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de la voluntad imperial; tampoco el clero inferior se distinguía por su espíritu de independencia respecto a
la autoridad imperial. La dependencia de la autoridad civil ligaba peligrosamente la suerte de la Iglesia a
la del Estado, también cuando éste, por motivos políticos, se oponía a la Sede Romana.
Además, el patriarcado de Constantinopla había mostrado ya desde antes su ambición... Después
de las afirmaciones del Concilio de Constantinopla I (381), que en el canon 3 había atribuido al patriarca
de la capital oriental la precedencia sobre los otros patriarcados orientales, aunque eran más antiguos,
dejándolo inferior al de Roma sólo; el canon 28 de Caldedonia, atribuyendo al Primado Romano un origen
puramente histórico, establecía un precedente peligroso, del cual se podía deducir la posibilidad de la
transferencia del primado de una sede a otra según las circunstancias. Más tarde, al final del S. VI, el
patriarca de Constantinopla se autodenominó “Patriarca Ecuménico”: título “nefando y arrogante”,
protestó Gregorio Magno, que para subrayar el verdadero carácter de la autoridad quiere llamarse
entonces “Servus Servorum Dei”. Al final del S. VII, en el 692, un sínodo tenido en Bizancio, en la sala de
Trullos (Cúpula) de palacio imperial, por lo cual llamado Trullano II (el Trullano 1 es el C. ecuménico VI,
del 680), en sus 100 cánones mostró una irreductible aversión a Roma. Aparecen desde entonces muchas
críticas a varios usos (celibato eclesiástico, ayuno sabático, falta de prohibición para alimentarse con
sangre), que volverán periódicamente después.
Más graves huellas dejaron las varias herejías. De Metrófanes a Metodio encontramos 58 obispos
de Constantinopla. Si en esta serie no faltan santos, doctos, grandes figuras, tampoco faltan unos 20
herejes o defensores de herejes, mientras otros 20 fueron privados de su oficio por el emperador. También
en este caso, un defensor de la causa bizantina podría objetar que en la lista de Papas, en el mismo período
figuran muchos antipapas, y que los santos pueden tener un peso tal vez superior al de los herejes.
Podemos responder que, en el cuadro que ahora buscamos delinear, decisivo es el conjunto de elementos,
no este o aquel aspecto, que tomado aisladamente, no explica adecuadamente la gradual separación entre
Oriente y Occidente. Por otra parte es demasiado evidente que en Roma los frecuentes cismas (a partir del
cisma de Acacio al final del S. V, que duró 35 años); las violencias inflingidas por Justiniano al Papa
Vigilio, durante la controversia de los “Tres Capítulos”, para que se adhiriera a la condena de los tres
escritos querida por el Emperador; el martirio sufrido por el Papa Martín I, muerto en Crimea donde fue
exiliado por su firmeza en la defensa de la ortodoxia contra al monotelismo propugnado por Bizancio,
habían degenerado un profundo descontento y una invencible desconfianza hacia las reiteradas
pretensiones griegas.
No debemos olvidar tampoco la situación política, que habían determinado las invasiones árabes y
eslavas. En unos 50 años, entre el 640 y el 690, los caballeros de Alá ocuparon irresistibles Palestina, Siria
y Egipto. Los gloriosos patriarcados de Jerusalén, Antioquía, Alejandría fueron perdidos para siempre. En
el 718 León III Isaúrico logró con dificultad rechazar a los árabes de Constantinopla, pero el Imperio ya se
había reducido a Asia Menor y a la parte meridional de la península balcánica, y su tarea esencial, cuestión
de vida o muerte, de ahora en adelante era la resistencia a las presiones árabes en Asia Menor. Casi al
mismo tiempo, la parte norte de la península balcánica caía bajo el dominio de los pueblos eslavos, que
desde el S. VI presionaban en aquella dirección. La nueva situación geopolítica tuvo dos consecuencias
inesperadas:
1. Desembarazado, sin quererlo, de sus posibles rivales, los patriarcas de Alejandría y de
Antioquía, el patriarca de Constantinopla se quedó como el Jefe único de la cristiandad oriental.
