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TEOLOGÍA DE LA REVELACIÓN
Valoración de lo positivo
a. esencia y deseo unidos revelan el dinamismo profundo del espíritu. No hay religión desde el pensamiento
abstracto, sino desde la experiencia concreta de la vida, el amor y la muerte. Dios ha de ser buscado.
b. Clave determinante de toda espiritualidad: el horizonte es el más. Cerrarse o asentarse es morir. No egoísmo.
c. El hombre se realiza “desde arriba”, desde lo que lo trasciende, no desde lo que se apropia; desde lo eterno
en el tiempo, no por maduración de lo inmanente temporal.
Crítica
a. hacer de Dios el objeto del deseo del hombre es ambiguo; debe mantenerse la distancia entre el deseo y la
alteridad. No es lo mismo experiencia religiosa y experiencia teologal.
b. Se ve bien cuando se mira en perspectiva psicodinámica (psicológica):
lleva necesidad de gratificación (principio de placer)
se dirige a una realidad inaprensible--- riesgo de “objeto imaginario”
uso ideológico del sistema por la clase dominante
autotrascendencia reducida a proyección de fantasía de omnipotencia
c. espiritualismo desencarnado...
“De múltiples maneras, en su historia, y hasta el día de hoy, los hombres han expresado su búsqueda de Dios
por medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones,
etc.). A pesar de las ambigüedades que puedan entrañar, estas formas de expresión son tan universales que se
puede llamar al hombre un ser religioso.” (28 a)
Y cita el texto de Hech 17,26-28, que en este contexto ilumina desde la fe el dato anterior.
Pero en este momento del tratado, este texto del Magisterio se trae aquí sólo como un testimonio
contemporáneo de una afirmación “establecida” de la antropología: la dimensión religiosa del ser humano. Ésta
no se reduce a una condición estructural que pertenecería a un sujeto abstracto (un espíritu “finito” abierto a “lo
infinito”), sino que incluye el fenómeno cultural de las religiones en concreto. Si ha de considerarse una posible
revelación que se dirija a personas en una situación concreta, se plantea la relación entre religión y revelación.
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Quizá en otros términos, la cuestión es central en la historia bíblica y se ha vuelto a plantear con fuerza, por
múltiples factores, en Europa a partir del s. XVI. En la actualidad es motivo de intensos debates en el ámbito del
diálogo ecuménico y, sobre todo, interreligioso. El mundo pluralista en que hoy se anuncia y vive el evangelio de
Jesucristo reclama de los cristianos una atención seria a la realidad de la(s) religión(es).
Introducción “Para que este diálogo (interreligioso) pueda ser fructífero hace falta que el cristianismo y en
concreto la Iglesia católica procure aclarar cómo valora desde el punto de vista teológico las religiones... Las
reflexiones que siguen tienen como objeto principal la elaboración de algunos principios teológicos que ayuden
a esta valoración.” (3)
Teología de las religiones. Objeto, método y finalidad “Una teología cristiana de las religiones tiene ante sí
diversas tareas. En primer lugar el cristianismo deberá procurar comprenderse y evaluarse a sí mismo en el
contexto de una pluralidad de religiones; deberá reflexionar en concreto sobre la verdad y la universalidad
reivindicadas por él. En segundo lugar deberá buscar el sentido, la función y el valor propio de las religiones en
la totalidad de la historia de la salvación. Finalmente la teología cristiana deberá estudiar y examinar las
religiones concretas, con sus contenidos bien definidos, que deberán ser confrontados con los contenidos de la fe
cristiana. Para ello es necesario establecer criterios que permitan una discusión crítica de este material y una
hermenéutica que lo interprete.” (7)
La cuestión de la salvación “La cuestión de fondo es la siguiente: ¿son las religiones mediaciones de salvación
para sus miembros? ... No se debe confundir esta cuestión con la de la salvación de los individuos, cristianos o
no.” (8)
La cuestión de la verdad “... Se nota hoy una tendencia a relegarlo (el problema de la verdad de las religiones) a
un segundo plano, desligándolo de la reflexión sobre el valor salvífico... Se produce una cierta confusión entre
“estar en la salvación” y “estar en la verdad”... La omisión del discurso sobre la verdad lleva consigo la
equiparación superficial de todas las religiones, vaciándolas en el fondo de su potencial salvífico.” (13)
“La concepción epistemológica subyacente a la posición pluralista utiliza la distinción de Kant entre noumenon y
phaenomenon. Siendo Dios, o la Realidad última, trascendente e inaccesible al hombre, sólo podrá ser
experimentado como fenómeno, expresado por imágenes y nociones condicionadas culturalmente.” (14)
La cuestión de Dios “[En la posición pluralista] Siendo el Misterio universalmente activo y presente, ninguna
de sus manifestaciones puede pretender ser la última y definitiva. De este modo la cuestión de Dios se halla en
íntima conexión con la de la revelación.” (16)
“También relacionado con la misma cuestión está el fenómeno de la oración, que se encuentra en las diversas
religiones. ¿Es en definitiva el mismo destinatario el que es invocado en la oración de los fieles bajo nombres
diversos?” (17)
El debate cristológico “... La dificultad mayor del cristianismo se ha focalizado siempre en la “encarnación de
Dios”, que confiere a la persona y a la acción de Jesucristo las características de unicidad y universalidad en
orden a la salvación de la humanidad. ¿Cómo puede un acontecimiento particular e histórico tener una
pretensión universal? ¿Cómo entrar en un diálogo interreligioso, respetando todas las religiones sin considerarlas
de antemano como imperfectas e inferiores, si reconocemos en Jesucristo y sólo en él el Salvador único y
universal de la humanidad? ¿No se podría concebir la persona y la acción salvadora de Dios a partir de otros
mediadores además de Jesucristo? (18)
“Dentro de esta posición (el teocentrismo salvífico, que acepta un pluralismo de mediaciones salvíficas legítimas
y verdaderas) un grupo de teólogos atribuye a Jesucristo un valor normativo, ya que su persona y su vida revela,
del modo más claro y decisivo, el amor de Dios a los hombres.” (19)
“Otro grupo de teólogos defiende un teocentrismo salvífico con una cristología no normativa... La encarnación
sería una expresión no objetiva, sino metafórica, poética, mitológica. Pretende sólo significar el amor de Dios
que se encarna en hombres y mujeres cuyas vidas reflejan la acción de Dios.” (20)
“La consecuencia más importante de esta concepción es que Jesucristo no puede ser considerado el único y
exclusivo mediador. Sólo para los cristianos es la forma humana de Dios, que posibilita adecuadamente el
encuentro del hombre con Dios, aunque sin exclusividad... Siendo el Logos mayor que Jesús, puede encarnarse
también en los fundadores de otras religiones.” (21)
“Esta misma problemática vuelve cuando se afirma que Jesús es Cristo, pero Cristo es más que Jesús. Esto
facilita sobremanera la universalización de la acción del Logos en las otras religiones... Otro modo de
argumentar en esta misma línea consiste en atribuir al Espíritu Santo la acción salvífica universal de Dios, que
no llevaría necesariamente a la fe en Jesucristo.” (22)
Misión y diálogo “... Si las religiones son sin más caminos para la salvación (posición pluralista), entonces la
conversión deja de ser el objetivo primero de la misión, ya que lo importante es que cada uno, animado por el
testimonio de los otros, viva profundamente su propia fe.” (23)
Puede resultar útil, en el contexto de la religión, dedicar algunos párrafos al contexto actual de la
indiferencia religiosa y de la nueva religiosidad.
¿Cómo describir la indiferencia religiosa? Fenómeno difícil de precisar, se presenta como una tendencia
muy compleja, caracterizada, desde el punto de vista subjetivo, por la ausencia de inquietud religiosa y,
objetivamente, por la afirmación de la irrelevancia de Dios y de la dimensión religiosa en el plano de los valores:
aunque Dios existiera no sería un valor para el individuo indiferente.
Aunque se trate de un fenómeno masivo e informe, pueden reconocerse algunos “tipos”:
. indiferencia religiosa por alejamiento progresivo: surge silenciosamente como solución no refleja, pero
cómoda y sostenida por el ambiente.
. indiferencia religiosa por absorción psicológica: se canalizan las fuerzas hacia proyectos personales que llenan
la vida cotidiana sin que se perciba el vacío religioso ocasionado.
. indiferencia religiosa por compromiso (social, político, cultural): en general, resultado de una falta de
significatividad de la fe.
. indiferencia religiosa como salida a un conflicto personal: errores en la formación religiosa, experiencias
frustrantes con gente de iglesia, cansancio...
Pueden también señalarse algunos factores que desencadenan o fomentan la indiferencia. Aún cuando se
trata de una selección subjetiva de valores (se abandona lo que se percibe como inservible), los factores
personales no son excluyentes; el ambiente influye de modo decisivo. Los fenómenos sociales de la
secularización, del pluralismo social, de la urbanización, de la industrialización, de las corrientes migratorias
fomentan la indiferencia religiosa. A nivel más subjetivo e intraeclesial, podrían señalarse las dificultades que
muchos creyentes encuentran en aspectos de la liturgia y en la comprensión del lenguaje religioso. No en último
lugar merece considerarse el impacto de los medios de comunicación.
La increencia de la Nueva Era (New Age)
Sobresale en el magma confuso y sorprendente del resurgir de lo religioso a fines del siglo XX. Frente a
la fragmentación, dispersión y agresividad de nuestro tiempo, la Nueva Era ofrece reconciliación y pacificación
interiores, en una expansión de la conciencia más allá de sus límites aparentes, una visión de la realidad que
seduce y fascina: unidad y totalidad, superación del amor personal hacia una trascendencia englobante y
dinámica, inserción orgánica del microcosmos del ser humano en el macrocosmos del universo, valoración de lo
emotivo e intuitivo, elaboración de un sincretismo religioso hecho a la medida de los sueños y deseos del
hombre. Y todo ello propuesto en una atmósfera de acogida y calor humano.
Los medios que conducen a esa liberación y armonía interior son la meditación, la experiencia mística,
la experiencia del propio cuerpo, el yoga, la danza, el redescubrimiento de saberes esotéricos y mitológicos...
Ésta es su oferta:
Frente a la búsqueda de identidad y armonía, una conciencia integral cósmica. El hombre debe anular la
distancia que lo separa de la realidad y sumergirse totalmente en ella, hacerse una sola cosa con la vida que
en ella late. El hombre encuentra el sentido cuando renuncia a ser él mismo aislado, cuando renuncia a su
tono individual del yo y se zambulle en el sonido cósmico total... Todo está de algún modo en cada uno y
cada uno está en el todo... Hoy está surgiendo la conciencia integral, que capta la realidad del mundo en total
transparencia y diafanidad sin las servidumbres del espacio y del tiempo.
Frente a la angustia que generan la fragmentación y la complejidad, una mística monística. La complejidad de
lo real se vuelve insoportable. Se ansían respuestas, aceptando incluso simplificaciones, mutilaciones,
recetas claras y definitivas de uso inmediato, vengan de donde vengan. La ilusión es acabar con la
ambigüedad y la amenaza de una realidad terriblemente compleja. La solución de la Nueva Era es una
mística como unificación del yo consigo mismo y con el mundo, como confluencia entre sujeto y objeto.
Dios y mundo, espíritu y materia, alma y cuerpo, inteligencia y sentimiento... forman una única e inmensa
vibración, un océano infinito de energía... Hay que alcanzar la experiencia mística del Todo Divino, de la
Energía cósmica.
Frente al anhelo de absoluto, una espiritualidad sin trascendencia. El interés por el misterio y la profundidad
de las cosas rechaza las iglesias, incluso la realidad de un Dios personal y toda clase de contenidos
doctrinales. Se cree así poder abandonar finalmente el dogmatismo, la intolerancia y todas las barreras que
se han puesto a la evolución y ampliación de la existencia y de la conciencia. Con la percepción de estar
viviendo un cambio cultural, lo espiritual se desplaza desde las religiones de carácter normativo a las que
proporcionan una experiencia espiritual directa. A Dios se lo debe experimentar como flujo, como totalidad,
como infinito caleidoscopio de la vida y de la muerte, como suma total de la conciencia existente en el
universo, que se expande a través de la evolución humana: “Los físicos nos dirán que todos los objetos del
cosmos son simplemente formas diversas de una única Energía, y no me parece que tenga la menor
importancia que el nombre que le demos sea “brahman”, “Tao”, “Dios” o, lisa y llanamente, “energía”. (K.
Wilber, La conciencia sin límites. Aproximaciones de Oriente y Occidente al crecimiento personal,
Barcelona, 1985,65)
Orientación bibliográfica:
Gera,L., “La cuestión sobre el valor salvífico de las religiones en el Documento de la Comisión Teológica
Internacional”: Teología 71 (1998/1), 197-223.
Jiménez Ortiz,A., “La Teología Fundamental ante el desafío de la increencia”: Izquierdo,C. (ed.), Teología
Fundamental. Temas y propuestas para el nuevo milenio, Bilbao, 1999, 129-179.
Zecca,A.H., “Religión y revelación. La cuestión de la revelación en El cristianismo y las religiones”: Teología
71 (1998/1), 63-86.
La historia muestra la preocupación incesante del ser humano por el más allá de la realidad histórica.
Dios aparece como la realidad que es punto de referencia de toda teoría y horizonte de toda praxis: una
comprensión de la realidad global. Hasta el s. XVIII (Kant) el Dios personal del judeocristianismo daba sentido a
la vida y coherencia al pensamiento. Desde entonces, se ha profundizado la crítica de dicha cosmovisión. A esto
se añade una crisis de los signos tradicionales de expresión del conocimiento del Absoluto y las vivencias
religiosas.
La razón tecnológica contemporánea no da hoy razón de los fundamentos últimos; también el hombre de
hoy necesita y busca una nueva vinculación con la instancia superior.
El orden de la tradición filosófica y cultural asumía tres elementos: Dios, eterno y necesario; el mundo,
espacio y período de tránsito; el hombre, realidad intermedia que debía efectuar el paso de uno al otro. La cultura
actual considera el mundo como hechura del hombre, como su único responsable, cuyas contradicciones son las
del mundo mismo. La cuestión de Dios, marginada en la modernidad, sigue planteándose, no ya desde el
cosmos, sino desde el hombre en relación con sus semejantes.
- se lo ha de adorar
- la moralidad es la forma suprema de la adoración divina
- las faltas y crímenes se perdonan con el arrepentimiento
- hay un premio y un castigo después de esta vida.
Estos principios subyacen en las diferentes religiones, que coinciden en los mismos. Y son a la vez, la
norma crítica para las religiones concretas. Los añadidos son engaños clericales o pura alegoría.
Para John Locke el contenido de la religión cristiana es “tan simple, que ilumina de inmediato a la razón
humana, y tan general que no incluye una confesión particular”. Kant aplica la misma idea a la interpretación de
la Biblia: “Los pasajes de la Escritura que contienen ciertas doctrinas teóricamente declaradas como santas, pero
que superan todo concepto de razón, pueden interpretarse en beneficio de dicha razón; en cambio, aquellos que
contienen principio contrarios a la razón práctica, deben interpretarse en beneficio de ésta.”
No hay espacio para una revelación particular cuando todo es revelación (como ocurre en el idealismo y
sobre todo en el de Hegel), porque el hombre es el lugar de la presencia, la acción y la historia del espíritu
divino-absoluto, y porque además la historia universal es el movimiento del espíritu absoluto a través del y en el
espíritu humano, es el camino de su “revelación”, el camino en la forma dialéctica con tesis, antítesis y síntesis.
No hay espacio para una tal revelación si ésta no es accesible al hombre. En el caso del empirismo y el
positivismo, sólo resulta accesible lo que perciben los sentidos, sometido a verificación, repetición, experimento
y control. La ciencia de la naturaleza es la única forma de conocimiento humano. El materialismo de cualquier
tipo tampoco deja espacio para la revelación; ésta no es sino sueño ideal, proyección o superestructura
ideológica.
La categoría de Ilustración suele subsumir la edad moderna; ella es sobre todo una crítica de la
revelación. Su real interés era reconciliar revelación y razón. Debe entenderse su crítica “como crítica de una
inteligencia supranaturalista de la revelación, que como réplica del naturalismo entiende la revelación cual si
fuera un añadido irracional, que no puede ser creído como en un acto de autoentrega; como crítica de un
positivismo de la revelación, que reclama la fe para lo establecido y afirmado por tradición y autoridad
únicamente por su condición de ser algo dado, equiparando positividad y validez; finalmente, como crítica de un
absolutismo de una teología de la revelación, el cual reduce el déficit de fundamentación de las afirmaciones
reveladas a unos decretos incomprensibles de la voluntad de la potentia absoluta de Dios y exige un
sometimiento incuestionado, para el cual sólo son posibles unas razones extrínsecas, es decir, que se apoyan en
el aspecto externo y en las circunstancias exteriores de la revelación.” (Seckler)
La discusión moderna fue un verdadero desafío teológico, y contribuyó a que se reconociera la idea de
revelación como el concepto clave de fe y teología, que la revelación constituye la definición trascendental de lo
cristiano, y que con ella ha de señalarse la dimensión originaria y esencial del cristianismo.
“No es arriesgado afirmar que la constitución dogmática Dei Verbum es el documento más característico
del Concilio Vaticano II, al menos en el sentido de que abarca todo el lapso de su preparación y
celebración. Con este documento el concilio ha tratado ampliamente los grandes temas de la fe cristiana,
proponiendo de ellos una lectura que representa al mismo tiempo un progreso en la enseñanza dogmática
y una nueva presentación de la misma a nuestros contemporáneos.” (R. Fisichella, “Dei Verbum” en DTF
272)
Resultará útil reseñar la historia del texto antes de analizar su forma final, promulgada en la sesión
solemne del 18 de noviembre de 1965. Juan XXIII manifestó su decisión de convocar el concilio el 25 de enero
de 1959 y el 17 de mayo nombró una comisión antepreparatoria a la cual encomienda una consulta de carácter
universal que nunca se había realizado anteriormente. Entre los temas mayores se pedía una atención especial al
problema de la “naturaleza de la revelación”, de la “modalidad de transmisión de la revelación” y de la “relación
entre el magisterio y la palabra de Dios”. La comisión teológica preparatoria sistematizó en un esquema titulado
Schema compendiosum Constitutionis de fontibus revelationis. Este esquema fue desarrollado por una
subcomisión (octubre 1960), revisado y enmendado por las comisiones teológica (octubre 1961) y central (junio
1962), aprobado por el Papa (julio) y enviado a los padres conciliares con el título Schema Constitutionis
dogmaticae de fontibus revelationis.
El texto fue afrontado por el Concilio el 14 de noviembre de 1962, cuando los padres estaban entrando
en el clima de aggiornamento pedido por el Papa (habían comenzado con el tratamiento del documento sobre la
renovación litúrgica). Por otra parte, se habían presentado a los padres otros tres esquemas, de suyo
competidores del documento oficial: uno elaborado por el Secretariado para la unidad de los cristianos
(Stakemeier, Feiner), otro redactado por K. Rahner y patrocinado por las conferencias episcopales de Austria,
Bélgica, Francia, Holanda y Alemania (De revelatione Dei et hominis in Jesu Christo facta), y un tercero, breve,
redactado por Y. Congar (De Traditione et Scriptura).
