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Parte 1

Andrés

Se dio cuenta de que tenía frio. Sintió las baldosas duras contra su
pómulo derecho, contra su esternón y sus rodillas. El piso estaba mojado y no
tenía camisa. Se quedó unos segundos más dándose cuenta. Temblando,
aplastado por el aire pesadísimo de la habitación cerrada, llena de trastos y
cajas. Sintió que las cajas también lo aplastaban.

Hacía diez semanas que había ocupado la casa. Durante muchos


días siguió entrando por la ventana. Hasta que encontró el impulso y el dinero
para llamar a un cerrajero y habilitar la entrada principal. Casi siempre
llegaba de noche, y entrar por esa ventanita del baño no era fácil. Las demás
ventanas estaban tapiadas, y había preferido dejarlas así por el momento, para
no llamar la atención.

Había ido trayendo unas cuantas cajas, llenas de ropa, libros,


papeles y tres o cuatro objetos queridos. Ahí estaban en el mismo lugar
todavía. Algunas se veían abiertas y con rastros de había hurgado buscando
una toalla que nunca encontró, o la cédula, que por suerte sí encontró.

Casi siempre pasaba el día afuera. Iba a reuniones, a ver un terreno,


a visitar a su madre, a buscar a Marina a la salida de la escuela. Algunos días se
dejaba llevar por el flujo de sus actividades y el humo negro bajaba de nivel.
Lo sentía a la altura de las caderas, y aunque pesado, esos días podía hablar,
sonreír y pensar. Era casi el mismo tipo entusiasta de siempre.

Otros días no podía salir de “Tucumán”1. Empezaba a dar vueltas


por la habitación que había limpiado para poder instalarse. Enjaulado.
Pensaba en todo lo que tenía que hacer. A veces decidido, confeccionaba
cuidadosas listas de tareas pendientes, visualmente bellas y funcionalmente
inútiles. No lograba ir más allá de la segunda actividad. Invariablemente algo
lo apartaba de los pendientes. A veces, revisando papeles para encontrar un
dato, lo distraían los recuerdos, otras veces le asaltaban ideas sobre distintos
asuntos.
1 Nombre de la calle donde se ubica la casa que Andrés ocupó.
Los días malos, el humo negro subía hasta su cuello, y tenía que
aullar para no morir ahogado. A veces escuchaba sus propios aullidos como de
lejos, y le daba más dolor oír ese desgarramiento, que el propio dolor que
sentía. Ya no sabía si era una o dos personas. O ninguna. Se arrancaba la
ropa, golpeaba las paredes y a sí mismo, se mordía, y siempre terminaba en el
piso, desarmado, aplastado, ahogado en su propio llanto incontenible, que al
final le permitía dormir profundamente por un rato.

Se estaba despertando de uno de esos llantos. No sabía si había


dormido mucho, pero se sentía descansado. Se levantó pensando en secarse y
abrigarse. Era mayo, y las mañanas y las noches eran frescas. Pensó si sería
de noche o ya de mañana. Había llegado a la casa como a las ocho para darse
una ducha y volver a salir. Tenía una reunión con vecinos del barrio Las
Mariposas, pero no sabía si aun estaba a tiempo. Buscó un reloj que había visto
en alguna parte, pero tenía hambre y decidió salir y averiguar por ahí qué hora
era. Últimamente tenía mucha hambre.

Decidió ducharse y salir a ver en qué estaba el mundo. La idea de


una muzzarela a caballo en el bar Dolores lo estimuló para moverse con
decisión. Igual se quedó un rato largo en la ducha, resoplando agua salada y
drenando amarguras. Pensó en eso, y decidió que también comería un flan
con dulce de leche. Y un café cargado y con mucha azúcar.

Cerró el agua y se acordó que no había encontrado la toalla. Buscó


una camiseta que se había sacado más temprano y se secó un poco. Anotó
mentalmente comprar una toalla. Aunque sabía que terminaría trayendo una
de la casa de su madre.

Con tanto pelo en el cuerpo no es fáci secarse. Sintió que se mojaba


la espalda de la camisa, y que las piernas del pantalón no se deslizaban
fácilmente. Se abrigó bastante, consciente de que saldría a la calle medio
mojado.

