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Cruzada de sonámbulos, por Néstor García Canclini.

Enviado por
el CELCIT. (11/04/03)

Los Estados Unidos intentan hoy desplegar su expansión bélica y política en contradicción con el
reordenamiento cultural y comunicacional ocurrido durante la globalización. Lo que sabemos sobre
estos cambios permite entender los obstáculos con que ya tropieza la prepotencia imperial. Quizá
ayude a imaginar políticas alternativas acordes con lo que enseña el avance mundial de las
industrias culturales sobre la lógica diversa de las sociedades y el papel indispensable de las
diferencias y las innovaciones en la construcción de consensos durables y aun de mercados
sustentables.

Modos de clausurar la historia


Los Estados Unidos presentan dos argumentos para cerrar la estapa histórica de la multipolaridad.
Primero: puesto que ellos ayudaron a Europa a liberarse del nazismo y al mundo a acabar con el
comunismo, ahora tendrían derecho a desempeñarse como representantes absolutos del mal y del
bien. Como una de las propiedades de los proyectos de mal ilimitado es autoabsolverse, se erigen
en eje del bien, pero actúan negando la posibilidad de discutir sus posiciones a los demás, y si es
necesario destruyéndolos, dos rasgos definitorios del mal cuando quiere ser exclusivo.

El otro argumento es que tienen derecho a la exclusividad al globalizar el mal porque disponen del
mayor poder militar. Este "razonamiento" tiene cuatro problemas. Primero, los propios
gobernantes estadounidenses no logran salir del esquema bipolar entre bien y mal (en rigor, entre
dos tipos de mal), ahora colocando en el bando de enfrente a otro poder: el terrorismo. No logran
ubicarlo con claridad: señalaron primero a Al-Qaeda, luego a Hussein, hacen como si Corea no
fuera tan importante, y también sitúan la amenaza diseminándose por Estados Unidos y el
mundo, como corresponde a un poder globalizado. Buscan extender la paranoia en forma ilimitada
y justificar por tanto su papel "redentor" en todas partes. No logran eliminar el mal, pero aspiran
a que los acepten como el único poder que, por ser tan extenso y abrumador, tendría más
capacidad de vencerlo. Para lo cual necesita aplicarlo sin restricciones. La encuesta hecha por
Time en su página web europea mostró la ineficacia de este procedimiento: "¿Qué país representa
un mayor peligro para la paz mundial en 2003?" De las 318.000 opiniones recogidas, 7% pensó
en Corea del Norte, 8% en Irak y 84% en Estados Unidos. Hay que reconocer, al menos, a Bush,
el haber logrado ser más impopular que Saddam y con alto margen.

Ya sabemos a qué grado esto es desconcertante para un país que se cree elegido por Dios y
bienintencionado en todas sus misiones en el mundo ("¿por qué nos odian?"). Está bien que
hagamos todo lo posible, al dialogar con los estadounidenses dispuestos a asombrarse con el
rechazo que reciben, para recordarles y explicarles cómo lo han buscado. Pero esta misma
conversación requiere conocer los variados procesos históricos y movimientos socioculturales de
Estados Unidos para generar su incomprensión del mundo, tarea escasa en los pocos centros
latinoamericanos dedicados a estudiarlos.

El segundo problema es que la actual caracterización del mal es una de las más rústicas de la
historia. Al elegir de alter ego al terrorismo, se les facilita vender su visión de lo que nos amenaza
en términos sólo bélicos, o lo asocian con riesgos químicos. Desde la antigüedad se ha pensado
que el mal tenía una consistencia cultural (aunque se llamara "pecado"), y en la modernidad se
prestó atención a las bases o la dimensión económica y social del mal. Además, las religiones y
los poetas han hablado de su misterio. ¿Puede imaginarse un lugar donde esta cuestión esté más
ausente que en la crueldad de Bush? Tal vez es comparable, en escala más acotada, con las
historias atroces desarrolladas por Hussein y Sharon.

La administración estadounidense tuvo la precaución, en otras etapas, de asesorarse con


antropólogos y sociólogos para entender las implicaciones de sus guerras en las sociedades que
esos especialistas estudiaban. Ahora llaman a expertos en persuasión comunicacional masiva para
que los ayuden a movilizar la afectividad, y a diseñadores de películas bélicas para fantasear lo
que en la guerra puede parecerse a un videojuego. Dejan olvidado lo que toda confrontación
internacional tiene de desacuerdo entre estilos de vida y modos diversos de simbolizar e imaginar
lo que significa vivir en sociedad.