La discusión, en un clima de gran libertad, se volvió muy polémica. Se atacaba el esquema en su
orientación general y en particular por el equívoco del lenguaje de la “doble fuente”, que llevaría a considerar la
Escritura y la Tradición como independientes la una de la otra. Se presentó entonces una petición de voto: “si
hay que interrumpir la discusión del esquema de la constitución dogmática sobre las fuentes de la revelación”
(20 noviembre: 1368 placet, 822 non placet y 19 nulos). No alcanzando el quorum exigido, intervino el Papa
Juan XXIII e hizo retirar el esquema para su reelaboración total.
Se formó para ello una “Comisión mixta” con los miembros de la comisión doctrinal y del Secretariado
para la unidad de los cristianos, consultores y cardenales de designación pontificia (presidentes: Ottaviani y Bea;
secretarios: Tromp y Willebrands). Acordaron en principio: 1) cambio del título por De divina revelatione; 2)
redacción de un “proemio” para explicar la doctrina sobre la revelación; 3) cambio del título del capítulo
primero: de De duplici fonte revelationis a De Verbo Dei revelato. La discusión desplazó los acentos, pero el
resultado fue un texto de compromiso que no conformaba a nadie. Enviado a los padres, no pudo discutirse en el
aula en el segundo período del Concilio (29 septiembre- 4 diciembre de 1963). Se presentaron por escrito
numerosos juicios que presagiaban interminables discusiones. Ante la solución de arrinconar definitivamente la
constitución, se formó en marzo de 1964 una subcomisión de 7 padres y 19 peritos para elaborar un texto nuevo.
El trabajo fue inmenso: se trataba de concordar las observaciones que llegaban desde los padres y las
conferencias episcopales en un texto que fuera expresión de todo el Concilio. El nuevo texto tenía un proemio
que daba el tono pastoral y 6 capítulos. Se discutió en el tercer período durante una semana entera (octubre de
1964): aprobación general y múltiples observaciones. Una nueva redacción llegó al cuarto período, donde
recibió 1498 placet juxta modum. El texto final pasó el examen de la 155º Congregación general (29 de octubre
de 1965) y en la promulgación la votación final dio 2344 placet y 6 non placet.
La Dei Verbum se sitúa en el contexto del conjunto de los documentos del Concilio Vaticano II. El
primer párrafo de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium proclama su finalidad:
“Este Sacrosanto Concilio se propone acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana, adaptar
mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover todo
aquello que pueda contribuir a la unión de cuantos creen en Jesucristo y fortalecer lo que sirve para invitar
a todos los hombres al seno de la Iglesia.” (SC 1).
Sólo en las Constituciones dogmáticas la Iglesia empeña su autoridad doctrinal. En los demás documentos,
su autoridad disciplinar o su prudencia pastoral y práctica. Las afirmaciones doctrinales que en éstos se
aducen como motivación de lo que se prescribe o recomienda, tienen el valor doctrinal que en sí mismas les
corresponde, según los lugares de donde se toman.]
“Todas y cada una de las cosas que en esta Constitución se han incluido han sido del agrado de los Padres
del Sacrosanto Concilio. Y Nos, con la Potestad Apostólica recibida de Cristo, juntamente con los
Venerables Padres en el Espíritu Santo las aprobamos, decretamos y establecemos, y mandamos que
cuanto ha sido establecido sinodalmente sea promulgado para gloria de Dios.”
Roma, junto a San Pedro, día 18 de noviembre de 1965.
Ego PAULUS Catholicae Ecclesiae Episcopus.
DEI VERBUM, las palabras iniciales –colocadas allí para que den nombre al documento- resumen
exactamente su objeto: se trata de la Palabra de Dios. ¿A qué se refiere? El término verbum resulta un leitmotiv:
a veces es término personal de Cristo, a veces es el hablar de Dios, de Cristo, de profetas y hagiógrafos, unas va
ligado a los hechos, como medio de revelación, otras se refiere a la palabra de la Iglesia. El uso de un término
común no es unívoco ni equívoco, sino análogo.
El Concilio (Sacrosancta Synodus) comienza presentándose en relación con la Palabra de Dios:
- religiose audiens escucha religiosa, atenta y humilde, con actitud de discípulo
- fidenter proclamans proclamación valiente y confiada, con la parresía de los primeros apóstoles
y toma un texto de la 1 Jn para inaugurar su anuncio solemne. En un clima contemplativo, este párrafo
contiene casi in nuce todo lo que se dirá en el capítulo I. En efecto, de la revelación nos indica:
1. el objeto: la Vida eterna (), el más radical de los atributos de Dios, inseparable de la Luz y de la
Palabra.
2. el modo: la manifestación (). Y se remite a la experiencia del principio (excepto el v. 1): han visto y
oído a Jesucristo y en Él a Dios, su Padre. La sustancia de la revelación no ha consistido en la enseñanza de
una doctrina; ha sido la venida de una Presencia entre los hombres. Además, se invita a superar la oposición
entre revelación por la palabra y por la visión.
3. la transmisión: se trata de un testimonio. Dios no ha manifestado su gloria a algunos para goce privado o
perfección individual. Lo recibido ha de transmitirse. Al recibir el testimonio, entramos en comunión
(, societas). Es la Palabra de Dios la que crea el Pueblo de Dios, los creyentes.
4. la finalidad última: es la comunión con Dios. Pues la comunión con Dios y la comunión entre los fieles no
son sino dos aspectos de la misma realidad: la participación de la Vida eterna. Y esto es un puro don: Dando
8
revelat, et revelando dat (S. Bernardo, Sermón sobre el Cantar 8,5). No se puede disociar, ni al pensar, la
manifestación que Dios hace de sí mismo y el don que hace de sí mismo, la revelación y su fin.
A continuación de la cita de 1 Jn, el Concilio agrega una frase para mostrar la continuidad de su enseñanza
con la de los Concilios de Trento y Vaticano I (por el tema) y precisar el doble objeto de la Constitución: la
revelación divina y su transmisión. Y concluye con una frase tomada de San Agustín con cambio de sujeto de
ille qui loqueris a mundus universus y con el objeto expresado como salutis praeconio (mensaje de la salvación).
Por un lado, de nuevo el Magisterio se descentra respecto de la Palabra. Por otro, la fórmula (cf. Hech 13,26; Ef
1,13; Rom 1,16) recuerda que el anuncio de salvación contiene la salvación que anuncia. La revelación no es
la mera explicitación de una realidad implícita, no tiene por norma ni el mundo en su conjunto ni el hombre en
particular. Más bien lo opuesto es la verdad: al abrirse a ella, el hombre recibe de Dios la medida de su miseria y
la grandeza de su vocación.
2. La revelación: sujeto, destinatario, finalidad, medios
de Cristo. Además, atienden particularmente a la apropiación subjetiva de la verdad y a sus frutos en el alma por
la fe y los dones del Espíritu.
6. Doble dimensión de la revelación
Tema especialmente desarrollado por Agustín: a la acción exterior de Cristo, que habla, predica y enseña,
corresponde una acción interior de la gracia, que los Padres designan como una revelación, una atracción, una
audición interior, una iluminación, una unción, un testimonio. Al mismo tiempo que la Iglesia proclama la buena
nueva de la salvación, el Espíritu actúa por dentro para hacer asimilable y fecunda la palabra oída. El hombre
recibe de Dios un doble don: el del evangelio y el de la gracia, para adherirse a él en la fe.
En el Magisterio de la Iglesia
Durante los primeros siglos y durante toda la Edad Media jamás se discutió la existencia de la
revelación, por lo que el Magisterio no pronunció anatema o condenación sobre este tema.
El IV Concilio de Letrán (año 1215) trae la expresión más completa en la época medieval de la noción
de revelación:
“Esta santa Trinidad..., dio al género humano la doctrina saludable, primero por Moisés y los santos
profetas y por otros siervos suyos, según la ordenadísima disposición de los tiempos. Y finalmente,
Jesucristo, unigénito Hijo de Dios..., mostró más claramente el camino de la vida.” (D(H) 800-801)
El Concilio de Trento (año 1546) afronta el problema del protestantismo. Éste afirma el principio de la
salvación por la gracia y la fe solamente y la autoridad soberana de la Escritura. La regla de fe es la Sola
Scriptura, con la asistencia individual del Espíritu, que permite captar lo revelado que hay que creer. Se suprime
todo intermediario entre la palabra de Dios y el hombre que la recibe (Tradición, Magisterio eclesial). El desafío
y la respuesta católica serán retomados al estudiar el tema Tradición y Escritura. Baste por ahora notar que no
aparece el término “revelación” y que lo que está en primer plano es el mensaje de salvación; la doctrina
enseñada por Cristo (cf. D(H) 1501).
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Desde esta perspectiva corresponde leer con atención particular el capítulo 2 (De revelatione; esp. D(H)
3004-3005) y el capítulo 3 (De fide; esp. D(H) 3008), con los cánones correspondientes.
La fórmula solemne con que Pío IX promulgó cada Constitución es la siguiente:
“Los capítulos (decreta) y los cánones, que en la Constitución se contienen como se han leído, tuvieron el
beneplácito de los Padres. Y Nos, con la aprobación del santo Concilio, aquéllos y éstos (illa et illos),
como se han leído, definimos y confirmamos con la autoridad apostólica.”
El modernismo fue un esfuerzo por armonizar los datos de la revelación con la historia, las ciencias y las
culturas. Y la Iglesia, mal preparada, se sentía desbordada en un mundo demasiado cambiante. Temía ver cómo
la revelación histórica se disolvía en un sentimiento religioso ciego, surgido de las profundidades del
inconsciente, bajo la presión del corazón y el impulso de la voluntad (Sabatier).
Los documentos antimodernistas (decreto Lamentabili, encíclica Pascendi, motu proprio Sacrorum
antistitum) aportan sobre el tema de la revelación una terminología más precisa (surge la famosa definición de
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revelación como locutio Dei attestans), al mismo tiempo que se caracterizan por una evidente inflación del
carácter doctrinal de la revelación, en perjuicio de su carácter histórico y personal.
2.2 Visión de conjunto del capítulo I (DV 2-6) y análisis de DV 2
La unidad del capítulo es temática: la revelación. El tema se articula así: naturaleza de la revelación (2),
etapas de la revelación (3), culminación en Cristo (4), respuesta humana a la revelación (5), verdades reveladas
(6).
La revelación: Dios conversa con sus amigos (DV 2)
La descripción global de la revelación se expresa en una doble perspectiva: la comunicación y la
concentración cristológica. La primera frase del Vaticano II recoge la segunda del Vaticano I (D(H) 3005). Esta
inversión indica de entrada una problemática diferente: no se trata de distinguir formalmente la revelación
natural de la revelación sobrenatural, sino de exponer de manera trinitaria el misterio, que traduce el término
latino sacramentum -y no ya los “decretos” de la autorrevelación de Dios, por Cristo y en su Espíritu. La
revelación (hecho) es efecto del beneplácito de Dios (placuit Deo); es gracia. Tanto en cuanto al sujeto como en
cuanto al objeto, la formulación de DV es más bíblica (inspirada en textos paulinos) y personalista. El segundo
miembro de la frase declara el designio de Dios, dar a los hombres acceso y participación en la vida trinitaria.
Expresado en términos interpersonales, incluye los tres principales “misterios” del cristianismo: la Trinidad, la
encarnación, la gracia.
La segunda frase expone la naturaleza de esta revelación. El Concilio sostiene a la vez, como la Escritura
(cf. Jn 1,14.18), que Dios es “invisible” y que se da a conocer, afirmando su trascendencia y su libertad
soberanas. En la superabundancia de su amor, Dios rompe el silencio y se dirige a los hombres como amigos
(palabra que se prefiere al término de “hijo”). Esta expresión crea un clima: no se sitúa ya en la perspectiva de la
apologética, sino que se vuelve serenamente una exposición doctrinal. Adopta el lenguaje de la comunicación,
del encuentro, de la relación y de la invitación a la comunión. Por la revelación, Dios conversa con los hombres
(Bar 3,38) como la Sabiduría. El esquema dialogal sustituye al esquema de la autoridad y la obediencia. Ya san
Bernardo decía que Dios había querido “in carne videri et cum hominibus conversare” (In Cantica, sermo 20,6).
Pero la inspiración más próxima parece ser la encíclica programática de Pablo VI, Ecclesiam suam:
“He aquí, el origen trascendente del diálogo. Este origen está en la intención misma de Dios. La religión,
por su naturaleza, es una relación entre Dios y el hombre. La oración expresa con diálogo esta relación. La
revelación, es decir la relación sobrenatural instaurada con la humanidad por iniciativa de Dios mismo,
puede ser representada en un diálogo en el cual el Verbo de Dios se expresa en la Encarnación y por tanto
en el Evangelio. El coloquio paterno y santo, interrumpido entre Dios y el hombre a causa del pecado
original, ha sido maravillosamente reanudado en el curso de la historia. La historia de la salvación narra
precisamente este largo y variado diálogo que nace de Dios y teje con el hombre una admirable y múltiple
conversación. Es en esta conversación de Cristo con los hombres (Bar 3,38) donde Dios da a entender algo
de Sí mismo, el misterio de su vida, unicísima en la esencia, trinitaria en las Personas, donde dice en
definitiva cómo quiere ser conocido: Amor es Él; y cómo quiere ser honrado y servido: amor es nuestro
mandamiento supremo. El diálogo se hace pleno y confiado; el niño es invitado a él y el místico en él se
sacia.” (ES 18)
La tercera frase muestra la disposición concreta: la economía de la revelación pasa por obras y palabras,
según la solidaridad entre el ver y el oír que evocaba el prólogo. Pero aquí se trata del “sacramento” original de
la revelación. Los hechos confirman las palabras, y las palabras dicen el sentido de los hechos. Esta revelación
de tipo sacramental se produce en la historia y pasa por gestos y palabras humanas. En otros tiempos se oponía la
revelación natural realizada por actos a la revelación sobrenatural que se daba en palabras. Pero esta perspectiva
mutila la plenitud de la revelación. La insistencia corresponde al redescubrimiento de la teología de la historia
de la salvación en el momento del Concilio.
La última frase trae la “concentración cristológica”: Cristo en persona, “palabra sustancial de Dios” es la
cima de esta revelación. Es a la vez su mediador, su revelador, “el mensajero y el contenido del mensaje”. Es
ésta una originalidad entre las religiones que se apoyan en una revelación: ni Mahoma, ni Zoroastro, ni Buda se
propusieron a ellos mismos como objeto de fe de sus discípulos. Aquí, por el contrario, “Cristo es el Autor, el
Objeto, el Centro, la Cima, la Plenitud y el Signo. Cristo es la clave de bóveda de esta prodigiosa catedral cuyos
arcos son los dos Testamentos”. Definir la revelación identificándola con la persona de Cristo le da un
significado muy distinto del de una mera transmisión de verdades. Sin embargo, no es un puro cristocentrismo:
Cristo siempre remite al Padre.
2.3 Algunas categorías de comprensión
2.3.1 La revelación como palabra
Palabra humana
En la Escolástica: hablar es manifestar el pensamiento a otro mediante signos. Se acentúa el descubrimiento
del pensamiento que obra la palabra y la participación de conocimiento que realiza. Una concepción más bien
estática.
La palabra no consiste solamente en proponer un objeto, sino que tiende a la comunicación; implica
voluntad de ser oído y comprendido. Triple aspecto:
a. la palabra tiene un contenido, nombra un objeto, cuenta un hecho
b. es una interpelación, se dirige a alguien
c. es descubrimiento de la propia persona, manifestación de la actitud interior
La palabra es la acción por la que una persona se dirige y se expresa a otra para una comunicación.
- encuentro interpersonal (se habla del mundo, no al mundo; aún el silencio supone la palabra)
- interpelación y reacción pueden tener muchas formas: mandato, oración, promesa, testimonio
- tiende a la comunicación: muchos niveles (información, ciencia, expresión)
Es el medio por el que dos interioridades se manifiestan una a la otra para vivir en reciprocidad. A veces
la palabra no puede expresarlo todo: el gesto confirma y culmina la entrega personal (amor conyugal, martirio).
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Palabra divina
En la revelación es Dios mismo quien se dirige al hombre como un tú en una relación interpersonal y vital.
Su palabra interpela al hombre y lo invita a la obediencia de la fe para vivir en comunión.
La palabra de Dios no sólo dice e informa, sino que obra lo que significa, cambia la situación de la
humanidad. Es activa, eficaz, creadora. Al hablar, Dios no tiene intención puramente utilitaria; su palabra es de
amistad y amor.
En primer lugar, en el hecho mismo de la palabra, Dios franquea la distancia, se hace cercano, condesciende
para asociar al hombre a su vida (en Dios coinciden el hecho de la revelación y el hecho de nuestra vocación
sobrenatural). Luego en la economía, en que la criatura amada, interpelada y llamada es una criatura enemiga,
rebelde. Dios se solidariza hasta asumir esta condición creatural. En el objeto, la comunicación del secreto de su
vida personal (Trinidad), comienzo de una donación de Dios al hombre.
También la palabra de Dios en Cristo culmina sellándose en el gesto. Con la pasión realiza la caridad que
manifestó con su venida. La palabra articulada se hace palabra inmolada. La palabra de Dios se agota hasta el
silencio.
2.3.2 La revelación como testimonio
Testimonio humano
Es en su esencia, una palabra por la que una persona invita a otra a admitir algo como verdadero, fiándose de
su invitación como garantía próxima de verdad y en su autoridad como garantía remota. La invitación a creer es
el elemento específico del testimonio.
El testigo apela a la confianza y se compromete a decir la verdad; más que hecho mental, es un hecho moral.
La palabra del testigo debe sustituir la experiencia para el que no ha visto.
A nivel humano, nunca puede ser la autoridad humana la garantía última. Debe ir acompañada de indicios y
signos objetivos que demuestren su valor. Se trata de la credibilidad del testigo: la fe humana jamás podrá ser
una fe de pura y simple autoridad.
Apenas abandonamos el mundo de las cosas para entrar en el de las personas, dejamos el plano de la
evidencia para entrar en el del testimonio. Las personas sólo pueden ser conocidas por revelación; no tenemos
acceso a la intimidad personal a no ser por el libre testimonio de la persona. Y esto no ocurre sino bajo la
inspiración del amor.
Testimonio divino
La revelación es precisamente revelación del misterio personal de Dios. Dios es la interioridad por
excelencia, el ser personal y soberano cuyo misterio sólo puede ser conocido por testimonio, es decir, por una
confidencia espontánea que hemos de creer. El cristianismo es la religión del testimonio, y sólo el testimonio
asegura la comunicación interpersonal.
El testimonio divino pertenece a una especie única, que lo distingue del humano. No sólo afirma la verdad
de lo que propone a creer, sino que, a la vez, afirma la infalibilidad absoluta de su testimonio. Es su propia
garantía. Además, la invitación a creer que Dios hace, se lleva a cabo por dos vías: exterior e interior. Se dan, en
efecto, el lenguaje y los signos de poder por una parte, y la invitación interior, la atracción por otra. La fe
sobrenatural es la única fe pura, de simple autoridad.