2. La destrucción de las cristiandades ilíricas interpuso una barrera a las relaciones entre
Constantinopla y Roma, mientras el predominio musulmán en el mediterráneo... contribuyó a alejar
siempre más a las dos Iglesias.
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La ruptura de la unidad mediterránea con las conquistas árabes, ha sido tomada por algunos
historiadores (H. Pirenne) como la consumación del proceso de ruptura del nuevo mundo con el mundo de
la romanidad, y por tanto como el inicio del Medioevo; para la historia de la Iglesia la avanzada árabe
tiene significado análogo, porque acelera y madura la ruptura del mundo cristiano. Las dos Iglesias
jurídicamente están todavía unidas, pero Roma ya se orienta hacia el norte, donde está en acto una eficaz
penetración misionera, Bizancio se vuelve aterrorizado hacia el sur, para prevenir toda ulterior amenaza.
Entre las dos partes había una especie de territorio de ninguno, Bulgaria, donde la una y la otra
buscaban extender su propio influjo. La extensión de la jurisdicción inmediata de Roma sobre Bulgaria,
realizada en la segunda mitad del S. IX por uno de los más grandes Papas medievales, Nicolás I, y el
envío de misioneros romanos a Bulgaria, levantó en Bizancio un profundo descontento, que acentuó la
aversión hacia Roma. Dvornik, uno de los mejores estudiosos de este Período, que ha renovado
completamente la historiografía sobre Focio, atribuye a este hecho una importancia decisiva.
En tanto Roma se había acercado siempre más a los francos, terminando por recibir de éstos las
tierras bizantinas del Exarcado, de la Pentápolis y del Ducado Romano, y por reconocer a Carlomagno el
título de Emperador. La alianza estrecha con los francos y el nacimiento de un nuevo Imperio,
comprometió las estructuras civiles y políticas entonces existentes, a las cuales la Iglesia estaba
estrechamente asociada: para Bizancio Iglesia e Imperio constituían dos aspectos de una sola realidad, de
nodo que traicionar a una equivalía a renegar de la otra. Vivísima fue la amargura en Bizancio contra
quien se arrogaba el título de emperador, usurpando un título que sólo correspondía al soberano de
Constantinopla y rompiendo la unidad jurídica y moral hasta entonces existente entre Oriente y Occidente.
Y no menos viva fue la aversión contra el papado romano, que había cooperado estrechamente en este
hecho. La amargura creció por la intervención de los emperadores de la Casa de Sajonia (Otón 1, II, III)
en Roma y por su intento de conquistar el sur de Italia, sustrayéndolo a los griegos.
destrucción, la profanación y el desprecio de las imágenes sagradas. León III continuó inflexible su
camino: reprimió una conjura del ejército; arrestó, exilió, mutiló, condenó a muerte a varios defensores de
las imágenes, hizo confiscar los bienes inmuebles de la Iglesia en Sicilia, incorporó el Sur de Italia, Sicilia
e Iliria al patriarcado de Constantinopla.
Su hijo, Constantino V “Coprónimo” (740-775), convocó un sínodo en la capital que se
autodefinió ecuménico (754: el mismo año del pacto de Kiersy,..), excomulgó a S. Germán y al
Damasceno, definió como idolatra el culto de las imágenes y ordenó su destrucción.
El gobierno, fuerte con el apoyo del episcopado, aplicó los decretos con gran energía, destruyendo
las imágenes que aun quedaban, aun las de grande valor artístico, y persiguiendo a los monjes que eran la
única fuerza de la oposición: varios monasterios fueron cerrados, algunos monjes afrontaron el martirio,
otros, en número muy grande, abandonaron el Imperio.
