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4. SEPARACIÓN ENTRE IGLESIA OCCIDENTAL Y ORIENTAL


4.1. Características diversas de Iglesia latina y griega, y causas de distanciamiento
Por muchos siglos, al menos a partir del S. VI, la Iglesia griega, siempre más aislada de Occidente,
siguió su propio camino. La separación era favorecida, ante todo, por la diferencia de carácter: los griegos
más amantes de la teoría, orgullosos de su superioridad intelectual, inclinados a sutilezas, fáciles de
transigir a vicios contra la naturaleza; los latinos se mostraban más prácticos, positivos, amantes del
derecho (aunque no se debe olvidar que el código de Justiniano fue elaborado en Oriente, donde se
descubrió en el S. XII por juristas medievales), más sobrios y moralmente, quizá, superiores. Los griegos
despreciaban a los romanos como bárbaros, los latinos correspondían al desprecio censurando no obstante
las apariencias contrarias, y también por esto su religiosidad es llevada a la fuga del mundo y a la
contemplación, que a la acción por la renovación cristiana del mundo. Naturalmente sería peligroso
insistir en estos contrastes, porque se caería en una visión unilateral de la historia, olvidando que muchos
puntos reprochados a los griegos pueden encontrarse también en los romanos pero es innegable una fuerte
diversidad de carácter y de tendencias, que por sí sola, no obstante, no habría llevado a la separación, sin
el concurso de un complejo de circunstancias políticas.
La diversidad de lengua acentuaba y favorecía la recíproca incomprensión: en Roma no se
estudiaba el griego, en Constantinopla se ignoraba el latín. Gregorio Magno, no obstante su larga
permanencia en Constantinopla, no habló jamás el griego. Características diversas muestran también el
culto y la disciplina: en Occidente la Iglesia había sufrido el influjo del derecho germánico, y las leyes de
Justiniano ejercían el mismo influjo que los Capitulares de Carlomagno; en Oriente el derecho gen fue
desconocido, y los mismos decretos de los Papas no tuvieron siempre gran aplicación. Eran diversas las
fiestas, los días de ayuno, el hábito eclesiástico, las leyes matrimoniales (Por ejemplo: los griegos
prohibían el volver a casarse después de un cierto límite; los romanos, no).
La teología oriental se había desarrollado rápidamente, también por efecto de las controversias
cristológicas, después había permanecido en las posiciones alcanzadas entre el S. IV y el VII. Faltó un
progreso orgánico de la doctrina y de la vida eclesiástica hacia nuevas formas, y todo se limitó a la
conservación de las antiguas estructuras, donde fácilmente el individuo era sofocado. Al contrario, el
pensamiento occidental había tenido un desarrollo más lento, pero se había conservado más abierto a un
ulterior progreso.
Respecto al Primado, la Iglesia oriental reconocía una cierta supremacía a la Sede Romana, pero
no definió jamás con claridad su naturaleza y su extensión, reduciéndola sustancialmente a un “primado
de honor”, y refutando enérgicamente las pretensiones romanas de ingerirse en cuestiones locales,
atribuyendo la infalibilidad a la Iglesia entera y no al Papa, considerando el gobierno monárquico
contrario a los cánones y a las tradiciones. Según una tesis ya conocida en el S. VI, desarrollada en el IX y
formulada en forma completa en el XI, la autoridad suprema de la Iglesia reside colegialmente en los
cinco patriarcados: Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén (teoría de la pentarquía).
Se ha exagerado en el pasado al acentuar el cesaropapismo bizantino, y en presentar a la Iglesia oriental
como privada de toda independencia en las descripciones de historiografía menos reciente, aunque no se
puede negar la tendencia de los emperadores de los S: VI-VIII a intervenir con mano dura en cuestiones
eclesiásticas. Pero el verdadero problema es más bien otro: ¿en qué medida la Iglesia griega se adaptaba a
las usurpaciones imperiales? Juan Crisóstomo, al inicio del S. V, Máximo el Confesor en el VII, Juan
Damaceno en el S. VIII, Teodoro Estudita en el IX defendieron vigorosamente la independencia de la
Iglesia del Estado. También los monjes en general, especialmente en la lucha iconoclasta, se mostraron
fuertes adversarios de las ingerencias estatales. Muchos obispos, en cambio, aparecen como instrumentos
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de la voluntad imperial; tampoco el clero inferior se distinguía por su espíritu de independencia respecto a
la autoridad imperial. La dependencia de la autoridad civil ligaba peligrosamente la suerte de la Iglesia a
la del Estado, también cuando éste, por motivos políticos, se oponía a la Sede Romana.
Además, el patriarcado de Constantinopla había mostrado ya desde antes su ambición... Después
de las afirmaciones del Concilio de Constantinopla I (381), que en el canon 3 había atribuido al patriarca
de la capital oriental la precedencia sobre los otros patriarcados orientales, aunque eran más antiguos,
dejándolo inferior al de Roma sólo; el canon 28 de Caldedonia, atribuyendo al Primado Romano un origen
puramente histórico, establecía un precedente peligroso, del cual se podía deducir la posibilidad de la
transferencia del primado de una sede a otra según las circunstancias. Más tarde, al final del S. VI, el
patriarca de Constantinopla se autodenominó “Patriarca Ecuménico”: título “nefando y arrogante”,
protestó Gregorio Magno, que para subrayar el verdadero carácter de la autoridad quiere llamarse
entonces “Servus Servorum Dei”. Al final del S. VII, en el 692, un sínodo tenido en Bizancio, en la sala de
Trullos (Cúpula) de palacio imperial, por lo cual llamado Trullano II (el Trullano 1 es el C. ecuménico VI,
del 680), en sus 100 cánones mostró una irreductible aversión a Roma. Aparecen desde entonces muchas
críticas a varios usos (celibato eclesiástico, ayuno sabático, falta de prohibición para alimentarse con
sangre), que volverán periódicamente después.
Más graves huellas dejaron las varias herejías. De Metrófanes a Metodio encontramos 58 obispos
de Constantinopla. Si en esta serie no faltan santos, doctos, grandes figuras, tampoco faltan unos 20
herejes o defensores de herejes, mientras otros 20 fueron privados de su oficio por el emperador. También
en este caso, un defensor de la causa bizantina podría objetar que en la lista de Papas, en el mismo período
figuran muchos antipapas, y que los santos pueden tener un peso tal vez superior al de los herejes.
Podemos responder que, en el cuadro que ahora buscamos delinear, decisivo es el conjunto de elementos,
no este o aquel aspecto, que tomado aisladamente, no explica adecuadamente la gradual separación entre
Oriente y Occidente. Por otra parte es demasiado evidente que en Roma los frecuentes cismas (a partir del
cisma de Acacio al final del S. V, que duró 35 años); las violencias inflingidas por Justiniano al Papa
Vigilio, durante la controversia de los “Tres Capítulos”, para que se adhiriera a la condena de los tres
escritos querida por el Emperador; el martirio sufrido por el Papa Martín I, muerto en Crimea donde fue
exiliado por su firmeza en la defensa de la ortodoxia contra al monotelismo propugnado por Bizancio,
habían degenerado un profundo descontento y una invencible desconfianza hacia las reiteradas
pretensiones griegas.
No debemos olvidar tampoco la situación política, que habían determinado las invasiones árabes y
eslavas. En unos 50 años, entre el 640 y el 690, los caballeros de Alá ocuparon irresistibles Palestina, Siria
y Egipto. Los gloriosos patriarcados de Jerusalén, Antioquía, Alejandría fueron perdidos para siempre. En
el 718 León III Isaúrico logró con dificultad rechazar a los árabes de Constantinopla, pero el Imperio ya se
había reducido a Asia Menor y a la parte meridional de la península balcánica, y su tarea esencial, cuestión
de vida o muerte, de ahora en adelante era la resistencia a las presiones árabes en Asia Menor. Casi al
mismo tiempo, la parte norte de la península balcánica caía bajo el dominio de los pueblos eslavos, que
desde el S. VI presionaban en aquella dirección. La nueva situación geopolítica tuvo dos consecuencias
inesperadas:
1. Desembarazado, sin quererlo, de sus posibles rivales, los patriarcas de Alejandría y de
Antioquía, el patriarca de Constantinopla se quedó como el Jefe único de la cristiandad oriental.
2. La destrucción de las cristiandades ilíricas interpuso una barrera a las relaciones entre
Constantinopla y Roma, mientras el predominio musulmán en el mediterráneo... contribuyó a alejar
siempre más a las dos Iglesias.
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La ruptura de la unidad mediterránea con las conquistas árabes, ha sido tomada por algunos
historiadores (H. Pirenne) como la consumación del proceso de ruptura del nuevo mundo con el mundo de
la romanidad, y por tanto como el inicio del Medioevo; para la historia de la Iglesia la avanzada árabe
tiene significado análogo, porque acelera y madura la ruptura del mundo cristiano. Las dos Iglesias
jurídicamente están todavía unidas, pero Roma ya se orienta hacia el norte, donde está en acto una eficaz
penetración misionera, Bizancio se vuelve aterrorizado hacia el sur, para prevenir toda ulterior amenaza.
Entre las dos partes había una especie de territorio de ninguno, Bulgaria, donde la una y la otra
buscaban extender su propio influjo. La extensión de la jurisdicción inmediata de Roma sobre Bulgaria,
realizada en la segunda mitad del S. IX por uno de los más grandes Papas medievales, Nicolás I, y el
envío de misioneros romanos a Bulgaria, levantó en Bizancio un profundo descontento, que acentuó la
aversión hacia Roma. Dvornik, uno de los mejores estudiosos de este Período, que ha renovado
completamente la historiografía sobre Focio, atribuye a este hecho una importancia decisiva.
En tanto Roma se había acercado siempre más a los francos, terminando por recibir de éstos las
tierras bizantinas del Exarcado, de la Pentápolis y del Ducado Romano, y por reconocer a Carlomagno el
título de Emperador. La alianza estrecha con los francos y el nacimiento de un nuevo Imperio,
comprometió las estructuras civiles y políticas entonces existentes, a las cuales la Iglesia estaba
estrechamente asociada: para Bizancio Iglesia e Imperio constituían dos aspectos de una sola realidad, de
nodo que traicionar a una equivalía a renegar de la otra. Vivísima fue la amargura en Bizancio contra
quien se arrogaba el título de emperador, usurpando un título que sólo correspondía al soberano de
Constantinopla y rompiendo la unidad jurídica y moral hasta entonces existente entre Oriente y Occidente.
Y no menos viva fue la aversión contra el papado romano, que había cooperado estrechamente en este
hecho. La amargura creció por la intervención de los emperadores de la Casa de Sajonia (Otón 1, II, III)
en Roma y por su intento de conquistar el sur de Italia, sustrayéndolo a los griegos.

