Vous êtes sur la page 1sur 25

El cuento de navidad de Auggie Wren

Paul Auster

Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos
no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte
de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es
exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un
estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los
puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho
tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul
con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo
gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando
casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba
acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya
no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida.
A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie
se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó
como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante
embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo
dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera
manera de rechazarle.

Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En
una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos
negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al
día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina
de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía
en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías.
Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en
secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas
debajo de cada una.

Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi
primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto
nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición
que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio
de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando
las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me
miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando
las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí
otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los
cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida
que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico,
prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa
tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco
a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su
trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus
vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.

Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una
mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios

superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los
invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni
desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el
tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y
deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome
mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si
hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos
y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra
muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y
empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy
esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había
preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi
primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la
conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un
profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir
cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros
maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían
desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita
sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de
deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin
embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental?
Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de
imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.

No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la
cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba
Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo
realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.

—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a
comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo
que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y
fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al
fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.

—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas
de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de
tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo,
metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en
aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo,
empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del
mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media
manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo
me agaché para ver lo que era.

“Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres
o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara.

Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre
desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él.
Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el
brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un
uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que
probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué
importaban un par de libros de bolsillo?

Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo
posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro
sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su
familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa
mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin
sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así
que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que
me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra
vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que
busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para
asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien
viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que
estoy buscando a Robert Goodwin.

“—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

“Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

“—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

“Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

“Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo,
y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi
boca.

“—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.

“No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo
así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta
y yo la abrazaba a ella.

“No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía.
Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido
jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto
Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y
su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me
alegré de seguirle la corriente.

“Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero,
podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la
casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un
buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y
ella hizo como que se los creía todos.

“—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las
cosas te saldrían bien.

“Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así

que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de
verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel
tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos
preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco
alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar,
donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de
baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante
disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una
verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.

“Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis
o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas,
mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde
almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había
robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para
mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al
cuarto de estar.

“No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado
dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella
siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que
decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo
eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y
salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.

—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.

—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la
cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la
abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra
persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

—Probablemente había muerto.

—Sí, probablemente.

—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.

—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.

—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste
fuese su verdadero propietario.

—Todo por el arte, ¿eh, Paul?

—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?

—Sí —dije—. Supongo que sí.


Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se
extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento
era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me
ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado
conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me

había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no
hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.

—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos.
Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?

—Supongo que estoy en deuda contigo.

—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.

—Excepto el almuerzo.

—Eso es. Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.
SUDOKA

Javir Moreno

Dos sudokas conversan en un café mientras practican. El dojo del sudoka, les
recuerda su sensei, es el mundo. La práctica y el diario vivir deben ser
indistinguibles.

Uno de los dos compró boletas para un concierto hace poco. Tuvo que hacer una
cola de cuatro horas. No la sentí, comenta, me mentalicé en la práctica. Asimilé
veinte de nueve por nueve de dificultad alta.

Los sudokas no someten, asimilan.

Los sudokas usan tinta, nunca lápiz.

La práctica del sudoku implica hacerse uno con la cuadrícula, resolver el acertijo sin
imposición, haciendo primar el instinto sobre la razón, liberando la bestia interior.

El sensei pregunta al sudoka: Si una nevada arrasa la mitad de tu cosecha, ¿qué


haces?

El mal sudoka vuelve a sembrar.

El buen sudoka se pregunta si aún es posible remover más plantas sin que el
problema se torne irresoluble. Concluye que sí y luego procede.

El buen sudoka muere de hambre.

El primer sudoka trabaja en una oficina de propiedad raíz. Como tantos sudokas de
su generación, este sudoka lleva una doble vida: de día acompaña parejas de recién
casados a visitar casas que él jamás podría comprar y por las noches se rinde a la
práctica.

El sudoka está cansado pero sabe que no puede dormir. Por eso se levanta de la
mesa del comedor, sale del apartamento, baja las escaleras del edificio, despierta a
Lincon, el portero, y le pide que abra la puerta. Lincon presiona el botón bajo el
escritorio que le sirve de almohada y dice buenas noches, doctor. Una vez en la calle
el sudoka camina hasta el supermercado 24/7 de la esquina. La dependienta, es
nueva, ve televisión: una película de terror sangriento. El sudoka camina hasta los
aparadores y saca un galón de Coca-Cola Perfect y una bolsa extragrande de papas
fritas. Diez cincuenta, dice la dependienta. El sudoka paga. La dependienta le
permite salir. Hace frío afuera.

Los sudokas no intercambian nombres durante la confrontación porque todos los


sudokas son sólo uno: El Sudoka.

El sudoka regresa al edificio y timbra el citófono. Lincon está dormido y no


responde. El sudoka está en camiseta, tiene una bolsa de papas fritas en una mano y
el galón de Coca-Cola Perfect en la otra. El galón pesa. Y hace frío. El sudoka
timbra el citófono una vez más y aunque el berrido parece contundente no es
suficientemente potente para despertar a Lincon, que apenas salta en su cabina y se
acomoda.

El sudoka saca una moneda del bolsillo y golpea el vidrio de la puerta.

El sudoka grita: ¡Lincon! No hay respuesta.

El sudoka piensa que Lincon podría estar muerto.

Pero se mueve.

Alguna vez el sudoka practicó en un páramo. Quería comprobar que podía aislar la
práctica del mundo. Luego de instalar su carpa prendió una vela y asimiló doce de
nueve por nueve del librito que le trajo su prima de Nueva York: Sudoku Master
Vol. 37. Luego se quedó dormido.

Por mucho tiempo el sudoka pensó que el viejo japonés que salía en las portadas de
la serie Sudoku Master era el creador del sudoku. Años más tarde se enteró de que el
creador del sudoku se llamaba Howard Garns y había nacido en Connersville,
Indiana, en 1905. Era arquitecto.

Cuando el sudoka despertó estaba en el hospital. Habían pasado tres días. Tuvo
suerte: casi se muere. Por fortuna dos excursionistas suecos pasaron junto a su carpa
y se acercaron a pedirle indicaciones. Cuando no respondió le preguntaron si estaba
bien. Cuando no respondió lo arroparon y lo llevaron a toda carrera hasta la
estación, a tres kilómetros de distancia.
Precisamente fue en ese hospital, recuperándose del incidente, donde el sudoka
conoció a Laura.

El libro favorito del sudoka es, por razones obvias, La vida instrucciones de uso de
Georges Perec. Por eso cada 23 de junio, justo antes de las ocho de la noche,
el sudoka detiene lo que quiera que esté haciendo e imagina que el mundo se
congelara en ese preciso instante. Por lo general ese pensamiento lo llena de tristeza.

