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La actualidad del concepto marxista

de «clase social»
Julio Martínez-Cava

“Por lo que a mí se refiere, no me cabe el mérito de haber descubierto la


existencia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas.
Mucho antes que yo, algunos historiadores burgueses habían expuesto ya
el desarrollo histórico de esta lucha de clases y algunos economistas
burgueses la anatomía económica de éstas” (Marx, Carta a Joseph
Weydemeyer, 5 de marzo de 1852)

Introducción
La existencia de grandes desigualdades económicas y políticas en el
siglo XXI es algo que sólo un ingenuo o un lunático pondría en duda. En
muchas ocasiones se intenta comprender esa desigualdad diciendo que
uno pertenece a la clase baja, a la clase media o a la clase alta. Si las clases
se entienden con esta metáfora de los escalones, en principio cualquiera
podría mejorar su posición social si se esforzase en encontrar los
medios. El esquema parece intuitivo y no es casualidad que así sea:
ciertos niveles de movilidad social conocidos desde la posguerra en los
países occidentales –junto con un hipertrofiado ideal de meritocracia–
han tenido como efecto que las fronteras sociales aparezcan como
porosas y fáciles de superar[1]. Pero esta imagen es sumamente
engañosa porque entraña algunas presuposiciones interesadas (para
empezar, no nos explica por qué las clases tienen las propiedades que
tienen, ni tampoco qué relación guardan las unas con las otras)[2]. Lo
cierto es que la manera que escojamos para nombrar y comprender esos
grupos sociales está lejos de ser neutral. Margaret Thatcher era muy
consciente de ello cuando afirmaba, con su inimitable estilo, que eso de
la «clase» “es un concepto comunista. Porque agrupa a la sociedad en
dos bandos y los enfrenta unos con otros”[3]. Tampoco es casualidad
que los primeros estudios empíricos que agrupaban a las personas en
clases sociales fueran realizados, a finales del siglo XIX, por grandes
magnates industriales que señalaron lo que supuestamente era (y debía
ser) una clase media “sana” o “moral” y lo que, por oposición, era (y no
debía ser) una clase baja “peligrosa” o “inmoral”[4]. La moralización de
las divisiones sociales ha sido algo habitual en la historia de la
humanidad, y especialmente corriente en los primeros pasos del
capitalismo. El mismo lenguaje con el que nos referimos a las clases
sociales viene en gran medida influido por el estado de los conflictos
sociales y el bagaje histórico desde el que hablemos. Entonces, ¿de qué
manera deberíamos comprender las clases sociales para ser lo
más objetivos posibles y no caer en “moralismos”? ¿Y cómo hacerlo
siendo conscientes de que nuestros conceptos y lenguajes intervienen
sobre la realidad y por tanto ya no podrán ser imparciales? En este
artículo defenderé que un concepto histórico, especialmente uno
inspirado en la obra de K. Marx y su desarrollo por parte de diversos
historiadores marxistas, es la mejor opción para aprehender qué son las
clases sociales y en qué sentido toda política transformadora
progresista debería tenerlas en cuenta.

Explotación, dominación, desposesión y ficción jurídica

Para la tradición política socialista (en el sentido amplio de “socialismo”


que tenía, por ejemplo, la Primera Internacional), las relaciones de clase
vienen definidas doblemente, por un lado, como relaciones de
dominación –es decir, relaciones en las que una de las partes tiene la
capacidad para interferir arbitrariamente sobre el curso de acción de la
otra parte poniendo en peligro su independencia material[5]– y, por
otro lado, como relaciones de explotación –esto es, que esa dominación
depende además del esfuerzo de trabajo del dominado[6]–, mantenidas
entre sujetos con capacidad de control de las fuerzas productivas y
sujetos desposeídos de ésta. No son un tipo específico de relaciones de
poder dentro del capitalismo, son, más bien, constitutivas de este, es
decir, son precisamente lo que hacen que el capitalismo sea
capitalismo[7]. Además, son de un tipo de relaciones especialmente
compulsivo, lo cual marca en gran medida la centralidad que tendrán
estas relaciones en la vida social[8].
Una de las novedades históricas del capitalismo es que estas relaciones
sociales no sólo constriñen el margen de acción de la parte desposeída,
¡sino también el del capitalista! Una clase dominante que ya no puede
dedicar los beneficios al consumo como antes (pensemos, sin ir muy
lejos, en los grandes banquetes medievales), sino que está impelida a
maximizar el beneficio si quiere sobrevivir a la competencia con sus
pares. El imperativo de maximizar el beneficio hace que esta clase se vea
empujada a aumentar la productividad y a reducir los costes como sea:
intensificando el ritmo de trabajo, alargando la jornada laboral,
encontrando materias primas más baratas, reduciendo los salarios, etc.
Son estas reglas de juego, que definen la dinámica capitalista, las que
asientan un conflicto de intereses continuo entre explotadores y
explotados.