A la muerte de Constantino, su hijo León IV Kazaro (775-780) tomó una actitud más moderada: él
no revocó las leyes, para no condenar expresamente la política de su padre, pero se abstuvo de aplicarlas:
los monjes que habían sido arrojados del Imperio o se habían ido, pudieron volver. Sin embargo, un
cambio decisivo se tuvo sólo cuando, con la muerte de León IV, la Emperatriz Irene (780) asumió la
regencia, siendo menor de edad su hijo Constantino. El triunfo no fue fácil, un sínodo convocado por Irene
para restaurar el culto de las imágenes fue dispersado por los soldados de la guardia imperial, fieles a la
memoria de Constantino V. Sólo cuando Irene pudo asegurarse con otras tropas fieles a ella, el Concilio
tan esperado pudo realizarse en Nicea: fue el Niceno II, ecuménico VII (787). Los padres, que se
reunieron bajo la presidencia nominal de los delegados pontificios, abolieron las decisiones del sínodo del
754, declarando que se podía y se debía tributar un culto de veneración a las imágenes de Cristo, de la
Virgen, de los ángeles y de los santos, porque esta veneración no es dirigida a la imagen misma, sino a
aquel que ella representa.
En Occidente, Carlomagno, sea por la mala traducción de las Actas del Concilio (en las cuales la
palabra veneración sonaba: adoración), sea por orgullo personal (no se le consultó), no aceptó las
decisiones del Niceno II, del cual se hizo una crítica fuerte, por orden suya, en los “Libros Carolinos”, que
rechazaban tanto el sínodo del 754 como el del 787, porque las imágenes no deben destruirse ni adorarse
ni venerarse. No obstante la respuesta en sentido contrario de Adrián I, un sínodo franco en Frankfurt
ratificó los decretos de los “Libros Carolinos”. El Papa Adrián prefirió callar.
A la llegada de León V (813-820), la iconoclastia vuelve el conflicto iconoclasta. El Emperador
renovó los decretos del 754 contra las imágenes. De nuevo hubo torturas, exilio y mártires por otros 30
años, porque sus sucesores (Miguel II, 820-29, y Teófilo, 829-42), continuaron su política. Con singular
paralelismo histórico, otra vez una mujer, Teodora (esposa de Teófilo), que como Irene asume la regencia
por su hijo, Miguel III, pone en vigor de modo definitivo el culto combatido, instituyendo la fiesta de la
Ortodoxia en recuerdo perpetuo (11 marzo 843).
La victoria sobre la iconoclastia no significó sólo la afirmación de una verdad largamente
impugnada: ella determinó un nuevo florecimiento del arte sagrado, del cual de las reliquias, de la liturgia;
acrecentó la potencia de los monjes, que tuvieron un rol de primer orden en la vida de la Iglesia oriental,
tuvieron un gran número de obispos y favorecieron la piedad popular, defendieron con frecuencia
posiciones muy conservadoras...; dio nuevo ánimo y nueva eficacia a cuantos defendían la independencia
de la Iglesia del Estado, que definitivamente, desde el S. IX, tuvo un cierto respiro. Pero al mismo tiempo,
la larga lucha sostenida por los papas contra los emperadores facilitó la alianza del Papado con los francos
y ahondó el foso que se estaba abriendo desde varios siglos entre latinos y griegos.
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un sincero amor a la Iglesia, aunque su personalidad y sus escritos han determinado en modo definitivo la
orientación de la Iglesia de Constantinopla en sentido hostil a Roma.
por el mismo Humberto, en las que renovaban las quejas por la actitud ofensiva y hostil del patriarca de
Constantinopla. Los delegados se presentaron en la capital más como jueces que como emisarios de paz,
arrogantes y decididos ha imponer su autoridad. Fueron recibidos gentilmente por el emperador, quien
deseaba establecer una alianza con los occidentales, él los invitó a refutar el escrito de Nicolás Stethatos.
Este reconoció sus errores y los corrigió. Pero el tono usado por Humberto en su refutación irritó al
Patriarca. Pues llamaba a Stethatos “más tonto que un asno, epicúreo y no monje, habitante de un burdel y
no de un monasterio’. Entonces Miguel Cerulario se negó rotundamente a recibir a delegados ni quiso
tratar con ellos.