La revelación está ordenada a la fe, y la fe, a la salvación. Es una operación esencialmente salvífica. Dios no
se reveló para satisfacer nuestra curiosidad ni para aumentar nuestros conocimientos, sino para librar al hombre
de la muerte del pecado y para darle la vida eterna. La idea de salvación dirige y domina todo el AT. Israel es el
pueblo que Dios ha hecho suyo sacándolo de Egipto. La revelación del nombre de Dios está vinculada a esta
liberación. Entendida muy materialmente al principio (victoria sobre los enemigos, prosperidad, paz), por influjo
de los profetas se llegará a comprender como liberación del pecado y del mal en todas sus formas: el Señor por
su Ungido salvará en la historia a Israel, y mediante él, a toda la humanidad. En Cristo se realiza el
acontecimiento anunciado, como lo testimonia todo el NT.
La revelación está ordenada a la gloria de Dios en sí misma y reconocida por sus creaturas. Cristo es el
perfecto glorificador del Padre. Como María y Pablo, el cristiano glorifica a Dios por la fe y la caridad.
3. La historicidad de la revelación
3.1 Análisis de DV 3
La revelación se presenta en adelante dentro del marco de la historia de la salvación. Progresa como esta
historia y en solidaridad con ella: cuanto más se revela Dios, más da, más salva.
La primera etapa es el fundamento de las siguientes. Está expresada en la primera frase del texto que une el
testimonio en la creación a la revelación personal y gratuita de Dios. Las afirmaciones no son históricas, sino
teológicas: hacen remontarse al origen la inteligencia de la revelación que se da por la historia de la salvación.
DV recoge la idea de las dos formas de revelación del Vaticano I, pero no las distingue en abstracto, sino que las
articula en una unidad concreta, desde el origen de la historia y como cumplida en el Verbo. Se desplaza así la
afirmación del Vaticano I, que subrayaba la obra de la creación por un Dios único, reconocible por la razón,
dentro de la perspectiva de los “preámbulos de la fe”. El Concilio, por prudencia, no asocia a la cita de Jn 1,3
otros textos sobre la creación en Cristo (Col 1,16-17; 1 Cor 8,6; Rom 11,36), pero la perspectiva cristológica es
clara, destacando más aún la solidaridad entre la creación y la salvación.
El hombre puede, entonces, recibir el testimonio perenne de Dios en las realidades creadas (referencia a Rom
1,19-20): a esto se ha denominado revelación natural o revelación cósmica. Pero DV evita este lenguaje,
reservando el término revelación a la comunicación personal de Dios quien, desde el principio quiso abrir el
camino de la salvación de lo alto (supernae, para evitar el escolástico supernaturalis). Sin prejuzgar la
historicidad de los relatos bíblicos de los orígenes, el texto afirma que el proyecto de Dios fue de antemano su
comunicación personal a los hombres. No hubo un tiempo de “creación natural” seguido de un tiempo de
“elevación sobrenatural”. Por otra parte, se habla ya de salvación antes de la caída. La salvación cristiana supera,
por tanto, las necesidades salidas del pecado. El hombre no puede llegar a su fin “de lo alto” sin que Dios se lo
conceda. Por su misma creación está ya “necesitado de salvación”.
La segunda etapa va desde la caída original hasta Abrahám. La redención prometida se deja vislumbrar en
el “protoevangelio” de Gn 3,15 y es esperanza de salvación. Y el cuidado (curam) de Dios es continuo para dar
la vida eterna a todos los que buscan la salvación (cf. Rom 2,6-7; 2,15 conciencia). Esta afirmación no vale
solamente para el período largo y misterioso que se extiende desde la creación hasta la vocación de Abrahám,
sino también para todos los pueblos que hoy no tienen ningún vínculo con Abrahám. En la Biblia, es también el
tiempo de la alianza con Noé.
La tercera etapa va desde Abrahám hasta el Evangelio. Se resume en la frase toda la economía del AT. Pasa
por los patriarcas, por Moisés y los Profetas, constituyendo un pueblo (Israel) de elección que va siendo
instruido (erudivit) por Dios en la secular preparación del camino del Evangelio.
a. historia como escenario de la revelación. Ninguna discusión: las intervenciones de Dios son concretas y
localizadas. A la vez que sucede en la historia del pueblo elegido, la revelación lo va configurando como tal,
haciéndose parte de la misma. (ej. Sal 136)
b. historia como objeto o contenido de la revelación. Es decir, se proclaman y profesan juntamente hechos con
su sentido. (ej. Dt 26; 1 Cor 15,3-5)
c. histórico como apologético, es decir, como prueba de la verdad de otro hecho o persona. (ej. profecía
verdadera Dt 18)
d. histórico como hecho revelador. Ésta es la cuestión más debatida, que se analiza a continuación.
Los hechos se presentan como medio de revelación, no sólo como objeto o garantía. El centro y culmen
en Cristo se proyecta a la modalidad de toda la revelación.
La relación entre obras y palabras se expone en DV 2: “Las obras que Dios realiza en la historia de la
salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan (res verbis
significatas); a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio”. Aclara el relator: “el término
realidades se emplea aquí poco más o menos en el sentido que tiene en la expresión “realidad del sacramento”,
para significar la realidad profunda que las palabras significan y los hechos expresan... Por ser tradicional la
analogía entre las obras de la Escritura y los sacramentos cristianos, la comisión conserva el término. Pero juzga
que estará más clara su intención escribiendo “la doctrina y las realidades”.”
Entonces, según el texto promulgado, las obras de la historia salvífica encierran un misterio, que es el
plan salvífico y su realización: ésta es su realidad profunda y su sentido: la realidad profunda se realiza, y por
ello se manifiesta en una obra histórica. Así resulta que el hecho empírico tiene una capacidad significativa que
se actualiza para los que saben ver. El hecho con su sentido puede convertirse en enseñanza formal, por lo que
puede decirse que manifiesta una doctrina, enseña algo; y confirma una doctrina formal, porque es su objeto
auténtico, real y no ficticio, porque no deja a la doctrina en pura especulación o teoría. La enseñanza sobre el
plan salvífico de Dios y su realización se apoya necesariamente en el hecho.
El hecho humano
Si se dejan de lado acciones automatizadas, irrelevantes, hay una serie de acciones en que el hombre va
realizando su existencia.
El hecho humano es fundamentalmente ambiguo. No resulta siempre fácil responder al ¿por qué lo hizo?
¿por qué lo hice?, dada la común tendencia al autoengaño. Pero hay situaciones en las que el hombre
irremediablemente se muestra (ej. la prueba).
Se encuentran sucesivas limitaciones de tal ambigüedad. Un observador entrenado, con intuición y
sensibilidad. Un técnico con método y disciplina (psicólogo, sociólogo) clasifican, reconocen patrones... aunque
reducen lo irreductible a pura anomalía. Un lugar privilegiado ocupa el literato, novelista y dramaturgo. Y en
este grupo debe contarse el historiador, con una doble ventaja: a) puede descubrir estructuras estables y contar
con interpretaciones previas; b) puede contemplar el desenlace de los hechos. Así, por ejemplo, la ambigüedad se
atenúa por la repetición o por la conclusión de un proceso comenzado.
En la ambigüedad se conjugan la densidad o complejidad del acto, con múltiples y diversos niveles de
significado, y la unicidad, ya que nunca se reduce totalmente a una categoría o tipo. Hay algo nuevo en esto
único (cf. Is 43,18-19). Ante la densidad y unicidad de lo real, necesitamos todo un proceso de comprensión.
Hay hechos que nos dirigen una llamada personal, que exigen una actitud o una respuesta en acción. La
llamada es parte integral de su sentido (ya sea que se la reciba o se la rechace). El caso ejemplar es el amor que
toma la forma de sacrificio: el amor no puede dejar de exigir amor.
15
Surgen finalmente dos preguntas: ¿puede suceder un hecho con sentido universal, válido para todos los
hombres? ¿puede un hecho lanzar una llamada y una exigencia universales?...
Es importante percibir el punto de vista adoptado por el Concilio al presentar la historia de la revelación
anterior a Cristo: no se la considera tanto en sí misma cuanto como preparación de la Revelación que se
completa en el Evangelio. Por lo tanto, conviene aquí tratar el tema con mayor amplitud.
La revelación en el Antiguo Testamento
El AT no posee un término técnico para designar lo que llamamos “revelación”, sino que utiliza un
lenguaje variado. Ésta se presenta como la acción de una fuerza inesperada, pero soberana, que modifica el curso
de la historia de los pueblos y los individuos. De múltiples formas y con medios diversos establece un encuentro
entre uno que comunica y otro que recibe.
Terminología
El mundo oriental antiguo usaba diversas técnicas para conocer los secretos de los dioses: adivinación,
sueños, suertes, presagios, etc. El AT las conservó por un tiempo, purificándolas de la idolatría o magia (Lv
19,26; 1 Sam 15,23); aunque jamás aceptó la hepatoscopia, común entonces. Dios puede dar a conocer sus
deseos a través de los sueños (Gn 20,3 Abraham; 28,12-15 Jacob; 40-41 José), pero se van distinguiendo los que
manda a los verdaderos profetas (Nm 12,6) y los de los adivinos profesionales (Jr 23,25-32). Hay una gran
reserva respecto a las visiones de Dios, directas o indirectas (a veces a través del “Ángel del Señor” Gn 21-22).
Aún en las teofanías (“ver a Dios”) lo importante es la palabra. Es por ella que Dios va introduciendo
progresivamente al hombre en el conocimiento de su ser íntimo.
Etapas
La tradición cristiana ha distinguido siempre diversos períodos en la historia religiosa de la humanidad,
cuya unidad se encontraba afirmada por sí misma: edades, reinos, economías, dispensaciones, leyes, alianzas,
etc. Una de las más corrientes fue la de seis períodos, correspondientes a los seis días de la creación en Gn. Pero
la más sólida, menos artificial y más doctrinal es la inspirada en san Pablo en cuatro períodos: en la forma fijada
por san Agustín: ante legem-sub lege-sub gratia-in pace (o más simple: natura-lex-gratia-patria), es decir, de
Adán a Abraham o Moisés, luego a Jesús, luego el tiempo entre las dos venidas de Cristo y la eternidad. Dejando
de lado la última (ya no es historia), resultan las tres edades clásicas de la patrística: ley natural-ley escrita-ley
de gracia. Otra división (Ruperto de Deutz s. XII) propone un esquema ternario de base trinitaria: la edad del
Padre (creación), la edad del Hijo (redención) y la edad del Espíritu Santo (santificación). Ha de notarse en cada
caso que la historia de salvación continúa, pero en cuanto revelación ha alcanzado una plenitud en Cristo, que se
desarrolla hasta el fin de los tiempos. En los párrafos siguientes nos atenemos al AT.
Revelación patriarcal
Transmitidas como “relatos populares religiosos”, las tradiciones patriarcales configuran los primeros
trazos de la revelación. Quieren hacer compartir la experiencia de un Dios de tipo particular, que funda la
experiencia de Israel como pueblo creyente. La vida de Abraham es ejemplar. Gn 12,1-3 inicia la historia de la
bendición. Un Dios desconcertante pone en camino hacia lo desconocido con una única garantía: su promesa.
Tras una larga espera, llega el hijo y Dios lo pide en sacrificio (22). Abraham responde con una total
desponibilidad: su fe es obediencia. Así se convierte en “padre de los creyentes” (Rom 4,16).
Revelación mosaica
Segunda etapa decisiva es el acontecimiento de salvación, que libera a Israel de la esclavitud de los
egipcios y que va acompañado de la autopresentación de su autor. Dios revela su nombre a Moisés (Ex 3):
YHWH está siempre presente, activo, dispuesto a salvar y sólo Él. Elección, salvación, alianza y ley forman un
todo indivisible. Por la alianza, YHWH hace de Israel su propiedad exclusiva y le impone a través de las
“palabras” (Ex 20,1-17; 34,28) un estilo de vida que corresponde al pueblo santo del Dios Santo. Israel
emprende una existencia dialogada, situada en un contexto de llamada y de respuesta. La revelación posee ya su
estructura de acontecimiento significante. Se incluyen también los mediadores (Ex 20,18; Dt 18,15-18).
Revelación profética
El profetismo en Israel, del que se pueden reconocer contactos extranjeros y antecedentes propios, se
delinea a partir de Samuel (1 Sam 3) y tiene su época de oro en el siglo VIII (Amós y Oseas en el Norte, Isaías y
Miqueas en el Sur), extendiéndose hasta el siglo V. En su conjunto, los profetas preexílicos reclaman la fidelidad
a la alianza y a la ley a un Israel rebelde y obstinado, por lo cual la palabra de Dios se hace decreto de juicio,
condena y castigo irrevocable. Jeremías intenta determinar los criterios de la palabra auténtica de Dios:
cumplimiento (28,9; 32,6-8), fidelidad a YHWH y a la religión tradicional (23,13-32) y testimonio heroico
personal (1,4-6; 26,12-15).
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El Deuteronomio profundiza el tema de la alianza y la ley, que ahora abarca todo el cuerpo de leyes
morales, civiles, religiosas. Esta ley ha de ser interiorizada y cumplida hoy (30,11-14).
La corriente deuteronomista elabora una historia de la salvación que es una teología de la historia (Jue-
Sam-Re). Es la palabra de Dios la que hace la historia y la vuelve inteligible. A partir de 2 Sam 7 se establece el
mesianismo real de la dinastía davídica.
Con el destierro se produce una crisis terrible: Israel lo ha perdido todo. Ezequiel personifica el cambio
de situación: antes de la caída anuncia el desastre inevitable, después es el centinela (33,1-21) que ha de
custodiar la fe y la esperanza del pueblo desterrado. La palabra que castigó ahora es fuente de confianza.
El 2Is (40-55) considera el dabar divino en su dinamismo a la vez cósmico e histórico. YHWH es el
Señor de las naciones, lo mismo que de las fuerzas naturales, porque con su palabra lo ha suscitado todo de la
nada. Dios mantiene los polos extremos de la historia (41,4; 44,6; 48,12) y la interpreta (55,10-12).
Los profetas son quienes mantienen vivo el acontecimiento fundante de Israel y lo profundizan. Pero
esto sólo es posible si el profeta ha sido objeto de una experiencia privilegiada, su vocación: YHWH lo ha
llamado y le ha confiado su palabra, en una particular intimidad con Él para ser su intérprete ante los hombres.
Es el hombre de la palabra (Jr 18,18) que lo quema y consume (20,8-9). Esta palabra de Dios actúa en la historia
con sus dimensiones de acontecimiento e interpretación, conformando una historia significante.
Revelación sapiencial
Miembro original de una corriente de pensamiento internacional (Grecia, Egipto, Babilonia, Fenicia), la
tradición sapiencial se incorpora en Israel como instrumento de revelación. El mismo Dios que iluminó a los
profetas se sirvió de la experiencia humana para revelar al hombre a sí mismo (Pr 2,6; 20,27). Los sabios aplican
su reflexión también a temas de otras tradiciones, como la Ley, la historia y la profecía. La sabiduría, como la
palabra, sale de la boca del Altísimo, y llega a personificarse e identificarse con la palabra de Dios, actuante
desde la creación del mundo. Con esta tradición se relaciona el tema de la revelación cósmica.
El Salterio que se fue formando a lo largo de la historia es sobre todo la respuesta a la revelación, pero es
así mismo revelación. Los salmos hacen oración la intimidad de Dios revelada por los profetas y sabios. Todo
esto se actualiza cotidianamente en la liturgia del templo.
Objeto y carácter
Es esencialmente interpersonal, procede de la iniciativa de Dios, recibe su unidad de la palabra y tiene
como finalidad la vida y la salvación del hombre.
“La revelación se nos presenta en el AT como la intervención gratuita y libre por la que el Dios santo y
oculto –en el terreno de la historia y en relación con los acontecimientos de la historia, interpretados
auténticamente por la palabra de YHWH dirigida a los profetas, según modos de comunicación muy diferentes-
se va dando poco a poco a conocer, a sí mismo y el designio de salvación que tiene que aliarse con Israel y, a
través de él, con todas las naciones, para cumplir en la persona de su ungido o mesías la promesa hecha antaño a
Abrahám de bendecir en su posteridad a todas las naciones de la tierra. Esta acción es concebida como palabra
de Dios que invita al hombre a la fe y a la obediencia: una palabra esencialmente dinámica, que realiza la
salvación al mismo tiempo que la anuncia y la promete.” (R. Latourelle, DTF, 1241).
los grandes discursos de Pedro y Pablo se centra en el acontecimiento pascual de Jesús y en sus efectos para la
salvación de todos, en especial de los gentiles. En el cumplimiento de la misión confiada por el Señor
Resucitado, la Palabra crece con la fuerza del Espíritu y la Iglesia ha de llegar hasta los confines de la tierra
(final simbólico: Pablo en Roma, capital del mundo, predica y enseña).
El “corpus” paulino
El binomio misterio-evangelio nos sitúa en el corazón del pensamiento paulino sobre la revelación. El
término misterio evoca la literatura apocalíptica (Dn 2) y aparece en los sinópticos (Mc 4,11 par.).
En 1 Cor 2,6-10 el misterio ya es el designio de salvación realizado en Cristo; pero aparece como una
sabiduría de los bienes destinados por Dios a los elegidos y que sólo pueden comprender los hombres animados
por el Espíritu. En la doxología final de Rom 16,25-27 se reconocen las etapas: oculto en otro tiempo, ahora se
ha manifestado y realizado y concierne a la participación de los gentiles por la fe.
En Col-Ef se despliega todo su sentido: el misterio es el plan divino de salvación por el cual Dios establece a
Cristo como centro de la nueva economía y lo constituye, por su muerte y resurrección, en el principio único de
salvación de todos, en la cabeza de todos los seres, ángeles y hombres; es el plan divino total (encarnación,
redención, participación en la gloria) que, en definitiva, se reduce a Cristo, con sus insondables riquezas (Col
1,26-27; Ef 3,3-12). El misterio es Cristo, quien recapitula todo en sí (Ef 1,3-14).
En la equivalencia práctica entre evangelio y misterio, Pablo habla de la misma realidad desde dos ángulos:
por un lado, es un secreto oculto y luego manifestado; por otro, es una buena noticia, un mensaje anunciado,
proclamado. Tienen el mismo objeto doble: soteriológico, la economía salvífica en Jesucristo; escatológico, la
promesa de la gloria para todos. La tensión entre historia y escatología se mantiene.
Como misterio de reunión y reconciliación en Cristo, la Iglesia es el lugar donde se realiza en la historia
(Ef 4,12-13), y Pablo mismo es el ministro de este misterio (Col 1,24-25).
Los escritos joánicos
El lenguaje sobre la revelación es distinto: no reino (sinópticos) ni misterio (paulino). El vocabulario se
acerca a los ambientes helenísticos: vida, palabra, luz, verdad, gloria, manifestación... y el estilo delata un
carácter forense: testimonio, atestiguar, juicio, reconocer, negar, profesar... La respuesta a la revelación: ir hacia,
recibir, permanecer, pero sobre todo escuchar (58x) y creer (98x: es la finalidad de todo Jn: cf. 20,31).
La novedad de san Juan radica en que Cristo, el Hijo (unigénito) del Padre, es el Logos, la Palabra
eterna, personal. La revelación se realiza porque esta palabra se hace carne para manifestarnos al Padre. Cristo es
el Hijo que manifiesta al Padre (3,32; 8,38). A su vez, el Padre da testimonio del Hijo por las obras que le
concede realizar (5,36) y por la atracción que ejerce sobre las personas para que reciban el testimonio de Jesús
(6,44-45). El Prólogo (1,1-18) se presenta como la gesta del Logos, como un resumen de toda la historia de la
revelación. Tres elementos constituyen a Cristo perfecto revelador del Padre: su preexistencia como Logos de
Dios, su entrada en la carne y en la historia y su intimidad permanente con el Padre, tanto antes como después de
la encarnación. Así san Juan confiere a la revelación su mayor grado de significado y de extensión. Tiene su
origen en la Trinidad, pero en la historia aparece como un escándalo: desconcierta todas las concepciones
humanas, incluso las del AT. Lo trágico de la revelación es que los hombres se cierran a la luz (9).