Los estudios históricos sobre los orígenes del capitalismo[9] –ese


proceso tumultuoso y brutal, de varios siglos de duración, que Adam
Smith llamó “previous accumulation” y a la que Marx dedicaría uno de
los mejores capítulos del El Capital (el famoso capítulo XXIV: “Die
sogenannte ursprüngliche Akkumulation”)– nos enseñan que el
capitalismo sólo pudo nacer mediante una expropiación y una
desposesión masiva y violenta de enormes masas de trabajadores y
trabajadoras (la última lucha de clases de la Europa tardomedieval). El
resultado de este largo conflicto fue la creación de un proletariado
masivo, que desde su comienzo fue siempre enormemente heterogéneo:
en él vinieron a confluir desde los campesinos ingleses desahuciados y
los artesanos ingleses privados de sus secretos de oficio, hasta los
irlandeses expulsados y sometidos por la invasión británica, los herejes
perseguidos, los nativos americanos sojuzgados, los negros esclavizados
del África occidental o las mujeres privadas de sus espacios de
autonomía y poder femenino. Una hidra polimorfa y peligrosa de sujetos
desposeídos y prestos a formar alianzas multiétnicas para
rebelarse[10].

A ese proceso salvaje y expropiador vino a añadírsele la creación de todo


un entramado jurídico sumamente novedoso (cuyo núcleo central fue el
código civil napoleónico), que permitió algo impensable antes como era
el hecho de poder considerar como ciudadanos de pleno derecho a
personas que –dada esa desposesión– no tenían garantizada su
independencia material, porque no tenían más medio de supervivencia
que alquilar por horas su capacidad de trabajo. Este entramado jurídico,
tan fundamental en la nueva sociedad como la desposesión[11], borró
las diferencias institucionalizadas que delimitaban las fronteras entre
las clases sociales del período pre-capitalista, y permitió que las nuevas
clases dominantes pudieran apropiarse privadamente del excedente
colectivo mediante mecanismos económicos (sin una coerción
extraeconómica continuada) e impersonales[12]. En esa ficción
jurídica en la que todos somos libres e iguales –eso que Marx llamaba
“sociedad burguesa”– las líneas que demarcan las clases se vuelven
difusas, y la explotación se torna más sutil. Quizás uno de los grandes
éxitos de Marx haya sido poner manifiesto todo esto. Para muchos
teóricos marxistas, por ejemplo, las sociedades capitalistas tienen una
facilidad inusitada para aparecer como algo natural e incambiable,
porque su propia configuración (el hecho de que los intercambios
comerciales –y con ellos el dinero– medien necesariamente el acceso a
los medios de vida) hace que determinadas relaciones sociales
aparezcan como relaciones entre cosas: vemos un dinero que vale «X»,
que permite comprar «Y» cosas; no vemos las relaciones asimétricas de
poder que configuran toda la sociedad y permiten que un bien concreto
funcione como dinero y mediador universal[13]. Aunque, sin lugar a
dudas, esta forma de explotación encubierta es sólo una cara de la
moneda, porque el capitalismo siempre se ha servido de la desposesión
de recursos para seguir incrementando su apetito voraz de beneficios y
para solventar sus crisis de sobreacumulación[14]. El viejo Engels tenía
claro que la llamada “acumulación originaria” no era una cosa que
sucediera una única vez dando paso a los mecanismos de extracción
económicos (vía contrato laboral y salario), sino que el mecanismo de
desposesión sería continuamente reproducido:

“La clase obrera [...], con la transformación del modo feudal al capitalista
de producir, fue despojada de toda propiedad sobre los medios de
producción, y merced al mecanismo del modo capitalista de producir, es
una y otra vez, engendrada de continuo en ese estado de hereditaria
desposesión”[15]

Como hemos visto, para que aparezcan las relaciones sociales


capitalistas hace falta que se den dinámicas por las cuales las
desigualdades se acumulen en procesos temporales largos. Las clases
sociales no surgen de la noche a la mañana, son el resultado de
complicados y largos procesos sociales de acumulación y sedimentación
de ventajas y desventajas socialmente heredables. Por eso un análisis
sociológico al uso (una encuesta, una estadística, un gráfico salarial, etc.)
puede acercarnos a la realidad de las desigualdades, pero sólo puede
proporcionarnos una imagen estática, una fotografía de la sociedad[16].
Únicamente un concepto que abarque los diferentes mecanismos
causales por los que esas desigualdades se crean y reproducen en
períodos largos puede permitirnos comprender qué son las clases. Un
concepto de este tipo, dinámico, con la capacidad de recoger en su seno
la realidad cambiante, con capacidad de ver las clases sociales
como relación pero también como proceso, es lo que denominamos
un concepto histórico (conocido en el mundo anglosajón como
perspectiva de class formation)[17].

Lucha de clases y agencia (de cómo no “despolitizar” el concepto)

Para capturar esa realidad cambiante podemos distinguir en el concepto


de clase –a efectos puramente analíticos– entre una dimensión
"objetivo-fáctica" (o si se prefiere, una dimensión estructural), que
delimita las circunstancias no elegidas por el individuo que limitan e
influyen su acción[18], y una dimensión "subjetivo-práctica", esto es, el
cómo esos sujetos "situados" en relaciones de clase experimentan estas,
cómo detectan intereses comunes enfrentados a los intereses de otros
individuos situados, y cómo se organizan en torno a tales intereses
creando conflictos sociales. De esta manera, las revueltas de esclavos en
la Antigüedad, las jacqueries de campesinos que quemaban los títulos de
propiedad de los señores feudales, o los motines de mujeres que acudían
a los mercados para tasar los precios de los alimentos, en tanto que
desafiaban el poder político de las clases dominantes, han sido
considerados por los historiadores marxistas como episodios de las
diferentes "luchas de clases" que se han dado a lo largo de toda la
historia humana[19]. Desde este punto de vista, el del sujeto colectivo y
su agencia, se comprende por qué las relaciones de explotación del
capital no producen clases sociales con fronteras claramente
demarcadas que puedan ser captadas por clasificaciones estadísticas
(entre otras cosas, porque las relaciones de clase no se agotan en las
relaciones productivas aunque se enraícen fundamentalmente en
ellas[20]), sino que más bien generan campos de fuerza que polarizan
la sociedad siguiendo “patrones clasistas”[21].

