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Comunidad, tragedia y melancolía: estudio para una concepción trágica de lo político

JPA propone el examen de cuatro categorías y cuatro paradojas de la experiencia política moderna, que
a partir de su problematicidad y significación, pudieran ser repensadas y reinscritas en una “concepción
trágica de lo político”.

I. Comunidad Inmunitaria

“Comunidad política”

[¿Podríamos pensar la comunidad fuera del dispositivo de la filosofía política?]

Primera paradoja: la “comunidad” se quiere y no se alcanza. La comunidad no es una substancia previa


ni una entidad prefijada, antes bien, sería una relación inconclusa, una vocación suspensiva, una
pulsión fallida. La comunidad no se consuma, es un deseo en falta, un vocativo en deuda, una promesa
incumplida. La comunidad es un estar en deuda, el “Cum” “munus” es una deuda impagable e infinita.
Paradoja: cuanto mayor es la intensidad comunitaria que la afirma, mayor es la distorsión que la niega.

El nacimiento de la polis es la escena fundacional de la comunidad política. La configuración del orden


regulativo de la vida pública, política y moral de la polis sería el resultado de un conjunto de procesos y
transformaciones históricas, por un lado, y de preceptos o condiciones racionales y normativas o
regulativas de la comunidad (el presupuesto de la igualdad de aquellos que conofrmaban el demos, es
decir, los hombres griegos libres), y condiciones éticas de sus miembros (la prudencia o moderación, la
autonomía, la sabiduría, la justicia, la virtud, velar por el bien común y la máxima felicidad de sus
miembros, etc.). Sería esta matriz de principios regulativos los que permitirían diferenciar la
comunidad familiar de la comunidad política en la antigua Grecia.

De las lecturas que los romanos y los Padres de la Iglesia practicaron de Platón y Aristóteles se
heredaron las claves comprensivas para la comunidad política moderna, ya no como polis sino como
res publica.

Tras una serie de mutaciones históricas, políticas, éticas, religiosas y epistemológicas acontecidas entre
los siglos XV y XVI, como la invención de América, el Renacimiento y la Reforma, subyacería la
reconfiguración política de la comunidad y se van, por tanto, gestando, asentando y organizando los
fundamentos de la Comunidad Política Moderna (en sus diversas modulaciones, desde Maquiavelo a
Hegel) entendida como vocación, proyecto, porvenir, posibilidad de un mundo nuevo (más racional,
libre, seguro, feliz, virtuoso, etc.), de un nuevo horizonte de sentido para un tiempo futuro, un tiempo
nuevo. En fin, como “proyecto histórico”.

Ahora bien, la paradoja es que la misma vocación de comunidad fundada en la idea del “progreso de la
humanidad”, y ya desde los siglos XVIII y XIX fundamentalmente en la idea de “progreso de la
civilización” o de “la cultura”, habría conducido a una escena de catástrofe y devastación, intensamente
testimoniada durante el siglo XX. Esta paradoja fuerza a repensar los fundamentos y discursos, por una
parte, y la práctica u operación efectiva, por otra, de la comunidad, y surgirán diversas narraciones
destinadas a examinar la promesa de este “tiempo” y “mundo nuevo” (que subyace a la moderna idea
de comunidad política), ahora bajo los signos de la crisis y la desconfianza, en la medida en que lo
moderno llevaría consigo la seña del suicidio de la humanidad, de la devastación y la catástrofe. La
crítica de la modernidad (y de su idea de comunidad política) recorrería diversas matrices de
pensamiento (Arendt, Heidegger, Levinas, la escuela de Frankfurt).

De este modo, y siguiendo esta genealogía que traza JPA, la filosofía política contemporánea (Nancy,
Lacoue-Labarthe, Agamben, Esposito, etc.) conceptualizaría como problema el vocativo de la
“comunidad”, oponiendo a la comprensión moderna, “orgánica y substancialista” de la comunidad
(como si fuese una substancia previa, una entidad prefijada, un principio normativo preconstituido o ya
consumado) abandonada al itinerario de un progreso necesario, una idea de comunidad caracterizada
como una relación (“ser-en-común”) incumplida, suspensiva o inconclusa, un vínculo
constitutivamente frágil y complejo, un estar en deuda, en una deuda impagable e infinita, una entidad
simbólica litigiosa, dividida, diferencial y agonística, un riesgo y una posibilidad.

II. “Sentido trágico”

Segunda paradoja: la tragedia deviene “sentido trágico”. La voluntad quiere, y en cuanto quiere, se
arruina y destruye. Lo trágico afirma lo político, pues su querer y su fracaso conciernen a la comunidad.
Nunca es un mero conflicto “privado”, su agonismo concierne a lo plural, a lo múltiple, a lo “comunal”.
En la acción trágica lo “puesto en juego” es un “orden”, un “destino”, es la comunidad misma
jugándose su posibilidad y su sentido. Lo trágico ocurre allí como voluntad de comunidad que quiere y
se quiere, como afirmación ética que se enfrenta al hado y la fatalidad. Lo trágico, en tanto lucha de
fuerzas, tiene como centro al cuerpo, fuerzas que atienden al cuerpo, fuerzas que atentan contra el
cuerpo. Vida y muerte trenzadas en lucha sobre el cuerpo y por el cuerpo. Paradoja: lo trágico pulsa un
imperativo ético sobre la voluntad que la fuerza a perecer.