“Podemos describir la revelación neotestamentaria como la acción soberanamente amorosa y libre por la
cual Dios, a través de una economía de encarnación, se da a conocer a sí mismo, en su vida íntima, así
como el designio de amor que concibió eternamente de salvar y de traer a todos los hombres hacia Él en
Jesucristo. Acción que realiza por el testimonio exterior de Cristo y de los apóstoles y por el testimonio
interior del Espíritu, que realiza por dentro la conversión de los hombres a Cristo. Así, por la acción
conjunta del Hijo y del Espíritu, el Padre declara y lleva a cabo su designio de salvación.” (Latourelle,
DTF, 1247).
4.2 Análisis de DV 4
Este número recoge y desarrolla la afirmación final del n. 2, inscribiéndola a su vez en la historia de la
revelación. Es una nueva etapa, pero también la etapa última y definitiva, el cumplimiento de todo el proceso.
La primera frase se inicia con la cita de Heb 1,1-2 (recogida del Vaticano I) nos pone en el mismo clima
espiritual del comienzo (cita 1 Jn) expresa de forma solemne el vínculo con las etapas precedentes. Subraya a la
vez la continuidad y el contraste entre los dos Testamentos: continuidad del hablar de Dios; diferencia de
tiempos, de destinatarios y de modo. Después de lo diverso, parcial y múltiple, la unicidad del Revelador
absoluto. Jesús, que trae toda novedad al entregarse a sí mismo, es la “Palabra resumida” (verbum abbreviatum),
el exegeta del Padre que nos “cuenta” la intimidad de Dios (prólogo de Jn).
“... para la carta a los Hebreos se da todavía un fundamento más amplio de que Jesucristo es la palabra
definitiva de Dios. Ya que del sentido del final definitivo (escatológico) brilla una luz hacia atrás, al
comienzo (protológico). Ya que todo ha sido creado con miras a Cristo y en Cristo (cf. 1 Cor 8,6; Col
1,15-16) y porque Él es la palabra por medio de la cual todo ha sido hecho y que ilumina a todo hombre,
Él sintetiza todo (Ef 1,10). Este “todo” se extiende al dominio de las religiones; se relaciona con toda
realidad y pone a todo bajo la medida de Jesucristo.
Entonces en Él se encuentra fundada la creación entera y llega a su fin, como Hijo es heredero del mundo
y a quien todo pertenece. No sólo Él es el cumplimiento y plenitud de la historia salvífica con el pueblo
elegido de Israel, sino que también es la plenitud de la historia de la religión y la cultura de los pueblos. Él
recibe la herencia de las naciones (cf. Sal 2,6). Por eso le es dado todo poder en el cielo y en la tierra, su
palabra ha de ser llevada a todos los pueblos para hacer de todos los hombres sus discípulos (Mt 28,18-20;
Lc 24,47; Hech 1,8). Jesucristo es tanto la palabra definitiva como universal de Dios.” (W. Kasper,
“Jesucristo, Palabra definitiva de Dios” Communio (arg) 8 (2001) 27-28)
En las frases siguientes el mismo Cristo es el sujeto de las afirmaciones. El revelador es el Verbo hecho
carne, “hombre enviado a los hombres”. El tenor literal de esta cita de la Epístola a Diogneto se discute: “Él
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(Dios) lo ha enviado como convenía que fuese para los hombres – para salvarlos, por la persuasión y no por la
violencia-”. De todos modos, el Concilio busca aquí referirse a la verdad íntegra del misterio de la encarnación,
contra todo docetismo o mitología. El Verbo es enviado en el seno de una misión trinitaria: viene del Padre, que
le asigna la obra salvífica que ha de realizar, y envía a su vez al Espíritu. Esta concentración cristológica
aproxima la doctrina de la revelación a la de la encarnación.
Presencia, palabras, obras: Jesús revela a Dios primero por su simple presencia (parusía) y por la
manifestación (epifanía) de sí mismo. Se ha preferido aquí el término de presencia al de persona, demasiado
cargado en cristología. Presencia es más concreto y más bíblico, ya que lo primero es el ser de Jesús. El
cristianismo no es en primer lugar una enseñanza o un programa: es Alguien, el mismo Cristo; es el peso
concreto de la existencia y el comportamiento de Jesús; es el acuerdo sin fisuras entre lo que Él dice, lo que hace
y lo que es. Es su manera de vivir y de morir lo que le da su autoridad y nos dice quién es Dios y qué significa
ser Dios. En Él, Dios tiene ahora para nosotros un rostro. Él es por tanto la figura en persona de la Revelación.
“No existe una doctrina, ni un sistema de valores morales, ni una actitud religiosa ni un programa de
vida que pudiera separarse de la persona de Cristo y del cual se pudiera decir: he aquí el cristianismo. El
cristianismo es Él mismo... Un contenido doctrinal es cristiano en la medida en que sale de sus labios. La
existencia es cristiana en la medida en que su ritmo está determinado por Él. Nada es cristiano si no lo contiene.
La persona de Jesucristo es la categoría que determina el ser, el obrar y la enseñanza del cristianismo.” (R:
Guardini, La esencia del cristianismo).
Esta presencia recoge en el texto lo que se enumera en las parejas siguientes. La primera es la de DV 2:
palabras y obras, pero en orden inverso. Las palabras de Jesús son esenciales para su revelación: las parábolas y
discursos sobre el Reino de Dios y la salvación. Sus obras son sus grandes iniciativas para con los pecadores, sus
curaciones y sus signos. Se dan en Jesús en una interioridad mutua.
Los signos y milagros son una explicación de las obras. La distinción apela a una comprensión amplia
del signo (no sólo milagros) y de milagro (no sólo apologético, sino revelador).
Sobre todo su muerte y su resurrección: a la manera de vivir de Jesús corresponde su manera de morir.
Finalmente, la resurrección es el signo por excelencia y, al mismo tiempo, el sello divino de todo su itinerario. Es
revelación del poder de Dios en Jesús para nuestra salvación. La muerte y la resurrección de Jesús están en el
corazón de la economía de la revelación, así como de la salvación; son el signo y el anuncio, al mismo tiempo
que el primer don de Dios que quiere “estar con nosotros”. Abren al envío del Espíritu y son para nosotros. La
salvación se indica de forma negativa y positiva: liberación del pecado y de la muerte, resurrección para la vida
eterna. Considerado desde el aspecto noético, el Concilio nos muestra una vez más que los dos aspectos,
revelación y salvación son indisociables, y que recibir la revelación es ser recibidos por Dios en Cristo.
“Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en parte en los
profetas, ya lo ha hablado en él todo, dándonos al Todo que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese
preguntar a Dios, a querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a
Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa alguna o novedad. Porque le podría
responder Dios de esta manera, diciendo: Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi palabra, que es
mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo ya ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos
en él, porque en él te lo tengo dado todo y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas.”
(Subida II,22,4-5)
4.3. Revelación y “revelaciones”
Parece oportuno considerar por un momento la existencia y valoración teológica de las “revelaciones
privadas”, término común en la teología y sugerido por el mismo texto de DV 4 al hablar de revelación pública.
Para esto nos remitimos a un documento muy reciente de la Congregación para la Doctrina de la Fe titulado El
mensaje de Fátima. Transcribimos a continuación algunos fragmentos del Capítulo VI “Comentario teológico”:
Antes de iniciar un intento de interpretación, cuyas líneas esenciales se pueden encontrar en la comunicación
que el Cardenal Sodano pronunció el 13 de mayo de este año al final de la celebración eucarística presidida por
el Santo Padre en Fátima, es necesario hacer algunas aclaraciones de fondo sobre el modo en que, según la
doctrina de la Iglesia, deben ser comprendidos dentro de la vida de fe fenómenos como el de Fátima. La doctrina
de la Iglesia distingue entre la « revelación pública » y las « revelaciones privadas ». Entre estas dos realidades
hay una diferencia, no sólo de grado, sino de esencia. El término « revelación pública » designa la acción
reveladora de Dios destinada a toda la humanidad, que ha encontrado su expresión literaria en las dos partes de
la Biblia: el Antiguo y el Nuevo Testamento. Se llama « revelación » porque en ella Dios se ha dado a conocer
progresivamente a los hombres, hasta el punto de hacerse él mismo hombre, para atraer a sí y para reunir en sí a
todo el mundo por medio del Hijo encarnado, Jesucristo. No se trata, pues, de comunicaciones intelectuales, sino
de un proceso vital, en el cual Dios se acerca al hombre; naturalmente en este proceso se manifiestan también
contenidos que tienen que ver con la inteligencia y con la comprensión del misterio de Dios. El proceso atañe al
hombre total y, por tanto, también a la razón, aunque no sólo a ella. Puesto que Dios es uno solo, también es
única la historia que él comparte con la humanidad; vale para todos los tiempos y encuentra su cumplimiento
con la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo. En Cristo Dios ha dicho todo, es decir, se ha manifestado a
19
sí mismo y, por lo tanto, la revelación ha concluido con la realización del misterio de Cristo que ha encontrado
su expresión en el Nuevo Testamento. El Catecismo de la Iglesia Católica, para explicar este carácter definitivo y
completo de la revelación, cita un texto de San Juan de la Cruz: « Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que
es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra...; porque lo que
hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en Él, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual,
el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino que
haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer cosa otra alguna o novedad » (n. 65,
Subida al Monte Carmelo, 2, 22).
El hecho de que la única revelación de Dios dirigida a todos los pueblos se haya concluido con Cristo y en el
testimonio sobre Él recogido en los libros del Nuevo Testamento, vincula a la Iglesia con el acontecimiento
único de la historia sagrada y de la palabra de la Biblia, que garantiza e interpreta este acontecimiento, pero no
significa que la Iglesia ahora sólo pueda mirar al pasado y esté así condenada a una estéril repetición. El
Catecismo de la Iglesia Católica dice a este respecto: « Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está
completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el
transcurso de los siglos » (n. 66). Estos dos aspectos, el vínculo con el carácter único del acontecimiento y el
progreso en su comprensión, están muy bien ilustrados en los discursos de despedida del Señor, cuando antes de
partir les dice a los discípulos: « Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga
Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta... Él me dará
gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros » (Jn 16, 12-14). Por una parte el Espíritu, que hace
de guía y abre así las puertas a un conocimiento, del cual antes faltaba el presupuesto que permitiera acogerlo; es
ésta la amplitud y la profundidad nunca alcanzada de la fe cristiana. Por otra parte, este guiar es un « tomar » del
tesoro de Jesucristo mismo, cuya profundidad inagotable se manifiesta en esta conducción por parte del Espíritu.
A este respecto el Catecismo cita una palabra densa del Papa Gregorio Magno: « la comprensión de las palabras
divinas crece con su reiterada lectura » (Catecismo de la Iglesia Católica, 94; Gregorio, In Ez 1, 7, 8). El
Concilio Vaticano II señala tres maneras esenciales en que se realiza la guía del Espíritu Santo en la Iglesia y, en
consecuencia, el « crecimiento de la Palabra »: éste se lleva a cabo a través de la meditación y del estudio por
parte de los fieles, por medio del conocimiento profundo, que deriva de la experiencia espiritual y por medio de
la predicación de « los obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad » (Dei Verbum, 8).
En este contexto es posible entender correctamente el concepto de « revelación privada », que se refiere a
todas las visiones y revelaciones que tienen lugar una vez terminado el Nuevo Testamento; es ésta la categoría
dentro de la cual debemos colocar el mensaje de Fátima. Escuchemos aún a este respecto antes de nada el
Catecismo de la Iglesia Católica: « A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas “privadas”, algunas
de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia... Su función no es la de... “completar” la
Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia »
(n. 67). Se deben aclarar dos cosas:
1. La autoridad de las revelaciones privadas es esencialmente diversa de la única revelación pública: ésta
exige nuestra fe; en efecto, en ella, a través de palabras humanas y de la mediación de la comunidad viviente de
la Iglesia, Dios mismo nos habla. La fe en Dios y en su Palabra se distingue de cualquier otra fe, confianza u
opinión humana. La certeza de que Dios habla me da la seguridad de que encuentro la verdad misma y, de ese
modo, una certeza que no puede darse en ninguna otra forma humana de conocimiento. Es la certeza sobre la
cual edifico mi vida y a la cual me confío al morir.
2. La revelación privada es una ayuda para la fe, y se manifiesta como creíble precisamente porque remite a
la única revelación pública. El Cardenal Próspero Lambertini, futuro Papa Benedicto XIV, dice al respecto en su
clásico tratado, que después llegó a ser normativo para las beatificaciones y canonizaciones: « No se debe un
asentimiento de fe católica a revelaciones aprobadas en tal modo; no es ni tan siquiera posible. Estas
revelaciones exigen más bien un asentimiento de fe humana, según las reglas de la prudencia, que nos las
presenta como probables y piadosamente creíbles ». El teólogo flamenco E. Dhanis, eminente conocedor de esta
materia, afirma sintéticamente que la aprobación eclesiástica de una revelación privada contiene tres elementos:
el mensaje en cuestión no contiene nada que vaya contra la fe y las buenas costumbres; es lícito hacerlo publico,
y los fieles están autorizados a darle en forma prudente su adhesión (E. Dhanis, Sguardo su Fatima e bilancio di
una discussione, en: La Civiltà Cattolica 104, 1953, II. 392-406, en particular 397). Un mensaje así puede ser
una ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el momento presente; por eso no se debe
descartar. Es una ayuda que se ofrece, pero no es obligatorio hacer uso de la misma.
El criterio de verdad y de valor de una revelación privada es, pues, su orientación a Cristo mismo. Cuando
ella nos aleja de Él, cuando se hace autónoma o, más aún, cuando se hace pasar como otro y mejor designio de
salvación, más importante que el Evangelio, entonces no viene ciertamente del Espíritu Santo, que nos guía
hacia el interior del Evangelio y no fuera del mismo. Esto no excluye que dicha revelación privada acentúe
nuevos aspectos, suscite nuevas formas de piedad o profundice y extienda las antiguas. Pero, en cualquier caso,
en todo esto debe tratarse de un apoyo para la fe, la esperanza y la caridad, que son el camino permanente de
salvación para todos. Podemos añadir que a menudo las revelaciones privadas provienen sobre todo de la piedad
popular y se apoyan en ella, le dan nuevos impulsos y abren para ella nuevas formas. Eso no excluye que tengan
efectos incluso sobre la liturgia, como por ejemplo muestran las fiestas del Corpus Domini y del Sagrado
Corazón de Jesús. Desde un cierto punto de vista, en la relación entre liturgia y piedad popular se refleja la
relación entre Revelación y revelaciones privadas: la liturgia es el criterio, la forma vital de la Iglesia en su
conjunto, alimentada directamente por el Evangelio. La religiosidad popular significa que la fe está arraigada en
el corazón de todos los pueblos, de modo que se introduce en la esfera de lo cotidiano. La religiosidad popular es
la primera y fundamental forma de « inculturación » de la fe, que debe dejarse orientar y guiar continuamente
por las indicaciones de la liturgia, pero que a su vez fecunda la fe a partir del corazón.
20
Hemos pasado así de las precisiones más bien negativas, que eran necesarias antes de nada, a la
determinación positiva de las revelaciones privadas: ¿cómo se pueden clasificar de modo correcto a partir de la
Sagrada Escritura? ¿Cuál es su categoría teológica? La carta más antigua de San Pablo que nos ha sido
conservada, tal vez el escrito más antiguo del Nuevo Testamento, la Primera Carta a los Tesalonicenses, me
parece que ofrece una indicación. El Apóstol dice en ella: « No apaguéis el Espíritu, no despreciéis las profecías;
examinad cada cosa y quedaos con lo que es bueno » (5, 19-21). En todas las épocas se le ha dado a la Iglesia el
carisma de la profecía, que debe ser examinado, pero que tampoco puede ser despreciado. A este respecto, es
necesario tener presente que la profecía en el sentido de la Biblia no quiere decir predecir el futuro, sino explicar
la voluntad de Dios para el presente, lo cual muestra el recto camino hacia el futuro. El que predice el futuro se
encuentra con la curiosidad de la razón, que desea apartar el velo del porvenir; el profeta ayuda a la ceguera de la
voluntad y del pensamiento y aclara la voluntad de Dios como exigencia e indicación para el presente. La
importancia de la predicción del futuro en este caso es secundaria. Lo esencial es la actualización de la única
revelación, que me afecta profundamente: la palabra profética es advertencia o también consuelo o las dos cosas
a la vez. En este sentido, se puede relacionar el carisma de la profecía con la categoría de los « signos de los
tiempos », que ha sido subrayada por el Vaticano II: « ...sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo
no exploráis, pues, este tiempo? » (Lc 12, 56). En esta parábola de Jesús por « signos de los tiempos » debe
entenderse su propio camino, el mismo Jesús. Interpretar los signos de los tiempos a la luz de la fe significa
reconocer la presencia de Cristo en todos los tiempos. En las revelaciones privadas reconocidas por la Iglesia —
y por tanto también en Fátima— se trata de esto: ayudarnos a comprender los signos de los tiempos y a encontrar
la justa respuesta desde la fe ante ellos.
La estructura antropológica de las revelaciones privadas
Una vez que con las precedentes reflexiones hemos tratado de determinar el lugar teológico de las
revelaciones privadas, antes de ocuparnos de una interpretación del mensaje de Fátima, debemos aún intentar
aclarar brevemente un poco su carácter antropológico (psicológico). La antropología teológica distingue en este
ámbito tres formas de percepción o « visión »: la visión con los sentidos, es decir la percepción externa corpórea,
la percepción interior y la visión espiritual (visio sensibilis – imaginativa – intellectualis). Está claro que en las
visiones de Lourdes, Fátima, etc. no se trata de la normal percepción externa de los sentidos: las imágenes y las
figuras, que se ven, no se hallan exteriormente en el espacio, como se encuentran un árbol o una casa. Esto es
absolutamente evidente, por ejemplo, por lo que se refiere a la visión del infierno (descrita en la primera parte
del « secreto » de Fátima) o también la visión descrita en la tercera parte del « secreto », pero puede demostrarse
con mucha facilidad también en las otras visiones, sobre todo porque no todos los presentes las veían, sino de
hecho sólo los « videntes ». Del mismo modo es obvio que no se trata de una « visión » intelectual, sin
imágenes, como se da en otros grados de la mística. Aquí se trata de la categoría intermedia, la percepción
interior, que ciertamente tiene en el vidente la fuerza de una presencia que, para él, equivale a la manifestación
externa sensible.
Ver interiormente no significa que se trate de fantasía, como si fuera sólo una expresión de la
imaginación subjetiva. Más bien significa que el alma viene acariciada por algo real, aunque suprasensible, y es
capaz de ver lo no sensible, lo no visible por los sentidos, una especie de visión con los « sentidos internos ». Se
trata de verdaderos « objetos », que tocan el alma, aunque no pertenezcan a nuestro habitual mundo sensible.