Ahora bien, que este tipo de relaciones se impongan, con su carácter


compulsivo y su oposición de intereses objetivos, no significa que
automáticamente sean vividas de manera “clasista” (se suele decir que
tienen probabilidades de llevar –y que históricamente han llevado– a
tales enfrentamientos), porque los individuos no son mentes-en-blanco
sobre las que se imprima un molde económico. Más bien son
agentes creativoscon todo un background de experiencias y tradiciones
previas del que disponen como fondos de recursos con los que
comprender la realidad[22]. De hecho, no podemos ni empezar a
describir lo que serían esas relaciones de clase sin hacer referencia a los
códigos culturales y a los valores implicados en tales relaciones[23]. El
error de algunos marxismos ha sido precisamente eludir este problema,
y tratar de otorgar una primacía política y explicativa a una supuesta
clase social definida ad hoc en términos estructurales y puramente
económicos (como meras posiciones en las relaciones productivas),
tratando de anular la inexcusable dimensión subjetiva que toda relación
de explotación implica. La capacidad de agencia de los sujetos
explotados es probablemente la dimensión más política del concepto de
“clase”, en tanto que reconoce la capacidad de los individuos para
evaluar moralmente y responder (individual o colectivamente) a su
dominación. Prescindir de ella puede llevarnos a despolitizar el
concepto de clase.

¿Un mismo concepto para sociedades tan distintas?

Es necesario realizar ahora una pequeña aclaración. Porque en muchas


ocasiones los debates sobre la cuestión de clase se convierten en
monólogos en las que las diferentes partes no se consiguen poner de
acuerdo porque están hablando de diferentes dimensiones del
concepto. La aclaración siguiente tratará de evitar esa confusión.

Hasta ahora hemos proporcionado lo que podrían llamarse


las características básicas del concepto histórico-marxista de clase
(como relaciones de dominación y explotación ancladas en el control de
los recursos productivos, como procesos inaprensibles sin categorías
dinámicas, y como portadora de una doble dimensión
de estructura y agencia). Esto significa que, como tal concepto, su
validez se extendería en principio a cualquier período de la historia de
la humanidad conocida, al menos desde que existen sociedades
humanas con excedente o superávit y conflictos por el control de este.
Que el concepto esté bien aplicado o no es algo que sólo puede
comprobarse en la propia investigación de tales sociedades, y la mejor
prueba que los marxistas pueden ofrecer para defender su uso sería
demostrar que sin el empleo de estas herramientas analíticas muchos
hechos y materiales empíricos quedarían dispersos y sin sentido (en
suma, sin explicación)[24]. En este sentido, la concepción materialista
de la historia se puede ver como un hilo conductor para la investigación
social más que como un modelo axiomático que deba ser defendido
dogmáticamente.

Las notas del concepto que hemos ofrecido son más bien pocas.
Difícilmente unas características tan generales podrían
proporcionarnos la complejidad de determinaciones que ofrece
cualquier sociedad humana. Por eso mismo señalar que “clase” es una
categoría histórica implica, entre otras cosas, que en cada período
histórico las características básicas deben rellenarse con las
determinaciones propias al objeto estudiado. El concepto de clase social
no puede ser siempre el mismo porque las sociedades a las que se aplica
no son siempre las mismas. Visto así, las características que hemos
otorgado al concepto de clase social en el capitalismo (generalización
del trabajo asalariado por una desposesión masiva y recurrente –con
enormes dosis de trabajo reproductivo invisibilizado–; códigos jurídicos
que ocultan esa dimensión desigual –y otras características que no
hemos analizado aquí) son válidas para las sociedades capitalistas
(porque surgen del estudio de estas), y no en todas ellas tienen la misma
centralidad (entre otras cosas porque pueden convivir diferentes
modos de producción en una misma sociedad aunque el capitalista sea
el dominante). El historiador británico E. P. Thompson ha advertido con
razón que hemos de diferenciar claramente ambos usos del concepto y
ser cautos en el uso del primero. En las sociedades industriales, nos dice,
las “clases” forman parte de la evidencia histórica misma (lenguajes,
instituciones, identidades de clase son recursos disponibles para los
individuos) mientras que en períodos anteriores no podría sostenerse
lo mismo[25]. Pues bien, cabe ahora preguntarse, ¿qué validez puede
tener un concepto como el definido para comprender nuestro propio
tiempo histórico? Fenómenos como la robotización, la
desindustrialización, la financiarización, el auge de los nuevos
movimientos sociales o la derrota del movimiento obrero, todo ello,
¿supone el final de la centralidad (analítica y normativa) de la cuestión
de clase?