Laura está en la sala de televisión y tiene el control. El sudoka le pregunta si puede


ver las noticias de las nueve. Laura le dice que está esperando un especial sobre
pingüinos suicidas en Discovery Channel. El sudoka no insiste, se deja caer en la
silla e imagina la cuadrícula. Ya empezó, dice la mujer. Lo interrumpe. ¿Qué
empezó?, responde el sudoka. El especial, dice la mujer. La cámara sigue a un
pingüino pequeño perdido de su bandada. El pingüino caminará hasta morir de
inanición. El pingüino camina y cruza una estación de investigación sismológica
francesa donde unos hombres barbudos de overol naranja le abren camino con
grandes palas. Luego sube una colina. Arriba de la colina mira hacia todos lados,
decide una dirección y continúa. El pingüino suicida casi nunca duda. El sudoka
admira la determinación del pingüino suicida. Se presenta. Dice su nombre. Laura,
responde ella. Así se inicia.

El sudoka practica en un café en el centro porque después de las peleas con los
ajedrecistas al club Haskell no los dejan entrar.

El sudoka abre el galón de Coca-Cola Perfect y toma un sorbo largo. Está sentado
unto a la puerta del edificio con la bolsa de papas fritas en las piernas y migajas a su
alrededor. Con las manos se restriega los brazos. El sudoka piensa que cada minuto
fuera de la práctica es un minuto perdido de honor. Intenta dibujar cuadrículas en el
vidrio empañado de la puerta. Intenta imaginar cómo la cuadrícula se va llenando
de números y luego esos mismos números desaparecen lentamente, con método,
dejándose borrar por el instinto cultivado tras tantos años de práctica rigurosa. El
sudoka recuerda la historia del sensei que preguntó si la cuadrícula vacía tenía
solución. El sudoka respondió sí y fue golpeado. El sudoka respondió no y fue
igualmente golpeado. El sudoka entonces cerró los ojos, imaginó el tablero, entendió
lo que quería decir el sensei y musitó la respuesta correcta: Yo soy la cuadrícula
vacía.

El mayor enemigo del sudoka es el sudoka mismo. No es la cuadrícula, no es el


oponente, no son los números. Los números podrían ser cualquier cosa. Nada de eso
importa. El enemigo es él y se odia: nadie más tiene la culpa de su infelicidad, su
frustración, su constante arrepentimiento por todo lo que no hizo y su lamentable
aspecto ante el espejo. El sudoka está terriblemente solo y sabe bien que fue su
decisión. Fue él quien la dejó ir. Sólo él. Nadie más. Era su turno.

10

El sudoka y Laura toman café con empanadas por las tardes. Conversan. Se
conocen. Se quieren tímidamente. El sudoka sacrifica horas de práctica en Laura.
Laura le importa. Laura lo absorbe. Laura lo hace hablar. El sudoka habla de lo
único que realmente sabe. Le cuenta que existen hombres sabios que nunca
descansan y otros, necios, que duermen la vida. También le dice que existen 6 670
903 752 021 072 936 960 sudokus posibles (Es un cálculo sencillo) y él espera algún
día resolverlos todos. Laura le dice que entonces jamás tendrá tiempo para ella. El
sudoka responde que el sensei dice que la práctica no debe ser jamás un
impedimento para vivir.

11

El sudoka todavía vive en el apartamento que compartía con Laura. Cuando ella se
fue dejó todas sus cosas. Hay un armario repleto de bolsas con su ropa. A veces, tras
llegar del trabajo, el sudoka abre las bolsas y plancha las camisas, pantalones y
faldas, los dobla y los vuelve a guardar.

El sudoka cuenta los días sin Laura en un calendario que tiene pegado a la nevera
con cinta. Junto al calendario hay una foto de los dos en Santa Marta y una lista de
compras con su letra titulada SÁBADO: leche, tomate, huevos, limón, carne,
espárragos, brócoli, pollo, cereal, pasta, jabón de ducha, arroz, pan de molde, papel
higiénico, jamón, desinfectante, [ilegible], suavizante, café, helado y galletas.

El sudoka dejó de llamarla cada noche cuando una voz pregrabada le explicó que ese
número de teléfono estaba fuera de servicio o no existía.

El sudoka quisiera pedirle perdón.


12

Antes de conocer a Laura el sudoka fumaba. Era una de sus grandes vergüenzas.
Cuando decidieron vivir juntos Laura le dijo que tendría que dejar de fumar. El
sudoka compró parches de nicotina. Los parches le aliviaban la ansiedad pero le
producían un salpullido molesto en el brazo. Por las noches, dormido, se rascaba
hasta que el parche se caía. Debido a esto, el tratamiento resultó ser bastante costoso
y cuando cumplió un mes y medio lo abandonó. Dijo que la rasquiña no lo dejaba
pensar. La ansiedad, sin embargo, pronto regresó. Sólo la contenía la práctica.

13

Siempre es el turno del sudoka.


Una casa en La Candelaria

Johann Rodríguez Bravo

Sebastián Pineda me contó que en La Candelaria, en Bogotá, había una casa en la


cual, en una de sus paredes, un orificio dejaba ver el pasado. Después de averiguar
y preguntar con algunas personas, di con la casa. Me recibió una anciana que
arrastraba con ritmo la suela de sus chanclas; sonreía. Le dije directamente lo que
me interesaba; ella me invitó a pasar y dijo que lo hacía porque podía adivinar la
intención de las personas con sólo mirar a los ojos. Me señaló una habitación oscura
al final de un pasillo. “Siga”, dijo. En el cuarto no había nada, salvó un pequeño hilo
de luz que se proyectaba desde un hoyuelo en la parte inferior de una pared. Me
acerqué con nervios y me arrodillé para poner mi ojo en el hueco. Al principio, la luz
me encandiló y sólo pude ver dos hombres caminando, pero al arrugar el entrecejo
para enfocar, vi a Sebastián Pineda junto a mí, hablando de que, en La Candelaria,
en Bogotá, había una casa en la cual, en una de sus paredes, un orificio dejaba ver
el pasado.