4.2. El conflicto iconoclasta (727-843)


La lucha por el culto de las imágenes no puede ser considerada una lucha entre Oriente y
Occidente: ésta es más bien una lucha interna de la Iglesia griega, que defiende su independencia contra la
intromisión estatal., escribiendo algunas de sus páginas más bellas. Sin embargo, esta lucha contribuyó a
acentuar la separación entre Bizancio y Roma que sufrió varias represalias Imperiales por su defensa de la
ortodoxia y así fue a ponerse en manos de los francos.
Aún se discute sobre el verdadero motivo que determinó a León III Isáurico a promulgar en el 726
y el 730 dos edictos, ordenando la remoción de las imágenes, después su destrucción: ¿se trataba de un
intento de doblegar la potencia excesiva de los monjes, verdaderos jefes espirituales del pueblo, de
adueñarse de sus bienes, o simplemente de la pretensión ya usada del emperador de legislar en materia
religiosa? ¿O era determinante el motivo doctrinal, la oposición al culto de las imágenes, que una parte de
la Iglesia antigua había heredado de la Sinagoga, y que se había reavivado en el S. VII por influjo
musulmán? ¿O más bien, el emperador se preocupaba por eliminar los abusos realmente ligados al culto
de las imágenes...? Probablemente todos estos factores tuvieron su parte en la decisión Imperial. Lo cierto
es que la iniciativa no partió del emperador, sino de los obispos de Asia Menor.
León III aplicó drásticamente el edicto del 730: los iconos fueron removidos de las Iglesias, los
frescos fueron cancelados, las vestiduras litúrgicas con imágenes artísticas fueron confiscadas, las
reliquias quemadas. La oposición partió de Juan Damasceno, monje de un convento de Jerusalén, y de
Germán, patriarca de Constantinopla, que fue depuesto, pero sobre todo de los Papas Gregorio II y
Gregorio III, que, al no ser eficaces las amonestaciones, en un sínodo decretaron la excomunión por la
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destrucción, la profanación y el desprecio de las imágenes sagradas. León III continuó inflexible su
camino: reprimió una conjura del ejército; arrestó, exilió, mutiló, condenó a muerte a varios defensores de
las imágenes, hizo confiscar los bienes inmuebles de la Iglesia en Sicilia, incorporó el Sur de Italia, Sicilia
e Iliria al patriarcado de Constantinopla.
Su hijo, Constantino V “Coprónimo” (740-775), convocó un sínodo en la capital que se
autodefinió ecuménico (754: el mismo año del pacto de Kiersy,..), excomulgó a S. Germán y al
Damasceno, definió como idolatra el culto de las imágenes y ordenó su destrucción.
El gobierno, fuerte con el apoyo del episcopado, aplicó los decretos con gran energía, destruyendo
las imágenes que aun quedaban, aun las de grande valor artístico, y persiguiendo a los monjes que eran la
única fuerza de la oposición: varios monasterios fueron cerrados, algunos monjes afrontaron el martirio,
otros, en número muy grande, abandonaron el Imperio.
A la muerte de Constantino, su hijo León IV Kazaro (775-780) tomó una actitud más moderada: él
no revocó las leyes, para no condenar expresamente la política de su padre, pero se abstuvo de aplicarlas:
los monjes que habían sido arrojados del Imperio o se habían ido, pudieron volver. Sin embargo, un
cambio decisivo se tuvo sólo cuando, con la muerte de León IV, la Emperatriz Irene (780) asumió la
regencia, siendo menor de edad su hijo Constantino. El triunfo no fue fácil, un sínodo convocado por Irene
para restaurar el culto de las imágenes fue dispersado por los soldados de la guardia imperial, fieles a la
memoria de Constantino V. Sólo cuando Irene pudo asegurarse con otras tropas fieles a ella, el Concilio
tan esperado pudo realizarse en Nicea: fue el Niceno II, ecuménico VII (787). Los padres, que se
reunieron bajo la presidencia nominal de los delegados pontificios, abolieron las decisiones del sínodo del
754, declarando que se podía y se debía tributar un culto de veneración a las imágenes de Cristo, de la
Virgen, de los ángeles y de los santos, porque esta veneración no es dirigida a la imagen misma, sino a
aquel que ella representa.
En Occidente, Carlomagno, sea por la mala traducción de las Actas del Concilio (en las cuales la
palabra veneración sonaba: adoración), sea por orgullo personal (no se le consultó), no aceptó las
decisiones del Niceno II, del cual se hizo una crítica fuerte, por orden suya, en los “Libros Carolinos”, que
rechazaban tanto el sínodo del 754 como el del 787, porque las imágenes no deben destruirse ni adorarse
ni venerarse. No obstante la respuesta en sentido contrario de Adrián I, un sínodo franco en Frankfurt
ratificó los decretos de los “Libros Carolinos”. El Papa Adrián prefirió callar.
A la llegada de León V (813-820), la iconoclastia vuelve el conflicto iconoclasta. El Emperador
renovó los decretos del 754 contra las imágenes. De nuevo hubo torturas, exilio y mártires por otros 30
años, porque sus sucesores (Miguel II, 820-29, y Teófilo, 829-42), continuaron su política. Con singular
paralelismo histórico, otra vez una mujer, Teodora (esposa de Teófilo), que como Irene asume la regencia
por su hijo, Miguel III, pone en vigor de modo definitivo el culto combatido, instituyendo la fiesta de la
Ortodoxia en recuerdo perpetuo (11 marzo 843).
La victoria sobre la iconoclastia no significó sólo la afirmación de una verdad largamente
impugnada: ella determinó un nuevo florecimiento del arte sagrado, del cual de las reliquias, de la liturgia;
acrecentó la potencia de los monjes, que tuvieron un rol de primer orden en la vida de la Iglesia oriental,
tuvieron un gran número de obispos y favorecieron la piedad popular, defendieron con frecuencia
posiciones muy conservadoras...; dio nuevo ánimo y nueva eficacia a cuantos defendían la independencia
de la Iglesia del Estado, que definitivamente, desde el S. IX, tuvo un cierto respiro. Pero al mismo tiempo,
la larga lucha sostenida por los papas contra los emperadores facilitó la alianza del Papado con los francos
y ahondó el foso que se estaba abriendo desde varios siglos entre latinos y griegos.
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4.3. Las controversias bajo el patriarca Focio


Como siempre sucede después de cada persecución, también esta vez en Bizancio se suscitaron
vivas discusiones sobre la conducta a seguir hacia los que se habían plegado a la voluntad imperial: los
intransigentes, que tenían su fuerza en los monjes, consideraban necesaria la máxima severidad, los
moderados querían olvidar el pasado. En este contexto entró la dura y larga lucha contra el patriarca de
Constantinopla, Ignacio, hijo del emperador, que había sido monje y se inclinaba hacia la rígida
intransigencia. Después de un golpe de Estado que había dado el imperio a Miguel III, Ignacio fue
enviado al exilio, y vista vana toda esperanza de regresar a su sede, abdicó (858). En su lugar fue
nombrado Focio, un laico entre los más grandes de su tiempo, que ocupaba cargos de primer orden en la
corte imperial. En 5 días él recibió todas las órdenes, y fue reconocido como obispo legítimo también por
los partidarios de Ignacio. Pasado algún tiempo, sin embargo, los últimos declararon que Focio no había
mantenido las promesas hechas en el acto de su consagración (sea que no siguiera la línea política de su
predecesor, sea que no reconociera válidas las consagraciones hechas por éste), y que por lo tanto, había
caído en la excomunión y estaba depuesto de la sede patriarcal. Focio replicó inmediatamente declarando
inválida la consagración de Ignacio y la deposición de cuantos habían sido consagrados por él.
En Roma reinaba Nicolás I, una fortísima personalidad, que al recibir de Focio y de Miguel III
noticias más bien confusas sobre lo sucedido, decidió enviar a Constantinopla delegados a realizar una
investigación, reservándose toda decisión. Los delegados pontificios se encontraron frente a la firme
voluntad de los bizantinos de aceptar una investigación sólo a condición de que a ésta siguiera
inmediatamente la sentencia, que debía ser pronunciada en Constantinopla. O sea, la Corte y Focio se
resignaban a un nuevo examen de la causa, sólo a condición de tener la certeza moral que éste resultaría a
su favor. El gesto era habilísimo, porque aparentemente reconocía la autoridad de la Sede Romana, pero se
valía de ella sólo para confirmar y hacer intangible cuanto se había establecido. Los delegados no tuvieron
la fuerza de resistir, y en una solemne asamblea del 861 pronunciaron la sentencia que el Papa se había
reservado, reconociendo ilegítima la elección de Ignacio y válida su deposición. No se hablaba de
abdicación de Ignacio, esencialmente para eliminar radicalmente a sus partidarios, considerados
inválidamente consagrados.
El partido ignaciano envió una relación a Roma Nicolás 1 no reconoció lo realizado por sus
delegados, que habían traspasado los límites puestos a su encargo, depuso a Focio y lo redujo al estado
laical, amenazándolo con la excomunión en el caso de desobediencia, y ordenó que Ignacio ocupara de
nuevo la sede patriarcal.
Las decisiones romanas no tuvieron efecto alguno, porque la Corte continuó apoyando a Focio; es
más, el emperador pidió a Roma el retiro de las decisiones tomadas. Nicolás I replicó clarificando los
principios que había seguido en su decisión, pero se declaró pronto a reexaminar otra vez la cuestión, si
las dos partes en contraste le enviaran sus delegados. En tanto, el rey Boris de Bulgaria, que se había
convertido al catolicismo, por las presiones políticas de Bizancio, y que deseaba sustraerse lo más posible
al influjo político-religioso de Constantinopla, pidió a Nicolás I el envío de delegados romanos, para
consolidar la cristianización de su pueblo y reforzar los vínculos con Roma. Nicolás I le envió
inmediatamente los delegados pedidos, junto con amplias instrucciones sobre la legislación eclesiástica
latina: y como si esto no bastara, el Papa prevenía a Boris respecto a los griegos, que tantas veces habían
caído en herejía.
Esto era demasiado también para espíritus menos combativos que Focio. El patriarca redactó
rápido un violento ataque contra los latinos, una encíclica enviada el 867 a los tres patriarcas orientales, en
la que se resumían sistemáticamente las críticas ya aparecidas en el Trullano II (692) y que de ahora en
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adelante constituirán un leit-motiv de la polémica entre orientales y occidentales, y se impugnaba también