El sentido de “lo trágico” pareciera insinuar un litigio al interior de la propia tradición filosófica. En la
idea de lo trágico habría contenida la posibilidad de otro registro de pensamiento filosófico, ético y
político, en confrontación con el régimen de orden y pensamiento de la experiencia jurídica, política y
moral moderna. El carácter agonal, conflictivo y constitutivamente diferencial del pensamiento trágico
configura la potencia radicalmente adversativa de lo político. Se trata de una concepción o visión
trágica del mundo, caracterizada por la contradicción, la eterna lucha o juego de fuerzas y el devenir.
La tragedia hace posible la política en la medida en que lo que se pone en juego en ella no es una mera
desgracia individual, personal y privada, sino antes bien unos desgarramientos, sacrificios, agravios y
penurias que conciernen e interpelan a toda la ciudad: es el cuerpo de la propia comunidad y su destino
colectivo el que está en juego en la tragedia.

“Biopolítica”

Tercera paradoja: gubernamentalidad biopolítica: queriendo libertad, la niega. La declara, la produce, y


al mismo tiempo la inhibe o impide. Afirma la vida y la destruye, la valora y la aniquila. La “condición
inmunitaria” se torna el “sino trágico” de la experiencia política moderna. La comunidad deviene
“immunitas”. Libertad y sujeción, vida y muerte, paz y guerra, orden y caos: hay en la comunidad una
agonía, un peligro que amenaza con destruirla. Ese peligro es su “desborde”, su extra-límite. El peligro
de la comunidad es lo “descomunal”. Esta amenaza no proviene del exterior, sino de su más profunda
intimidad. La comunidad debe protegerse de sí misma. La “biopolítica” está centrada en el cuerpo, y la
“comunidad” es el “Cuerpo Político” a conservar y resguardar. El cuerpo es su fuente de valor, pero
también su fuente de peligro. Paradoja: para conservarse, la comunidad pone en peligro al cuerpo.
Declama su “libertad”, al tiempo que produce y administra su ruina.

El liberalismo sería aquella práctica o arte gubernamental que produce, consume, administra libertad, y
al mismo tiempo amenaza con limitarla y destruirla: fija limitaciones, controles, coerciones y amenazas
mediante la “seguridad”. Interna y paradojalmente, el liberalismo reúne dos lógicas contraria: libertad y
seguridad, emancipación y confinamiento. El liberalismo activa un conjunto de procesos y mecanismos
“liberógenos” o “inmunitariso” productores y destructores de libertad.

No existe comunidad desprovista de aparato inmunitario, que es un dispositivo militar defensivo y


ofensivo, contra lo que no es reconocido como “propio”, y que por tanto debe ser rechazado y destruido.
El dispositivo jurídico es inmunitario, pues la exclusión de la violencia exterior al orden legítimo se
produce con medios violentos, esto significa que el dispositivo jurídico funciona apropiando la misma
sustancia de la que quiere proteger. De la violencia externa, el derecho no quiere eliminar la violencia,
sino, precisamente, lo “externo”, esto es, domarla, conolizarla, apoderarse de ella, traerla a su interior.
Lo que amenaza al derecho no es la violencia, sino su “afuera”. Esto da lugar a una especie de “guerra
civil legal” que permite la eliminación física no sólo de los adversarios políticos sino de categorías
enteras de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político. Así, el
estado de excepción se ha convertido en el paradigma de gobierno dominante en la política
contemporánea.

“Melancolía”

Cuarta paradoja: “melancolía”: despotencia que, en su retiro, deviene fuerza. La melancolía ha sido
narrada por la tradición como un peligro, una infamia, una anomalía, una pulsión maligna, posesión
demoníaca, señal de locura, enfermedad y debilidad mortal, de carencia de vida, de deseo, falta de
potencia y voluntad, posada sobre el cuerpo y la comunidad. En la medida en que el melancólico
manifiesta desinterés, no desea, es ocioso, no trabaja y no obedece, estos rasgos lo hacen
inquietantemente peligroso para el orden estatal que necesita la productividad, la docilidad y la
obediencia. Habría en la melancolía una condición indócil que el trabajo habría de pacificar y conjurar.
La melancolía sería una especie de mal que altera el orden, interrumpe el trabajo, desacata la ley y la
moral. El peligro que encierra la melancolía consiste en la experiencia del aburrimiento, el tedio, el
hastío profundo con el estado del mundo.

En oposición a la tradición, JPA piensa la “melancolía” como “proceso de subjetivación política”,


como resistencia a un estado de orden, como otra disposición subjetiva, ética y política, como
gestualidad política de desacato y recusación, como retiro y disposición anímica de la Filosofía, como
semblante trágico de lo político. La melancolía da a pensar, pone en suspenso lo dado e interroga
críticamente los fundamentos últimos de todo orden existente. El actuar creador residiría, por tanto, en
la melancolía como cese de las obligaciones sociales. La melancolía dispone a los hombres a una
especie de creación de otro modo de pensar y de vivir. El melancólico aborrece toda dominación,
abominación, sumisión y servidumbre. La ofensa y la injusticia encienden en él la venganza y entonces
se vuelve temible. La melancolía es un gesto de rechazo y desinscripción, de desacato y desujeción. La
melancolía como ausencia de obra, como desobramiento o descreación, como desistencia, como
inactividad, guarda en su seno la posibilidad de la comunidad que viene o la comunidad por venir.
“Melancolía” y “Tragedia”: su agonismo no es auxiliar, sino esencial. En su agonía se torna posible la
política. Paradoja: lo que se creía impotente, deviene potencia agonal. Me recuerda al “hacer de la
enfermedad un arma”, esa frase que operaba como lema del SPK, el Colectivo Socialista de Pacientes,
que formó parte de la RAF.

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