Para esto se exige una vigilancia interior del corazón que generalmente no se tiene a causa de la fuerte presión de
las realidades externas y de las imágenes y pensamientos que llenan el alma. La persona es transportada más allá
de la pura exterioridad y otras dimensiones más profundas de la realidad la tocan, se le hacen visibles. Tal vez
por eso se puede comprender por qué los niños son los destinatarios preferidos de tales apariciones: el alma está
aún poco alterada y su capacidad interior de percepción está aún poco deteriorada. « De la boca de los niños y de
los lactantes has recibido la alabanza », responde Jesús con una frase del Salmo 8 (v.3) a la crítica de los Sumos
Sacerdotes y de los ancianos, que encuentran inoportuno el grito de « hosanna » de los niños (Mt 21, 16).
La « visión interior » no es una fantasía, sino una propia y verdadera manera de verificar, como hemos
dicho. Pero conlleva también limitaciones. Ya en la visión exterior está siempre involucrado el factor subjetivo;
no vemos el objeto puro, sino que llega a nosotros a través del filtro de nuestros sentidos, que deben llevar a
cabo un proceso de traducción. Esto es aún más evidente en la visión interior, sobre todo cuando se trata de
realidades que sobrepasan en sí mismas nuestro horizonte. El sujeto, el vidente, está involucrado de un modo aún
más íntimo. Él ve con sus concretas posibilidades, con las modalidades de representación y de conocimiento que
le son accesibles. En la visión interior se trata, de manera más amplia que en la exterior, de un proceso de
traducción, de modo que el sujeto es esencialmente copartícipe en la formación como imagen de lo que aparece.
La imagen puede llegar solamente según sus medidas y sus posibilidades. Tales visiones nunca son simples «
fotografías » del más allá, sino que llevan en sí también las posibilidades y los límites del sujeto perceptor.
Esto se puede comprender en todas las grandes visiones de los santos; naturalmente, vale también para
las visiones de los niños de Fátima. Las imágenes que ellos describen no son en absoluto simples expresiones de
su fantasía, sino fruto de una real percepción de origen superior e interior, pero no son imaginaciones como si
por un momento se quitara el velo del más allá y el cielo apareciese en su esencia pura, tal como nosotros
esperamos verlo un día en la definitiva unión con Dios. Más bien las imágenes son, por decirlo así, una síntesis
del impulso proveniente de lo Alto y de las posibilidades de que dispone para ello el sujeto que percibe, esto es,
los niños. Por este motivo, el lenguaje imaginativo de estas visiones es un lenguaje simbólico. El Cardenal
Sodano dice al respecto: « ... no se describen en sentido fotográfico los detalles de los acontecimientos futuros,
sino que sintetizan y condensan sobre un mismo fondo, hechos que se extienden en el tiempo según una sucesión
y con una duración no precisadas ». Esta concentración de tiempos y espacios en una única imagen es típica de
tales visiones que, por lo demás, pueden ser descifradas sólo a posteriori. A este respecto, no todo elemento
visivo debe tener un concreto sentido histórico. Lo que cuenta es la visión como conjunto, y a partir del conjunto
de imágenes deben ser comprendidos los aspectos particulares. Lo que es central en una imagen se desvela en
21
último término a partir del centro de la « profecía » cristiana en absoluto: el centro está allí donde la visión se
convierte en llamada y guía hacia la voluntad de Dios.
La reconciliación de los dos puntos de vista se deriva del hecho de que el acto de fe se dirige a la
persona de Cristo que habla, es decir, también "inmediatamente a Dios" que revela; y de manera secundaria, se
adhiere uno entonces a las verdades que afirma. Ésta es la ampliación significativa que aporta el Vaticano II a la
concepción "intelectualista" del Vaticano I. Por otra parte, queda aquí excluida toda expresión apologética. Está
aquí ausente la insistencia del Vaticano I en los argumentos sacados de los milagros y de las profecías. Se define
simplemente el acto de fe de manera doctrinal.
En la segunda frase, nuestro texto (DV 5) vuelve a continuación al movimiento del corazón, ayudado por
el Espíritu, y al aspecto personal y dialogal de la fe. La acción del Espíritu Santo se indica bajo la forma de una
ayuda interior que "abre los ojos del espíritu", es decir la inteligencia. Esta fórmula está inspirada en el II
concilio de Orange (529, can.7) y había sido recogida por el Vaticano I. El texto menciona previamente la gracia
que "se adelanta y nos ayuda" (preveniente y ayudante), indicación sacada del Vaticano I, que forma una especie
de doblete con la siguiente, pero que permite aludir también a la forma exterior de la gracia (predicaciones,
testimonios, y hasta milagros o signos). Se trata de un dato tradicional: es la unción del Espíritu la que permite
convertirse al corazón (metanoia evangélica). Los dones del Espíritu Santo que se mencionan para la
profundización de la fe se remontan al texto de Is 11,2: "Sobre él reposará el espíritu del Señor: espíritu de
inteligencia y sabiduría, espíritu de consejo y valor, espíritu de conocimiento y temor del Señor"
permanece fiel a su opción de evitar el vocabulario escolástico de la naturaleza y lo sobrenatural. Por otra parte,
las dos afirmaciones más importantes se expresan en sentido inverso: se habla primero del alcance único de la
revelación gratuita de Dios en la historia. Pero el término de "revelarse" se desdobla en esta ocasión y se glosa
como "manifestar" y "comunicarse", volviendo así con el segundo término a la idea directriz del capítulo. A
continuación se remonta el concilio a la afirmación de la posibilidad del conocimiento natural de Dios mediante
las fuerzas de la razón. Finalmente, se insiste en el papel subsidiario de la revelación propiamente histórica para
que el hombre pueda conocer con certeza lo que no es de suyo inaccesible a la razón. Pero no se conserva a este
propósito la fórmula "moralmente necesaria".
Este número tiene una finalidad "tranquilizante", recogiendo casi al pie de la letra la doctrina del
Vaticano I. Pero la diferencia misma del orden de las afirmaciones y la selección de las fórmulas empleadas
acusan cierto distanciamiento. Es una ilustración de la continuidad sustancial entre los concilios y de la
corrección aportada a un punto de vista todavía demasiado estrecho.
c) difusión, propagación misionera, con los verbos hablar, anunciar, evangelizar, iluminar, enseñar. El misterio
mismo se llama ahora “palabra de Dios” (Col 1,25), “evangelio” (Ef 6,19) y pide lucha y valentía en el
anunciador. El cristianismo no es esotérico ni arcano; su anuncio es público y universal.
d) consumación escatológica. Aún revelado, el misterio no deja de ser misterio. Hay en el plan de Dios una
dimensión de inagotabilidad (que los textos expresan con el lenguaje de la sobreabundancia: riqueza,
plenitud, todos los tesoros, supereminente, incalculable, Ef 3,18-19: cuatro dimensiones. Y aunque el paso
decisivo se haya dado con la revelación, el misterio está destinado a una consumación escatológica. Ya en 1
Cor 15,51 y Rom 11,25 en Pablo; aquí en Col 1,27; 3,4. La esperanza de la gloria no se reduce a la
experiencia histórica.
2. Dimensiones del misterio:
a) teológica: aunque revelado, es “de Dios” en cuanto a su origen y a su consumación. Pertenece a la esfera de
lo divino y toda aproximación a él es también una aproximación a Dios mismo. Es el “misterio de su
voluntad” (Ef 1,9), lo que Él “destinó para nuestra gloria antes de crear el mundo” (1 Cor 2,7).
b) cristológica: Jesucristo pertenece al centro del misterio: 1) en cuanto la cruz, escándalo y locura, encarna el
poder y la sabiduría de Dios (cf. 1 Cor 1-2); 2) en cuanto en Él se recapitulan y reconcilian todas las cosas
(cf. Ef 1); 3) Cristo en persona (Col 2,2-3; 4,3; Ef 3,4)
c) eclesiológica: Ef 2,11-3,13. La Iglesia es el lugar donde la reconciliación obrada en el “hombre nuevo” se
realiza en la historia: judíos y gentiles unidos en Cristo y en la Iglesia. Cf. también Ef 5,25.
d) antropológica: El “hombre nuevo”; Cristo proclamado para el hombre y entre los hombres, también en el
hombre, para que pueda establecer relaciones nuevas (Col 3,11; Ef 4,23). Así, podrá además crecer en el
conocimiento del misterio, hasta su plena madurez en Cristo (Ef 3,18; 4,13).
IV. La Iglesia y el Espíritu atestiguan: la Transmisión de la Revelación
La tradición es otro nombre de ese proceso al que los sociólogos llaman socialización. Es ese proceso de
enseñanza y aprendizaje que nos permite asimilar los significados y valores que configuran una sociedad y que,
por consecuencia, nos permite formar parte de esa sociedad. Para apreciar la importancia de la socialización,
basta recordar que el organismo humano carece de los medios biológicos necesarios para un comportamiento
ordenado y estable y que este orden y estabilidad los recibe del orden social al que se incorpora con la
socialización (primaria y secundaria).
Si la tradición es importante para vivir en sociedad, no menos importante es la tradición cristiana para
formar parte de la comunidad cristiana. Para ser fieles a Cristo y para transmitir fielmente a otros las
convicciones y actitudes propias del discípulo de Cristo, es de vital importancia saber cuáles son los cauces que
nos permiten acceder hasta Jesús: sólo la tradición escrita o también la no escrita.
La pregunta por la norma de lo cristiano surge tan pronto como desaparecen los testigos oculares de la
resurrección de Jesús, pero se hace acuciante cuando, a mediados del s. II aparecen concepciones del
cristianismo tan distintas entre sí que no pueden coexistir en el seno de la misma comunidad.
Parece razonable comenzar con san Ireneo de Lyon (olvidado durante siglos, pero el más citado en el
Vaticano II después de S. Agustín) por ser quien da por primera vez al término parádosis el sentido técnico que
tendrá después. Contra los gnósticos escribe su monumental Desenmascaramiento y refutación de la falsa gnosis
(Adversus haereses). Lo que lo separa de los gnósticos no es el recurso a la tradición, sino el distinto concepto de
tradición que manejan. La de los gnósticos arranca de los cabezas de fila de cada escuela; Ireneo apela a “la
tradición que proviene de los Apóstoles y que se conserva en las iglesias por las sucesiones de los presbíteros”
(3,2,2). Sus características son seis:
- Apostólica: procede de los Apóstoles
- Pública: se transmite y conserva en la predicación pública de las iglesias
- Ministerial: garantizada por la sucesión de los obispos
- Espiritual: en su génesis (Apóstoles) y transmisión (obispos) interviene el Espíritu Santo
- Portadora de la verdad: opuesta a la falsedad de la gnosis herética. Fides, traditio, veritas y regula denotan la
misma realidad desde distintos puntos de vista.
- Oral: a diferencia de la Escritura.
“Si los Apóstoles no nos hubieran dejado ninguna Escritura, ¿acaso no habría que seguir “el orden de la
tradición” que transmitieron a quienes confiaban las Iglesias? Precisamente a este orden han dado su
asentimiento muchos pueblos bárbaros que no creen en Cristo; poseen la salvación escrita “sin tinta ni
papel”, por el Espíritu Santo en los corazones (2 Cor 3,3) y conservan cuidadosamente la Tradición
antigua, creyendo...”
El contenido de esta Tradición es difícil de precisar; se identificaría con la predicación apostólica en
fórmulas parecidas a las del Credo. Su función respecto de la Escritura es hermenéutica pero negativa: permite
rechazar interpretaciones de los textos bíblicos que desfiguren lo transmitido.
Tertuliano, católico hasta el 204 y luego montanista, tiene una producción enorme. Su De
praescriptione haereticorum (c. 198) es un intento de contrarrestar la seducción que ejercen las herejías sobre los
fieles. Pero aquí no refuta las doctrinas heréticas recurriendo directamente a la Escritura, sino a otros criterios
que le parecen más convincentes, pues los herejes alteran el texto o fuerzan su sentido para acomodarlo. Propone
una cuestión previa: ¿quién tiene derecho a utilizar la Escritura, quién es su legítimo propietario? (15,4); es decir,
24
¿quiénes tienen la doctrina que corresponde a la Escritura? (19,2). Sigue la pregunta decisiva: ¿de quién y a
través de quiénes y cuándo y a quiénes ha sido transmitida la disciplina por la cual se hacen cristianos? (Cristo,
Apóstoles, iglesias fundadas por ellos). Allí donde se encuentre la verdadera doctrina cristiana se encontrará
también el texto auténtico de la Biblia y su correcta interpretación. Para completar la demostración, se remite al
criterio de la comunión: estar en comunión con las iglesias apostólicas es una prueba de que la verdad está de
nuestra parte.
Así, pues, “nosotros podemos demostrar sin la Escritura que ellos no tienen nada que ver con la Escritura”
(37,1).
Nos referiremos a la doctrina de Vicente de Lerins con ocasión de la comprensión del desarrollo del
dogma.
Martín Lutero afirma el principio de la sola Scriptura como única norma del cristiano. Esto implica no
sólo la suficiencia material de la Escritura, sino también su suficiencia formal. Es decir, se afirma no solamente
que en ella está contenida toda la revelación de Dios, toda la Palabra de Dios, sino también que para conocer con
certeza el contenido de esa Palabra de Dios no hay necesidad de recurrir a textos extrabíblicos. Basta con
estudiar el texto de la Biblia para descubrir su contenido.
El sola Scriptura no niega la existencia de otras normas, sino que las subordina a la Escritura. La
Escritura es la única “norma normans”. Toda otra norma será “norma normata” (p.e. los cuatro primeros
concilios ecuménicos).
La posibilidad de oponerse a la Iglesia atormentaba a Lutero, pero la Escritura lo consuela: no hay que
creer ni a Lutero, ni a la Iglesia ni a los Padres ni a los Apóstoles ni a los ángeles del cielo si enseñan algo contra
la Palabra de Dios. “A nadie le gusta decir que la Iglesia yerra, pero es necesario decir que la Iglesia yerra si
enseña algo al margen de la Palabra de Dios o en contra de ella.”
En la agenda del Concilio de Trento no entraba el tema de la tradición. Pero antes de entrar en materia
(el pecado original), los Padres tuvieron que considerar las bases sobre las que poder edificar la respuesta a los
protestantes. Después de hacer suyo el Credo niceno-constantinopolitano, se decidió comenzar con el canon
bíblico, pero pronto se advirtió el olvido de las “tradiciones”. Un intenso debate por grupos fue gestando (a partir
de un discurso del Cardenal Cervini) un único Decretum de libris sacris et de traditionibus recipiendis (Dz 783-
4; D(H) 1501-1505).
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Si quis autem libros ipsos integros cum omnibus Y si alguno no recibiere como sagrados y
suis partibus, prout in Ecclesia catholica legi canónicos los libros mismos íntegros con todas
consueverunt et in veteri vulgata latina editione sus partes, tal como se han acostumbrado a leer
habentur, pro sacris et canonicis non susceperit, en la Iglesia católica y se contienen en la antigua
et traditiones praedictas sciens et prudens edición Vulgata latina, y despreciare a ciencia
contempserit: anathema sit. cierta las tradiciones predichas, sea anatema.
El capítulo entero no es más que una única oración, compuesta por dos subordinadas –
proponens...y perspiciensque...- y una principal: suscipit et veneratur... Hay que subrayar que, para el
Concilio, lo central es el Evangelio –los libros sagrados y las tradiciones son la expresión multiforme del
único evangelio- y que en este evangelio se encuentra la fuente de toda verdad y disciplina y no solo la
regla, como decía el texto del anteproyecto. Hay que subrayar igualmente la discreción que tienen los
Padres conciliares con respecto a las tradiciones. Son conscientes de los peligros inherentes al intento de
catalogar las tradiciones apostólicas.
En la expresión “fides et mores”, “fides” incluiría todas las doctrinas que debe aceptar el cristiano
para llevar una vida coherente; mientras que “mores” se refiere fundamentalmente a las prácticas
eclesiales, especialmente las litúrgicas.
Aunque durante cuatro siglos se pensó que el Concilio de Trento había definido la insuficiencia
material de la Escritura, el reemplazo de la expresión partim-partim para la Escritura y las tradiciones por
26
la votada et parece sugerir, según estudios recientes de Ortigues y Geiselmann, que el Concilio ha dejado
la pregunta sin respuesta, yuxtaponiendo ambos elementos. Rahner sintetiza:
“El Concilio de Trento no dice otra cosa, en lo que dice obligatoriamente que ésta: hay Escritura y
Tradición como normas de la fe eclesiástica, y en este aspecto (no en cada aspecto) deben ser ambas
aceptadas y veneradas pari reverentia. Cómo se comportan una para con otra Escritura y Tradición,
qué relación exacta tienen respecto de su autoridad formal, de su delimitación material...: sobre todo
esto el Concilio de Trento no dice nada y nada quiere decir.” (“Sagrada Escritura y Tradición”:
Escritos de teología, 6, Madrid, 1969,128).
El debate conciliar, como hemos visto, se refirió sobre todo a las relaciones entre la Escritura y la
Tradición: ¿hay que reconocer en ellas "dos fuentes" de la revelación o, por el contrario, concebirlas según
una complementariedad cualitativa? La redacción del título de este capítulo, que destaca el término de
transmisión, es ya una manera de responder, que anuncia el eje principal de esta idea. Refleja la
reconciliación que se dio entre los diversos puntos de vista que se habían opuesto en la Comisión mixta. El
viejo problema Escritura-Tradición se recoge ahora de una forma concreta, no ya ante todo en la
perspectiva de las cosas transmitidas, sino en la del acto de transmisión. Se trata de la tradición activa. En
este acto único de transmisión activa se distinguirán las diferentes modalidades de la transmisión. Por eso
el orden del capítulo no seguirá el movimiento clásico: Escritura, Tradición, Magisterio, sino que partirá
de la tradición activa, en cuanto que engloba todo lo demás. Por consiguiente, el Concilio no retrocede al
scriptura sola de la Reforma; reconoce el valor de la Tradición, volviendo a la perspectiva de san Ireneo.
En efecto, el Señor de todas las cosas dio a sus apóstoles el poder de anunciar el
Evangelio y por ellos es como hemos conocido nosotros la verdad, es decir, la enseñanza del Hijo
de Dios [...]. Este Evangelio primero lo predicaron; luego, por la voluntad de Dios, nos lo
transmitieron en las Escrituras [...].
Efectivamente, después de que nuestro Señor resucitó de entre los muertos y los apóstoles
quedaron revestidos de la fuerza de lo alto por la venida del Espíritu Santo [...], fueron hasta las
extremidades de la tierra, proclamando la buena noticia de los bienes que recibimos de Dios y
anunciando a los hombres la paz celestial [...].
Así Mateo publicó entre los hebreos, en su propia lengua, una forma escrita de Evangelio,
en la época en que Pedro y Pablo evangelizaban en Roma y fundaban allí la Iglesia. Después de la
muerte de estos últimos, Marcos, el discípulo e intérprete de Pedro, nos transmitió también por
escrito lo que predicaba Pedro. Por su parte Lucas, el compañero de Pablo, consignó en un libro el
Evangelio que éste predicaba. Luego Juan, el discípulo del Señor, el mismo que se había reclinado
en su pecho, publicó también el Evangelio [...]. (AH III, prol. y 1,1)
La Tradición y la Escritura - mencionadas siempre según este orden - son como un "espejo" de la
revelación divina en el que la Iglesia contempla a Dios y lo recibe todo de él. Es esto lo que expresa el cara -
a - cara transcendente entre la Tradición y la Escritura por una parte y la Iglesia por otra. La Tradición y la
Escritura, como vehículos del Evangelio, están por encima de la Iglesia y constituyen su norma. Esta
afirmación compromete también el carácter normativo de la Tradición apostólica, respecto a la tradición
postapostólica o eclesial.