la añadidura al símbolo Niceno-Constantinopolitano del “Filioque” (el Espíritu Santo procede del Padre y
del Hijo). En Constantinopla, el 381, se había definido sólo: “el Espíritu Santo procede del Padre”. Ya en
el siglo V teólogos latinos como Agustín, y orientales como Cirilo Alejandrino, habían precisado que el
Espíritu Santo procede el Padre y del Hijo. Esta precisación encontró puesto en el símbolo niceno-
constantinopolitano por primera vez en España en el S. VI o VII, se difundió en Galia, Alemania y
Jerusalén, suscitando fuertes críticas de los griegos anteriores a Focio... La encíclica convocaba a los
patriarcas en Constantinopla para un sínodo en el que el Papa mismo sería sometido a juicio. El sínodo se
realizó el mismo año 867: Nicolás I fue excomulgado y depuesto como “hereje” y devastador de la viña
del Señor”.
El triunfo de Focio fue breve: pocos meses después del sínodo, otro golpe de estado puso en el
trono a un nuevo emperador, Basilio, que inmediatamente obligó a Focio a abdicar, restableció a Ignacio y
volvió a entablar relaciones con Roma. El Papa, Adrián II convocó un Concilio en Constantinopla, que
debía limitarse a seguir las decisiones ya tomadas por Roma. La asamblea tuvo lugar entre octubre del 869
y marzo 870 (Constantinopolitano IV, ecuménico VIII, el última de la serie de concilios). Focio fue
exiliado, excomulgado y reducido a estado laical, junto con sus partidarios y los eclesiásticos por él
ordenados. Podía parecer que Roma había conseguido una victoria contundente: en realidad quedaba una
fuerte reacción, no sólo por el obvio descontento del partido derrotado, sino por la reivindicaciones del
mismo partido ignaciano sobre la jurisdicción en Bulgaria, que contrastaban con las claras directivas de
Roma. Ignacio, desafiando al Papa, consagró obispos de Bulgaria, que regresaban así a la órbita bizantina.
El Papa amenazó a Ignacio de excomunión, y sólo la muerte del patriarca impidió una nueva ruptura.
A la muerte de Ignacio, Focio en el 877, que a fuerza de luchar había logrado retornar del exilio y
había vuelto a ganar la confianza del emperador, ocupó de nuevo la sede patriarcal de Constantinopla. El
Papa, Juan VIII, se mostró dispuesto a reconocer a Focio, si se retractaba de la actitud precedente y
renunciaba a toda pretensión sobre la Iglesia búlgara, y envió, a este fin delegados a la capital oriental. Se
abrió un nuevo sínodo en el 879-80, a los 10 años del Constantinopolitano IV. También esta vez, los
delegados no lograron hacer aceptar las directivas romanas: Focio no dio ninguna satisfacción por el
pasado, y respondió evasivamente respecto a la jurisdicción búlgara. En las últimas dos sesiones, si las
actas son auténticas, fue confirmado el símbolo niceno-constantinopolitano, con la prohibición de
cualquier añadidura. Juan VIII, para no acrecentar las dificultades, accedió y ratificó las Actas del
Concilio (que no es considerado ecuménico; pero los orientales no consideran ecuménico el del 870 y, en
cambio, aceptan como tal el del 880).
A la muerte de Basilio (886), le sucedió el hijo León VI. El cambio político tuvo inmediatamente
consecuencias trágicas para Focio, que fue obligado a renunciar y a retirarse a un monasterio, donde murió
poco después. El primer período de su gobierno, bajo el Emperador Miguel III, había durado 9 años; otro
tanto duró el segundo período, bajo el emperador Basilio.
El episodio de Focio constituye una nueva etapa en el proceso de ruptura entre la Sede Romana y
la de Constantinopla: por primera vez, se había llegado al cisma esencialmente por el rechazo bizantino a
reconocer a Roma el derecho de intervenir como instancia última en una cuestión local de la Iglesia de
Constantinopla, considerado como una ingerencia indebida de un patriarca en los asuntos de otro
patriarca. También después de la reconciliación con Roma los bizantinos no cambiaron sus ideas, respecto
a los derechos del patriarcado de Constantinopla. En relación a Focio mismo, los estudios recientes, sobre
todo los de Dvornik, han contribuido a rehabililitar su fama: hoy él es considerado generalmente no sólo
uno de los más grandes hombres orientales, sino como una persona de nobles sentimientos e inspirado por
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un sincero amor a la Iglesia, aunque su personalidad y sus escritos han determinado en modo definitivo la
orientación de la Iglesia de Constantinopla en sentido hostil a Roma.

4.4. La ruptura del 1054


La desconfianza entre las dos Iglesias, no desaparecida, tuvo nuevo incremento por la constante
tendencia de los Papas a oponerse al dominio bizantino en Italia Meridional (Puglia y Calabria).
Constantinopla soportaba mal esta política tanto más que al inicio del S. X, el patriarcado se sentía
particularmente fuerte, dado que había consolidado su jurisdicción en Bulgaria, había extendido su
influencia sobre la nueva Iglesia rusa, sustrayéndola al influjo occidental, había visto la liberación de
Creta y de Antioquía del dominio islámico, Por esto, al inicio del S. XI, los patriarcas de la capital
bizantina, probablemente como protesta contra la política pontificia en Italia meridional, no habían temido
cancelar el nombre del Papa de los dícticos, es decir, de las listas de la oración litúrgica. Hacia al 1040
todavía la situación era normal.
En Roma en tanto el emperador, Enrique III, había hecho pontífice a Bruno, obispo de Toul, León
IX, (1049-1054) persona dignísima, que quiso ser confirmado por el clero y el pueblo romano. León IX
llamó como colaboradores a Federico de Lorena (después Estaban IX) y a Humberto de Silvacándida,
hombre de notable cultura. Humberto conocía y leía el griego, pero ignoraba las costumbres orientales, su
temperamento jurídico lo impulsaba a acentuar la autoridad del Papa, a quien debió sustituir (en las
frecuentes ausencias de León IX) siendo ya cardenal. (Un historiador contemporáneo, un poco en broma y
en serio, ha dicho que los males de la Iglesia actual derivan todos de Gregorio VII y de Humberto de
Silvacándida. Esta paradoja puede ayudarnos a comprender mejor estas personalidades). En
Constantinopla, en aquellos años había sido nombrado patriarca Miguel Cerulario, un exmonje más
solícito de las cuestiones políticas que de la cura pastoral, y profundamente sensible a las prerrogativas de
su sede.
Miguel Cerulario comenzó pronto a oponerse a la política de acercamiento a Roma y a los latinos,
que el gobernador de Italia meridional conducía, intentando una alianza de las fuerzas germánicas,
romanas y bizantinas contra el enemigo común, que se había apoderado de Puglia, los normandos. El
patriarca sacó contra los latinos los viejos reproches, y por su instigación, un obispo búlgaro, León de
Ocridas compuso un opúsculo fuertemente polémico contra los usos latinos, que tuvo un eco superior a su
importancia, porque fue transmitido a Roma a Humberto de Silvacándida, que se sintió como provocado y
quiso replicar en una larga carta firmada por el Papa León IX y en un opúsculo, “Adversus Graecorum
calumnias”. Humberto, si en sustancia se mostraba bastante moderado, usaba un tono agresivo,
amenazante, legalista, típico de un acusador público, sosteniendo sus argumentos frecuentemente en la
“Donatio Constantini”, que si era común para los occidentales, era ajena a la mentalidad oriental. La
polémica creció inmediatamente: a Humberto replicó el viejo monje Nicolás Stethatos. Por una parte y por
otra no se tocaba el dogma, y todo se reducía a críticas sobre cuestiones disciplinarias del todo
secundarias: único problema de un cierto relieve era el celibato eclesiástico, defendido por los latinos y
atacado por los griegos.
El emperador Constantino IX, aconsejado por su gobernador en Italia, Argiro, pensó bien en poner
fin a esta batalla literaria, que amenazaba hacer naufragar las tentativas de alianza con los germanos y
romanos, y junto con el patriarca se volvió a Papa, pidiendo el envío de una delegación.
León IX aceptó la propuesta, y envió a Constantinopla con una carta suya a Humberto de
Silvacándida, a Federico de Lorena y al obispo Pedro de Amalfi. La elección era inoportuna, y poco
oportuno era también el tono y el contenido de las cartas al emperador y a Miguel Cerulario, redactadas
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por el mismo Humberto, en las que renovaban las quejas por la actitud ofensiva y hostil del patriarca de
Constantinopla. Los delegados se presentaron en la capital más como jueces que como emisarios de paz,
arrogantes y decididos ha imponer su autoridad. Fueron recibidos gentilmente por el emperador, quien
deseaba establecer una alianza con los occidentales, él los invitó a refutar el escrito de Nicolás Stethatos.
Este reconoció sus errores y los corrigió. Pero el tono usado por Humberto en su refutación irritó al
Patriarca. Pues llamaba a Stethatos “más tonto que un asno, epicúreo y no monje, habitante de un burdel y
no de un monasterio’. Entonces Miguel Cerulario se negó rotundamente a recibir a delegados ni quiso
tratar con ellos.
La situación tensa duró tres meses, hasta que llegó a Constantinopla la noticia de la muerte de
León IX. Los delegados consideraron inútil cualquier otra tentativa, pero antes de partir recurrieron a una
medida extrema: el 16 de julio de 1054 pusieron públicamente sobre el altar mayor de Santa Sofía la
sentencia de excomunión contra Miguel Cerulario, redactada en todo arrogante y lleno de injurias, con
acusaciones difíciles de probar. Además, se percibe, en el fondo, el afán de demostrar, que no obstante la
muerte de León IX, sus poderes permanecían intactos. La sentencia no estaba dirigida contra la Iglesia
oriental en general ni contra sus líderes, aunque algunas acusaciones, como la de haber corrompido el
símbolo de los Apóstoles, involucraban a toda la jerarquía oriental. Seguros que con su gesto obtendrían la
sumisión del patriarca, Humberto y sus compañeros partieron. El emperador intentó “in extremis” una
reconciliación, pero renunció al intento cuando se dio cuenta de la gravedad del documento. Mientras los
3 enviados del Papa se alejaban de la capital, Cerulario convocó un sínodo en Santa Sofía, y el 24 de julio,
a los 8 días de la excomunión de los latinos, lanzó su excomunión contra los autores de la bula de
Humberto. El documento iniciaba con las frases lanzadas contra los latinos por Focio en su encíclica del
867: “Hombres sumergidos en las tinieblas llegaron a esta ciudad pía y custodiada por Dios, de la cual
como de una altísima posición brotan las fuentes de la ortodoxia... irrumpieron como rayos, como
tormenta como granizo, o mejor como un cerdo salvaje…, dejando sobre el altar de la grande Iglesia de
Dios un escrito con el cual nos excomulgan, o mejor a la Iglesia Ortodoxa de Dios. . .“. La bula de
excomunión de Humberto fue solemnemente quemada.
La mentalidad de Cerulario aparece sobre todo en su carta al patriarca de Antioquia Pedro: él está
convencido que los occidentales han caído en graves errores dogmáticos y no quiere más tener parte con
ellos. El cisma está en acto desde varios siglos, el Papa se ha separado de la Iglesia católica, el único
camino de salvación es cortar todo contacto con los occidentales. En sustancia, Cerulario se muestra más
extremista y radical que Humberto de Silvacándida, que había sido tan áspero en el tono cuanto moderado
en la sustancia. Pedro, que juzgaba mucho más cautamente estas polémicas, conjuró a su colega para que
no rompiera la unidad, pero terminó por consentir su decisión.
Ninguno por el momento advirtió la gravedad de lo sucedido. No era la primera vez que Roma y
Constantinopla se lanzaban recíprocamente excomuniones, y siempre las dificultades se habían arreglado
tarde o temprano. ¿Por qué no podría ser también éste un episodio momentáneo y marginal? Aun cuando
esta situación se prolongó, ni Pedro antioqueno sabía indicar claramente los motivos de la separación, y
más tarde otros notables de la Iglesia oriental declaraban no estar en grado de precisar el momento exacto
en que se había consumado la ruptura. (1054 es una de las fechas que, como el 476, pasaron inobservadas
a los contemporáneos y sólo más tarde fueron asumidas como símbolo de todo proceso histórico
lentamente llegado a la madurez). También en Roma no se valoraban con claridad las consecuencias. El
imperio bizantino, no obstante su pompa y sus pretensiones, aparecía casi como una cabeza sin cuerpo; la
iglesia griega, que ya había sufrido pérdidas considerables en los siglos precedentes después de las
herejías cristológicas, constituía sólo una minoría exigua respecto a los cristianos occidentales fieles a
Roma. No se preveía entonces que la separación de Bizancio significaba la pérdida de todos los pueblos
9

