiempo es la “religión de la sociedad”.

Ernst Bloch es un buen ejemplo de


ateo que invoca concepciones Los ídolos tradicionales
monoteístas. Filósofo de las utopías y salen del templo mientras
las esperanzas, de prosa telegráfica y entran otros como el
coqueta (juega al escondite con el trabajo o la patria
lector), recorre el Antiguo Testamento
en busca de las semillas del ateísmo.
“Sólo un ateo puede ser un buen
cristiano”, afirma. Frente a la religión del Dios original, elige el Dios futuro del
Éxodo: “Yo seré el que seré”. La zarza ardiente revela el sueño de lo
incondicionado, cuya andadura culmina en el bolchevismo. Muy en la línea de
otro libro, Sobre la religión, donde Marx la coloca “ante el tribunal de la filosofía”
(hegeliana). Tras su fracaso como modelo político, el náufrago del marxismo
regresa como espectro de la tradición mesiánica y clama justicia para todos, aquí
y ahora. Marx considera que la idea de Dios surge en la historia porque la vida
está asediada por la miseria, pero ese Dios tiene una naturaleza ilusoria y sólo
existe en la mente de sus fieles (no olvidemos que Marx identifica lo real con lo
material). Los dioses son siempre locales: de haber nacido en la India, donde lo
mental tiene más realidad que lo material, Marx hubiera sido considerado un
escritor piadoso. Y en cierto sentido lo fue, no tanto por postular una lógica de la
historia que culmina en la revolución (redención), sino porque esa Biblia
subterránea de la que habla Bloch, que resurge una y otra vez en Occidente en
forma de prefiguración utópica, es un fenómeno mental (o de conciencia política,
como se prefiera). Ambos libros se complementan con una documentada
Historia del ateísmo femenino en Occidente, cuya finalidad es desmentir el
prejuicio de que las mujeres no participaron en la creencia de que Dios no existe.

Santayana amaba la religión, pero deploraba el monoteísmo beligerante y


proselitista, que pretendía imponer su modelo a la diversidad de los pueblos. Si
diseccionamos un conjunto cualquiera de valores, enseguida observamos que no
siempre son coherentes entre sí. No sólo es imposible que todos los seres
humanos vivan de acuerdo con una misma moral, sino que la idea de una moral
única está llena de peligros y contradicciones. Ningún conjunto de creencias o
prácticas vale para todo el mundo, ya sean individuales o sociales. Mantener esta
postura hace aparecer el fantasma del relativismo. Pero el valor es siempre algo
relativo a la vida, una dignidad que puede adquirir una cosa para un ser vivo y
para ello debe ajustarse a necesidades vitales. Los valores no pueden derivarse
de los hechos pues sin ellos no podríamos siquiera percibir, tampoco pueden ser
objetivos, porque no es posible abstraerlos de los organismos que los sostienen.
En este sentido, la ironía, el humor y el pensamiento nómada son eficaces ante
ruidosos dogmas.

Fritz Mauthner, cuya historia del


ateísmo fue libro de cabecera de Un individuo que niegue
Samuel Beckett, sostenía que los ateos al creador puede afirmar
debían renunciar no a la creencia en sin embargo que lo divino
Dios, sino a la idea misma de Dios, está en todas partes
como proponía Eckhart. En este
sentido, la teología negativa se
aproxima al ateísmo del silencio, un
ateísmo contemplativo que prescinde de presuntos mejoradores del mundo.
Curiosamente, un ateo que niegue al creador puede afirmar que lo divino está en
todas partes, aunque nada pueda decirse de ello. Es como volver al origen,
cuando el primer filósofo, Tales de Mileto, dejó dicho que todo estaba lleno de
dioses.

LECTURAS

Siete tipos de ateísmos


John Gray.

Traducción de Albino Santos Mosquera.

Sexto Piso, 2019.

232 páginas. 19,90 euros.

La actualidad innombrable
Roberto Calasso.

Traducción de Edgardo Dobry.

Anagrama, 2018.

176 páginas. 18,90 euros.

Ateísmo en el cristianismo
Ernst Bloch.

Traducción de José Antonio Gimbernat.

Trotta, 2019.

320 páginas. 23 euros.

Sobre la religión
Karl Marx.

Edición de Reyes Mate y José A. Zamora.

Trotta, 2018.

352 páginas. 20 euros.

Historia del ateísmo femenino en Occidente


Xavier Roca-Ferrer.

Arpa, 2018.

512 páginas. 22,90 euros.

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