El argumento

Álvaro Menem Desleal

Se había escapado de la escuela. Era la primera vez, y le pareció que la mejor


manera de pasar el tiempo sería viendo una película. Depositó su bolso escolar en
un tenducho, llegó al cine y compró una localidad barata, listo para sumergirse por
noventa minutos en un mundo apasionante. Ya estaban apagadas las luces de la
sala, y a tientas buscó un sitio vacío. Los mágicos letreros de la pantalla daban el
título de la cinta, la que comenzó de inmediato. En la película, un pequeño actor
hacía el papel de un escolar que, por primera vez, se escapaba de la escuela.
Pareciéndole que la mejor manera de llenar el tiempo era en un cine, compra una
localidad barata y entra a la sala cuando en la pantalla un actor de pocos años hacía
el papel de un escolar que, por primera vez, se fuga de la escuela, y decide ir al cine
para pasar el tiempo. El actorcito tomaba asiento en el instante en que, en el film,
un niño escolar, fugado de la escuela, entra a un cine para pasar el tiempo. Al frente
se proyectaba la imagen de un niño que, por primera vez, faltaba a su escuela y
llenaba su tiempo viendo una cinta, cuyo argumento consistía en un chico, por
primera vez…
Death Metal
Álvaro Bisama
A él lo conocíamos de esa época, de cuando escuchábamos a Kreator. Era más bien pavo,
huevoncito. Pendejo. En la universidad cambió. Eso pasa cuando algunos se van del
pueblo. Se convierten en otras personas. Yo creo que él no era demasiado inteligente. Por
eso le pasó lo que le pasó. Yo no sé mucho. Me sé la parte de acá. A veces se juntaba con
nosotros. Ibamos a esa botillería que quedaba cerca del cerro y comprábamos una garrafa
y nos pasábamos la noche en la línea del tren. Una vez una locomotora que venía con las
luces apagadas casi nos mata. Llevaba fierros para esas fundiciones que hay cerca de San
Felipe. Fue una sombra que nos curó la resaca y nos llenó de espanto. Fue una ballena
negra atravesando el pueblo de noche como una pesadilla concreta. Otra vez nos llevaron
presos unos pacos de civil. Sonamos. Nos pasamos la noche en el calabozo. El era chico.
Tenía a lo más quince. Siempre andaba con una polera de Iron Maiden. Hablaba de los
cuentos de Lovecraft. Yo le dije que conocía a un tipo que tenía el Necronomicon
fotocopiado. Se lo había vendido un librero de Valparaíso. Estaba en inglés. Nadie leía
inglés. Lo leímos igual. Fingimos que lo leíamos, pero nadie lo entendía. Las bandas del
pueblo escribían sus canciones satánicas con un diccionario de inglés-español en la mano.
Nadie se preocupaba de la gramática. Aún nadie conocía el Matando Güeros. Las letras,
eso sí, siempre eran escabrosas: fetos salidos del averno que emergían del vientre de
muertos vivos, lobos gigantes que despedazaban gente en ciudades donde habían caído
pedazos de la luna, que ahora estaba partida por la mitad; asesinos seriales que se dejaban
violar por el Anticristo. Cosas así. Imagínatelas cantadas en un inglés chapurreado,
sonando pésimo porque los parlantes y los músicos y sus instrumentos también eran
pésimos. Imagínatelos leyendo ese Necronomicon e intentando entender cosas de ahí y
luego largándose al Brutal Party mientras todos sacudían la cabeza con esas letras y
escuchaban covers de Venom. Porque creíamos en ese Necronomicon fotocopiado.
Creíamos al punto que una vez hicimos un ritual satánico. El estaba entre los asistentes.
Conseguimos una cabeza de chancho, subimos a un cerro y la quemamos. Invocamos a
una divinidad lovecraftiana y escuchamos ese disco de Destruction que remeda una de las
imágenes de Fantasía de Disney. No pasó nada. No vino nadie. Nos quedamos en el cerro
esperando. Para terminar la noche, nos bajamos una garrafa. El estaba ahí. Yo creo que
se tomaba en serio el ritual. Yo creo que a los quince años se creía satánico. Se tatuó en
el brazo un mono que aparecía en la carátula de un disco de Sepultura. Fue donde ese tipo
rucio que antes tenía una banda y se lo hizo en una tarde. Le cobró barato. Le salió bien
feo: una mancha negra sobre la piel roja. O una mancha roja sobre la piel negra. Ahora que
no queda nada de él, me acuerdo de eso, de la confusión de los colores entre el tatuaje y
la piel. De que era medio satánico y que era simpático. Del tatuaje. De que le iba bien en el
colegio. Cuando dio la prueba, quedó en la USACH, en Santiago. Se fue para allá. Volvía
en los veranos a trabajar en el local de pernos de su papá. Una vez nos quedamos en su
casa en Ñuñoa. Venía un grupo noruego y nos fuimos para allá. El no fue. No tenía plata.
Nadie hizo el esfuerzo por invitarlo. Después del recital nos pasamos a un bar a la Alameda
y luego tomamos una micro. Vivía en uno de esos blocks que quedan cerca del Estadio
Nacional. Abrimos unas cervezas y nos acostamos como pudimos en los sillones. El se
levantó temprano. No nos despedimos. Ese verano no volvió al pueblo. Se perdió en unos
trabajos voluntarios. No supimos qué pasó. En ese espacio vacío que fue el tiempo en que
no lo vimos, todo lo que conocíamos de él se esfumó. Supimos que se dejó un mohicano.
Supimos que se mudó a una casa okupa. Unos amigos se quedaron en esa casa luego de
otro recital de otra banda noruega. El ya era vegetariano. Durmieron en el suelo. Esa
madrugada se tomaron una caja de vino y comieron unos tallarines con carne de soya. El
les dijo que ahora esa era su vida. Que había dejado la universidad. Que estaba bien. Que
su cuerpo era un templo. No les dijo nada más. Les dijo que estaba bien, que no se
preocuparan. Que sabía lo que hacía. No volvió más al pueblo. La otra noche, mientras
cargaba en su mochila una bomba artesanal, explotó en pedazos. Yo vi la noticia por la tele.
Mostraron su foto. Se parecía y no se parecía a la persona que había conocido. Estaba más
flaco. Se estaba quedando pelado. Estaba comenzando a parecerse a su padre. Iba en
bicicleta a poner una bomba. ¿A quién se le ocurre ir a poner una bomba en bicicleta? ¿A
quién se le ocurre leer el Necronomicon fotocopiado? ¿A quién se le ocurre quemar una
cabeza de chancho en la punta del cerro? ¿A quién se le ocurre irse del pueblo a la
universidad y dejar la universidad? ¿A quién se le ocurre comer tallarines con carne de
soya? ¿A quién se le ocurre querer destruir al Estado? ¿A quién se le ocurre vivir en una
casa okupa? ¿A quién se le ocurre quedarse en cuclillas en la oscuridad mientras explica
en qué se convirtió su vida? ¿A quién se le ocurre armar una bomba en la calle? ¿A quién
se le ocurre pedalear con una mochila llena de explosivos en medio de las sombras? No lo
sé. No se me ocurre nada. Unos amigos tomaron un bus y fueron a Santiago al funeral. Yo
me quedé acá. Yo me quedé en el pueblo. Yo nunca aprendí inglés. Yo me quedé acá
leyendo el Necronomicon fotocopiado.
La Botella
Julio Paredes