El papel del postmarxismo: ¿un adiós a la centralidad de la


clase?[26]

A finales de los años 60, un grupo de intelectuales de vanguardia


europea, influenciados por la nueva coyuntura política y especialmente
por cierto maoísmo cultural, crearon una corriente de investigación que
venía a ser una síntesis de diversos utillajes conceptuales procedentes
de la lingüística, del marxismo y del psicoanálisis. Desde unos supuestos
constructivistas –por las que el significado se reduce a construcciones
totalmente arbitrarias y contingentes–, y un análisis puramente
filosófico –que no daba cabida a las determinaciones provenientes de la
economía política, la historia o el derecho– autores como Laclau
proclamaron el ocaso de la clase social como herramienta analítica y
como instrumento de movilización política, y lo hicieron en nombre de
la pluralidad que representaban los nuevos movimientos sociales frente
al viejo movimiento obrero[27].
Lo cierto es que algunos marxistas facilitaron este paso. Si, como
decíamos, las clases sólo son visibles como procesos históricos,
entonces definirlas como meras posiciones en una estructura
económica no dejaba de ser una decisión a priori y arbitraria que
facilitaba el camino a los autores que niegan su existencia[28]. Ellen
Meiksins Wood ha puesto luz sobre la complejidad de este movimiento:
si la clase es definida exclusivamente como una categoría sociológica
(estática), que señala un hueco ocupado en una estructura, es difícil ver
en qué sentido pueda jugar un papel activo en el proceso histórico y
político. Por lo tanto, desde este paradigma, sólo se podrá hablar del
papel de la clase en el mundo político cuando se encuentren en la
realidad formaciones con plena consciencia e identidad de clase. Algo
que, especialmente a partir de la ofensiva de clase lanzada por las
fuerzas dinámicas del capitalismo a partir de los años 70, era difícil de
encontrar. El problema de en qué medida las situaciones objetivas de
clase presentan “límites y presiones estructurantes” constantes sobre la
dinámica social fue exorcizado.

Una de las mayores virtudes de los análisis de Wood es que iluminaron


la conexión entre estas teorías estructurales de las clases y los enfoques
(como el de Laclau) que sólo comprenden las clases como “identidades
colectivas” (para los que sólo hay clases cuando hay sujetos que basan
su movilización política en reconocimientos y símbolos explícitamente
clasistas)[29]. Fue una triste paradoja que en los años en los que las
fuerzas capitalistas acumularon más capital y poder se declarase muerta
la lucha de clases. En esta historia merecen una especial mención los
grandes partidos socialdemócratas, que después de su integración
subordinada en el sistema político de posguerra se habían lanzado a
procesos de transformación profunda y desnaturalizadora que los
volvieron casi irreconocibles, especialmente por su abandono de las
políticas de clase y su adopción de las llamadas identity politics[30].
Justo cuando los gobiernos impulsados por la doctrina neoliberal están
llevando a cabo una guerra abierta contra las clases populares sin
especial disimulo, los conceptos despolitizados y estáticos de clase no
deberían gozar de mucho crédito.

La crisis de 2008 ha hecho que el asunto recupere la claridad de antaño:


en las sociedades capitalistas el poder no está distribuido
equitativamente por muchas razones. Una de ellas, básica, es que en el
plano de la producción los capitalistas no sólo se apropian
privadamente de lo producido en común, también deciden a quién
contratan, qué le pagan, cuántas horas trabaja y a qué ritmo, etc. Otra,
fundamental, es que los capitalistas concentran gran parte del poder
político, en la medida en que históricamente han conformado a las clases
políticas dominantes a través de prácticas como la financiación de los
partidos políticos, del lobby, del soborno, etc. Las élites en el poder
concentran tan brutalmente el poder y la riqueza que son capaces de
disputar con éxito a los poderes públicos la capacidad para definir el
bien común. Marx captó a la perfección y teorizó esa centralidad política
de las relaciones de clase y del entramado jurídico-político que la
sustentaba –especialmente en sus escritos históricos y periodísticos, y
en su vida como militante del movimiento obrero internacionalista[31].

Pero si la riqueza de los capitalistas es su fuente de poder, también es su


talón de Aquiles. Para poder conseguirla, necesitan extraerla de un
proceso productivo que sólo tiene lugar si los trabajadores concurren
diariamente a sus puestos de trabajo o de un proceso parasitario al que
los sujetos desposeídos pueden oponer resistencia. En bastantes
ocasiones, la izquierda socialista pivotó sus estrategias sobre la
siguiente reflexión: en la medida en que una de las principales fuentes
de enriquecimiento del capitalista dependía de la “colaboración” del
trabajador, este hecho colocaba a los trabajadores en un lugar
estratégico clave: si se paraliza la producción, los beneficios se
evaporan[32]. Pero esto no implica que el lugar de la producción sea a
priori el principal escenario para confrontar al capitalismo (aunque
pueda seguir siendo uno de los campos de batalla claves[33]). Hay, sin
embargo, un elemento que sobrevive de esta reflexión clásica sobre la
centralidad del entorno productivo: cualquier movimiento progresista
que busque triunfar en una sociedad capitalista tiene que resolver de
alguna manera el cómo drenar la fuente de beneficios del capital que es
a su vez la principal fuente de su poder político[34]. La New
Left británica fue consciente de esto, y trató combatir una noción
reduccionista de clase al mismo tiempo que mantenía la tensión del
dilema. Thompson, por ejemplo, escribió en 1959:

No tenemos un antagonismo básico en el lugar de trabajo, ni una serie


de antagonismos remotos o mitigados en la superestructura social o
ideológica, que son, de alguna manera, menos reales. Tenemos una
sociedad dividida en clases, en la cual los conflictos de interés y los
problemas entre ideas capitalistas e ideas socialistas, valores e
instituciones se dan a lo largo de toda la línea. Se encuentran tanto en
los servicios de salud, como en los espacios comunes, y aún –en raras
ocasiones– en las pantallas televisivas o en el Parlamento, así como
en los centros comerciales.[35]
A pesar de manejarse con conceptos estáticos e identitarios de clase,
planteamientos como el de Laclau tienen un punto de interés
fundamental. No se trata de ideas que provengan del vacío, tienen un
punto de verdad en la medida en que señala el ocaso de cierta figura
social como principal agente transformador. Laclau partía de una
imagen falsa pero recurrente, deudora del trabajador de la Segunda
Revolución Industrial: a finales del siglo XIX y principios del siglo XX,
eran los trabajadores industriales –hombres en trabajos
mayoritariamente manuales y organizados en torno a sindicatos y
partidos de clase– los que solían llevar la iniciativa de las luchas
anticapitalistas. Pero la cooptación y anulación de esa vieja clase obrera
industrial durante la Guerra Fría, y la emergencia de nuevos sujetos
políticos decisivos en el panorama internacional (especialmente las
luchas por la descolonización) hicieron temblar ese paradigma.
Posteriormente, la erosión del empleo industrial por la externalización,
la automatización y el arbitraje salarial han supuesto el fin de esa figura
como principal agente transformador[36]. ¿Supone esto también el fin
de la centralidad de la clase? Una implicación evidente de la definición
de clase que manejamos aquí es que no se debe confundir la
división social del trabajo (que coloca a los individuos en situaciones de
clase diferenciadas) con la división técnica del trabajo (la que exigen los
requisitos de la producción). Y, por tanto, que los cambios en la
estructura ocupacional como el que mencionábamos anteriormente no
implican la desaparición de las relaciones de clase, sino lisa y llanamente
su mutación. Ni el capitalismo en sus primeros años fue contestado por
una clase industrial ya formada –más bien fueron asociaciones muy
heterogéneas lideradas sobre todo por artesanos autodidactas
herederos de los movimientos populares de la Revolución
Francesa[37] – ni las nuevas formas que adoptan las clases sociales han
asistido a la desaparición del capitalismo, sino más bien a su expansión
sin límites y a su voracidad depredadora. ¿Quién podrá hacer frente hoy
a la Bestia?

Comprender las clases en el siglo XXI


Durante mucho tiempo las clases se han definido según la ocupación
laboral (algunas de las razones de por qué fue así ya han sido señaladas,
una explicación más completa requeriría un análisis más largo y tedioso
del que podemos ofrecer aquí). El hecho de que las instituciones
oficiales de estadística[38] utilicen todavía un concepto ocupacional de
clase permite ver lo asentado que está dicho concepto. Pero este
concepto ocupacional es, como hemos visto, una herramienta desafilada
para explicar las relaciones de clase. Como también lo es para lidiar con
realidades tan cotidianas como son los trabajos que no cabe catalogar
como empleos[39], o como pueden ser las personas jubiladas o
desempleadas. ¿Acaso no se ven igualmente afectadas por las relaciones
desiguales de poder y distribución?

Un estudio reciente del equipo de investigación dirigido por el sociólogo


e historiador británico Mike Savage[40], considerando una multitud de
variables y con una muestra estadística de un tamaño cuanto menos
asombroso, analizó la configuración actual de las clases sociales en el
Reino Unido[41]. Savage nos muestra cómo la sociedad británica ha
quedado dividida en siete grandes grupos que, por economía expositiva,
podemos agrupar en tres: en la cima encontramos una élite en el poder,
los que se han beneficiado del comercio globalizado y de las redes
financieras y profesionales del capitalismo financiarizado, que acumula
las mayores concentraciones de riqueza (especialmente en bienes
raíces). En el escalafón más bajo, por el contrario, aparece un precariado
desprovisto de seguridad en los ingresos y sin propiedades, afectados
por la desindustrialización y las diferentes formas de proletarización y
precarización (trabajos pobres, desempleo, condicionalidad de las
ayudas sociales que estigmatizan, etc.)[42]. Finalmente, los estratos
intermedios, que muestran complejos patrones de agrupación, y que en
ningún caso pueden simplificarse apelando a una más o menos
homogénea “clase media”. La movilidad prácticamente no existe para la
élite, que se reproduce con facilidad, y para el precariado, incapaz de
salir de su miseria; mientras que puede encontrarse con facilidad entre
los estratos intermedios, si bien fuertemente condicionada y, en cierto
sentido, proporcional a los recursos acumulados.

Uno de los principales hallazgos del equipo de Savage es que ni la renta


se explica ya principalmente por la ocupación que tengamos, ni los
empleos pueden dar cuenta de las enormes desigualdades en
la riqueza (ahorros, activos, deudas) que han polarizado las sociedades,
y que son ahora los principales determinantes de clase[43]. Entre los
bienes que conforman esa riqueza, la vivienda ha pasado a ocupar un
lugar central (como principal coste de vida y como fuente de
acumulación de capital); lo cual implica una espacialización de la
desigualdad (porque los valores de las viviendas no dependen sólo de
su tamaño y su estado, también del estado del vecindario en el que se
ubican); y acentúa su dimensión generacional (porque la riqueza sólo se
acumula en períodos largos de tiempo). Los resultados de Savage están
en plena concordancia con los estudios del economista francés Thomas
Piketty o del norteamericano Michael Hudson, que explican las
formas rentistas de enriquecimiento de esa súper-élite financiera.

