Vous êtes sur la page 1sur 48

1

TEOLOGÍA DE LA REVELACIÓN

Introducción: la teología fundamental

I. El [camino del] hombre hacia Dios: la inquietud

1. El deseo de Dios en el corazón del hombre


El acceso del hombre a la Revelación se realiza en la fe, que pide el oyente (Rom 10,17). Pero el hombre
está “preparado” para acoger esta donación gratuita, con una afinidad – no exigencia, pero sí sintonía- con la
Revelación de Dios.
Punto principal que posibilita la TF, se trabajó mucho recientemente, aunque el planteo se remonta a las
síntesis medievales: capacidad receptiva (potentia oboedientialis) y deseo de Dios (desiderium naturale videndi
Deum). El primero, la potencia obediencial, se conecta con el segundo como tendencia, apertura dinámica del
hombre hacia Dios. Sintetiza el motivo platónico del eros en la aspiración agustiniana de la felicidad, la
aristotélica y neo-platónica de saber y contemplación y la concepción antigua y medieval de naturaleza dirigida
hacia un fin. [Cf. San Agustín, Confesiones, 1,1,1; CEC 27; 30]

Sobre el deseo religioso


Apoyo antropológico de la espiritualidad tradicional: Agustín, Bernardo, Tomás de Kempis, Teresa,
Ignacio... Dios es el fin del hombre (está en su apetito natural); las criaturas son medio para la unión con Dios.
Por ello, la oración será el lugar donde se alimenta el deseo de Dios. La contemplación lleva luego al
cumplimiento de la voluntad de Dios.
El origen parece Platón reelaborado por el neplatonismo. Eros es el deseo del hombre atraído por lo
superior: la belleza, el bien. El hombre se eleva de lo sensible a lo espiritual, de lo mudable a lo eterno, de lo
múltiple a lo uno, de lo terreno a lo celestial... purifica los sentidos en la ascensión espiritual en que el alma
vuelve a su origen, el mundo de los espíritus inmortales.
Pero debe señalarse ante todo, para evitar equívocos que se trata del deseo natural, de una concepción
ontológica del deseo, es decir, referido a las cuestiones últimas del hombre, su esencia y su destino último.
Influenció mucho en la espiritualidad cristiana (ej. Itinerarium mentis in Deum de Buenaventura)

Valoración de lo positivo
a. esencia y deseo unidos revelan el dinamismo profundo del espíritu. No hay religión desde el pensamiento
abstracto, sino desde la experiencia concreta de la vida, el amor y la muerte. Dios ha de ser buscado.
b. Clave determinante de toda espiritualidad: el horizonte es el más. Cerrarse o asentarse es morir. No egoísmo.
c. El hombre se realiza “desde arriba”, desde lo que lo trasciende, no desde lo que se apropia; desde lo eterno
en el tiempo, no por maduración de lo inmanente temporal.

Crítica
a. hacer de Dios el objeto del deseo del hombre es ambiguo; debe mantenerse la distancia entre el deseo y la
alteridad. No es lo mismo experiencia religiosa y experiencia teologal.
b. Se ve bien cuando se mira en perspectiva psicodinámica (psicológica):
 lleva necesidad de gratificación (principio de placer)
 se dirige a una realidad inaprensible--- riesgo de “objeto imaginario”
 uso ideológico del sistema por la clase dominante
 autotrascendencia reducida a proyección de fantasía de omnipotencia
c. espiritualismo desencarnado...

Replanteamiento del deseo religioso:


a. el deseo es la plataforma antropológica de la experiencia cristiana teologal.
b. Desde lo platónico, el cristianismo tiene categorías propias: el deseo ha de ser dilatado por la Palabra de
Dios y purificado (aprender a recibir el don como don; a desear a Dios “según Dios”)
c. Realidad nueva introducida en la humanidad, más radical que el deseo y la racionalidad de la sospecha: el
amor de gracia. La palabra cristiana definitiva no es eros, sino agape.

La búsqueda de las religiones


2.1 El hombre como ser religioso
El capítulo primero del Catecismo de la Iglesia Católica tiene como título: El hombre es “capaz” de Dios, y
luego de referirse en general al deseo de Dios (27), presenta la siguiente constatación:

“De múltiples maneras, en su historia, y hasta el día de hoy, los hombres han expresado su búsqueda de Dios
por medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones,
etc.). A pesar de las ambigüedades que puedan entrañar, estas formas de expresión son tan universales que se
puede llamar al hombre un ser religioso.” (28 a)

Y cita el texto de Hech 17,26-28, que en este contexto ilumina desde la fe el dato anterior.

Pero en este momento del tratado, este texto del Magisterio se trae aquí sólo como un testimonio
contemporáneo de una afirmación “establecida” de la antropología: la dimensión religiosa del ser humano. Ésta
no se reduce a una condición estructural que pertenecería a un sujeto abstracto (un espíritu “finito” abierto a “lo
infinito”), sino que incluye el fenómeno cultural de las religiones en concreto. Si ha de considerarse una posible
revelación que se dirija a personas en una situación concreta, se plantea la relación entre religión y revelación.
2

Quizá en otros términos, la cuestión es central en la historia bíblica y se ha vuelto a plantear con fuerza, por
múltiples factores, en Europa a partir del s. XVI. En la actualidad es motivo de intensos debates en el ámbito del
diálogo ecuménico y, sobre todo, interreligioso. El mundo pluralista en que hoy se anuncia y vive el evangelio de
Jesucristo reclama de los cristianos una atención seria a la realidad de la(s) religión(es).

2.2 La religión desde la perspectiva filosófica


Este apartado es aquí sólo mencionado, por cuanto es objeto de un curso completo (Filosofía de la
Religión) que comprende las dimensiones fenomenológica, filosófica y hermenéutica de la realidad que nos
ocupa.
Pero debe incluirse aquí por cuanto esta atención cuidadosa, este análisis descriptivo, racional y
científico es necesario para la aplicación correcta del método teológico. Antes de discernir desde la fe una
realidad, se trata de conocerla lo mejor posible, para lo cual se requiere el aporte de las ciencias auxiliares y de
la reflexión filosófica.

2.3 Hacia una teología de la religión


Del documento “El cristianismo y las religiones” de la Comisión Teológica Internacional (1997)

Introducción “Para que este diálogo (interreligioso) pueda ser fructífero hace falta que el cristianismo y en
concreto la Iglesia católica procure aclarar cómo valora desde el punto de vista teológico las religiones... Las
reflexiones que siguen tienen como objeto principal la elaboración de algunos principios teológicos que ayuden
a esta valoración.” (3)
Teología de las religiones. Objeto, método y finalidad “Una teología cristiana de las religiones tiene ante sí
diversas tareas. En primer lugar el cristianismo deberá procurar comprenderse y evaluarse a sí mismo en el
contexto de una pluralidad de religiones; deberá reflexionar en concreto sobre la verdad y la universalidad
reivindicadas por él. En segundo lugar deberá buscar el sentido, la función y el valor propio de las religiones en
la totalidad de la historia de la salvación. Finalmente la teología cristiana deberá estudiar y examinar las
religiones concretas, con sus contenidos bien definidos, que deberán ser confrontados con los contenidos de la fe
cristiana. Para ello es necesario establecer criterios que permitan una discusión crítica de este material y una
hermenéutica que lo interprete.” (7)
La cuestión de la salvación “La cuestión de fondo es la siguiente: ¿son las religiones mediaciones de salvación
para sus miembros? ... No se debe confundir esta cuestión con la de la salvación de los individuos, cristianos o
no.” (8)
La cuestión de la verdad “... Se nota hoy una tendencia a relegarlo (el problema de la verdad de las religiones) a
un segundo plano, desligándolo de la reflexión sobre el valor salvífico... Se produce una cierta confusión entre
“estar en la salvación” y “estar en la verdad”... La omisión del discurso sobre la verdad lleva consigo la
equiparación superficial de todas las religiones, vaciándolas en el fondo de su potencial salvífico.” (13)
“La concepción epistemológica subyacente a la posición pluralista utiliza la distinción de Kant entre noumenon y
phaenomenon. Siendo Dios, o la Realidad última, trascendente e inaccesible al hombre, sólo podrá ser
experimentado como fenómeno, expresado por imágenes y nociones condicionadas culturalmente.” (14)
La cuestión de Dios “[En la posición pluralista] Siendo el Misterio universalmente activo y presente, ninguna
de sus manifestaciones puede pretender ser la última y definitiva. De este modo la cuestión de Dios se halla en
íntima conexión con la de la revelación.” (16)
“También relacionado con la misma cuestión está el fenómeno de la oración, que se encuentra en las diversas
religiones. ¿Es en definitiva el mismo destinatario el que es invocado en la oración de los fieles bajo nombres
diversos?” (17)
El debate cristológico “... La dificultad mayor del cristianismo se ha focalizado siempre en la “encarnación de
Dios”, que confiere a la persona y a la acción de Jesucristo las características de unicidad y universalidad en
orden a la salvación de la humanidad. ¿Cómo puede un acontecimiento particular e histórico tener una
pretensión universal? ¿Cómo entrar en un diálogo interreligioso, respetando todas las religiones sin considerarlas
de antemano como imperfectas e inferiores, si reconocemos en Jesucristo y sólo en él el Salvador único y
universal de la humanidad? ¿No se podría concebir la persona y la acción salvadora de Dios a partir de otros
mediadores además de Jesucristo? (18)
“Dentro de esta posición (el teocentrismo salvífico, que acepta un pluralismo de mediaciones salvíficas legítimas
y verdaderas) un grupo de teólogos atribuye a Jesucristo un valor normativo, ya que su persona y su vida revela,
del modo más claro y decisivo, el amor de Dios a los hombres.” (19)
“Otro grupo de teólogos defiende un teocentrismo salvífico con una cristología no normativa... La encarnación
sería una expresión no objetiva, sino metafórica, poética, mitológica. Pretende sólo significar el amor de Dios
que se encarna en hombres y mujeres cuyas vidas reflejan la acción de Dios.” (20)
“La consecuencia más importante de esta concepción es que Jesucristo no puede ser considerado el único y
exclusivo mediador. Sólo para los cristianos es la forma humana de Dios, que posibilita adecuadamente el
encuentro del hombre con Dios, aunque sin exclusividad... Siendo el Logos mayor que Jesús, puede encarnarse
también en los fundadores de otras religiones.” (21)
“Esta misma problemática vuelve cuando se afirma que Jesús es Cristo, pero Cristo es más que Jesús. Esto
facilita sobremanera la universalización de la acción del Logos en las otras religiones... Otro modo de
argumentar en esta misma línea consiste en atribuir al Espíritu Santo la acción salvífica universal de Dios, que
no llevaría necesariamente a la fe en Jesucristo.” (22)
Misión y diálogo “... Si las religiones son sin más caminos para la salvación (posición pluralista), entonces la
conversión deja de ser el objetivo primero de la misión, ya que lo importante es que cada uno, animado por el
testimonio de los otros, viva profundamente su propia fe.” (23)

2.4 La marea silenciosa de la indiferencia


3

Puede resultar útil, en el contexto de la religión, dedicar algunos párrafos al contexto actual de la
indiferencia religiosa y de la nueva religiosidad.
¿Cómo describir la indiferencia religiosa? Fenómeno difícil de precisar, se presenta como una tendencia
muy compleja, caracterizada, desde el punto de vista subjetivo, por la ausencia de inquietud religiosa y,
objetivamente, por la afirmación de la irrelevancia de Dios y de la dimensión religiosa en el plano de los valores:
aunque Dios existiera no sería un valor para el individuo indiferente.
Aunque se trate de un fenómeno masivo e informe, pueden reconocerse algunos “tipos”:
. indiferencia religiosa por alejamiento progresivo: surge silenciosamente como solución no refleja, pero
cómoda y sostenida por el ambiente.
. indiferencia religiosa por absorción psicológica: se canalizan las fuerzas hacia proyectos personales que llenan
la vida cotidiana sin que se perciba el vacío religioso ocasionado.
. indiferencia religiosa por compromiso (social, político, cultural): en general, resultado de una falta de
significatividad de la fe.
. indiferencia religiosa como salida a un conflicto personal: errores en la formación religiosa, experiencias
frustrantes con gente de iglesia, cansancio...
Pueden también señalarse algunos factores que desencadenan o fomentan la indiferencia. Aún cuando se
trata de una selección subjetiva de valores (se abandona lo que se percibe como inservible), los factores
personales no son excluyentes; el ambiente influye de modo decisivo. Los fenómenos sociales de la
secularización, del pluralismo social, de la urbanización, de la industrialización, de las corrientes migratorias
fomentan la indiferencia religiosa. A nivel más subjetivo e intraeclesial, podrían señalarse las dificultades que
muchos creyentes encuentran en aspectos de la liturgia y en la comprensión del lenguaje religioso. No en último
lugar merece considerarse el impacto de los medios de comunicación.
La increencia de la Nueva Era (New Age)
Sobresale en el magma confuso y sorprendente del resurgir de lo religioso a fines del siglo XX. Frente a
la fragmentación, dispersión y agresividad de nuestro tiempo, la Nueva Era ofrece reconciliación y pacificación
interiores, en una expansión de la conciencia más allá de sus límites aparentes, una visión de la realidad que
seduce y fascina: unidad y totalidad, superación del amor personal hacia una trascendencia englobante y
dinámica, inserción orgánica del microcosmos del ser humano en el macrocosmos del universo, valoración de lo
emotivo e intuitivo, elaboración de un sincretismo religioso hecho a la medida de los sueños y deseos del
hombre. Y todo ello propuesto en una atmósfera de acogida y calor humano.
Los medios que conducen a esa liberación y armonía interior son la meditación, la experiencia mística,
la experiencia del propio cuerpo, el yoga, la danza, el redescubrimiento de saberes esotéricos y mitológicos...
Ésta es su oferta:
Frente a la búsqueda de identidad y armonía, una conciencia integral cósmica. El hombre debe anular la
distancia que lo separa de la realidad y sumergirse totalmente en ella, hacerse una sola cosa con la vida que
en ella late. El hombre encuentra el sentido cuando renuncia a ser él mismo aislado, cuando renuncia a su
tono individual del yo y se zambulle en el sonido cósmico total... Todo está de algún modo en cada uno y
cada uno está en el todo... Hoy está surgiendo la conciencia integral, que capta la realidad del mundo en total
transparencia y diafanidad sin las servidumbres del espacio y del tiempo.
Frente a la angustia que generan la fragmentación y la complejidad, una mística monística. La complejidad de
lo real se vuelve insoportable. Se ansían respuestas, aceptando incluso simplificaciones, mutilaciones,
recetas claras y definitivas de uso inmediato, vengan de donde vengan. La ilusión es acabar con la
ambigüedad y la amenaza de una realidad terriblemente compleja. La solución de la Nueva Era es una
mística como unificación del yo consigo mismo y con el mundo, como confluencia entre sujeto y objeto.
Dios y mundo, espíritu y materia, alma y cuerpo, inteligencia y sentimiento... forman una única e inmensa
vibración, un océano infinito de energía... Hay que alcanzar la experiencia mística del Todo Divino, de la
Energía cósmica.
Frente al anhelo de absoluto, una espiritualidad sin trascendencia. El interés por el misterio y la profundidad
de las cosas rechaza las iglesias, incluso la realidad de un Dios personal y toda clase de contenidos
doctrinales. Se cree así poder abandonar finalmente el dogmatismo, la intolerancia y todas las barreras que
se han puesto a la evolución y ampliación de la existencia y de la conciencia. Con la percepción de estar
viviendo un cambio cultural, lo espiritual se desplaza desde las religiones de carácter normativo a las que
proporcionan una experiencia espiritual directa. A Dios se lo debe experimentar como flujo, como totalidad,
como infinito caleidoscopio de la vida y de la muerte, como suma total de la conciencia existente en el
universo, que se expande a través de la evolución humana: “Los físicos nos dirán que todos los objetos del
cosmos son simplemente formas diversas de una única Energía, y no me parece que tenga la menor
importancia que el nombre que le demos sea “brahman”, “Tao”, “Dios” o, lisa y llanamente, “energía”. (K.
Wilber, La conciencia sin límites. Aproximaciones de Oriente y Occidente al crecimiento personal,
Barcelona, 1985,65)

Orientación bibliográfica:
Gera,L., “La cuestión sobre el valor salvífico de las religiones en el Documento de la Comisión Teológica
Internacional”: Teología 71 (1998/1), 197-223.
Jiménez Ortiz,A., “La Teología Fundamental ante el desafío de la increencia”: Izquierdo,C. (ed.), Teología
Fundamental. Temas y propuestas para el nuevo milenio, Bilbao, 1999, 129-179.
Zecca,A.H., “Religión y revelación. La cuestión de la revelación en El cristianismo y las religiones”: Teología
71 (1998/1), 63-86.

3. Los caminos de la razón


3.1 El hombre pregunta por Dios
4

La historia muestra la preocupación incesante del ser humano por el más allá de la realidad histórica.
Dios aparece como la realidad que es punto de referencia de toda teoría y horizonte de toda praxis: una
comprensión de la realidad global. Hasta el s. XVIII (Kant) el Dios personal del judeocristianismo daba sentido a
la vida y coherencia al pensamiento. Desde entonces, se ha profundizado la crítica de dicha cosmovisión. A esto
se añade una crisis de los signos tradicionales de expresión del conocimiento del Absoluto y las vivencias
religiosas.
La razón tecnológica contemporánea no da hoy razón de los fundamentos últimos; también el hombre de
hoy necesita y busca una nueva vinculación con la instancia superior.
El orden de la tradición filosófica y cultural asumía tres elementos: Dios, eterno y necesario; el mundo,
espacio y período de tránsito; el hombre, realidad intermedia que debía efectuar el paso de uno al otro. La cultura
actual considera el mundo como hechura del hombre, como su único responsable, cuyas contradicciones son las
del mundo mismo. La cuestión de Dios, marginada en la modernidad, sigue planteándose, no ya desde el
cosmos, sino desde el hombre en relación con sus semejantes.

3.2 Las vías de acceso al conocimiento de Dios


El hombre progresa preguntando. No desde la ignorancia, sino por la insatisfacción de lo sabido parcial.
La pregunta por Dios se daba en el contexto tradicional a través de dos caminos, que pueden llamarse
cosmológico y antropológico. En el primero se parte del cosmos, lo común de los seres, y se concluye que el
mundo no puede explicarse por sí mismo; necesita una realidad de otro orden que lo fundamente. En el segundo
se parte del análisis de la experiencia de la relación del hombre con el mundo y los demás (conocimiento,
voliciones, sentimientos, afectos, conducta y conciencia histórica...) para concluir que el hombre carece de
sentido si no se trasciende en uno mayor que él, situado más allá del tiempo y del espacio.
En este punto debería incluirse toda la reflexión desarrollada en la teología filosófica a lo largo de la
historia, tanto en lo referente al conocimiento natural de Dios como a los preámbulos de la fe.
La sociedad secular de la modernidad no ha podido acallar la sed de ser y de saber: “el hombre es el ser
que se proyecta delante de sí en un rebasamiento constante hacia la coincidencia consigo mismo, que nunca se
dará” (Sartre); “desde el momento en que el interrogar ha perdido su autoevidencia, como sucede hoy, y advierte
la necesidad de su fundamentación, Dios vuelve a ser pensable” (Pannenberg).
La pregunta se proyecta siempre más lejos, en un continuo inquirir a partir de las respuestas parciales.
Tan esencial es al hombre el preguntar como el entender y el querer. En última instancia, si Dios no estuviera
presente a priori en el espíritu del hombre, el hombre no podría encontrarlo: “... se trata fundamentalmente de
una reflexión mental guiada por el principio de inteligibilidad, es decir, por la luz trascendental del ser y en
último término, por el mismo ser trascendente.” (Alfaro). En su apertura al mundo, el hombre se siente referido a
un fundamento no identificable con nada de lo que existe, de lo fáctico: ¿será sólo o su propia capacidad
autocreadora, o se trata de una realidad superior y distinta...? La dialéctica del conocer humano, entre lo infinito
y lo finito, entre la conquista de la realidad y la acogida del misterio, abre al problema de Dios como salida al
misterio del mundo y del hombre; al enigma del ser.
Hoy, cuando parecen haber caído las seguridades y la solidez de tantos proyectos científicos, sociales,
psicológicos, cuando muchos perciben el mundo vacío y sin sentido, surge de nuevo, ineludible y radical, la
cuestión del sentido último de la propia existencia: ¿por qué soy yo? ¿puede el hombre ir-a-más sin una meta
irreversible que marque la dirección y garantice el éxito definitivo?
Los dos hechos incontestables: la experiencia del comienzo (un tiempo no fui) y la conciencia del fin (he
de morir), sellan la finitud humana. Y la cuestión es de tal magnitud que de ella depende el obrar, la realización
libre del sentido descubierto. Se siente la necesidad de:
- tener sentido, a nivel estructural, constitutivo de la vida
- dar sentido, a nivel funcional, obrar según lo que se es
El planteo es a la vez personal y comunitario, y sólo desde allí se abre la dimensión del misterio y la
gratuidad como condición de posibilidad de una vida humana plena de sentido.

4. La posibilidad de una revelación sobrenatural

4.1 A partir del hombre

4.1.1 La solución por la negativa: la crítica de la revelación


La crítica moderna
La objeción contra una revelación, como la que se da en el ámbito de la fe cristiana, es decir, la revelación
peculiar, atestiguada en el Antiguo Testamento y en el Nuevo, que ha encontrado su culminación en la historia, la
persona, la palabra y el destino de Jesucristo, ha hallado expresión renovada en el curso de la historia, y
especialmente en la edad moderna.
La objeción tiene lugar cuando no existe un espacio para una revelación especial. Es el caso del deísmo de
los siglos XVII y XVIII. En esta doctrina, Dios creador es el ingeniero universal que, tras la construcción de la
máquina (el mundo), puede abandonarla a sí misma, a sus funciones, leyes y mecanismos. Cualquier actividad
posterior de Dios en la historia no haría sino estorbar el curso y la marcha del mundo, perjudicaría y hasta
desacreditaría la perfección de la creación.
No hay espacio para una revelación especial cuando sus posibles contenidos de antemano sólo aparecen
como aceptables en cuanto contenidos de la razón crítica o de la razón práctica (como religión dentro de los
límites de la mera razón). Una revelación histórica podría aceptarse a lo sumo como una introducción, un estadio
infantil a superar.
Herbert de Cherbury, el padre del deísmo, formuló cinco tesis fundamentales sobre Dios, la libertad y la
inmortalidad:
- existe un ser supremo
5

- se lo ha de adorar
- la moralidad es la forma suprema de la adoración divina
- las faltas y crímenes se perdonan con el arrepentimiento
- hay un premio y un castigo después de esta vida.
Estos principios subyacen en las diferentes religiones, que coinciden en los mismos. Y son a la vez, la
norma crítica para las religiones concretas. Los añadidos son engaños clericales o pura alegoría.
Para John Locke el contenido de la religión cristiana es “tan simple, que ilumina de inmediato a la razón
humana, y tan general que no incluye una confesión particular”. Kant aplica la misma idea a la interpretación de
la Biblia: “Los pasajes de la Escritura que contienen ciertas doctrinas teóricamente declaradas como santas, pero
que superan todo concepto de razón, pueden interpretarse en beneficio de dicha razón; en cambio, aquellos que
contienen principio contrarios a la razón práctica, deben interpretarse en beneficio de ésta.”
No hay espacio para una revelación particular cuando todo es revelación (como ocurre en el idealismo y
sobre todo en el de Hegel), porque el hombre es el lugar de la presencia, la acción y la historia del espíritu
divino-absoluto, y porque además la historia universal es el movimiento del espíritu absoluto a través del y en el
espíritu humano, es el camino de su “revelación”, el camino en la forma dialéctica con tesis, antítesis y síntesis.
No hay espacio para una tal revelación si ésta no es accesible al hombre. En el caso del empirismo y el
positivismo, sólo resulta accesible lo que perciben los sentidos, sometido a verificación, repetición, experimento
y control. La ciencia de la naturaleza es la única forma de conocimiento humano. El materialismo de cualquier
tipo tampoco deja espacio para la revelación; ésta no es sino sueño ideal, proyección o superestructura
ideológica.
La categoría de Ilustración suele subsumir la edad moderna; ella es sobre todo una crítica de la
revelación. Su real interés era reconciliar revelación y razón. Debe entenderse su crítica “como crítica de una
inteligencia supranaturalista de la revelación, que como réplica del naturalismo entiende la revelación cual si
fuera un añadido irracional, que no puede ser creído como en un acto de autoentrega; como crítica de un
positivismo de la revelación, que reclama la fe para lo establecido y afirmado por tradición y autoridad
únicamente por su condición de ser algo dado, equiparando positividad y validez; finalmente, como crítica de un
absolutismo de una teología de la revelación, el cual reduce el déficit de fundamentación de las afirmaciones
reveladas a unos decretos incomprensibles de la voluntad de la potentia absoluta de Dios y exige un
sometimiento incuestionado, para el cual sólo son posibles unas razones extrínsecas, es decir, que se apoyan en
el aspecto externo y en las circunstancias exteriores de la revelación.” (Seckler)
La discusión moderna fue un verdadero desafío teológico, y contribuyó a que se reconociera la idea de
revelación como el concepto clave de fe y teología, que la revelación constituye la definición trascendental de lo
cristiano, y que con ella ha de señalarse la dimensión originaria y esencial del cristianismo.

4.2 A partir de Dios y su misterio


4.2.1 Cognoscibilidad divina y posibilidad de la revelación
Corresponde recoger aquí algunas afirmaciones de la teología filosófica. La posibilidad de conocimiento
es el ser: omne ens est verum. El ser (entendido como esse, acto de ser) es inteligible. Más aún, ser y
cognoscibilidad se encuentran en igual grado: en la medida en que el no-ser (potencialidad, materialidad) está
ausente del ente, éste se torna más inteligible, menos oculto, más patente.
Dios, acto puro, Esse per se subsistens es, por ello mismo, el sumo grado de inteligibilidad. No sólo es
cognoscible, sino cognoscente; es el Intelligere subsistens. Dios conoce y se conoce en grado sumo; posee así el
mayor grado de interioridad, de profundidad, de carácter personal.
Es esta luminosidad conciente de Dios lo que hace que sea no sólo cognoscible sino también revelable:
Él tiene en sí el propio conocimiento de sí mismo y, en ese mismo conocimiento, el conocimiento de todas las
cosas. Por ello mismo, puede comunicar ese suyo único conocimiento. Así, Dios puede comunicar-se, es decir,
revelar su intimidad personal. Por ello Dios es el Misterio no sólo por la infinitud de su ser, que desborda nuestro
entender, sino que es Misterio también por la infinita capacidad de autocomprenderse. Este conocimiento lo hace
revelable.

4.2.2 Libertad divina y posibilidad de la revelación


Dios ha creado el mundo y es, en última instancia, el fundamento de toda la existencia humana. Pero no
se puede afirmar que con ello queden agotadas las infinitas posibilidades de su libertad, ya que Dios es infinito y
suma posesión de ser. Dios debe tener, por lo tanto, todavía un campo abierto a su acción libre frente a esa
creatura puesta por Él mismo. En concreto, la creatura finita puede esperar de Dios todavía más de lo que le es
dado a conocer a partir de la toma de conciencia de su propia contingencia. Siempre es posible la acción
soberana del Absoluto que puede manifestarse al hombre como y cuando quiere. Si esto es así, la libertad
soberana de Dios puede abrirse a la contingencia y finitud del hombre saliéndoles al encuentro para poner ante él
su propia autocomprensión, su intimidad personal, de modo que el hombre experimente, de modo nuevo e
inaudito, el ser querido o amado por Dios. Así la revelación será el Misterio de la amistad de Dios que se le
brinda, el amor de Dios como pura gracia.
Así, pues, la revelación de parte de Dios es posible. Pero puede pensarse más aún, a partir de la Suma
Bondad de Dios, ella es también “probable”. El bien es difusivo de sí mismo, y en el orden de la voluntad, “va
incluido que, en la medida de lo posible, comunique a otros el bien que alguien posee... Si, pues, los seres de la
naturaleza comunican su bien a otros, con mucha mayor razón todavía pertenece a la voluntad divina comunicar
por semejanza su bien a los demás en cuanto sea posible.” (S.Th. I,19,2)
La afirmación del ser creatural del hombre implica la afirmación de la libertad de Dios que lo pone en el
ser, lo cual a su vez implica y compromete su libertad a abrirse a otro gesto de amor de Dios que sería la
revelación. Si esa Palabra de revelación fuera pronunciada, el hombre vería que su realización humana, personal,
estaría en creerla. Por lo tanto, el hombre debe constituirse, como inteligente y libre, en oyente, amante de
aquella posible Palabra de Dios.
6

II. Dios al encuentro del hombre: la Revelación

1. La Constitución dogmática Dei Verbum del Concilio Vaticano II

1.1 Introducción general, contexto histórico y doctrinal

“No es arriesgado afirmar que la constitución dogmática Dei Verbum es el documento más característico
del Concilio Vaticano II, al menos en el sentido de que abarca todo el lapso de su preparación y
celebración. Con este documento el concilio ha tratado ampliamente los grandes temas de la fe cristiana,
proponiendo de ellos una lectura que representa al mismo tiempo un progreso en la enseñanza dogmática
y una nueva presentación de la misma a nuestros contemporáneos.” (R. Fisichella, “Dei Verbum” en DTF
272)

Resultará útil reseñar la historia del texto antes de analizar su forma final, promulgada en la sesión
solemne del 18 de noviembre de 1965. Juan XXIII manifestó su decisión de convocar el concilio el 25 de enero
de 1959 y el 17 de mayo nombró una comisión antepreparatoria a la cual encomienda una consulta de carácter
universal que nunca se había realizado anteriormente. Entre los temas mayores se pedía una atención especial al
problema de la “naturaleza de la revelación”, de la “modalidad de transmisión de la revelación” y de la “relación
entre el magisterio y la palabra de Dios”. La comisión teológica preparatoria sistematizó en un esquema titulado
Schema compendiosum Constitutionis de fontibus revelationis. Este esquema fue desarrollado por una
subcomisión (octubre 1960), revisado y enmendado por las comisiones teológica (octubre 1961) y central (junio
1962), aprobado por el Papa (julio) y enviado a los padres conciliares con el título Schema Constitutionis
dogmaticae de fontibus revelationis.
El texto fue afrontado por el Concilio el 14 de noviembre de 1962, cuando los padres estaban entrando
en el clima de aggiornamento pedido por el Papa (habían comenzado con el tratamiento del documento sobre la
renovación litúrgica). Por otra parte, se habían presentado a los padres otros tres esquemas, de suyo
competidores del documento oficial: uno elaborado por el Secretariado para la unidad de los cristianos
(Stakemeier, Feiner), otro redactado por K. Rahner y patrocinado por las conferencias episcopales de Austria,
Bélgica, Francia, Holanda y Alemania (De revelatione Dei et hominis in Jesu Christo facta), y un tercero, breve,
redactado por Y. Congar (De Traditione et Scriptura).
La discusión, en un clima de gran libertad, se volvió muy polémica. Se atacaba el esquema en su
orientación general y en particular por el equívoco del lenguaje de la “doble fuente”, que llevaría a considerar la
Escritura y la Tradición como independientes la una de la otra. Se presentó entonces una petición de voto: “si
hay que interrumpir la discusión del esquema de la constitución dogmática sobre las fuentes de la revelación”
(20 noviembre: 1368 placet, 822 non placet y 19 nulos). No alcanzando el quorum exigido, intervino el Papa
Juan XXIII e hizo retirar el esquema para su reelaboración total.
Se formó para ello una “Comisión mixta” con los miembros de la comisión doctrinal y del Secretariado
para la unidad de los cristianos, consultores y cardenales de designación pontificia (presidentes: Ottaviani y Bea;
secretarios: Tromp y Willebrands). Acordaron en principio: 1) cambio del título por De divina revelatione; 2)
redacción de un “proemio” para explicar la doctrina sobre la revelación; 3) cambio del título del capítulo
primero: de De duplici fonte revelationis a De Verbo Dei revelato. La discusión desplazó los acentos, pero el
resultado fue un texto de compromiso que no conformaba a nadie. Enviado a los padres, no pudo discutirse en el
aula en el segundo período del Concilio (29 septiembre- 4 diciembre de 1963). Se presentaron por escrito
numerosos juicios que presagiaban interminables discusiones. Ante la solución de arrinconar definitivamente la
constitución, se formó en marzo de 1964 una subcomisión de 7 padres y 19 peritos para elaborar un texto nuevo.
El trabajo fue inmenso: se trataba de concordar las observaciones que llegaban desde los padres y las
conferencias episcopales en un texto que fuera expresión de todo el Concilio. El nuevo texto tenía un proemio
que daba el tono pastoral y 6 capítulos. Se discutió en el tercer período durante una semana entera (octubre de
1964): aprobación general y múltiples observaciones. Una nueva redacción llegó al cuarto período, donde
recibió 1498 placet juxta modum. El texto final pasó el examen de la 155º Congregación general (29 de octubre
de 1965) y en la promulgación la votación final dio 2344 placet y 6 non placet.
La Dei Verbum se sitúa en el contexto del conjunto de los documentos del Concilio Vaticano II. El
primer párrafo de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium proclama su finalidad:
“Este Sacrosanto Concilio se propone acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana, adaptar
mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover todo
aquello que pueda contribuir a la unión de cuantos creen en Jesucristo y fortalecer lo que sirve para invitar
a todos los hombres al seno de la Iglesia.” (SC 1).