Después de pagar por adelantado la tarifa de una noche, Isabel recibió la llave y vio, por encima del
mostrador, que el encargado de la recepción se la entregaba con una sonrisita, acompañada de una rápida
inclinación de cabeza, en un gesto casi imperceptible. En apariencia se trataba de una muestra de cordialidad,
pero Isabel entendió que en el gesto había un guiño cómplice. El hombre, con un bigote grueso y muy oscuro,
quería hacerle ver que adivinaba el secreto de su presencia, las razones ocultas para este registro solitario, en
este hotel en particular y a esa hora de la tarde. Por simple experiencia, pensó Isabel, sabría que tanto el
nombre como los otros datos trazados por ella en el libro de registro eran falsos.
Apretó la llave en la mano y dio las gracias en voz baja. De inmediato, el muchacho que actuaba de
botones se le adelantó en una carrerita hasta el ascensor y le sostuvo la puerta para que siguiera, con un
gesto en la cara copiado del otro, como si él también en silencio comprendiera cosas de antemano. Mientras
se acercaba a la entrada del ascensor, la mirada fija en la caja adentro, donde se veía un espejo, Isabel
supuso que ninguno de los dos le quitaba los ojos de encima, atentos al movimiento de sus piernas y nalgas
entre los pliegues de la falda. Bastante probable que fueran los mismos hombres de hace cinco años, cuando
se registró por primera y única vez, presentándose también sin compañía, una hora antes de que apareciera
F.
Se sintió incómoda y, mientras subía hasta la habitación en el tercer piso, se miró en el espejo y se pasó
una mano por el pelo, recién teñido de un marrón suave y con uno que otro resplandor dorado. Imaginó que a
la suspicacia en la mirada de los hombres la alimentaba el hecho de haber llegado a pie, con un maletín que
apenas si remedaba un equipaje y el aroma de un perfume que probablemente ninguno de los dos habría
olido antes. Se trataría de una sospecha previsible, pues quizás los desconcertaba su aspecto, la juventud
aún patente en la moldura del cuerpo, el traje de dos piezas y los zapatos nuevos; o, como solía pensar, las
líneas de sus labios gruesos, que siempre mostraban un raro brillo natural.
Nada extraño que abajo empezaran ya a pronosticar cuánto tiempo pasaría antes de que apareciera su
acompañante anónimo. Sería una de las maneras que tendrían para matar el tiempo y medir la naturaleza
furtiva de estos encuentros pasajeros, de dos o tres horas, de idear el posible carácter de los innumerables
protagonistas. Agradeció no tener que cruzarse con nadie más en el corredor, y cuando abrió la puerta y
entró, respiró profundo, como si llevara muchas horas de viaje sin descanso.
Había un fuerte olor a desinfectante. Le echó un vistazo al cuarto y tuvo la impresión inmediata de
encontrarse en un espacio de una desnudez irreal. A excepción de la pequeña reproducción de un paisaje
campesino, colgada a un lado de la puerta del baño, no había nada más en las paredes. El tono blanco
intenso que las cubría no parecía pintura sino cal, como la que pondrían en los muros de una casa
deshabitada. Recordó que el cuarto de la vez anterior tenía una ventana que daba hacia la calle, pero había
olvidado por completo esta parquedad, como también la altura de los techos, un desamparo físico que no se
correspondía con la felicidad y los estremecimientos que experimentó al final de aquella otra tarde.
A primera vista, la cama y el piso estaban limpios, y la especie de felpudo blanco que cubría parte del piso
se veía suave y nuevo. No le importó entonces la sensación de encontrarse en un territorio sin dueño, pues
había logrado llegar. Estaba ahí, finalmente.
Se sentó en el borde de la cama, se descalzó y en un vaso se sirvió agua de la jarra que había en la mesa
de noche. El agua se veía transparente y fresca, pero al final de cada sorbo le quedaba un leve gusto en la
lengua, un sabor raro que la hizo pensar en madera húmeda, guardada mucho tiempo bajo la sombra. Pasó la
mano sobre la colcha de hilo, un cobertor barato que no estaba pensado para cubrirse, ni para protegerse del
frío. Echó otra mirada alrededor y tuvo un estremecimiento, un temblor que la obligó a frotarse los brazos con
fuerza. Aún no sabía muy bien cuál sería la ceremonia que pensaba llevar a cabo ahí dentro. Durante los
últimos días la única imagen que le llegaba a la cabeza era la del recorrido que haría en solitario desde la
oficina hasta el hotel. Una imagen de sí misma que terminó por comparar, sin ninguna razón obvia, con la del
resto de alguna cosa que, después de años de sacudidas, un mar lanzaba a la misma playa.
Caminó hasta la única ventana en la habitación y que daba a la parte trasera del edificio. Allí al hotel lo
rodeaban las paredes sucias de otras construcciones y descubrió un patio abajo. En una de las esquinas
habían acomodado un jardín sobre una cama de ladrillos y tierra, con una acacia joven y varias materas con
florecitas de colores, regadas alrededor. Vio además, como un objeto incongruente y caprichoso para los
propósitos del hotel, un triciclo de colores, apoyado de medio lado contra una pared.
La combinación de las cosas y la escasa luz que bajaba a esa hora de la tarde le provocaron una repentina
melancolía, como si observara los encantos de un mundo desaparecido, los objetos y artículos de otro
naufragio que sólo hasta ese instante tenía la oportunidad de presenciar. Recordó haber escogido el hotel al
azar cinco años atrás, mientras buscaba una calle silenciosa en medio del ruido. Al final se había decidido por
los falsos balcones en hierro forjado que adornaban la fachada. Cuando, en esa otra oportunidad, F. entró al
cuarto y se asomó también por la ventana, felicitó a Isabel por la elección y comentó que tenía un encanto
natural y sencillo.
Se tendió en la cama. Las fundas de las almohadas despedían el mismo aroma a desinfectante que bailaba
en el aire de todo el cuarto. ¿Cuántas cabezas y caras se habían acomodado ahí? Los dos hombres en el
primer piso sin duda tendrían una cuenta exacta, un registro pormenorizado de las señales que dejaban los
cuerpos. ¿Conocerían alguna otra mujer que se haya tendido sola en esta cama? Se preguntó también si ya
para ese momento sabrían que no existía ningún acompañante, ningún hombre entrando furtivo como ella.

(*)

