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“Inventar la práctica”: por una teoría de los textos posibles

Marc Escola y Sophie Rabau

Yo no opondría lo “escribible” a lo “ilegible” como lo moderno a lo clásico o


lo heterodoxo a lo canónico, sino, más bien, como lo virtual a lo real, como algo posible
que aún no se ha producido, y cuyo trabajo teórico tiene el poder de indicar el lugar (la
famosa casilla vacía) y el carácter. Lo “escribible” no es sólo algo ya escrito en cuya
reescritura participa y contribuye la lectura. Es también algo inédito, una cosa no escrita
cuya virtualidad descubre y designa, entre otras disciplinas, y gracias al carácter general
de su estudio, la poética, que nos invita a hacerla realidad. Quién es ese “nos”, si la
invitación se dirige solamente al lector, o debe el propio especialista pasar a la acción,
no lo sé, o si la invitación debe permanecer invitación, deseo insatisfecho, sugerencia
sin efecto, pero no siempre sin influencia: lo que está claro es que la poética, en general,
y la narratología, en particular, no deben limitarse a dar cuenta de las formas o los temas
existentes. Debe explorar asimismo el campo de lo posible, incluso de lo imposible, sin
detenerse demasiado en la frontera, que no le corresponde trazar. Los críticos, hasta
ahora, no han hecho más que interpretar la literatura, se trata ahora de transformarla.
Desde luego, no es sólo competencia de los poéticos, su papel, sin duda, es ínfimo, pero
¿de qué valdría la teoría si no sirviese también para inventar la práctica? 1

Las líneas finales de Nouveau discours du récit han hecho correr más tinta que las
cuestiones debatidas por Gérard Genette en la misma obra. Sin embargo, con esta simple
página, las palabras del teórico toman un giro diferente: he aquí que, en una parte ciertamente
“ínfima” pero que, según Genette, da valor a la teoría, la poética parece encontrarse de pronto
en el comienzo de los textos más que en el final; he aquí que la poética sirve más para producir
que para leer mejor. La poética no se interesa sólo en los textos existentes sino también en
aquellos que podrían existir. Y he aquí que, a diferencia del comentario, la poética no se
considera para nada una escritura de segundo grado. He aquí que aparece incidentalmente,
como el esbozo de un programa, la fuerza de una propuesta y de una exploración inherente al
trabajo poético, su capacidad de decir lo que podría estar escrito o lo que quizás está escrito en
algún lado aunque no lo conozcamos aún. He aquí que el teórico de la literatura se ve capaz no
sólo de leer lo que existe sino también de producir un texto nuevo. He aquí la distribución de
tareas entre el autor-inventor y el teórico-lector.
Genette no sólo deseó esta invención de la práctica. A lo largo de sus trabajos, no dejó,
puntual pero regularmente, de esbozar e incluso de escribir esos textos posibles que la teoría
permitiría inventar. (…). Es la cuestión teórica del orden y del ritmo narrativo lo que conduce
por ejemplo a Genette a producir, a propósito de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust,
el célebre resumen que conocemos: “Marcel se convierte en escritor”, que luego otro teórico
corregirá para dar mayor exactitud: “Marcel termina por convertirse en escritor”. (…)

1
Genette, F. Nouveau discours du récit, Le Seuil, « Poétique », 1983, p. 108-109.
Podríamos ver en estos ejemplos sólo digresiones lúdicas o ilustrativas al servicio de las
intenciones teóricas y, en el caso de Genette, el signo de un impulso creativo en un teórico
demasiado tímido para crear y demasiado dotado para no inventar. Ahora bien, estos pasajes no
son para nada digresivos; considerando lo que podría escribirse el día de mañana en lugar de
limitarse a la descripción y análisis de lo que se escribió ayer, Genette manifiesta un rasgo que
concierne a toda la poética moderna: en cuanto se piensa a sí misma y se practica como una
descripción sistemática de las formas literarias, en cuanto no busca clasificar los textos que
existen sino presentar a priori un cuadro sistemático de las formas literarias, la poética
considera, por la naturaleza misma de su proyecto, todas las posibilidades de escritura –
ubicándose entonces más bien antes de la producción literaria y no después.
(…)
Lejos de ser únicamente un instrumento de análisis de los textos, la teoría vale también,
y quizás sobre todo, por su fuerza de proposición, por su capacidad de explorar vías nuevas, o
al menos presentar caminos inéditos en la biblioteca o la memoria de cada lector.

