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de «clase social»
Julio Martínez-Cava
Introducción
La existencia de grandes desigualdades económicas y políticas en el
siglo XXI es algo que sólo un ingenuo o un lunático pondría en duda. En
muchas ocasiones se intenta comprender esa desigualdad diciendo que
uno pertenece a la clase baja, a la clase media o a la clase alta. Si las clases
se entienden con esta metáfora de los escalones, en principio cualquiera
podría mejorar su posición social si se esforzase en encontrar los
medios. El esquema parece intuitivo y no es casualidad que así sea:
ciertos niveles de movilidad social conocidos desde la posguerra en los
países occidentales –junto con un hipertrofiado ideal de meritocracia–
han tenido como efecto que las fronteras sociales aparezcan como
porosas y fáciles de superar[1]. Pero esta imagen es sumamente
engañosa porque entraña algunas presuposiciones interesadas (para
empezar, no nos explica por qué las clases tienen las propiedades que
tienen, ni tampoco qué relación guardan las unas con las otras)[2]. Lo
cierto es que la manera que escojamos para nombrar y comprender esos
grupos sociales está lejos de ser neutral. Margaret Thatcher era muy
consciente de ello cuando afirmaba, con su inimitable estilo, que eso de
la «clase» “es un concepto comunista. Porque agrupa a la sociedad en
dos bandos y los enfrenta unos con otros”[3]. Tampoco es casualidad
que los primeros estudios empíricos que agrupaban a las personas en
clases sociales fueran realizados, a finales del siglo XIX, por grandes
magnates industriales que señalaron lo que supuestamente era (y debía
ser) una clase media “sana” o “moral” y lo que, por oposición, era (y no
debía ser) una clase baja “peligrosa” o “inmoral”[4]. La moralización de
las divisiones sociales ha sido algo habitual en la historia de la
humanidad, y especialmente corriente en los primeros pasos del
capitalismo. El mismo lenguaje con el que nos referimos a las clases
sociales viene en gran medida influido por el estado de los conflictos
sociales y el bagaje histórico desde el que hablemos. Entonces, ¿de qué
manera deberíamos comprender las clases sociales para ser lo
más objetivos posibles y no caer en “moralismos”? ¿Y cómo hacerlo
siendo conscientes de que nuestros conceptos y lenguajes intervienen
sobre la realidad y por tanto ya no podrán ser imparciales? En este
artículo defenderé que un concepto histórico, especialmente uno
inspirado en la obra de K. Marx y su desarrollo por parte de diversos
historiadores marxistas, es la mejor opción para aprehender qué son las
clases sociales y en qué sentido toda política transformadora
progresista debería tenerlas en cuenta.
“La clase obrera [...], con la transformación del modo feudal al capitalista
de producir, fue despojada de toda propiedad sobre los medios de
producción, y merced al mecanismo del modo capitalista de producir, es
una y otra vez, engendrada de continuo en ese estado de hereditaria
desposesión”[15]
Las notas del concepto que hemos ofrecido son más bien pocas.
Difícilmente unas características tan generales podrían
proporcionarnos la complejidad de determinaciones que ofrece
cualquier sociedad humana. Por eso mismo señalar que “clase” es una
categoría histórica implica, entre otras cosas, que en cada período
histórico las características básicas deben rellenarse con las
determinaciones propias al objeto estudiado. El concepto de clase social
no puede ser siempre el mismo porque las sociedades a las que se aplica
no son siempre las mismas. Visto así, las características que hemos
otorgado al concepto de clase social en el capitalismo (generalización
del trabajo asalariado por una desposesión masiva y recurrente –con
enormes dosis de trabajo reproductivo invisibilizado–; códigos jurídicos
que ocultan esa dimensión desigual –y otras características que no
hemos analizado aquí) son válidas para las sociedades capitalistas
(porque surgen del estudio de estas), y no en todas ellas tienen la misma
centralidad (entre otras cosas porque pueden convivir diferentes
modos de producción en una misma sociedad aunque el capitalista sea
el dominante). El historiador británico E. P. Thompson ha advertido con
razón que hemos de diferenciar claramente ambos usos del concepto y
ser cautos en el uso del primero. En las sociedades industriales, nos dice,
las “clases” forman parte de la evidencia histórica misma (lenguajes,
instituciones, identidades de clase son recursos disponibles para los
individuos) mientras que en períodos anteriores no podría sostenerse
lo mismo[25]. Pues bien, cabe ahora preguntarse, ¿qué validez puede
tener un concepto como el definido para comprender nuestro propio
tiempo histórico? Fenómenos como la robotización, la
desindustrialización, la financiarización, el auge de los nuevos
movimientos sociales o la derrota del movimiento obrero, todo ello,
¿supone el final de la centralidad (analítica y normativa) de la cuestión
de clase?