Sin lugar a dudas la financiarización ha reestructurado las relaciones de


clase, permitiendo el ascenso de ciertos grupos sociales a costa de otros,
o incluso inflando la posición social por el acceso al crédito para después
sumergir a los individuos en el sobrendeudamiento y la pobreza. La
financiarización ha desplazado muchos conflictos al terreno de la
dominación financiera: el pago de la deuda soberana, los ataques
especulativos de las grandes finanzas sobre países considerados
“peligrosos”, el conflictos en torno a las hipotecas no pagadas o las
operaciones rentistas en el mercado del alquiler –los hiper-inflados
mercados inmobiliarios pueden ser algunos ejemplos de ello. Es por esto
que el estudio de la financiarización permite comprender las
transformaciones en las fronteras de clase, e inversamente, el análisis
de clase pone luz sobre los mecanismos que operan en los procesos de
financiarización[44].

Conclusión
Las fuerzas democráticas han confiado durante mucho tiempo en una
apelación a las clases explotadas definidas según su ocupación laboral,
porque durante décadas este esquema parecía funcionar más o menos
bien (no sin invisibilizar y postergar injustamente a otros sujetos
oprimidos). Desde el declive del trabajador industrial como actor
protagonista, y al calor de las grandes luchas que abrió el final del pacto
social de posguerra, se ha confiado en apelar a la pluralidad y
heterogeneidad de la sociedad civil, acusando de “reduccionista” a todo
aquel que hablase de clases sociales. Hoy en día, no se producen
alineamientos políticos tan claros según las ocupaciones, y la
descarnada crudeza que hemos conocido tras la crisis de 2008 ha
mostrado los límites de los enfoques desclasados.

El reto para las fuerzas democráticas del siglo XXI es hacer frente al
rentismo financiero y su voracidad mercantilizadora. Pero su éxito
seguirá dependiendo de cómo sepan despertar las energías dormidas y
movilizar las aspiraciones y deseos de las personas que viven
diariamente la compulsividad de unas relaciones de clase que bloquean
sus capacidades creativas. Para esa lucha es necesario actualizar los
análisis de clase, evitando los errores del pasado y visibilizando todos
mecanismos de explotación y las fuentes de injusticia social por más
sutiles que estas sean, un análisis que recoja la realidad histórica
cambiante en todas sus dimensiones (que aborde la centralidad de la
riqueza como principal determinante de clase y que proponga como
sujeto transformador a los afectados por las múltiples dinámicas
desposeedoras del capitalismo[45]), en suma, que pueda servir como
una topografía social para orientarse políticamente. En esa tarea, el
pensamiento de Karl Marx sigue siendo uno de nuestros mejores
aliados.

(Una primera versión este artículo fue publicado en la revista Nous


Horitzons, nº 218, que conmemora el bicentenario del nacimiento de Karl
Marx).

Notas:

[1] M. Savage, Social Class in the 21st Century, Londres, Penguin, 2015. No
debe olvidarse que la idea de la “meritocracia” dentro de una sociedad
capitalista –que uno ocupa la posición social que merece como resultado
de su esfuerzo y acción– fue acuñada por un diputado laborista de
izquierdas… ¡precisamente para criticarla como engaño! Véase Michael
Young, The Rise of Meritocracy (1958).

[2] J. Goldthorpe “De vuelta a la clase y el estatus: por qué debe


reivindicarse una perspectiva sociológica de la desigualdad
social”, Revista española de investigaciones sociológicas, 137, 2012, pp.
43-58; E. O. Wright, Understanding Class, Londres, Verso, 2016.

[3] Margaret Tatcher, declaraciones al Newsweek, 1992.

[4] M. Savage, “End Class Wars”, Nature, 537, 2016, pp.475-479.

[5] A. Domènech, El eclipse de la fraternidad, Barcelona, Crítica, 2004.

[6] E. O. Wright, op.cit.

[7] E. Meiksins Wood, “The Uses and Abuses of «Civil Society»”, Socialist
Register, 26, pp. 60–84.
[8] Las relaciones que mantenemos los seres humanos en sociedad
pueden ser más o menos compulsivas según impelan con mayor o
menor fuerza a jugar el rol que preestablecen. Según el sociólogo hindú
Vivek Chibber, el hecho de que la supervivencia de los desposeídos de
recursos productivos dependa de la aceptación de contratos de trabajo
asalariado en mercados laborales hace que las relaciones de clase sean
especialmente compulsivas. Y lo son porque afectan y movilizan las
motivaciones más básicas de la especie humana: su propia
supervivencia. Véase V. Chibber, “Rescuing Class From the Cultural
Turn”, Catalyst, 1 (1) 2017.

[9] Véanse, especialmente, R. Hilton (ed.) La transición del feudalismo al


capitalismo, Barcelona, Crítica, 1977; E. Meikisins Wood, The Origin of
Capitalism: A Longer View, Londres, Verso, 2002; Federicci, S. Calibán y
la Bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, Madrid, Traficantes
de Sueños, 2010.

[10] Linebaugh, P. y Rediker, M. La Hidra de la Revolución. Marineros,


esclavos y campesinos en la historia oculta del Atlántico, Barcelona,
Crítica, 2005; Federicci, S. op.cit. Sólo posteriormente, nos dice
Linebaugh, a partir del siglo XVIII, la invención del “racismo biológico”
conseguiría dividir a ese proletariado multiétnico, generando la
separación entre dos historias (a veces confluyentes, a veces paraleleas,
a veces opuestas) entre la opresión racial y la opresión de clase. De
forma parecida, Federicci analiza la nueva división sexual del trabajo
que trajo la imposición violenta del capitalismo como una estrategia de
división de las clases populares, especialmente con la invisibilización y
desvaloración del “trabajo de cuidados” a través de la figura del salario.