La quimera de uniformar a los consumidores


Esto nos lleva a la tercera dificultad. La autoatribución de intérpretes exclusivos del bien y del mal
les permite una sola ventaja: decidir por un rato que ellos representan el bien pleno. Así, regresan
a un modo de conocimiento fundamentalista, a una concepción preglobalizada del control social.
Después de una etapa primitiva en que se creyó que la mundialización homogeneizaría el planeta,
se fue advirtiendo que las transnacionales de la música, el cine, la ropa y la gastronomía se
expandían mejor si consideraban la variedad de deseos, necesidades e imaginarios de las
culturas, y eran capaces de adaptarse a esa heterogeneidad imborrable del globo. MTV, por
ejemplo, tiene filiales diversificadas, conducidas por hablantes nativos de muchas lenguas y hace
años comenzó a reconocer varias maneras de hacer rock y pop. Hoy transmite también otras
formas musicales, incluyendo fusiones de pop, rock, hip hop, jazz y tecno. La percepción de los
públicos de que les ofrecen un menú variado no sólo es una clave de la extensa difusión mundial
de MTV; también crea en audiencias diversas la sensación de que este canal brinda un servicio y
no simple sometimiento.

El gobierno estadounidense, al aplicar la violencia absoluta, sin acuerdos en Naciones Unidas, sin
consenso, regresa a los períodos más primarios de la dominación sin hegemonía, cuando se
buscaba sojuzgar sin dar servicios. (Al terminar este artículo, leo que MTV Europa prohibió todas
las canciones del grupo musical The B-52''s por llamarse igual que los bombarderos
norteamericanos que despegan cada tarde del Reino Unido, y otras canciones que tienen palabras
como bomba, misil y guerra, por ejemplo "B.O.B" —Bombs over Bagdad—, de Outkast, "Guerras
Santas", de Megadeath, y "Yo, tú y la Tercera Guerra Mundial", de Gavin Frida.)

Hay un cuarto punto ciego en la actual concepción estadounidense: no entienden las sinuosas
interacciones entre los medios comunicacionales y los variados modos en que las sociedades se
informan y actúan en la vida cotidiana. Las industrias culturales estadounidenses, o las transna
cionales que producen en inglés y tienen arraigo predominante en Estados Unidos, lograron la
hegemonía mundial en cine, música, video e informática gracias a la apropiación temprana de
recursos tecnológicos avanzados en esos campos y de un poder económico que logra casi siempre
neutralizar la competencia o devorarla. Así controlan los circuitos internacionales de producción e
influyen en hábitos y gustos de otras culturas. Imponen una agenda conservadora y light de
información y entretenimiento, reconociendo la multiculturalidad, como ya señalamos, y a veces
la crítica, en tanto contribuyen a la expansión del negocio animándolo con innovaciones. Lo que
puede haber de democrático en esa apertura es ahogado cuando el pensamiento conservador se
vuelve autoritario.

Comenzamos a verlo en la ruda aplicación de la economía neoliberal antes de esta guerra. En


algunas fusiones y ventas de empresas en los últimos años, muchas editoriales y productoras de
cine y video dejaron de ser conducidas por especialistas en esos campos y pasaron a inversores
procedentes de la industria del entretenimiento, del petróleo o del negocio informático, quienes
les exigen que suban sus rendimientos anuales olvidándose de la diversidad de los mercados
minoritarios. Quieren clientelas multitudinarias, no espectadores, ni lectores heterogéneos.

Este autoritarismo es exacerbado hasta el grotesco cuando los propietarios del pensamiento
político único (Bush, Aznar, Berlusconi) pretenden usar los medios desde una concepción
manipuladora de las audiencias que los expertos en comunicación, aun conservadores,
abandonaron hace cuarenta años. Como ni siquiera entienden lo que aprendieron a hacer las
redes mediáticas con la diversidad de culturas nacionales y étnicas, con distintas generaciones de
consumidores, menos aun pueden plantearse cómo interactuar con los movimientos sociales
críticos. La pregunta que sigue es cuánto tiempo lograrán sostener su simple prepotencia en un
mundo en el que la globalización tecnológica y cultural nos mezcló y ha instalado en la "opinión
pública" una capacidad de acceso a informaciones variadas y gustos multiculturales. No es
extraño que en muchos países las televisoras europeas (inclusive la TV de la España de Aznar)
ofrezcan visiones más matizadas y creíbles que la reducción de noticias a propaganda efectuada
por la CNN y los otros medios oficializados en Estados Unidos. Su conocimiento de las exigencias
plurales de información lleva a que televisoras conservadoras se nutran con las noticias del
cadena árabe Al Jazeera. El desarrollo tecnológico e intercultural propiciado por los movimientos
globalizadores hegemónicos y también por las globalizaciones "alternativas" (ONGs, redes críticas
en Internet) ha vuelto al mundo poco propicio para la monótona unidimensionalidad imperialista.
Sus fracasos culturales ya están limitando sus triunfos bélicos.