orientales, empezando por Rusia que estaba recibiendo el cristianismo precisamente de Bizancio. Bizancio
y el Islam sustraían a la Iglesia occidental una gran parte del mundo mediterráneo.
Las posteriores tentativas de unión, realizados en el II Concilio de Lyon (ecuménico XIV, 1274) y
en el Concilio de Florencia (ecuménico XVII, 1439), se mostraron prevalentemente como medidas
políticas, sin el consenso de la base (los griegos se dividieron de nuevo en 1282, pero se puede decir que
unión del 1274 no existió jamás. Después de la caída de Constantinopla en el 1473, en los territorios
controlados por los turcos, la unión realizada en el 1439 oficialmente desapareció).
Es bueno recordar que la declaración común, leída simultáneamente en Estambul y en Roma, el 7
de diciembre de 1965, al final del Vaticano II, según un comentario del Osservatore Romano (dic. del
mismo año), no considera las dos sentencias de excomunión, no habla de retractación, de revocación o
anulación, como si las excomuniones lanzadas contra individuos del S. XI estuvieran todavía en vigor. No
se ha erigido un tribunal, ni se ha emitido un juicio histórico, sino sólo se ha manifestado la voluntad de
“condenar al olvido” y “de quitar eso de la memoria y de en medio de la iglesia”. El pasado ha pasado, se
ha dicho, y es inútil querer ahora clarificar las responsabilidades y la validez de los actos entonces
realizados o pronunciar, a distancia de siglos, una sentencia de nulidad: no pensemos más en eso,
reconocemos nuestros errores recíprocos y buscamos continuar, en un espíritu de mutua caridad, el
diálogo que debe llevar a la unidad. Esto, y no otra cosa ha sido el sentido de la declaración común.

4.5. Algunas observaciones finales


l. Quien tiene presente los lamentos y las acusaciones de los griegos contra los latinos, en
particular los motivos de las polémicas de Focio en el encíclica del 867, de León Ocridas y de Nicolás
Stethatos hacia la mitad del S. XI advierte que éstos no pueden constituir la verdadera causa del profundo
disenso entre los dos pueblos. El uso de los ázimos, la costumbre de ayunar en cuaresma también el
sábado, la licitud o no licitud de alimentarse con sangre, la omisión del Aleluya en Cuaresma, el celibato
eclesiástico: éstas son las “Graecorum calumniae”, según Humberto de Silvacándida. Cuestiones
marginales, particulares, secundarias, que se sacan cuando ya hay la decisión de pelear por otros motivos...
Más graves son los motivos dogmáticos, sobre todo la cuestión del primado de derecho divino del
obispo de Roma, del cual los griegos jamás advirtieron, ni cuando estaban unidos a Roma, la naturaleza,
quizá por haber acentuado el aspecto espiritual y místico más que el jurídico. Pensemos en las
reivindicaciones de los patriarcas antiquísimos, en el canon 28 de Calcedonia. En cada caso, varias veces
las iglesias orientales mostraron una notable amplitud de conducta y de lenguaje en confrontación con
Roma: S. Basilio en el S. IV reprochaba frecuente y ásperamente al Papa, que ante el cisma de Antioquía,
seguía una línea de rígida intransigencia en vez de un compromiso, sugerido por Basilio que en la
situación conocía mejor el problema.
Aunque los disensos dogmáticos son en el fondo un aspecto, o una consecuencia si queremos, de
un estado de ánimo más complejo. La verdadera razón de la separación es el progresivo alejamiento de
dos mundos políticos y culturales, que a un cierto momento, llegado a la maduración, se reflexiona sobre
el plano religioso.
Es claro entonces, que frente a una situación tan compleja, es ingenuo buscar individuar la
responsabilidad de los individuos, imposible determinarse. Las guerras no estallan porque alguno abre
incidentalmente fuego en la frontera, sino por toda una serie de malentendidos, de disensos, de egoísmos,
de conflictos de intereses, de los cuales son responsables las dos partes.
10

2. Sería profundamente injusto, históricamente equivocado y en el acto práctico contraproducente


considerar a los miembros de la Iglesia griega como parientes pobres, a lo más parientes nacidos y
crecidos en el campo, de cuya ingenuidad y rudeza se tiene vergüenza, que se les hace entrar posiblemente
por la puerta de servicio, de los cuales se ríe espontáneamente cuando están ausentes: una Iglesia que tiene
un clero casado, privada de movimiento misionero, demasiado ligada a las autoridades civiles, que ha
hecho graves concesiones en campo moral, abriendo la puerta al divorcio... Todo esto es verdadero, pero
no es todo y ni siquiera lo más importante. Si la separación de Roma ha empobrecido notablemente a la
Iglesia oriental, que ha perdido en gran medida su vitalidad de un tiempo, es también verdad que ha
conservado buena parte de sus tesoros, y que, por otra parte, también la Iglesia de Roma, la “Unam
Sanctam”, ha de tomar mayor conciencia de los inmensos tesoros que la Iglesia Griega ha elaborado en los
primeros 5 siglos, y de los cuales, quizá después de la separación y hasta nuestros días, los católicos no
henos advertido todo su alcance. Estos tesoros abarcan tres campos: el dogma, la vida religiosa
propiamente dicha (consagrada a Dios), la piedad.
En el dogma los padres griegos, de Atanasio a los Capadocios, ha profundizado (los primeros) el
misterio de la Encarnación y de la Trinidad. Mejor que los latinos, ellos han comprendido y subrayado el
significado de la inhabilitación en nosotros de la Trinidad, y para mostrar la divinidad del Espíritu Santo
han partido comúnmente del hecho de nuestra divinización por obra del Espíritu Santo que habita en
nosotros. Las mismas controversias cristológicas han sido ocasión de un desarrollo doctrinal intenso, del
cual el Occidente es deudor del Oriente. Ya antes del S. IV la escuela de Alejandría (oriente) constituyó el
centro de gravedad del movimiento intelectual de la Iglesia.
El movimiento monástico surgió en Oriente, y toda la vida religiosa occidental de los siglos
siguientes, de Casiano a Benito, al “Tratado de perfección y virtudes cristianas” del P. Alfonso Rodríguez,
SJ... se ha inspirado en buena parte en la grande tradición oriental de los padres del desierto y de S.
Basilio. Recordemos el influjo de la “Vida de S. Antonio escrita por Atanasio, el éxito de las “Vidas de los
Santos Padres”, los “Dichos de los Padres”, “La historia de los Monjes”, las “Reglas de S. Basilio”.
Silencio, obediencia, victoria sobre el propio yo, desprendimiento del mundo, pobreza, oración y tantas
otras virtudes tradicionales, han sido inculcadas con los escritos, pero sobre todo con el ejemplo, primero
de los Padres Griegos.
La piedad oriental puede todavía hoy ayudar al Occidente a reencontrar aquel sentido de lo sagrado
que con demasiada frecuencia perdemos, y que es tan vivo en la liturgia bizantina: iconóstasis, oraciones,
moniciones: “las cosas santas a los santos”... También la participación de la comunidad al culto,
fatigosamente restablecida en nuestros días en la liturgia latina, con resultados todavía parciales,
constituye una de las características antiguas de la liturgia bizantino-eslava. La liturgia latina conserva,
además aun hoy -al menos en el misal en lengua latina del 1970- varios rasgos de la liturgia oriental: desde
el Kyrie eleison (típica expresión del sentido de adoración de la mentalidad oriental) a las invocaciones
del Viernes Santo, “Hágios o Theós, Sanctus Deus, Hágios Ischyrós, Sanctus Fortis, Hágios Athánatos,
eleison himás, Sanctus Immortalis miserere nobis’ Culto y dogma se entrelazan armoniosamente en
Oriente en la devoción a la Madre de Dios: Theotokos: las fiestas marianas se difunden en Oriente antes
que en Occidente, mientras el culto mariano de las iglesias orientales muestra frecuentemente mayor
profundidad y mayor conciencia de las raíces teológicas en las que se funda. La mariología bizantina se
anticipa varios siglos a lo occidental.
El mismo sentido de lo sagrado aparece en el arte bizantino, que quiere ser una representación que
corresponde al equilibrio del dogma de Calcedonia -en Cristo dos naturalezas, humana y divina,
perfectamente íntegras y al mismo tiempo distintas- es decir, quiere expresar visiblemente la encarnación
de Dios, dando el justo relieve a la naturaleza humana y a la divina, con un equilibrio difícilmente
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alcanzado por el arte occidental, y se convierte así una ventana abierta hacia el cielo. La diferencia entre
las dos mentalidades se puede ver, por ejemplo, confrontando los ángeles bizantinos, medio enviados de lo
alto, con los graciosos, demasiado graciosos angelitos del Renacimiento; entre las imágenes de la Virgen
bizantinas, con algunos rasgos muy próximos a la mentalidad contemporánea, y a las del Renacimiento...
En conclusión, el Oriente no constituye una forma de cristianismo de segunda, pobre y
semibárbaro. Al contrario, él ha sido por largos siglos el maestro del Occidente. La religión católica se ha
desarrollado primero en el Mediterráneo oriental (hasta el S. III, dos terceras partes de cristianos se
encontraban en oriente), ha tomado de la cultura griega las fórmulas de las cuales se ha servido para
expresar los conceptos revelados, ha encontrado en el mundo bizantino o griego muchos pensadores de los
más geniales, de los más grandes héroes de la ascesis, de los más insignes maestros de piedad. Europa
occidental ha estado largo tiempo en la escuela greco-bizantina, y debe aun hoy estar convencida que un
contacto más vivo con el cristianismo oriental puede enriquecerla, ayudándola a recuperar el sentido
genuino de antiguos valores, hoy quizá poco comprendidos o poco profundizados.

