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Se necesita urgentemente:

una teología de la vida

y del poder

En este pasaje, que establece el escenario celestial para el gran culto que a
continuación se realizará (y en efecto para todo el libro), Juan ha tomado
muchos elementos de fuentes anteriores y los ha articulado genialmente en un
esquema simétrico muy original, de incomparable belleza y profundo
significado teológico. Introduce algunos de los personajes centrales que van a
seguir figurando hasta el final del libro. Con líneas decisivas y acertadas logra
"reconstruir" el universo simbólico de los fieles. Lo hace por establecer
enfáticamente el centro definitivo de todo: el Trono con su glorioso
Ocupante. Después va organizando toda la realidad en sucesivos círculos
concéntricos, desde el Trono central y su arco iris hasta los cuatro vivientes,
los 24 ancianos con sendos tronos, después hasta la vastísima multitud
angelical (5.11), y al fin el cosmos entero -- todo siempre "alrededor del Trono"
(4.4,6; 5.6,11).

Con el símbolo central del Trono, y con su correspondiente periferia de 24


tronos y 24 gobernantes ("ancianos"), Juan articula para los fieles un concepto
revolucionario del poder. Con los cuatro vivientes, insertos al puro centro de la
visión celestial, enfoca una teología de la creación y de la vida.

La visión del Trono y de los 24 gobernantes nos revela el origen y el centro de


todo poder y autoridad, dondequiera que los haya en el universo entero. En el
centro hay un solo Trono y uno solo Sentado (kathêmenos 4.2,3); obviamente
los demás "tronos" y "sentados" (kathêmenous 4.4) derivan su poder por
delegación del "poder central" (cf Ro 13.1-2). A la vez, el que está sentado en
el Trono no pretende "monopolizar" el poder sino comparte el gobierno del
universo con su "equipo de trabajo", las autoridades establecidas para
gobernar con él.[1] A través de las Escrituras, su reino es un reino de poder
participativo. Dios no se siente amenazado por la existencia de otros tronos y
otros "sentados" que le rodean. Más bien, el Ocupante del Trono ha
designado a estos "magistrados inferiores" para buscar juntos la justicia en
toda la creación (Ro 13.3-6).

Precisamente porque Dios mismo y ninguna autoridad creada y finita ocupa el


centro definitivo de este "organigrama" de poder cósmico, dentro del esquema
divino no puede existir la idolatría del poder totalitario.[2] Cuando el poder es
teocéntrico todas las autoridades sirven al "Reino de Dios y su justicia" para
que la voluntad justa y benévola de Dios sea hecha en la tierra como en el
cielo. Pero cuando los "poderes derivados", celestiales y terrestres, pretenden
independizarse del Trono central, se rompe el esquema divino y se produce
desorden e injusticia dentro de la creación. Sería como si uno de los ancianos
se cansara en algún momento de estarse arrodillando ante Dios y se quedara
sentado en su trono, creyéndolo suyo propio. Después otro anciano haría lo
mismo, y terminarían intentando uno y otro de usurpar el Trono central.

Llama la atención que inmediatamente próximos al Trono, aún más cerca que
el círculo de los ancianos con sus tronos, están los cuatro seres vivientes
(4.6b-8a). En esto vemos que la vida es lo más cerca del corazón de
Dios. Por eso nuestra teología tiene que ser en verdad una teología de la vida
y no una "necroteología" al servicio de la opresión, el militarismo, y la
muerte. Nuestro Dios es el Creador, Fuente y Sustentador de la vida, enemigo
y vencedor de la muerte.

Pero hay más: en este cuadro podemos ver que el poder que Dios delega a
los "tronos periféricos" tiene que servir a la vida y no a la muerte, a la justicia y
no al pecado (cf Ro 13.3-5). Entre los ancianos y Dios está de por medio la
vida, simbolizada por los cuatro seres vivientes. El acceso de los "sentados"
al Trono central está mediatizado por la presencia de los cuatro vivientes,
interpuestos entre el círculo externo de autoridad y el Trono que les ha
otorgado su poder. Lo más cerca a Dios es la vida misma; a toda autoridad
creada su poder se le ha dado para servir a Dios sirviendo a la vida que Dios
ha compartido con sus criaturas.

En el diseño divino de la creación, "todo lo que respira" adora al Creador de la


vida. Para eso Dios nos ha dado aliento, para eso existimos. El cristiano, más
que nadie, debe poder cantar con Violeta Parra: "¡gracias a la vida, que me ha
dado tanto!". Pero es más: el cristiano conoce al Autor de la vida. Aun Juan
de Patmos, prisionero y en peligro de muerte, vio la importancia de adorar a
Dios no sólo como Salvador sino también como creador del león, del buey, del
águila y de la humanidad.[3]

[1])
Este principio divino de poder participativo aparece por primera vez en Gn
2.19, cuando el Creador, que según Gn 1 ha "nombrado" todas las cosas,
ahora permite a la criatura colaborar con él en dar nombre y significado a lo
creado.
[2])
Cf los dos árboles que ocupaban el centro del Paraíso (Gn 2.9); cuando
Adán y Eva desplazaron a Dios como autoridad central y norma non
normata axiológica, perdieron el paraíso y cayeron en el caos de un universo
egocéntrico y por ende excéntrico. Si el plan cristocéntrico se expresa en "La
adoración del Cordero" por Jan van Eyk, el desorden caótico y ex-céntrico del
abuso demoníaco del poder se plasma con fuerza conmovedora en la
"Guernica" de Pablo Picasso.

[3])La paradoja trágica de la "vida" se ve en el hecho de que poco tiempo


después de haber escrito "gracias a la vida", Violeta Parra se quitó la vida
suicidándose.

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