Retórica: el eterno retorno de lo reprimido

La idea de una teoría general de la literatura orientada hacia textos aún por venir no es,
sin embargo, una invención de la poética moderna. Con la “casilla blanca” o los “textos”
esbozados por Genette, se habrá reconocido un nuevo avatar de la tradición retórica. Ya que la
retórica no es sólo un arte de persuadir sino también una teoría de los efectos del discurso
destinado a aquellos que son llamados a producir nuevos discursos a la vez. Por lo cual, en una
perspectiva retórica, el texto es tratado como un medio y nunca solo como un fin.
No sorprende que se deba a los fundadores de la poética moderna el “redescubrimiento”
de la antigua retórica. Desde su artículo “Ancienne rhétorique, aide-mémoire” (1970), Roland
Barthes se mostraba sensible a las estrechas relaciones que la poética mantiene con la tradición
retórica. Genette fue también uno de los primeros, antes de publicar Nouveau Discours du Récit,
en llamar la atención sobre el olvido de sus contemporáneos de una tradición retórica muy viva
aún en el siglo XIX. En un artículo menos conocido que otros del mismo autor, “Rhétorique et
enseignement” (1969), Genette recordaba cómo el análisis del texto literario había perdido en
el siglo XIX toda dimensión normativa: su finalidad ya no era imitación sino una descripción
del texto cuyo objetivo último era confirmar o enriquecer la historia literaria. La explicación
del texto, ejercicio emblemático de este cambio, es introducido por Lanson y Brunet en 1902
en los programas escolares. En 1908, el propio Lanson escribe con claridad que “hay que dejar
el arte y los procedimientos del arte a aquellos que se sienten artistas” (L’Art de la Prose, 1908).
Esta reflexión histórica conduce a Genette a definir y oponer dos “funciones” de los estudios
literarios: la función crítica, que toma la literatura como objeto de estudio; y la función poética,
que tiene por finalidad la producción de la literatura. Mientas que estas dos funciones eran
inseparables en el siglo XIX, se alejan en el siglo XX cuando los especialistas en literatura ya
no producen textos. Única excepción en este clivaje: las escrituras reflexivas donde la función
poética conduce a la función crítica –Genette cita aquí a los románticos alemanes, Mallarmé,
Proust…
Podemos preguntarnos si, a partir de este artículo de 1969, Genette no estaba ya en la
búsqueda de otro de tipo de unión entre función poética y función crítica: precisamente aquel
que se deja percibir al final de Nouveau Discours du Récit. Ya que, a partir de Figuras III, el
trabajo de Genette no está lejos de los antiguos retóricos. (…)
En la antigua retórica, como en la poética de los años ’70, el objetivo es sistemático y
especulativo. En los dos casos, el texto es tomado como ejemplo de un objetivo más general:
allí donde el poético identifica en el texto un procedimiento, el retórico ve en el ejemplo un
modelo a imitar. Pero para ambos, el texto y la elucidación de su sentido no es un fin en sí
mismo. Una línea divisoria muy clara aparece sin embargo entre el proyecto de la poética
contemporánea y el de los retóricos: (…) el poético moderno no se dirige al productor del texto
y su discurso no es prescriptivo ni normativo. O, para decirlo de otro modo: la poética moderna
se ahorra la cuestión del valor, indisociable de la intención retórica.
Lector de Genette y de Roland Barthes, Michel Charles vino a subrayar, como ellos, la
presencia subterránea de esta tradición retórica en el seno de la nueva poética. Pero al volver
sobre la historia de esta tradición para reformular la oposición entre retórica y comentario,
descubrió una dimensión hasta entonces no percibida: la era de la retórica tuvo su comentario.
En L’Arbre et la Source, y más recientemente en Introduction à l’étude des textes –(…)
mostraba que la actitud de comentador y la actitud del retórico presuponen dos ideas del texto
muy diferentes. Para el comentario (discurso descriptivo e interpretativo), el texto literario es
en efecto necesario, porque se trata de explicar las decisiones del autor y por eso mismo de
justificar su necesidad (el texto no podría ser otro porque es ése sobre el que debo y puedo dar
cuenta). Por el contrario, en una perspectiva retórica (discurso normativo y prescriptivo), se
perfila siempre la idea de que otro texto puede ser producido, que el texto tal como es debe