5. Crisis de la autoridad pontificia al ocaso del medioevo (entre las causas remotas de la insurrección
luterana)
5.1. Lucha y derrota de Bonifacio VIII: Cfr. . La Iglesia de Lutero a nuestros días, 1, 43-47; estos apuntes,
p. 15
5.2. E1 exilio de Aviqnon”
Ya hemos visto, en la breve síntesis que hemos trazado sobre los principales aspectos de la Iglesia
medieval, que el Papado del 800 al 1046 “grosso modo”, sufre en medida siempre más fuerte la tutela del
Imperio; que del 1046 al 1215, después de haber luchado victoriosamente por restablecer la plena
independencia, el Papado logra afirmar una cierta supremacía política sobre el Imperio, en teoría y, dentro
de ciertos límites, también en la práctica; que después del 1215 las afirmaciones teocráticas de la autoridad
política del Papado y de su superioridad sobre el Imperio alcanzan sus formas más radicales, mientras en
realidad la autoridad efectiva del Papado, lograda en la larga lucha contra Federico 1, disminuye siempre
más.
En la segunda mitad del 1200, los Papas están bajo el influjo de la potencia francesa y, en vano
Bonifacio VIII intenta recuperar la potencia perdida. A la tesis de la “Unam Sanctam’ que declara la
subordinación del poder civil al eclesiástico (entendiendo probablemente una subordinación directa), se
contrapone el atentado de Anagni: Bonifacio VIII es hecho prisionero por un exiguo grupo de sicarios de
Felipe el Hermoso, rey francés, con la intención de conducirlo a Francia para someterlo al juicio de un
concilio. El Papa Bonifacio, liberado por su pueblo, muere pocos días después, los primeros días de
octubre de 1303.
Después del breve pontificado de Benedicto XI, que buscó defender como pudo la memoria de
Bonifacio VIII, desfigurada por las acusaciones que, de todo género, partían de Francia, en el 1305 en
Perugia después de 11 meses de conclave, (fenómeno no raro en aquellos tiempos, que vieron cónclaves
de 34 meses, como la elección de Gregorio X en Viterbo), fue elegido el Arzobispo de Bordeaux, Bertrand
de Got, que tomó el nombre de Clemente V. Este se quedó en Francia, estableciéndose en 1309 en
Avignon. Desde este año hasta 1377, los Papas residieron en esta ciudad, donde Benedicto XII erigió un
suntuoso palacio, digno de la sede pontificia; Clemente VI adquirió el territorio de Avignon, comprándolo
a la reina Juana de Nápoles; desde entonces, los Papas podían estar en territorio propio. Urbano V regresó
12

a Roma por tres años (1367-1370); pero, la inestabilidad política y la inseguridad de la península, lo
persuadieron de volver a Avignon. Finalmente, su sucesor, Gregorio XI, movido por los ruegos de
Catalina de Siena y de otros personajes ilustres del tiempo y, sobre todo, por las necesidades objetivas de
la Iglesia y de su Estado, por el estallido de la “guerra de los cien años”, que hacía insegura su estancia en
Francia, recogiendo los frutos de la obra del Card. Egidio D’Albornoz, que había restablecido un cierto
orden en el Estado de la Iglesia, haciendo posible así el regreso del Papa, que en 1377 reportó, en modo
definitivo, la Sede Pontificia a Roma.
Los papas de Avignon fueron: Clemente V, 1305-1314; Juan XXII 1315-1334; Benedicto XII,
1334-1342; Clemente VI, 1342-1352; Inocencio VI, 1352-1365; Urbano V, 1365-1370; y Gregorio XI.
1370-1378; éste último regresó a Roma, definitivamente, el 14 de enero de 1377.

Notemos brevemente tres aspectos de este período:


1º. Ante todo, los Papas, aunque jurídicamente libres e independientes, de hecho sufren en pleno el
influjo de la monarquía francesa: se dijo, con alguna exageración, pero no sin fundamento, que el Papa
se había reducido a “capellán del rey de Francia”. Los 7 pontífices de este tiempo son todos franceses; la
mayoría de los cardenales son también franceses. Sobre todo, Clemente V se mostró bastante sumiso ante
Felipe el Hermoso, el gran enemigo de Bonifacio VIII, rehabilitando a los adversarios de este Papa que
habían ideado y realizado el atentado de Anagni, revocando para Francia la bula “Unam Sanctam”, y
llegando al punto de abrir un proceso contra Bonifacio VIII, que pudo suspender después, sólo
sacrificando a la voluntad del ávido monarca francés la Orden de los Templarios. Aunque los demás Papas
no se mostraron tan serviles, no tuvieron plena libertad de acción, y su misma permanencia en Francia
contribuía a crear en la opinión pública la fama de un pontificado sometido a la corona francesa,
convertido en instrumento de los planes ambiciosos de la monarquía francesa; esto era tanto más grave,
porque al mismo tiempo se estaba afirmando siempre más el nacionalismo; además, la hostilidad entre
Francia e Inglaterra conducía a la llamada “Guerra de los cien años” (1339-1453), italianos, alemanes e
ingleses protestaban por la pérdida del carácter universalista del Papado, y parecía que los Papas no caían
en la cuenta de estar ellos mismos minando su propia autoridad, preparando la vía a las graves crisis que
estallarán al poco tiempo.
2º. Si Clemente V tuvo el error de someterse, casi a discreción, al rey Felipe el Hermoso, su sucesor, Juan
XXII (elegido a los 72 años, murió a los 90) cometió el error, otro tanto grave, de iniciar una larga lucha,
áspera, inútil y del todo negativa contra el emperador alemán Ludovico el Bávaro. El conflicto nació
por una causa muy secundaria, por una controversia sobre los derechos del Papa sobre Italia septentrional,
que le correspondían durante el imperio vacante; la controversia se alargó pronto a las acostumbradas
cuestiones de principio sobre las relaciones Papa y Emperador. Juan XXII citó al emperador a presentarse
en Avignon, para que rindiera cuentas de su comportamiento; pero Ludovico no se plegó, acusó al Papa de
herejía y apeló a un concilio. El Papa, por su parte, excomulgó al emperador y desligó a sus súbditos de la
obediencia a su soberano. El emperador continuó inflexible, bajó a Italia, promovió la elección de un
nuevo Papa, que tomó el nombre de Nicolás V, y por éste se hizo coronar como Emperador. La lucha
continuó bajo los pontificados de Benedicto XII y de Clemente VI, y terminó sólo a la muerte de
Ludovico.
CONSECUENCIAS:
* Alemania estuvo 20 años en entredicho, mientras el emperador y sus partidarios más cercanos
eran varias veces excomulgados.
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Las excomuniones quedaban sin efecto, dando como único resultado una espantosa caída de la
autoridad pontificia, que lanzaba excomuniones al por mayor y por motivos prevalentemente políticos.
* Ludovico apoyó eficazmente a cuantos, por motivos diversos, negaban o minimizaban la
autoridad pontificia: Marsilio de Padua, Guillermo de Occam, y la facción de los franciscanos, en pugna
con Juan XXII, por discusiones teóricas y prácticas sobre la pobreza.
* En la Dieta de Frankfurt del 1338, el emperador declaró que la elección imperial estaba reservada
sólo a los 7 príncipes electores, 3 eclesiásticos (obispos de Colonia, Tréveris y Maguncia) y 4 laicos (el
rey de Boemia, el duque de Sajonia, el marqués de Branderburgo y el conde del Palatinado), sin que el
Papa tuviese derecho alguno de mezclarse en la cuestión.
* Las tesis de Inocencio III, que Juan XXII había pretendido aplicar, eran así definitivamente
rechazadas: el imperio alemán se laicizaba siempre más olvidando su lejano origen con la intervención
decisiva del Papa.
No era la primera vez que los Papas habían tenido serios conflictos con los emperadores: pero los
tiempos habían cambiado, el factor político esta vez prevalecía sobre el religioso; la opinión pública no
apoyaba más al Papa como en los tiempos de Gregorio VII, de Alejandro III, de Inocencio III y de
Gregorio IX (Pontífices que sostuvieron las luchas contra el imperio en los S. XI, XII, XIII). Y si, en los
siglos precedentes, los Papas, bien o mal, habían alcanzado la victoria, esta vez la lucha terminó con una
derrota sustancial del Papado, que no había logrado desenmascarar a su adversario, y había sido excluido
de toda ingerencia en la elección imperial.
3º. El tercer factor suscitaría la aversión contra la Curia de Avignon: el fiscalismo, que Juan XXII
perfeccionó con todo un sistema bien organizado. El incremento de los ingresos crecía con el progreso de
la centralización, que consistía en la intervención directa e inmediata de la Curia romana en los asuntos de
las varias diócesis. Esta centralización se acentúa en Avignon, comenzando por el nombramiento de
obispos y de los oficios más importantes. La autoridad del Papa sobre toda la Iglesia había sido reconocida
en medida cada vez más grande, desde los primeros siglos. Pero el ejercicio de tal autoridad en la edad
antigua y durante el alto medioevo había sido limitado, respetando ampliamente la autonomía de las
diócesis. Avignon se acentúa el proceso, ya iniciado con Gregorio VII, hacia un ejercicio más directo y
continuo del primado. Este proceso ha continuado hasta nuestros días.
La centralización tenía la ventaja de frenar el surgir de partidos en las diócesis, pero obstaculizaba
el libre gobierno de los obispos, y atraía hacia Avignon a gente ambiciosa y ávida de riqueza. La Curia
pontificia se convierte en una fuente de la cual todos esperan sacar algo. La organización fiscal creada por
Juan XXII y desarrollada por los papas siguientes, provocó la multiplicación de críticas, que llegaban a la
misma conclusión: REFORMATIO ECCLESIAE. Y no era fácil, con la excitación de los ánimos,
distinguir la reforma moral y disciplinar de la reforma dogmática-institucional.