Miró el cuarto antes de salir. Decidió que mañana se dedicaría a


ordenar. Tenía la vaga consciencia de que sería domingo. Podría levantarse
temprano para despejar unos metros más. O habilitar medianamente la cocina
para poder tomar mate y hacer algún arroz. Sin duda esto último era lo más
importante. Lo anotó en su cabeza con mayúsculas: COCINA.
Salió y pensó que sería bastante tarde. No había nadie en la calle.
Caminó hacia el norte por Tucumán hasta Lanzarote. Vio que el “Dolores”
estaba abierto, y fue tan reconfortante que exclamó sin darse cuenta: “más que
Dolores, Amores!”.

Entró al bar y saludó mirando hacia la barra. Había unos diez


hombres en las mesas, y cuatro en el mostrador. El gallego conversaba con
uno de ellos. Cuando Andrés entró, levantó la cabeza y lo miró con cariño.
Apenas asintió como saludo, pero fue un gesto lleno de empatía que Andrés
agradeció en silencio, sintiéndose otra vez reconfortado.

Se sentó en la misma mesa de siempre, que parecía esperarlo porque


siempre estaba desocupada. Un mozo altísimo y flaco, se acercó y lo saludó.
“¿Una copita para sacarse el frío?”.

Andrés miró el reloj que estaba sobre la larga fila de botellas. Las
once y veinte. La reunión de vecinos ya habría terminado. “Mejor” - pensó.
Me como unas pizzas y me vuelvo a acostar.

“Buenas noches, Alfonso. Traeme una muzza a caballo, un whisky


con hielo y agua sin gas”.

El whisky llegó al instante, y ya lo había terminado cuando vino la


pizza con fainá. Pidió otro. Tomó un vaso lleno de agua, y se puso a comer.
Pidió otra muzzarella y otro whisky. Le dio calor y se sacó la campera. Se
sentía bien. Abrió la mochila para sacar cuaderno y lapicera. Iba a aprovechar
a ordenar un poco las tareas pendientes, mientras bajaba la pizza y le llegaba el
turno al flan.

Con el cuerpo caliente y la barriga llena se puso a tararear una


canción de Zitarrosa, mientras trazaba líneas perfectas sobre la hoja del
cuaderno, delimitando los espacios mentales que necesitaba ordenar.

Pensó en preguntar si era sábado, pero se dio cuenta de que no. La


calle estaba bastante vacía, y los clientes del bar se habían ido. “Tampoco debe
ser viernes”, pensó. “¿Será domingo ya?”.
Parte 2

Eugenia

Le pareció escuchar el timbre. Estaba acostada en el distribuidor de


la entrada de la oficina. Acostada en el piso. ¿Cómo había llegado hasta ahí?

Le dio verguenza y pena de sí misma. Se dio cuenta de que sí había


sonado el timbre. Y en su memoria inconsciente, registró que había sonado
muchas veces. Pero ella no podía moverse. El timbre sonaba en otra
dimensión. Sintió la cabeza pesada. Se acordó de que había tomado cerveza. Y
había llamado al bar para pedir más. Y una pizza. No había comido nada en
todo el día, y se sentía muy mal.

Pero antes de que llegara el pedido se durmió, en el piso de la


oficina. Y ahora sentía asco y verguenza. Era domingo de noche. No tenía una
casa donde ir a dormir. Podía ir a dormir a la casa de sus hermanos, o a la de
su madre. Pero estaba lejos, y no tenía ganas de hacer ese viaje.

Estaba asqueada a fondo. Más que otros días. No se había duchado,


ni lavado los dientes. No había hablado con nadie en todo el día. Había
llegado a la oficina temprano, un poco porque no tenía dónde estar. Era
sábado y sabía que no iba a encontrar a nadie ahí. Pensó que podría trabajar
un poco y descansar. Había estado en la computadora adelantando algunos
proyectos sin mucha concentración. Después salió a caminar un rato por el
barrio. Anduvo por Canelones hasta Bulevar Artigas y ahí tomó hacia la
rambla. Caminó sin disfrutar ni sufrir. Como zombie. Comiendo vereda sin
consciencia. Cerca de Sarmiento se metió por una callecita diagonal y empezó
a andar en zig zag hasta que no tenía idea de dónde estaba.