2. La Tradición: análisis de DV 8
Se desarrolla este mismo tema, empezando por la Tradición. Se la ve siempre en su origen
apostólico, pero extendiéndose a toda la vida de la Iglesia
La Tradición activa, que envuelve a la Escritura, pero que se expresa de manera privilegiada en
los libros inspirados, es un acto de transmisión continua. El término de transmitir aparece cuatro veces en
este párrafo. La Tradición se origina en la predicación de los apóstoles, que la invocan ellos mismos en sus
cartas (cf.2 Tes 2,15, al que se puede añadir 1 Cor 11,2,3 y 23; 2 Tes 2,6). Esta idea puede referirse a la o a las
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tradiciones en el testimonio de la Escritura. El objeto de "lo que los apóstoles trasmitieron" abarca no
solamente la doctrina, sino también la vida y el culto, es decir todo lo que permite el " crecimiento de la fe".
Después de los apóstoles, esta Tradición continúa en la vida de la Iglesia por una sucesión
ininterrumpida. Es entonces la Iglesia la que trasmite, por su doctrina, su vida y su culto, es decir, por una
actividad viva en cuyo corazón está la transmisión de los libros inspirados. Lo que el texto no dice bastante es
que la Tradición eclesial esta sometida a la Tradición apostólica, y lógicamente a su expresión esencial que es
la Escritura. La división entre Tradición apostólica y tradición eclesial, o post-apostólica, se subraya menos
que la continuidad. El desarrollo pasa insensiblemente de la una a la otra, como demuestra el siguiente
párrafo, consagrado al "progreso" de la Tradición.
El progreso evocado es del orden de la recepción, de la comprensión y de la penetración, bajo la
asistencia del Espíritu, de la Tradición apostólica. Este progreso es obra de la Iglesia presidida: de toda la
Iglesia, ya que es cuestión de todos los creyentes en su meditación; pero bajo la garantía de la sucesión
episcopal y en vinculación con los que están encargados de predicar la palabra, por haber recibido el seguro
"carisma de la verdad". El concilio ha preferido hablar así del progreso de la Tradición, más bien que de la
cuestión debatida desde el siglo XIX del "desarrollo del dogma".
El siguiente párrafo habla de los testimonios de la Tradición, particularmente en los Padres de la
Iglesia, y de sus riquezas que marcan la vida práctica y cultual de la Iglesia. Igualmente, la determinación del
canon de las Escrituras es obra de la Tradición eclesial. El final del párrafo vuelve sobre algunos de los
temas principales de la Constitución: el diálogo, convertido aquí en "conversaciones" y el Evangelio que
vive en la Iglesia.
Llegamos al punto crucial que polarizó los debates conciliares entre la mayoría y la minoría. Lo
que se dijo en los primeros números del capítulo conciliar supone ya una concepción de la relación existente
entre la Tradición y la Escritura. Pero había que tematizar esta relación de forma explícita. Lo hace este
número en dos tiempos: primero explicitando esta relación dentro de la lógica ya inscrita en el documento y
que representa la posición de la mayoría; y a continuación, recogiendo a petición de la minoría ciertas
fórmulas que parecen ir en la línea de las "dos fuentes".
El concilio se negó siempre a canonizar la tesis suficiente de la Escritura. Establece solamente el
vínculo entre la Tradición y la Escritura de manera cualitativa y no cuantitativa. No hay más que una fuente
divina de la Escritura y de la tradición que forman un todo "compenetrándose", y tienen un mismo fin: la
Escritura es la palabra de Dios (locutio Dei), en cuanto consignada por escrito. La tradición transmite la
Palabra de Dios (Verbum Dei) íntegramente. Por tanto, tienen la misma relación con la Palabra de Dios y son
coextensivas. Su diferencia está en el modo de la transmisión, el escrito por un lado y la oralidad viva por
otro. La Palabra de revelación, confiada por Cristo y por el Espíritu, se transmite a los sucesores de apóstoles
según el principio de la continuidad. La Tradición transmite lo que contiene la Escritura y la Escritura se
transmite y se recibe en una continuidad viva de la fe. En esta exposición se siente la influencia de la escuela
de Tubinga y de la teología de Y. Congar. Pero al final del texto se añade otra consideración, un tanto
ambigua en su formulación, y que arroja una sombra sobre todo el conjunto.
También se ha visto cómo el texto subraya la continuidad de la Tradición apostólica con la
tradición eclesial, sin indicar con la misma claridad la discontinuidad que se produce en el momento de pasar
a la generación post-apostólica. Hay que lamentar que el Concilio se haya quedado demasiado etéreo en su
concepción de la Tradición viva. Si es normal poner en el mismo plano a la Escritura y a la Tradición
apostólica, conviene marcar bien el umbral, cuando se trata de la tradición eclesial. Es conveniente, como lo
ha hecho Y.Congar, insistir en el acto de transmisión viva y activa. Pero con él hay que reconocer que así "se
intenta arramplar con todo" y que los católicos sienten la tentación de relacionar la tradición eclesial con el
ejercicio del magisterio.
En definitiva, el Concilio, a través de unas fórmulas mal armonizadas, no quiso nunca
pronunciarse sobre la cuestión de la suficiencia material de la Escritura, como tampoco lo había hecho antes
el concilio de Trento. Donde se da una ambigüedad en las fórmulas, siguen siendo legítimas las dos
29
interpretaciones teológicas, con la condición de que no se invoque al Concilio para que cada una fundamente
su propia opción en el plano dogmático. Por lo demás, lo más prudente es tener en cuenta el centro de
gravedad del discurso conciliar, que se expresa francamente a favor de una complementariedad cualitativa.
Este primer párrafo recuerda que la Tradición y la Escritura, que constituyen un solo depósito, son
llevadas por un pueblo al que han sido confiadas. Se trata del pueblo "unido a sus pastores" - expresión que
viene de san Cipriano -, ya que la Iglesia es una comunidad presidida. Este pueblo que "se adhiere fielmente"
a esta Palabra, la conserva, la practica y la profesa. Por consiguiente, es toda la Iglesia la que está en juego.
En los esquemas preparatorios se había discutido mucho sobre el papel del "sentido de los fieles" (sensus
fidelium) que se encuentra afirmado en la LG12. El concilio, antes de tocar el papel del Magisterio, expone el
del pueblo de Dios, estructurado por la relación entre pastores y fieles que se mantienen en una "maravillosa
concordia". La conservación del "depósito" es por tanto obra de todos, según un movimiento constante de
comunicación y de intercambio que se realiza en la historia entre pastores y los fieles. Esta enseñanza se
desmarca con bastante claridad de la de Pío XII en la Humani generis. Pero este punto capital no le quita
nada al papel específico del Magisterio.
La interpretación de la Palabra - "oral o escrita"; ¿no habrá aquí un lapsus inconsciente? ¿no habría
que decir "y"?- está confiada sólo al Magisterio vivo. Es la misma doctrina del Vaticano I y de la Humani
generis. Sin embargo, por primera vez en un texto conciliar, este Magisterio se sitúa en el nivel radicalmente
subordinado que le corresponde. Paradójicamente, se trata de la autoridad de una obediencia. No está por
encima de la Palabra: está sometido a ella y la obedece, "en la medida en que" (quatenus) la sirve y saca de
este único depósito de la fe "lo que propone como revelado por Dios para ser creído". Esta fórmula recoge el
pasaje en el que el Vaticano I afirma lo que es objeto de fe divina y católica. Así pues, el Concilio insiste
fuertemente en la obediencia del Magisterio a la Palabra de Dios en su testimonio escrito y trasmitido. La
expresión "en la medida en que" indica la amplitud y los límites de su autoridad. Ésta no puede ejercerse más
que escuchando (cf. la declaración del prólogo) obedientemente la Palabra con la finalidad de mantener al
pueblo fiel en esta misma actitud de obediencia a la Palabra.
El tercer párrafo recuerda la solidaridad irrompible de la Tradición, la Escritura y el Magisterio, bajo
la acción del Espíritu Santo, de tal manera que "ninguno de ellos puede subsistir sin los otros". En una
palabra, los tres se sostienen o caen juntamente. Es la solidaridad de la que se hablaba antiguamente entre las
Escrituras, la Tradición del Credo y la sucesión episcopal.
Después de haber hablado del sacerdocio común de los fieles, la LG dice que el Pueblo de Dios
participa también de la función profética de Cristo, aunque no explica en qué consiste esta función. El NT
es reticente a la hora de atribuir a Cristo el nombre de profeta. A partir de algunos de sus rasgos, muchos
lo tienen por tal (cf. Jn 6,14; 7,40; Hech 3,22; 7,37). Pero para los cristianos Jesús es más que un profeta;
es aquel en quien se cumplen las profecías, el Mesías. Jesús no recibe la palabra de Dios, como los
profetas. Él es la Palabra de Dios. Sin embargo, la profecía no ha desaparecido en el cristianismo; al
contrario, es una de las características de la Iglesia primitiva. Hay ruptura con el profetismo antiguo, en
cuanto que lo definitivo ha acontecido ya en la resurrección de Cristo. Hay continuidad estructural: los
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profetas cristianos dan testimonio de la nueva alianza, como los antiguos daban testimonio de la antigua.
Unos y otros son memoria viva de lo que ha hecho Dios y esperanza activa de lo que va a realizar.
La LG menciona dos modos de ejercicio profético del Pueblo de Dios: difundir el testimonio de
Cristo, sobre todo en la vida de fe y caridad, y ofrecer el sacrificio de alabanza. Son dos acciones
inseparables, cuya unión manifiesta el lazo entre función profética y sacerdotal. Testimonio y eucaristía
van siempre unidos (cf. Heb 13,15). Ya san Pablo describe la evangelización en términos cultuales (Rom
15,15-16), y la 1 Pe 2,9 en el mismo sentido unitario.
La totalidad de los fieles (universitas fidelium), que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2,20.27), no
puede equivocarse cuando cree (in credendo falli nequit), y esta prerrogativa peculiar suya la
manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe (supernaturali sensu fidei) de todo el pueblo
cuando “desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos” prestan su consentimiento universal
(universalem consensum) en las cosas de fe y costumbres.
Los fieles tienen la unción del Santo. La unción es la Palabra de Dios comunicada por Cristo (De la
Potterie). Al abrazar la fe, los cristianos han recibido esta Palabra y así poseen en sí mismos el criterio
para distinguir lo verdadero de lo falso, lo cristiano de lo herético. El óleo de esta unción no es una
iluminación interior del Espíritu Santo totalmente separada de la enseñanza exterior. Es la palabra misma
de Jesús, acogida en la Iglesia e interiorizada progresivamente bajo la acción del Espíritu.
La totalidad de los fieles no puede equivocarse in credendo. S. Roberto Belarmino formuló esta doctrina
con precisión: “quod tenent omnes fideles tanquam de fide, necessario est verum et de fide.” La Iglesia,
en la que vive Cristo después de realizar su obra de salvación, y que es guiada en la verdad por el Espíritu
Santo, no puede en absoluto apartarse del camino de la salvación, y por eso, en este sentido, es infalible.
Esta prerrogativa peculiar suya mediante el sentido sobrenatural de la fe... en las cosas de fe y
costumbres. Completa la frase anterior: es infalible el sentir común de todos los creyentes; una doctrina
compartida por todos los creyentes como doctrina de fe, es de verdad doctrina de fe.
Con este sentido de la fe, que el Espíritu de la verdad suscita y mantiene, el Pueblo de Dios se
adhiere indefectiblemente a la fe confiada de una vez para siempre a la Iglesia (cf. Jud 3), penetre
más profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida, guiada en todo
por el sagrado Magisterio, sometiéndose al cual no acepta ya una palabra de hombres, sino la
verdadera palabra de Dios (cf. 1 Tes 2,13).
inmediata a la Escritura y a las series de textos patrísticos, conciliares o canónicos; en una palabra, por una
especie de magisterio de la misma tradición” (Congar, La tradición y las tradiciones I, 300s).
El siglo XIX formaliza la función del magisterio: esta palabra entra con un sentido nuevo en el
lenguaje oficial en 1835: “La Iglesia dispone por institución divina de un poder [...] de magisterio, para
enseñar y definir lo que concierne a la fe y a las costumbres e interpretar las sagradas Escrituras sin
ningún peligro de error” (Gregorio XVI; encíclica al clero de Suiza). Pío IX la retoma y se usa en el
Vaticano I y hasta nuestros días. Cada vez se afirma más la vinculación entre el dogma (en sentido
restringido) y el magisterio.
Esta novedad se acompaña con la aparición de un nuevo género literario doctrinal, el de la encíclica.
Gregorio XVI con Mirari vos (1832) inaugura la larga serie de encíclicas modernas. Etimológicamente
designa una carta circular. Se convierte un una designación controlada, reservada a un acto específico del
papa, y es la forma más oficial por la que el obispo de Roma enseña a sus hermanos en el episcopado.
Sigue siendo la expresión privilegiada del magisterio pontificio.
La exaltación de este “magisterio viviente” hace que en ciertos ambientes se deslice el sentido de la
tradición hacia el ejercicio del magisterio. Los teólogos postridentinos realizan una transición de una
concepción de la tradición como contenido y como depósito recibido de los apóstoles, a la de la tradición
considerada sobre todo desde el punto de vista del órgano transmisor, residente sobre todo en el magisterio
de la Iglesia” (ib, 306s). Luego se pasará del concepto de “tradición viviente” al de “magisterio viviente”.
Al mismo tiempo, el término de Iglesia viene a significar cada vez más el magisterio mismo: “la teología
moderna ha introducido el magisterio en la definición de la tradición [...] Se puede preguntar si, en estas
condiciones, el magisterio no se convierte en el único lugar teológico, única fuente de conocimiento de la
verdad religiosa [...] Escritura y Tradición, en el sentido objetivo de la palabra, son las referencias por las
que los teólogos justifican ese magisterio” (ib, 328s). El famoso incidente en que el Papa Pío IX dijo al
cardenal Guidi: “La tradición soy yo” revela todo un estado de espíritu.
En el ámbito de la teología, la aparición en 1854 y el éxito inmediato de la obra de H. Denzinger El
magisterio de la Iglesia es un doble signo de la importancia cada vez mayor que se da a las intervenciones
del magisterio en la investigación teológica y en la evolución de la teología institucional en los seminarios
y universidades. Por otro lado, aparte de las notas dogmáticas (que se usan desde el siglo XVII contra los
jansenistas), surgen las notas teológicas, que pertenecen al terreno de las proposiciones deducidas por la
teología del dato revelado o elaboradas en el marco de una sistematización.
MAGISTERIO
Los Obispos dispersos por el mundo
coinciden en una sentencia que ha de
considerarse como definitiva (magisterio
ordinario y universal)
[Los textos del Catecismo de la Iglesia Católica relativos al Magisterio son: 85-87 (citas de DV);
884-892 (citas de LG) y 2032-2040 (magisterio y vida moral).]
El primer tipo de magisterio, auténtico, es el más común. Por sí mismo (de iure) no infalible,
puede tener y de hecho tiene muchas veces una infalibilidad de facto, en cuanto simplemente recuerda lo
que ya es patrimonio de fe.
El segundo tipo, magisterio auténtico e infalible, es el que ejercen todos los obispos (incluido el
de Roma) dispersos por el mundo cuando muestran un consenso moralmente unánime sobre determinadas
cuestiones de fe o de moral. Es el llamado magisterio ordinario y universal (Pío IX, Tuas libenter y
Vaticano I D(H) 3011). No es imprescindible un acto explícito, dado que hay verdades de la fe católica
que nunca han sido definidas solemnemente y que son enseñadas por el magisterio ordinario y universal
(p.e. “Jesús es el Señor y Dios lo ha resucitado de entre los muertos”; “la comunión de los santos”).
También ejercen este tipo de magisterio los Concilios ecuménicos, siempre que conste que tengan
intención de definir. Sorprende a quien no conozca la historia que la Iglesia católica nunca ha definido qué
se entiende por la expresión “concilio ecuménico” ni se haya hecho una lista oficial definitiva de tales
concilios. Se reconocen autoridad singular a los 7 primeros concilios de la Iglesia indivisa: Nicea (325),
Constantinopla (381), Éfeso (431), Calcedonia (451), Constantinopla II (553), Constantinopla III (681) y
Nicea II (787). El reconocimiento y aceptación de los mismos por Roma y las iglesias en comunión con
Roma parecen ser criterio decisivo de ecumenicidad. Es más complejo el caso de los concilios
occidentales medievales y resulta más claro en la conciencia eclesial el de los tres últimos concilios:
Trento y los dos Vaticanos.
El tercer sujeto de este tipo de magisterio es el Papa a través de ciertos pronunciamientos
solemnes, llamados definiciones ex cathedra. Ha sido definido por el Vaticano I (D(H) 3074/Dz 1839).
4.4 El Magisterio y la teología
El desarrollo temático de la relación entre el Magisterio y la teología excede las pretensiones de este
momento y se desarrolla en otros cursos. No obstante, dada la actualidad del problema, ante un cierto
“malestar” que algunos perciben, parece oportuno referir a un documento reciente de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, la Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo (Donum veritatis, 1990)
33
que, luego de presentar en general la verdad como don de Dios a su Pueblo (c. I) describe la función de los
teólogos (c. II), se detiene en la misión de los Pastores (c. III) para llegar a la preocupación central: la
relación entre unos y otros (c. IV).
El capítulo IV, Magisterio y teología, se estructura en dos secciones:
- A. Las relaciones de colaboración (que no excluye la tensión ni la dificultad personal en la
disponibilidad)
- B. El problema del disenso, que analiza los factores y justificaciones que se proponen para esta actitud y
responde en el marco de la libertad de la verdad en la comunión eclesial.
Los textos más importantes se encuentran en D(H) 4875-4885.
5. El crecimiento en la tradición
5.1 El dogma y el desarrollo dogmático
El término griego “dogma” significa literalmente “lo que a uno le parece bien”, tanto en el orden
doctrinal (opinión) como en el práctico (decisión). De opinión pasa a significar por derivación: opinión
filosófica, axioma, principio, doctrina. De decisión se pasa con facilidad a decisión oficial, es decir, a
decreto o edicto.
En el NT aparece 5x: en Lc 2,1 y Hch 17,7 como edicto imperial; en Ef 2,15 y Col 2,14 es la ley
del AT y en Hch 16,4 los decretos del Concilio de Jerusalén. En los Padres el término tiene todos los
significados del lenguaje ordinario. Se amplía el uso a partir de san Jerónimo, traductor de Orígenes. Al
pasar al latín pierde el sentido de “decreto” y conserva sólo el de “doctrina”, al principio para las doctrinas
heréticas (s. Agustín). Los escolásticos lo usan poco, prefiriendo hablar de “doctrina” y de “articulus
fidei”. Se va distinguiendo “teología dogmática” de “teología moral”. En la Edad Moderna se perfila poco
a poco (M. Cano) y en 1792 Chrismann define el concepto con los dos elementos que desde entonces
serán aceptados:
1) se trata de una verdad revelada por Dios;
2) propuesta públicamente por la Iglesia como tal verdad revelada.