Este cuádruple propósito: renovación espiritual, acomodación estructural, orientación ecuménica y


promoción misionera orientó todo el Concilio y fructificó en sus 16 documentos promulgados: 4 Constituciones,
9 Decretos y 3 Declaraciones.
[Quizá sea útil recordar la valoración diversa de cada tipo:
1. Las dos Constituciones dogmáticas (LG; DV) son de índole doctrinal y contienen enseñanzas del
Episcopado universal en comunión y actuación con el Sumo Pontífice.
2. La Constitución pastoral (GS) tiene el carácter peculiar de orientadora de la acción pastoral de actualidad y
de diálogo con los no creyentes.
3. La Constitución disciplinar (SC) y los Decretos (OE, UR, CD, PC, PO, OT, AG, AA, IM) son de orden
disciplinar y constituyen o prescriben lo que disciplinariamente se ha de observar por los fieles.
4. Las Declaraciones (GE, NA, DH) manifiestan la actitud que la Iglesia adopta en algunas cuestiones que
implican relaciones entre bautizados y no bautizados.
7

Sólo en las Constituciones dogmáticas la Iglesia empeña su autoridad doctrinal. En los demás documentos,
su autoridad disciplinar o su prudencia pastoral y práctica. Las afirmaciones doctrinales que en éstos se
aducen como motivación de lo que se prescribe o recomienda, tienen el valor doctrinal que en sí mismas les
corresponde, según los lugares de donde se toman.]

Características generales de la Dei Verbum


Ya una primera lectura no deja lugar a dudas: Cristo es el centro de la constitución, culmen y plenitud de
la revelación. Es revelación con su presencia y manifestación. La revelación es Él: una persona. Su
manifestación se desenvuelve en hechos y palabras reveladores. Cristo es, en fórmula medieval, “la palabra
abreviada” o resumida: funda y explica toda la Escritura en cuanto Palabra de Dios, y su vida se desarrolla en la
Iglesia por su Espíritu.
Se puede añadir a este cristocentrismo fundamental una unidad de tono, un espíritu dominante patente en
tres características:
1. tendencia orgánica. A la diferenciación analítica, a la delimitación antitética, el Concilio ha preferido la
visión orgánica: relación, integración, unidad, superación de la oposición y de la polémica.
2. estilo histórico. Es un lenguaje nuevo en relación al Magisterio y a la teología anteriores. Sin caer en el
historicismo, se presenta la revelación que muestra su ser y su carácter en el desarrollo histórico.
3. lenguaje bíblico. Representa una vuelta al fecundo humus de la Escritura, que permite reencontrar puntos de
unidad y riquezas siempre nuevas. Las dos formas de referirse a la Escritura no funcionan como “prueba” de
un texto previo. El texto conciliar brota como una expansión de la palabra bíblica.
La estructura de este documento (proemio y 6 capítulos) de tan larga y compleja elaboración muestra el
siguiente desarrollo: Hecho y carácter de la revelación, sus etapas históricas, su culminación en Cristo; la
respuesta humana a la revelación (I). Por ser la revelación histórica y por haber tocado ya su culmen, ha de
transmitirse a todas las generaciones por una tradición continua, que contiene toda la revelación, la desarrolla,
garantiza su vida; toda la Iglesia es portadora de revelación (II). Además, la revelación, en cuanto palabra,
cristaliza y se fija en unos escritos que llamamos Sagrada Escritura por su carácter carismático; como escritura,
pide una interpretación que corresponda a su carácter divino y humano (III). La Escritura se compone de dos
grupos de libros: el Antiguo Testamento, que recoge la antigua economía, la hace presente, la incorpora en forma
de palabra al NT (IV); y el Nuevo Testamento, que comprende los evangelios en el puesto central y otra serie de
escritos sobre el misterio de Cristo y la vida de la Iglesia (V). La Escritura vivifica de muchos modos a la Iglesia,
y el cristiano debe colaborar a su acción por la lectura, el estudio, la predicación (VI).
El texto oficial se encuentra en AAS 58 (1966) 817-830; [cf. D(H) 4201-4235].
El título explica el tipo de documento y su tema: Constitutio dogmatica de divina revelatione. El adjetivo
dogmática indica que promulga doctrina (cf. DV 1), aunque esto no excluye la intención pastoral de todo el
Concilio y deja sitio para numerosas consecuencias disciplinares y pastorales. La revelación es divina porque es
Dios su origen y objeto: Dios se revela a sí mismo, aunque esto no excluye su aspecto humano en la recepción,
transmisión, interpretación y vida.
El autor, o quien promulga se presenta como Paulus Episcopus Servus servorum Dei una cum
Sacrosancti Concilii Patribus ad perpetuam rei memoriam. Y al final del documento rubrica así:

“Todas y cada una de las cosas que en esta Constitución se han incluido han sido del agrado de los Padres
del Sacrosanto Concilio. Y Nos, con la Potestad Apostólica recibida de Cristo, juntamente con los
Venerables Padres en el Espíritu Santo las aprobamos, decretamos y establecemos, y mandamos que
cuanto ha sido establecido sinodalmente sea promulgado para gloria de Dios.”
Roma, junto a San Pedro, día 18 de noviembre de 1965.
Ego PAULUS Catholicae Ecclesiae Episcopus.

1.2 Análisis del prólogo (DV 1)

DEI VERBUM, las palabras iniciales –colocadas allí para que den nombre al documento- resumen
exactamente su objeto: se trata de la Palabra de Dios. ¿A qué se refiere? El término verbum resulta un leitmotiv:
a veces es término personal de Cristo, a veces es el hablar de Dios, de Cristo, de profetas y hagiógrafos, unas va
ligado a los hechos, como medio de revelación, otras se refiere a la palabra de la Iglesia. El uso de un término
común no es unívoco ni equívoco, sino análogo.
El Concilio (Sacrosancta Synodus) comienza presentándose en relación con la Palabra de Dios:
- religiose audiens escucha religiosa, atenta y humilde, con actitud de discípulo
- fidenter proclamans proclamación valiente y confiada, con la parresía de los primeros apóstoles
y toma un texto de la 1 Jn para inaugurar su anuncio solemne. En un clima contemplativo, este párrafo
contiene casi in nuce todo lo que se dirá en el capítulo I. En efecto, de la revelación nos indica:
1. el objeto: la Vida eterna (), el más radical de los atributos de Dios, inseparable de la Luz y de la
Palabra.
2. el modo: la manifestación (). Y se remite a la experiencia del principio (excepto el v. 1): han visto y
oído a Jesucristo y en Él a Dios, su Padre. La sustancia de la revelación no ha consistido en la enseñanza de
una doctrina; ha sido la venida de una Presencia entre los hombres. Además, se invita a superar la oposición
entre revelación por la palabra y por la visión.
3. la transmisión: se trata de un testimonio. Dios no ha manifestado su gloria a algunos para goce privado o
perfección individual. Lo recibido ha de transmitirse. Al recibir el testimonio, entramos en comunión
(, societas). Es la Palabra de Dios la que crea el Pueblo de Dios, los creyentes.
4. la finalidad última: es la comunión con Dios. Pues la comunión con Dios y la comunión entre los fieles no
son sino dos aspectos de la misma realidad: la participación de la Vida eterna. Y esto es un puro don: Dando
8

revelat, et revelando dat (S. Bernardo, Sermón sobre el Cantar 8,5). No se puede disociar, ni al pensar, la
manifestación que Dios hace de sí mismo y el don que hace de sí mismo, la revelación y su fin.

A continuación de la cita de 1 Jn, el Concilio agrega una frase para mostrar la continuidad de su enseñanza
con la de los Concilios de Trento y Vaticano I (por el tema) y precisar el doble objeto de la Constitución: la
revelación divina y su transmisión. Y concluye con una frase tomada de San Agustín con cambio de sujeto de
ille qui loqueris a mundus universus y con el objeto expresado como salutis praeconio (mensaje de la salvación).
Por un lado, de nuevo el Magisterio se descentra respecto de la Palabra. Por otro, la fórmula (cf. Hech 13,26; Ef
1,13; Rom 1,16) recuerda que el anuncio de salvación contiene la salvación que anuncia. La revelación no es
la mera explicitación de una realidad implícita, no tiene por norma ni el mundo en su conjunto ni el hombre en
particular. Más bien lo opuesto es la verdad: al abrirse a ella, el hombre recibe de Dios la medida de su miseria y
la grandeza de su vocación.
2. La revelación: sujeto, destinatario, finalidad, medios

2.1 Historia del concepto de revelación

En los Santos Padres


Resulta inútil buscar en los padres de los primeros siglos de la Iglesia el equivalente de un tratado sobre
la revelación. Para ellos la revelación es una realidad obvia, y su primer problema es el de la inculturación de la
revelación cristiana en el seno del mundo griego. No se propone aún una reflexión sistemática: la suya es
esencialmente una teología “contextual”, que remite a la revelación como único criterio de interpretación.
Su pensamiento evoluciona dentro de una visión de conjunto del misterio cristiano; bebe y se elabora en
la fuente, de la cual está muy cercano en el tiempo. Por otra parte, los Padres componen “grandes planos” para
ilustrar mejor los puntos de encuentro con las culturas y religiones, pero también la singularidad, la especificidad
del fenómeno cristiano. Se impone poco a poco un paisaje como imagen de la revelación cristiana en su
totalidad. Destacamos algunos ejes fundamentales de una reflexión extensa y profunda:
1. Los dos Testamentos: unidad y progreso
Los ambientes judíos tradicionales minimizan la novedad del evangelio y los marcionitas subestiman el AT y
rompen con él. Entre estas dos actitudes, Justino, Ireneo, Clemente de Alejandría y Orígenes subrayan la
continuidad y unidad profunda entre los dos Testamentos: Dios es el mismo y único autor de la revelación por su
Verbo o Logos; pero no menos remarcan, de diversas formas, el progreso de una economía a la otra.
2. La teología del Logos: punto de encuentro de las culturas
El anuncio a los paganos llevó a la reflexión cristiana a adoptar una filosofía elaborada por el platonismo y
el estoicismo. Justino atiende a la función mediadora de Cristo: el Jesús de la historia se identifica con el Logos,
con el Verbo de Dios que se apareció primero a Moisés y a los profetas y luego se hizo carne para la salvación de
todos los hombres. La universalidad se expone con la doctrina de las spermata tou Logou (semillas del Logos),
conocimiento parcial del que sólo Cristo, Logos encarnado, dará la perfección [así los pensadores paganos
puedieron percibir rayos de verdad y merecen llamarse cristianos]. Clemente de Alejandría propone la
revelación como una “gnosis” cristiana, respondiendo así al deseo de conocimiento que animaba su ambiente
cultural. Para él, el conocimiento de Dios está en el primer plano de su reflexión, más aún que la historia de la
salvación. Nuestro único pedagogo es el Logos, y antes de Cristo, la filosofía se les dio a los griegos como un
tercer testamento para conducirlos a Cristo. Para Orígenes, a través de la encarnación el Verbo, por la carne de
su cuerpo y la carne de la Escritura, nos permite comprender al Padre invisible y espiritual. El Logos es
mediador de una revelación que va de la creación a la ley, a los profetas y al evangelio. La encarnación inaugura
un conocimiento progresivo según la tríada: sombras-imagen-verdad. Orígenes resalta también la subjetividad de
la revelación: el hecho de captar, bajo la acción de la gracia, la venida de Dios.
3. Economía y pedagogía de la revelación
El pensamiento patrístico evitó el peligro de la intelectualización porque nunca dejó de reflexionar en la
historia de la salvación. Ireneo frente a la gnosis constituye un punto de referencia insoslayable. Con su
concepto de “economía” o “disposición”; Ireneo insiste en la unidad orgánica de la historia de salvación: la
encarnación es la cima de la economía comenzada en el AT; el Hijo vino a este mundo y “nos dio toda la
novedad al darse a sí mismo” (Adv. Haer. IV,34,1). Casi todos los padres, especialmente Justino, Clemente,
Orígenes, Basilio, Gregorio de Nisa y Agustín, insisten también en este carácter de “economía” de la revelación,
y trazan la historia de los pasos que Dios ha dado para “acostumbrar” al hombre a su presencia. Así, por ejemplo,
los plazos de la venida de Cristo, en dos perspectivas: dramática (Carta a Diogneto) y pedagógica (Ireneo,
Clemente, Orígenes).
4. Centralidad de Cristo
Todos los padres ven en Cristo la cima, la consumación de la historia de la salvación. Aunque el Hijo asume
todos los caminos de la encarnación, es a la palabra humana de Cristo a la que se atribuye el papel principal
(palabra de Dios, buena nueva, enseñanza, doctrina de la fe, de la salvación, prescripciones, regla de la verdad,
regla de fe, etc.). Ignacio de Antioquía: “No hay más que un solo Dios que se manifestó por Jesucristo, su Hijo,
que es su Verbo, salido del silencio”; “Cristo es la puerta por la que entran Abraham, Isaac y Jacob y los profetas
y los apóstoles de la Iglesia; todo esto conduce a la unidad con Dios.” Ireneo ve la revelación como la epifanía
del Padre a través del Verbo encarnado. Cristo o el Verbo encarnado es el visible, el palpable, el que manifiesta al
Padre, mientras que el Padre es el invisible que manifiesta al Hijo encarnado y visible. Atanasio distingue dos
aspectos en la encarnación: la manifestación de Cristo como persona divina, imagen del Padre y la comunicación
por medio de Él de la doctrina de la salvación.
5. Inaccesibilidad y conocimiento de Dios
Los capadocios (Gregorio de Nacianzo, Basilio y Gregorio de Nisa) confiesan que Dios sigue siendo el
inefable, el inaccesible, incluso después de haberse revelado. Lo que sabemos de los secretos de Dios nos viene
9

de Cristo. Además, atienden particularmente a la apropiación subjetiva de la verdad y a sus frutos en el alma por
la fe y los dones del Espíritu.
6. Doble dimensión de la revelación
Tema especialmente desarrollado por Agustín: a la acción exterior de Cristo, que habla, predica y enseña,
corresponde una acción interior de la gracia, que los Padres designan como una revelación, una atracción, una
audición interior, una iluminación, una unción, un testimonio. Al mismo tiempo que la Iglesia proclama la buena
nueva de la salvación, el Espíritu actúa por dentro para hacer asimilable y fecunda la palabra oída. El hombre
recibe de Dios un doble don: el del evangelio y el de la gracia, para adherirse a él en la fe.

En santo Tomás de Aquino


La revelación como operación salvífica
Toda la teología, toda la vida de la fe, todo el dato revelado procede de la revelación, pero este dato no se
llama directamente revelación. La salvación del hombre es Dios mismo, en su vida íntima, y por ello era
necesario que Dios mismo se diera a conocer, y asegurara a todos además el conocimiento de ciertas verdades de
orden natural. Lo revelado (revelatum) son esencialmente esos conocimientos sobre Dios inaccesibles a la razón,
y que, por tanto, sólo pueden conocerse a través de la revelación. Lo revelable (revelabile) se entiende más bien
de esos conocimientos que, de suyo, no superan la capacidad de la razón, pero que Dios ha revelado porque son
útiles a la obra de la salvación y porque la mayor parte de los hombres, dejados a ellos mismos, no llegarían a
conocerlos.
La revelación como acontecimiento histórico
. operación jerárquica: la verdad de la salvación nos llega como las aguas de una gran fuente
. caracterizada por la sucesión, en tres épocas: Abraham/existencia de un Dios único/unas familias;
Moisés/nombre de Dios/un pueblo; Cristo/Trinidad/humanidad entera.
. con un dinamismo en progreso: se constituye un depósito y se acerca a la plenitud con Cristo
. polimorfa: extraordinaria riqueza y diversidad de los caminos de Dios; cima con Cristo y los apóstoles, pero el
espíritu de profecía no ha desaparecido.
La revelación profética como carisma de conocimiento
Su De prophetia (S.Th. II-II 171-174) presenta un asombroso respeto a los datos complejos de la experiencia
profética. Se distingue el conocimiento profético de su uso, la proclamación. “El elemento formal en el
conocimiento profético es la luz divina; de la unidad de esa luz es de donde la profecía saca su unidad específica,
a pesar de la diversidad de objetos que esta luz manifiesta a los profetas.” Una vez agraciado con ella, el profeta
reacciona vitalmente. Pasivo en la inspiración que lo supereleva, percibe activamente en la revelación. “El
profeta posee la mayor certeza de las realidades que conocer por el don de profecía y tiene por cierto que esas
verdades se le han revelado divinamente”. La acción por la cual Dios se comunica con el hombre mediante
signos creados es designada por Tomás como palabra de Dios, debido a la analogía con la palabra humana, que
es también comunicación del pensamiento por medio de signos.

La revelación por Cristo y los apóstoles


La función reveladora de Cristo está menos desarrollada, aunque hay indicaciones. Cristo nos ha
mostrado el camino de la verdad, para que por él, vayamos al Padre (III, Prol.). Destaca el resultado de la acción
reveladora: la verdad de la fe. El conjunto de los conocimientos que Dios reveló a los profetas y a los apóstoles
recibe en él el nombre de “doctrina sagrada”, “enseñanza según la revelación” que contiene la Escritura.
De la revelación a la Iglesia y a la fe
Dios propuso directamente su verdad a los profetas y a los apóstoles; a nosotros nos la impone por la Iglesia,
regla infalible en la proposición de la verdad revelada. Dios nos ayuda a creer con una triple ayuda: la
predicación exterior, los milagros que la acreditan y un atractivo interior, inspiración del Espíritu Santo,
testimonio de la verdad primera que ilumina e instruye al hombre interiormente.
La revelación como grado de conocimiento de Dios
La revelación y la fe no son para ellas mismas, sino para la visión, porque el fin del hombre es entrar algún
día en la contemplación de Dios. En el hombre se da un triple conocimiento de Dios: en el primer grado, el
hombre se eleva a Dios por medio de las cosas creadas; en el segundo, Dios desciende a nosotros, se inclina
hacia el hombre y se revela a él; en el tercero el hombre “será elevado a ver perfectamente lo que se le ha
revelado”. Por su palabra, Dios nos hace entrar poco a poco en el misterio de su vida íntima.

En el Magisterio de la Iglesia
Durante los primeros siglos y durante toda la Edad Media jamás se discutió la existencia de la
revelación, por lo que el Magisterio no pronunció anatema o condenación sobre este tema.
El IV Concilio de Letrán (año 1215) trae la expresión más completa en la época medieval de la noción
de revelación:
“Esta santa Trinidad..., dio al género humano la doctrina saludable, primero por Moisés y los santos
profetas y por otros siervos suyos, según la ordenadísima disposición de los tiempos. Y finalmente,
Jesucristo, unigénito Hijo de Dios..., mostró más claramente el camino de la vida.” (D(H) 800-801)

El Concilio de Trento (año 1546) afronta el problema del protestantismo. Éste afirma el principio de la
salvación por la gracia y la fe solamente y la autoridad soberana de la Escritura. La regla de fe es la Sola
Scriptura, con la asistencia individual del Espíritu, que permite captar lo revelado que hay que creer. Se suprime
todo intermediario entre la palabra de Dios y el hombre que la recibe (Tradición, Magisterio eclesial). El desafío
y la respuesta católica serán retomados al estudiar el tema Tradición y Escritura. Baste por ahora notar que no
aparece el término “revelación” y que lo que está en primer plano es el mensaje de salvación; la doctrina
enseñada por Cristo (cf. D(H) 1501).
10

El Concilio Vaticano I (año 1870), en cambio, en el contexto cultural de la “modernidad” (que es


imprescindible considerar para su recta comprensión) se ocupó de modo directo y prioritario de la revelación en
una de sus dos Constituciones dogmáticas, la “Dei Filius” sobre la fe católica.
El Prólogo de la Constitución (no incluido en el Denzinger) tiene una importancia primordial para
comprender la “genealogía” del sistema y el objeto formal del Concilio:
“Pío, obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del santo concilio, para que se conserve el
recuerdo por siempre.
El Hijo de Dios y redentor del género humano, nuestro Señor Jesucristo, cuando estaba a punto de volver
a su Padre celestial, prometió estar todos los días hasta el fin del mundo con su Iglesia. Por eso, nunca
jamás dejó de estar a disposición de su muy amada Esposa, de asistirla con su enseñanza, de bendecirla en
sus actividades y de ofrecerle socorro en los peligros. Pues bien, esta Providencia saludable, que se ha
manifestado constantemente por medio de otros innumerables beneficios, se ha mostrado principalmente
por los abundantes frutos que el universo ha obtenido de los concilios ecuménicos y de manera muy
especial del concilio de Trento.
Sin embargo, recordando con gratitud estos insignes beneficios y otros muchos que la Providencia ha
concedido a la Iglesia, principalmente por el último concilio ecuménico, no podemos callar nuestro dolor
ante la contemplación de unos males tan graves que han tenido su origen sobre todo en el hecho de que
muchos despreciaron la autoridad de este santo concilio y despreciaron sus sabios decretos.
En efecto, nadie ignora que, después de haber rechazado el divino magisterio de la Iglesia y de haber
abandonado al juicio privado las cosas de la religión, las herejías condenadas por el concilio de Trento se
han ido dividiendo poco a poco en múltiples sectas, cuyas discrepancias y rivalidades han acabado
arruinando en muchos la fe en Cristo. Con la consecuencia de que la misma sagrada Escritura [...] ha
dejado de ser considerada como dotada de un carácter divino y se ha empezado incluso a asemejarla a las
fábulas míticas.
Fue entonces cuando nació y se extendió por todas partes en el mundo esta doctrina del racionalismo y del
naturalismo que, atacando con todos los medios a la religión cristiana en cuanto que es sobrenatural, se ha
empañado con ardor en eliminar a Cristo [...] del espíritu de los hombres, [...] para sustituirlo por lo que
ellos llaman el reinado exclusivo de la razón y de la naturaleza.
Pues bien, este abandono y este rechazo del cristianismo, esta negación de Dios y de su Cristo han tenido
como consecuencia el que muchos hayan caído en el abismo del panteísmo, del materialismo y del
ateísmo, de forma que, negando la misma naturaleza racional y toda regla de lo recto y de lo justo, se
esfuerzan al presente en destruir los fundamentos más profundos de la sociedad humana.
Ante semejante espectáculo, ¿cómo no se va a ver profundamente conmovida la Iglesia? Porque, lo mismo
que Dios quiere que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4), lo
mismo que Jesucristo “vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10) y a “reunir en la unidad
a los hijos dispersos de Dios” (Jn 11,52), así también la Iglesia, establecida por Dios como madre y
maestra de los pueblos, sabe que se debe a todos y está siempre dispuesta y atenta a levantar a los que han
caído, a sostener a los que fallan, a acoger a los que vuelven, a confirmar a los buenos y a impulsarlos a la
perfección. Por eso no se ha abstenido nunca de atestiguar y de predicar la verdad divina “que cura todas
las cosas” (Sap 16,12), ya que no ignora que se le ha dicho: “Mi espíritu está en ti y mis palabras que he
puesto en tus labios no se alejarán jamás de tus labios hasta la eternidad” (Is 59,21).
Mas ahora, sentándose y juzgando con Nos los obispos de todo el orbe, reunidos en el Espíritu Santo para
este concilio ecuménico por autoridad nuestra, apoyados en la palabra de Dios escrita y tradicional, tal
como santamente custodiada y genuinamente expuesta la hemos recibido de la Iglesia Católica, hemos
determinado proclamar y declarar desde esta cátedra de Pedro en presencia de todos la saludable doctrina
de Cristo, después de proscribir y condenar –por la autoridad a Nos por Dios concedida– los errores
contrarios.”

Desde esta perspectiva corresponde leer con atención particular el capítulo 2 (De revelatione; esp. D(H)
3004-3005) y el capítulo 3 (De fide; esp. D(H) 3008), con los cánones correspondientes.
La fórmula solemne con que Pío IX promulgó cada Constitución es la siguiente:
“Los capítulos (decreta) y los cánones, que en la Constitución se contienen como se han leído, tuvieron el
beneplácito de los Padres. Y Nos, con la aprobación del santo Concilio, aquéllos y éstos (illa et illos),
como se han leído, definimos y confirmamos con la autoridad apostólica.”

La contribución del Vaticano I a la doctrina de la revelación se reduce a los puntos siguientes:


1. afirmar la existencia de la revelación sobrenatural, de su posibilidad, de su necesidad, de su finalidad
2. determinar su objeto material principal: Dios mismo y los decretos de su voluntad de salvación
3. adoptar el término “revelación” en sentido activo y en sentido objetivo, que pasa a ser desde entonces un
término oficial y técnico
4. recurrir a las analogías de la palabra y del testimonio (implícita) para describir esta realidad inédita
5. presentar la fe como adhesión libre a la predicación del evangelio, sostenida por una acción interior del
Espíritu, que fecunda la palabra escuchada.