Estaba fresco, pero la caminata le hizo transpirar un poco, y tenía


sed. Estaba a varios quilómetros de la oficina, y como no tenía mucha plata,
no parecía inteligente invertirla en comprar agua. Así que la opción era volver
a la oficina, o llegar hasta el Parque Rodó, donde hay bebederos.

Decidió dar vuelta y caminar hacia el parque. Tenía que ubicar


dónde estaba 21 de setiembre. Nunca había logrado familiarizarse con esa zona
de la ciudad. Los nombres de las calles le resultaban conocidos, pero no se
dibujaba ese mapa mental que sí aparecía cuando se movía por punta gorda,
malvín, carrasco, el centro o el cordón.

Trató de recordar qué calles sabía que cruzaban 21 de setiembre, y se


dio cuenta de que no recordaba casi ninguna. Ellauri, Benito Blanco... ¿Qué
más? Podía preguntarle a alguien, pero no tenía ganas de hablar. Solamente
podía seguir caminando como enajenada. Había hecho eso muchas veces en la
vida, en diferentes países y ciudades, y al final siempre llegaba a donde quería
llegar, aunque a veces un camino que podría haber sido de minutos, le llevara
horas.

Decidió dejarse llevar por la intuición, y caminar de alguna manera


siguiendo al sol. Tenía que ir hacia el noroeste, así que no era tan difícil
ubicarse. Solamente tenía que seguir caminando, y aparecería alguna
referencia que le permitiera orientarse.

Iba mirando las baldosas, y en especial los yuyos que crecen en las
juntas y grietas. Nunca hubo tristeza suficiente como para dejar de
maravillarse ante la potencia de la vida naciendo en lo inerte. Las plantas no
se detienen. La vida no se detiene. Siempre puede nacer algo donde parece
todo muerto.

Levantó la vista y reconoció unos edificios y comercios. Estoy cerca


de 21 y Bulevar, pensó. Y en ese momento, un hombre pasó cruzando la calle y
le llamó la atención. Tuvo una visión muy fugaz de su rostro, insuficiente
como para identificarlo. Pero el conjunto completo le transmitió una sensación
de familiaridad. Algo en sus movimientos, en su forma de rascarse la cabeza
(que fue lo que hizo el hombre mientras cruzaba la calle), le resultaba
intensamente familiar y cercano.

Pensó en caminar atrás de él, pero desechó la idea en seguida. “¿Qué


importa quién es? Hoy no tengo ganas de nada”.

Además tenía mucha sed y un poco de calor. Así que apuró el paso.

Llegó a la oficina y después del alivio inmediato (tomar agua, ir al


baño), se sintió vacía. Pensó que hubiera debido irse tras ese hombre familiar
con el que se cruzó, porque en realidad no tenía nada que hacer ni con quien
estar, y esa hubiera sido una aventura para llenar su día. Pero ya era tarde
para esa decisión, así que volvió a la computadora y abrió los archivos en los
que estaba trabajando.

Tenía que terminar de producir un folleto de comunicacion de un


curso de CAD para ingenieros y arquitectos, y el logo de una clínica
psicológica. No estaba inspirada, pero podía hacer algunas tareas mecánicas y
así dejar trabajo adelantado.

Tenía hambre. Estaba atardeciendo y no había comido nada en todo


el día. Fue hasta la cocina de la oficina, aunque sabía que no habia nada ahí.
Abrió la heladera y encontró una cerveza abierta y otra cerrada. No recordaba
quién las había comprado, pero decidió que si no eran de ella, al otro día las
repondría. Se sirvió el contenido de la botella abierta en un vaso, y puso
música en la computadora, dispuesta a mejorar el día.

Con el estómago vacío, la cerveza le cayó mal. “Tengo que comer


algo”, pensó. Y aunque nunca había pedido comida por teléfono, y le parecía
un despilfarro, contó los billetes que tenía y decidió hacerlo.