La situación tensa duró tres meses, hasta que llegó a Constantinopla la noticia de la muerte de
León IX. Los delegados consideraron inútil cualquier otra tentativa, pero antes de partir recurrieron a una
medida extrema: el 16 de julio de 1054 pusieron públicamente sobre el altar mayor de Santa Sofía la
sentencia de excomunión contra Miguel Cerulario, redactada en todo arrogante y lleno de injurias, con
acusaciones difíciles de probar. Además, se percibe, en el fondo, el afán de demostrar, que no obstante la
muerte de León IX, sus poderes permanecían intactos. La sentencia no estaba dirigida contra la Iglesia
oriental en general ni contra sus líderes, aunque algunas acusaciones, como la de haber corrompido el
símbolo de los Apóstoles, involucraban a toda la jerarquía oriental. Seguros que con su gesto obtendrían la
sumisión del patriarca, Humberto y sus compañeros partieron. El emperador intentó “in extremis” una
reconciliación, pero renunció al intento cuando se dio cuenta de la gravedad del documento. Mientras los
3 enviados del Papa se alejaban de la capital, Cerulario convocó un sínodo en Santa Sofía, y el 24 de julio,
a los 8 días de la excomunión de los latinos, lanzó su excomunión contra los autores de la bula de
Humberto. El documento iniciaba con las frases lanzadas contra los latinos por Focio en su encíclica del
867: “Hombres sumergidos en las tinieblas llegaron a esta ciudad pía y custodiada por Dios, de la cual
como de una altísima posición brotan las fuentes de la ortodoxia... irrumpieron como rayos, como
tormenta como granizo, o mejor como un cerdo salvaje…, dejando sobre el altar de la grande Iglesia de
Dios un escrito con el cual nos excomulgan, o mejor a la Iglesia Ortodoxa de Dios. . .“. La bula de
excomunión de Humberto fue solemnemente quemada.
La mentalidad de Cerulario aparece sobre todo en su carta al patriarca de Antioquia Pedro: él está
convencido que los occidentales han caído en graves errores dogmáticos y no quiere más tener parte con
ellos. El cisma está en acto desde varios siglos, el Papa se ha separado de la Iglesia católica, el único
camino de salvación es cortar todo contacto con los occidentales. En sustancia, Cerulario se muestra más
extremista y radical que Humberto de Silvacándida, que había sido tan áspero en el tono cuanto moderado
en la sustancia. Pedro, que juzgaba mucho más cautamente estas polémicas, conjuró a su colega para que
no rompiera la unidad, pero terminó por consentir su decisión.
Ninguno por el momento advirtió la gravedad de lo sucedido. No era la primera vez que Roma y
Constantinopla se lanzaban recíprocamente excomuniones, y siempre las dificultades se habían arreglado
tarde o temprano. ¿Por qué no podría ser también éste un episodio momentáneo y marginal? Aun cuando
esta situación se prolongó, ni Pedro antioqueno sabía indicar claramente los motivos de la separación, y
más tarde otros notables de la Iglesia oriental declaraban no estar en grado de precisar el momento exacto
en que se había consumado la ruptura. (1054 es una de las fechas que, como el 476, pasaron inobservadas
a los contemporáneos y sólo más tarde fueron asumidas como símbolo de todo proceso histórico
lentamente llegado a la madurez). También en Roma no se valoraban con claridad las consecuencias. El
imperio bizantino, no obstante su pompa y sus pretensiones, aparecía casi como una cabeza sin cuerpo; la
iglesia griega, que ya había sufrido pérdidas considerables en los siglos precedentes después de las
herejías cristológicas, constituía sólo una minoría exigua respecto a los cristianos occidentales fieles a
Roma. No se preveía entonces que la separación de Bizancio significaba la pérdida de todos los pueblos
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orientales, empezando por Rusia que estaba recibiendo el cristianismo precisamente de Bizancio. Bizancio
y el Islam sustraían a la Iglesia occidental una gran parte del mundo mediterráneo.