Fundamentalistas sonámbulos
Para quienes vivimos fuera de los Estados Unidos, y por supuesto para quienes están adentro,
parece decisivo comprender este desencuentro entre la innovación tecnológica más avanzada (en
los recursos bélicos, en el espionaje y en la informática) y lo que esa misma sociedad aprendió
sobre la diversidad cultural en los estudios sobre marketing y consumo. No sé bien por dónde
avanzar, de manera que me limito a seguir algunos puntos elementales.

Me llama la atención, ante todo, que algunas de las aproximaciones más incisivas durante la
discusión de esta última guerra las leí en novelistas como Norman Mailer y John Le Carré. Como si
algunas claves se hallaran no tanto en las encuestas recogidas a diario por los movimientos de
opinión, estadísticamente colectivizados, como en lo que perciben quienes están entrenados para
captar cómo una sociedad va cambiando los modos de narrarse a sí misma la trama dramática y
psicopolítica en los procesos de larga o mediana duración. A Mailer se le ha ocurrido hacer
proyecciones novelísticas de la mentalidad conservadora, de los personajes que desean
desempeñar Bush y Hussein, por qué caminan "sonámbulos por la historia", y sobre todo por qué
la democracia no es algo que se pueda imponer, ni crear en otro país a fuerza de misiles sino que
"nace de muchas batallas humanas, individuales y sutiles, que se libran a lo largo de décadas e
incluso de siglos, batallas que consiguen construir tradiciones".

Luego, tengo una pregunta personal: ¿cuál es el sentido de las proporciones del bien y del mal, de
los contrastes y las transiciones entre uno y otro, en una sociedad que arrincona a un presidente,
lo humilla y lo lleva al borde de la destitución por coquetear con una becaria, pero es incapaz de
meter en la cárcel a un presidente y un equipo de gobierno que durante meses planea y
finalmente ejecuta un crimen masivo contra un pueblo? ¿Cómo se vinculan la hipocresía social de
un puritanismo decadente con la victoria impune a que conducen los negocios sin reglas, sin
esfera pública?

La tercera observación me la dio el antropólogo brasileño Renato Ortiz, que estuvo como profesor
visitante en Stanford a principios de 2003. Al describir etnográficamente las marchas contra la
guerra en San Francisco, anotaba tres hechos, en este orden: "ante todo, no hay música en las
manifestaciones"; "además son grupos de amigos que llegan cada uno por su lado, no hay
partidos políticos que participen"; "¿cómo puede ser que una sociedad tan diversa cultural y
regionalmente tenga sólo dos partidos, que se parecen tanto?".

Por otra parte, esta perspectiva crítica sobre Estados Unidos nos trae de rebote a la rediscusión
sobre la sociedad y los movimientos sociales en nuestro continente. ¿Qué partidos tenemos en
América latina? Es inevitable pensar cómo y por qué las sociedades eligieron a Bush, a Aznar, a
Blair y a los otros 40 gobiernos con los que dice contar Estados Unidos en la actual masacre.
Necesitamos repensar no sólo sobre los poderes, sino sobre esta señora sociedad civil (como la
llamó una socióloga mexicana), a la que adjudicamos tantas virtudes, no suficientemente
restaurables con las magníficas manifestaciones de protesta en muchas ciudades, que coexisten
con las débiles o inexistentes manifestaciones en tantas otras.
En el contexto de este artículo, hay que decir que gran parte de este fracaso deriva de la miope
agenda nacional y coyuntural en la que se encapsulan los partidos y en general la cultura política,
sin preocuparse por entender a Estados Unidos ni la globalización. Nos alarmamos de los ingenuos
estereotipos tropicalistas y racistas con que nos cuadriculan los estadounidenses, pero tampoco
ayuda a construir relaciones interculturales más inteligentes que nuestros países hagan política e
intercambios económicos con Estados Unidos como si este país se redujera a los McDonald''s, la
Coca-Cola, Hollywood y algunos otros productos de exportación, sin conocer sus contracorrientes
y alternativas, lo que Edward W. Said llama "el bosque de disidencias" estadounidense.

Hay tareas inmediatas en relación con la guerra, pero tal vez las más arduas son la reelaboración
de la interculturalidad en los tiempos largos de los intercambios entre las sociedades. Cómo
repensar un nuevo tipo de multilateralismo basado no sólo en diplomacia política y acuerdos
económicos sino en la construcción de una ciudadanía globalizada multicultural.

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