apreciarse como el resultado de una elección entre otras posibilidades, que es entonces
contingente (podría haber sido otro diferente al que es y, en consecuencia, se puede imaginarlo
de otro modo e incluso, en ciertos casos, mejorarlo). Mientras que el trabajo del comentador
supone un respeto por la autoridad del texto y del autor (el comentador justifica el “genio” del
autor mostrando la necesidad de sus elecciones y así de su texto), para el retórico todo texto es
pasible de enmiendas o al menos de “variantes”.
Ahora bien, las dos actitudes no han sido siempre excluyentes una de otra: antes de
Lanson, antes del advenimiento del comentario y el “olvido” de la retórica, se comentaban
también textos literarios. La época clásica, por ejemplo, practica una crítica literaria que no se
confunde con nuestros modernos ejercicios del comentario. Todos los textos producidos en el
curso de las diferentes “querellas” –del Cid a La Princesse de Clèves o Dom Carlos, pasando
por Horace, Andromaque, Iphigénie o por las dos Bérénice, para nombrar sólo las más
famosas– revelan las virtudes de un discurso crítico para el cual el texto examinado no tiene
autoridad: la “crítica” consiste aquí en discutir las diferentes opciones de las que el texto es el
producto, y así en llevar el texto “real” a un horizonte de textos posibles, a la luz de los cuales
deben apreciarse las elecciones del autor pero que invitan a la vez a imaginar el texto de otro
modo, sugiriendo posibles “variantes” ¿Se puede dar otro desenlace al Cid? Chapelain, con la
Academia, proyecta al menos dos o tres desenlaces diferentes para el Cid. (…)
Así, comentar un texto no conduce siempre a justificar todos sus rasgos y cuando, a
comienzos del siglo XX, Valéry opone al punto de vista del comentar su punto de vista de poeta,
consciente de la contingencia del texto que produjo y de las mejoras que le habría hecho o que
podría aún hacerle, es la tradición retórica la que vemos volver.
No es este el lugar para determinar el momento exacto en el que esta retórica se apagó
y el comentario supo arreglárselas sin ella (o se reformó). Mientras que, en el plano de las
doctrinas universitarias, Lanson ofrece, como hemos dicho, un punto de referencia cómodo, nos
vemos tentados de ver en el Romanticismo el momento de ruptura fundamental. El
advenimiento de la individualidad literaria, la nueva concepción del autor o del “genio” se
oponen, aparentemente, a tratar los textos del pasado como simples textos a imitar. Pero ¿se
podría decir por eso que el pensamiento romántico impide toda continuidad entre la teoría de
las formas y la práctica literaria? Al repensar por ejemplo la novela a partir de su origen
medieval, los románticos alemanes son sensibles a la fusión del comentario, la reescritura y la
traducción en un mismo género. La historia del género es para ellos la historia de esta
conjunción. La escritura novelesca es a la vez creativa e interpretativa, segunda en el sentido
en que reelabora una materia y asegura conjuntamente la comprensión. Y un Schelling podrá
así escribir que su “teoría de la Antigüedad es una novela filológica”. Como lo muestra Alain
Brunn, la función del autor es para los románticos una función crítica: era crítico en la época
clásica cualquiera que podía hablar como autor; es autor en la época romántica cualquiera que
habla como crítico. Asimismo, el Romanticismo es una teoría especulativa, y nos preguntamos
si la “novela filológica” de Schelling, y más ampliamente la idea romántica de la novela, no es
un momento de ruptura, una manera de texto (¿solamente?) posible…
Así, constituyéndose como un momento de ruptura, el romanticismo permite
paradójicamente a las generaciones siguientes continuar asociando la crítica y la estética. Toda
la obra de Blanchot, especialmente, es un testimonio de ello.
El hecho es que, sin embargo, el siglo XX retuvo del romanticismo la función crítica y
metaliteraria de la literatura –pero no la idea de que un discurso pueda ser tanto reescritura
como comentario, y menos aún la idea de un movimiento inverso que conduciría de la reflexión
sobre los textos a la creación de los textos. Tal es la razón por la cual la retórica no trabaja más
que de manera subterránea en la poética moderna. Para decirlo una última vez con Michel
Charles: “la poética es la versión aceptable de la retórica; o aún, nuestra poética es aquello que
una cultura del comentario puede integrar a modo de retórica” 2.