Las posteriores tentativas de unión, realizados en el II Concilio de Lyon (ecuménico XIV, 1274) y
en el Concilio de Florencia (ecuménico XVII, 1439), se mostraron prevalentemente como medidas
políticas, sin el consenso de la base (los griegos se dividieron de nuevo en 1282, pero se puede decir que
unión del 1274 no existió jamás. Después de la caída de Constantinopla en el 1473, en los territorios
controlados por los turcos, la unión realizada en el 1439 oficialmente desapareció).
Es bueno recordar que la declaración común, leída simultáneamente en Estambul y en Roma, el 7
de diciembre de 1965, al final del Vaticano II, según un comentario del Osservatore Romano (dic. del
mismo año), no considera las dos sentencias de excomunión, no habla de retractación, de revocación o
anulación, como si las excomuniones lanzadas contra individuos del S. XI estuvieran todavía en vigor. No
se ha erigido un tribunal, ni se ha emitido un juicio histórico, sino sólo se ha manifestado la voluntad de
“condenar al olvido” y “de quitar eso de la memoria y de en medio de la iglesia”. El pasado ha pasado, se
ha dicho, y es inútil querer ahora clarificar las responsabilidades y la validez de los actos entonces
realizados o pronunciar, a distancia de siglos, una sentencia de nulidad: no pensemos más en eso,
reconocemos nuestros errores recíprocos y buscamos continuar, en un espíritu de mutua caridad, el
diálogo que debe llevar a la unidad. Esto, y no otra cosa ha sido el sentido de la declaración común.
alcanzado por el arte occidental, y se convierte así una ventana abierta hacia el cielo. La diferencia entre
las dos mentalidades se puede ver, por ejemplo, confrontando los ángeles bizantinos, medio enviados de lo
alto, con los graciosos, demasiado graciosos angelitos del Renacimiento; entre las imágenes de la Virgen
bizantinas, con algunos rasgos muy próximos a la mentalidad contemporánea, y a las del Renacimiento...
En conclusión, el Oriente no constituye una forma de cristianismo de segunda, pobre y
semibárbaro. Al contrario, él ha sido por largos siglos el maestro del Occidente. La religión católica se ha
desarrollado primero en el Mediterráneo oriental (hasta el S. III, dos terceras partes de cristianos se
encontraban en oriente), ha tomado de la cultura griega las fórmulas de las cuales se ha servido para
expresar los conceptos revelados, ha encontrado en el mundo bizantino o griego muchos pensadores de los
más geniales, de los más grandes héroes de la ascesis, de los más insignes maestros de piedad. Europa
occidental ha estado largo tiempo en la escuela greco-bizantina, y debe aun hoy estar convencida que un
contacto más vivo con el cristianismo oriental puede enriquecerla, ayudándola a recuperar el sentido
genuino de antiguos valores, hoy quizá poco comprendidos o poco profundizados.
5. Crisis de la autoridad pontificia al ocaso del medioevo (entre las causas remotas de la insurrección
luterana)
5.1. Lucha y derrota de Bonifacio VIII: Cfr. . La Iglesia de Lutero a nuestros días, 1, 43-47; estos apuntes,
p. 15
5.2. E1 exilio de Aviqnon”
Ya hemos visto, en la breve síntesis que hemos trazado sobre los principales aspectos de la Iglesia
medieval, que el Papado del 800 al 1046 “grosso modo”, sufre en medida siempre más fuerte la tutela del
Imperio; que del 1046 al 1215, después de haber luchado victoriosamente por restablecer la plena
independencia, el Papado logra afirmar una cierta supremacía política sobre el Imperio, en teoría y, dentro
de ciertos límites, también en la práctica; que después del 1215 las afirmaciones teocráticas de la autoridad
política del Papado y de su superioridad sobre el Imperio alcanzan sus formas más radicales, mientras en
realidad la autoridad efectiva del Papado, lograda en la larga lucha contra Federico 1, disminuye siempre
más.