El modernismo fue un esfuerzo por armonizar los datos de la revelación con la historia, las ciencias y las
culturas. Y la Iglesia, mal preparada, se sentía desbordada en un mundo demasiado cambiante. Temía ver cómo
la revelación histórica se disolvía en un sentimiento religioso ciego, surgido de las profundidades del
inconsciente, bajo la presión del corazón y el impulso de la voluntad (Sabatier).
Los documentos antimodernistas (decreto Lamentabili, encíclica Pascendi, motu proprio Sacrorum
antistitum) aportan sobre el tema de la revelación una terminología más precisa (surge la famosa definición de
11

revelación como locutio Dei attestans), al mismo tiempo que se caracterizan por una evidente inflación del
carácter doctrinal de la revelación, en perjuicio de su carácter histórico y personal.
2.2 Visión de conjunto del capítulo I (DV 2-6) y análisis de DV 2
La unidad del capítulo es temática: la revelación. El tema se articula así: naturaleza de la revelación (2),
etapas de la revelación (3), culminación en Cristo (4), respuesta humana a la revelación (5), verdades reveladas
(6).
La revelación: Dios conversa con sus amigos (DV 2)
La descripción global de la revelación se expresa en una doble perspectiva: la comunicación y la
concentración cristológica. La primera frase del Vaticano II recoge la segunda del Vaticano I (D(H) 3005). Esta
inversión indica de entrada una problemática diferente: no se trata de distinguir formalmente la revelación
natural de la revelación sobrenatural, sino de exponer de manera trinitaria el misterio, que traduce el término
latino sacramentum -y no ya los “decretos” de la autorrevelación de Dios, por Cristo y en su Espíritu. La
revelación (hecho) es efecto del beneplácito de Dios (placuit Deo); es gracia. Tanto en cuanto al sujeto como en
cuanto al objeto, la formulación de DV es más bíblica (inspirada en textos paulinos) y personalista. El segundo
miembro de la frase declara el designio de Dios, dar a los hombres acceso y participación en la vida trinitaria.
Expresado en términos interpersonales, incluye los tres principales “misterios” del cristianismo: la Trinidad, la
encarnación, la gracia.
La segunda frase expone la naturaleza de esta revelación. El Concilio sostiene a la vez, como la Escritura
(cf. Jn 1,14.18), que Dios es “invisible” y que se da a conocer, afirmando su trascendencia y su libertad
soberanas. En la superabundancia de su amor, Dios rompe el silencio y se dirige a los hombres como amigos
(palabra que se prefiere al término de “hijo”). Esta expresión crea un clima: no se sitúa ya en la perspectiva de la
apologética, sino que se vuelve serenamente una exposición doctrinal. Adopta el lenguaje de la comunicación,
del encuentro, de la relación y de la invitación a la comunión. Por la revelación, Dios conversa con los hombres
(Bar 3,38) como la Sabiduría. El esquema dialogal sustituye al esquema de la autoridad y la obediencia. Ya san
Bernardo decía que Dios había querido “in carne videri et cum hominibus conversare” (In Cantica, sermo 20,6).
Pero la inspiración más próxima parece ser la encíclica programática de Pablo VI, Ecclesiam suam:
“He aquí, el origen trascendente del diálogo. Este origen está en la intención misma de Dios. La religión,
por su naturaleza, es una relación entre Dios y el hombre. La oración expresa con diálogo esta relación. La
revelación, es decir la relación sobrenatural instaurada con la humanidad por iniciativa de Dios mismo,
puede ser representada en un diálogo en el cual el Verbo de Dios se expresa en la Encarnación y por tanto
en el Evangelio. El coloquio paterno y santo, interrumpido entre Dios y el hombre a causa del pecado
original, ha sido maravillosamente reanudado en el curso de la historia. La historia de la salvación narra
precisamente este largo y variado diálogo que nace de Dios y teje con el hombre una admirable y múltiple
conversación. Es en esta conversación de Cristo con los hombres (Bar 3,38) donde Dios da a entender algo
de Sí mismo, el misterio de su vida, unicísima en la esencia, trinitaria en las Personas, donde dice en
definitiva cómo quiere ser conocido: Amor es Él; y cómo quiere ser honrado y servido: amor es nuestro
mandamiento supremo. El diálogo se hace pleno y confiado; el niño es invitado a él y el místico en él se
sacia.” (ES 18)

La tercera frase muestra la disposición concreta: la economía de la revelación pasa por obras y palabras,
según la solidaridad entre el ver y el oír que evocaba el prólogo. Pero aquí se trata del “sacramento” original de
la revelación. Los hechos confirman las palabras, y las palabras dicen el sentido de los hechos. Esta revelación
de tipo sacramental se produce en la historia y pasa por gestos y palabras humanas. En otros tiempos se oponía la
revelación natural realizada por actos a la revelación sobrenatural que se daba en palabras. Pero esta perspectiva
mutila la plenitud de la revelación. La insistencia corresponde al redescubrimiento de la teología de la historia
de la salvación en el momento del Concilio.
La última frase trae la “concentración cristológica”: Cristo en persona, “palabra sustancial de Dios” es la
cima de esta revelación. Es a la vez su mediador, su revelador, “el mensajero y el contenido del mensaje”. Es
ésta una originalidad entre las religiones que se apoyan en una revelación: ni Mahoma, ni Zoroastro, ni Buda se
propusieron a ellos mismos como objeto de fe de sus discípulos. Aquí, por el contrario, “Cristo es el Autor, el
Objeto, el Centro, la Cima, la Plenitud y el Signo. Cristo es la clave de bóveda de esta prodigiosa catedral cuyos
arcos son los dos Testamentos”. Definir la revelación identificándola con la persona de Cristo le da un
significado muy distinto del de una mera transmisión de verdades. Sin embargo, no es un puro cristocentrismo:
Cristo siempre remite al Padre.
2.3 Algunas categorías de comprensión
2.3.1 La revelación como palabra
Palabra humana
En la Escolástica: hablar es manifestar el pensamiento a otro mediante signos. Se acentúa el descubrimiento
del pensamiento que obra la palabra y la participación de conocimiento que realiza. Una concepción más bien
estática.
La palabra no consiste solamente en proponer un objeto, sino que tiende a la comunicación; implica
voluntad de ser oído y comprendido. Triple aspecto:
a. la palabra tiene un contenido, nombra un objeto, cuenta un hecho
b. es una interpelación, se dirige a alguien
c. es descubrimiento de la propia persona, manifestación de la actitud interior
La palabra es la acción por la que una persona se dirige y se expresa a otra para una comunicación.
- encuentro interpersonal (se habla del mundo, no al mundo; aún el silencio supone la palabra)
- interpelación y reacción pueden tener muchas formas: mandato, oración, promesa, testimonio
- tiende a la comunicación: muchos niveles (información, ciencia, expresión)
Es el medio por el que dos interioridades se manifiestan una a la otra para vivir en reciprocidad. A veces
la palabra no puede expresarlo todo: el gesto confirma y culmina la entrega personal (amor conyugal, martirio).
12

Palabra divina
En la revelación es Dios mismo quien se dirige al hombre como un tú en una relación interpersonal y vital.
Su palabra interpela al hombre y lo invita a la obediencia de la fe para vivir en comunión.
La palabra de Dios no sólo dice e informa, sino que obra lo que significa, cambia la situación de la
humanidad. Es activa, eficaz, creadora. Al hablar, Dios no tiene intención puramente utilitaria; su palabra es de
amistad y amor.
En primer lugar, en el hecho mismo de la palabra, Dios franquea la distancia, se hace cercano, condesciende
para asociar al hombre a su vida (en Dios coinciden el hecho de la revelación y el hecho de nuestra vocación
sobrenatural). Luego en la economía, en que la criatura amada, interpelada y llamada es una criatura enemiga,
rebelde. Dios se solidariza hasta asumir esta condición creatural. En el objeto, la comunicación del secreto de su
vida personal (Trinidad), comienzo de una donación de Dios al hombre.
También la palabra de Dios en Cristo culmina sellándose en el gesto. Con la pasión realiza la caridad que
manifestó con su venida. La palabra articulada se hace palabra inmolada. La palabra de Dios se agota hasta el
silencio.
2.3.2 La revelación como testimonio
Testimonio humano
Es en su esencia, una palabra por la que una persona invita a otra a admitir algo como verdadero, fiándose de
su invitación como garantía próxima de verdad y en su autoridad como garantía remota. La invitación a creer es
el elemento específico del testimonio.
El testigo apela a la confianza y se compromete a decir la verdad; más que hecho mental, es un hecho moral.
La palabra del testigo debe sustituir la experiencia para el que no ha visto.
A nivel humano, nunca puede ser la autoridad humana la garantía última. Debe ir acompañada de indicios y
signos objetivos que demuestren su valor. Se trata de la credibilidad del testigo: la fe humana jamás podrá ser
una fe de pura y simple autoridad.
Apenas abandonamos el mundo de las cosas para entrar en el de las personas, dejamos el plano de la
evidencia para entrar en el del testimonio. Las personas sólo pueden ser conocidas por revelación; no tenemos
acceso a la intimidad personal a no ser por el libre testimonio de la persona. Y esto no ocurre sino bajo la
inspiración del amor.
Testimonio divino
La revelación es precisamente revelación del misterio personal de Dios. Dios es la interioridad por
excelencia, el ser personal y soberano cuyo misterio sólo puede ser conocido por testimonio, es decir, por una
confidencia espontánea que hemos de creer. El cristianismo es la religión del testimonio, y sólo el testimonio
asegura la comunicación interpersonal.
El testimonio divino pertenece a una especie única, que lo distingue del humano. No sólo afirma la verdad
de lo que propone a creer, sino que, a la vez, afirma la infalibilidad absoluta de su testimonio. Es su propia
garantía. Además, la invitación a creer que Dios hace, se lleva a cabo por dos vías: exterior e interior. Se dan, en
efecto, el lenguaje y los signos de poder por una parte, y la invitación interior, la atracción por otra. La fe
sobrenatural es la única fe pura, de simple autoridad.

2.3.3 La revelación como encuentro


La palabra supone un yo y un tú, y se hace realidad en el encuentro con un tú. El encuentro puede tener
muchos grados de profundidad. Un ser puede estar ausente al otro, pero el deseo es que palabra y respuesta se
hagan diálogo auténtico, reciprocidad, comunión, compromiso mutuo.
En la revelación y la fe encontramos en un nivel infinitamente superior el diálogo en el amor. En la
revelación, Dios se dirige al hombre, lo interpela y le comunica la buena nueva de la salvación. Pero sólo en la fe
se realiza verdadera y plenamente el encuentro de Dios con el hombre: allí la palabra de Dios es aceptada y
reconocida por el hombre. La revelación y la fe son, pues, esencialmente interpersonales. La fe inicia en el
diálogo un encuentro que culminará en la visión.
Pueden señalarse algunas características de este encuentro. En primer lugar, Dios tiene siempre la
iniciativa. Su infinita trascendencia es también infinita condescendencia. Dios imprime en el hombre el impulso
que lo inclina hacia Él, verdad primera, supremo bien, creando el fundamento ontológico por el que podemos
hacer el acto teologal de la fe, permaneciendo hombres y plenamente libres, siempre invitados.
En segundo lugar, la opción que exige es seria. Porque la palabra de Dios pone en juego todo el sentido
de nuestra existencia personal y el de toda la existencia humana. Se trata de optar por Dios o por el mundo, por
la palabra de Dios o por la palabra del hombre. Se trata de jugarse todo, vida y muerte, martirio sangriento o
martirio humilde y paciente de toda la vida; se trata estrictamente de ser o no ser. La muerte a sí mismo que esto
supone no puede obtenerse por la simple contemplación del mensaje revelado: es necesario que el amor nos
seduzca. Por eso la palabra de Dios tiene en Cristo aspecto y corazón de hombre para seducir el corazón del
hombre. Sólo el amor transforma un corazón rebelde en un corazón filial.
Por último, la profundidad de comunión que establece entre el hombre y Dios. El que recibe la palabra
de Jesús pasa de siervo a amigo, participa del conocimiento y del amor con el Padre, el Hijo y el Espíritu; en su
corazón habita ahora el amor con que el Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre; está y permanece en Dios.
Ningún encuentro humano, por perfecto que sea, puede llegar a tal grado de intimidad.

2.4 La finalidad soteriológica y doxológica de la revelación


La vía de la finalidad es la tercera sugerida por el Vaticano I para llegar a la inteligencia de los misterios
cristianos (cf. D(H) 3016; Dz 1796). Buscamos la inteligibilidad del misterio en su causa final.
Podemos considerar la revelación desde el punto de vista del hombre o desde el punto de vista de Dios. En
perspectiva teocéntrica, decimos que la revelación está orientada a la gloria de Dios; en perspectiva
antropocéntrica, afirmamos que está ordenada a la salvación del hombre. Pero es sólo cuestión de perspectiva,
porque el hombre alcanza la salvación glorificando a Dios; y, salvándose, glorifica a Dios.
13

La revelación está ordenada a la fe, y la fe, a la salvación. Es una operación esencialmente salvífica. Dios no
se reveló para satisfacer nuestra curiosidad ni para aumentar nuestros conocimientos, sino para librar al hombre
de la muerte del pecado y para darle la vida eterna. La idea de salvación dirige y domina todo el AT. Israel es el
pueblo que Dios ha hecho suyo sacándolo de Egipto. La revelación del nombre de Dios está vinculada a esta
liberación. Entendida muy materialmente al principio (victoria sobre los enemigos, prosperidad, paz), por influjo
de los profetas se llegará a comprender como liberación del pecado y del mal en todas sus formas: el Señor por
su Ungido salvará en la historia a Israel, y mediante él, a toda la humanidad. En Cristo se realiza el
acontecimiento anunciado, como lo testimonia todo el NT.
La revelación está ordenada a la gloria de Dios en sí misma y reconocida por sus creaturas. Cristo es el
perfecto glorificador del Padre. Como María y Pablo, el cristiano glorifica a Dios por la fe y la caridad.
3. La historicidad de la revelación

3.1 Análisis de DV 3
La revelación se presenta en adelante dentro del marco de la historia de la salvación. Progresa como esta
historia y en solidaridad con ella: cuanto más se revela Dios, más da, más salva.
La primera etapa es el fundamento de las siguientes. Está expresada en la primera frase del texto que une el
testimonio en la creación a la revelación personal y gratuita de Dios. Las afirmaciones no son históricas, sino
teológicas: hacen remontarse al origen la inteligencia de la revelación que se da por la historia de la salvación.
DV recoge la idea de las dos formas de revelación del Vaticano I, pero no las distingue en abstracto, sino que las
articula en una unidad concreta, desde el origen de la historia y como cumplida en el Verbo. Se desplaza así la
afirmación del Vaticano I, que subrayaba la obra de la creación por un Dios único, reconocible por la razón,
dentro de la perspectiva de los “preámbulos de la fe”. El Concilio, por prudencia, no asocia a la cita de Jn 1,3
otros textos sobre la creación en Cristo (Col 1,16-17; 1 Cor 8,6; Rom 11,36), pero la perspectiva cristológica es
clara, destacando más aún la solidaridad entre la creación y la salvación.
El hombre puede, entonces, recibir el testimonio perenne de Dios en las realidades creadas (referencia a Rom
1,19-20): a esto se ha denominado revelación natural o revelación cósmica. Pero DV evita este lenguaje,
reservando el término revelación a la comunicación personal de Dios quien, desde el principio quiso abrir el
camino de la salvación de lo alto (supernae, para evitar el escolástico supernaturalis). Sin prejuzgar la
historicidad de los relatos bíblicos de los orígenes, el texto afirma que el proyecto de Dios fue de antemano su
comunicación personal a los hombres. No hubo un tiempo de “creación natural” seguido de un tiempo de
“elevación sobrenatural”. Por otra parte, se habla ya de salvación antes de la caída. La salvación cristiana supera,
por tanto, las necesidades salidas del pecado. El hombre no puede llegar a su fin “de lo alto” sin que Dios se lo
conceda. Por su misma creación está ya “necesitado de salvación”.
La segunda etapa va desde la caída original hasta Abrahám. La redención prometida se deja vislumbrar en
el “protoevangelio” de Gn 3,15 y es esperanza de salvación. Y el cuidado (curam) de Dios es continuo para dar
la vida eterna a todos los que buscan la salvación (cf. Rom 2,6-7; 2,15 conciencia). Esta afirmación no vale
solamente para el período largo y misterioso que se extiende desde la creación hasta la vocación de Abrahám,
sino también para todos los pueblos que hoy no tienen ningún vínculo con Abrahám. En la Biblia, es también el
tiempo de la alianza con Noé.
La tercera etapa va desde Abrahám hasta el Evangelio. Se resume en la frase toda la economía del AT. Pasa
por los patriarcas, por Moisés y los Profetas, constituyendo un pueblo (Israel) de elección que va siendo
instruido (erudivit) por Dios en la secular preparación del camino del Evangelio.

3.2 Historia y revelación

Sobre la “historia de salvación”


Ya en DV 2 aparece la expresión historia salutis, muy poco utilizada en la teología católica anterior a la
segunda guerra mundial. En los medios protestantes se había difundido un siglo antes por influencia de J.C. von
Hofman (1810-1877) con su Profecía y cumplimiento que mostraba la unidad de la historia y la profecía, como
también de la profecía y su cumplimiento.
Esto es exacto en cuanto a la fórmula, pero la idea de una historia de salvación no es en absoluto
reciente. Desde siglos se enseñaba en la Iglesia “historia sagrada”, por ella comenzaba la instrucción religiosa de
los niños. Fue precisamente afirmando este carácter histórico de su fe que la Iglesia ha rechazado cada vez las
pseudo-gnosis, que resurgen siempre. San Agustín en su De civitate Dei, Ruperto de Deutz en su monumental
De Trinitate et operibus eius y el De sacramentis de Hugo de san Víctor reflejan en su composición el orden
histórico. Los grandes escolásticos afrontaron el problema de “transformar una historia santa en una ciencia
organizada” (Chenu). Pero luego, la teología de las escuelas terminó por descartar no sólo el modo histórico de
la exposición, sino toda atención a la historia, inclinándose hacia una suerte de abstracción intemporal. Cuando
se desarrolló la exégesis más científica y el estudio histórico de las doctrinas, quedaron en “teología positiva”,
sin influir en el método de la dogmática.
Muchos deseaban remediar este mal. Aceptando el pedido de varios padres conciliares, Pablo VI en una
alocución a los Observadores (17-10-63) expresó el deseo de ver constituirse “una teología histórica y concreta,
centrada sobre la historia de la salvación”. Digna de estudio y profundización, esta idea dio origen al Instituto
Ecuménico de Jerusalén. El Concilio no sólo la recoge en DV, sino que la propone como clave para la formación
teológica de los futuros sacerdotes (OT 16). El alcance y sentido exactos de la expresión brota de un análisis
cuidadoso de los textos mismos.

El carácter histórico de la revelación


El adjetivo “histórico” aplicado a la revelación puede tener cuatro sentidos:
14

a. historia como escenario de la revelación. Ninguna discusión: las intervenciones de Dios son concretas y
localizadas. A la vez que sucede en la historia del pueblo elegido, la revelación lo va configurando como tal,
haciéndose parte de la misma. (ej. Sal 136)
b. historia como objeto o contenido de la revelación. Es decir, se proclaman y profesan juntamente hechos con
su sentido. (ej. Dt 26; 1 Cor 15,3-5)
c. histórico como apologético, es decir, como prueba de la verdad de otro hecho o persona. (ej. profecía
verdadera Dt 18)
d. histórico como hecho revelador. Ésta es la cuestión más debatida, que se analiza a continuación.

Los hechos reveladores


La razón bíblica
a. en las intervenciones de Dios, es común que las acciones vayan unidas a las palabras con poder revelador
(ej. las plagas en Egipto)
b. el milagro como signo (`ôt) implica una verdadera manifestación de Dios en el signo
c. como a las palabras corresponde escuchar, a las acciones ver. Mediante la actualización cultual, las
generaciones siguientes pueden participar hoy de esta experiencia (ej. Dt 5,24)
d. ver las obras de Dios lleva a reconocerlo a Él (Ex 7,5.7; 8,6.18; Is 41,20; 45,3.6; Ez)
e. la oración de Israel también atestigua esta realidad (Sal 98,1-3)
f. por el poder revelador de los hechos, su olvido es pecado (Sal 106,7.13.21)
g. la polémica antiidolátrica del 2Is se basa en las obras de Dios como revelación
h. la culminación llegará con la proclamación de Jesús en Jn como revelación definitiva del Padre.
En la discusión contemporánea, tanto en el campo protestante como en el católico, se tendía a acentuar
unilateralmente (a veces a contraponer) la revelación por la palabra y la revelación por los hechos.

La enseñanza del Concilio Vaticano II: hechos y palabras

La constitución Dei Verbum integra ambos elementos en un uso coherente:


n. 2: obras y palabras intrínsecamente ligadas
n. 4: con sus palabras y obras [Cristo]
n. 7: las obras y palabras de Cristo,
con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones [apóstoles]
n. 8: su enseñanza, su vida, su culto [Iglesia]
n. 14: con obras y palabras [Dios]
n. 17: con obras y palabras [Cristo]
n. 18: vida y doctrina [Cristo]

Los hechos se presentan como medio de revelación, no sólo como objeto o garantía. El centro y culmen
en Cristo se proyecta a la modalidad de toda la revelación.
La relación entre obras y palabras se expone en DV 2: “Las obras que Dios realiza en la historia de la
salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan (res verbis
significatas); a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio”. Aclara el relator: “el término
realidades se emplea aquí poco más o menos en el sentido que tiene en la expresión “realidad del sacramento”,
para significar la realidad profunda que las palabras significan y los hechos expresan... Por ser tradicional la
analogía entre las obras de la Escritura y los sacramentos cristianos, la comisión conserva el término. Pero juzga
que estará más clara su intención escribiendo “la doctrina y las realidades”.”
Entonces, según el texto promulgado, las obras de la historia salvífica encierran un misterio, que es el
plan salvífico y su realización: ésta es su realidad profunda y su sentido: la realidad profunda se realiza, y por
ello se manifiesta en una obra histórica. Así resulta que el hecho empírico tiene una capacidad significativa que
se actualiza para los que saben ver. El hecho con su sentido puede convertirse en enseñanza formal, por lo que
puede decirse que manifiesta una doctrina, enseña algo; y confirma una doctrina formal, porque es su objeto
auténtico, real y no ficticio, porque no deja a la doctrina en pura especulación o teoría. La enseñanza sobre el
plan salvífico de Dios y su realización se apoya necesariamente en el hecho.

El hecho humano
Si se dejan de lado acciones automatizadas, irrelevantes, hay una serie de acciones en que el hombre va
realizando su existencia.
El hecho humano es fundamentalmente ambiguo. No resulta siempre fácil responder al ¿por qué lo hizo?
¿por qué lo hice?, dada la común tendencia al autoengaño. Pero hay situaciones en las que el hombre
irremediablemente se muestra (ej. la prueba).
Se encuentran sucesivas limitaciones de tal ambigüedad. Un observador entrenado, con intuición y
sensibilidad. Un técnico con método y disciplina (psicólogo, sociólogo) clasifican, reconocen patrones... aunque
reducen lo irreductible a pura anomalía. Un lugar privilegiado ocupa el literato, novelista y dramaturgo. Y en
este grupo debe contarse el historiador, con una doble ventaja: a) puede descubrir estructuras estables y contar
con interpretaciones previas; b) puede contemplar el desenlace de los hechos. Así, por ejemplo, la ambigüedad se
atenúa por la repetición o por la conclusión de un proceso comenzado.
En la ambigüedad se conjugan la densidad o complejidad del acto, con múltiples y diversos niveles de
significado, y la unicidad, ya que nunca se reduce totalmente a una categoría o tipo. Hay algo nuevo en esto
único (cf. Is 43,18-19). Ante la densidad y unicidad de lo real, necesitamos todo un proceso de comprensión.
Hay hechos que nos dirigen una llamada personal, que exigen una actitud o una respuesta en acción. La
llamada es parte integral de su sentido (ya sea que se la reciba o se la rechace). El caso ejemplar es el amor que
toma la forma de sacrificio: el amor no puede dejar de exigir amor.
15

Surgen finalmente dos preguntas: ¿puede suceder un hecho con sentido universal, válido para todos los
hombres? ¿puede un hecho lanzar una llamada y una exigencia universales?...

La palabra con el hecho


De modo muy esquemático, se propone una relación:
Antes del hecho, la palabra puede ser
a. anuncio o profecía. Al cumplirse se hace hecho de significado explícito.
b. mandato. Se transforma en ejecución, realizando un orden humano según la voluntad de Dios.
c. exhortación profética o sacerdotal, aduciendo promesas o amenazas.
Después del hecho, la palabra es
a. proclamación. Es actividad de la fe, que declara el hecho y su sentido. Aquí entran las profesiones de fe.
b. narración. Es la forma más propia con los hechos históricos. Narrar es ya interpretar; más aún, es re-
presentar en cierta forma.
c. explicación, con finalidad didáctica: ¿qué significa esto?; una actividad teológica (la fe que se pregunta) que
ya no se detiene.
Un caso aparte son las acciones simbólicas de los profetas.

3.3 La praeparatio evangelii: etapas, sentido

Es importante percibir el punto de vista adoptado por el Concilio al presentar la historia de la revelación
anterior a Cristo: no se la considera tanto en sí misma cuanto como preparación de la Revelación que se
completa en el Evangelio. Por lo tanto, conviene aquí tratar el tema con mayor amplitud.
La revelación en el Antiguo Testamento
El AT no posee un término técnico para designar lo que llamamos “revelación”, sino que utiliza un
lenguaje variado. Ésta se presenta como la acción de una fuerza inesperada, pero soberana, que modifica el curso
de la historia de los pueblos y los individuos. De múltiples formas y con medios diversos establece un encuentro
entre uno que comunica y otro que recibe.
Terminología
El mundo oriental antiguo usaba diversas técnicas para conocer los secretos de los dioses: adivinación,
sueños, suertes, presagios, etc. El AT las conservó por un tiempo, purificándolas de la idolatría o magia (Lv
19,26; 1 Sam 15,23); aunque jamás aceptó la hepatoscopia, común entonces. Dios puede dar a conocer sus
deseos a través de los sueños (Gn 20,3 Abraham; 28,12-15 Jacob; 40-41 José), pero se van distinguiendo los que
manda a los verdaderos profetas (Nm 12,6) y los de los adivinos profesionales (Jr 23,25-32). Hay una gran
reserva respecto a las visiones de Dios, directas o indirectas (a veces a través del “Ángel del Señor” Gn 21-22).
Aún en las teofanías (“ver a Dios”) lo importante es la palabra. Es por ella que Dios va introduciendo
progresivamente al hombre en el conocimiento de su ser íntimo.
Etapas
La tradición cristiana ha distinguido siempre diversos períodos en la historia religiosa de la humanidad,
cuya unidad se encontraba afirmada por sí misma: edades, reinos, economías, dispensaciones, leyes, alianzas,
etc. Una de las más corrientes fue la de seis períodos, correspondientes a los seis días de la creación en Gn. Pero
la más sólida, menos artificial y más doctrinal es la inspirada en san Pablo en cuatro períodos: en la forma fijada
por san Agustín: ante legem-sub lege-sub gratia-in pace (o más simple: natura-lex-gratia-patria), es decir, de
Adán a Abraham o Moisés, luego a Jesús, luego el tiempo entre las dos venidas de Cristo y la eternidad. Dejando
de lado la última (ya no es historia), resultan las tres edades clásicas de la patrística: ley natural-ley escrita-ley
de gracia. Otra división (Ruperto de Deutz s. XII) propone un esquema ternario de base trinitaria: la edad del
Padre (creación), la edad del Hijo (redención) y la edad del Espíritu Santo (santificación). Ha de notarse en cada
caso que la historia de salvación continúa, pero en cuanto revelación ha alcanzado una plenitud en Cristo, que se
desarrolla hasta el fin de los tiempos. En los párrafos siguientes nos atenemos al AT.
Revelación patriarcal
Transmitidas como “relatos populares religiosos”, las tradiciones patriarcales configuran los primeros
trazos de la revelación. Quieren hacer compartir la experiencia de un Dios de tipo particular, que funda la
experiencia de Israel como pueblo creyente. La vida de Abraham es ejemplar. Gn 12,1-3 inicia la historia de la
bendición. Un Dios desconcertante pone en camino hacia lo desconocido con una única garantía: su promesa.
Tras una larga espera, llega el hijo y Dios lo pide en sacrificio (22). Abraham responde con una total
desponibilidad: su fe es obediencia. Así se convierte en “padre de los creyentes” (Rom 4,16).
Revelación mosaica
Segunda etapa decisiva es el acontecimiento de salvación, que libera a Israel de la esclavitud de los
egipcios y que va acompañado de la autopresentación de su autor. Dios revela su nombre a Moisés (Ex 3):
YHWH está siempre presente, activo, dispuesto a salvar y sólo Él. Elección, salvación, alianza y ley forman un
todo indivisible. Por la alianza, YHWH hace de Israel su propiedad exclusiva y le impone a través de las
“palabras” (Ex 20,1-17; 34,28) un estilo de vida que corresponde al pueblo santo del Dios Santo. Israel
emprende una existencia dialogada, situada en un contexto de llamada y de respuesta. La revelación posee ya su
estructura de acontecimiento significante. Se incluyen también los mediadores (Ex 20,18; Dt 18,15-18).
Revelación profética
El profetismo en Israel, del que se pueden reconocer contactos extranjeros y antecedentes propios, se
delinea a partir de Samuel (1 Sam 3) y tiene su época de oro en el siglo VIII (Amós y Oseas en el Norte, Isaías y
Miqueas en el Sur), extendiéndose hasta el siglo V. En su conjunto, los profetas preexílicos reclaman la fidelidad
a la alianza y a la ley a un Israel rebelde y obstinado, por lo cual la palabra de Dios se hace decreto de juicio,
condena y castigo irrevocable. Jeremías intenta determinar los criterios de la palabra auténtica de Dios:
cumplimiento (28,9; 32,6-8), fidelidad a YHWH y a la religión tradicional (23,13-32) y testimonio heroico
personal (1,4-6; 26,12-15).
16

El Deuteronomio profundiza el tema de la alianza y la ley, que ahora abarca todo el cuerpo de leyes
morales, civiles, religiosas. Esta ley ha de ser interiorizada y cumplida hoy (30,11-14).
La corriente deuteronomista elabora una historia de la salvación que es una teología de la historia (Jue-
Sam-Re). Es la palabra de Dios la que hace la historia y la vuelve inteligible. A partir de 2 Sam 7 se establece el
mesianismo real de la dinastía davídica.
Con el destierro se produce una crisis terrible: Israel lo ha perdido todo. Ezequiel personifica el cambio
de situación: antes de la caída anuncia el desastre inevitable, después es el centinela (33,1-21) que ha de
custodiar la fe y la esperanza del pueblo desterrado. La palabra que castigó ahora es fuente de confianza.
El 2Is (40-55) considera el dabar divino en su dinamismo a la vez cósmico e histórico. YHWH es el
Señor de las naciones, lo mismo que de las fuerzas naturales, porque con su palabra lo ha suscitado todo de la
nada. Dios mantiene los polos extremos de la historia (41,4; 44,6; 48,12) y la interpreta (55,10-12).
Los profetas son quienes mantienen vivo el acontecimiento fundante de Israel y lo profundizan. Pero
esto sólo es posible si el profeta ha sido objeto de una experiencia privilegiada, su vocación: YHWH lo ha
llamado y le ha confiado su palabra, en una particular intimidad con Él para ser su intérprete ante los hombres.
Es el hombre de la palabra (Jr 18,18) que lo quema y consume (20,8-9). Esta palabra de Dios actúa en la historia
con sus dimensiones de acontecimiento e interpretación, conformando una historia significante.
Revelación sapiencial
Miembro original de una corriente de pensamiento internacional (Grecia, Egipto, Babilonia, Fenicia), la
tradición sapiencial se incorpora en Israel como instrumento de revelación. El mismo Dios que iluminó a los
profetas se sirvió de la experiencia humana para revelar al hombre a sí mismo (Pr 2,6; 20,27). Los sabios aplican
su reflexión también a temas de otras tradiciones, como la Ley, la historia y la profecía. La sabiduría, como la
palabra, sale de la boca del Altísimo, y llega a personificarse e identificarse con la palabra de Dios, actuante
desde la creación del mundo. Con esta tradición se relaciona el tema de la revelación cósmica.
El Salterio que se fue formando a lo largo de la historia es sobre todo la respuesta a la revelación, pero es
así mismo revelación. Los salmos hacen oración la intimidad de Dios revelada por los profetas y sabios. Todo
esto se actualiza cotidianamente en la liturgia del templo.