Llamó a un bar y pidió una muzarella y otra cerveza. Y mientras


esperaba, destapó la cerveza que había en la heladera, y se sentó a esperar.

Se acordó del hombre que cruzaba 21 de setiembre, tratando de


ubicarlo en su biografía. “no era de la escuela”, pensó. “Ni del liceo, ni de la
facultad. Lo conozco pero no sé de dónde”. Esa visión se quedó prendida en su
canal interno por un buen rato. Le producía cierta expectativa o ansiedad que
no entendía y quería entender. “Necesito verlo de nuevo”, pensó.

Y también pensó que debía estar por llegar el pedido al bar, así que
se sentó en el piso en el hall de la oficina y se recostó en la pared a esperar. Y se
durmió, hasta que la insistencia del timbre la despertó.
Parte 3

Carla

En ingeniería, menos del 30 % de los estudiantes son mujeres, o sea


que hay por lo menos 3 hombres para cada una. Sin embargo, en los siete años
que había pasado en Facultad, Carla no había conocido al amor de su vida.
Había tenido algunos romances, pero definitivamente, los ingenieros no se
llevan bien con las ingenieras. Hacen falta otros ingredientes. A pesar de eso,
al recibirse, tomó algunos grupos de matemáticas para mantenerse entrenada,
y siguió yendo a Facultad.

Pero hoy se arrepentía.

Larga y delgada, intenta acomodarse en el banco de madera para que


no le duela la cola. Mira a los alumnos que trabajan en un ejercicio. Son apenas
más jóvenes que ella. Hace muy poco estaba sentada ahí. No recordaba si
había tenido clases de matemáticas los sábados de mañana, pero imaginaba
que si las hubiera tenido, las hubiera odiado, aunque le gustaran.

Durmió poco anoche. “¿A quién se le ocurre poner matemáticas un


sábado de mañana? ¡Es de tan mal gusto!” - pensó. “O peor, lo hacen a
propósito, para evitar que los jóvenes se diviertan los viernes de noche”.

Quedó pensando en la noche anterior. Había ido a un asado en la


casa de Alicia. Le festejaban el cumpleaños al Cachila, el compañero de Alicia,
y habia mcha gente. Conocía a muchos, así que fue pasando la noche de un
grupito a otro, sentada y parada, recordando anécdotas, poniéndose al día con
la vida de cada quien. Había gente que hacía mucho que no veía, así que las
horas fueron pasando sin que se diera cuenta, hasta que vio que algunos
empezaban a irse y averiguó que eran las 3. “Putamadre”. “¡No voy a poder
dormir nada!”, pensó. Empezó a despedirse de la gente que quedaba. Buscó a
Alicia y la vio cerca de la puerta charlando con Andrés. Le sorprendió verlo ahí.
No lo conocía mucho. Lo había conocido a través de su padre, que había
publicado un artículo de urbanismo que tuvo mucha repercusión, y Andrés lo
había invitado a integrar un panel de arquitectos y otros profesionales para
pensar la ciudad del futuro. Ella había ido al evento y su papá los había
presentado.
¿Había estado toda la noche? Era raro que no lo hubiera visto.
Sabía que hacía poco había perdido una hija en un accidente, por eso le llamó
la atención que estuviera en la fiesta. “Aunque, qué bobada de mi parte pensar
eso”.

Se acercó para despedirse de Alicia, quien los presentó dudando si ya


se conocían.

- Carli, Andrés va como para tu barrio. ¿Podés alcanzarlo?

- ¡Claro! Vamos ya. Mañana doy clase a las 8 y no sé cómo voy a hacer.

- Das clase, ¿de? - preguntó Andrés.

- Matemáticas, en ingeniería.

- ¡Qué bien! Yo estudié ingenería. Pero pocos años.

- Creo que ya lo sabía... Pero nunca nos cruzamos en facultad.

- Yo soy de la generación 83

- Yo entré a Facultad en el 87

- Yo ya no iba a ingeniería en el 87. Me había cambiado a Educación

- ¡Qué cambio radical!