En la segunda mitad del 1200, los Papas están bajo el influjo de la potencia francesa y, en vano
Bonifacio VIII intenta recuperar la potencia perdida. A la tesis de la “Unam Sanctam’ que declara la
subordinación del poder civil al eclesiástico (entendiendo probablemente una subordinación directa), se
contrapone el atentado de Anagni: Bonifacio VIII es hecho prisionero por un exiguo grupo de sicarios de
Felipe el Hermoso, rey francés, con la intención de conducirlo a Francia para someterlo al juicio de un
concilio. El Papa Bonifacio, liberado por su pueblo, muere pocos días después, los primeros días de
octubre de 1303.
Después del breve pontificado de Benedicto XI, que buscó defender como pudo la memoria de
Bonifacio VIII, desfigurada por las acusaciones que, de todo género, partían de Francia, en el 1305 en
Perugia después de 11 meses de conclave, (fenómeno no raro en aquellos tiempos, que vieron cónclaves
de 34 meses, como la elección de Gregorio X en Viterbo), fue elegido el Arzobispo de Bordeaux, Bertrand
de Got, que tomó el nombre de Clemente V. Este se quedó en Francia, estableciéndose en 1309 en
Avignon. Desde este año hasta 1377, los Papas residieron en esta ciudad, donde Benedicto XII erigió un
suntuoso palacio, digno de la sede pontificia; Clemente VI adquirió el territorio de Avignon, comprándolo
a la reina Juana de Nápoles; desde entonces, los Papas podían estar en territorio propio. Urbano V regresó
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a Roma por tres años (1367-1370); pero, la inestabilidad política y la inseguridad de la península, lo
persuadieron de volver a Avignon. Finalmente, su sucesor, Gregorio XI, movido por los ruegos de
Catalina de Siena y de otros personajes ilustres del tiempo y, sobre todo, por las necesidades objetivas de
la Iglesia y de su Estado, por el estallido de la “guerra de los cien años”, que hacía insegura su estancia en
Francia, recogiendo los frutos de la obra del Card. Egidio D’Albornoz, que había restablecido un cierto
orden en el Estado de la Iglesia, haciendo posible así el regreso del Papa, que en 1377 reportó, en modo
definitivo, la Sede Pontificia a Roma.
Los papas de Avignon fueron: Clemente V, 1305-1314; Juan XXII 1315-1334; Benedicto XII,
1334-1342; Clemente VI, 1342-1352; Inocencio VI, 1352-1365; Urbano V, 1365-1370; y Gregorio XI.
1370-1378; éste último regresó a Roma, definitivamente, el 14 de enero de 1377.
Las excomuniones quedaban sin efecto, dando como único resultado una espantosa caída de la
autoridad pontificia, que lanzaba excomuniones al por mayor y por motivos prevalentemente políticos.
* Ludovico apoyó eficazmente a cuantos, por motivos diversos, negaban o minimizaban la
autoridad pontificia: Marsilio de Padua, Guillermo de Occam, y la facción de los franciscanos, en pugna
con Juan XXII, por discusiones teóricas y prácticas sobre la pobreza.
* En la Dieta de Frankfurt del 1338, el emperador declaró que la elección imperial estaba reservada
sólo a los 7 príncipes electores, 3 eclesiásticos (obispos de Colonia, Tréveris y Maguncia) y 4 laicos (el
rey de Boemia, el duque de Sajonia, el marqués de Branderburgo y el conde del Palatinado), sin que el
Papa tuviese derecho alguno de mezclarse en la cuestión.
* Las tesis de Inocencio III, que Juan XXII había pretendido aplicar, eran así definitivamente
rechazadas: el imperio alemán se laicizaba siempre más olvidando su lejano origen con la intervención
decisiva del Papa.