Objeto y carácter
Es esencialmente interpersonal, procede de la iniciativa de Dios, recibe su unidad de la palabra y tiene
como finalidad la vida y la salvación del hombre.
“La revelación se nos presenta en el AT como la intervención gratuita y libre por la que el Dios santo y
oculto –en el terreno de la historia y en relación con los acontecimientos de la historia, interpretados
auténticamente por la palabra de YHWH dirigida a los profetas, según modos de comunicación muy diferentes-
se va dando poco a poco a conocer, a sí mismo y el designio de salvación que tiene que aliarse con Israel y, a
través de él, con todas las naciones, para cumplir en la persona de su ungido o mesías la promesa hecha antaño a
Abrahám de bendecir en su posteridad a todas las naciones de la tierra. Esta acción es concebida como palabra
de Dios que invita al hombre a la fe y a la obediencia: una palabra esencialmente dinámica, que realiza la
salvación al mismo tiempo que la anuncia y la promete.” (R. Latourelle, DTF, 1241).

4. Cristo, Mediador y plenitud de toda la revelación

4.1 El testimonio del Nuevo Testamento


La tradición sinóptica
Al narrar la historia de Jesús, los evangelistas no hacen más que contar la manifestación de Dios en
Jesucristo, ya que Cristo es el lugar más denso de esta epifanía de Dios. Mc en concreto narra la manifestación
progresiva de Jesús, Mesías e Hijo de Dios, que se revela y revela al Padre por sus palabras (sobre todo las
parábolas), y por sus obras, concretamente sus milagros, sus ejemplos, su pasión, su muerte, pero que choca con
el rechazo de los suyos.
Los términos que describen la acción reveladora de Cristo son: predicar (keryssein) y enseñar (didaskein).
Jesús predica la buena nueva (euaggelion) del reino de Dios y la conversión y la fe como medio de entrar en él
(Mc 1,14-15; Mt 4,17). Esta buena noticia está intrínsecamente vinculada a su persona, como si Él fuera la
inauguración del reino: es hoy el tiempo del cumplimiento de la antigua profecía (Lc 4,21); y su palabra con una
autoridad única (pero yo os digo Mt 5,22 ss.), que interpreta la Palabra de Dios en la Ley, llamando a una justicia
mayor, que es a la vez gracia.
A partir de Dt 18,18 la gente lo aclama como profeta, pero Jesús es mucho más que eso (cf. Mc 9,2-10; Lc
7,18-23). Él predica y enseña, pero como Hijo del Padre. Es fundamental el logion de Mt 11,25-27/Lc 10,21-22.
Nadie puede participar del misterio de conocimiento mutuo del Padre y el Hijo sin una revelación gratuita, que el
Padre ha concedido a los sencillos.
La oración de Jesús a Dios, su Abba (Mc 14,36) devela en alguna medida el abismo de esta comunión, [que
luego es ofrecida a los creyentes (Lc 11,1-2), por don del Espíritu Santo (v. 13; cf. Rom 8,15)]. Pero es necesario
el acontecimiento definitivo de la Pascua de Jesús para que su revelación sea consumada y creída, y luego
anunciada en la predicación apostólica (cf. Mt 28,18-20; Lc 24,44-47).
Los Hechos de los Apóstoles
En continuidad con la tradición sinóptica, presentan a los apóstoles como testigos de Jesús, que proclaman la
buena noticia y enseñan lo que han recibido de Él. Sólo ellos estuvieron asociados a Cristo durante su vida y
después de su resurrección y tienen de Él una experiencia directa, viva, de su persona, de su mensaje, de su obra.
Son ante todo testigos de su resurrección (1,22; 2,32; 3,13-16). Su testimonio se realiza con la fuerza del Espíritu
(1,8) que les da coraje y constancia, que les permite obrar signos y prodigios y que actúa en el corazón de sus
oyentes para que reciban la palabra por la fe (16,14).
El objeto de este testimonio y de esta predicación ya no es el reino (sin.) sino Jesús, el Cristo, el Señor
(4,12; 5,42; 8,5.35) o la palabra de Cristo o la palabra sobre Cristo. El kerygma fundamental, que se desarrolla en
17

los grandes discursos de Pedro y Pablo se centra en el acontecimiento pascual de Jesús y en sus efectos para la
salvación de todos, en especial de los gentiles. En el cumplimiento de la misión confiada por el Señor
Resucitado, la Palabra crece con la fuerza del Espíritu y la Iglesia ha de llegar hasta los confines de la tierra
(final simbólico: Pablo en Roma, capital del mundo, predica y enseña).
El “corpus” paulino
El binomio misterio-evangelio nos sitúa en el corazón del pensamiento paulino sobre la revelación. El
término misterio evoca la literatura apocalíptica (Dn 2) y aparece en los sinópticos (Mc 4,11 par.).
En 1 Cor 2,6-10 el misterio ya es el designio de salvación realizado en Cristo; pero aparece como una
sabiduría de los bienes destinados por Dios a los elegidos y que sólo pueden comprender los hombres animados
por el Espíritu. En la doxología final de Rom 16,25-27 se reconocen las etapas: oculto en otro tiempo, ahora se
ha manifestado y realizado y concierne a la participación de los gentiles por la fe.
En Col-Ef se despliega todo su sentido: el misterio es el plan divino de salvación por el cual Dios establece a
Cristo como centro de la nueva economía y lo constituye, por su muerte y resurrección, en el principio único de
salvación de todos, en la cabeza de todos los seres, ángeles y hombres; es el plan divino total (encarnación,
redención, participación en la gloria) que, en definitiva, se reduce a Cristo, con sus insondables riquezas (Col
1,26-27; Ef 3,3-12). El misterio es Cristo, quien recapitula todo en sí (Ef 1,3-14).
En la equivalencia práctica entre evangelio y misterio, Pablo habla de la misma realidad desde dos ángulos:
por un lado, es un secreto oculto y luego manifestado; por otro, es una buena noticia, un mensaje anunciado,
proclamado. Tienen el mismo objeto doble: soteriológico, la economía salvífica en Jesucristo; escatológico, la
promesa de la gloria para todos. La tensión entre historia y escatología se mantiene.
Como misterio de reunión y reconciliación en Cristo, la Iglesia es el lugar donde se realiza en la historia
(Ef 4,12-13), y Pablo mismo es el ministro de este misterio (Col 1,24-25).
Los escritos joánicos
El lenguaje sobre la revelación es distinto: no reino (sinópticos) ni misterio (paulino). El vocabulario se
acerca a los ambientes helenísticos: vida, palabra, luz, verdad, gloria, manifestación... y el estilo delata un
carácter forense: testimonio, atestiguar, juicio, reconocer, negar, profesar... La respuesta a la revelación: ir hacia,
recibir, permanecer, pero sobre todo escuchar (58x) y creer (98x: es la finalidad de todo Jn: cf. 20,31).
La novedad de san Juan radica en que Cristo, el Hijo (unigénito) del Padre, es el Logos, la Palabra
eterna, personal. La revelación se realiza porque esta palabra se hace carne para manifestarnos al Padre. Cristo es
el Hijo que manifiesta al Padre (3,32; 8,38). A su vez, el Padre da testimonio del Hijo por las obras que le
concede realizar (5,36) y por la atracción que ejerce sobre las personas para que reciban el testimonio de Jesús
(6,44-45). El Prólogo (1,1-18) se presenta como la gesta del Logos, como un resumen de toda la historia de la
revelación. Tres elementos constituyen a Cristo perfecto revelador del Padre: su preexistencia como Logos de
Dios, su entrada en la carne y en la historia y su intimidad permanente con el Padre, tanto antes como después de
la encarnación. Así san Juan confiere a la revelación su mayor grado de significado y de extensión. Tiene su
origen en la Trinidad, pero en la historia aparece como un escándalo: desconcierta todas las concepciones
humanas, incluso las del AT. Lo trágico de la revelación es que los hombres se cierran a la luz (9).

“Podemos describir la revelación neotestamentaria como la acción soberanamente amorosa y libre por la
cual Dios, a través de una economía de encarnación, se da a conocer a sí mismo, en su vida íntima, así
como el designio de amor que concibió eternamente de salvar y de traer a todos los hombres hacia Él en
Jesucristo. Acción que realiza por el testimonio exterior de Cristo y de los apóstoles y por el testimonio
interior del Espíritu, que realiza por dentro la conversión de los hombres a Cristo. Así, por la acción
conjunta del Hijo y del Espíritu, el Padre declara y lleva a cabo su designio de salvación.” (Latourelle,
DTF, 1247).

4.2 Análisis de DV 4
Este número recoge y desarrolla la afirmación final del n. 2, inscribiéndola a su vez en la historia de la
revelación. Es una nueva etapa, pero también la etapa última y definitiva, el cumplimiento de todo el proceso.
La primera frase se inicia con la cita de Heb 1,1-2 (recogida del Vaticano I) nos pone en el mismo clima
espiritual del comienzo (cita 1 Jn) expresa de forma solemne el vínculo con las etapas precedentes. Subraya a la
vez la continuidad y el contraste entre los dos Testamentos: continuidad del hablar de Dios; diferencia de
tiempos, de destinatarios y de modo. Después de lo diverso, parcial y múltiple, la unicidad del Revelador
absoluto. Jesús, que trae toda novedad al entregarse a sí mismo, es la “Palabra resumida” (verbum abbreviatum),
el exegeta del Padre que nos “cuenta” la intimidad de Dios (prólogo de Jn).

“... para la carta a los Hebreos se da todavía un fundamento más amplio de que Jesucristo es la palabra
definitiva de Dios. Ya que del sentido del final definitivo (escatológico) brilla una luz hacia atrás, al
comienzo (protológico). Ya que todo ha sido creado con miras a Cristo y en Cristo (cf. 1 Cor 8,6; Col
1,15-16) y porque Él es la palabra por medio de la cual todo ha sido hecho y que ilumina a todo hombre,
Él sintetiza todo (Ef 1,10). Este “todo” se extiende al dominio de las religiones; se relaciona con toda
realidad y pone a todo bajo la medida de Jesucristo.
Entonces en Él se encuentra fundada la creación entera y llega a su fin, como Hijo es heredero del mundo
y a quien todo pertenece. No sólo Él es el cumplimiento y plenitud de la historia salvífica con el pueblo
elegido de Israel, sino que también es la plenitud de la historia de la religión y la cultura de los pueblos. Él
recibe la herencia de las naciones (cf. Sal 2,6). Por eso le es dado todo poder en el cielo y en la tierra, su
palabra ha de ser llevada a todos los pueblos para hacer de todos los hombres sus discípulos (Mt 28,18-20;
Lc 24,47; Hech 1,8). Jesucristo es tanto la palabra definitiva como universal de Dios.” (W. Kasper,
“Jesucristo, Palabra definitiva de Dios” Communio (arg) 8 (2001) 27-28)
En las frases siguientes el mismo Cristo es el sujeto de las afirmaciones. El revelador es el Verbo hecho
carne, “hombre enviado a los hombres”. El tenor literal de esta cita de la Epístola a Diogneto se discute: “Él
18

(Dios) lo ha enviado como convenía que fuese para los hombres – para salvarlos, por la persuasión y no por la
violencia-”. De todos modos, el Concilio busca aquí referirse a la verdad íntegra del misterio de la encarnación,
contra todo docetismo o mitología. El Verbo es enviado en el seno de una misión trinitaria: viene del Padre, que
le asigna la obra salvífica que ha de realizar, y envía a su vez al Espíritu. Esta concentración cristológica
aproxima la doctrina de la revelación a la de la encarnación.
Presencia, palabras, obras: Jesús revela a Dios primero por su simple presencia (parusía) y por la
manifestación (epifanía) de sí mismo. Se ha preferido aquí el término de presencia al de persona, demasiado
cargado en cristología. Presencia es más concreto y más bíblico, ya que lo primero es el ser de Jesús. El
cristianismo no es en primer lugar una enseñanza o un programa: es Alguien, el mismo Cristo; es el peso
concreto de la existencia y el comportamiento de Jesús; es el acuerdo sin fisuras entre lo que Él dice, lo que hace
y lo que es. Es su manera de vivir y de morir lo que le da su autoridad y nos dice quién es Dios y qué significa
ser Dios. En Él, Dios tiene ahora para nosotros un rostro. Él es por tanto la figura en persona de la Revelación.
“No existe una doctrina, ni un sistema de valores morales, ni una actitud religiosa ni un programa de
vida que pudiera separarse de la persona de Cristo y del cual se pudiera decir: he aquí el cristianismo. El
cristianismo es Él mismo... Un contenido doctrinal es cristiano en la medida en que sale de sus labios. La
existencia es cristiana en la medida en que su ritmo está determinado por Él. Nada es cristiano si no lo contiene.
La persona de Jesucristo es la categoría que determina el ser, el obrar y la enseñanza del cristianismo.” (R:
Guardini, La esencia del cristianismo).

Esta presencia recoge en el texto lo que se enumera en las parejas siguientes. La primera es la de DV 2:
palabras y obras, pero en orden inverso. Las palabras de Jesús son esenciales para su revelación: las parábolas y
discursos sobre el Reino de Dios y la salvación. Sus obras son sus grandes iniciativas para con los pecadores, sus
curaciones y sus signos. Se dan en Jesús en una interioridad mutua.
Los signos y milagros son una explicación de las obras. La distinción apela a una comprensión amplia
del signo (no sólo milagros) y de milagro (no sólo apologético, sino revelador).
Sobre todo su muerte y su resurrección: a la manera de vivir de Jesús corresponde su manera de morir.
Finalmente, la resurrección es el signo por excelencia y, al mismo tiempo, el sello divino de todo su itinerario. Es
revelación del poder de Dios en Jesús para nuestra salvación. La muerte y la resurrección de Jesús están en el
corazón de la economía de la revelación, así como de la salvación; son el signo y el anuncio, al mismo tiempo
que el primer don de Dios que quiere “estar con nosotros”. Abren al envío del Espíritu y son para nosotros. La
salvación se indica de forma negativa y positiva: liberación del pecado y de la muerte, resurrección para la vida
eterna. Considerado desde el aspecto noético, el Concilio nos muestra una vez más que los dos aspectos,
revelación y salvación son indisociables, y que recibir la revelación es ser recibidos por Dios en Cristo.

La última frase de DV 4 expone la consecuencia de todo lo anterior. El Nuevo Testamento es el último


(novissimum); es la Alianza definitiva. No puede haber una tercera revelación pública hasta el retorno ( parusía)
de Cristo. El Concilio quiso quedarse en esta afirmación fundamental sobre el acontecimiento de Cristo y no
emplear la fórmula clásica: “la revelación se cerró con la muerte de los apóstoles”, que se presta a diversas
interpretaciones y pertenece ya a la transmisión de la revelación. Como lo dice san Juan de la Cruz:

“Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en parte en los
profetas, ya lo ha hablado en él todo, dándonos al Todo que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese
preguntar a Dios, a querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a
Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa alguna o novedad. Porque le podría
responder Dios de esta manera, diciendo: Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi palabra, que es
mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo ya ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos
en él, porque en él te lo tengo dado todo y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas.”
(Subida II,22,4-5)
4.3. Revelación y “revelaciones”
Parece oportuno considerar por un momento la existencia y valoración teológica de las “revelaciones
privadas”, término común en la teología y sugerido por el mismo texto de DV 4 al hablar de revelación pública.
Para esto nos remitimos a un documento muy reciente de la Congregación para la Doctrina de la Fe titulado El
mensaje de Fátima. Transcribimos a continuación algunos fragmentos del Capítulo VI “Comentario teológico”:

Revelación pública y revelaciones privadas — su lugar teológico

Antes de iniciar un intento de interpretación, cuyas líneas esenciales se pueden encontrar en la comunicación
que el Cardenal Sodano pronunció el 13 de mayo de este año al final de la celebración eucarística presidida por
el Santo Padre en Fátima, es necesario hacer algunas aclaraciones de fondo sobre el modo en que, según la
doctrina de la Iglesia, deben ser comprendidos dentro de la vida de fe fenómenos como el de Fátima. La doctrina
de la Iglesia distingue entre la « revelación pública » y las « revelaciones privadas ». Entre estas dos realidades
hay una diferencia, no sólo de grado, sino de esencia. El término « revelación pública » designa la acción
reveladora de Dios destinada a toda la humanidad, que ha encontrado su expresión literaria en las dos partes de
la Biblia: el Antiguo y el Nuevo Testamento. Se llama « revelación » porque en ella Dios se ha dado a conocer
progresivamente a los hombres, hasta el punto de hacerse él mismo hombre, para atraer a sí y para reunir en sí a
todo el mundo por medio del Hijo encarnado, Jesucristo. No se trata, pues, de comunicaciones intelectuales, sino
de un proceso vital, en el cual Dios se acerca al hombre; naturalmente en este proceso se manifiestan también
contenidos que tienen que ver con la inteligencia y con la comprensión del misterio de Dios. El proceso atañe al
hombre total y, por tanto, también a la razón, aunque no sólo a ella. Puesto que Dios es uno solo, también es
única la historia que él comparte con la humanidad; vale para todos los tiempos y encuentra su cumplimiento
con la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo. En Cristo Dios ha dicho todo, es decir, se ha manifestado a
19

sí mismo y, por lo tanto, la revelación ha concluido con la realización del misterio de Cristo que ha encontrado
su expresión en el Nuevo Testamento. El Catecismo de la Iglesia Católica, para explicar este carácter definitivo y
completo de la revelación, cita un texto de San Juan de la Cruz: « Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que
es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra...; porque lo que
hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en Él, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual,
el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino que
haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer cosa otra alguna o novedad » (n. 65,
Subida al Monte Carmelo, 2, 22).
El hecho de que la única revelación de Dios dirigida a todos los pueblos se haya concluido con Cristo y en el
testimonio sobre Él recogido en los libros del Nuevo Testamento, vincula a la Iglesia con el acontecimiento
único de la historia sagrada y de la palabra de la Biblia, que garantiza e interpreta este acontecimiento, pero no
significa que la Iglesia ahora sólo pueda mirar al pasado y esté así condenada a una estéril repetición. El
Catecismo de la Iglesia Católica dice a este respecto: « Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está
completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el
transcurso de los siglos » (n. 66). Estos dos aspectos, el vínculo con el carácter único del acontecimiento y el
progreso en su comprensión, están muy bien ilustrados en los discursos de despedida del Señor, cuando antes de
partir les dice a los discípulos: « Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga
Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta... Él me dará
gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros » (Jn 16, 12-14). Por una parte el Espíritu, que hace
de guía y abre así las puertas a un conocimiento, del cual antes faltaba el presupuesto que permitiera acogerlo; es
ésta la amplitud y la profundidad nunca alcanzada de la fe cristiana. Por otra parte, este guiar es un « tomar » del
tesoro de Jesucristo mismo, cuya profundidad inagotable se manifiesta en esta conducción por parte del Espíritu.
A este respecto el Catecismo cita una palabra densa del Papa Gregorio Magno: « la comprensión de las palabras
divinas crece con su reiterada lectura » (Catecismo de la Iglesia Católica, 94; Gregorio, In Ez 1, 7, 8). El
Concilio Vaticano II señala tres maneras esenciales en que se realiza la guía del Espíritu Santo en la Iglesia y, en
consecuencia, el « crecimiento de la Palabra »: éste se lleva a cabo a través de la meditación y del estudio por
parte de los fieles, por medio del conocimiento profundo, que deriva de la experiencia espiritual y por medio de
la predicación de « los obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad » (Dei Verbum, 8).
En este contexto es posible entender correctamente el concepto de « revelación privada », que se refiere a
todas las visiones y revelaciones que tienen lugar una vez terminado el Nuevo Testamento; es ésta la categoría
dentro de la cual debemos colocar el mensaje de Fátima. Escuchemos aún a este respecto antes de nada el
Catecismo de la Iglesia Católica: « A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas “privadas”, algunas
de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia... Su función no es la de... “completar” la
Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia »
(n. 67). Se deben aclarar dos cosas:

1. La autoridad de las revelaciones privadas es esencialmente diversa de la única revelación pública: ésta
exige nuestra fe; en efecto, en ella, a través de palabras humanas y de la mediación de la comunidad viviente de
la Iglesia, Dios mismo nos habla. La fe en Dios y en su Palabra se distingue de cualquier otra fe, confianza u
opinión humana. La certeza de que Dios habla me da la seguridad de que encuentro la verdad misma y, de ese
modo, una certeza que no puede darse en ninguna otra forma humana de conocimiento. Es la certeza sobre la
cual edifico mi vida y a la cual me confío al morir.

2. La revelación privada es una ayuda para la fe, y se manifiesta como creíble precisamente porque remite a
la única revelación pública. El Cardenal Próspero Lambertini, futuro Papa Benedicto XIV, dice al respecto en su
clásico tratado, que después llegó a ser normativo para las beatificaciones y canonizaciones: « No se debe un
asentimiento de fe católica a revelaciones aprobadas en tal modo; no es ni tan siquiera posible. Estas
revelaciones exigen más bien un asentimiento de fe humana, según las reglas de la prudencia, que nos las
presenta como probables y piadosamente creíbles ». El teólogo flamenco E. Dhanis, eminente conocedor de esta
materia, afirma sintéticamente que la aprobación eclesiástica de una revelación privada contiene tres elementos:
el mensaje en cuestión no contiene nada que vaya contra la fe y las buenas costumbres; es lícito hacerlo publico,
y los fieles están autorizados a darle en forma prudente su adhesión (E. Dhanis, Sguardo su Fatima e bilancio di
una discussione, en: La Civiltà Cattolica 104, 1953, II. 392-406, en particular 397). Un mensaje así puede ser
una ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el momento presente; por eso no se debe
descartar. Es una ayuda que se ofrece, pero no es obligatorio hacer uso de la misma.
El criterio de verdad y de valor de una revelación privada es, pues, su orientación a Cristo mismo. Cuando
ella nos aleja de Él, cuando se hace autónoma o, más aún, cuando se hace pasar como otro y mejor designio de
salvación, más importante que el Evangelio, entonces no viene ciertamente del Espíritu Santo, que nos guía
hacia el interior del Evangelio y no fuera del mismo. Esto no excluye que dicha revelación privada acentúe
nuevos aspectos, suscite nuevas formas de piedad o profundice y extienda las antiguas. Pero, en cualquier caso,
en todo esto debe tratarse de un apoyo para la fe, la esperanza y la caridad, que son el camino permanente de
salvación para todos. Podemos añadir que a menudo las revelaciones privadas provienen sobre todo de la piedad
popular y se apoyan en ella, le dan nuevos impulsos y abren para ella nuevas formas. Eso no excluye que tengan
efectos incluso sobre la liturgia, como por ejemplo muestran las fiestas del Corpus Domini y del Sagrado
Corazón de Jesús. Desde un cierto punto de vista, en la relación entre liturgia y piedad popular se refleja la
relación entre Revelación y revelaciones privadas: la liturgia es el criterio, la forma vital de la Iglesia en su
conjunto, alimentada directamente por el Evangelio. La religiosidad popular significa que la fe está arraigada en
el corazón de todos los pueblos, de modo que se introduce en la esfera de lo cotidiano. La religiosidad popular es
la primera y fundamental forma de « inculturación » de la fe, que debe dejarse orientar y guiar continuamente
por las indicaciones de la liturgia, pero que a su vez fecunda la fe a partir del corazón.
20

Hemos pasado así de las precisiones más bien negativas, que eran necesarias antes de nada, a la
determinación positiva de las revelaciones privadas: ¿cómo se pueden clasificar de modo correcto a partir de la
Sagrada Escritura? ¿Cuál es su categoría teológica? La carta más antigua de San Pablo que nos ha sido
conservada, tal vez el escrito más antiguo del Nuevo Testamento, la Primera Carta a los Tesalonicenses, me
parece que ofrece una indicación. El Apóstol dice en ella: « No apaguéis el Espíritu, no despreciéis las profecías;
examinad cada cosa y quedaos con lo que es bueno » (5, 19-21). En todas las épocas se le ha dado a la Iglesia el
carisma de la profecía, que debe ser examinado, pero que tampoco puede ser despreciado. A este respecto, es
necesario tener presente que la profecía en el sentido de la Biblia no quiere decir predecir el futuro, sino explicar
la voluntad de Dios para el presente, lo cual muestra el recto camino hacia el futuro. El que predice el futuro se
encuentra con la curiosidad de la razón, que desea apartar el velo del porvenir; el profeta ayuda a la ceguera de la
voluntad y del pensamiento y aclara la voluntad de Dios como exigencia e indicación para el presente. La
importancia de la predicción del futuro en este caso es secundaria. Lo esencial es la actualización de la única
revelación, que me afecta profundamente: la palabra profética es advertencia o también consuelo o las dos cosas
a la vez. En este sentido, se puede relacionar el carisma de la profecía con la categoría de los « signos de los
tiempos », que ha sido subrayada por el Vaticano II: « ...sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo
no exploráis, pues, este tiempo? » (Lc 12, 56). En esta parábola de Jesús por « signos de los tiempos » debe
entenderse su propio camino, el mismo Jesús. Interpretar los signos de los tiempos a la luz de la fe significa
reconocer la presencia de Cristo en todos los tiempos. En las revelaciones privadas reconocidas por la Iglesia —
y por tanto también en Fátima— se trata de esto: ayudarnos a comprender los signos de los tiempos y a encontrar
la justa respuesta desde la fe ante ellos.
La estructura antropológica de las revelaciones privadas

Una vez que con las precedentes reflexiones hemos tratado de determinar el lugar teológico de las
revelaciones privadas, antes de ocuparnos de una interpretación del mensaje de Fátima, debemos aún intentar
aclarar brevemente un poco su carácter antropológico (psicológico). La antropología teológica distingue en este
ámbito tres formas de percepción o « visión »: la visión con los sentidos, es decir la percepción externa corpórea,
la percepción interior y la visión espiritual (visio sensibilis – imaginativa – intellectualis). Está claro que en las
visiones de Lourdes, Fátima, etc. no se trata de la normal percepción externa de los sentidos: las imágenes y las
figuras, que se ven, no se hallan exteriormente en el espacio, como se encuentran un árbol o una casa. Esto es
absolutamente evidente, por ejemplo, por lo que se refiere a la visión del infierno (descrita en la primera parte
del « secreto » de Fátima) o también la visión descrita en la tercera parte del « secreto », pero puede demostrarse
con mucha facilidad también en las otras visiones, sobre todo porque no todos los presentes las veían, sino de
hecho sólo los « videntes ». Del mismo modo es obvio que no se trata de una « visión » intelectual, sin
imágenes, como se da en otros grados de la mística. Aquí se trata de la categoría intermedia, la percepción
interior, que ciertamente tiene en el vidente la fuerza de una presencia que, para él, equivale a la manifestación
externa sensible.
Ver interiormente no significa que se trate de fantasía, como si fuera sólo una expresión de la
imaginación subjetiva. Más bien significa que el alma viene acariciada por algo real, aunque suprasensible, y es
capaz de ver lo no sensible, lo no visible por los sentidos, una especie de visión con los « sentidos internos ». Se
trata de verdaderos « objetos », que tocan el alma, aunque no pertenezcan a nuestro habitual mundo sensible.
Para esto se exige una vigilancia interior del corazón que generalmente no se tiene a causa de la fuerte presión de
las realidades externas y de las imágenes y pensamientos que llenan el alma. La persona es transportada más allá
de la pura exterioridad y otras dimensiones más profundas de la realidad la tocan, se le hacen visibles. Tal vez
por eso se puede comprender por qué los niños son los destinatarios preferidos de tales apariciones: el alma está
aún poco alterada y su capacidad interior de percepción está aún poco deteriorada. « De la boca de los niños y de
los lactantes has recibido la alabanza », responde Jesús con una frase del Salmo 8 (v.3) a la crítica de los Sumos
Sacerdotes y de los ancianos, que encuentran inoportuno el grito de « hosanna » de los niños (Mt 21, 16).
La « visión interior » no es una fantasía, sino una propia y verdadera manera de verificar, como hemos
dicho. Pero conlleva también limitaciones. Ya en la visión exterior está siempre involucrado el factor subjetivo;
no vemos el objeto puro, sino que llega a nosotros a través del filtro de nuestros sentidos, que deben llevar a
cabo un proceso de traducción. Esto es aún más evidente en la visión interior, sobre todo cuando se trata de
realidades que sobrepasan en sí mismas nuestro horizonte. El sujeto, el vidente, está involucrado de un modo aún
más íntimo. Él ve con sus concretas posibilidades, con las modalidades de representación y de conocimiento que
le son accesibles. En la visión interior se trata, de manera más amplia que en la exterior, de un proceso de
traducción, de modo que el sujeto es esencialmente copartícipe en la formación como imagen de lo que aparece.
La imagen puede llegar solamente según sus medidas y sus posibilidades. Tales visiones nunca son simples «
fotografías » del más allá, sino que llevan en sí también las posibilidades y los límites del sujeto perceptor.
Esto se puede comprender en todas las grandes visiones de los santos; naturalmente, vale también para
las visiones de los niños de Fátima. Las imágenes que ellos describen no son en absoluto simples expresiones de
su fantasía, sino fruto de una real percepción de origen superior e interior, pero no son imaginaciones como si
por un momento se quitara el velo del más allá y el cielo apareciese en su esencia pura, tal como nosotros
esperamos verlo un día en la definitiva unión con Dios. Más bien las imágenes son, por decirlo así, una síntesis
del impulso proveniente de lo Alto y de las posibilidades de que dispone para ello el sujeto que percibe, esto es,
los niños. Por este motivo, el lenguaje imaginativo de estas visiones es un lenguaje simbólico. El Cardenal
Sodano dice al respecto: « ... no se describen en sentido fotográfico los detalles de los acontecimientos futuros,
sino que sintetizan y condensan sobre un mismo fondo, hechos que se extienden en el tiempo según una sucesión
y con una duración no precisadas ». Esta concentración de tiempos y espacios en una única imagen es típica de
tales visiones que, por lo demás, pueden ser descifradas sólo a posteriori. A este respecto, no todo elemento
visivo debe tener un concreto sentido histórico. Lo que cuenta es la visión como conjunto, y a partir del conjunto
de imágenes deben ser comprendidos los aspectos particulares. Lo que es central en una imagen se desvela en
21

último término a partir del centro de la « profecía » cristiana en absoluto: el centro está allí donde la visión se
convierte en llamada y guía hacia la voluntad de Dios.