5.3. Los inicios del cisma de Occidente


Catorce meses después de su regreso a Roma moría Gregorio XI, el 27 de n de 1378. Los
cardenales presentes en Roma entonces eran 16: 11 franceses, 4 italianos y l español: Pedro de Luna.
En esta situación, el pueblo romano comenzó a agitarse, temiendo que los cardenales, franceses en
su mayoría, eligieran un papa, que regresara a Avignon. La agitación creció al inicio del cónclave y, el
pueblo reunido, gritaba a los cardenales: ¡“Romano lo queremos, lo queremos romano o al menos italiano,
o los mataremos a todos”! Y parecía que no se trataba sólo de palabras: los romanos amotinados lograron
14

entrar en el palacio del cónclave y, con dificultad, se logró evitar que sucediera lo peor. Entonces, los
cardenales aterrorizados, dirigieron su atención al arzobispo de Bari, Bartolomeo Prignano, súbdito de la
reina de Nápoles, bien conocido en la Curia por los oficios desempeñados en Roma y Avignon. La
votación, la mañana de 8 de abril de 1378, dio 15 votos a Prignano, que no participaba en el cónclave por
no ser cardenal. Por lo cual fue llamado en secreto. A medio día los cardenales quisieron repetir la
votación, cuyo resultado no se conoce con certeza: ¿Prignano tuvo 13 votos o sólo 10?... No se sabe con
certeza…
Entre tanto, el pueblo, cansado de esperar y excitado por nuevas voces, irrumpió de nuevo en la
sala del cónclave: los cardenales huyeron en parte de Roma, otra parte indicó al card. Teobaldeschi
-romano- como el nuevo Papa, provocando una tragicomedia cuando se descubrió el engaño. Un día
después, el 9 de abril, la elección fue oficialmente comunicada al pueblo por los 12 cardenales que
permanecieron en Roma. Poco después, el Papa tomó el nombre de Urbano V y fue regularmente
coronado en la Basílica de S. Pedro. Por varias semanas los cardenales no presentaron protestas o dudas,
en público, sobre la validez de la elección.
Pero Urbano VI pronto se portó muy duro y hasta insultante con los cardenales, reprochándoles su
conducta y su lujo. En vano Catalina de Siena lo aconsejaba:
“Dulce, Padre mío, haced vuestras cosas con modo, que el obrar sin modo, más bien perjudica que
nada arregla, con benevolencia y corazón tranquilo..., elegid un buen número de cardenales
italianos. ..“
Los cardenales franceses, irritados por las represiones del Papa, desilusionados en sus esperanzas
de volver a Avignon, se fueron retirando de Urbano VI. Y, después de algunas consultas con notables
juristas del tiempo y con sus colegas italianos, el 2 y el 9 de agosto, 13 cardenales publicaron una
“Declaratio”, es decir, una versión de los hechos, según la cual la elección de Urbano VI era inválida, lo
declaraban excomulgado y lo invitaban a retirarse. Después publicaron una encíclica dirigida a todos los
fieles de toda la cristiandad. Pasado algún tiempo, vista la ausencia de reacciones peligrosas, los
cardenales franceses y tres italianos se reunieron en Fondi -cerca de Gaeta-, donde el 20 de septiembre
eligieron, como nuevo Papa, al Card. Roberto de Ginebra, que tomó el nombre de Clemente VII y,
después de un vano intento de ocupar Roma, se trasladó a Avignon.
La cristiandad se dividió en dos campos u obediencias, como se decía:
* Reconocían a Clemente VII: Francia, España, Escocia y, después, también Nápoles. San Vicente
Ferrer lo reconocía y fue su confesor largo tiempo.
* Permanecieron fieles a Urbano VI Italia septentrional y central, Inglaterra, Irlanda, Boemia,
Hungría, Alemania y Polonia. Sta. Catalina de Siena lo apoyaba y llamaba demonios a quienes
habían elegido a Clemente VII.
La elección de Urbano VI, realizada en circunstancias tan insólitas, causaba y causa todavía
muchas perplejidades. La votación de la mañana, bajo la presión de las amenazas del pueblo, ¿había sido
libre o el temor había hecho nulos los votos?... ¿Por qué los cardenales habían renovado la votación por la
tarde?... Y, en esta segunda votación, ¿El segundo escrutinio fue una simple confirmación, la publicación
de un acto realizado válidamente, porque el temor de los cardenales no había sido como para no dejarles
suficiente libertad, para un voto jurídicamente válido?... En todo caso, el comportamiento de los
cardenales, después de la elección, ¿no equivalía a un tácito reconocimiento de la validez de los
escrutinios? La discusión, iniciada entonces está todavía abierta: alguien, con no poca ironía, ha notado
que los historiadores han inspirado sus respuestas en un tácito nacionalismo: los italianos unánimemente
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han defendido a Urbano VI como legítimo Papa; los franceses, al contrario, han puesto en duda su validez;
los alemanes se alinearon con Urbano VI, basándose sobre todo en el consenso posterior de los cardenales.
Varios historiadores contemporáneos, como Seidlmayer, Prerovsky, Fink, Franzen, cuestionan la validez
de la elección de Urbano VI, basándose en el miedo de los cardenales, alegando que el consenso posterior
no fue unánime ni continuo, apelando, en fin, a las dudas surgidas ya entonces sobre la plena posesión de
las facultades mentales en un hombre de comportamiento tan irracional y privado de buen sentido, como
Urbano VI. En realidad entonces, ninguno tenía elementos suficientes para juzgar quien era el legítimo
Papa.
Entre tanto, algunos cardenales, hasta entonces fieles a Urbano VI, se le rebelaron y decidieron
capturarlo. Pero fueron arrestados y ajusticiados por orden del Papa, según parece. Ninguno lloró la
muerte de Urbano VI (1389).
Papas de Avignon: Papas de Roma:
Clemente VII (1379—1394) Urbano VI (1378—1389)
Benedicto XIII (1394—1414) Bonifacio IX (1389—1404)
Inocencio VII (1404—1406)
Gregorio XII (1406—1415)
La muerte de Clemente VII (1394) ofrecía la oportunidad de poner fin al cisma, no eligiendo nuevo
Papa en Avignon, eligiendo al mismo Bonifacio, o esperando a que Bonifacio IX renunciase, para elegir
un nuevo y único Papa. Pero los cardenales, que habían sido responsables del origen del cisma, también
provocaron su continuación. En efecto, los cardenales de Avignon eligieron al Card. Pedro de Luna,
hombre austero, recto, pero inflexible en defender sus derechos; éste tonó el nombre de Benedicto XIII.
Se dio un intento, por parte de los Papas, de ponerse de acuerdo para acabar con el Cisma: bajo la
presión de la opinión pública, los dos papas prometieron encontrarse para acordar su eventual abdicación
ambos. De hecho, Benedicto XIII se puso en camino y llegó hasta Porto Venere junto a Spezia; también
Gregorio XII llegó hasta Lucca, pero aquí se arrepintió y no quiso seguir adelante. La división, pues,
parecía irremediable.

5.4. Génesis de la Teoría conciliar.


En este ambiente excitado y dividido, mientras se discutían los medios aptos para poner fin a la
división, aparecieron y se tonaron siempre más radicales antiguas ideas, que partían de una tradición
medieval.
Humberto de Silvacándida, que conocemos bien fue el primero que afirmar que un Papa hereje
puede ser sometido a juicio. La idea había sido retomada por los canonistas y, a través de Ivo de Chartres,
uno de los canonistas del tiempo de la lucha de las investiduras, había llegado al “Decretum Gratiani” -una
de las colecciones más autorizadas de leyes eclesiásticas, compilada en el S. XI-: “El Papa tiene derecho
de juzgar a todos, pero no puede ser juzgado por ninguno, a menos que se descubra que se ha alejado de la
fe’. La autoridad suprema de la Iglesia pertenece al Papa, pero éste puede caer en herejía o en cisma,
entonces puede ser depuesto por un concilio. Pero, ¿quién convoca al concilio en este caso? En este caso
el concilio debe ser convocado por los obispos o por quien tenga suficiente autoridad o prestigio, en tal
caso se debe levantar acta oficialmente, donde quede asentado que el Papa ha perdido su autoridad por el
delito con que se ha manchado gravemente. Los canonistas medievales daban al término herético una
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acepción larga y elástica, de modo que se podía aplicar,I sin excesiva dificultad, también a un Papa que,
rechazando dar su dimisión, se hacía de algún nodo responsable de falta contra la unidad.
La teoría conciliar entendida en estos términos está a la base de las apelaciones a un concilio
durante la lucha contra Bonifacio VIII y contra Juan XXII. Esta misma teoría ha sido aceptada por la
tradición posterior, por Suárez y por Belarmino; también por el reciente tratado de los canonistas Wernz y
Vidal, que presentan y examinan el caso de un Papa loco, herético o cismático. En sustancia, la
Providencia habría previsto esta solución extrema para salvar a la Iglesia en una situación de emergencia,
por otros medios insoluble. Esta tesis no parece estar en contraste con el Primado del Papa sobre la Iglesia.
Sin embargo, no era fácil mantener el equilibrio y se corría el riesgo de caer en las doctrinas enseñadas por
Juan de París, “De Potestate Regia et Papali”, al inicio de 1300, por Marsilio de Padua, “Defensor Pacis”
(1324), y por Guillermo de Occam, Dialogus: sujeto de autoridad no es sólo la cabeza, sino la cabeza y los
miembros: en la diócesis, el obispo junto con su presbiterio y los representantes del pueblo cristiano; en la
Iglesia Universal, el Papa y los cardenales, en cuanto delegados del pueblo cristiano, o el Papa y el
concilio, convocado por el emperador, por delegación del pueblo. La Iglesia no constituye una monarquía
absoluta, sino que el Papa debe como un soberano constitucional, ejecutor de las leyes establecidas por el
concilio. En cuanto a la composición del Concilio, es concebida diversamente: quien admite sólo obispos
y sacerdotes, quien extiende la participación también a los laicos de diverso sexo y condición.
Como frecuentemente sucede en la historia, era fácil el paso de una posición a la otra, bajo la
presión de los acontecimientos, y no era siempre fácil distinguir en la práctica con claridad los defensores
de un sistema de los del otro.