La búsqueda de los posibles

Ha llegado quizás el momento de integrar más retórica en nuestra cultura del


comentario. Es tiempo, en efecto, de preguntarse seriamente, es decir sistemáticamente, en qué
medida una reflexión general sobre lo literario no implica por definición una actitud crítica

2
L’Arbre et la Source, Le Seuil, « Poétique », 1985, p. 313.
creativa. Como decía un poco Gide: es bueno seguir la pendiente siempre y cuando sea
subiendo.
(…)
Toda exploración sistemática de un género o de un conjunto de textos, toda reflexión un
poco general, supone aprehender la literatura como un campo de virtualidades. Preguntarse, por
ejemplo, qué es un soneto nos lleva a considerar cierto número de reglas, a veces arbitrariamente
establecidas por individuos, y rasgos formales y temáticos propios del género; pero lleva
también a especular sobre la posibilidad de transgredir esas reglas o de combinarlas de otro
modo. Toda descripción sistemática orienta tanto hacia textos acreditados como hacia textos
que aún no lo están, y el simple relevamiento de las “reglas” supone la posibilidad de invertirlas
experimentalmente.
(…)
Asimismo, la tarea del historiador no es sólo dar cuenta de aquello que fue sino también
de aquello que pudo ser, incluso de aquello que podría haber sido –y sin duda no se puede dar
cuenta de que aquello que fue sin tener en cuenta aquello que podría haber sido. En fin, si la
actitud retórica que buscamos definir parecer interesarse esencialmente en un abordaje global
del hecho literario, no significa que no incluya también el comentario del texto singular. ¿Qué
podemos conservar de la actitud retórica en el análisis del texto singular?
Esta pregunta está en el centro de la última obra de Michel Charles, Introduction à
l’étude des textes: ¿cómo concebir un comentario que analizaría no sólo lo que el autor escribió
sino también lo que habría podido escribir, esos textos abandonados cuyas marcas aparecen
efectivamente en el texto escrito? (…)
Entre los instrumentos de una “retórica del comentario” propuestos por M. Charles, la
noción de disfuncionamiento es sin duda la que mejor favorece un nuevo tipo de discurso
crítico: consiste en postular en tal o cual fragmento textual o en la arquitectura misma del texto
la existencia de diversas estructuras concurrentes entre las cuales se puede observar un juego;
esos accidentes textuales no son simples caprichos o inadvertencias, sino que testimonian, para
un ojo atento, el arbitraje que lleva a cabo el autor entre diversos textos posibles –entre diversas
lógicas o continuaciones en el caso de un texto narrativo. Observar un disfuncionamiento,
circunscribirlo y desplegar a partir de él un abanico de los posibles textuales dejados a un lado,
es darse la posibilidad de imaginar el texto de otro modo.
Este nuevo discurso crítico, mezcla de retórica y de comentario, invita entonces a una
reflexión más amplia sobre la práctica hermenéutica como tal. Comentar es también “explicar”
por qué el autor tomó tal decisión y no otra, porque eligió por ejemplo ubicar tal metáfora y no
otra en tal momento del texto y no en otro. Paradójicamente, el momento en el que el
comentador justifica las decisiones del autor es sin duda el momento en el que está más cerca
de admitir que el texto podría haber sido escrito de otra manera: (…) la diferencia entre el
comentario retórico y un comentario canónico reside solamente –aunque este hiato es rico en
apuestas, como lo demostraremos enseguida– en el rechazo a considerar el texto tal cual lo
tenemos frente a nosotros como necesariamente superior a lo que podría haber sido.
Interesarse, al leer un texto, en los otros textos posibles desechados por el autor conduce,
también, y de manera muy lógica, a estudiar los comentarios que han tomado por objeto ese
texto históricamente. Se perfila aquí la idea según la cual es por medio de la localización de los
textos posibles que habitan un texto que es posible explicar las sucesivas interpretaciones a las
que ha dado lugar. Prueba de esto –para evocar otra paradoja– es que la interpretación de un
texto, como trabajo que se propone (re)decir el texto como necesario, no está motivada, quizás,
más que por la obligación de negar en ese mismo texto las razones por las cuales podría haber
sido otro.
(…)
En resumen, el comentario retórico no leería el texto sino para describir que podría haber
sido de otra manera; otra manera que no existe aún, pero que quizás venga a la existencia un
día bajo la pluma de otro escritor. De modo tal que el acto crítico no renunciaría a la continua
invitación a la reescritura.