III. El hombre confía y asiente: la fe

La fe como respuesta a la revelación


Análisis de DV 5
La articulación entre la revelación y la fe recoge lo esencial de lo que decía sobre esto el Vaticano I, pero
selectivamente y en un clima muy diferente. Es verdad que la revelación exige “la obediencia de la fe”,
expresada aquí en términos paulinos. Pero la perspectiva sigue siendo la del encuentro interpersonal y el diálogo
en un acto integral del hombre, por el que él pone en la balanza su entendimiento, su voluntad y su “corazón”. El
texto se inspira en la encíclica Ecclesiam suam de Pablo VI (ya citada al comentar DV 2).
Esta perspectiva no suprime la obediencia debida a Dios en el acto de fe. El concilio lo afirma con
claridad, aunque renunciando a la expresión del Vaticano I "debido a la autoridad de Dios que revela". Pero lo
integra en una perspectiva equilibrada. Como en el caso de la revelación, no menciona a la Iglesia ni a su
magisterio a propósito de la fe, ya que la reflexión se sitúa en el nivel de la relación inmediata del que cree en
Dios en Jesucristo. La descripción de la debe valer tanto para los apóstoles como para nosotros. Pues bien, Pedro
"no creyó por el testimonio de Pedro". La perspectiva es al mismo tiempo "bíblica y personalista" (cardenal
Döpfner)
El gran debate del concilio sobre la fe había enfrentado a las dos concepciones clásicas. Una de ellas se
fija ante todo en la fe viva, en ese acto existencial por el que el hombre pone su confianza en Dios,
abandonándose a él, adhiriéndose a él. La fe es un acto personal que se dirige a Cristo como a Dios. Es la fe
"por la que se cree" (fides qua). Es el aspecto en que insistía Lutero y toda la tradición protestante. La otra
concepción ve en la fe un asentimiento intelectual a un conjunto de verdades reveladas. Insiste en la dimensión
voluntaria y obediente de la fe y en el contenido de la misma. Es la fe "que es creída" ( fides quae), en la que
tradicionalmente ha insistido la teología católica, el aspecto recogido exclusivamente en el Vaticano I. El
concilio Vaticano II quiso mencionar los dos aspectos juntamente, empezando por el abandono total del hombre
a Dios. Porque cada una de estas concepciones es parcial y puede equivocarse: la fe-confianza no puede existir
sin contenido; la fe-asentimiento a una doctrina no puede convertirse en una fe despersonalizada.
Algunos teólogos quisieron oponer en este punto el Antiguo al Nuevo Testamento: el primero tendría una
concepción de la fe-confianza; el segundo el de la de fe-asentimiento. H.Urs von Balthasar ha intentado mostrar,
sin embargo, que esta oposición carece de fundamento, ya que los dos aspectos están presentes en cada uno de
los dos Testamentos y se puede hablar de una fe de Cristo en Dios su Padre. H. de Lubac, por su parte, encuentra
que el acento ha cambiado del Antiguo Testamento al Nuevo, sencillamente porque Cristo es el objeto mismo de
la revelación: el aspecto de asentimiento intelectual es mayor debido precisamente al "cristocentrismo". Pero
subraya que se trata allí de un conocimiento concreto, en el sentido bíblico de la palabra. Por consiguiente, no se
pueden oponer los dos aspectos, como demuestra E. Schillebeeckx:
En la sagrada Escritura, la "fides fiducialis" está siempre acompañada de una profesión de fe. En otras
palabras: el acto personal, existencial, de fe, como opción fundamental, no puede estar separado jamás de
la "fe dogmática", en la que la toma de postura personal está enteramente dominada por la realidad
salvífica que se presenta. Pero también resulta verdad lo contrario: la profesión de fe dogmática no puede
estar aislada del acto de fe existencial, como lo demuestran Mt 8,5-13 [...] y Heb 11,4-38 [...]. El "objeto"
del símbolo no se refiere solamente a las cosas y a los sucesos, aunque se trate del suceso de la salvación,
sino que se refiere a alguien: a Dios vivo, como Dios para nosotros y con nosotros, tal como se manifiesta
claramente en el hombre-Jesús. (Revelación y teología, 209)

La reconciliación de los dos puntos de vista se deriva del hecho de que el acto de fe se dirige a la
persona de Cristo que habla, es decir, también "inmediatamente a Dios" que revela; y de manera secundaria, se
adhiere uno entonces a las verdades que afirma. Ésta es la ampliación significativa que aporta el Vaticano II a la
concepción "intelectualista" del Vaticano I. Por otra parte, queda aquí excluida toda expresión apologética. Está
aquí ausente la insistencia del Vaticano I en los argumentos sacados de los milagros y de las profecías. Se define
simplemente el acto de fe de manera doctrinal.
En la segunda frase, nuestro texto (DV 5) vuelve a continuación al movimiento del corazón, ayudado por
el Espíritu, y al aspecto personal y dialogal de la fe. La acción del Espíritu Santo se indica bajo la forma de una
ayuda interior que "abre los ojos del espíritu", es decir la inteligencia. Esta fórmula está inspirada en el II
concilio de Orange (529, can.7) y había sido recogida por el Vaticano I. El texto menciona previamente la gracia
que "se adelanta y nos ayuda" (preveniente y ayudante), indicación sacada del Vaticano I, que forma una especie
de doblete con la siguiente, pero que permite aludir también a la forma exterior de la gracia (predicaciones,
testimonios, y hasta milagros o signos). Se trata de un dato tradicional: es la unción del Espíritu la que permite
convertirse al corazón (metanoia evangélica). Los dones del Espíritu Santo que se mencionan para la
profundización de la fe se remontan al texto de Is 11,2: "Sobre él reposará el espíritu del Señor: espíritu de
inteligencia y sabiduría, espíritu de consejo y valor, espíritu de conocimiento y temor del Señor"

DV 6: ¿Un retorno al Vaticano I?


El último párrafo es una especie de apéndice, que desentona un poco del conjunto del desarrollo anterior.
Recoge, casi textualmente, tres afirmaciones del capítulo I de la Dei Filius, que no pertenecían a la nueva lógica
de esta exposición sobre la revelación. Sin embargo, la articulación se ha hecho con prudencia. El concilio
22

permanece fiel a su opción de evitar el vocabulario escolástico de la naturaleza y lo sobrenatural. Por otra parte,
las dos afirmaciones más importantes se expresan en sentido inverso: se habla primero del alcance único de la
revelación gratuita de Dios en la historia. Pero el término de "revelarse" se desdobla en esta ocasión y se glosa
como "manifestar" y "comunicarse", volviendo así con el segundo término a la idea directriz del capítulo. A
continuación se remonta el concilio a la afirmación de la posibilidad del conocimiento natural de Dios mediante
las fuerzas de la razón. Finalmente, se insiste en el papel subsidiario de la revelación propiamente histórica para
que el hombre pueda conocer con certeza lo que no es de suyo inaccesible a la razón. Pero no se conserva a este
propósito la fórmula "moralmente necesaria".
Este número tiene una finalidad "tranquilizante", recogiendo casi al pie de la letra la doctrina del
Vaticano I. Pero la diferencia misma del orden de las afirmaciones y la selección de las fórmulas empleadas
acusan cierto distanciamiento. Es una ilustración de la continuidad sustancial entre los concilios y de la
corrección aportada a un punto de vista todavía demasiado estrecho.

EXCURSUS: Nota sobre en la Sagrada Escritura


El Diccionario de la Real Academia Española propone 9 acepciones diferentes de la palabra “misterio”,
además de varias expresiones que la incluyen. Desde “cualquier cosa arcana o muy recóndita, que no se puede
comprender o explicar” (n. 3) o “negocio secreto y muy reservado” (n. 4) hasta una acepción técnica: “en la
religión cristiana, cosa inaccesible a la razón y que debe ser objeto de fe” (n. 2). Es un testimonio de la riqueza
semántica que ha ido adquiriendo.
En lenguaje cristiano tiene un uso técnico en dos ámbitos diversos: a nivel intelectual, indica la
inaccesibilidad de los contenidos fundamentales de la revelación divina por parte de la lógica humana natural; a
nivel cultual, cualifica la celebración litúrgica y sacramental en la densidad de su carga salvífica sobrenatural. En
la Escritura el segundo significado está ausente y el primero se presenta en medida muy reducida. Antes de
recoger su testimonio, conviene detenerse en el trasfondo cultural del griego profano.
De la raíz  (“cerrar”) se explicaba desde la antigüedad en el sentido esotérico de cosas oídas que no
se pueden contar a los demás. Desde el s. V a.C. hasta el IV d.C. hay obras enteras tituladas De Mysteriis. El
ámbito más constante y antiguo es el ritual de la celebración de cultos especiales a divinidades benéficas
protagonistas de un mito ahistórico (Eleusis, Dionisio, Osiris, Adón, Mitra), que supone una particular iniciación
y obligación de guardar silencio y la seguridad de participar del sufrimiento del dios cultual y una supervivencia
bienaventurada después de la muerte.
La terminología mistérica entra más tarde en la filosofía (Platón, luego pasa a Filón y a los Padres
Alejandrinos), en la magia (acción y fórmulas) y en el lenguaje profano (simple secreto personal). En el
complejo mundo de la literatura gnóstica, el misterio es fundamentalmente de carácter cósmico-soteriológico: ha
de ser conocido por el espíritu humano para poder unirse a lo divino.
El AT y en el judaísmo apocalíptico: En los escritos canónicos de Israel el término aparece en los textos
más tardíos, de época helenística. En Sap alude a los cultos mistéricos, ya en clave polémica (12,5; 14,15.23), ya
en clave positiva en relación con la sabiduría (2,22; 6,22). En otros libros tiene sentido profano.
Dn 2,18.19.27.28.29.30.47 usa el arameo raz (de origen persa) con un sentido preciso: “Dios que revela
los misterios”, donde el acento recae no tanto en la idea de una realidad secreta necesitada de interpretación
cuanto en la dimensión de futuro; el futuro último (ésjaton), que escapa al dominio humano. A partir de aquí, el
“misterio” entra en la literatura apocalíptica para expresar un tema esencial: la reflexión sobre la historia y su
desarrollo, conocido y proyectado de antemano por Dios y dado a conocer al vidente apocalíptico que se
encuentra en la inminencia del “final de los tiempos” (apocalipsis judíos y escritos de Qumrán).
En el Nuevo Testamento el término aparece 28x, en general en singular. Sólo en algunos casos del
corpus paulinum puede percibirse un trasfondo de la terminología helenística, como polémica (Col 2,18) o en
forma positiva (Flp 4,12; 1 Cor 2,6-7); pero no se asumen las connotaciones cultuales, sino la perspectiva
apocalíptica y siempre al servicio de la predicación del evangelio. Es de notar que las reflexiones paulinas sobre
el bautismo (Rom 6) y la eucaristía (1 Cor 10-11) no usan el término.
El uso neotestamentario no es unívoco. En tres casos en 1 Cor Pablo lo usa en plural: en 4,1 remite a los
múltiples aspectos de la misteriosa sabiduría divina ya mencionada en el cap. 2; en 13,2 tiene el sentido profano
de realidades escondidas en conjunto; en 14,2 se trata de algo incomprensible. En tres ocasiones aparece con
genitivo: 2 Tes 2,7 (el misterio de la iniquidad=la iniquidad misma es un misterio); 1 Tim 3,9 (los misterios de la
fe) y 1 Tim 3,16 (el misterio de nuestra religión), donde debe entenderse en relación con el contenido objetivo de
la fe, casi como un símbolo. Finalmente, en Ap hay tres textos: 1,20; 17,5.7-8 donde se trata simplemente de
enigma, significado oculto, velado por símbolos.
En los escritos joánicos nunca aparece, y en los evangelios sinópticos sólo en Mc 4,11p (“A ustedes se
les ha dado el misterio del reino de Dios”). Este logion probablemente de origen pospascual indica que a quien
dispone del fértil terreno de la fe (que separa “los de afuera” de “ustedes”), Dios le concede comprender y vivir
su señorío salvífico como misterio revelado por Jesús [en línea con Mt 11,25-26]. En su contexto busca explicar
la incredulidad de los judíos (cita Is 6,9-10) y el fracaso de la misión.
El “misterio” aparece como tema propio y verdadero en Col-Ef (a las se une Rom 16,25):
1. Etapas del misterio:
a) ocultamiento o silencio (Col 1,26; Ef 3,9): no sólo el origen divino y trascendente, sino un larguísimo
periódo histórico. La reflexión no es de carácter metafísico, sino histórico-salvífico y apocalíptico. El
misterio participa de la naturaleza de Dios, pero no se identifica con ella.
b) revelación con los verbos develar (apokalyptein), manifestar (phaneroun) y dar a conocer (gnorizein). En
clara contraposición con la etapa anterior, subraya mucho más el presente que el pasado: es el ahora, el hoy
de estos tiempos, del “acceso” global a Dios (Ef 2,18; 3,5.10). Los destinatarios de esta revelación son
nosotros (Ef 1,9), los creyentes (Col 1,26), sus santos apóstoles y profetas (Ef 3,5), a mí (Ef 3,3), para
comprometer a toda la humanidad como destinataria última.
23

c) difusión, propagación misionera, con los verbos hablar, anunciar, evangelizar, iluminar, enseñar. El misterio
mismo se llama ahora “palabra de Dios” (Col 1,25), “evangelio” (Ef 6,19) y pide lucha y valentía en el
anunciador. El cristianismo no es esotérico ni arcano; su anuncio es público y universal.
d) consumación escatológica. Aún revelado, el misterio no deja de ser misterio. Hay en el plan de Dios una
dimensión de inagotabilidad (que los textos expresan con el lenguaje de la sobreabundancia: riqueza,
plenitud, todos los tesoros, supereminente, incalculable, Ef 3,18-19: cuatro dimensiones. Y aunque el paso
decisivo se haya dado con la revelación, el misterio está destinado a una consumación escatológica. Ya en 1
Cor 15,51 y Rom 11,25 en Pablo; aquí en Col 1,27; 3,4. La esperanza de la gloria no se reduce a la
experiencia histórica.
2. Dimensiones del misterio:
a) teológica: aunque revelado, es “de Dios” en cuanto a su origen y a su consumación. Pertenece a la esfera de
lo divino y toda aproximación a él es también una aproximación a Dios mismo. Es el “misterio de su
voluntad” (Ef 1,9), lo que Él “destinó para nuestra gloria antes de crear el mundo” (1 Cor 2,7).
b) cristológica: Jesucristo pertenece al centro del misterio: 1) en cuanto la cruz, escándalo y locura, encarna el
poder y la sabiduría de Dios (cf. 1 Cor 1-2); 2) en cuanto en Él se recapitulan y reconcilian todas las cosas
(cf. Ef 1); 3) Cristo en persona (Col 2,2-3; 4,3; Ef 3,4)
c) eclesiológica: Ef 2,11-3,13. La Iglesia es el lugar donde la reconciliación obrada en el “hombre nuevo” se
realiza en la historia: judíos y gentiles unidos en Cristo y en la Iglesia. Cf. también Ef 5,25.
d) antropológica: El “hombre nuevo”; Cristo proclamado para el hombre y entre los hombres, también en el
hombre, para que pueda establecer relaciones nuevas (Col 3,11; Ef 4,23). Así, podrá además crecer en el
conocimiento del misterio, hasta su plena madurez en Cristo (Ef 3,18; 4,13).
IV. La Iglesia y el Espíritu atestiguan: la Transmisión de la Revelación

1. La Tradición como “transmisión”


Para comprender la perspectiva con que el Vaticano II expone la doctrina sobre la “transmisión de la
revelación” (tal como lo anunció en el prólogo, DV 1) resulta útil revisar la historia de un problema que a partir
de la Reforma ha contribuido a la separación de las iglesias cristianas: la valoración de la Sagrada Escritura y de
las “tradiciones” y su mutua relación.

La tradición es otro nombre de ese proceso al que los sociólogos llaman socialización. Es ese proceso de
enseñanza y aprendizaje que nos permite asimilar los significados y valores que configuran una sociedad y que,
por consecuencia, nos permite formar parte de esa sociedad. Para apreciar la importancia de la socialización,
basta recordar que el organismo humano carece de los medios biológicos necesarios para un comportamiento
ordenado y estable y que este orden y estabilidad los recibe del orden social al que se incorpora con la
socialización (primaria y secundaria).
Si la tradición es importante para vivir en sociedad, no menos importante es la tradición cristiana para
formar parte de la comunidad cristiana. Para ser fieles a Cristo y para transmitir fielmente a otros las
convicciones y actitudes propias del discípulo de Cristo, es de vital importancia saber cuáles son los cauces que
nos permiten acceder hasta Jesús: sólo la tradición escrita o también la no escrita.

La pregunta por la norma de lo cristiano surge tan pronto como desaparecen los testigos oculares de la
resurrección de Jesús, pero se hace acuciante cuando, a mediados del s. II aparecen concepciones del
cristianismo tan distintas entre sí que no pueden coexistir en el seno de la misma comunidad.
Parece razonable comenzar con san Ireneo de Lyon (olvidado durante siglos, pero el más citado en el
Vaticano II después de S. Agustín) por ser quien da por primera vez al término parádosis el sentido técnico que
tendrá después. Contra los gnósticos escribe su monumental Desenmascaramiento y refutación de la falsa gnosis
(Adversus haereses). Lo que lo separa de los gnósticos no es el recurso a la tradición, sino el distinto concepto de
tradición que manejan. La de los gnósticos arranca de los cabezas de fila de cada escuela; Ireneo apela a “la
tradición que proviene de los Apóstoles y que se conserva en las iglesias por las sucesiones de los presbíteros”
(3,2,2). Sus características son seis:
- Apostólica: procede de los Apóstoles
- Pública: se transmite y conserva en la predicación pública de las iglesias
- Ministerial: garantizada por la sucesión de los obispos
- Espiritual: en su génesis (Apóstoles) y transmisión (obispos) interviene el Espíritu Santo
- Portadora de la verdad: opuesta a la falsedad de la gnosis herética. Fides, traditio, veritas y regula denotan la
misma realidad desde distintos puntos de vista.
- Oral: a diferencia de la Escritura.
“Si los Apóstoles no nos hubieran dejado ninguna Escritura, ¿acaso no habría que seguir “el orden de la
tradición” que transmitieron a quienes confiaban las Iglesias? Precisamente a este orden han dado su
asentimiento muchos pueblos bárbaros que no creen en Cristo; poseen la salvación escrita “sin tinta ni
papel”, por el Espíritu Santo en los corazones (2 Cor 3,3) y conservan cuidadosamente la Tradición
antigua, creyendo...”
El contenido de esta Tradición es difícil de precisar; se identificaría con la predicación apostólica en
fórmulas parecidas a las del Credo. Su función respecto de la Escritura es hermenéutica pero negativa: permite
rechazar interpretaciones de los textos bíblicos que desfiguren lo transmitido.

Tertuliano, católico hasta el 204 y luego montanista, tiene una producción enorme. Su De
praescriptione haereticorum (c. 198) es un intento de contrarrestar la seducción que ejercen las herejías sobre los
fieles. Pero aquí no refuta las doctrinas heréticas recurriendo directamente a la Escritura, sino a otros criterios
que le parecen más convincentes, pues los herejes alteran el texto o fuerzan su sentido para acomodarlo. Propone
una cuestión previa: ¿quién tiene derecho a utilizar la Escritura, quién es su legítimo propietario? (15,4); es decir,
24

¿quiénes tienen la doctrina que corresponde a la Escritura? (19,2). Sigue la pregunta decisiva: ¿de quién y a
través de quiénes y cuándo y a quiénes ha sido transmitida la disciplina por la cual se hacen cristianos? (Cristo,
Apóstoles, iglesias fundadas por ellos). Allí donde se encuentre la verdadera doctrina cristiana se encontrará
también el texto auténtico de la Biblia y su correcta interpretación. Para completar la demostración, se remite al
criterio de la comunión: estar en comunión con las iglesias apostólicas es una prueba de que la verdad está de
nuestra parte.
Así, pues, “nosotros podemos demostrar sin la Escritura que ellos no tienen nada que ver con la Escritura”
(37,1).

Nos referiremos a la doctrina de Vicente de Lerins con ocasión de la comprensión del desarrollo del
dogma.

Martín Lutero afirma el principio de la sola Scriptura como única norma del cristiano. Esto implica no
sólo la suficiencia material de la Escritura, sino también su suficiencia formal. Es decir, se afirma no solamente
que en ella está contenida toda la revelación de Dios, toda la Palabra de Dios, sino también que para conocer con
certeza el contenido de esa Palabra de Dios no hay necesidad de recurrir a textos extrabíblicos. Basta con
estudiar el texto de la Biblia para descubrir su contenido.
El sola Scriptura no niega la existencia de otras normas, sino que las subordina a la Escritura. La
Escritura es la única “norma normans”. Toda otra norma será “norma normata” (p.e. los cuatro primeros
concilios ecuménicos).
La posibilidad de oponerse a la Iglesia atormentaba a Lutero, pero la Escritura lo consuela: no hay que
creer ni a Lutero, ni a la Iglesia ni a los Padres ni a los Apóstoles ni a los ángeles del cielo si enseñan algo contra
la Palabra de Dios. “A nadie le gusta decir que la Iglesia yerra, pero es necesario decir que la Iglesia yerra si
enseña algo al margen de la Palabra de Dios o en contra de ella.”

En la agenda del Concilio de Trento no entraba el tema de la tradición. Pero antes de entrar en materia
(el pecado original), los Padres tuvieron que considerar las bases sobre las que poder edificar la respuesta a los
protestantes. Después de hacer suyo el Credo niceno-constantinopolitano, se decidió comenzar con el canon
bíblico, pero pronto se advirtió el olvido de las “tradiciones”. Un intenso debate por grupos fue gestando (a partir
de un discurso del Cardenal Cervini) un único Decretum de libris sacris et de traditionibus recipiendis (Dz 783-
4; D(H) 1501-1505).
25

Santo,... poniéndose perpetuamente ante los ojos


Sacrosancta oecumenica et generalis Tridentina que, quitados los errores, se conserve en la
Synodus, in Spiritu Sancto legitime congregata... Iglesia la pureza misma del Evangelio que,
hoc sibi perpetuo ante oculos proponens, ut prometido antes por obra de los profetas en las
sublatis erroribus puritas ipsa Evangelii in Escrituras santas, promulgó primero por su
Ecclesia conservetur, quod promissum ante per propia boca nuestro Señor Jesucristo, Hijo de
Prophetas in Scripturibus sanctis Dominus noster Dios y mandó luego que fuera predicado por
Iesus Christus Dei Filius propio or primum ministerio de sus Apóstoles a toda criatura [cf.
promulgavit, deinde per suos Apostolos Mc 16,15] como fuente de toda saludable verdad
tamquam fontem omnis et salutaris veritatis et y de toda disciplina de costumbres; y viendo
morum disciplinae “omni creaturae praedicari” perfectamente que esta verdad y disciplina se
[cf. Mc 16,15] iussit; perspiciensque, hanc contiene en los libros escritos y en las
veritatem et disciplinam contineri in libris tradiciones no escritas que, transmitidas como de
scriptis et sine scripto traditionibus, quae ab mano en mano, han llegado hasta nosotros desde
ipsius Christi ore ab Apostolis acceptae, aut ab los apóstoles, quienes las recibieron o bien de
ipsis Apostolis Spiritu Sancto dictante quasi per labios del mismo Cristo, o bien por dictado del
manus traditae ad nos usque pervenerunt, Espíritu Santo; siguiendo los ejemplos de los
orthodoxorum Patrum exemplum secula, omnes Padres ortodoxos, con igual afecto de piedad e
libros tam Veteris quam Novi Testamenti, cum igual reverencia recibe y venera todos los libros,
utriusque unus Deus sit auctor, nec non así del Antiguo como del Nuevo Testamento,
traditiones ipsas, tum ad fidem, tum ad mores como quiera que un solo Dios es autor de ambos,
pertinentes, tamquam vel oretenus a Christo, vel y también las tradiciones mismas que pertenecen
a Spiritu Sancto dictatas et continua successione ora a la fe ora a las costumbres, como oralmente
in Ecclesia catholica conservatas, pari pietatis por Cristo o por el Espíritu Santo dictadas y por
affectu ac reverentia suscipit et veneratur... continua sucesión conservadas en la Iglesia
católica...

El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio


de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu

Si quis autem libros ipsos integros cum omnibus Y si alguno no recibiere como sagrados y
suis partibus, prout in Ecclesia catholica legi canónicos los libros mismos íntegros con todas
consueverunt et in veteri vulgata latina editione sus partes, tal como se han acostumbrado a leer
habentur, pro sacris et canonicis non susceperit, en la Iglesia católica y se contienen en la antigua
et traditiones praedictas sciens et prudens edición Vulgata latina, y despreciare a ciencia
contempserit: anathema sit. cierta las tradiciones predichas, sea anatema.

El capítulo entero no es más que una única oración, compuesta por dos subordinadas –
proponens...y perspiciensque...- y una principal: suscipit et veneratur... Hay que subrayar que, para el
Concilio, lo central es el Evangelio –los libros sagrados y las tradiciones son la expresión multiforme del
único evangelio- y que en este evangelio se encuentra la fuente de toda verdad y disciplina y no solo la
regla, como decía el texto del anteproyecto. Hay que subrayar igualmente la discreción que tienen los
Padres conciliares con respecto a las tradiciones. Son conscientes de los peligros inherentes al intento de
catalogar las tradiciones apostólicas.
En la expresión “fides et mores”, “fides” incluiría todas las doctrinas que debe aceptar el cristiano
para llevar una vida coherente; mientras que “mores” se refiere fundamentalmente a las prácticas
eclesiales, especialmente las litúrgicas.
Aunque durante cuatro siglos se pensó que el Concilio de Trento había definido la insuficiencia
material de la Escritura, el reemplazo de la expresión partim-partim para la Escritura y las tradiciones por
26

la votada et parece sugerir, según estudios recientes de Ortigues y Geiselmann, que el Concilio ha dejado
la pregunta sin respuesta, yuxtaponiendo ambos elementos. Rahner sintetiza:
“El Concilio de Trento no dice otra cosa, en lo que dice obligatoriamente que ésta: hay Escritura y
Tradición como normas de la fe eclesiástica, y en este aspecto (no en cada aspecto) deben ser ambas
aceptadas y veneradas pari reverentia. Cómo se comportan una para con otra Escritura y Tradición,
qué relación exacta tienen respecto de su autoridad formal, de su delimitación material...: sobre todo
esto el Concilio de Trento no dice nada y nada quiere decir.” (“Sagrada Escritura y Tradición”:
Escritos de teología, 6, Madrid, 1969,128).

El Concilio Vaticano II: el capítulo II de la Dei Verbum

El debate conciliar, como hemos visto, se refirió sobre todo a las relaciones entre la Escritura y la
Tradición: ¿hay que reconocer en ellas "dos fuentes" de la revelación o, por el contrario, concebirlas según
una complementariedad cualitativa? La redacción del título de este capítulo, que destaca el término de
transmisión, es ya una manera de responder, que anuncia el eje principal de esta idea. Refleja la
reconciliación que se dio entre los diversos puntos de vista que se habían opuesto en la Comisión mixta. El
viejo problema Escritura-Tradición se recoge ahora de una forma concreta, no ya ante todo en la
perspectiva de las cosas transmitidas, sino en la del acto de transmisión. Se trata de la tradición activa. En
este acto único de transmisión activa se distinguirán las diferentes modalidades de la transmisión. Por eso
el orden del capítulo no seguirá el movimiento clásico: Escritura, Tradición, Magisterio, sino que partirá
de la tradición activa, en cuanto que engloba todo lo demás. Por consiguiente, el Concilio no retrocede al
scriptura sola de la Reforma; reconoce el valor de la Tradición, volviendo a la perspectiva de san Ireneo.