Entonces, la sorprendieron de nuevo la serenidad y la naturalidad con las que respondió al llamado de F. Un
consentimiento inmediato que no fue el resultado, ni mucho menos, de la sumisión simple de una mujer que
llevara sola varios años, pues sabía que entrelazarse a F. significaba ralentizar el avance de cualquier
desdicha inesperada, nada más complicado que eso. Fue como querer aprovisionarse de un escudo que no
se desgastara con facilidad; una coraza como la que llevaban las criaturas fantásticas para proteger el
corazón y a la que no corroían, en sus cruces ideales, los forzosos estragos de los días.
Así F. no lo confesara nunca, Isabel aún tenía la certeza de que, mientras estuvo con ella, experimentó en
silencio una conmoción semejante a la suya. Quizás la certeza se la transmitió su voz, esa manera liviana de
hablar, sin énfasis pero encantadora, en la que a veces, acercándose a su oreja, intercalaba sonrisas
cariñosas y entonaba palabras sin trucos, sin promesas embusteras sobre el porvenir de los dos.
Buscó entre el maletín y sacó la botella. Sintió el sudor en la frente. Sería la cuarta en las últimas tres
semanas, desde la noche cuando quedó a merced de este nuevo arrebato y que, como todos los anteriores, la
acorralaba sin aviso y sin tregua. Ignoraba cuántas le faltaban aún para llegar al momento más agudo; el
punto desde donde iniciaba el retorno a la sobriedad controlada y benéfica de todos sus otros días. Tuvo la
tentación de empezar a beber del pico de la botella, pero la idea le nubló la mirada y los ojos le ardieron, como
si otra vez le subieran lágrimas mezcladas con arena. Marcó el par de números que la comunicaban con
recepción.
—¿Tienen hielo?
—Sí, señora.
—¿Me podría enviar una cubeta, por favor?
—Sí, señora. ¿Algo más?
—¿Tienen agua tónica?
—No, tónica no, señora.
—¿Soda?
—Soda sí, señora.
—Dos botellitas, por favor... no, cuatro, mejor cuatro.
—¿Necesita vasos?
—No, gracias.
—Ya se las llevan.
Le habría gustado aclararle a esa otra voz, la del hombre con el bigote grueso, que lo único que ella se
había propuesto para esa tarde era detenerse un momento, nada más. Hacer una parada, como cuando
bajaba del carro para estirar las piernas y los brazos y respirar con fuerza un aire nuevo, más tibio. Cuando
abrió para recibir el pedido y pagar, se encontró de nuevo con la sonrisa maliciosa del hombre joven. No podía
considerarse una experta, pues el número de sus escarceos sentimentales era limitado, pero entendía desde
hacía tiempo que los hombres identificaban en una mujer sola una tácita oportunidad sexual, velada, pero
siempre posible.
Se acomodó otra vez en la cama y mientras servía el primer trago recordó con una sonrisa la fotografía en
blanco y negro, tomada en la sala de su casa, que decidió regalarle a F. Un montaje que hacía pensar en la
instantánea de una estatua
en pose dramática; la cabeza echada hacia atrás, mirando hacia un rincón impreciso, bajo una luz inventada
entre las sombras y un velo encima que ocultaba y distorsionaba a propósito la firmeza y la suavidad de su
cuerpo. Un cuerpo que podía adoptar sin ninguna vergüenza, ahí sobre la extensión completa de la cama,
cualquier postura y ademán, curvando los brazos y las piernas, como cuando F. se aferró a ella, como
queriendo fundirse.
Rellenó el vaso con un trago largo y cerró los ojos. La sorprendió el silencio alrededor. Parecía increíble
que Bogotá fuera una ciudad que en su interior contuviera esta especie de universos paralelos; un rincón,
levantado en la mitad de uno de los sectores más ruidosos, descompuestos y desorganizados, donde la calma
era absoluta. Sin embargo, Isabel sabía que podía agregar a esa particular simultaneidad otra capa sombría,
pues éste era un hotel donde cualquiera podría forzar la puerta, entrar y maltratarla, llevársela lejos,
aprovechándose del creciente desfallecimiento de su cuerpo.
De llegar a suceder algo semejante, todos la culparían del desastre. Justificarían su pérdida por la continua
equivocación emocional de abrirle paso a estas furias sin cordura, que periódicamente inundaban todo
alrededor, como un dique resquebrajado: la tranquilidad familiar, la estabilidad laboral, la confianza de los
amigos... Influencias lunáticas que enrarecían el mundo razonable y la llevaban, de nuevo, al cuarto de un
hotelucho para buscar el abrazo improbable de un fantasma.

(*)

No se dio cuenta en qué momento oscureció. Decidió dejar la luz apagada. Tanteó con la punta de los dedos
el cuello de la botella en el piso, al lado de la cama. La volvió a asustar no saber con absoluta certeza si con el
trago que acababa de servir, ya sin hielo ni agua tónica, vaciaba el contenido de la botella. Por la quietud y el
silencio del cuarto, que la oscuridad parecía incrementar, creyó por unos segundos ser el único ser vivo
alojado en el hotel.
Recordó la emoción creciente que le había dejado la proximidad del placer animado por F., el delicioso
avance de una seducción callada, el calor en el pecho, el temblor en las piernas, como si todo no hubiera sido
otra cosa que el acercamiento a un vacío. Así como los inesperados silencios en esta ciudad, como si
transcurrieran en zonas de otros mundos, seguía considerando inaudito no haberse cruzado nunca más con
F. Se trataba de un acontecimiento de una realidad apabullante, pero del que no podía concluir si era falso o
verdadero. Buscó la botella, estiró los dedos y palpó el piso, pero no la encontró. Con extrema lentitud, se
arropó con la colcha de hilo. ¿Habría otra mejor manera que ésta de buscar aquel feliz estremecimiento?
En unas horas, cuando avanzara la noche, empezarían a buscarla. Algunos más furiosos que otros; varios,
como su hermano mayor, cada vez más cerca de desistir, de no seguir por más tiempo las pautas de su
incongruente juego sentimental, como si tuvieran que lidiar con los caprichos rancios de una de esas heroínas
que entraban y salían del mundo a fuerza de impulsos fantásticos.
El reloj

Julio Paredes

A Rosario E.

¿Qué no se hará en un hotel?