[11] Durante mucho tiempo en la tradición marxista se abusó de una


metáfora propuesta por el propio Marx –y curiosamente nunca
empleada como instrumento de análisis en sus escritos– que definía las
relaciones productivas como la “base”, sobre la que se erigiría una
“superestructura” compuesta por el sistema jurídico, político,
ideológico, cultural, etc. Marx mismo no dio mucha importancia a esta
metáfora, y, por más sofisticada que se nos presente, es engañosa y
tiene difícil arreglo. Como dijo E. P. Thompson, lo mejor es deshacerse
para siempre de ella. Véase E. P. Thompson, “Folclore, Antropología e
Historia Social”, Indian Historical Review, 3, 1976, traducido en Historia
Social, 3, invierno 1989, pp. 63-86.

[12] X. Lafrance “From Industrialism to Capitalism: re-assessing the


relevance of class analysis”, Problématique, 2013, pp. 16-33. Así lo
describía F. Engels: "La única diferencia con la antigua y franca
esclavitud es que el trabajador de hoy parece ser libre porque no se
vende de una vez por todas sino poco a poco, por día, semana y año, y
porque ningún amo de esclavos lo vende a otro sino que el propio
trabajador se ve obligado a venderse a sí mismo, siendo esclavo no de
una persona en particular sino de toda la clase propietaria", en The
Condition of the Working Class in England, Panther Edition, 1969 [1844],
texto del Instituto Marxismo-Leninismo, Moscú, p.96.

[13] Es el conocido argumento del “fetichismo de la mercancía” en el


capítulo 1º del libro I de El capital de K. Marx. La referencia clásica para
profundizar es G. Lukàcs, Historia y consciencia de clase, Barcelona,
Grijalbo, 1975.

[14] Véase especialmente el argumento de D. Harvey: “La acumulación


por desposesión”, El Nuevo Imperialismo, Madrid, Akal, 2003; “El
neoliberalismo a juicio” en Breve historia del neoliberalismo, Madrid,
Akal, 2007.

[15] F. Engels, Juristen-Sozialismus, 1887 (citado en A. Domènech,


“Socialismo. ¿De dónde vino? ¿Qué quiso? ¿Qué logró?” en M. Bunge y C.
Gabeta (comps.) ¿Tiene porvenir el socialismo?, Barcelona, Gedisa,
2015).

[16] M. Tuñón de Lara, Metodología de la historia social en


España, Madrid, Siglo XXI, 1973, p.31.

[17] I. Katznelson, “Constructing Cases and Comparisons”, en


Katznelson, I. y Zolberg, A. I., Working-Class Formation. Nineteenth-
Century Patterns in Western Europe and the United States, Princeton:
Princeton University Press, 1986.

[18] Algunos autores prefieren reservar el uso de “clase social” a esta


dimensión. Ellen Meiksins Wood, por ejemplo, emplea la expresión
“situaciones de clase” para referirse a la dimensión objetivo-fáctica.

[19] Ver, para los ejemplos, G.E.M. de Ste. Croix La Lucha de clases en el
mundo griego antiguo, Barcelona, Crítica, 1988; A. Matthiez, La
Revolución Francesa, Barcelona, Labor, 1935; E. P. Thompson, Tradición,
revuelta y conciencia de clase, Crítica, Barcelona, 1984. La lucha de clases
no siempre revista formas tan épicas. De hecho, no sería demasiado
arriesgado defender que su forma más habitual tiene lugar en pequeños
actos de resistencia a la imposición de las condiciones laborales. El
absentismo laboral, la deferencia, el trabajo con desgana, el sabotaje
disimulado, la pequeña complicidad y otros actos similares pueden
incluirse así en esas relaciones (casi) siempre conflictivas que son las
clases sociales.

[20] E. Meiksins Wood, “The Politics of Theory and the Concept of Class:
E.P. Thompson and his Critics”, Studies in Political Economy, 9, 1982.

[21] Para algunos historiadores las clases son, por tanto, una evidencia
empírica, queriendo decir que el concepto de clase surge del análisis del
proceso diacrónico, de las “regularidades repetidas ante situaciones
análogas” a lo largo del tiempo, y por tanto se trataría de un concepto
histórico en el sentido de que está diseñado para integrar en sí esas
regularidades en el transcurrir de la historia (véase E. P. Thompson,
“Observaciones sobre clase y «falsa conciencia»”, Historia Social, 10,
1991, pp. 27-32).

[22] Para este hilo argumental ver E. P. Thompson, Miseria de la teoría,


Barcelona, Crítica, 1981.

[23] E. P. Thompson, “Folklore, Anthropology and Social


History”, Indian historical review, v. 3 (2), 1978, pp. 247-266. Sin ir más
lejos, los recursos culturales o las redes de contactos juegan un papel
esencial en los procesos de acumulación de capital, porque
proporcionan herramientas para desenvolverse en el mundo que se
hacen valer, por ejemplo, a la hora de obtener un mejor rendimiento
escolar, de conseguir un puesto de trabajo o de ganar aceptación de los
pares La referencia clásica es P. Bourdieu, La distinción: criterios y bases
sociales del gusto, Madrid, Taurus, 1988. Dos autores relevantes que
ofrecen una actualización del análisis de Bourdieu son el propio Mike
Savage, op.cit. o José Luis Moreno Pestaña, véase La cara oscura del
capital erótico, Madrid, Akal, 2016

[24] Para este argumento, véase el segundo capítulo de G. E. M. de Ste.


