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Afirma Lefort que lo que le confiere a una sociedad su estatuto de sociedad humana es
precisamente el hecho de pensar “la diferencia entre la legitimidad y la ilegitimidad, entre
la verdad y la mentira, la autenticidad y la impostura, la búsqueda del poder o el interés
privado y la búsqueda del bienestar común.”1 Esto obviamente no significa que todos o la
mayor parte de los individuos de una sociedad piense, en sentido estricto, sobre estas
distinciones. Pero es seguro que sus acciones dentro de la sociedad están dirigidas por
pensamientos, sentimientos, pre-comprensiones, pre-juicios, creencias sobre lo que es
legítimo y lo que no, sobre lo que es verdadero y lo que es falso, en suma sobre lo que es
bueno y lo que es malo. Se puede decir entonces que la conciencia que tiene la mayor parte
de la gente sobre estos asuntos tiene el carácter de opinión.2
Esto obviamente no significa que todos los miembros de una sociedad deban dejar de
pensar en asuntos tan importantes y permitir que toda la conciencia de los mismos y todo lo
que decimos acerca de ellos tenga el mero carácter de opinión. Hay en toda sociedad
algunos individuos llamados a conocer y no solo opinar, llamados a pensar estas
distinciones como una tarea fundamental en todo el sentido de la palabra. En nuestro
contexto, sin embargo, da la impresión de que los llamados a hacerlo no parecen querer
seguir su vocación. Aparentemente los invade la indiferencia cuando se trata de pensar los
fundamentos y los fines de nuestra sociedad, es decir sus valores. Las consecuencias de no
afrontar este asunto con seriedad, rigurosidad y sistematicidad las vemos a diario en las
opiniones que vierten muchos analistas en los medios de comunicación social sobre
nuestro contexto político. A diario somos testigos de una permanente banalización de los
males que aquejan a nuestra sociedad.
1
Claude Lefort, Ensayos sobre lo político, Universidad de Guadalajara, Guadalajara 1990, p. 20.
2
Leo Strauss dice al respecto que “[t]oda acción política […] está dirigida por nuestro pensamiento sobre lo
mejor y lo peor. Un pensamiento sobre lo mejor y lo peor implica, no obstante, el pensamiento sobre el bien.
La conciencia del bien que dirige todas nuestras acciones tiene el carácter de opinión: no nos la planteamos
como problema, pero reflexivamente se nos plantea como problemática. El mismo hecho de que nosotros
podamos plantearla como problema nos lleva hacia un pensamiento del bien que deja de ser problemático; nos
encamina hacia un pensamiento que deja de ser opinión para convertirse en conocimiento.” Leo Strauss, ¿Qué
es filosofía política?, en Ambrosio Velasco (compilador), Resurgimiento de la teoría política en el siglo XX:
Filosofía, historia y tradición, UNAM, México D.F. 1999, p. 99.
La indiferencia de quienes están llamados a pensar con rigurosidad cuestiones
fundamentales para una sociedad (teólogos, filósofos, historiadores, psicólogos, cientistas
sociales, etc.) se convierte a la larga un descuido muy peligroso: “cuando las ideas son
descuidadas por los que debieran preocuparse de ellas –es decir, por los que han sido
educados para pensar críticamente sobre ideas-, éstas adquieren a veces un carácter
incontrolado y un poder irresistible sobre multitudes de seres humanos que pueden hacerse
demasiado violentos para ser afectados por la crítica de la razón.”3 Si los más capaces de
pensar con rigurosidad permanecen ciegos ante lo importante que es para su sociedad el que
alguien distinga, por ejemplo, entre las ideas que justifican la búsqueda del poder por el
poder y las ideas que promueven la búsqueda del bienestar común, a nadie le sorprenda más
tarde que dicha sociedad acabe gobernada por manos despóticas y torpes.