Cristo, los Apóstoles y sus sucesores: análisis de DV 7


Este número trata de los agentes y de los portadores de la Tradición activa, en cuando que ésta se
identifica en su objeto con el Evangelio. En efecto, Jesús no escribió. El cristianismo no es en primer lugar
una religión del libro. Jesús confió su Evangelio a unos testigos, primero a sus apóstoles, luego a sus
sucesores. Esto corresponde a los dos párrafos de este número 7.
Para que la revelación sea y recibida y guardada, es preciso que sea transmitida. Lo será si respeta
las leyes de la comunicación entre los hombres, como ocurrió en su comunicación original. Cristo, en el que
se consuma la revelación de Dios, está también en el origen de su transmisión. El concilio recoge en este
punto las fórmulas de Trento, pero de manera muy distinta de como lo hizo el Vaticano I.
Porque vuelve a las primerísimas afirmaciones del decreto Sacrosancta, de las que se había olvidado su
predecesor, y utiliza la trilogía de los profetas, del Señor y de los apóstoles. Aquí el Señor está al frente de
todo, ya que toda la transmisión del Evangelio parte de la orden de anunciar, tal como se expresa en el final
de los sinópticos. Este Evangelio es la fuente, y no la Escritura ni la Tradición. Se vuelve así a lo mejor de
Trento, que había caído en el olvido de la interpretación corriente. Sin embargo, el Vaticano II sustituyó las
"tradiciones" de Trento por la "Tradición", concepto más abstracto sin duda; pero este singular era exigido
por el paso de la idea de "cosas transmitidas" al de "transmisión activa". Cabe entonces lamentarse de que el
Concilio no haya dado una definición mas precisa del término de Tradición. ¿Cómo transmiten los apóstoles
el Evangelio? A esto se dedica la frase siguiente.
Esta transmisión pasó primero por la predicación oral, que no comprende solamente palabras
(verba), sino también ejemplos e instituciones, lo mismo que las obras de Cristo tenían también un lugar
propio al lado de sus palabras. Por instituciones hemos de entender el terreno del culto, de los sacramentos y
del comportamiento moral. Se trata de una predicación concreta y viva. El objeto de esta predicación es lo
que los apóstoles aprendieron de Cristo a lo largo de su convivencia total con Jesús (palabras, vidas y obras) y
lo que les recordó el Espíritu Santo (cf.Jn.15,26). Así pues, la revelación es el hecho articulado de la acción
visible de Jesús y de la acción interior del Espíritu.
27

Viene en segundo lugar -aunque el texto no habla de un "primero" y un "después"- la consignación


por escrito del mensaje de la salvación, bajo la inspiración del mismo Espíritu. La puesta por escrito queda
englobada en el movimiento general de la predicación original. No podemos menos de comparar las
afirmaciones conciliares con un texto de Ireneo, que les sirve de inspiración:

En efecto, el Señor de todas las cosas dio a sus apóstoles el poder de anunciar el
Evangelio y por ellos es como hemos conocido nosotros la verdad, es decir, la enseñanza del Hijo
de Dios [...]. Este Evangelio primero lo predicaron; luego, por la voluntad de Dios, nos lo
transmitieron en las Escrituras [...].
Efectivamente, después de que nuestro Señor resucitó de entre los muertos y los apóstoles
quedaron revestidos de la fuerza de lo alto por la venida del Espíritu Santo [...], fueron hasta las
extremidades de la tierra, proclamando la buena noticia de los bienes que recibimos de Dios y
anunciando a los hombres la paz celestial [...].
Así Mateo publicó entre los hebreos, en su propia lengua, una forma escrita de Evangelio,
en la época en que Pedro y Pablo evangelizaban en Roma y fundaban allí la Iglesia. Después de la
muerte de estos últimos, Marcos, el discípulo e intérprete de Pedro, nos transmitió también por
escrito lo que predicaba Pedro. Por su parte Lucas, el compañero de Pablo, consignó en un libro el
Evangelio que éste predicaba. Luego Juan, el discípulo del Señor, el mismo que se había reclinado
en su pecho, publicó también el Evangelio [...]. (AH III, prol. y 1,1)

En el texto conciliar y en Ireneo se encuentran numerosas analogías: la misma referencia al final


de los sinópticos, la misma noción de un Evangelio vivo, la prioridad de la enseñanza oral sobre la redacción
por escrito, que Ireneo formaliza con el "primero" y el "después", la misma referencia al acontecimiento de
Cristo y al don del Espíritu. El Vaticano II habla de apóstoles y de "hombres apostólicos": Ireneo mostraba
que los evangelios fueron escritos bien por apóstoles (Mateo y Juan), bien por algunos de los colaboradores y
discípulos de los apóstoles, fieles a su enseñanza (Marcos, discípulo de Pedro; Lucas discípulo de Pablo). El
esquema es el mismo en las dos partes: se trata de un movimiento de transmisión que pasa por la predicación
viva para fijarse luego en la Escrituras.
El segundo párrafo conciliar toca el segundo tiempo de la transmisión, aquél que pasa de los
apóstoles a sus sucesores obispos, para que el Evangelio se conserve intacto y vivo.
La transmisión de un Evangelio vivo y del cargo de enseñarlo recibido de Cristo pasa por el
establecimiento de unos sucesores de los apóstoles al frente de las Iglesias. Aquí la referencia a la misma
sección del texto de Ireneo es formal. El segundo tiempo de la transmisión funciona como el primero. La
concreción mayor y fundamental de esta Tradición es la Escritura, pero en cuanto que ésta es llevada por un
testimonio vivo. Ireneo invocará a los sucesores de los apóstoles como a los que ha recibido el "seguro
carisma de la verdad" y son capaces de dar "una lectura exenta de fraude" de las Escrituras.

La Tradición y la Escritura - mencionadas siempre según este orden - son como un "espejo" de la
revelación divina en el que la Iglesia contempla a Dios y lo recibe todo de él. Es esto lo que expresa el cara -
a - cara transcendente entre la Tradición y la Escritura por una parte y la Iglesia por otra. La Tradición y la
Escritura, como vehículos del Evangelio, están por encima de la Iglesia y constituyen su norma. Esta
afirmación compromete también el carácter normativo de la Tradición apostólica, respecto a la tradición
postapostólica o eclesial.

2. La Tradición: análisis de DV 8
Se desarrolla este mismo tema, empezando por la Tradición. Se la ve siempre en su origen
apostólico, pero extendiéndose a toda la vida de la Iglesia
La Tradición activa, que envuelve a la Escritura, pero que se expresa de manera privilegiada en
los libros inspirados, es un acto de transmisión continua. El término de transmitir aparece cuatro veces en
este párrafo. La Tradición se origina en la predicación de los apóstoles, que la invocan ellos mismos en sus
cartas (cf.2 Tes 2,15, al que se puede añadir 1 Cor 11,2,3 y 23; 2 Tes 2,6). Esta idea puede referirse a la o a las
28

tradiciones en el testimonio de la Escritura. El objeto de "lo que los apóstoles trasmitieron" abarca no
solamente la doctrina, sino también la vida y el culto, es decir todo lo que permite el " crecimiento de la fe".
Después de los apóstoles, esta Tradición continúa en la vida de la Iglesia por una sucesión
ininterrumpida. Es entonces la Iglesia la que trasmite, por su doctrina, su vida y su culto, es decir, por una
actividad viva en cuyo corazón está la transmisión de los libros inspirados. Lo que el texto no dice bastante es
que la Tradición eclesial esta sometida a la Tradición apostólica, y lógicamente a su expresión esencial que es
la Escritura. La división entre Tradición apostólica y tradición eclesial, o post-apostólica, se subraya menos
que la continuidad. El desarrollo pasa insensiblemente de la una a la otra, como demuestra el siguiente
párrafo, consagrado al "progreso" de la Tradición.
El progreso evocado es del orden de la recepción, de la comprensión y de la penetración, bajo la
asistencia del Espíritu, de la Tradición apostólica. Este progreso es obra de la Iglesia presidida: de toda la
Iglesia, ya que es cuestión de todos los creyentes en su meditación; pero bajo la garantía de la sucesión
episcopal y en vinculación con los que están encargados de predicar la palabra, por haber recibido el seguro
"carisma de la verdad". El concilio ha preferido hablar así del progreso de la Tradición, más bien que de la
cuestión debatida desde el siglo XIX del "desarrollo del dogma".
El siguiente párrafo habla de los testimonios de la Tradición, particularmente en los Padres de la
Iglesia, y de sus riquezas que marcan la vida práctica y cultual de la Iglesia. Igualmente, la determinación del
canon de las Escrituras es obra de la Tradición eclesial. El final del párrafo vuelve sobre algunos de los
temas principales de la Constitución: el diálogo, convertido aquí en "conversaciones" y el Evangelio que
vive en la Iglesia.

3. La Tradición y la Escritura: análisis de DV 9

Llegamos al punto crucial que polarizó los debates conciliares entre la mayoría y la minoría. Lo
que se dijo en los primeros números del capítulo conciliar supone ya una concepción de la relación existente
entre la Tradición y la Escritura. Pero había que tematizar esta relación de forma explícita. Lo hace este
número en dos tiempos: primero explicitando esta relación dentro de la lógica ya inscrita en el documento y
que representa la posición de la mayoría; y a continuación, recogiendo a petición de la minoría ciertas
fórmulas que parecen ir en la línea de las "dos fuentes".
El concilio se negó siempre a canonizar la tesis suficiente de la Escritura. Establece solamente el
vínculo entre la Tradición y la Escritura de manera cualitativa y no cuantitativa. No hay más que una fuente
divina de la Escritura y de la tradición que forman un todo "compenetrándose", y tienen un mismo fin: la
Escritura es la palabra de Dios (locutio Dei), en cuanto consignada por escrito. La tradición transmite la
Palabra de Dios (Verbum Dei) íntegramente. Por tanto, tienen la misma relación con la Palabra de Dios y son
coextensivas. Su diferencia está en el modo de la transmisión, el escrito por un lado y la oralidad viva por
otro. La Palabra de revelación, confiada por Cristo y por el Espíritu, se transmite a los sucesores de apóstoles
según el principio de la continuidad. La Tradición transmite lo que contiene la Escritura y la Escritura se
transmite y se recibe en una continuidad viva de la fe. En esta exposición se siente la influencia de la escuela
de Tubinga y de la teología de Y. Congar. Pero al final del texto se añade otra consideración, un tanto
ambigua en su formulación, y que arroja una sombra sobre todo el conjunto.
También se ha visto cómo el texto subraya la continuidad de la Tradición apostólica con la
tradición eclesial, sin indicar con la misma claridad la discontinuidad que se produce en el momento de pasar
a la generación post-apostólica. Hay que lamentar que el Concilio se haya quedado demasiado etéreo en su
concepción de la Tradición viva. Si es normal poner en el mismo plano a la Escritura y a la Tradición
apostólica, conviene marcar bien el umbral, cuando se trata de la tradición eclesial. Es conveniente, como lo
ha hecho Y.Congar, insistir en el acto de transmisión viva y activa. Pero con él hay que reconocer que así "se
intenta arramplar con todo" y que los católicos sienten la tentación de relacionar la tradición eclesial con el
ejercicio del magisterio.
En definitiva, el Concilio, a través de unas fórmulas mal armonizadas, no quiso nunca
pronunciarse sobre la cuestión de la suficiencia material de la Escritura, como tampoco lo había hecho antes
el concilio de Trento. Donde se da una ambigüedad en las fórmulas, siguen siendo legítimas las dos
29

interpretaciones teológicas, con la condición de que no se invoque al Concilio para que cada una fundamente
su propia opción en el plano dogmático. Por lo demás, lo más prudente es tener en cuenta el centro de
gravedad del discurso conciliar, que se expresa francamente a favor de una complementariedad cualitativa.

4. Tradición, Escritura y Magisterio de la Iglesia


4.1. Análisis de DV 10

Este primer párrafo recuerda que la Tradición y la Escritura, que constituyen un solo depósito, son
llevadas por un pueblo al que han sido confiadas. Se trata del pueblo "unido a sus pastores" - expresión que
viene de san Cipriano -, ya que la Iglesia es una comunidad presidida. Este pueblo que "se adhiere fielmente"
a esta Palabra, la conserva, la practica y la profesa. Por consiguiente, es toda la Iglesia la que está en juego.
En los esquemas preparatorios se había discutido mucho sobre el papel del "sentido de los fieles" (sensus
fidelium) que se encuentra afirmado en la LG12. El concilio, antes de tocar el papel del Magisterio, expone el
del pueblo de Dios, estructurado por la relación entre pastores y fieles que se mantienen en una "maravillosa
concordia". La conservación del "depósito" es por tanto obra de todos, según un movimiento constante de
comunicación y de intercambio que se realiza en la historia entre pastores y los fieles. Esta enseñanza se
desmarca con bastante claridad de la de Pío XII en la Humani generis. Pero este punto capital no le quita
nada al papel específico del Magisterio.
La interpretación de la Palabra - "oral o escrita"; ¿no habrá aquí un lapsus inconsciente? ¿no habría
que decir "y"?- está confiada sólo al Magisterio vivo. Es la misma doctrina del Vaticano I y de la Humani
generis. Sin embargo, por primera vez en un texto conciliar, este Magisterio se sitúa en el nivel radicalmente
subordinado que le corresponde. Paradójicamente, se trata de la autoridad de una obediencia. No está por
encima de la Palabra: está sometido a ella y la obedece, "en la medida en que" (quatenus) la sirve y saca de
este único depósito de la fe "lo que propone como revelado por Dios para ser creído". Esta fórmula recoge el
pasaje en el que el Vaticano I afirma lo que es objeto de fe divina y católica. Así pues, el Concilio insiste
fuertemente en la obediencia del Magisterio a la Palabra de Dios en su testimonio escrito y trasmitido. La
expresión "en la medida en que" indica la amplitud y los límites de su autoridad. Ésta no puede ejercerse más
que escuchando (cf. la declaración del prólogo) obedientemente la Palabra con la finalidad de mantener al
pueblo fiel en esta misma actitud de obediencia a la Palabra.
El tercer párrafo recuerda la solidaridad irrompible de la Tradición, la Escritura y el Magisterio, bajo
la acción del Espíritu Santo, de tal manera que "ninguno de ellos puede subsistir sin los otros". En una
palabra, los tres se sostienen o caen juntamente. Es la solidaridad de la que se hablaba antiguamente entre las
Escrituras, la Tradición del Credo y la sucesión episcopal.

4.2 El sentido de la fe: análisis de LG 12

El pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su


testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad y ofreciendo a Dios el sacrificio de alabanza,
que es fruto de los labios que confiesan su nombre (cf. Heb 13,15).

Después de haber hablado del sacerdocio común de los fieles, la LG dice que el Pueblo de Dios
participa también de la función profética de Cristo, aunque no explica en qué consiste esta función. El NT
es reticente a la hora de atribuir a Cristo el nombre de profeta. A partir de algunos de sus rasgos, muchos
lo tienen por tal (cf. Jn 6,14; 7,40; Hech 3,22; 7,37). Pero para los cristianos Jesús es más que un profeta;
es aquel en quien se cumplen las profecías, el Mesías. Jesús no recibe la palabra de Dios, como los
profetas. Él es la Palabra de Dios. Sin embargo, la profecía no ha desaparecido en el cristianismo; al
contrario, es una de las características de la Iglesia primitiva. Hay ruptura con el profetismo antiguo, en
cuanto que lo definitivo ha acontecido ya en la resurrección de Cristo. Hay continuidad estructural: los
30

profetas cristianos dan testimonio de la nueva alianza, como los antiguos daban testimonio de la antigua.
Unos y otros son memoria viva de lo que ha hecho Dios y esperanza activa de lo que va a realizar.
La LG menciona dos modos de ejercicio profético del Pueblo de Dios: difundir el testimonio de
Cristo, sobre todo en la vida de fe y caridad, y ofrecer el sacrificio de alabanza. Son dos acciones
inseparables, cuya unión manifiesta el lazo entre función profética y sacerdotal. Testimonio y eucaristía
van siempre unidos (cf. Heb 13,15). Ya san Pablo describe la evangelización en términos cultuales (Rom
15,15-16), y la 1 Pe 2,9 en el mismo sentido unitario.

La totalidad de los fieles (universitas fidelium), que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2,20.27), no
puede equivocarse cuando cree (in credendo falli nequit), y esta prerrogativa peculiar suya la
manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe (supernaturali sensu fidei) de todo el pueblo
cuando “desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos” prestan su consentimiento universal
(universalem consensum) en las cosas de fe y costumbres.

Los fieles tienen la unción del Santo. La unción es la Palabra de Dios comunicada por Cristo (De la
Potterie). Al abrazar la fe, los cristianos han recibido esta Palabra y así poseen en sí mismos el criterio
para distinguir lo verdadero de lo falso, lo cristiano de lo herético. El óleo de esta unción no es una
iluminación interior del Espíritu Santo totalmente separada de la enseñanza exterior. Es la palabra misma
de Jesús, acogida en la Iglesia e interiorizada progresivamente bajo la acción del Espíritu.
La totalidad de los fieles no puede equivocarse in credendo. S. Roberto Belarmino formuló esta doctrina
con precisión: “quod tenent omnes fideles tanquam de fide, necessario est verum et de fide.” La Iglesia,
en la que vive Cristo después de realizar su obra de salvación, y que es guiada en la verdad por el Espíritu
Santo, no puede en absoluto apartarse del camino de la salvación, y por eso, en este sentido, es infalible.
Esta prerrogativa peculiar suya mediante el sentido sobrenatural de la fe... en las cosas de fe y
costumbres. Completa la frase anterior: es infalible el sentir común de todos los creyentes; una doctrina
compartida por todos los creyentes como doctrina de fe, es de verdad doctrina de fe.

Con este sentido de la fe, que el Espíritu de la verdad suscita y mantiene, el Pueblo de Dios se
adhiere indefectiblemente a la fe confiada de una vez para siempre a la Iglesia (cf. Jud 3), penetre
más profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida, guiada en todo
por el sagrado Magisterio, sometiéndose al cual no acepta ya una palabra de hombres, sino la
verdadera palabra de Dios (cf. 1 Tes 2,13).

En la LG el centro lo ocupa el Espíritu Santo. El Magisterio colabora con él guiando el sentido de la


fe suscitado por el mismo Espíritu Santo. Así, el sentido de la fe no es puramente pasivo respecto del
Magisterio. El don de la fe tiende a comunicar luz para ir penetrando en lo posible el Misterio revelado
por la Palabra de Dios. El juicio individual puede errar; el del conjunto del Pueblo de Dios es certero. Con
el sentido de la fe el Pueblo de Dios saca las consecuencias prácticas que implica la fe cristiana. En la
comunidad cristiana estructurada, al Magisterio le corresponde guiar y discernir.
4.3 El oficio de enseñar: el Magisterio de la Iglesia
Noticia histórica breve
El término magisterio, utilizado para expresar la función jerárquica de regulación de la fe en la
Iglesia, no aparece hasta finales del siglo XVIII. Lo introdujeron a continuación los canonistas alemanes
de comienzos del XIX, para quienes la “potestad magisterial” se inscribe en la división tripartita que
comprende además la “potestad de orden” y la “potestad de jurisdicción”. Aunque la realidad designada
por la palabra es más antigua y se expresa por otros términos, aparece aquí una nueva figura del ejercicio
del “magisterio”. “La Sede apostólica de Roma actuaba en la antigüedad cristiana como una instancia
judicial suprema en una Iglesia en que las asambleas de obispos formulaban habitualmente las reglas de
vida; después, en la Edad Media, como moderador y juez soberano de la Cristiandad [...] Las disputas
doctrinales se llevaban a cabo y maduraban primeramente, más tarde se dirimían, por una referencia
31

inmediata a la Escritura y a las series de textos patrísticos, conciliares o canónicos; en una palabra, por una
especie de magisterio de la misma tradición” (Congar, La tradición y las tradiciones I, 300s).
El siglo XIX formaliza la función del magisterio: esta palabra entra con un sentido nuevo en el
lenguaje oficial en 1835: “La Iglesia dispone por institución divina de un poder [...] de magisterio, para
enseñar y definir lo que concierne a la fe y a las costumbres e interpretar las sagradas Escrituras sin
ningún peligro de error” (Gregorio XVI; encíclica al clero de Suiza). Pío IX la retoma y se usa en el
Vaticano I y hasta nuestros días. Cada vez se afirma más la vinculación entre el dogma (en sentido
restringido) y el magisterio.
Esta novedad se acompaña con la aparición de un nuevo género literario doctrinal, el de la encíclica.
Gregorio XVI con Mirari vos (1832) inaugura la larga serie de encíclicas modernas. Etimológicamente
designa una carta circular. Se convierte un una designación controlada, reservada a un acto específico del
papa, y es la forma más oficial por la que el obispo de Roma enseña a sus hermanos en el episcopado.
Sigue siendo la expresión privilegiada del magisterio pontificio.
La exaltación de este “magisterio viviente” hace que en ciertos ambientes se deslice el sentido de la
tradición hacia el ejercicio del magisterio. Los teólogos postridentinos realizan una transición de una
concepción de la tradición como contenido y como depósito recibido de los apóstoles, a la de la tradición
considerada sobre todo desde el punto de vista del órgano transmisor, residente sobre todo en el magisterio
de la Iglesia” (ib, 306s). Luego se pasará del concepto de “tradición viviente” al de “magisterio viviente”.
Al mismo tiempo, el término de Iglesia viene a significar cada vez más el magisterio mismo: “la teología
moderna ha introducido el magisterio en la definición de la tradición [...] Se puede preguntar si, en estas
condiciones, el magisterio no se convierte en el único lugar teológico, única fuente de conocimiento de la
verdad religiosa [...] Escritura y Tradición, en el sentido objetivo de la palabra, son las referencias por las
que los teólogos justifican ese magisterio” (ib, 328s). El famoso incidente en que el Papa Pío IX dijo al
cardenal Guidi: “La tradición soy yo” revela todo un estado de espíritu.
En el ámbito de la teología, la aparición en 1854 y el éxito inmediato de la obra de H. Denzinger El
magisterio de la Iglesia es un doble signo de la importancia cada vez mayor que se da a las intervenciones
del magisterio en la investigación teológica y en la evolución de la teología institucional en los seminarios
y universidades. Por otro lado, aparte de las notas dogmáticas (que se usan desde el siglo XVII contra los
jansenistas), surgen las notas teológicas, que pertenecen al terreno de las proposiciones deducidas por la
teología del dato revelado o elaboradas en el marco de una sistematización.

Fundamento de la autoridad magisterial de los Obispos


La creencia católica de que los Obispos han heredado el mandato de enseñar que Cristo concedió
a los apóstoles se expresa en las siguientes afirmaciones de LG:
- “Este Sagrado Concilio enseña que los Obispos han sucedido por institución divina a los
Apóstoles como pastores de la Iglesia, y quien a ellos escucha, a Cristo escucha; quien, por el contrario,
les desprecia, a Cristo desprecia y a Aquel que envió a Cristo.” (LG 20)
- “El orden de los Obispos (ordo Episcoporum) sucede al Colegio de los Apóstoles en el
ministerio y gobierno pastoral.” (LG 22)
- “Los Obispos, en su calidad de sucesores de los Apóstoles, reciben del Señor la misión de
enseñar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda creatura.” (LG 24)
La justificación se presenta en la secuencia LG 18-24 con los testimonios de la Escritura y de la
Tradición.

Naturaleza, sujetos y modos de ejercicio del Magisterio de la Iglesia (LG 25)


La primera frase ubica la predicación entre los principales ministerios de los Obispos, y luego
distingue un doble tipo según el destinatario:
Para los no creyentes pregoneros (heraldos) ministerio kerygmático
Para los creyentes maestros auténticos(autorizados) ministerio didascálico

Quizá resulte más claro sintetizar la doctrina del número en un esquema:


32

Cada uno de los Obispos

Auténtico, no Sínodos locales, conferencias


episcopales
infalible por sí mismo
Magisterio ordinario de los papas

MAGISTERIO
Los Obispos dispersos por el mundo
coinciden en una sentencia que ha de
considerarse como definitiva (magisterio
ordinario y universal)

Los concilios ecuménicos definen una


verdad revelada (o estrechamente
vinculada con la revelación)
Infalible
Los papas definen una verdad revelada (o
estrechamente vinculada con la
revelación)

[Los textos del Catecismo de la Iglesia Católica relativos al Magisterio son: 85-87 (citas de DV);
884-892 (citas de LG) y 2032-2040 (magisterio y vida moral).]
El primer tipo de magisterio, auténtico, es el más común. Por sí mismo (de iure) no infalible,
puede tener y de hecho tiene muchas veces una infalibilidad de facto, en cuanto simplemente recuerda lo
que ya es patrimonio de fe.
El segundo tipo, magisterio auténtico e infalible, es el que ejercen todos los obispos (incluido el
de Roma) dispersos por el mundo cuando muestran un consenso moralmente unánime sobre determinadas
cuestiones de fe o de moral. Es el llamado magisterio ordinario y universal (Pío IX, Tuas libenter y
Vaticano I D(H) 3011). No es imprescindible un acto explícito, dado que hay verdades de la fe católica
que nunca han sido definidas solemnemente y que son enseñadas por el magisterio ordinario y universal
(p.e. “Jesús es el Señor y Dios lo ha resucitado de entre los muertos”; “la comunión de los santos”).
También ejercen este tipo de magisterio los Concilios ecuménicos, siempre que conste que tengan
intención de definir. Sorprende a quien no conozca la historia que la Iglesia católica nunca ha definido qué
se entiende por la expresión “concilio ecuménico” ni se haya hecho una lista oficial definitiva de tales
concilios. Se reconocen autoridad singular a los 7 primeros concilios de la Iglesia indivisa: Nicea (325),
Constantinopla (381), Éfeso (431), Calcedonia (451), Constantinopla II (553), Constantinopla III (681) y
Nicea II (787). El reconocimiento y aceptación de los mismos por Roma y las iglesias en comunión con
Roma parecen ser criterio decisivo de ecumenicidad. Es más complejo el caso de los concilios
occidentales medievales y resulta más claro en la conciencia eclesial el de los tres últimos concilios:
Trento y los dos Vaticanos.
El tercer sujeto de este tipo de magisterio es el Papa a través de ciertos pronunciamientos
solemnes, llamados definiciones ex cathedra. Ha sido definido por el Vaticano I (D(H) 3074/Dz 1839).
4.4 El Magisterio y la teología

El desarrollo temático de la relación entre el Magisterio y la teología excede las pretensiones de este
momento y se desarrolla en otros cursos. No obstante, dada la actualidad del problema, ante un cierto
“malestar” que algunos perciben, parece oportuno referir a un documento reciente de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, la Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo (Donum veritatis, 1990)
33

que, luego de presentar en general la verdad como don de Dios a su Pueblo (c. I) describe la función de los
teólogos (c. II), se detiene en la misión de los Pastores (c. III) para llegar a la preocupación central: la
relación entre unos y otros (c. IV).
El capítulo IV, Magisterio y teología, se estructura en dos secciones:
- A. Las relaciones de colaboración (que no excluye la tensión ni la dificultad personal en la
disponibilidad)
- B. El problema del disenso, que analiza los factores y justificaciones que se proponen para esta actitud y
responde en el marco de la libertad de la verdad en la comunión eclesial.
Los textos más importantes se encuentran en D(H) 4875-4885.

5. El crecimiento en la tradición
5.1 El dogma y el desarrollo dogmático

El término griego “dogma” significa literalmente “lo que a uno le parece bien”, tanto en el orden
doctrinal (opinión) como en el práctico (decisión). De opinión pasa a significar por derivación: opinión
filosófica, axioma, principio, doctrina. De decisión se pasa con facilidad a decisión oficial, es decir, a
decreto o edicto.
En el NT aparece 5x: en Lc 2,1 y Hch 17,7 como edicto imperial; en Ef 2,15 y Col 2,14 es la ley
del AT y en Hch 16,4 los decretos del Concilio de Jerusalén. En los Padres el término tiene todos los
significados del lenguaje ordinario. Se amplía el uso a partir de san Jerónimo, traductor de Orígenes. Al
pasar al latín pierde el sentido de “decreto” y conserva sólo el de “doctrina”, al principio para las doctrinas
heréticas (s. Agustín). Los escolásticos lo usan poco, prefiriendo hablar de “doctrina” y de “articulus
fidei”. Se va distinguiendo “teología dogmática” de “teología moral”. En la Edad Moderna se perfila poco
a poco (M. Cano) y en 1792 Chrismann define el concepto con los dos elementos que desde entonces
serán aceptados:
1) se trata de una verdad revelada por Dios;
2) propuesta públicamente por la Iglesia como tal verdad revelada.
El Vaticano I utiliza una expresión que suele considerarse como definición de dogma: cf. D(H)
3011/Dz 1792.
La función principal del dogma es la función doctrinal, la de expresar con precisión y claridad el
contenido de la fe cristiana. Por el contexto polémico y antiherético en que han sido definidos la mayoría
de los dogmas, tienen también la función de proteger a la comunidad eclesial de la herejía. Otras dos
funciones inseparables de la doctrinal son la de actualizar el kerygma y explicitarlo. En fin, debe
mencionarse la función mistagógica: no sólo habla del misterio de Dios, sino que indica el camino para
llegar a él. Es la dimensión escatológica del dogma con su doble vertiente: positiva en cuanto que anticipa
la salvación plena; negativa en cuanto que, provisional y deficiente, apunta hacia su propia superación.
Por esta razón se habla en general de la “estructura sacramental” del dogma. Como ya decía s. Tomás:
“actus credentis non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem.” (ST II-II,1,2,2)

El problema de la evolución del dogma nace de la aceptación simultánea de tres proposiciones:


1. el principio teológico: la clausura de la revelación con Jesucristo y los Apóstoles. (cf. DV 4e)
2. el dato histórico: la Iglesia enseña doctrinas no contenidas explícitamente en la tradición apostólica
como verdades reveladas por Dios a asentir con fe divina.
3. esta evolución del dogma es legítima: supone la infalibilidad de la Iglesia y el Magisterio. Es la
valoración teológica del hecho histórico.
Entre los primeros intentos de explicar la evolución del dogma, merece citarse a Vicente de Lerins,
uno de los clásicos en el tema de la tradición. Modesto monje de una isla cerca de Cannes, escribió en 434
un pequeño libro, el Commonitorium (=Apuntes para recordar). Olvidado en los archivos durante la Edad
Media, fue publicado por primera vez en 1528, conoció 35 ediciones antes de fin del s. XVI y llegó a ser
citado por Pío IX y el Concilio Vaticano I. En una época de gran confusión doctrinal, el libro establece el
principio fundamental para distinguir la verdad del error: “la autoridad de la Ley divina y la tradición de la
34

Iglesia católica”. Aunque la Escritura es suficiente, cada uno la ha interpretado a su manera. Por eso es
necesario “el sentir de la Iglesia católica”. ¿Cómo se discierne? Lo católico es “id quod ubique, quod
semper, quod ab omnibus creditum est.”; es decir el triple criterio: universalidad, antigüedad, consenso.
Ante tan tenaz defensa de lo antiguo, ¿puede darse progreso en la fe de la Iglesia? Sí, pero no cambio.
Utiliza la imagen del desarrollo del cuerpo humano en sus miembros. Así crece la inteligencia, la ciencia,
la sabiduría, pero siempre en su género, es decir “in eodem dogmate, eodem sensu, eademque sententia”
(en el mismo dogma, en el mismo sentido, en la misma sentencia). No hay posibilidad de que surjan
dogmas nuevos ni nuevas interpretaciones de los mismos; sólo se acepta una comprensión cada vez más
profunda y explícita de los viejos dogmas. Pueden usarse nuevos términos para expresar el sentido antiguo
de la fe (piensa en “homoousios” y “theotokos” de Nicea y Éfeso).
Un momento particularmente importante en la historia de este problema fue el modernismo, cuya
intención y formas múltiples ya han sido mencionadas. Merece atención la experiencia.