Apuestas epistemológicas

Pero, ¿cuál es este objeto que llamamos texto y que no existe aún o que no existe más
virtualmente? Y, correlativamente, ¿cuál es esta teoría, que se dice literaria, que podría a veces
tratar sobre objetos cuya existencia es más virtual que real? La teoría de los posibles literarios
pone en juego, precisamente la noción misma de texto y el estatuto epistemológico de la teoría
literaria, tomada entre la observación y la especulación.
(…)
La poética moderna se presenta con frecuencia como exclusivamente deductiva:
partiendo de categorías a priori, la mayor de las veces categorías lingüísticas o metafóricamente
gramaticales, como el modo en narratología, la poética moderna deduce categorías taxonómicas
y descriptivas, invitando a buscar en la biblioteca ejemplos pertinentes para ilustrar esas
categorías. (…)
Pero si admitimos que la teoría literaria especula con su objeto tanto como lo observa,
es la existencia misma de este objeto la que se encuentra cuestionada: pensamos que los textos
existen, que existen en tanto objetos concretos en las páginas de los libros que hojeamos y en
los estantes de las bibliotecas que recorremos, que existen también como conjuntos de
enunciados sometidos a nuestros ejercicios de comprensión. Sin embargo, y de un modo cada
vez más insistente, hay voces que insinúan la tesis según la cual podría haber textos que no
existen. Michel Charles y Pierre Bayard han hecho cada uno por su lado una demostración de
esta tesis. El primero, cuando define “la existencia y la unidad de los textos” como “prejuicios
críticos”; el segundo, al afirmar que “el hecho de que dos críticos tengan en frente la misma
edición de la misma obra no significa que están discutiendo sobre el mismo texto”.
Tanto en Charles como en Bayard, esta proclamación de inexistencia se asienta sobre la
constatación de que ningún lector, y a fortiori ningún comentador, retiene en su lectura
exactamente los mismos elementos del texto, ni se detienen en las mismas dificultades que por
cierto son, en gran parte, dificultades construidas por el lector o el intérprete, ni prolongan de
la misma manera los silencios o las incompletitudes del texto. En fin, que todo comentario
construye para un texto dado una coherencia que supone el abandono de ciertos elementos,
restos que no son nunca exactamente los mismos. El texto no es un dato fijo, sino un objeto
construido y reconstruido por cada lectura que lo toma por objeto.
La práctica del comentario está necesariamente incómoda frente a esta inestabilidad del
texto. El hermeneuta presenta su hipótesis de lectura como pertinente para dar cuenta de todos
los elementos del texto, idealmente sin resto. Plantea además, generalmente, que las dificultades
que resuelve existen efectiva y objetivamente en el texto. Pone finalmente en el horizonte de su
trabajo aquello que Charles llama una “memoria absoluta” del texto: el comentador entiende
que se debe dar cuenta de todos los elementos del texto sin excepción, y comentar bien significa
poner en relación todas las dimensiones del texto. Tal manera de leer presupone que todo en el
texto es necesario, que tal texto no puede ser, entonces, de otro modo. De este carácter de plena
necesidad, la obra recibe la autoridad que goza en una comunidad dada. En suma, el texto existe
ya que es necesario en cada una de sus partes y en globalidad y allí reside su autoridad.
Ahora bien, una teoría de los posibles literarios viene a cuestionar esta idea del texto,
quizás más radicalmente que el relativismo hermenéutico evocado por P. Bayard. Primero,
dijimos que un comentario retórico se basa enteramente en la idea de una contingencia del texto
que habría podido o podría aún ser diferente: se trata así no de justificar el estado presente del
texto existente sino de mostrar que lleva en sí las huellas de los textos que no es, pero que podría
haber sido. Luego, cuando el teórico deduce categorías de manera especulativa, debe tener una
memoria total no del texto sino de esas categorías; el texto literario no es entonces el objeto de
una visión de conjunto sino que es fragmentado según las necesidades de la teoría, ni más ni
menos que en los manuales retóricos. En esta perspectiva, vale la pena solamente reconstruir
especulativamente el texto por la especulación: todo texto “real” no es, nunca, otra cosa que un
texto posible entre otros.
¿Podría decirse que esta última convicción, y esta idea del texto, no tienen más valor
que el prejuicio precedente que quería que postulaba la existencia del texto de manera
intangible?