¿Cuál el origen de esta indiferencia? ¿Qué es lo que lleva a nuestros cientistas sociales, por
ejemplo, a ser indolentes con la tarea, tan necesaria, de pensar los valores que constituyen
los fundamentos y los fines de nuestra sociedad? Uno de los fenómenos que data el origen
de esta indiferencia está asociado a lo que podríamos llamar un complejo positivista. Las
ciencias humanas y sociales desarrollaron durante el siglo XIX un fuerte complejo de
inferioridad frente a las ciencias de la naturaleza, llamadas también ciencias exactas o
duras.4 Las ciencias humanas y sociales, ya existentes y nacientes, tuvieron que habérselas
con un siglo en el que las ciencias duras “celebraban triunfos enormes. El positivismo, el
empirismo, el economicismo, en unión con un excesivo pensamiento utilitario, […]
[determinaban] el espíritu del tiempo.”5
Encandilados por los éxitos que las ciencias naturales obtenían con su método, muchos
estudiosos de las cuestiones humanas empezaron a considerar la posibilidad de aplicar la
lógica inductiva al conocimiento de lo histórico-social.6 No exagera Gadamer cuando
3
Isaiah Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza Editorial, Madrid 2000, p. 216.
4
Es obvio que el destino de las ciencias sociales nacidas durante el siglo XIX está marcado, desde sus
orígenes, por este complejo.
5
Rüdiger Safranski, Nietzsche. Biografía de su pensamiento, Tusquets Editores, Barcelona 2004, p. 113.
6
La obsesión con el método, sin embargo, tiene orígenes más lejanos, pues inicia con la modernidad misma.
Bacon y Descartes anhelaron construir una filosofía científica capaz de “poner en marcha un método concreto
[…] [para] manejar correctamente la razón. Ambos ansiaban establecer una nueva epistemología, una nueva
afirma que “[l]a autorreflexión lógica de las ciencias del espíritu, que en el siglo XIX
acompaña a su configuración y desarrollo, está dominada enteramente por el modelo de las
ciencias naturales”7 Acomplejado por la eficacia y utilidad de las ciencias positivas, John
Stuart Mill, por ejemplo, se puso a reflexionar sobre el retraso en el que, según él, se
encontraban las ciencias de la naturaleza humana frente a los progresos de las ciencias
físico-naturales; la causa era evidente: las primeras iban a la zaga debido a sus métodos
ineficaces. La superación de este estado de inferioridad pasaba por aplicar la lógica
inductiva de las ciencias exactas al estudio de lo ético y lo político, ya que el cuerpo de
conocimientos que constituían estos campos del saber estaba muy lejos de alcanzar el grado
de certeza mostrado por las ciencias duras, que se creían cada vez más capaces de
establecer lo que Mill suponía eran las leyes universales de la naturaleza.8
Es evidente entonces que impelidas por un complejo positivista, las ciencias humanas y
sociales comenzaron en el siglo XIX a comprenderse a sí mismas “por analogía con las
naturales […].”9 Importantes estudiosos de las cuestiones humanas, soslayando el hecho de
que sus disciplinas poseían y requerían, para el tratamiento de su objeto, una lógica propia,
se empeñaron en “mostrar que también en […] [sus ámbitos tenía] validez única el método
inductivo que subyace a toda ciencia empírica.”10 Cegados por el ideal de una ciencia
natural de la sociedad11, buscaron construir, o al menos sugerir, las bases que les
confirieran a sus disciplinas el estatuto de verdaderas ciencias. Los aguijoneaba la
pretensión de convertir las cuestiones éticas, políticas e históricas en “objetos de ciencia en
el sentido estricto del término […].”12 Todo esto tenía la intención borrar la mácula de
incertidumbre que caracterizaba a los conocimientos producidos por las ciencias humanas y
concepción del Universo que estuviera de acuerdo con los nuevos descubrimientos científicos […]” Etienne
Gilson, Filosofía Moderna, Emecé Editores, Buenos Aires 1967, p. 28.
7
Hans-Georg Gadamer, Verdad y método I. Fundamentos de una hermenéutica filosófica, Ediciones
Sígueme, Salamanca 1993, p. 31.