Croix, op.cit.

[25] Thompson, E. P., “La sociedad inglesa en el siglo XVIII. ¿Lucha de


clases sin clase?”, en Tradición, revuelta y consciencia de clase,
Barcelona, Crítica, 1984, epígrafe IV. Que Thompson no reducía el
concepto de clase a la existencia de una clase obrera formada y
consciente de sí misma (a pesar de las recurrentes críticas que se le
hicieron y hacen en este sentido) es algo evidente en sus estudios sobre
la Inglaterra del XVIII y en el hecho de que siempre admiró y citó en
repetidas ocasiones el uso del concepto de clase que hacían sus colegas
Rodney Hilton o Christopher Hill, ocupados en el estudio de períodos en
los que el vocabulario en términos de clase no estaba disponible para los
sujetos. Para una discusión de la pertinencia de su concepto, véase
Meiksins Wood, E. “The Politics of Theory and the Concept of Class: E. P.
Thompson and His Critics”, Studies in Political Economy, vol. 9, pp. 45-
75, 2008.

[26] Por razones de espacio, el siguiente epígrafe resumirá algunas


cuestiones complejas de forma excesivamente simplificadora. Espero
que el lector sepa perdonarme por ello. Me he ocupado con más detalle
de estos problemas en Martínez-Cava Aguilar, J. “Cuando el bozal de la
bestia es de papel. Ernesto Laclau en el siglo XXI”, Sin Permiso, 16, 2018.

[27] Ver, ante todo, E. Laclau y C. Mouffe, Hegemonía y estrategia


socialista, México D.F., Siglo XXI, 1985.

[28] E. P. Thompson, The Making of…, op.cit.

[29] Ellen Meiksins Wood, Democracy against Capitalism. Renewing


Historical Materialism, Londres, Verso, 1995.

[30] Y. Varoufakis, “The High Cost of Denying Class War”, Project


Syndicate, 8 de diciembre de 2017.

[31] Ver El 18 de Brumario de Luis Bonaparte o La guerra civil en


Francia. Para su papel como periodista puede leerse el artículo de David
Guerrero en este mismo volumen, y la reciente colección editada por
Mario Espinoza: K. Marx, Artículos periodísticos, Madrid, Alba, 2016.
Para su lectura de la dimensión internacional de la lucha de clases véase
el clásico A. Rosenberg, Democracia y socialismo. Historia política de los
últimos ciento cincuenta años (1789-1937), México D.F., Siglo XXI, 1981.

[32] E. Meiksins Wood, ¿Una política sin clases? El postmarxismo y su


legado, Buenos Aires, RYR, 2013.

[33] Un vistazo a algunos movimientos que llegaron a poner en peligro


a los poderes capitalistas debería bastar. Por ejemplo: el movimiento
pacifista durante la Guerra Fría. O, por limitarnos a nuestro entorno, el
movimiento vecinal en la Transición española. El papel de las mujeres
en la historia del movimiento obrero, tradicionalmente olvidado, y que
lideró huelgas de alquileres o motines populares, también merece un
papel destacado aquí.

[34] V. Chibber, “Why the Working Class”, Jacobin, 13 de marzo de 2016.


[35] E. P. Thompson, “El punto de producción”, en Socialismo y
democracia, México, UAM, 2016, p.316.

[36] Véase el fantástico artículo de M. Davis, “Old Gods, New Enigmas.


Notes on Historical Agency”, Catalyst, 1 (2), 2017. Sobra decir que la
pérdida de protagonismo de esta figura no implica ni su desaparición ni
que sea prescindible de cara a una transformación social profunda.

[37] La referencia clásica es E. P. Thompson, La formación de la clase


obrera en Inglaterra, Madrid, Capitán Swing, 2012.

[38] Un ejemplo en nuestro entorno serían el Instituto Nacional de


Estadística (INE) o el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS).

[39] Para la diferencia entre “empleo” y “trabajo” véase D. Raventós, Las


condiciones materiales de la libertad, Barcelona, El Viejo Topo, 2007.

[40] M. Savage, Social Class in the 21st Century, Londres, Penguin, 2015

[41] Dado que muchos de los patrones son similares en otros países
europeos, el estudio podría emplearse como hipótesis para investigar
estos.

[42] La referencia básica para comprender este grupo social sigue


siendo Guy Standing, véase El Precariado: una nueva clase social, Pasado
y Presente, Barcelona, 2013; Basic Income: And How We Can Make It
Happen, Londres, Penguin, 2017. La traducción castellana realizada por
Julio Martínez-Cava, con un epílogo de David Casassas y Daniel
Raventós, está editada en Pasado y Presente, 2018.

[43] Algo que un concepto ocupacional de clase no puede captar por


definición.

[44] B. Lemoine y Q. Ravelli, “Financiarización y clases sociales”, texto


introductorio al número “Financiarisation et classes sociales:
introduction au dossier”, Revue de la régulation [En ligne], 22, 2nd
semestre, otoño de 2017. Disponible traducido
en http://www.sinpermiso.info/textos/financiarizacion-y-clases-
sociales.

[45] Brian Palmer, “Marx y el materialismo histórico: pasado, presente,


futuro”, Nuestra Historia, 5, 2018, pp. 41-48.

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