Hoteles literarios, Natalie de Saint Phalle

La primera llamada entró al teléfono fijo. Consuelo lo dejó timbrar y esperó a que
respondiera el contestador automático. Siempre le había sonado extraña esa versión
distorsionada de su voz, mucho más aguda que la que se escuchaba a diario, pidiendo con
una amabilidad ligeramente fingida que dejaran nombre y teléfono. Desde hacía rato quería
grabar el mensaje de nuevo, pero nunca se decidía. Después del clic escuchó:
—Señora Consuelo, es Yaneth, por favor comuníquese con el hotel. Gracias.
Sospechó que en unos minutos timbraría el celular. En efecto, después de un rato el aparato
empezó a vibrar sobre la mesita de noche. En el buzón de mensajes su asistente reproducía
casi las mismas palabras, aunque al final añadía “urgente”. Miró la hora. Faltaba un cuarto
para las diez.
Acababa de servirse un trago de ginebra con tónica. Había tomado una ducha larga y se
preparaba para meterse a la cama y ver una película que le había recomendado su amiga
Pamela. Historias de hotel, una especie de comedia de malentendidos en un hostal en la
ciudad de Venecia, según había leído en el estuche al momento de alquilarla. Nada del otro
mundo. Actores y paisajes bonitos, con algún otro argumento de taquilla. Lágrimas, risas y
música ligera. Previsible, pero perfecta para esa noche de sábado.
¿Qué pudo haber pasado ahora? Por regla general, en el hotel sabían que no debían llamarla
los fines de semana cuando tomaba descanso y menos a estas horas. Sin embargo, identificó
el nerviosismo en la voz de Yaneth. Bebió un poco del vaso. Hasta ahí llegaría por esta
noche la ceremonia, guardada sólo para ella: seguir hasta el final, sin afanes y con placer
creciente, el sabor y los olores aromáticos de cada sorbo.
Imaginó que la llamada tendría que ver con algún tubo roto, un cuarto inundado, un corto
circuito. O talvez un robo; algún cliente que se había escabullido sin pagar la cuenta. No
sería la primera vez. Pero evidentemente se trataba de una verdadera emergencia. Yaneth
no la buscaría de haber sido un accidente menor. De ser así, lo habría dicho desde el primer
mensaje. Esperaría un rato antes de responder a las llamadas.
Se puso unos jeans y buscó una chaqueta gruesa para el frío afuera. Había llovido con
fuerza por la tarde. Mientras se secaba un poco el pelo frente al espejo del baño, la sacudió
otra vez la sensación que el ánimo se le escapa del cuerpo. Caminó hasta la cama y se
recostó. Desde hacía varias semanas para acá sentía como si, de un momento a otro, el
corazón no le bombeara sangre suficiente, o le palpitara con desgana, trabado por algún
obstáculo. La estremecía entonces un desvanecimiento que le borraba el contorno de las
cosas y la obligaba a cerrar los ojos por un rato.
Recuperó lentamente las fuerzas con el control de la respiración, pero quedó de nuevo con
las manos frías y una ansiedad rarísima en el pecho. Era una descarga breve y le traía de
inmediato a la mente alguna de las contadas borracheras en las que cayó años atrás, cuando
quedaba como suspendida en el aire, olvidándose de quién era y a merced de una agitación
mental sin ningún rumbo. Volvió a pensar que tenía que pedir pronto una cita con su
doctora y cumplir con los chequeos necesarios. No era buena idea aplazar por más días el
misterio.
Terminó de peinarse frente al espejo y se puso algo de color en los labios. Estaba segura de
seguir siendo una mujer atractiva y enérgica. No habría nada grave ni misterioso en los
recientes desvanecimientos, se dijo. Probablemente se trataba de algún desajuste hormonal
o la simple mezcla de estrés y un poquito de melancolía.
Dudó si pedir un taxi o salir en el carro. Se le cruzó por la cabeza llamar a David. Estaba
segura de que vendría por ella sin importar la hora; sin hacer preguntas. La acompañaría
hasta el hotel para ayudar a resolver el inconveniente que fuera. David recién aparecido,
pero amable todo el tiempo, siempre dispuesto a hacerla reír, a encontrar la parte divertida
de cualquier situación y, sobre todo, empeñado en llevar a la superficie lo mejor de ella,
como si viniera con el propósito de redescubrir el pasado brillo suyo, nublado desde hacía
tanto rato.
Pero no. Aún era muy pronto para acomodarse a nuevas pruebas sentimentales.
Antes de llamar el taxi, marcó al hotel.
—Juan, es Consuelo. Páseme por favor a Yaneth.
—Un momento, señora Consuelo.
—Señora Consuelo…
—¿Qué pasó?
—Parece que hay un problema con un huésped en una de las suites.
—¿Cuál?
—La dos.
—¿Cuál es el problema?
—No contesta desde hace horas.
—¿Subieron?
—Sí señora. Golpeamos en la puerta durante un rato. Pero no queremos entrar hasta que
usted venga.
—¿No habrá salido?
—Revisamos la grabación de hoy y no aparece en la cámara. Además, un señor ha estado
llamando cada diez minutos. Preguntó si alguien había entrado al cuarto. Dice que lo ha
llamado al celular y que tampoco contesta; que tenían una cita urgente para ir a comer con
alguien. Quiere saber qué es lo que pasa.
—¿Usted qué le dijo?
—Que la estábamos esperando a usted para ver si entrábamos a la habitación.
—¿Dejó algún nombre?
—No.
—¿Alguno lo vio en algún momento?
—Jorge dice que almorzó con un señor. Que estuvieron un rato conversando, ordenaron un
trago de whisky. Después salieron. Puede que sea el que ha estado llamando.
Consuelo estuvo un momento en silencio. Preguntó:
—¿Es el huésped que viene de Bolivia?
—Sí señora.
—Cliente del hotel.
Lo dijo para sí misma. Recordó las facciones del hombre. Alto, trajes de paño oscuro,
simpático. Había llegado a mitad de semana. Ejecutivo de una compañía de artículos
alimenticios. Importación y exportación de enlatados, o algo por el estilo. Viajaba con
frecuencia a Bogotá, cada dos o tres meses y pedía con antelación siempre la misma suite.
Si recordaba bien, vivía en Santa Cruz.
—¿Llamamos a alguien, a la policía, señora Consuelo?
—Todavía no. Estoy allá en diez minutos. Ahora nos vemos.
—¿Quiere que la recoja José?
—No. Voy en taxi.
En el recorrido marcó al celular de Gómez, el médico del hotel. Le dejó razón pidiéndole
que la llamara lo más pronto posible. Había imaginado más de una vez la situación, el
momento cuando tuviera que lidiar con su primer muerto. En teoría, conocía el
procedimiento a seguir. Comunicarse con medicina legal, con la familia, con el Consulado.
En teoría, todo lo había previsto con una claridad casi profesional. Llevaba varios años en
el negocio. Pero ahora, seguir la secuencia de todos estos pasos no sólo le parecía borroso
sino imposible. Rogó, apretando las manos, que no se tratara de un suicidio.

***

Trató de controlar la agitación que encontró al llegar al hotel. No quería que la contagiaran
del pánico contenido con el que todos la miraron cuando se acercó a la recepción. Antes de
que alguno hablara, dijo:
—Vamos a tranquilizarnos todos, por favor. No queremos inquietar a los huéspedes.
Había levantado los brazos, como uno de esos instructores que venían periódicamente al
hotel para explicarles qué hacer en caso de terremoto o incendio. Sintió que actuaba,
adueñándose de ese “nosotros” y de los ademanes para controlar la situación. Entró a la
oficina al lado de la recepción y llamó a Yaneth.
—¿Entonces Jorge fue el último que lo vio después, nadie más?
—Parece que estuvo en el bar ayer hasta tarde conversando con el mismo señor con el que
almorzó hoy. Me imagino que es el que ha estado llamando. Volvió a llamar antes de que
usted llegara.
Consuelo marcó de nuevo el teléfono de Gómez. No contestó, pero no quiso dejar otra
razón.
—¿Llamó alguien más?
—No.
—Bueno. Subamos antes de hacer cualquier cosa.
Lo dijo tratando de mantener la calma. Sin embargo, mientras subía por el ascensor,
descubrió que tenía la garganta cerrada y no podía tragar saliva. Yaneth y Juan la
acompañaron. Los tres guardaban silencio, atentos a los números que marcaban los pisos.
Frente a la puerta, Consuelo le pidió a Juan que golpeara. Vio que lo hacía sin mucho
convencimiento. Seguramente sabía, como ella, que para ese momento era una ceremonia
inútil. Igual, esperaron unos minutos.
—¿Se acuerda del nombre? —le preguntó a Yaneth.
—Marcelo González.
—¿Marcelo? ¿Está segura?
—Sí señora.
Quería preguntar algo más sobre el huésped para aplazar la entrada, pero no se le ocurrió
nada.
—Abramos —dijo por fin, con la boca aún más seca.
Cuando cruzó el umbral, sin embargo, la invadió un sosiego inmediato. Fue como si dejara
un peso al otro lado de la puerta. Respiró con tranquilidad y trató de recordar cuándo fue la
última vez que se cruzó con un muerto. Le llegó la imagen fugaz y borrosa del cuerpo de su
abuela materna, envuelto en sábanas blancas, semejante a una momia de museo y cargado
por varios hombres. Lo bajaban con dificultad por entre el hueco de una escalera, como un
mueble rígido y pesadísimo. Nunca le había preguntado a su mamá si de verdad era un
recuerdo suyo, propio. Nada raro que se tratara de uno de esos sueños que nunca se
borraban de la cabeza. Lo más particular de todo era saber que la escena no le había dejado
ninguna sensación de espanto. Como tampoco sentía ahora el pánico asociado con la
presencia física de la muerte.
La luz del baño y la de la salita al fondo estaban encendidas. Las cortinas estaban a medio
cerrar y había un olor inidentificable en la habitación. Miró hacia la derecha y bajo la leve
penumbra descubrió el cuerpo en la cama. Estaba boca abajo, echado en posición diagonal
y la colcha lo tapaba casi por completo, a excepción de la punta de un hombro y parte de la
cabeza. Parecía como si hubiera querido recostarse sólo por un rato, una siesta corta, y que
alguien lo hubiera cobijado para protegerlo del frío. Vio un pantalón de paño y una camisa
blanca sobre el espaldar de uno de los sillones. En una de las mesitas al lado de la cama
había un vaso con agua, una bolsa de papel, un celular, un reloj y una billetera.
Consuelo se dio cuenta de que Yaneth y Juan esperaban inmóviles en el marco de la puerta,
sin decidirse a entrar todavía. Pensó que aguardaban una orden suya para dar un paso
adelante o salir corriendo por el corredor. Quizás estarían pasmados ante la calma con la
que ella se movía por la habitación y repasaba cada cosa. Los miró unos segundos sin decir
nada y se dirigió al baño. Ahí dentro el olor era un poco más intenso. A la salida de la
ducha, había dos toallas para el cuerpo tiradas en el piso.
Sobre el mueble del lavamanos, al lado de un cepillo de dientes, encontró otro reloj, de
hombre, con pulso de cuero negro. Se acercó y lo miró con cuidado. Era un Rolex, Cellini,
con el cuadrante blanco. Siguió el segundero. Lo levantó y le dio la vuelta. Lo habían
mandado contramarcar. Para R., leyó en letra manuscrita. No había ninguna razón para
dudar que el reloj perteneciera al hombre echado en la cama, pero, después de mirar hacia
atrás, con el corazón acelerado y conciente de que el impulso era irracional y equivocado,
lo guardó en uno de los bolsillos de la chaqueta.