5.5. Del Concilio de Pisa al de Constanza y el de Basilea: desarrollo, fin y nuevo cisma.
La evidente imposibilidad de llegar a un acuerdo entre los dos pontífices rivales, indujo a muchos
cardenales de las dos obediencias a convocar un Concilio; la reunión de cardenales realizada en Livorno,
en mayo y junio de 1408, decide la apertura del concilio para el 25 de marzo de 1409, en Pisa. No obstante
la oposición de los dos Papas, participan en este concilio 24 cardenales, 4 patriarcas, 80 obispos, 87
abades y muchos delegados de obispos y superiores religiosos. Se realizan 23 sesiones y, el 5 de junio, el
Concilio, tras esperar en vano que los dos Papas renunciaran, emanó la siguiente sentencia:
“El Sínodo santo y universal, que representa a la Iglesia entera, promulga, decreta, define y declara
que Angelo Corario (Gregorio XII) y Pedro de Luna (Benedicto XIII) , que se disputan el papado,
han sido y son cismáticos notorios, notorios herejes y se han alejado de la fe y, por lo mismo,
quedan depuestos y privados de toda autoridad”.
Los 24 cardenales presentes, se reunieron en cónclave y eligieron, el 26 de junio, al card. Pedro Filargi,
arzobispo de Milán, que tomó el nombre de Alejandro V. Este, aceptado por buena parte de la cristiandad,
duró poco tiempo: 1409-1410, y no alcanzó a instalarse en Roma. Para suceder a Alejandro V, los
cardenales eligieron a Baltasar Cossa, que tomó el nombre de Juan XXIII. Pero ni Benedicto XIII ni
Gregorio XII reconocieron el concilio de Pisa y no renunciaron al pontificado. De este modo, de la impía
dualidad se pasaba a la maldita triplicidad.
Quien considera válida la elección de Urbano VI y tiene a Gregorio XII como el único verdadero
Papa, juzga ilegítimo el Concilio de Pisa, porque se desarrolló sin aprobación del verdadero Papa. Sin
embargo, la mayoría de la cristiandad de aquel tiempo admitió su validez, basándose en la teoría del Papa
hereje, que, fue aplicada a la sentencia del 5 de junio por el concilio de Pisa. Sólo el comportamiento de
Juan XXIII, muy discutible, lo desacreditó junto con el concilio.
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Ante la falla de la tentativa pisana, el emperador Segismundo, aprovechando la crítica situación


política de Juan XXIII, obligado a huir de Roma, lo indujo a convocar un nuevo Concilio, para abrirse el 5
de noviembre de 1414, en Constanza. Al inicio del Concilio se decidió que la votación sería por naciones,
no por individuos, en menoscabo de los italianos, que perdieron su superioridad numérica: Este hecho y
varios contrastes con Segismundo y con la asamblea, empujaron a Juan XXIII -que había prometido
abdicar si los otros Papas hacían lo mismo- a huir de Constanza, donde pareció, en un primer momento,
que en semejante condición los trabajos no podían continuar. La energía de Segismundo hizo superar la
crisis. El Concilio decidió proseguir sus sesiones, y el 6 de abril aprobó el decreto “Haec Sancta”,
compuesto por 5 artículos redactados por el Card. Zabarella, que afirman la superioridad del Concilio
sobre el Papa:
“El Sínodo, que representa a la Iglesia Católica, recibe su poder inmediatamente de Cristo y a él
deben obedecer todos, cualquiera se su dignidad, incluso el mismo Papa”.
Juan XXIII apresado y conducido a Constanza, fue juzgado y condenado el 29 de mayo de 1415,
por simonía, escándalo y cisma, y fue recluido.
Gregorio XII, por su parte, consistió en abdicar a condición que primero fuera leída en pública
sesión la bula con la cual él convocaba el Concilio. La bula fue leída y Gregorio XII abdicó ante el
Concilio. En cambio Benedicto XIII permaneció inconmovible y se hizo llamar papa hasta el final de su
vida. Pero terminó abandonado por todos, hasta por San Vicente Ferrer, y fue depuesto por el concilio en
julio de 1417, bajo las acostumbradas acusaciones de perjurio, herejía y cisma.
Antes de proceder a la elección del nuevo Papa, el Concilio quiso decidir la reforma de la Iglesia,
entendida no sólo como una lucha contra la mundanidad de la curia y la indisciplina del clero, sino como
un cambio de la constitución eclesiástica, con la supresión de buena parte de la centralización desarrollada
en los siglos XII-XIV, y la afirmación de un amplio poder de la base. Por los fuertes contrastes entre los
padres de concilio se llegó sólo a pocos acuerdos, de los cuales los más significativos se encuentran en el
decreto “Frequens”, de noviembre de 1417, que reafirma la superioridad del Concilio sobre el papa y
establece la convocación periódica de un concilio cada 10 años a más tardar. Se suprimieron también
algunos derechos del papado. Sólo después de esto se realizó la elección del nuevo Papa, resultando
electo Odón Colonna, que tomó el nombre de Martín V, en honor del santo que se celebraba el día de
su elección. Antes de concluir el concilio fueron condenadas las ideas de Wicleff y de Hus; éste había sido
condenado a la hoguera por la inquisición y ejecutado el 6 de julio de 1415. Todavía fueron aprobados
nuevos decretos de reforma y, el 22 de abril de 1418 terminó la asamblea. Martín V, en la última sesión
declaró que aprobado “todo cuanto había sido determinado, concluido, decretado en materia de fe por el
sagrado Concilio general de Constanza en modo conciliar”.
Más tarde, en 1446, Eugenio IV ratificó el Concilio de Constanza con todos sus decretos “sin
perjuicio de los derechos, de la dignidad y de la preeminencia de la Sede apostólica”.
En atención al decreto “Frequens”, Martín V, después de la modesta celebración de un concilio en
Siena en 1423, en el que se puso en evidencia la creciente tensión entre las fuerzas centrípetas y las
centrífugas, que de hecho paralizaban los esfuerzos por una reforma disciplinar, convocó otro Concilio
para realizarse en Basilea en 1431. La Asamblea se abrió después de la muerte de Martín y (1431), bajo su
sucesor, Eugenio IV. Pronto aparecieron en este concilio, en medida aún más fuerte, las tendencias
conciliaristas en forma más radical. Entonces Eugenio IV intentó trasladar la asamblea a Bolonia, para
poder controlarla mejor; pero frente al grave peligro de una abierta resistencia, renunció a la idea. Sin
embargo, con ocasión de la llegada a Italia de un fuerte grupo de griegos, que buscaban el
restablecimiento de la unión con Roma, por no sólo religiosos, sino también políticos, el Papa ordenó a la
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asamblea trasladarse a Ferrara y, poco después, a Florencia, donde Cosme de Medici ofrecía una generosa
y magnífica hospitalidad. Pero la mayoría de los padres de Basilea se opuso al traslado y dio lugar a un
nuevo cisma, que duró de 1439 a 1449: en mayo de 1439, el concilio que continuó en Basilea, reafirmó la
doctrina conciliarista; Eugenio IV fue excomulgado y depuesto; en seguida fue elegido Amadeo VIII,
duque de Saboya, como nuevo papa, que tomó el nombre de Felix V. Con todo, este cisma, también por
cansancio de la cristiandad, bien consciente de los peligros de una división, tuvo poca extensión y
duración. En 1449 Felix V abdicó, y los restos del concilio de Basilea eligieron “pro forma” a Nicolás V,
que ya regía a la Iglesia desde 1447, y de este modo el cisma terminó.
Entre tanto, en Florencia, el Concilio con los padres fieles al Papa Eugenio IV y los griegos,
trabajaba con éxito y realizaba la unión (1439-1442) con los griegos, armenios y los jacobitas; también
define en julio de 1439 varios puntos dogmáticos: la procesión del Espíritu Santo, la existencia del
Purgatorio y, sobre todo, el primado de jurisdicción del Papa sobre toda la Iglesia:
“El Romano Pontífice tiene el primado sobre todo el mundo, es sucesor del Beato Pedro y Vicario
de Cristo y, a él, en Pedro, ha sido conferido el pleno poder de apacentar, regir y gobernar la Iglesia
entera”. (Decreto “Laetentur coeli”)