8
Cf. John Stuart Mill, La lógica de las ciencias morales, Consejo Superior de Investigaciones Científicas,
Madrid 2010, pp. 51-54; 65-70.
9
Hans-Georg Gadamer, Verdad y método I…, ed. cit., p. 31.
10
Ibid., p. 32.
11
Cf. Id.
12
John Stuart Mill, La lógica de las ciencias morales, ed. cit., p. 52.
sociales; las permanentes disputas de las que eran objeto estos conocimientos debían ser
zanjadas, había que remover “esta mancha del rostro de la ciencia.”13
El optimismo inicial con el que muchos filósofos y cientistas sociales vieron la aplicación
de la lógica inductiva a sus disciplinas creó un clima intelectual en el que reinaba el
sentimiento de que las predicciones de Augusto Comte se cumplirían. Les parecía posible
que, una vez constituidas las ciencias naturales de la sociedad, es decir, ciencias sociales
“al estilo de la modernas ciencias naturales […]”14, sería posible, a la larga, conciliar el
orden y el progreso en las sociedades. El camino hacia una armonía social definitiva pasaba
entonces por aplicar el método inductivo al estudio de la ética, la política y la historia, etc.
De ese modo, la resolución de las crisis sociales y políticas era posible si se tenía un
conocimiento científico de los hechos sociales y políticos. Se creyó que un conocimiento de
esta naturaleza sería capaz de establecer con precisión las leyes de la sociedad que guiarían
nuestra ética y nos harían más felices.15 Para alcanzar semejantes certidumbres sólo había
que “acoger […] el espíritu positivo como la única base posible de una resolución
verdadera de la honda anarquía intelectual y moral que caracteriza sobre todo a la gran
crisis moderna.”16
Sin embargo a finales del siglo XIX este optimismo decayó. Los cientistas sociales
comenzaron a dudar de que el método inductivo pudiera encontrar, en un futuro no muy
lejano, soluciones finales17 a los problemas de la sociedad. El desarrollo posterior
alcanzado por las ciencias naturales se encargó de confirmar estas sospechas. No obstante,
las ciencias humanas y sociales no pudieron superar el complejo de inferioridad que habían
13
Ibid., p. 53.
14
Leo Strauss, ¿Qué es filosofía política?, ed. cit., p. 108.
15
La certeza de Comte: si los estudios sobre las cuestiones humanas se hacen según los métodos de las
ciencias naturales , “demostraciones irrecusables, apoyadas en la inmensa experiencia que ahora posee nuestra
especie, determinarán con exactitud la influencia real, directa o indirecta, privada y pública, propia de cada
acto, de cada costumbre, de cada inclinación o sentimiento; de donde resultarán naturalmente, como otros
tantos corolarios inevitables, las reglas de conducta, sean generales o especiales, más conformes con el orden
universal, y que, por tanto, habrán de ser ordinariamente las más favorables para la felicidad individual. A
pesar de la extrema dificultad de este magno tema, me atrevo a asegurar que, tratado convenientemente, es
capaz de conclusiones tan ciertas como las de la geometría misma” Auguste Comte, Discurso sobre el
Espíritu Positivo, Alianza Editorial, Madrid 1980, § 53, p. 89.
16
Ibid., § 42., p. 74.
17
Cf. Isaiah Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, ed. cit., p. 274.
desarrollado en la autorreflexión sobre sus propias lógicas y persistió en ellas el
presupuesto de que la ciencia basada en la inducción “es la expresión más elevada del
conocimiento porque no busca, como la teología y la metafísica lo hicieron en otro tiempo,
el conocimiento absoluto del porqué, sino sólo el conocimiento relativo del cómo.”18
Estudiosos de los fenómenos morales y sociales, fieles a la lógica inductiva, persistieron en
la consideración de que sus disciplinas debían ignorar las cuestiones últimas y elevadas
para preocuparse únicamente por los hechos de la realidad sensible.19 En este entendido, la
aplicación de la lógica inductiva al estudio de las cuestiones humanas debía estar
18
Leo Strauss, ¿Qué es filosofía política?, ed. cit., p. 108.