***

—¡Qué nochecita!
Gómez le hablaba a Consuelo desde el otro lado del escritorio. Las piernas estiradas, las
manos entrelazadas detrás de la nuca. Estaban en la oficina y Consuelo había pedido que les
llevaran un par de aguas aromáticas. Habría preferido beber algo más fuerte. Terminar, por
ejemplo, con el trago de ginebra que había dejado en el apartamento. La tensión, la espera,
la llamada al dueño del hotel que se encontraba fuera de Bogotá, la llegada del médico
forense, las preguntas de la policía, el papeleo, la entrada y salida de extraños, le resecaron
aún más la garganta y, lo peor, le habían disparado las ganas de volver a encender un
cigarrillo.
Era las tres pasadas y se acababan de llevar el cuerpo a medicina legal.
—¿Cuántas horas dijo el médico forense que llevaba muerto?
Gómez estudió unos segundos el reloj.
—Entre nueve y diez.
—¿Cómo puede saberlo?
—Por la temperatura del cuerpo y otras cosas.
Consuelo agradeció que Gómez no entrara en más detalles. Ya era suficiente tener que
lidiar con la policía y pensar en las llamadas pendientes que tendría que hacer al consulado
y la familia en un rato.
—Entonces fue temprano en la tarde.
—Sí, más o menos. Un infarto fulminante. Y aunque habrá que esperar a la autopsia, no
creo que los resultados vayan a cambiar. Además, todo indica que se desplomó en la ducha.
Tenía un hematoma en un costado de la cabeza. Y no estaba solo en la habitación. Alguien
movió el cuerpo y lo acomodó en la cama, mojado.
—Me dijeron que harían una investigación.
—No fue una muerte violenta, pero hubo testigos.
—¿Pudo haber sido más de uno?
—No sé, mi querida Consuelo. Debería ir a dormir y descansar. No puede hacer nada más
por ahora. Piense en lo que viene mañana y en la próxima semana. Con seguridad va a ser
un lío mientras todo se aclare.
—Un desastre.
Gómez ofreció llevarla hasta el apartamento. A Yaneth no le importó dormir en el hotel.
Consuelo se despidió y quedó en regresar lo más temprano posible.
En el recorrido de regreso, pensó en el reloj. Estuvo a punto de contarle a Gómez, pero era
un acto que no podía revelarle a nadie. ¿David comprendería que su intención no era
robarlo? Aún no entendía porqué razón lo mantuvo todo el tiempo guardado en la chaqueta.
Nunca antes se le había cruzado por la cabeza hacer algo semejante. ¿Tendría que ver con
los espasmos que la aturdían de un momento a otro? Además, podía desatar un riesgo
innecesario para ella y el hotel. Sabía que era costoso; algún tipo de modelo exclusivo,
ensamblado completamente a mano y en número limitado.
Pero también le resultaba cada vez más claro, tanto por los comentarios y explicaciones de
Gómez como por lo que había visto ella en la habitación, que el reloj pertenecía a quien
llevó el cuerpo del baño a la cama. En el afán, lo habría dejado ahí sin proponérselo.
—Fue un accidente; nadie la va a culpar de nada y la cosa se puede manejar sin hacer
mucho escándalo —dijo Gómez cuando se despidieron.
Aunque las palabras del médico se referían al huésped muerto, se ajustaban perfectamente
al hurto que había hecho.
Cuando se metió en la cama, lamentó no haber conocido mucho antes a David. Sería
maravilloso que en ese instante él le ofreciera el cuerpo para abrazarse y apaciguar poco a
poco el temblor.