5.6. Problemática subsiguiente al Concilio de Constanza.


Del Concilio de Constanza se derivan un conjunto de problemas que, en sustancia, pueden
resumirse en dos puntos, sobre los cuales los historiadores están divididos:
* La legitimidad del Concilio, cuestión obviamente conectada con el significado de la lectura de
la bula de convocación por parte de Gregorio XII ante el concilio, y con la superioridad del Papa sobre el
Concilio. Actualmente casi todos juzgan el hecho de la convocación del concilio por Gregorio XII como
una concesión diplomática sin valor jurídico, o como una auténtica comedia. Pero, ¿El concilio fue
legítimo o no?... Todos están de acuerdo en reconocer la legitimidad del Concilio de Constanza, basándose
en diversos argumentos: la tesis del Papa hereje, la convocación por parte de Gregorio XII, la ratificación
posterior de Martín V y de Eugenio IV, que habían sanado de raíz todo vicio legal.
* El significado y el valor jurídico de los decretos “Haec Sancta” y “Frequens”: Según
algunos (De Vooght y H. Küng), los padres quisieron proponer, en modo solemne, una verdad de fe; pero
ésta se reducía, en sustancia, a la vieja tesis del Papa hereje; sólo más tarde, en Basilea, habría prevalecido
la teoría conciliar en forma radical = conciliarismo. El error de muchos historiadores consistiría en atribuir
a los padres de Constanza la mentalidad desarrollada más tarde, en Basilea, y en juzgar los
acontecimientos de 1415 a la luz de los de 1439.
Otra corriente, encabezada por Jedin y por Franzen, que tiende a prevalecer, considera que
Constanza no entendió proponer un decreto de naturaleza dogmática, sino sólo sancionar una medida
disciplinar, válida para aquel momento, sin hipotecas para el futuro que, en aquellos momentos, no
interesaba a nadie. La exégesis del decreto, en su contexto histórico, en que los padres se preocuparon no
de exponer la naturaleza de la Iglesia, sino de poner fin de cualquier modo al cisma, parece confirmar
ampliamente esta interpretación. La “Haec Sancta” reafirma la tesis del Papa hereje; este decreto presenta
una doctrina conciliar moderada, pues asume una medida disciplinar de emergencia.
Sólo pocos, coma Pichier, ven en los decretos en cuestión una “Ley fundamental del derecho
canónico”, válida para todos los tiempos, también fuera de las condiciones extraordinarias que originaron
su formulación. Todavía son menos numerosos son los que ven en la “Haec Sancta” la expresión del
conciliarismo radical, según la cual la autoridad suprema de la Iglesia reside habitualmente en el Concilio,
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no en el Papa. GILL, Constance et Basilea-Florence, que defendió esta opinión, después cambió de
opinión.
Históricamente, más que el significado y el contenido exacto de un decreto, tiene importancia la
eficacia que éste ejerció en la opinión pública, no perita en distinguir y pronta a recibir las interpretaciones
más simples y rápidas. En este sentido, el decreto del 6 de abril de 1415 y el aparecer del conciliarismo en
Basilea contribuyeron a disminuir en el pueblo el prestigio y la autoridad del papado. Bajo este aspecto,
los decretos “Haec Sancta” y “Frequens” se pueden comparar, con las debidas distinciones, con el canos
28 de Calcedonia que, en su contexto histórico inmediato, se puede explicar y comprender: los orientales,
más que negar el origen divino del Primado, querían afirmar a toda costa la dignidad y las prerrogativas
del Patriarcado de Constantinopla; sin embargo, en seguida, olvidado el contexto en que surgió, fue
tomado al pie de la letra y fue considerado como uno de los fundamentos de la Iglesia bizantina; así los
decretos Constanza, fuera de su contexto, se convirtieron en base de muchas tentativas realizadas para
reivindicar la independencia de las Iglesias nacionales, hasta formar el nervio del galicanismo: los
artículos galicanos se basan explícitamente en los decretos de Constanza. De Constanza en adelante se
multiplican las apelaciones al concilio contra el Papa. Por lo cual, Pío II debió condenar, con la bula
Execrabilis (1460), bajo pena de excomunión, a quien amenazara al Papa con un concilio. No obstante,
continuaron las apelaciones al concilio: Savonarola, Lutero, etc.
Absolutamente estéril, históricamente hablando, fue la definición del primado pontificio, hecha en
Florencia en 1439, que debería haber sido la condena de las tesis conciliaristas de Basilea. Pero tal
definición del Primado Pontificio pasó inadvertida y permaneció ignorada incluso por los obispos
devotísimos de la Sede Romana, que en diversas ocasiones continuaron pidiendo una definición del
Primado Pontificio.
Toda la historia de la Iglesia, de 1400 al 1800, se desarrolla como si el Primado Pontificio no
hubiera sido jamás definido. Las discusiones teóricas y las luchas prácticas continuaron entre la tendencia
conciliarista y la centralista y, sólo lentamente, por influjo de varios factores, las tendencias centralistas
favorables al primado fueron prevaleciendo. Aquí nos encontramos ante la constatación de una constante
que se repite en la historia: que las decisiones tomadas a nivel de cúpulas son eficaces sólo si
corresponden a las expectativas y aspiraciones de las bases.

5.7. Consecuencias del cisma de Occidente.


No han faltado tentativas de atenuar o reducir a cero las consecuencias del cisma, para subrayar
más la responsabilidad de Lutero, como único autor de la revolución protestante. Pero no se puede ignorar
la tendencia de muchos príncipes de aprovechar la ocasión para arrancar a la Santa Sede el mayor número
posible de concesiones: los príncipes se hacían pagar bien cara su adhesión a una o a otra obediencia. Se
reforzaba así peligrosamente la tendencia a la formación de “iglesias nacionales”, que sin duda, constituye
una de las principales causas de la “revolución protestante”. Presentamos algunos ejemplos relevantes de
esta tendencia:
* EN FRANCIA: en 1438 se publica la “Pragmática Sanción”, que ratifica como Ley del Estado muchos
decretos de Basilea: la teoría conciliar, la prohibición de apelación a Roma como última instancia, la
limitación de los derechos de la Santa Sede en las nóminas de los oficios y beneficios en Francia. Una de
las tantas falsificaciones, entonces comunes, atribuyó a San Luis IX dicha ley, para darle mayor autoridad.
Desde este momento, si no ya desde la época de Felipe el Hermoso, es bien clara en Francia la tendencia a
formar una Iglesia nacional, independiente o, al menos, autónoma de Roma de hecho, en muchos aspectos
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sometida al poder civil: la independencia de las Iglesias de Roma y la dependencia de éstas del Estado son
fenómenos estrechamente relacionados y complementarios, como aparece en la historia.
* EN ALEMANIA: Los lamentos contra Roma se hacen siempre más fuertes y encuentran su formulación
oficial en los “Gravamina Nationis Gennanicae”, repetidos varias veces en las dietas a partir de la mitad
de 1400. Los príncipes comenzaron a usurpar la jurisdicción eclesiástica en sus territorios, con la
imposición de tasas a los bienes eclesiásticos, el nombramiento de los oficios de la Iglesia, la exigencia
del “nihil obstat” estatal a los decretos de la Iglesia, etc. La situación está plásticamente expresada en el
dicho: “Dux Cliviae est Papa in terris suis” = “El duque de Cleve es el Papa en sus territorios”. Lo mismo
vale, al menos virtualmente, para los otros príncipes. El movimiento nacionalista se convierte
particularmente fuerte en Boemia, por mezclarse dos factores diversos: la reacción contra la condena de
Hus y la oposición al centralismo de los Ausburgo.
* EN INGLATERRA: la desconfianza hacia Roma se desarrolla a partir del periodo Aviñonés. El Papa, a
los ojos de los ingleses, es un instrumento del soberano francés, contra quien la nación se ha empeñado en
una larga y violenta lucha. Varios decretos del 1300 (Act of Provision, Praemunire) niegan al Papa el
derecho de nombramiento a los oficios eclesiásticos ingleses, prohíben la apelación a Roma y la
introducción de las bulas papales.
En 1400, no obstante la condena oficial, suscitan gran simpatía en el pueblo las ideas de Wicleff,
contrarias a la visibilidad de la Iglesia y al Primado, y con aspectos afines a las tesis de Lutero.
Pero el destierro de Avignon y el cisma de Occidente no tuvieron consecuencias sólo en el campo
de las relaciones entre Iglesia y Estado. Los dos acontecimientos provocaron consternación, desviación,
discusiones y protestas un poco doquiera, entre los fieles comunes, entre las almas consagradas, entre los
santos, que se dirigen directa y duramente a los responsables directos de la situación.
Brígida de Suecia, princesa de sangre real, consejera y educadora del rey de Suecia, Magnus Erikson,
después de largas peregrinaciones, desde la mitad del 1300 se establece en Roma, amonestando a
cardenales y papas, a quienes comunica sus “revelaciones”. Todavía en Suecia, Brígida pone en boca de
Cristo las siguientes palabras:
“Tú eres peor que el diablo..., más injusto que Pilato..., más cruel que Judas..., más abominable que
los hebreos...”.
En Roma dirige al Vicario de Cristo, en Orvieto, un minucioso análisis de los males de la ciudad.
Para apresurar el regreso de Gregorio XI, le comunica “nuevas revelaciones” y, al estilo de los profetas
bíblicos, ordena a su mensajero leer la carta delante de las autoridades, y hacerla pedazos después,
diciendo:
“Como esta carta, aunque siendo una, será destrozada en pequeños fragmentos, así sucederá a las
tierras de la Iglesia, si el Papa no regresa en el tiempo establecido...
Santa Catalina se limita a proclamar las verdades más elementales y de un modo más tranquilo:
“Os ruego dulcísimamente, de parte de Cristo crucificado, que seáis obediente a la voluntad de
Dios,... para que no venga sobre voz aquella dura reprensión: ‘Maldito seas tú que nos has querido
usar bien el tiempo y la fuerza que te fueron concedidos’... Haced que yo no clame a Cristo
crucificado por vos, que a otro no puedo clamar, que no hay mayor en la tierra”.
En la base, se repite durante el cisma la misma división del vértice: diócesis y órdenes religiosas
conocen dos obispos y dos generales, respectivamente. Una crónica del 1400 de la religiosa dominica
Bartolomea Riccoboni, describe un convento dividido en das, entre los partidarios de Gregorio XI y los de
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Alejandro V, y la orden del Vicario General de la Orden de adherirse a Alejandro V bajo pena de
excomunión; la laceración de “tantos siervos de Dios”, inciertos si sería mejor “seguir contra conciencia,
creyendo pecar mortalmente, o andar vagando por el mundo...”. Con muy buen sentido, San Bernardino
de Siena se enfrenta contra aquellos que hablan del inminente fin del mundo y del anticristo. Entre tanto,
los mejores hombres, en base a esta situación casi desesperada, se sienten impulsados a promover una
reforma interior: el periodo del cisma es también un periodo que conoce el florecer del movimiento de
“observancia”, de un retorno a la tensión primigenia, hacia el ideal de una absoluta imitación de Cristo, sin
componendas con el mundo. Circulan numerosos opúsculos de piedad, como las “Meditationes vitae
Christi”, atribuidas a San Buenaventura, divulgadas en el 1300.
De la crisis, la Iglesia sacaba nueva fuerza hacia una renovación. Pero el camino a realizar era
largo, y los obstáculos a superar dificilísimos: ¿era posible una recuperación gradual y sin ulteriores
traumas?

Apuntes sustancialmente basados en G. MARTINA., Storia della Chiesa, Roma 1980.


Revisados y corregidos el 1º Septiembre 2008
P. Evaristo Olmos Velásquez, sdb.

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