Conclusión
Las fuerzas democráticas han confiado durante mucho tiempo en una
apelación a las clases explotadas definidas según su ocupación laboral,
porque durante décadas este esquema parecía funcionar más o menos
bien (no sin invisibilizar y postergar injustamente a otros sujetos
oprimidos). Desde el declive del trabajador industrial como actor
protagonista, y al calor de las grandes luchas que abrió el final del pacto
social de posguerra, se ha confiado en apelar a la pluralidad y
heterogeneidad de la sociedad civil, acusando de “reduccionista” a todo
aquel que hablase de clases sociales. Hoy en día, no se producen
alineamientos políticos tan claros según las ocupaciones, y la
descarnada crudeza que hemos conocido tras la crisis de 2008 ha
mostrado los límites de los enfoques desclasados.
El reto para las fuerzas democráticas del siglo XXI es hacer frente al
rentismo financiero y su voracidad mercantilizadora. Pero su éxito
seguirá dependiendo de cómo sepan despertar las energías dormidas y
movilizar las aspiraciones y deseos de las personas que viven
diariamente la compulsividad de unas relaciones de clase que bloquean
sus capacidades creativas. Para esa lucha es necesario actualizar los
análisis de clase, evitando los errores del pasado y visibilizando todos
mecanismos de explotación y las fuentes de injusticia social por más
sutiles que estas sean, un análisis que recoja la realidad histórica
cambiante en todas sus dimensiones (que aborde la centralidad de la
riqueza como principal determinante de clase y que proponga como
sujeto transformador a los afectados por las múltiples dinámicas
desposeedoras del capitalismo[45]), en suma, que pueda servir como
una topografía social para orientarse políticamente. En esa tarea, el
pensamiento de Karl Marx sigue siendo uno de nuestros mejores
aliados.
Notas:
[1] M. Savage, Social Class in the 21st Century, Londres, Penguin, 2015. No
debe olvidarse que la idea de la “meritocracia” dentro de una sociedad
capitalista –que uno ocupa la posición social que merece como resultado
de su esfuerzo y acción– fue acuñada por un diputado laborista de
izquierdas… ¡precisamente para criticarla como engaño! Véase Michael
Young, The Rise of Meritocracy (1958).
[7] E. Meiksins Wood, “The Uses and Abuses of «Civil Society»”, Socialist
Register, 26, pp. 60–84.
[8] Las relaciones que mantenemos los seres humanos en sociedad
pueden ser más o menos compulsivas según impelan con mayor o
menor fuerza a jugar el rol que preestablecen. Según el sociólogo hindú
Vivek Chibber, el hecho de que la supervivencia de los desposeídos de
recursos productivos dependa de la aceptación de contratos de trabajo
asalariado en mercados laborales hace que las relaciones de clase sean
especialmente compulsivas. Y lo son porque afectan y movilizan las
motivaciones más básicas de la especie humana: su propia
supervivencia. Véase V. Chibber, “Rescuing Class From the Cultural
Turn”, Catalyst, 1 (1) 2017.
[19] Ver, para los ejemplos, G.E.M. de Ste. Croix La Lucha de clases en el
mundo griego antiguo, Barcelona, Crítica, 1988; A. Matthiez, La
Revolución Francesa, Barcelona, Labor, 1935; E. P. Thompson, Tradición,
revuelta y conciencia de clase, Crítica, Barcelona, 1984. La lucha de clases
no siempre revista formas tan épicas. De hecho, no sería demasiado
arriesgado defender que su forma más habitual tiene lugar en pequeños
actos de resistencia a la imposición de las condiciones laborales. El
absentismo laboral, la deferencia, el trabajo con desgana, el sabotaje
disimulado, la pequeña complicidad y otros actos similares pueden
incluirse así en esas relaciones (casi) siempre conflictivas que son las
clases sociales.
[20] E. Meiksins Wood, “The Politics of Theory and the Concept of Class:
E.P. Thompson and his Critics”, Studies in Political Economy, 9, 1982.
[21] Para algunos historiadores las clases son, por tanto, una evidencia
empírica, queriendo decir que el concepto de clase surge del análisis del
proceso diacrónico, de las “regularidades repetidas ante situaciones
análogas” a lo largo del tiempo, y por tanto se trataría de un concepto
histórico en el sentido de que está diseñado para integrar en sí esas
regularidades en el transcurrir de la historia (véase E. P. Thompson,
“Observaciones sobre clase y «falsa conciencia»”, Historia Social, 10,
1991, pp. 27-32).
[40] M. Savage, Social Class in the 21st Century, Londres, Penguin, 2015
[41] Dado que muchos de los patrones son similares en otros países
europeos, el estudio podría emplearse como hipótesis para investigar
estos.