Pedagogía de los textos posibles

Anticipemos entonces el anatema previsible: si el texto no existe, ¿todo está permitido?


Si ya no es legítimo creer en la existencia de texto, y si hacemos el duelo de su autoridad, ¿qué
podríamos enseñar, y que hay que esperar de esto?
Un ejemplo permitirá aquí meditar un poco, precisamente, sobre esta posible pedagogía
de los posibles. Si se admite con facilidad, en nombre de consideraciones que competen
ciertamente sólo a la historia literaria, la necesidad de un aprendizaje de la poética teatral clásica
para el estudio de las tragedias de Racine y Corneille, ¿por qué habría que evaluar a nuestros
estudiantes considerando sólo su aptitud para el comentario de, por ejemplo, un monólogo?
Tarde o temprano, la contradicción aparecerá: de valorizar el conocimiento de poética que los
estudiantes manifiestan en sus “explicaciones del texto” o “composiciones-comentarios”,
basados sólo en un saber contextual histórico, podríamos pasar rápidamente a la idea de que el
ejercicio más pedagógico, y si pensamos bien el único lógico, al final un curso sobre la tragedia
clásica, consistiría en invitar a los estudiantes a imaginar, no decimos una tragedia, pero si al
menos una variante de la arquitectura dramática elaborada por Racine y Corneille sobre tal o
tal tema. ¿No es acaso el mejor medio para verificar la inteligencia que un estudiante adquirió
de la poética de la tragedia, es decir de los diferentes principios que autorizaron a un dramaturgo
a producir una versión inédita de un tema a partir de los posibles de la tradición, que invitándolo
a leer Racine como éste ha leído a Eurípides? La cosa tendría al menos, entre sus virtudes, el
mérito de la coherencia.
(…)
Si el texto no existe, eso no significa que todo está permitido: una teoría de los textos
posibles producirá otra forma de comentario, ya que, al proceder al análisis de un texto dado,
establecerá la gramática de sus posibles para proyectar a partir de allí otros textos como
variantes lógicamente posibles.
El ejercicio escolar del comentario puede en consecuencia unirse a ciertas tendencias de
la creación contemporánea, y la enseñanza de las letras reconciliarse así con esta tradición
retórica durante tanto tiempo la animó. Sin embargo, esta perspectiva puede parecer sino
frustrante, al menos incompleta: si el estudiante escribe, ¿quiere decir que su profesor no
escribirá y contentará con proponer direcciones de escritura? O más generalmente: ¿quién
puede tener ganas de recoger el desafío lanzado por la teoría? ¿A quién le placerá volver posible
lo imposible o real lo posible?

“¿Quién es este nosotros?” o la división de tareas

En el momento en que define la fuerza virtual de la teoría, Genette plantea claramente


la pregunta del sujeto de la escritura: ¿quién es este “nosotros”? ¿La invitación se dirige
solamente al lector, o el crítico debe pasar él mismo al acto?
(…)
Si no podemos admitir que el escritor escriba siguiendo al teórico, ¿por qué no aceptar
que el teórico se vuelva escritor? Barthes, como sabemos, no estaba lejos de dejarse tentar…
Los teóricos son capaces de describir una obra posible, de imaginar su estructura, incluso de
contar algunas escenas, en el mejor de los casos de inventar una línea –pero no pasan fácilmente
al acto.
¿Nacerá de esta especulación de la teoría de los textos posible una práctica nueva?
¿Contribuirá esta perspectiva –que para la poética representa un sueño pero también la
emergencia de un nuevo paradigma, una “sugestión” como dice Genette (incluso un capricho),
una nueva manera de teorizar y de leer– en dar un valor a la teoría literaria, incluso cierta
belleza? Es muy posible. O en todo caso, no es imposible.

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