El Vaticano I utiliza una expresión que suele considerarse como definición de dogma: cf. D(H)
3011/Dz 1792.
La función principal del dogma es la función doctrinal, la de expresar con precisión y claridad el
contenido de la fe cristiana. Por el contexto polémico y antiherético en que han sido definidos la mayoría
de los dogmas, tienen también la función de proteger a la comunidad eclesial de la herejía. Otras dos
funciones inseparables de la doctrinal son la de actualizar el kerygma y explicitarlo. En fin, debe
mencionarse la función mistagógica: no sólo habla del misterio de Dios, sino que indica el camino para
llegar a él. Es la dimensión escatológica del dogma con su doble vertiente: positiva en cuanto que anticipa
la salvación plena; negativa en cuanto que, provisional y deficiente, apunta hacia su propia superación.
Por esta razón se habla en general de la “estructura sacramental” del dogma. Como ya decía s. Tomás:
“actus credentis non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem.” (ST II-II,1,2,2)
Iglesia católica”. Aunque la Escritura es suficiente, cada uno la ha interpretado a su manera. Por eso es
necesario “el sentir de la Iglesia católica”. ¿Cómo se discierne? Lo católico es “id quod ubique, quod
semper, quod ab omnibus creditum est.”; es decir el triple criterio: universalidad, antigüedad, consenso.
Ante tan tenaz defensa de lo antiguo, ¿puede darse progreso en la fe de la Iglesia? Sí, pero no cambio.
Utiliza la imagen del desarrollo del cuerpo humano en sus miembros. Así crece la inteligencia, la ciencia,
la sabiduría, pero siempre en su género, es decir “in eodem dogmate, eodem sensu, eademque sententia”
(en el mismo dogma, en el mismo sentido, en la misma sentencia). No hay posibilidad de que surjan
dogmas nuevos ni nuevas interpretaciones de los mismos; sólo se acepta una comprensión cada vez más
profunda y explícita de los viejos dogmas. Pueden usarse nuevos términos para expresar el sentido antiguo
de la fe (piensa en “homoousios” y “theotokos” de Nicea y Éfeso).
Un momento particularmente importante en la historia de este problema fue el modernismo, cuya
intención y formas múltiples ya han sido mencionadas. Merece atención la experiencia.
su contenido y cae en el subjetivismo; la Escritura queda sujeta a la manipulación de las teorías científicas.
Con la condena del modernismo, la teología renunció al tema de la experiencia.
La experiencia de la revelación
La experiencia humana puede ser interna o externa, pero siempre expresa algo que mantiene una
conexión viva con el sujeto. F. Grégoire esquematizó cuatro sentidos fundamentales: constatación,
conocimiento vivido, experimentación y conocimiento habitual. Lo común es que se refieren a un
conocimiento inmediato de cosas concretas y unido a la vida. Al final, la experiencia incorpora dos
significados: experiencia como contacto con un objeto, y experiencia como vida.
La experiencia religiosa es de naturaleza compleja (no puede determinarse a priori lo que la
constituye); su estructura consta de tres elementos: el hombre sujeto de la relación; el misterio de Dios,
realidad trascendente y al mismo tiempo presente en el centro de la persona; el tipo específico de relación
del hombre con Dios, distinta de cualquier otra relación.
La experiencia cristiana es experiencia de la revelación de Dios en Cristo. Se da en tres niveles:
1. la experiencia de Jesús es única. Es la de quien ha visto y oído, la de quien es testigo porque
preexistía en el seno de Dios y ha venido a habitar entre los hombres. La suya es una experiencia
inmediata de Dios, de su amor, de su paternidad, de su vida.
2. la experiencia de los Apóstoles y los profetas es de otro orden, porque aunque reciben una
comunicación inmediata de Dios necesitan la fe para acoger lo que les es revelado. Es también única
en cuanto propia de los mediadores de la revelación elegidos por Dios. La de los profetas es
preparación, la de los Apóstoles es insuperable, porque ellos son los receptores directos de la
experiencia única de Jesús. Su experiencia de Cristo, su “comprensión” del misterio de Jesús, ilustrada
y guiada por el Espíritu Santo, forma parte de la misma revelación.
3. la experiencia de los creyentes, en la medida en que no solamente confiesan su fe, sino que la viven
como la realidad definitiva que compromete su existencia. Porque la revelación da lugar a una
experiencia, se puede hablar de ella como de un encuentro entre Dios y el hombre. La experiencia de
la revelación depende de la fe, es vivida bajo el régimen de la fe, como entrega a la palabra de Dios. A
partir de la fe en Jesucristo se abre el campo inmenso de la experiencia de la revelación o de la fe en
cuanto vida nueva y en cuanto percepción existencial y práctica, sintética y concreta del misterio
cristiano.
En resumen, la experiencia de la revelación consiste en vivir la revelación recibida en la fe.
No podemos reseñar aquí todas las teorías particulares de los autores sobre la evolución del
dogma. El problema no ha encontrado aún una solución definitiva. Señalamos las líneas maestras:
1. la evolución como deducción. Es la teoría clásica (teólogos escolásticos, Marín-Sola), que concibe la
revelación como un conjunto de proposiciones y explica la evolución como un proceso de
explicitación de su contenido, generalmente mediante una deducción lógica. El caso más simple es la
traducción. El problema es saber si es posible una traducción fiel, una cuestión muy compleja y
debatida. El caso de la deducción lógica plantea el problema de saber si a las conclusiones deducidas
de premisas reveladas se les puede llamar proposiciones reveladas por Dios.
Positivo: distinción entre lo revelado formalmente: explícitamente y no explícitamente, y la
explicación de la evolución como explicitación de lo revelado no explícitamente.
Límite: concepción de la revelación como conjunto de proposiciones, con sentido intemporal,
objetivo; poco énfasis en el sentido salvífico necesario para una auténtica evolución del dogma.
2. la evolución como tematización. (Möhler, Newman, Rahner, Alszeghy y Flick). No pretende sustituir
la teoría clásica, sino complementarla con un mecanismo adicional: el paso de un conocimiento
atemático a otro temático.
Positivo: concepción de la revelación como autocomunicación de Dios que implica la presencia del
Espíritu Santo en el receptor y la luz de la fe y una aprehensión verdadera de la realidad no expresada
todavía en enunciados; integración en el proceso de evolución no sólo el análisis conceptual, sino
36
también el Espíritu Santo, la gracia, el Magisterio, la tradición viva y la objetivación refleja del
dogma.
Límite: sugerente y útil para la evolución dentro de la época apostólica, pero luego la tematización
queda tan limitada por las proposiciones explicitadas previamente que se asemeja al esquema anterior.
Para ese proceso de la Paradosis que prosigue en nuestro tiempo, son válidos los criterios que han sido
expuestos en los párrafos precedentes. En primer término es fundamental que se mantenga el “eje
cristológico”, de modo que Jesucristo sea siempre el punto de partida, el centro y la medida de toda
interpretación. Para preservar esto es de la mayor importancia el criterio del origen, es decir, de la
apostolicidad, y también el criterio de la comunión ("koinonia"), es decir de la catolicidad.
Además de estos dos criterios, el “criterio antropológico” desempeña también un papel importante en
la interpretación actual. Con esto no quiere decirse, evidentemente, que el hombre, ciertas necesidades e
intereses suyos, o aún manifestaciones de la moda, puedan ser la medida de la fe o de la interpretación de
los dogmas. Esto ya queda excluido por cuanto el hombre es para sí una cuestión no resuelta, para la que
sólo Dios es la respuesta plena. Sólo en Jesucristo es iluminado el misterio del hombre; en Él, el hombre
nuevo, Dios ha revelado plenamente el hombre al hombre; en Él, el hombre nuevo, Dios ha revelado
plenamente el hombre al hombre, y le ha descubierto su altísima vocación. De este modo, el hombre no es
la medida, sino el punto de referencia para la interpretación de la fe y de los dogmas.
Los 7 criterios de J. H. Newman
J. H. Newman ha elaborado criterios del desarrollo de los dogmas, que preparan y completan lo
expuesto, y pueden ser aplicados de modo análogo a la más profunda y actual interpretación de los
dogmas. Newman enumera siete principios o criterios:
1) Preservación del tipo, o sea, de la forma fundamental, de las proporciones y de las relaciones de las
partes y aspectos con el todo. Cuando la estructura del conjunto permanece, el tipo también es mantenido,
aún si cambian ciertos conceptos determinados; pero esa estructura de conjunto puede ser corrompida,
mientras los conceptos permanezcan idénticos, si están insertados en un contexto o un sistema de
coordenadas totalmente diverso.
2) Continuidad de los principios. Las distintas doctrinas representan principios que siempre se encuentran
más profundamente, aunque éstos a menudo sólo son conocidos más tarde. Una misma doctrina puede
recibir distintas interpretaciones y en consecuencia puede conducir a consecuencias opuestas. La
continuidad de los principios es entonces un criterio que permite distinguir un desarrollo recto de uno
falso.
3) Capacidad de integración. Una idea viva manifiesta su fuerza, cuando es capaz de penetrar la realidad,
de unir otras ideas, de estimular el pensamiento y de desarrollarse sin perder su unidad interna. Este poder
de integración es un criterio de un desarrollo legítimo.
4) Consecuencia lógica. El progreso dogmático es un proceso vital mucho más amplio para que pueda ser
interpretado como una explicación y deducción lógica. Sin embargo, las conclusiones deben ser
justificadas como lógicamente coherentes. Inversamente, se puede juzgar de un desarrollo según sus
consecuencias y reconocerlo por sus frutos como legítimo o ilegítimo.
5) Anticipación del porvenir. Determinadas tendencias que sólo se imponen o tienen repercusión más
tarde, pueden aquí o allá, de modo poco nítido, hacerse perceptibles mucho antes. Tales anticipaciones son
signos del acuerdo del desarrollo posterior con la idea primitiva.
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Luego de recordar la importancia del magisterio para la interpretación actual, concluye: Toda
interpretación de los dogmas debe servir a este solo fin que en la Iglesia y en cada uno de los fieles surja el
"espíritu y la vida" a partir de la letra de los dogmas. De este modo debe en todo momento germinar la
esperanza a partir de la memoria de la Tradición de la Iglesia, y en la diversidad de las situaciones
humanas, culturales, sociales, económicas, políticas, la unidad y la catolicidad de la fe deben ser
reforzadas y promovidas como el signo y el instrumento de la unidad y de la paz en el mundo. Lo que está
en juego en ello es que los hombres, conociendo al único verdadero Dios y su hijo Jesucristo tengan la
vida eterna (Jn 17,3).
V. Dios sigue hablando: la Sagrada Escritura en la Iglesia
Filón extiende el campo de la inspiración a la versión de los Setenta, legitimando por el argumento
decisivo del origen divino la autoridad de las Escrituras helenizadas. Lo siguen en este camino algunos
padres como san Ireneo y san Agustín. En nuestro siglo, Benoît y Le Deaut, entre otros.
Flavio Josefo
Escribe después del año 70, con un discurso fundamentalmente anticristiano. Resulta significativa
la ausencia del tema de la inspiración de las Escrituras, con una sola excepción: “... sólo las profecías
contaban con claridad los hechos lejanos y antiguos por haberlos sabido gracias a una inspiración
divina, y los hechos contemporáneos según ocurrían ante sus ojos” (Contra Apión 1,37), donde usa el
término griego no bíblico epinoia, que Filón jamás utiliza. Para el tiempo de Josefo, la inspiración es un
concepto cristiano.
Los Santos Padres
La enseñanza de los Padres sobre este tema se puede presentar en cinco expresiones
características:
1. Las Escrituras son sagradas, santas o divinas
2. Las Escrituras están inspiradas por el Espíritu Santo
3. Dios es el autor de las Escrituras
4. El autor inspirado es instrumento de Dios
5. Las Escrituras son palabra de Dios
Desde finales del siglo I (Clemente Romano) se afirma la inspiración del Nuevo Testamento,
considerado al menos parcialmente. Para la primitiva iglesia, las Escrituras consistían ante todo en lo que
más tarde, a partir de finales del s. II o principios del III se llamó Antiguo Testamento. Por otra parte, hay
una continuidad sustancial entre la doctrina de Filón y la de los Padres sobre la inspiración.
Declaraciones del Magisterio
Los Statuta Ecclesiae antiqua (DS 325; mediados o fines del siglo V).
En el examen de la fe antes de la ordenación episcopal se dice: “Debe ser interrogado también si cree
que el autor y Dios del Nuevo y del Antiguo Testamento, es decir, de la Ley y de los Profetas y de los
Apóstoles es único y el mismo...”
Concilio de Florencia (Decreto para los jacobitas 1442; DS 1334-6; D 706-7).
“Profesa que uno solo y mismo Dios es autor del Antiguo y Nuevo Testamento, es decir, de la ley, de
los profetas y del Evangelio, porque por inspiración del mismo Espíritu Santo (Spiritu Sancto inspirante)
han hablado los Santos de uno y otro Testamento.” Sigue luego la lista de los libros canónicos y la
condena de los maniqueos: “Además, anatematiza la insania de los maniqueos, que pusieron dos primeros
principios, uno de lo visible, otro de lo invisible, y dijeron ser uno el Dios del Nuevo Testamento y otro el
del Antiguo.”
3. Concilio de Trento (Decreto sobre la aceptación de los sagrados libros y tradiciones 1546; DS 1501;
D 783).
“... y viendo perfectamente que esta verdad y disciplina se contiene en los libros escritos y en las
tradiciones no escritas que, transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros desde los
apóstoles, quienes las recibieron o bien de labios del mismo Cristo, o bien por inspiración del Espíritu
Santo (Spiritu Sancto dictante),... así del Antiguo como del Nuevo Testamento, como quiera que un solo
Dios es autor de ambos, y también las tradiciones... como oralmente por Cristo o por el Espíritu Santo
dictadas y por continua sucesión conservadas en la Iglesia católica.”
4. Concilio Vaticano I (Constitución dogmática “Dei Filius” sobre la fe católica 1870; DS 3006; D
1787).
“... Estos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, íntegros con todas sus partes, tal como se
enumeran en el decreto del mismo Concilio (Trento), y se contienen en la antigua edición Vulgata latina,
han de ser recibidos como sagrados y canónicos. Ahora bien, la Iglesia los tiene por sagrados y canónicos,
no porque compuestos por sola industria humana, hayan sido luego aprobados por ella; ni solamente
porque contengan la revelación sin error; sino porque escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a
Dios por autor, y como tales han sido entregados a la misma Iglesia.” Y el Canon: “Si alguno no recibiere
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como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada Escritura, íntegros con todas sus partes, tal como los
enumeró el santo Concilio de Trento, o negare que han sido divinamente inspirados, sea anatema.”
5. León XIII (Encíclica Providentissimus Deus 1893; DS 3288-93; D 1950-52).
“... es absolutamente ilícito ora limitar la inspiración solamente a algunas partes de la sagrada
Escritura, ora conceder que erró el autor mismo sagrado... Todos los libros que la Iglesia recibe como
sagrados y canónicos, han sido escritos íntegramente, en todas sus partes, por dictado del Espíritu Santo, y
tan lejos está que la divina inspiración pueda contener error alguno, que ella de suyo no sólo excluye todo
error, sino que los excluye y rechaza tan necesariamente como necesario es que Dios, Verdad suprema, no
sea autor de error alguno... Por ello, es absolutamente inútil alegar que el Espíritu Santo tomara a los
hombres como instrumento para escribir, como si, no ciertamente al autor primero, pero sí a los escritores
inspirados, se les hubiera podido deslizar alguna falsedad. Porque fue Él mismo quien, por sobrenatural
virtud, de tal modo les asistió mientras escribían, que rectamente habían de concebir en su mente, y
fielmente habían de querer consignar y aptamente con infalible verdad expresar todo aquello y sólo
aquello que Él mismo les mandara...
... los escritores sagrados o, más exactamente, “el Espíritu de Dios que por medio de ellos hablaba, no
quiso enseñar a los hombres esas cosas (es decir, la íntima constitución de las cosas sensibles), como
quiera que para nada habían de aprovechar a su salvación”, por lo cual, más bien que seguir directamente
la investigación de la naturaleza, describen o tratan a veces las cosas mismas o por cierto modo de
metáforas o como solía hacerlo el lenguaje común de su tiempo...”
6. Bajo Pío X, Santo Oficio (Decreto Lamentabili: errores de los Modernistas 1907; DS3409-12; D 2009-
12)
- excesiva simplicidad o ignorancia manifiestan los que creen que Dios es verdaderamente autor de la
Sagrada Escritura
- la inspiración de los libros del Antiguo Testamento consiste en que los escritores israelitas enseñaron
las doctrinas religiosas bajo un particular aspecto poco conocido o ignorado por los gentiles
- la inspiración divina no se extiende a toda la Sagrada Escritura, de modo que preserve de todo error a
todas y cada una de sus partes
- si el exegeta quiere dedicarse con provecho a los estudios bíblicos, debe ante todo dar de mano a toda
opinión preconcebida sobre el origen sobrenatural de la Escritura e interpretarla no de otro modo que
los demás documentos puramente humanos.
7. Benedicto XV (Encíclica Spiritus Paraclitus 1920; DS 3650; D 2187).
“... los libros de la sagrada Biblia fueron compuestos bajo la inspiración, o sugerencia, o
insinuación, o incluso dictado del Espíritu Santo; más aún, que fueron escritos y editados por Él mismo;
sin poner en duda, por otra parte, que cada uno de sus autores, según la naturaleza e ingenio de cada cual,
hayan colaborado con la inspiración de Dios.”
8. Pío XII (Encíclica Divino afflante Spiritu 1943; DS 3829-30; D 2294).
El autor sagrado es instrumento del Espíritu Santo, pero “instrumento vivo y dotado de razón”. El
intérprete debe esforzarse por “averiguar cuál fue el carácter y condición de vida del escritor sagrado, en
qué edad floreció, qué fuentes utilizó ya escritas ya orales y qué formas de decir empleó. Porque así podrá
conocer más plenamente quién haya sido el hagiógrafo y qué haya querido significar al escribir... qué
géneros literarios quisieron usar y de hecho usaron los escritores de aquella vetusta edad... las formas y
maneras de decir... que se usaban entre los hombres de su tiempo y de su tierra.”
“Para que obrando Él mismo en ellos y por ellos, todo y sólo lo que Él quería... pusieran por
escrito.” La comparación con la frase de la Providentissimus que subyace muestra el camino recorrido: ya
no se habla de la iluminación del entendimiento ni del influjo sobre la voluntad; sólo queda la mención de
la puesta por escrito, es decir, el impulso para la redacción (pero no como asistencia previniente de error
material). Ha cambiado la perspectiva: DV mira a la inspiración desde el punto de vista de la conservación
y transmisión de la revelación por vía escrita; como un carisma análogo a la transmisión infalible por la
predicación oral apostólica.
c. La acción propia de los escritores sagrados
“Dios eligió hombres, que usaban de todas sus facultades y talentos, para que obrando Él mismo en
ellos y por ellos... como verdaderos autores pusieran por escrito.” La concisa afirmación recoge todos los
elementos que constituyen la aportación humana del escritor sagrado: la elección divina, la plenitud de sus
facultades, el verdadero carácter de escritores. El esquema primero conservaba la detallada descripción de
León XIII; el texto final suprime toda terminología filosófica como causa instrumental o instrumento.