Siguieron conversando al subir al auto, y durante el viaje hasta la


calle Tucumán, donde Andrés le indicó que se quedaba. Carla lo miraba apenas
mientras hablaban, porque iba manejando, pero bastaban esas pocas miradas
para darse cuenta de lo atractivo que era. Y muy sexy, con una sonrisa de esas
que se te meten en el estómago y te hacen sentir que todo brilla.

Paró el auto y vio una casa con las ventanas tapiadas.

- ¿Es acá?
- Si, es acá. Es una historia larga. Otro día te cuento. Muchas
gracias por traerme! Nos vemos!

Andrés se acercó para darle un beso y se bajó del auto. Lo vio entrar
a la casa tapiada y le dio como un dolor. Lo sintió desamparado. Solo ahí, con
toda esa tristeza.

Llegó a su casa en una mezcla de tristeza y alegría. La tristeza más


bien por empatía. La alegría, propia. El asado había estado muy lindo, y la
charla con Andrés durante el viaje había sido un remate perfecto. Pensó que le
gustaría verlo de nuevo, pero le parecía poco probable.

Se metió rapido en la cama y cerró los ojos, aunque sabía que la


cabeza no la iba a dejar dormirse tan rápido. Se equivocó. En menos de tres
minutos estaba profundamente dormida. Y pocos minutos – eso le pareció –
más tarde, sonó el despertador y salió para la facultad.

Escuchó a lo lejos que un murmullo crecía. Levantó la vista hacia el


salón y se dio cuenta de que los alumnos habían terminado, y se habían puesto
a conversar. Reaccionó rápido y preguntó en voz alta -pero con timidez,
poruqe aunque llevaba casi tres meses dando clases, no había perdido la
verguenza todavía: cómo les fue?

Miró a un chiquilín flaquito de pelo castaño un poco ondulado y una


piel de bebé que lo hacía parecer mucho más joven, que levantaba la mano.
Trató de recordar su nombre. González? No! Martínez!

- Martínez?

- Quiere que pase profe?

- Sí, por favor .

Al rato sonó el timbre y los chiquilines se fueron. No había sido una clase
brillante. Se iba a dormir una siesta. Capaz que después iba hasta lo de Cuca a
tomar mate. No habían quedado en nada, pero muchas veces era el plan para
los sábados de tarde.
Parte 4

Resumen rápido del paso del tiempo

Pasaron muchas cosas desde aquél otoño de 1995. Carla y Andrés se


fueron a vivir juntos después de encontrarse varias veces en fiestas de las que
se iban juntos. Andrés encontró a una mujer inteligente, buena y con ganas de
ser madre. Carla, a un hombre inteligente, bueno y con necesidad de ser
cuidado. Se entregaron al amor y a la reproducción, y al poco tiempo nació
Alhelí, y luego Alejandro, y después Antonio, y finalmente Alondra.

Andrés estaba trabajando en el ayuntamiento de manera regular, y


con tantos hijos, decidieron que Carla se quedara en casa, en lugar de contratar
a otras personas que los cuidaran.

Se sentían felices. Carla era sumamente práctica. Resolvía los miles


de asuntos de la vida cotidiana con solvencia, y le daba al hogar un marco de
estabilidad que Andrés nunca hubiera podido lograr. Andrés ganaba un sueldo
mediano, que sumado a sus actividades laterales, les permitía sostener una
familia grande.

Eugenia también se fue a vivir con un hombre. Quedó embarazada y


decidieron casarse. Tuvieron tres niñas y vivieron en varias casas diferentes.
Con momentos felices y de los otros. Hasta que no hubo nada, y Eugenia se
fue, con las tres niñas, a vivir con su mamá. Su marido cayó lentamente en un
pozo de depresión, hasta que finalmente le dijo que por favor se hiciera cargo
de las niñas, porque él ya no tenía capacidad de hacerlo. Así que por unos años
Eugenia dedicó su mayor energía a cuidar a esas tres mujeres y poco más.

Andrés se fue cansando de la relación con Carla. La convivencia es lo


anti-sensual.

(continuará)

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