Excursus: revelación y experiencia


La experiencia es algo próximo y habitual en la vida de toda persona, y al mismo tiempo se puede
afirmar, con Gadamer, que “el concepto de experiencia, aunque parezca una paradoja, es uno de los menos
claros que poseemos” (Verdad y método, 401). En el campo filosófico (moderno), experiencia designa el
conocimiento sensible o empírico, que se contrapone al conocimiento racional. En la filosofía de la
existencia (desde Kierkegaard) la experiencia acompaña la percepción de la propia existencia, de lo
subjetivo. En general, alude al carácter subjetivo de lo vivido, frente a lo objetivo de la idea o del
pensamiento separado de la vida. Entonces, ¿en qué sentido puede hablarse de una experiencia de la
revelación?
En los protestantes
El primer gran sistematizador de la experiencia religiosa y cristiana fue F. Schleiermacher (1768-
1834). No es la razón la que debe acceder a Dios, sino que el único modo de captar la realidad divina es la
intuición encerrada en el sentimiento. Lo que caracteriza a la religión es el “sentimiento de dependencia”
y la experiencia del infinito. La “experiencia religiosa” es el sustrato de los dogmas cristianos: la
divinidad de Cristo, la gracia, la redención, la Iglesia no son más que formas en las que va evolucionando
la conciencia religiosa en su búsqueda de una relación con lo infinito y eterno. La revelación no es
transmisión de verdades, sino pura experiencia de comunicación del sujeto con el Universo infinito. La
“esencia del cristianismo” sería la conciencia de la necesidad de redención, y la experiencia propia de la
redención por Cristo.
A. Sabatier relaciona religión, oración y revelación. La religión es esencialmente la oración del
corazón, con un movimiento del alma que la pone en relación con “la potencia misteriosa de la que
depende ella y su destino”. El hecho de la revelación coincide con el hecho de la conciencia religiosa que
existe en todos los hombres y religiones, pero de manera más viva en Cristo. La “esencia del cristianismo”
consiste en “una experiencia religiosa, en una revelación íntima de Dios hecha por primera vez en el alma
de Jesús de Nazaret; pero se repite y verifica, menos luminosa, sin duda, pero no desconocida, en el alma
de todos sus verdaderos discípulos”. El principio fundamental de la experiencia reveladora es la emoción
religiosa, que se traduce primero en imágenes, y posteriormente en conceptos y juicios que la Iglesia
puede aprobar como dogmas.
Modernismo
El término se origina en los documentos del Magisterio (Encíclica Pascendi y Decreto
Lamentabili de Pío X). No fue una escuela, ni siquiera una corriente organizada del pensamiento católico,
sino un movimiento intelectual que se desarrolló sobre todo en Francia, en Italia, Alemania y el Reino
Unido. Conecta con el protestantismo liberal. De autores como Harnack y Sabatier los modernistas
recibieron un influjo a la vez intenso e impreciso de kantismo y del método histórico-crítico, con los que
se proponen dialogar. Por un lado, la fe deja de ser considerada en su carácter noético para ser vista, sobre
todo, como experiencia religiosa que no presupone o implica un conocimiento. Por otro, la separación
entre el hecho exterior (historia) y el hecho interior (fe, experiencia) permite una autonomía absoluta tanto
a la investigación crítica como a la experiencia. Lleva a la disolución de la fe: la experiencia vital pierde
35

su contenido y cae en el subjetivismo; la Escritura queda sujeta a la manipulación de las teorías científicas.
Con la condena del modernismo, la teología renunció al tema de la experiencia.
La experiencia de la revelación
La experiencia humana puede ser interna o externa, pero siempre expresa algo que mantiene una
conexión viva con el sujeto. F. Grégoire esquematizó cuatro sentidos fundamentales: constatación,
conocimiento vivido, experimentación y conocimiento habitual. Lo común es que se refieren a un
conocimiento inmediato de cosas concretas y unido a la vida. Al final, la experiencia incorpora dos
significados: experiencia como contacto con un objeto, y experiencia como vida.
La experiencia religiosa es de naturaleza compleja (no puede determinarse a priori lo que la
constituye); su estructura consta de tres elementos: el hombre sujeto de la relación; el misterio de Dios,
realidad trascendente y al mismo tiempo presente en el centro de la persona; el tipo específico de relación
del hombre con Dios, distinta de cualquier otra relación.
La experiencia cristiana es experiencia de la revelación de Dios en Cristo. Se da en tres niveles:
1. la experiencia de Jesús es única. Es la de quien ha visto y oído, la de quien es testigo porque
preexistía en el seno de Dios y ha venido a habitar entre los hombres. La suya es una experiencia
inmediata de Dios, de su amor, de su paternidad, de su vida.
2. la experiencia de los Apóstoles y los profetas es de otro orden, porque aunque reciben una
comunicación inmediata de Dios necesitan la fe para acoger lo que les es revelado. Es también única
en cuanto propia de los mediadores de la revelación elegidos por Dios. La de los profetas es
preparación, la de los Apóstoles es insuperable, porque ellos son los receptores directos de la
experiencia única de Jesús. Su experiencia de Cristo, su “comprensión” del misterio de Jesús, ilustrada
y guiada por el Espíritu Santo, forma parte de la misma revelación.
3. la experiencia de los creyentes, en la medida en que no solamente confiesan su fe, sino que la viven
como la realidad definitiva que compromete su existencia. Porque la revelación da lugar a una
experiencia, se puede hablar de ella como de un encuentro entre Dios y el hombre. La experiencia de
la revelación depende de la fe, es vivida bajo el régimen de la fe, como entrega a la palabra de Dios. A
partir de la fe en Jesucristo se abre el campo inmenso de la experiencia de la revelación o de la fe en
cuanto vida nueva y en cuanto percepción existencial y práctica, sintética y concreta del misterio
cristiano.
En resumen, la experiencia de la revelación consiste en vivir la revelación recibida en la fe.

No podemos reseñar aquí todas las teorías particulares de los autores sobre la evolución del
dogma. El problema no ha encontrado aún una solución definitiva. Señalamos las líneas maestras:

1. la evolución como deducción. Es la teoría clásica (teólogos escolásticos, Marín-Sola), que concibe la
revelación como un conjunto de proposiciones y explica la evolución como un proceso de
explicitación de su contenido, generalmente mediante una deducción lógica. El caso más simple es la
traducción. El problema es saber si es posible una traducción fiel, una cuestión muy compleja y
debatida. El caso de la deducción lógica plantea el problema de saber si a las conclusiones deducidas
de premisas reveladas se les puede llamar proposiciones reveladas por Dios.
Positivo: distinción entre lo revelado formalmente: explícitamente y no explícitamente, y la
explicación de la evolución como explicitación de lo revelado no explícitamente.
Límite: concepción de la revelación como conjunto de proposiciones, con sentido intemporal,
objetivo; poco énfasis en el sentido salvífico necesario para una auténtica evolución del dogma.

2. la evolución como tematización. (Möhler, Newman, Rahner, Alszeghy y Flick). No pretende sustituir
la teoría clásica, sino complementarla con un mecanismo adicional: el paso de un conocimiento
atemático a otro temático.
Positivo: concepción de la revelación como autocomunicación de Dios que implica la presencia del
Espíritu Santo en el receptor y la luz de la fe y una aprehensión verdadera de la realidad no expresada
todavía en enunciados; integración en el proceso de evolución no sólo el análisis conceptual, sino
36

también el Espíritu Santo, la gracia, el Magisterio, la tradición viva y la objetivación refleja del
dogma.
Límite: sugerente y útil para la evolución dentro de la época apostólica, pero luego la tematización
queda tan limitada por las proposiciones explicitadas previamente que se asemeja al esquema anterior.

5.2 La interpretación de los dogmas


La cuestión hermenéutica aplicada a los dogmas y al lenguaje dogmático en general ha cobrado nueva
vigencia tanto en el ámbito de la teología dogmática como en el problema de la inculturación. La
Comisión Teológica Internacional se ha ocupado de él en La unidad de la fe y el pluralismo teológico
(1972) y recientemente de modo exhaustivo en La interpretación de los dogmas (1988). De este último se
transcriben algunos párrafos sobre los criterios de la interpretación actual.

Para ese proceso de la Paradosis que prosigue en nuestro tiempo, son válidos los criterios que han sido
expuestos en los párrafos precedentes. En primer término es fundamental que se mantenga el “eje
cristológico”, de modo que Jesucristo sea siempre el punto de partida, el centro y la medida de toda
interpretación. Para preservar esto es de la mayor importancia el criterio del origen, es decir, de la
apostolicidad, y también el criterio de la comunión ("koinonia"), es decir de la catolicidad.
Además de estos dos criterios, el “criterio antropológico” desempeña también un papel importante en
la interpretación actual. Con esto no quiere decirse, evidentemente, que el hombre, ciertas necesidades e
intereses suyos, o aún manifestaciones de la moda, puedan ser la medida de la fe o de la interpretación de
los dogmas. Esto ya queda excluido por cuanto el hombre es para sí una cuestión no resuelta, para la que
sólo Dios es la respuesta plena. Sólo en Jesucristo es iluminado el misterio del hombre; en Él, el hombre
nuevo, Dios ha revelado plenamente el hombre al hombre; en Él, el hombre nuevo, Dios ha revelado
plenamente el hombre al hombre, y le ha descubierto su altísima vocación. De este modo, el hombre no es
la medida, sino el punto de referencia para la interpretación de la fe y de los dogmas.
Los 7 criterios de J. H. Newman
J. H. Newman ha elaborado criterios del desarrollo de los dogmas, que preparan y completan lo
expuesto, y pueden ser aplicados de modo análogo a la más profunda y actual interpretación de los
dogmas. Newman enumera siete principios o criterios:

1) Preservación del tipo, o sea, de la forma fundamental, de las proporciones y de las relaciones de las
partes y aspectos con el todo. Cuando la estructura del conjunto permanece, el tipo también es mantenido,
aún si cambian ciertos conceptos determinados; pero esa estructura de conjunto puede ser corrompida,
mientras los conceptos permanezcan idénticos, si están insertados en un contexto o un sistema de
coordenadas totalmente diverso.
2) Continuidad de los principios. Las distintas doctrinas representan principios que siempre se encuentran
más profundamente, aunque éstos a menudo sólo son conocidos más tarde. Una misma doctrina puede
recibir distintas interpretaciones y en consecuencia puede conducir a consecuencias opuestas. La
continuidad de los principios es entonces un criterio que permite distinguir un desarrollo recto de uno
falso.
3) Capacidad de integración. Una idea viva manifiesta su fuerza, cuando es capaz de penetrar la realidad,
de unir otras ideas, de estimular el pensamiento y de desarrollarse sin perder su unidad interna. Este poder
de integración es un criterio de un desarrollo legítimo.
4) Consecuencia lógica. El progreso dogmático es un proceso vital mucho más amplio para que pueda ser
interpretado como una explicación y deducción lógica. Sin embargo, las conclusiones deben ser
justificadas como lógicamente coherentes. Inversamente, se puede juzgar de un desarrollo según sus
consecuencias y reconocerlo por sus frutos como legítimo o ilegítimo.
5) Anticipación del porvenir. Determinadas tendencias que sólo se imponen o tienen repercusión más
tarde, pueden aquí o allá, de modo poco nítido, hacerse perceptibles mucho antes. Tales anticipaciones son
signos del acuerdo del desarrollo posterior con la idea primitiva.
37

6) Influjo en la conservación del pasado. Un desarrollo es corrupción si contradice la doctrina original o


desarrollos anteriores. Un verdadero desarrollo salvaguarda y conserva los desarrollos anteriores.
7) Fuerza vital duradera. La corrupción conduce a la disolución y no puede durar mucho tiempo; una
fuerza vital duradera es por el contrario criterio de un desarrollo fiel.

Luego de recordar la importancia del magisterio para la interpretación actual, concluye: Toda
interpretación de los dogmas debe servir a este solo fin que en la Iglesia y en cada uno de los fieles surja el
"espíritu y la vida" a partir de la letra de los dogmas. De este modo debe en todo momento germinar la
esperanza a partir de la memoria de la Tradición de la Iglesia, y en la diversidad de las situaciones
humanas, culturales, sociales, económicas, políticas, la unidad y la catolicidad de la fe deben ser
reforzadas y promovidas como el signo y el instrumento de la unidad y de la paz en el mundo. Lo que está
en juego en ello es que los hombres, conociendo al único verdadero Dios y su hijo Jesucristo tengan la
vida eterna (Jn 17,3).
V. Dios sigue hablando: la Sagrada Escritura en la Iglesia

1. La inspiración y la verdad en la Escritura


1.1 La inspiración de la Biblia
1.1.1 La inspiración de la Sagrada Escritura: historia y doctrina
“Tú, en cambio, persevera en lo que aprendiste y en lo que creíste, teniendo presente de quiénes lo
aprendiste, y que desde niño conoces las Sagradas Letras, que pueden darte la sabiduría que lleva a la
salvación mediante la fe en Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada por Dios (theopneustos) y útil para
enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia; así el hombre de Dios se encuentra perfecto
y preparado para toda obra buena.” (2 Tim 3,14-17).
El modelo de la Escritura inspirada: la apocalíptica
En Israel después del destierro, con los cielos cerrados, asistimos a la “ascensión” o el “rapto” del
“profeta”, que escribirá bajo el dictado del Espíritu o de sus agentes angélicos, o por lo menos leerá lo
inscrito en las “tablillas celestiales”. Tal fue el nacimiento decisivo de la escritura apocalíptica, el modelo
de la escritura inspirada que contiene, además en sí misma la explicación mítica del acto de la inspiración.
La característica más importante de esta literatura era estar firmada, y la firma era esencial: la obra
se ponía bajo la autoría de un gran personaje del pasado, haciendo de ellos “autores” verdaderos de la
historia actual y actualizada del mundo. El Apocalipsis perfecto será cristiano, y llevará la firma de
Jesucristo.
Filón de Alejandría
Basándose en elementos de filósofos griegos anteriores, Filón construyó una verdadera teoría de la
inspiración. He aquí los textos principales:
“Están los que descifran los prodigios, los augures, los auríspices y todos los demás expertos en
adivinación, cuyas actividades consisten francamente hablando en una ciencia de maleficios sabiamente
apañada y que no es más que una imitación adulterada de la posesión y de la profecía divinas. Porque el
profeta no publica absolutamente nada de su cosecha, sino que es intérprete de otro personaje, que le
inspira todas las palabras que pronuncia, en el mismo momento en que la inspiración lo capta y él pierde
la conciencia de sí mismo, ante el hecho de que su razón emigra y abandona la ciudadela de su alma,
mientras que el Espíritu divino la visita y pone en ella su residencia, haciendo resonar y mover desde
dentro toda la instrumentación vocal para manifestar claramente lo que predice”. (Las leyes
específicas,IV,48-49).
“El texto sagrado atestigua el carácter profético de todo hombre virtuoso; el profeta no expresa
ninguna palabra que le sea personal; todo es de otro, de alguien que habla en él. Al hombre malvado no le
está permitido ser intérprete de Dios, de manera que ningún hombre perverso está inspirado por Dios en
sentido propio; esto le conviene solamente al sabio, ya que sólo él es instrumento sonoro de Dios, cuyas
cuerdas toca Dios invisiblemente con su plectro”. (El heredero, 259).
38

Filón extiende el campo de la inspiración a la versión de los Setenta, legitimando por el argumento
decisivo del origen divino la autoridad de las Escrituras helenizadas. Lo siguen en este camino algunos
padres como san Ireneo y san Agustín. En nuestro siglo, Benoît y Le Deaut, entre otros.
Flavio Josefo
Escribe después del año 70, con un discurso fundamentalmente anticristiano. Resulta significativa
la ausencia del tema de la inspiración de las Escrituras, con una sola excepción: “... sólo las profecías
contaban con claridad los hechos lejanos y antiguos por haberlos sabido gracias a una inspiración
divina, y los hechos contemporáneos según ocurrían ante sus ojos” (Contra Apión 1,37), donde usa el
término griego no bíblico epinoia, que Filón jamás utiliza. Para el tiempo de Josefo, la inspiración es un
concepto cristiano.
Los Santos Padres
La enseñanza de los Padres sobre este tema se puede presentar en cinco expresiones
características:
1. Las Escrituras son sagradas, santas o divinas
2. Las Escrituras están inspiradas por el Espíritu Santo
3. Dios es el autor de las Escrituras
4. El autor inspirado es instrumento de Dios
5. Las Escrituras son palabra de Dios
Desde finales del siglo I (Clemente Romano) se afirma la inspiración del Nuevo Testamento,
considerado al menos parcialmente. Para la primitiva iglesia, las Escrituras consistían ante todo en lo que
más tarde, a partir de finales del s. II o principios del III se llamó Antiguo Testamento. Por otra parte, hay
una continuidad sustancial entre la doctrina de Filón y la de los Padres sobre la inspiración.
Declaraciones del Magisterio
Los Statuta Ecclesiae antiqua (DS 325; mediados o fines del siglo V).
En el examen de la fe antes de la ordenación episcopal se dice: “Debe ser interrogado también si cree
que el autor y Dios del Nuevo y del Antiguo Testamento, es decir, de la Ley y de los Profetas y de los
Apóstoles es único y el mismo...”
Concilio de Florencia (Decreto para los jacobitas 1442; DS 1334-6; D 706-7).
“Profesa que uno solo y mismo Dios es autor del Antiguo y Nuevo Testamento, es decir, de la ley, de
los profetas y del Evangelio, porque por inspiración del mismo Espíritu Santo (Spiritu Sancto inspirante)
han hablado los Santos de uno y otro Testamento.” Sigue luego la lista de los libros canónicos y la
condena de los maniqueos: “Además, anatematiza la insania de los maniqueos, que pusieron dos primeros
principios, uno de lo visible, otro de lo invisible, y dijeron ser uno el Dios del Nuevo Testamento y otro el
del Antiguo.”
3. Concilio de Trento (Decreto sobre la aceptación de los sagrados libros y tradiciones 1546; DS 1501;
D 783).
“... y viendo perfectamente que esta verdad y disciplina se contiene en los libros escritos y en las
tradiciones no escritas que, transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros desde los
apóstoles, quienes las recibieron o bien de labios del mismo Cristo, o bien por inspiración del Espíritu
Santo (Spiritu Sancto dictante),... así del Antiguo como del Nuevo Testamento, como quiera que un solo
Dios es autor de ambos, y también las tradiciones... como oralmente por Cristo o por el Espíritu Santo
dictadas y por continua sucesión conservadas en la Iglesia católica.”
4. Concilio Vaticano I (Constitución dogmática “Dei Filius” sobre la fe católica 1870; DS 3006; D
1787).
“... Estos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, íntegros con todas sus partes, tal como se
enumeran en el decreto del mismo Concilio (Trento), y se contienen en la antigua edición Vulgata latina,
han de ser recibidos como sagrados y canónicos. Ahora bien, la Iglesia los tiene por sagrados y canónicos,
no porque compuestos por sola industria humana, hayan sido luego aprobados por ella; ni solamente
porque contengan la revelación sin error; sino porque escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a
Dios por autor, y como tales han sido entregados a la misma Iglesia.” Y el Canon: “Si alguno no recibiere
39

como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada Escritura, íntegros con todas sus partes, tal como los
enumeró el santo Concilio de Trento, o negare que han sido divinamente inspirados, sea anatema.”
5. León XIII (Encíclica Providentissimus Deus 1893; DS 3288-93; D 1950-52).
“... es absolutamente ilícito ora limitar la inspiración solamente a algunas partes de la sagrada
Escritura, ora conceder que erró el autor mismo sagrado... Todos los libros que la Iglesia recibe como
sagrados y canónicos, han sido escritos íntegramente, en todas sus partes, por dictado del Espíritu Santo, y
tan lejos está que la divina inspiración pueda contener error alguno, que ella de suyo no sólo excluye todo
error, sino que los excluye y rechaza tan necesariamente como necesario es que Dios, Verdad suprema, no
sea autor de error alguno... Por ello, es absolutamente inútil alegar que el Espíritu Santo tomara a los
hombres como instrumento para escribir, como si, no ciertamente al autor primero, pero sí a los escritores
inspirados, se les hubiera podido deslizar alguna falsedad. Porque fue Él mismo quien, por sobrenatural
virtud, de tal modo les asistió mientras escribían, que rectamente habían de concebir en su mente, y
fielmente habían de querer consignar y aptamente con infalible verdad expresar todo aquello y sólo
aquello que Él mismo les mandara...
... los escritores sagrados o, más exactamente, “el Espíritu de Dios que por medio de ellos hablaba, no
quiso enseñar a los hombres esas cosas (es decir, la íntima constitución de las cosas sensibles), como
quiera que para nada habían de aprovechar a su salvación”, por lo cual, más bien que seguir directamente
la investigación de la naturaleza, describen o tratan a veces las cosas mismas o por cierto modo de
metáforas o como solía hacerlo el lenguaje común de su tiempo...”
6. Bajo Pío X, Santo Oficio (Decreto Lamentabili: errores de los Modernistas 1907; DS3409-12; D 2009-
12)
- excesiva simplicidad o ignorancia manifiestan los que creen que Dios es verdaderamente autor de la
Sagrada Escritura
- la inspiración de los libros del Antiguo Testamento consiste en que los escritores israelitas enseñaron
las doctrinas religiosas bajo un particular aspecto poco conocido o ignorado por los gentiles
- la inspiración divina no se extiende a toda la Sagrada Escritura, de modo que preserve de todo error a
todas y cada una de sus partes
- si el exegeta quiere dedicarse con provecho a los estudios bíblicos, debe ante todo dar de mano a toda
opinión preconcebida sobre el origen sobrenatural de la Escritura e interpretarla no de otro modo que
los demás documentos puramente humanos.
7. Benedicto XV (Encíclica Spiritus Paraclitus 1920; DS 3650; D 2187).
“... los libros de la sagrada Biblia fueron compuestos bajo la inspiración, o sugerencia, o
insinuación, o incluso dictado del Espíritu Santo; más aún, que fueron escritos y editados por Él mismo;
sin poner en duda, por otra parte, que cada uno de sus autores, según la naturaleza e ingenio de cada cual,
hayan colaborado con la inspiración de Dios.”
8. Pío XII (Encíclica Divino afflante Spiritu 1943; DS 3829-30; D 2294).
El autor sagrado es instrumento del Espíritu Santo, pero “instrumento vivo y dotado de razón”. El
intérprete debe esforzarse por “averiguar cuál fue el carácter y condición de vida del escritor sagrado, en
qué edad floreció, qué fuentes utilizó ya escritas ya orales y qué formas de decir empleó. Porque así podrá
conocer más plenamente quién haya sido el hagiógrafo y qué haya querido significar al escribir... qué
géneros literarios quisieron usar y de hecho usaron los escritores de aquella vetusta edad... las formas y
maneras de decir... que se usaban entre los hombres de su tiempo y de su tierra.”

1.1.2 El Concilio Vaticano II: análisis de DV 11a


Los aportes principales de la Constitución se centran en los siguientes puntos:
a. Revelación e inspiración
La Providentissimus Deus presentaba la inspiración en función de la inerrancia, como carisma para
evitar el error. El Vaticano I ya colocaba la inspiración en el capítulo sobre la revelación, pero sin
relacionarlas entre sí, limitándose a afirmar que la Escritura contiene sin error la revelación. La Dei
Verbum precisa que la acción inspiradora se ordena a poner por escrito la revelación.
b. La intervención divina en la inspiración
40

“Para que obrando Él mismo en ellos y por ellos, todo y sólo lo que Él quería... pusieran por
escrito.” La comparación con la frase de la Providentissimus que subyace muestra el camino recorrido: ya
no se habla de la iluminación del entendimiento ni del influjo sobre la voluntad; sólo queda la mención de
la puesta por escrito, es decir, el impulso para la redacción (pero no como asistencia previniente de error
material). Ha cambiado la perspectiva: DV mira a la inspiración desde el punto de vista de la conservación
y transmisión de la revelación por vía escrita; como un carisma análogo a la transmisión infalible por la
predicación oral apostólica.
c. La acción propia de los escritores sagrados
“Dios eligió hombres, que usaban de todas sus facultades y talentos, para que obrando Él mismo en
ellos y por ellos... como verdaderos autores pusieran por escrito.” La concisa afirmación recoge todos los
elementos que constituyen la aportación humana del escritor sagrado: la elección divina, la plenitud de sus
facultades, el verdadero carácter de escritores. El esquema primero conservaba la detallada descripción de
León XIII; el texto final suprime toda terminología filosófica como causa instrumental o instrumento.
Con ella ha caído también en desuso la expresión causa principal aplicada a Dios.
d. Dios, autor de la Escritura
La denominación es clásica, pero la aplicación a los escritores humanos del mismo término ( veri
auctores) pide un discernimiento teológico. La doctrina de la analogía permite aplicar esta perfección
mixta de la creatura a Dios de forma impropia. No obstante, en la Encarnación se han asumido actividades
específicamente humanas como estrictamente aplicadas a Dios. Dios “ha hablado” en sentido propio. El
nombre de auctor se puede, pues, aplicar a Dios en sentido propio gracias a la acción instrumental que le
atribuye acciones estrictamente humanas.
e. Los efectos de la inspiración
La opinión más generalizada es que el efecto primero y más propio de la inspiración consiste en
constituir a la Biblia en palabra de Dios, de donde se sigue por necesidad el que la Biblia carezca de error.
Sin embargo, la doctrina del Vaticano II identifica palabra de Dios y revelación. La Escritura no es palabra
de Dios por la inspiración; lo es por contener la revelación, que es palabra de Dios. Así, el efecto propio y
formal de la inspiración es constituir a la palabra de Dios en palabra conservada por escrito. En otras
palabras: el efecto formal de la inspiración es la Escritura.

La cuestión del aspecto social de la inspiración no encontró eco en el texto final de DV,
quedando abierta a la libre discusión de los especialistas. En el debate preconciliar algunos autores
importantes, como Charlier, Grelot, Cazelles y Rahner habían enfatizado este aspecto. Si se toma en
cuenta la doctrina general de la Constitución, el tema se expondría así: la comunidad de salvación, que es
el pueblo de Israel en el AT y la Iglesia en el NT, recibe la revelación de los enviados (los profetas,
Cristo); ésta es la automanifestación de Dios, no inmanente al profeta, sino trascendente; por lo tanto, no
asimilable a la operación inmanente de la creación literaria. Sin embargo, la comunidad recibe la palabra,
la conserva, la asimila, la vive, la transmite y, llegado un determinado momento, procura que se fije en
fórmulas escritas. Literariamente, la sociología de la inspiración abarcaría todo el conjunto de leyes y
condicionamientos sociales que llevan a la comunidad a la objetivación literaria de su fe por medio de
individuos privilegiados que llevan a cabo dicha objetivación, como testigos de la fe de la comunidad,
utilizando medios de naturaleza tan esencialmente sociales cuales son la palabra y las formas literarias.
1.2 La verdad de la Escritura
1.2.1 Inerrancia y verdad de la Escritura: historia y doctrina
Los cristianos han creído siempre en la Verdad de la Escritura. Es una certeza unida al hecho de
que la Biblia es palabra de Dios.
Ante los ataques de los paganos, los Padres procuran hacer concordar los textos bíblicos. Puede
resumirse su postura en el célebre axioma de san Agustín: “Creo firmemente que ningún autor ha
cometido error alguno al escribir. Si en las Escrituras hallo algo que parece contrario a la verdad, me
hago el siguiente planteamiento: o bien se trata de un manuscrito defectuoso, o bien el traductor no
entiende lo que aquél dice, o bien soy yo en que no lo entiendo.” (Cartas 82,1,3: PL 33,277).
41

Para santo Tomás quidquid in Sacra Scriptura continetur, verum est (Quodl. 12,17,7,1), aunque
matiza mucho más: ante varias interpretaciones, hay que rechazar aquellas que parezcan falsas a la razón y
el conocimiento profético de que los autores sagrados han gozado es muy variable.
El progreso científico pondría bruscamente a prueba esta doctrina tradicional. En el siglo XVI, en
las ciencias de la naturaleza, el “caso Galileo” es típico. En el siglo XIX, las ciencias humanas cuestionan
una noción de inerrancia mal comprendida; la crítica histórica parece conducir a un callejón sin salida.
Se dan entonces algunos intentos de solución. Newman reconoce la verdad de conjunto de la
Escritura, pero podría excluirse lo que él llama los obiter dicta, frases sin importancia que el escritor
sagrado ha puesto por casualidad. Loisy propone reconocer una verdad relativa a los tiempos y a lugares
en que los escritos fueron compuestos, deslizándose hacia tesis modernistas. D´Hulst y otros proponen
restringir la inspiración solamente a las materias de fe y costumbres. Todos los intentos se movían en la
limitación material, distinguiendo en la Biblia una parte profana y una parte sagrada.
Las encíclicas van aportando respuestas. León XIII excluye toda limitación material en la Biblia,
pero a la vez no la sitúa en el mismo plano que las ciencias de la naturaleza: los autores bíblicos hablaban
de las realidades materiales al modo en que éstas eran conocidas en su tiempo, en función de las
apariencias. Pero el problema se agrava al considerar la historia: ¿puede hablarse de una historia “según
las apariencias”? La encíclica de Benedicto XV pone coto a estas desviaciones. Pero será Pío XII quien
complete la obra de sus predecesores al introducir la necesaria consideración de los géneros literarios en
la tarea exegética.
Después de la Divino afflante Spiritu, la exégesis católica (Coppens, Benoit) explican la inerrancia
con el recurso a los géneros literarios, añadiendo la intención del autor y el sentido pleno ( sensus plenior).
Durante el Concilio Vaticano II, autores como P. Grelot, N. Lohfink y L. Alonso Schökel amplían y
enriquecen la perspectiva al hablar de verdad de la Escritura (más que de inerrancia), destacando el
objeto formal de la revelación y su carácter progresivo. Así preparan de cerca la gran aportación de DV.

