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La crisis de la difusión del libro

Cultura

30 Mar 2019 - 4:29 PM

Jaír Villano/ @VillanoJair

Que no haya pauta comercial, que no haya presupuesto para financiar, que los lectores sean
esquivos es importante, pero no es lo único. Hay una problemática más aguda y sobre la cual no se
ha querido girar el foco: el contenido. El periodismo cultural, vamos a decirlo sin ambages, ha
lacerado la salud del libro.

Cortesía

Hay atenuantes que permiten pensar que es comprensible. Por un lado, porque en Colombia, más
que lectores hay público; y porque los periodistas de las redacciones están muy ocupados, muy
apremiados, trasnochan mucho; en suma: no tienen tiempo para leer los tres o cuatro libros
semanales, indispensables, necesarios.

Hay algo que pareciera que no se ha entendido: que la publicación de un libro no se celebra; se
discute. Pues bien: para desarrollar dicha discusión son necesarias otras lecturas (profusas y
heteróclitas), otros conocimientos; un acervo más amplio que aquel que ofrecen las crónicas y los
artículos.

Christopher Domínguez dice que el crítico literario debe leer más, -y escribir mejor-, que un escritor.
Es obvio que para ello es necesario el tiempo que permita sumergirse en la lectura; y, así, alterar lo
que impone el canon; descubrir autores marginados; hallar defectos históricamente desapercibidos.
Una crítica no puede ser ofrecida por un periodista cuyas bases son los textos escritos por sus
colegas, los libros sugeridos por un entrevistado (el bestseller de turno), el catálogo diseñado por
las editoriales, ni siquiera el artista recién laureado.

Para hacer una crítica lacónica y rigurosa, -desde los medios-, es necesario estar abastecido por
panorámicas más amplias que aquellas que el sentido común, los mitos, las librerías de cadena y el
todo poderoso mercado nos han infundado.

A mí se me hace que buena parte del problema es la forma como nos han vendido la lectura. Y no
hablo aquí del trauma infantil y juvenil fomentado en los colegios; me refiero a la idea que tenemos
por lectura, por el lector, por los libros. La lectura es placer y divertimiento, desde luego; pero
también es rigor y disciplina. Ser lector es un oficio que demanda tiempo, soledad, sacrificio. No es,
como creen algunos, una actividad para antes de ir a dormir, ni para pasar los domingos en el
parque, ni para las charlas en el club, ni para mejorar la vida, ni para atrofiarla. Es un oficio y como
oficio tiene sus horarios, sus momentos (todos los momentos), sus caprichos. (Ay, ya quisiera uno).
Tan es así que Alfonso Reyes tiene una teoría sobre la clase de lectores (véase Categorías de lectura):
los aficionados, los profesionales. De su fecunda analítica, una perla: “A veces se me ocurre que, sin
cierto olvido de la utilidad, los libros no podrían ser preciados”.

Con todo, hay una especie que puede desarrollar los debates con el respeto y la altura que el libro
merece; me refiero a los colaboradores o freelance. Lamentablemente, para escribir sobre literatura
en Colombia, -para hacerlo con el compromiso que exigía Hernando Téllez-, es condición una suerte
de terquedad y masoquismo: pues salvo que sean los tres o cuatro de siempre, -ellos: los eruditos-,
hay que estar dispuesto a hacerlo a expensas de uno mismo.

A expensas del pago, si lo hay; a expensas de la reacción energúmena de los adeptos, que les
molesta una consideración distinta y menos entusiasta sobre las obras de sus maestros; a expensas
de los mismos colegas. Porque en Colombia no hay crítica, o no conocida. Pero sí hay algo más
llamativo: crítica sobre la crítica. Que eso que sale en la prensa no hace honor al género, que se trata
de resentimientos, que se replica lo sabido. Es no más que alguien ose revelar lo callado, para que
los estados de Facebook y Twitter revienten: “¿Y este quién es? ¿Ese apellido es un seudónimo?”.

Podría agregar a los profes de las facultades de literatura. Pero ellos están obstinados con sus
revistas indexadas, sus puntos, sus ponencias, su CvLAC; y todo lo que genere prestigio académico
y contribuya en la buena imagen de su facultad. En mi opinión, son estos docentes los que deberían
incentivar este tipo de polémicas. Pero, claro, en la academia la percepción de la literatura es
distinta (ojo: distinta, no ideal).

Y entonces toda la labor recae en periodistas que para evitar estas controversias, -y desligarse de
problemas que pueden salir caros-, prefieren ser condescendientes. Qué cuentos de crítica, qué
cuentos de interrogación, qué cuentos de plumas de sellos desconocidos. Toda la razón le asiste a
Gabriel Zaid: “El periodismo cultural se ha vuelto una extensión del periodismo literario”.

No estamos organizados para leer, -para seguir citando al mexicano-, estamos diseñados “para
alcanzar metas de crecimiento, producción, ventas, rentabilidad”. Para lograr clics, para aumentar
el rating; no importa el precio, no importa el costo. Y por eso hay que decirlo y enfatizarlo: al libro
se le respeta; es un objeto comercial, claro, pero con distintas connotaciones.

Recientemente, el suplemento más importante que tenía el Valle del Cauca, La Gaceta, fue sacado
de circulación. Es tan lamentable su descontinuo, como tan cuestionable el contenido que venían
abarcando: réplicas de los sellos más poderosos, efemérides suficientemente tratadas,
largometrajes analizados a lo largo y ancho del mundo. Y sí: uno que otro texto que resaltaba las
expresiones artísticas y culturales de la ciudad. Bueno, tampoco es que se pueda esperar mucho de
una casa editorial de tan estrecho alcance.

Una de las líneas de investigación del periodista cultural debería ser la de rescatar a esos artistas
cuyo talento ha sido invisibilizado; porque que no haya premios, ni rimbombantes vitrinas, ni fama,
no significa que sea por ausencia de facultades; así como no es talentoso el que sí cuenta con todas
esas ventajas.

En el Valle del Cauca, -y en el país-, sí que se pueden encontrar ejemplos. Autores que no han tenido
la oportunidad de figurar en las páginas de prensa, por simple y llano desconocimiento de un
redactor; por el prejuicio que genera el hecho de que la obra sea publicada por un sello editorial
alternativo; o, simplemente, porque no hay tiempo para leer todo lo que llega a la redacción.
Y me parece que más que informadores, necesitamos formadores; formadores de criterio, de
perspectiva, de opinión. La información es vital, cómo negarlo; pero sin quien la gobierne y la
maneje, -sin el formador-, es decorativa, ornamentaria, estéril.

No es mi intención apostrofar la labor del periodismo cultural; es solo que, por defecciones como
las descritas anteriormente, en nuestras regiones y en nuestro país ha sido imposible consolidar una
cultura del libro. Y yo no sé ustedes, pero en una sociedad con problemáticas tan agudas y
retardatarias, tan enquistadas y tan obvias; en una sociedad como esta, son necesarios ciudadanos
que sean buenos lectores.

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