19
Cf. Claude Lefort, El arte de escribir y lo político, Herder, Barcelona 2007, p. 215.
20
Hans-Georg Gadamer, Verdad y método I…, ed. cit., p. 32.
21
Cf. Claude Lefort, Ensayos sobre lo político, ed. cit., p. 20.
geometría.22 Quedaba claro entonces para las ciencias humanas y sociales que los juicios
de valor eran objetos de estudio inasequibles para la lógica inductiva.
Al dejar de lado los fenómenos morales como inabordables cuestiones subjetivas y
orientarse hacia la consecución del ideal de la objetividad de los hechos en el tratamiento
de sus objetos, las ciencias humanas y sociales fueron generando la presuposición de que
un verdadero análisis científico suponía una ruptura entre los juicios de hecho y los juicios
de valor.23 Una aplicación eficaz de la lógica inductiva al estudio de la sociedad exigía un
investigador neutral, capaz de ignorar toda cuestión derivada del ámbito moral que pudiera
contaminar con juicios de valor el análisis de los hechos puros y duros. Leo Strauss
formula este prejuicio positivista de la siguiente manera: “existe una separación radical
entre los hechos y los valores, y sólo los juicios sobre los hechos entran dentro del campo
de la ciencia. Las ciencias sociales ‘científicas’ no pueden emitir juicios de valor y tienen
que huir de ellos radicalmente”24
22
Cf. Auguste Comte, Discurso sobre el Espíritu Positivo, Alianza Editorial, Madrid 1980, § 53, p. 89.
23
Cf. Claude Lefort, Ensayos sobre lo político, ed. cit., p. 20.
24
Leo Strauss, ¿Qué es filosofía política?, ed. cit., p. 108.
25
Claude Lefort, Ensayos sobre lo político, ed. cit., p. 20.
o de un proceso de abstracción absoluta: la ceguera moral es condición
indispensable para el análisis científico. […]”26
Este complejo positivista es el origen de la indiferencia con la que todavía hoy muchos
estudiosos de las cuestiones humanas reaccionan ante la posibilidad de pensar en sus
sociedades la distinción entre lo justo y lo injusto, entre lo legítimo y lo ilegítimo, etc. Bajo
este complejo subsiste el supuesto de que nuestra razón no puede alcanzar el conocimiento
en el plano de los juicios de valor;27 toda especulación sobre los valores que fundamentan o
deberían fundamentar las sociedades queda circunscrita al plano de la mera opinión. De
este modo la reflexión sobre lo verdadero y lo falso, sobre lo bueno y lo malo para nuestras
sociedades “está proscrita del idioma científico, remitida al idioma vulgar […].”28 Bajo esta
imposibilidad de la lógica inductiva se hizo imprescindible otro supuesto: es posible el
estudio aséptico de las cuestiones humanas, es dable aislar los juicios de valor de los juicios
de hecho con el fin de abordar estos últimos neutralmente.
Esta falta de rigor hace que las ciencias sociales y humanas estén impedidas para advertir
que en la comprensión de sus objetos es insostenible la ruptura entre hecho y valor. La
ceguera moral32 que padecen, presuntamente necesaria para un verdadero análisis
científico, les impide ver que la comprensión de cualquier fenómeno se encuentra influida
por el peso de los valores que hemos heredado de la tradición a la que pertenecemos; estos
valores operan sobre nosotros más allá de lo que podemos comprender.33 “Mucho antes de
que […] nos comprendamos a nosotros mismos en la reflexión, nos estamos
comprendiendo ya de una manera autoevidente en la familia, la sociedad y el estado en que
vivimos.”34 Es necesario reconocer que los valores que nos han sido transmitidos por la
tradición están influyendo constantemente sobre la comprensión de nuestros modos de ser y
de nosotros mismos. Negar esto sería ingenuo, nos impediría ver, paradójicamente, con
cierta objetividad los hechos sociales.
35
Leo Strauss, ¿Qué es filosofía política?, ed. cit., p. 111.