***
Como pronosticó Gómez, la semana había sido una secuencia de días caóticos y penosos,
un vaivén con intromisiones, preguntas y personajes insospechados que enrarecieron la
atmósfera del hotel. Consuelo agradeció, por lo menos, que se encontraran en temporada
baja y que la noticia no se filtrara entre todos los cazadores de sucesos amarillistas. Hubo
una nota breve en el periódico, sin fotos, que se diluyó en el permanente desbarajuste
nacional. Una fortuna agregada consistió en que el consulado y la compañía se habían
hecho cargo de todo el proceso y papeleo legal para el traslado de los restos. Además
intervinieron para que las autoridades responsables cerraran y archivaran la investigación
de manera silenciosa.
Las cosas, sin embargo, no resultaron tan fáciles cuando tuvo que recibir una tarde, sin
previo aviso, a las tres mujeres que llegaron a Bogotá, para acompañar el cuerpo de regreso
a Bolivia. Se presentaron como la mamá, una hermana y la esposa.
Consuelo había decidido guardar el reloj en un estuche de gafas y, desde la mañana del
domingo, aún permanecía en la caja fuerte de la oficina y la presencia de las mujeres le
había generado una desconocida impresión de culpabilidad. Así, mientras las tres siguieron
en silencio el inventario de las pertenencias del esposo, a Consuelo le costó trabajo mirarlas
directamente a los ojos y decirles con serenidad que lo sentía mucho.
La esposa era una mujer joven, con una cara de rasgos muy finos y una poderosísima
melena de pelo negro agarrada en una cola. Durante el tiempo que duró el trámite, aferraba
con fuerza un pañuelo blanco en la mano.
Esa noche, después de conversar un rato con David por teléfono, Consuelo durmió de
forma atropellada y, al despertarse la mañana siguiente, estuvo segura de haber sufrido
entre sueños otro de sus desvanecimientos recientes.
A mitad de semana, habló finalmente con el hombre que la buscaba desde la tarde del
sábado. Llamó al hotel y se presentó como Pedro Sepúlveda. Consuelo identificó un acento
chileno. Aunque habló en un tono calmado, sin ninguna alteración en la voz, insistió en la
necesidad urgente de conversar personalmente un momento con ella. Sabía que habían
entrado al cuarto antes de avisar a la policía. No mencionó el reloj, pero para Consuelo fue
evidente que no había ningún otro propósito en la llamada. Antes de colgar agregó, como si
le subrayara a Consuelo una verdad intocable, que Marcelo había sido una persona
maravillosa.
Quedaron en encontrarse después del fin de semana, cuando quedara todo resuelto, y se
citaron el martes siguiente antes de mediodía, en un café a un par de cuadras del hotel.
Consuelo se había adelantado unos minutos a la cita. Era una costumbre que empezó a
poner en práctica desde los días del colegio, y lo hacía con todo el mundo, incluso con
David. En la razón había una mezcla de timidez e incomodidad corporal. No le gustaba que
la vieran acercarse, que alguien tuviera tiempo de fijarse en sus movimientos y en su
aspecto. Por otro lado, como en este caso, quería llegar antes para poder escoger el lugar
donde sentarse. Se decidió por una mesa al lado de la ventana, en una silla que no le diera
la espalda a la entrada. De esta forma, podría ver a cualquiera que cruzara la puerta.
A la hora acordada, apareció un hombre de estatura media, tirando a flaco y Consuelo
calculó, por las canas repartidas, que estaría en mitad de los cuarenta. Venía vestido con ese
descuido estudiado y falso de algunos ejecutivos que parecen transitar el mundo sin
horarios ni oficinas. Tenía el pelo castaño y los ojos pardos. Se identificaron de inmediato y
él la saludó con una sonrisa y una mano tibia.
—¿Consuelo? Hola, Pedro Sepúlveda.
—Mucho gusto.
Los dos ordenaron café y un vaso con agua. Consuelo se dio cuenta enseguida de que no
contaba con ningún preámbulo. No tenía ni se le ocurría nada que decir. En realidad, estaba
ahí para escuchar la exposición y los motivos de una historia a la que, sin proponérselo,
entró y modificó radicalmente el desenlace. Se arrepintió de no haber traído el reloj.
—Regreso mañana a Santiago —dijo Sepúlveda.
Al fijarse con mayor detenimiento, Consuelo descubrió una ligera hinchazón en los
párpados.
—Siento lo de su amigo —dijo.
—Una lástima, sí… No entiendo por qué perdió la vida así…Fue la persona más
maravillosa…
Mientras hablaba, miraba fijamente a Consuelo, como si vigilara sus reacciones y gestos.
Después del primer sorbo de café, agregó:
—Nos conocimos aquí en Bogotá…en un congreso. Le encantaba alojarse en su hotel…
Siempre en la misma suite.
Consuelo volvió a sentirse incómoda, como si la invitaran a compartir una transgresión; una
inquietud semejante a la que sintió frente al desconsuelo de la esposa días antes. No pudo
evitar imaginarse a Sepúlveda arrastrando y acomodando el cuerpo, húmedo y resbaloso, a
lo ancho de la cama; los ruidos que le saldrían de la boca por la rabia o el posible pánico; la
escapada fuera de la habitación y que le hizo olvidar el reloj en el baño, el regalo que le
dejaba el muerto. Entonces decidió preguntar de una vez y no prolongar más la
conversación:
—El reloj es suyo, ¿cierto?
—Sí.
—Lo tengo guardado en el hotel.
—¿Por qué...?
—No sé —contestó Consuelo, sin dejar que el otro terminara la pregunta.
—¿Alguien más lo sabe?
—No. Nadie más.
—Gracias.
Sepúlveda suspiró y Consuelo levantó los hombros. Quería decirle que simplemente agarró
el reloj porque también intuyó, desde el fondo de una especie de niebla mental, que, por el
bien de muchas personas, no debía permanecer ahí en ese mueble.
Sepúlveda le dijo dónde se alojaba y Consuelo quedó en pasar más tarde, de camino a su
casa, y dejarlo en recepción, envuelto en una caja.
—No creo que vuelva a Bogotá —dijo Sepúlveda como despedida.

***

Dos semanas más tarde, Consuelo recibió un correo electrónico de Pedro Sepúlveda. Volvía
a agradecerle la devolución del reloj. Agregaba el nombre de Marcelo al agradecimiento.
Leyó y lo borró enseguida. No daría respuestas. Durante esos mismos días empezaba a
convencerse de que merecía la pena dejar que David se acercara cada vez más. Una noche,
mientras comían en un restaurante por los lados del hotel, David le entregó una rana hecha
en jade. Consuelo la recibió y la sostuvo en la mano. Le pareció que no tenía ningún peso.
Puso el animalito al lado del plato y David le contó que se trataba de un símbolo de la
protección, la calma y la alegría. Cuando se despidieron, lo abrazó un rato largo y lo besó
en el cuello.
Ahora, cada noche antes de dormir, como si pronunciara las palabras y siguiera la secuencia
de las oraciones nocturnas que aprendió de niña, empezó a decirse en voz baja que dentro
de poco estaría lista para acomodar su cuerpo al de David. Acunarse bajo los ritmos suaves
de su voz y dejar atrás las sombras de un amor desmoronado. Sin duda, David se
encontraría también dentro de poco con los rastros de esa fría corriente subterránea que
pareció secarle la piel, que la cercó y la hizo descreer de cualquier contacto íntimo. No sería
feliz del todo, contrario a lo que le prometía la ranita traída por David, pero se dejaría llevar
por la marcha de este nuevo mecanismo que, como otro reloj insólito, la despertaba del
letargo sin asustarla.

Del libro Artículos propios.

Julio Paredes (Colombia)


Ha publicado tres libros de cuentos: Salón Júpiter y otros cuentos, Tercer Mundo(1994), Guía para
extraviados, Editorial Norma (1997) y Asuntos familiares, Alfaguara (2000); dos novelas: La celda
sumergida, Alfaguara (2003) y Cinco tardes con Simenon, Editorial Norma (2003); y una
biografía, Eugène Delacroix, El artista de la Libertad, Panamericana (2005). Ha traducido obras de
Alice Munro, Thomas Cahill, Oliver Sacks. Desde el año 2006 es el editor del programa editorial y de
lectura Libro al viento de la Secretaría de Cultura de la Alcaldía de Bogotá, y tiene para publicación a
fin de este año un nuevo libro de cuentos, Artículos propios.

Vous aimerez peut-être aussi