1.2.2 El Concilio Vaticano II: análisis de DV 11b


Marca el punto de maduración del problema, tras un largo y laborioso camino, porque da
finalmente, un principio teológico claro y seguro acerca del modo de entender la doctrina tradicional de la
verdad de la Escritura. “Como todo lo que afirman los autores inspirados o hagiógrafos se debe tener
como afirmado por el Espíritu Santo, hay que profesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente,
con fidelidad y sin error, la verdad que Dios para nuestra salvación quiso consignar en las Sagradas
Letras.”
El cambio fundamental se da en el tercer esquema de DV, donde la atención no se fija ya sobre lo
que no está en la Escritura (ab errore), sino sobre lo que se nos ha dado, sobre la verdad que ella contiene.
El esquema IV contiene la frase veritas salutaris, para sobreentender también los hechos conectados con
la historia de la salvación. Por apelación e intervención del Papa, finalmente se llega a la fórmula sin
equívoco del texto final. La Escritura contiene la verdad que Dios ha querido incluir para nuestra
salvación. No se trata de las verdades de fe, de las verdades religiosas, sino de la verdad en relación con la
salvación.
Este aporte fundamental ha sido recibido con entusiasmo e interpretado unánimemente en sentido
formal. Sin embargo, parece que el nostrae salutis causa hay que entenderlo más ampliamente también en
sentido final. En efecto, no debe olvidarse que las Escrituras, la verdad, deben vivificarme actualmente.
En el lenguaje de Orígenes, deberíamos decir: es el Padre el que es la Verdad totalis totaliter; Cristo es
Veritas pro nobis. En la Escritura encuentro la verdad que me llama ahora y me impulsa hacia la parusía.
La cita de 2 Tim no es “decorativa”: el Concilio afirma la utilidad de la Escritura, su valor
salvífico, completando así la doctrina sobre la inspiración. En efecto, escuchar el Evangelio es enfrentarse
con la realidad decisiva que exige la decisión radical. El desarrollo de las implicancias llegará en el
capítulo VI.
42

VI. El testimonio: los signos y la credibilidad de Jesús y la Iglesia

1. Signos y credibilidad de la revelación


1.1 Aproximación filosófica y teológica a los “signos”
La revelación cristiana es creíble, la fe es razonable, y la Teología fundamental tiene como misión
mostrar, a creyentes y no creyentes, la credibilidad de la revelación y la razonabilidad de la fe (cf. 1 Pe
3,15).
Por credibilidad entendemos “la propiedad de la revelación cristiana por la que, a través de
signos ciertos, aparece acreditada como realidad adecuada al conocer humano y, por tanto, digna de ser
creída” (C. Izquierdo). Mostrar la credibilidad de la revelación y la razonabilidad de la fe consiste, pues,
en proponer e interpretar los signos que acreditan el mensaje cristiano como revelación procedente de
Dios y, por eso, como creíble con fe divina.
Como el descubrimiento de la amabilidad de una persona es el presupuesto del amor, así la
percepción de la credibilidad de la revelación es el presupuesto de la fe, si bien el acto de creer es distinto
del juicio de credibilidad como el acto del amor es diferente de la percepción de la amabilidad. Es
necesario, pues, distinguir bien entre el motivo de la fe, que es la autorrevelación de Dios, y los motivos de
credibilidad, que son los signos que acreditan ante la razón el mensaje cristiano, y así mueven a la
voluntad a creer.
Puede verse la dificultad teológica del planteo del problema, análogo al del analysis fidei: deben
conciliarse la gracia y la libertad, la certeza y la oscuridad en el proceso de la fe.
Nos guiará la realidad de los signos. Luego de una rápida consideración del tema en la filosofía
contemporánea, haremos una presentación de la historia de la doctrina teológica.
Para una aproximación filosófica, debe introducirse en la capa más profunda del análisis del
lenguaje: la semántica, que es la investigación sobre el significado del lenguaje. Una definición
universalmente aceptada: signo es “cualquier objeto o acontecimiento utilizado como alusión a otro
objeto o acontecimiento”. Puede resultar útil analizar al menos tres aspectos esenciales:
1. Aspecto histórico. El signo está inserto y sometido a las leyes de la dinámica histórica. Allí se dan la
mutabilidad y la estabilidad, sólo en apariencia contradictorios. Por la primera, la relación entre
significado y significante sufre alteraciones con el tiempo. Por la segunda, el signo posee un
significado original propio que viene impuesto por la tradición y por la “inercia colectiva” (De
Saussure).
2. Mediación. Se trata aquí de la cuestión del “porqué” del signo y de su uso; es decir, de la relación
entre el objeto significante y su contenido que se quiere significar, esto es, lo significado. Se puede
intentar una primera clasificación:
. signo-índice tiene una conexión física con el objeto que indica (humo/fuego)
. signo-símbolo arbitrario, establecido convencionalmente por consenso (balanza/justicia)
. signo-imagen remite a un contenido ulterior por propiedades intrínsecas que corresponden a las
mismas propiedades de lo significado (fórmula lógica; imagen mental)
. signo-estético autorreflexivo; remite a lo significado sin poder prescindir del significante (obra de
arte)
3. Comunicación. El signo se hace lenguaje expresivo, capaz de crear autonciencia y relación
interpersonal. Se establece un esquema de este tipo: fuente-emisor-canal de transmisión-mensaje-
destinatario.
Concretamos así la definición de signo: “todo aquello que, fundamentándose históricamente, permite
el conocimiento del misterio creando las condiciones para la comunicación interpersonal”.
Para una aproximación teológica, hay que hacer dos observaciones:
Mientras que la filosofía habla de la palabra, la teología habla de la Palabra. La reflexión proviene y está
orientada hacia una Palabra que, aunque fragmentada en palabras humanas, las trasciende y sintetiza. La
analogía es imprescindible.
43

El proceso de conocimiento parte de la experiencia, pasa mediante la inteligencia y el juicio hasta llegar a
la decisión. También en el dato teológico lo comprendido racionalmente debe convertirse en experiencia
de vida. Por lo tanto, se incluye e impone en la teología la significatividad, la relación con la vida.

En el Antiguo Testamento el signo no se consideró nunca como un instrumento especulativo. Va


siempre ligado a unos hechos concretos, visibles, a unos acontecimientos que comprometen a quien los
percibe, como protagonista. El signo (´ôt) de la presencia de YHWH en medio de su pueblo, como
verificación de la fidelidad de la alianza, puede percibirse a través de los diversos signos. Se perciben tres
momentos:
- historia; especialmente en la liberación de Egipto, la alianza del Sinaí y las fiestas litúrgicas
- naturaleza; el Dios Salvador es el Creador de todo: arco iris (Gn 9); estrellas del cielo (Sal 8; Gn 15);
circuncisión en el propio cuerpo (Gn 17).
- hombre; acciones, expresiones y experiencias de los profetas (cf. Oseas, Jeremías, Ezequiel...).
Con todo esto, puede pensarse en una “pedagogía de los signos” que Dios utilizó para su pueblo Israel.

En el Nuevo Testamento el término (sêmeion) es frecuente y diversificado en su uso. En los


sinópticos los signos parecen reflejar la característica del obrar mismo de Jesús, en una dialéctica de
revelación y ocultamiento. Ayudan a comprender su comportamiento; y al realizarlos, Jesús se pone en
condición de expresarse a sí mismo y de darse a conocer en el misterio de su acción de revelación. En el
evangelio de Juan los signos tienen una densidad y significación sin precedentes (cf. 20,30-31). En ellos
Jesús revela su gloria; se revela como el Enviado, Hijo del Padre; y suscita la fe en Él y en su Padre Dios.
Con su dialéctica propia, los signos piden una decisión radical: aceptación en la fe o rechazo. Se percibe la
tendencia de concentración en la persona de Jesús, y en particular en su hora, la de su Pascua. Éste será el
signo supremo: la muerte por amor. Jesús decidió de su vida dando a la historia futura el signo más
profundo de la verdad y la libertad, que puede aprovechar al hombre que basa su existencia en la
obediencia a Dios.
En la Tradición, hay que señalar en primer lugar el Concilio II de Orange, que contra los
semipelagianos acentúa la gratuidad de la fe: “El inicio de la fe y el afecto piadoso de credulidad no
procede de la buena voluntad del hombre sino de la inspiración del Espíritu Santo”; por eso “No se
puede consentir a la predicación evangélica sin la iluminación e inspiración del Espíritu Santo” (D(H)
375/377; Dz 178/180). San Agustín, como otros Padres, destaca también que el acto de fe, esencialmente
gratuito, es racional, pues nadie creería si no entendiera que debe creer y nadie cree sino queriendo
libremente.
Santo Tomás sintetiza y armoniza los datos precedentes. El creyente tiene razones para creer, no
para saber; exteriormente tiene los milagros que confirman o acreditan la doctrina como revelada por Dios
y sobre todo tiene interiormente el impulso interior de Dios que lo invita a creer. Pero nada de eso conduce
a una evidencia que impida la libertad o el mérito de la fe. Las razones para creer son la condición para
que nuestra fe sea razonable, no son propiamente el motivo de la misma, pues creemos apoyados sólo en
la autoridad de Dios (cf. ST II-II,1-2). Por otra parte, la percepción de los signos de credibilidad no es
fruto de la sola razón, sino de la gracia de la fe, el lumen fidei.
El protestantismo concebía la fe como fiducia fiducialis, sin más presupuesto que la escucha de la
Palabra de Dios que crea las condiciones de su acogida. El Concilio de Trento defiende la cooperación
del hombre con la gracia: la gracia no anula la libertad del hombre en la fe y el aspecto fiducial de la fe no
anula su aspecto cognoscitivo, su carácter de asentimiento intelectual (cf. D(H) 1524-1525; 1555; Dz 796-
797; 815).
Luego se va constituyendo la Apologética en el contexto del deísmo, racionalismo y fideísmo. El
Concilio Vaticano I reafirma la sobrenaturalidad de la revelación y de la fe y a la vez la credibilidad de la
revelación y la racionalidad de la fe:
“Para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón, quiso Dios que a los auxilios internos del
Espíritu Santo se juntaran argumentos externos de su revelación, a saber, hechos divinos y, ante todo, los
milagros y las profecías que, mostrando de consuno luminosamente la omnipotencia y ciencia infinita de
44

Dios, son signos certísimos y acomodados a la inteligencia de todos, de la revelación divina” (D(H)
3009; Dz 1790).
“Porque a la Iglesia Católica sola pertenecen todas aquellas cosas, tantas y tan maravillosas, que han
sido divinamente dispuestas para la evidente credibilidad de la fe cristiana. Es más, la Iglesia por sí
misma, es decir, por su admirable propagación, eximia santidad e inexhausta fecundidad en toda suerte
de bienes, por su unidad católica y su invicta estabilidad, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad
y testimonio irrefragable de su divina legación”. (D(H) 3010; Dz 1794)

La teología más tradicional explica la fe y la credibilidad destacando los factores religiosos y


sobrenaturales de todo el proceso de la fe, pero a partir de M. Elizalde (1662), por influencia del
racionalismo, se ha impuesto una teoría que explica la fe en términos de estricta racionalidad. La
credibilidad se vuelve un círculo racional y demostrativo cerrado, basándose exclusivamente en los
criterios externos, privilegiando los milagros físicos, vistos como prodigios más bien que como signos.
Una atención mayor al sujeto concreto y a los factores morales y sobrenaturales del proceso renovó la
Apologética hacia la Fundamental. Merecen destacarse dos importantes autores de principios de siglo XX.

1.2 Concepción analítica y sintética de la credibilidad


A. Gardeil (1859-1931) representa la concepción analítica: la credibilidad, “aptitud de la
revelación para ser creída con fe divina”, es el resultado de una argumentación racional basada en
motivos objetivos, que demuestra el hecho de la revelación con una certeza moral cuya expresión es el
juicio de credibilidad, previo al acto de fe. Las razones del corazón pueden hacer desear la fe como algo
bueno; pero sólo los argumentos racionales pueden demostrarlo como verdadero.
Luego describe detalladamente todo el proceso, que puede sintetizarse así: la “credibilidad
simple”, fruto del análisis racional se transforma en “credibilidad necesitante” y certeza moral por el
influjo de las disposiciones morales y la gracia y en “credibilidad imperativa” y certeza infalible ya en el
“juicio de credentidad” que acompaña a la fe: juicio práctico que contiene la evidencia de que yo debo
creer. Las personas sencillas reciben la ayuda de las “suplencias subjetivas”. [Lo sigue R. Garrigou-
Lagrange]
P. Rousselot (1878-1915) quiere explicar la fe de los sencillos y, desde ella, entender el proceso
normal de la fe común a todos los creyentes (concepción sintética). Según él, la credibilidad no es un
término quod previo al acto de fe, sino un medio o condición quo que forma parte del acto de fe. Las
claves de explicación son: la gracia como luz que nos permite ver los signos de la credibilidad, la
causalidad recíproca entre entendimiento y voluntad y la percepción sintética de los signos.
La gracia nos da nuevos ojos para ver los signos de credibilidad como tales; nos permite efectuar
la síntesis de los motivos que no alcanzaría la sola razón natural: sólo ella posibilita la perfecta
racionalidad de la credibilidad y del acto de fe. Lo precedió Newman y lo sigue Alfaro. Lo común en
todos ellos es el esfuerzo de sustituir un concepto de razón estrechamente analítica y abstracta por una
razón cuya actividad es de tipo sintético: síntesis de gracia, afectividad y entendimiento que logra
descubrir la convergencia de varios indicios o signos, que sólo resultan realmente significativos gracias a
ese conocimiento por convergencia.

1.3 Modelo personalista de credibilidad: El Concilio Vaticano II

Tres Constituciones del Vaticano II establecen tres principios importantes para nuestro tema: DV,
el principio cristológico; LG, el principio eclesiológico; GS, el principio antropológico.
DV presenta la revelación como un proceso de autotestimonio, autocomunicación y
automanifestación personal, trinitaria y cristocéntrica, que comenzó con la creación y culmina en
Jesucristo, mediador y plenitud, que la “completa y confirma con testimonio divino” (DV 2; 4). Así, Él es
el signo fundamental de credibilidad. Todos los signos de la revelación y de la credibilidad quedan
concentrados en Jesucristo y deben ser entendidos en clave cristológica, como signos interpersonales,
irradiación de la significatividad de Jesucristo.
45

Esta concentración y personalización de los signos permite una jerarquización:


1. la globalidad de la persona de Cristo y su autotestimonio
2. la muerte, la resurrección y el envío del Espíritu Santo como signos específicos y característicos de la
era mesiánica y, por tanto, de la plenitud de la revelación
3. los diversos signos y milagros que acompañan la vida terrena de Jesús y muestran su poder (dynamis)
4. todas las palabras y los gestos que realiza, ya que toda su persona es presencia de Dios en medio de
los hombres.

LG hace la aplicación a la realidad de la Iglesia: “Cristo es la luz de los pueblos” y “la Iglesia es
en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y la humanidad” (LG 1);
sacramento universal de salvación, en analogía con el misterio del Verbo encarnado (cf. LG 8; 9). “Dios
manifiesta a los hombres en forma viva su presencia y su rostro en la vida de aquellos hombres como
nosotros que con mayor perfección se transforman en la imagen de Cristo”. (LG 50).

GS puede considerarse una Carta Magna de una nueva teología fundamental, sobre todo de una
teología de la credibilidad vinculada a la experiencia y a la práctica cristiana. Es un documento necesario
para completar las perspectivas “descendentes o desde arriba” de DV y LG. En GS la Iglesia es presentada
en relación con las otras iglesias, religiones y con el mundo secular. Es en esta relación solidaria como la
Iglesia puede ser signo, en la preocupación compartida por salvar a la persona y renovar la sociedad y en
la búsqueda de soluciones humanas para los problemas del hombre de hoy (GS 3).
El punto de partida es la experiencia humana (cf. GS 19; 22). En la búsqueda de testigos y
signos de sentido el hombre se encuentra con los signos de los tiempos en los cuales está presente y actúa
el Espíritu Santo y es tarea de la Iglesia discernir e interpretar estos signos, como resplandor de Jesucristo,
el signo fundamental de la revelación (cf. 4; 11; 14). Finalmente, es en el diálogo con el mundo donde la
Iglesia será creíble, mostrando a Jesucristo como clave de inteligencia para el hombre. Ya la encíclica
Ecclesiam suam de Pablo VI (nn. 54-111) y GS 92, permiten decir que la triple demostración con la que
se busca la credibilidad del cristianismo puede transformarse hoy en un triple diálogo: ecuménico con las
otras iglesias cristianas para buscar la unidad gracias a la cual el mundo crea (cf. Jn 17,21 y Congar: “la
verdadera apologética es el ecumenismo”); diálogo interreligioso para descubrir y testimoniar juntos la
verdad de la religión y su sentido y poder liberador para los hombres; diálogo con las ideologías no
religiosas para descubrir y realizar juntos la plena vocación del hombre.

2. La credibilidad de Jesús de Nazaret: para una cristología fundamental

Notamos una vez más el enorme cambio y progreso en este tema, desde las perspectivas del
Concilio Vaticano I y la demonstratio christiana. El antiguo tratado De Christo Legato divino procuraba
probar por medio de los milagros que hizo y las profecías que se cumplieron en Él (=signos externos a la
doctrina), que Jesús era el Legado de Dios. Hoy, en la perspectiva del Vaticano II la “monstratio
christiana” integrada en la cristología fundamental, contempla a Jesucristo como el testigo que completa
y confirma la historia de la revelación y como el signo fundamental de credibilidad, centro de irradiación
sobre todos los otros signos. [Así los antiguos tratados dogmáticos De Verbo Incarnato y De Verbo
Redemptore se han convertido en la cristología y soteriología que componen la moderna cristología
dogmática.]
A esta cristología fundamental corresponden los siguientes tres temas y tareas básicos.

2.1 Acceso histórico a Jesús de Nazaret


Aquí se trata del problema del acceso histórico a Jesús de Nazaret, que, por supuesto, no pretende
agotar el misterio de su persona, sino recoger todos los testimonios testamentarios y extrabíblicos acerca
de Jesús y someterlos a la crítica histórica sana [Esto supone establecer y aplicar con rigor y sensibilidad
los criterios de historicidad; nos remitimos a lo visto en Orígenes Cristianos]. Hoy hemos superado el
dogmatismo de los fundamentalistas ingenuos y el de los escépticos hipercríticos, y podemos acceder a la
46

figura histórica de Jesús: su enseñanza, su actividad, su causa y su estilo vital, su destino; un hombre de tal
calidad humana, ética y religiosa, que realmente resulta un testigo creíble, entonces y ahora.
En esta investigación han encontrado un lugar los milagros, ya no como meros “prodigios” (“El
milagro es un hecho extraordinario, efectuado por la omnipotencia de Dios, fuera de las leyes de la
naturaleza”, decía el antiguo Catecismo). En la nueva perspectiva serán signos del Reino, signos de
salvación. No son pruebas evidentes, ya que eran realizados “para suscitar y robustecer la fe de los
oyentes, no para ejercer coacción sobre ellos” (DH 11). La crítica histórica los mostrará como relativos a
una época determinada, y la reflexión los relacionará entre sí y con la figura total de Jesús, para
profundizar en su sentido.
La profecía ha quedado, en cambio, más marginada. En parte por un planteo quizá demasiado
analítico del “cumplimiento”, ya desacreditado desde Pascal. Las nuevas orientaciones buscan un sentido
a la profecía, en especial del Antiguo Testamento, y la más significativa propone el sensus plenior (sentido
más pleno) de los textos antiguos. En la interpretación de los textos bíblicos (sobre todo del AT), ya desde
la época de los Padres se había apelado, además del sentido literal, al sentido espiritual (alegoría,
tipología). Modernamente, Newman, Lagrange, Pesch y Prat parecen haber sido precursores de la idea del
sensus plenior, formulada por A. Fernández (1926) y seguida por Coppens, Benoit, Grelot y Brown. Éste
es un sentido más profundo, querido por Dios, aunque no claramente intentado por el autor humano, que
poseen algunos textos estudiados a la luz de la revelación ulterior o de una inteligencia más desarrollada
de esta Revelación. Por otra parte, Dreyfus replantea la “actualización” de la Escritura y Alonso Schökel
intenta una síntesis moderna a partir de la idea de símbolo, con Cristo como proto-símbolo. Así, habría que
decir que la profecía en sentido específico es una promesa y no una predicción; que esta profecía-promesa
tiene carácter escatológico, y por tanto tiene valor no como palabra sobre los hechos sino sobre el fin;
finalmente, que el lenguaje literario es simbólico-realista. El cumplimiento de las Escrituras no es
analítico sino global: la totalidad del misterio de Cristo.

2.2 La resurrección de Jesucristo: objeto de fe; motivos de credibilidad

Tenemos aquí el contenido, motivo y fundamento permanente de la fe de los cristianos; la resurrección


es la acreditación definitiva de la pretensión de Jesús y del kerygma eclesial sobre Cristo, de la verdad que
Jesús anunciaba y la verdad sobre Jesucristo proclamado Mesías e Hijo de Dios. El redescubrimiento de la
centralidad de la resurrección en la cristología es efecto y causa de una inmensa producción literaria.
La realidad de la resurrección no puede ser alcanzada como objeto de investigación histórica, como no
fue objeto de constatación empírica neutral para los testigos primitivos. Hemos de consultar los textos
neotestamentarios, que se integran para ofrecer un cuadro lo más real posible del acontecimiento. Marcos
pone el acento en el misterio; Mateo subraya el dato apologético; Lucas insiste en la función de los
testigos; Juan se apoya en el ver de los discípulos; Pablo ofrece el testimonio primitivo y más arcaico de
la profesión de fe. En todos ellos aparece la intención de expresar, bajo la forma de un lenguaje humano
que no lo puede contener, los rasgos salientes de un hecho real y concreto. Entre tanta diversidad, hay
características comunes: todos insisten en decir que de verdad el Señor ha resucitado; todos atestiguan que
Jesús se hizo ver y fue visto realmente por sus discípulos y por otros testigos; todos están de acuerdo en el
hecho de que el sepulcro está ahora vacío; todos describen los efectos concretos de la pascua que se
condensan en el kerygma.
Puede presentarse la comprensión teológica de estos resultados en algunos enunciados:
a. la resurrección es un hecho único. Se presenta como un hecho histórico y metahistórico (algunos
hablan de una historicidad análoga) irrepetible, que inaugura un nuevo modo de estar Jesús con los
hombres, sólo reconocible por la fe.
b. las apariciones se refieren a los efectos. El hecho no tiene testigos oculares. Se destaca la acción de
Dios (lo hizo visible), la libertad del Resucitado ya no sometido a ninguna ley física, y la realidad de la
experiencia de los discípulos. ¿En qué consistió la experiencia?, pregunta contemporánea, no bíblica.
c. el cambio de vida de los discípulos. Aún cuando la predicación de Jesús les había dado elementos que
no los dejaban totalmente inermes ante los hechos pascuales, la resurrección representó algo
47

desconcertante para ellos, que correspondió a un cambio radical de vida. ¡Salieron a conquistar el
mundo y a dar la vida!
d. el sepulcro vacío. Sin ser una prueba negativa de la resurrección, se integra en el testimonio: al ser el
Resucitado el mismo Crucificado, no puede ya estar en el sepulcro. Los relatos de la sepultura tienen
una inteligibilidad interna y una coherencia de fondo según los usos de la época.
e. la resurrección es un acontecimiento escatológico. Junto con la exaltación de Jesús y el don del
Espíritu Santo, determinan el comienzo de los últimos tiempos y de la realización definitiva del plan
salvífico de Dios. Como la profesa la fe, la resurrección es una acción que se prolonga continuamente
en la historia.
2.3 Carácter único y universal de Jesús. El “universale concretum”

La revelación divina es el descubrimiento del designio salvífico de Dios. Siendo éste una decisión
libre de Dios, sólo puede presentarse en un acontecimiento histórico, y por lo tanto, limitado. Pero si es la
revelación de Dios, tiene precisamente una peculiaridad que afecta absolutamente a todo el mundo. La
persona y la vida de Jesús de Nazaret son este acontecimiento, al que le corresponde ser universale
concretum.
Los intentos filosóficos de conjugar lo universal y lo concreto han fracasado; sólo en el espacio de la
teología cristiana se ha podido lograr reflexionando sobre Jesucristo en la fe pascual. Así Nicolás de Cusa
habla de “universalis contractio”.
El AT y la teología judía intentaron captar esto con las voces “Adán” y “sustitución vicaria” (del 4º
Canto del Siervo de Isaías). Con Jesús se logra, al considerar el “por muchos” o “por todos” de su muerte
salvífica. Así, toda la vida de Jesús se entiende como “existencia para los otros”: pro-existencia
(Schürmann). La condición que la posibilita es su ser palabra de Dios encarnada, y accesible en la fe
pascual.
El NT trae múltiples expresiones: Jesús es el Logos de Dios encarnado, el nuevo Adán, Mediador de
la Creación y la Redención, Cabeza de su Iglesia (con dimensiones cósmicas). Los Padres también: Ireneo
con la “recapitulación”; los griegos con la “redención física”; Agustín con el “Christus totus et caput et
corpus”, Anselmo con la “sustitución vicaria” y aún Lutero. La síntesis dogmática es la unión hipostática
(cf. Col 2,9).

3. La credibilidad de la Iglesia: para una eclesiología fundamental

De modo análogo a la cristología, la demonstratio catholica se ha transformado en la eclesiología


fundamental, que ve en el testimonio toda la fuerza y la debilidad de la Iglesia como signo de credibilidad.

Algunos trazos de historia. Frente a la crítica protestante, la Apologética usó la vía histórica o via
notarum para demostrar que la Iglesia católica es la verdadera Iglesia de Cristo, puesto que sólo en ella se
han realizado históricamente las notas con las que la dotó su Fundador –unidad, santidad, catolicidad y
apostolicidad- o, simplificando, la via primatus, que pretendía demostrar que sólo en la Iglesia se conserva
la forma de gobierno o régimen –primacial- querido por Cristo. Después, en el Concilio Vaticano I (sobre
todo por influencia del cardenal Deschamps) se propuso la vía empírica o de la Providencia: la Iglesia por
sus notas admirables “es por sí misma un grande y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio
irrefragable de su misión divina”; “un signo levantado entre las naciones”, Ecclesia, quae quasi concreta
est divina revelatio (Mons. Martí, relator). Tanto la Iglesia como los otros signos de credibilidad deben
entenderse no como premisas de un silogismo, sino que “su papel consiste en ponernos en contacto
personal con lo divino, en hacernos constatar, directamente, aunque oscuramente, e incluso tocar con los
dedos la intervención de Dios”. Deschamps pensaba que esta vía de la Providencia se adaptaba mejor a los
hombres sencillos que la demostración mediante milagros y profecías. La Iglesia es el milagro moral o
signo-símbolo que hay que interpretar como señal de la verdad que la sostiene.
48

El Vaticano II nos ha enseñado a ver de manera menos triunfalista la Iglesia como signo de la
revelación. La Iglesia es signo de credibilidad en la forma de testimonio: “testimonio fundante de los
primeros testigos, testimonio de vida de los seguidores de Jesús a lo largo de la historia” (Pié i Ninot),
gracias a lo cual la comunidad se convierte en signo que remite al Señor de la Iglesia. Pero la conducta de
los cristianos condiciona la fuerza de irradiación del testimonio eclesial, por eso la condición para la
credibilidad de la Iglesia es la fidelidad a través de una permanente reforma y el reconocimiento humilde
de sus culpas (LG 8; UR 4; 6; TMA). Fundamental es la santidad, pero hoy se requiere una santidad
encarnada, con una dimensión “mundana” que se traduce en signos “seculares” de justicia, unidad,
solidaridad y profetismo.
Un lugar particular ocupan los signos de los tiempos que se encuentran en el mundo y en la
historia del hombre. La Iglesia puede ser cristofanía, signo en el que irradia primordialmente Cristo, por
ser la comunidad del Espíritu Santo, que hace de ella presencia anticipada del Reino de Dios, de la Nueva
Creación iniciada en ella, gracias a la transformación de sus miembros y su práctica evangélica. Pero el
Espíritu Santo está también en el corazón del mundo y de la historia, inspirando los ideales y búsquedas
humanas, suscitando valores y semillas del Reino. Sólo quien es capaz de verlas en el mundo puede verlas
también en la Iglesia y descubrir a Jesucristo como el gran signo que da su sentido último a todos los
demás.

La revelación está cerrada en un sentido, en otro sentido se prolonga a lo largo de toda la historia.
Dios sigue revelándose a cada hombre y ofreciéndole signos de esa revelación en los acontecimientos de
la historia colectiva y de la vida personal. La fe nace cuando el hombre interpreta esos acontecimientos
como signos de una llamada personal, puestos en relación con la Iglesia y, mediante ella, con Jesucristo. P.
Ricoeur llama a la Iglesia “profeta del sentido”; está llamada a descifrar los acontecimientos del momento
presente.

Conclusión: La credibilidad del amor

Sólo es amor es creíble. “Sólo el amor es digno de fe” (H.U. von Balthasar). Dios se reveló como
amor dándonos a su Hijo y Jesús manifestó su amor dando la vida; así el amor es contenido de revelación
y de fe y a la vez signo de credibilidad. Por su amor fraternal, activo, por su pro-existencia, Jesús puede
inspirar, como modelo, la ética más elevada; pero su misión primordial no es la de ser modelo de amor
sino signo de la revelación del Amor Originario con el que Él y cada hombre es amado absolutamente
como hijo.
El hombre necesita, para descubrir a Jesucristo signo de la revelación del amor, ser fiel a su propia
vocación al amor, a amar y ser amado. A través de sus experiencias de sentido y de sinsentido el hombre
puede, debe, presentir que lo único que puede dar un sentido total a su vida es el amor. Amando al hombre
incondicionalmente, desviviéndose a favor de la vida de los otros, descubre que el amor con que ama es
un eco y señal del amor incondicional con que es amado; entonces está preparado para Jesús.
Cuando el hombre es fiel al misterio del amor, descubre que su vocación es también la esperanza:
“Amar a alguien es decirle: tú no morirás” (G. Marcel). La resurrección de Jesús es forma de vida ya
consumada para Él y promesa de vida consumada para cada hombre, confirmación de la expectativa
radical inseparable del amor, inseparable de la vida, que lo acompaña.

Vous aimerez peut-être aussi