Con ella ha caído también en desuso la expresión causa principal aplicada a Dios.
d. Dios, autor de la Escritura
La denominación es clásica, pero la aplicación a los escritores humanos del mismo término ( veri
auctores) pide un discernimiento teológico. La doctrina de la analogía permite aplicar esta perfección
mixta de la creatura a Dios de forma impropia. No obstante, en la Encarnación se han asumido actividades
específicamente humanas como estrictamente aplicadas a Dios. Dios “ha hablado” en sentido propio. El
nombre de auctor se puede, pues, aplicar a Dios en sentido propio gracias a la acción instrumental que le
atribuye acciones estrictamente humanas.
e. Los efectos de la inspiración
La opinión más generalizada es que el efecto primero y más propio de la inspiración consiste en
constituir a la Biblia en palabra de Dios, de donde se sigue por necesidad el que la Biblia carezca de error.
Sin embargo, la doctrina del Vaticano II identifica palabra de Dios y revelación. La Escritura no es palabra
de Dios por la inspiración; lo es por contener la revelación, que es palabra de Dios. Así, el efecto propio y
formal de la inspiración es constituir a la palabra de Dios en palabra conservada por escrito. En otras
palabras: el efecto formal de la inspiración es la Escritura.
La cuestión del aspecto social de la inspiración no encontró eco en el texto final de DV,
quedando abierta a la libre discusión de los especialistas. En el debate preconciliar algunos autores
importantes, como Charlier, Grelot, Cazelles y Rahner habían enfatizado este aspecto. Si se toma en
cuenta la doctrina general de la Constitución, el tema se expondría así: la comunidad de salvación, que es
el pueblo de Israel en el AT y la Iglesia en el NT, recibe la revelación de los enviados (los profetas,
Cristo); ésta es la automanifestación de Dios, no inmanente al profeta, sino trascendente; por lo tanto, no
asimilable a la operación inmanente de la creación literaria. Sin embargo, la comunidad recibe la palabra,
la conserva, la asimila, la vive, la transmite y, llegado un determinado momento, procura que se fije en
fórmulas escritas. Literariamente, la sociología de la inspiración abarcaría todo el conjunto de leyes y
condicionamientos sociales que llevan a la comunidad a la objetivación literaria de su fe por medio de
individuos privilegiados que llevan a cabo dicha objetivación, como testigos de la fe de la comunidad,
utilizando medios de naturaleza tan esencialmente sociales cuales son la palabra y las formas literarias.
1.2 La verdad de la Escritura
1.2.1 Inerrancia y verdad de la Escritura: historia y doctrina
Los cristianos han creído siempre en la Verdad de la Escritura. Es una certeza unida al hecho de
que la Biblia es palabra de Dios.
Ante los ataques de los paganos, los Padres procuran hacer concordar los textos bíblicos. Puede
resumirse su postura en el célebre axioma de san Agustín: “Creo firmemente que ningún autor ha
cometido error alguno al escribir. Si en las Escrituras hallo algo que parece contrario a la verdad, me
hago el siguiente planteamiento: o bien se trata de un manuscrito defectuoso, o bien el traductor no
entiende lo que aquél dice, o bien soy yo en que no lo entiendo.” (Cartas 82,1,3: PL 33,277).
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Para santo Tomás quidquid in Sacra Scriptura continetur, verum est (Quodl. 12,17,7,1), aunque
matiza mucho más: ante varias interpretaciones, hay que rechazar aquellas que parezcan falsas a la razón y
el conocimiento profético de que los autores sagrados han gozado es muy variable.
El progreso científico pondría bruscamente a prueba esta doctrina tradicional. En el siglo XVI, en
las ciencias de la naturaleza, el “caso Galileo” es típico. En el siglo XIX, las ciencias humanas cuestionan
una noción de inerrancia mal comprendida; la crítica histórica parece conducir a un callejón sin salida.
Se dan entonces algunos intentos de solución. Newman reconoce la verdad de conjunto de la
Escritura, pero podría excluirse lo que él llama los obiter dicta, frases sin importancia que el escritor
sagrado ha puesto por casualidad. Loisy propone reconocer una verdad relativa a los tiempos y a lugares
en que los escritos fueron compuestos, deslizándose hacia tesis modernistas. D´Hulst y otros proponen
restringir la inspiración solamente a las materias de fe y costumbres. Todos los intentos se movían en la
limitación material, distinguiendo en la Biblia una parte profana y una parte sagrada.
Las encíclicas van aportando respuestas. León XIII excluye toda limitación material en la Biblia,
pero a la vez no la sitúa en el mismo plano que las ciencias de la naturaleza: los autores bíblicos hablaban
de las realidades materiales al modo en que éstas eran conocidas en su tiempo, en función de las
apariencias. Pero el problema se agrava al considerar la historia: ¿puede hablarse de una historia “según
las apariencias”? La encíclica de Benedicto XV pone coto a estas desviaciones. Pero será Pío XII quien
complete la obra de sus predecesores al introducir la necesaria consideración de los géneros literarios en
la tarea exegética.
Después de la Divino afflante Spiritu, la exégesis católica (Coppens, Benoit) explican la inerrancia
con el recurso a los géneros literarios, añadiendo la intención del autor y el sentido pleno ( sensus plenior).
Durante el Concilio Vaticano II, autores como P. Grelot, N. Lohfink y L. Alonso Schökel amplían y
enriquecen la perspectiva al hablar de verdad de la Escritura (más que de inerrancia), destacando el
objeto formal de la revelación y su carácter progresivo. Así preparan de cerca la gran aportación de DV.
El proceso de conocimiento parte de la experiencia, pasa mediante la inteligencia y el juicio hasta llegar a
la decisión. También en el dato teológico lo comprendido racionalmente debe convertirse en experiencia
de vida. Por lo tanto, se incluye e impone en la teología la significatividad, la relación con la vida.
Dios, son signos certísimos y acomodados a la inteligencia de todos, de la revelación divina” (D(H)
3009; Dz 1790).
“Porque a la Iglesia Católica sola pertenecen todas aquellas cosas, tantas y tan maravillosas, que han
sido divinamente dispuestas para la evidente credibilidad de la fe cristiana. Es más, la Iglesia por sí
misma, es decir, por su admirable propagación, eximia santidad e inexhausta fecundidad en toda suerte
de bienes, por su unidad católica y su invicta estabilidad, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad
y testimonio irrefragable de su divina legación”. (D(H) 3010; Dz 1794)
Tres Constituciones del Vaticano II establecen tres principios importantes para nuestro tema: DV,
el principio cristológico; LG, el principio eclesiológico; GS, el principio antropológico.
DV presenta la revelación como un proceso de autotestimonio, autocomunicación y
automanifestación personal, trinitaria y cristocéntrica, que comenzó con la creación y culmina en
Jesucristo, mediador y plenitud, que la “completa y confirma con testimonio divino” (DV 2; 4). Así, Él es
el signo fundamental de credibilidad. Todos los signos de la revelación y de la credibilidad quedan
concentrados en Jesucristo y deben ser entendidos en clave cristológica, como signos interpersonales,
irradiación de la significatividad de Jesucristo.
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LG hace la aplicación a la realidad de la Iglesia: “Cristo es la luz de los pueblos” y “la Iglesia es
en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y la humanidad” (LG 1);
sacramento universal de salvación, en analogía con el misterio del Verbo encarnado (cf. LG 8; 9). “Dios
manifiesta a los hombres en forma viva su presencia y su rostro en la vida de aquellos hombres como
nosotros que con mayor perfección se transforman en la imagen de Cristo”. (LG 50).
GS puede considerarse una Carta Magna de una nueva teología fundamental, sobre todo de una
teología de la credibilidad vinculada a la experiencia y a la práctica cristiana. Es un documento necesario
para completar las perspectivas “descendentes o desde arriba” de DV y LG. En GS la Iglesia es presentada
en relación con las otras iglesias, religiones y con el mundo secular. Es en esta relación solidaria como la
Iglesia puede ser signo, en la preocupación compartida por salvar a la persona y renovar la sociedad y en
la búsqueda de soluciones humanas para los problemas del hombre de hoy (GS 3).
El punto de partida es la experiencia humana (cf. GS 19; 22). En la búsqueda de testigos y
signos de sentido el hombre se encuentra con los signos de los tiempos en los cuales está presente y actúa
el Espíritu Santo y es tarea de la Iglesia discernir e interpretar estos signos, como resplandor de Jesucristo,
el signo fundamental de la revelación (cf. 4; 11; 14). Finalmente, es en el diálogo con el mundo donde la
Iglesia será creíble, mostrando a Jesucristo como clave de inteligencia para el hombre. Ya la encíclica
Ecclesiam suam de Pablo VI (nn. 54-111) y GS 92, permiten decir que la triple demostración con la que
se busca la credibilidad del cristianismo puede transformarse hoy en un triple diálogo: ecuménico con las
otras iglesias cristianas para buscar la unidad gracias a la cual el mundo crea (cf. Jn 17,21 y Congar: “la
verdadera apologética es el ecumenismo”); diálogo interreligioso para descubrir y testimoniar juntos la
verdad de la religión y su sentido y poder liberador para los hombres; diálogo con las ideologías no
religiosas para descubrir y realizar juntos la plena vocación del hombre.
Notamos una vez más el enorme cambio y progreso en este tema, desde las perspectivas del
Concilio Vaticano I y la demonstratio christiana. El antiguo tratado De Christo Legato divino procuraba
probar por medio de los milagros que hizo y las profecías que se cumplieron en Él (=signos externos a la
doctrina), que Jesús era el Legado de Dios. Hoy, en la perspectiva del Vaticano II la “monstratio
christiana” integrada en la cristología fundamental, contempla a Jesucristo como el testigo que completa
y confirma la historia de la revelación y como el signo fundamental de credibilidad, centro de irradiación
sobre todos los otros signos. [Así los antiguos tratados dogmáticos De Verbo Incarnato y De Verbo
Redemptore se han convertido en la cristología y soteriología que componen la moderna cristología
dogmática.]
A esta cristología fundamental corresponden los siguientes tres temas y tareas básicos.
figura histórica de Jesús: su enseñanza, su actividad, su causa y su estilo vital, su destino; un hombre de tal
calidad humana, ética y religiosa, que realmente resulta un testigo creíble, entonces y ahora.
En esta investigación han encontrado un lugar los milagros, ya no como meros “prodigios” (“El
milagro es un hecho extraordinario, efectuado por la omnipotencia de Dios, fuera de las leyes de la
naturaleza”, decía el antiguo Catecismo). En la nueva perspectiva serán signos del Reino, signos de
salvación. No son pruebas evidentes, ya que eran realizados “para suscitar y robustecer la fe de los
oyentes, no para ejercer coacción sobre ellos” (DH 11). La crítica histórica los mostrará como relativos a
una época determinada, y la reflexión los relacionará entre sí y con la figura total de Jesús, para
profundizar en su sentido.
La profecía ha quedado, en cambio, más marginada. En parte por un planteo quizá demasiado
analítico del “cumplimiento”, ya desacreditado desde Pascal. Las nuevas orientaciones buscan un sentido
a la profecía, en especial del Antiguo Testamento, y la más significativa propone el sensus plenior (sentido
más pleno) de los textos antiguos. En la interpretación de los textos bíblicos (sobre todo del AT), ya desde
la época de los Padres se había apelado, además del sentido literal, al sentido espiritual (alegoría,
tipología). Modernamente, Newman, Lagrange, Pesch y Prat parecen haber sido precursores de la idea del
sensus plenior, formulada por A. Fernández (1926) y seguida por Coppens, Benoit, Grelot y Brown. Éste
es un sentido más profundo, querido por Dios, aunque no claramente intentado por el autor humano, que
poseen algunos textos estudiados a la luz de la revelación ulterior o de una inteligencia más desarrollada
de esta Revelación. Por otra parte, Dreyfus replantea la “actualización” de la Escritura y Alonso Schökel
intenta una síntesis moderna a partir de la idea de símbolo, con Cristo como proto-símbolo. Así, habría que
decir que la profecía en sentido específico es una promesa y no una predicción; que esta profecía-promesa
tiene carácter escatológico, y por tanto tiene valor no como palabra sobre los hechos sino sobre el fin;
finalmente, que el lenguaje literario es simbólico-realista. El cumplimiento de las Escrituras no es
analítico sino global: la totalidad del misterio de Cristo.
desconcertante para ellos, que correspondió a un cambio radical de vida. ¡Salieron a conquistar el
mundo y a dar la vida!
d. el sepulcro vacío. Sin ser una prueba negativa de la resurrección, se integra en el testimonio: al ser el
Resucitado el mismo Crucificado, no puede ya estar en el sepulcro. Los relatos de la sepultura tienen
una inteligibilidad interna y una coherencia de fondo según los usos de la época.
e. la resurrección es un acontecimiento escatológico. Junto con la exaltación de Jesús y el don del
Espíritu Santo, determinan el comienzo de los últimos tiempos y de la realización definitiva del plan
salvífico de Dios. Como la profesa la fe, la resurrección es una acción que se prolonga continuamente
en la historia.
2.3 Carácter único y universal de Jesús. El “universale concretum”
La revelación divina es el descubrimiento del designio salvífico de Dios. Siendo éste una decisión
libre de Dios, sólo puede presentarse en un acontecimiento histórico, y por lo tanto, limitado. Pero si es la
revelación de Dios, tiene precisamente una peculiaridad que afecta absolutamente a todo el mundo. La
persona y la vida de Jesús de Nazaret son este acontecimiento, al que le corresponde ser universale
concretum.
Los intentos filosóficos de conjugar lo universal y lo concreto han fracasado; sólo en el espacio de la
teología cristiana se ha podido lograr reflexionando sobre Jesucristo en la fe pascual. Así Nicolás de Cusa
habla de “universalis contractio”.
El AT y la teología judía intentaron captar esto con las voces “Adán” y “sustitución vicaria” (del 4º
Canto del Siervo de Isaías). Con Jesús se logra, al considerar el “por muchos” o “por todos” de su muerte
salvífica. Así, toda la vida de Jesús se entiende como “existencia para los otros”: pro-existencia
(Schürmann). La condición que la posibilita es su ser palabra de Dios encarnada, y accesible en la fe
pascual.
El NT trae múltiples expresiones: Jesús es el Logos de Dios encarnado, el nuevo Adán, Mediador de
la Creación y la Redención, Cabeza de su Iglesia (con dimensiones cósmicas). Los Padres también: Ireneo
con la “recapitulación”; los griegos con la “redención física”; Agustín con el “Christus totus et caput et
corpus”, Anselmo con la “sustitución vicaria” y aún Lutero. La síntesis dogmática es la unión hipostática
(cf. Col 2,9).
Algunos trazos de historia. Frente a la crítica protestante, la Apologética usó la vía histórica o via
notarum para demostrar que la Iglesia católica es la verdadera Iglesia de Cristo, puesto que sólo en ella se
han realizado históricamente las notas con las que la dotó su Fundador –unidad, santidad, catolicidad y
apostolicidad- o, simplificando, la via primatus, que pretendía demostrar que sólo en la Iglesia se conserva
la forma de gobierno o régimen –primacial- querido por Cristo. Después, en el Concilio Vaticano I (sobre
todo por influencia del cardenal Deschamps) se propuso la vía empírica o de la Providencia: la Iglesia por
sus notas admirables “es por sí misma un grande y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio
irrefragable de su misión divina”; “un signo levantado entre las naciones”, Ecclesia, quae quasi concreta
est divina revelatio (Mons. Martí, relator). Tanto la Iglesia como los otros signos de credibilidad deben
entenderse no como premisas de un silogismo, sino que “su papel consiste en ponernos en contacto
personal con lo divino, en hacernos constatar, directamente, aunque oscuramente, e incluso tocar con los
dedos la intervención de Dios”. Deschamps pensaba que esta vía de la Providencia se adaptaba mejor a los
hombres sencillos que la demostración mediante milagros y profecías. La Iglesia es el milagro moral o
signo-símbolo que hay que interpretar como señal de la verdad que la sostiene.
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El Vaticano II nos ha enseñado a ver de manera menos triunfalista la Iglesia como signo de la
revelación. La Iglesia es signo de credibilidad en la forma de testimonio: “testimonio fundante de los
primeros testigos, testimonio de vida de los seguidores de Jesús a lo largo de la historia” (Pié i Ninot),
gracias a lo cual la comunidad se convierte en signo que remite al Señor de la Iglesia. Pero la conducta de
los cristianos condiciona la fuerza de irradiación del testimonio eclesial, por eso la condición para la
credibilidad de la Iglesia es la fidelidad a través de una permanente reforma y el reconocimiento humilde
de sus culpas (LG 8; UR 4; 6; TMA). Fundamental es la santidad, pero hoy se requiere una santidad
encarnada, con una dimensión “mundana” que se traduce en signos “seculares” de justicia, unidad,
solidaridad y profetismo.
Un lugar particular ocupan los signos de los tiempos que se encuentran en el mundo y en la
historia del hombre. La Iglesia puede ser cristofanía, signo en el que irradia primordialmente Cristo, por
ser la comunidad del Espíritu Santo, que hace de ella presencia anticipada del Reino de Dios, de la Nueva
Creación iniciada en ella, gracias a la transformación de sus miembros y su práctica evangélica. Pero el
Espíritu Santo está también en el corazón del mundo y de la historia, inspirando los ideales y búsquedas
humanas, suscitando valores y semillas del Reino. Sólo quien es capaz de verlas en el mundo puede verlas
también en la Iglesia y descubrir a Jesucristo como el gran signo que da su sentido último a todos los
demás.
La revelación está cerrada en un sentido, en otro sentido se prolonga a lo largo de toda la historia.
Dios sigue revelándose a cada hombre y ofreciéndole signos de esa revelación en los acontecimientos de
la historia colectiva y de la vida personal. La fe nace cuando el hombre interpreta esos acontecimientos
como signos de una llamada personal, puestos en relación con la Iglesia y, mediante ella, con Jesucristo. P.
Ricoeur llama a la Iglesia “profeta del sentido”; está llamada a descifrar los acontecimientos del momento
presente.
Sólo es amor es creíble. “Sólo el amor es digno de fe” (H.U. von Balthasar). Dios se reveló como
amor dándonos a su Hijo y Jesús manifestó su amor dando la vida; así el amor es contenido de revelación
y de fe y a la vez signo de credibilidad. Por su amor fraternal, activo, por su pro-existencia, Jesús puede
inspirar, como modelo, la ética más elevada; pero su misión primordial no es la de ser modelo de amor
sino signo de la revelación del Amor Originario con el que Él y cada hombre es amado absolutamente
como hijo.
El hombre necesita, para descubrir a Jesucristo signo de la revelación del amor, ser fiel a su propia
vocación al amor, a amar y ser amado. A través de sus experiencias de sentido y de sinsentido el hombre
puede, debe, presentir que lo único que puede dar un sentido total a su vida es el amor. Amando al hombre
incondicionalmente, desviviéndose a favor de la vida de los otros, descubre que el amor con que ama es
un eco y señal del amor incondicional con que es amado; entonces está preparado para Jesús.
Cuando el hombre es fiel al misterio del amor, descubre que su vocación es también la esperanza:
“Amar a alguien es decirle: tú no morirás” (G. Marcel). La resurrección de Jesús es forma de vida ya
consumada para Él y promesa de vida consumada para cada hombre, confirmación de la expectativa
radical inseparable del amor, inseparable de la vida, que lo acompaña.