No era la primera vez que los Papas habían tenido serios conflictos con los emperadores: pero los
tiempos habían cambiado, el factor político esta vez prevalecía sobre el religioso; la opinión pública no
apoyaba más al Papa como en los tiempos de Gregorio VII, de Alejandro III, de Inocencio III y de
Gregorio IX (Pontífices que sostuvieron las luchas contra el imperio en los S. XI, XII, XIII). Y si, en los
siglos precedentes, los Papas, bien o mal, habían alcanzado la victoria, esta vez la lucha terminó con una
derrota sustancial del Papado, que no había logrado desenmascarar a su adversario, y había sido excluido
de toda ingerencia en la elección imperial.
3º. El tercer factor suscitaría la aversión contra la Curia de Avignon: el fiscalismo, que Juan XXII
perfeccionó con todo un sistema bien organizado. El incremento de los ingresos crecía con el progreso de
la centralización, que consistía en la intervención directa e inmediata de la Curia romana en los asuntos de
las varias diócesis. Esta centralización se acentúa en Avignon, comenzando por el nombramiento de
obispos y de los oficios más importantes. La autoridad del Papa sobre toda la Iglesia había sido reconocida
en medida cada vez más grande, desde los primeros siglos. Pero el ejercicio de tal autoridad en la edad
antigua y durante el alto medioevo había sido limitado, respetando ampliamente la autonomía de las
diócesis. Avignon se acentúa el proceso, ya iniciado con Gregorio VII, hacia un ejercicio más directo y
continuo del primado. Este proceso ha continuado hasta nuestros días.
La centralización tenía la ventaja de frenar el surgir de partidos en las diócesis, pero obstaculizaba
el libre gobierno de los obispos, y atraía hacia Avignon a gente ambiciosa y ávida de riqueza. La Curia
pontificia se convierte en una fuente de la cual todos esperan sacar algo. La organización fiscal creada por
Juan XXII y desarrollada por los papas siguientes, provocó la multiplicación de críticas, que llegaban a la
misma conclusión: REFORMATIO ECCLESIAE. Y no era fácil, con la excitación de los ánimos,
distinguir la reforma moral y disciplinar de la reforma dogmática-institucional.
entrar en el palacio del cónclave y, con dificultad, se logró evitar que sucediera lo peor. Entonces, los
cardenales aterrorizados, dirigieron su atención al arzobispo de Bari, Bartolomeo Prignano, súbdito de la
reina de Nápoles, bien conocido en la Curia por los oficios desempeñados en Roma y Avignon. La
votación, la mañana de 8 de abril de 1378, dio 15 votos a Prignano, que no participaba en el cónclave por
no ser cardenal. Por lo cual fue llamado en secreto. A medio día los cardenales quisieron repetir la
votación, cuyo resultado no se conoce con certeza: ¿Prignano tuvo 13 votos o sólo 10?... No se sabe con
certeza…
Entre tanto, el pueblo, cansado de esperar y excitado por nuevas voces, irrumpió de nuevo en la
sala del cónclave: los cardenales huyeron en parte de Roma, otra parte indicó al card. Teobaldeschi
-romano- como el nuevo Papa, provocando una tragicomedia cuando se descubrió el engaño. Un día
después, el 9 de abril, la elección fue oficialmente comunicada al pueblo por los 12 cardenales que
permanecieron en Roma. Poco después, el Papa tomó el nombre de Urbano V y fue regularmente
coronado en la Basílica de S. Pedro. Por varias semanas los cardenales no presentaron protestas o dudas,
en público, sobre la validez de la elección.
Pero Urbano VI pronto se portó muy duro y hasta insultante con los cardenales, reprochándoles su
conducta y su lujo. En vano Catalina de Siena lo aconsejaba:
“Dulce, Padre mío, haced vuestras cosas con modo, que el obrar sin modo, más bien perjudica que
nada arregla, con benevolencia y corazón tranquilo..., elegid un buen número de cardenales
italianos. ..“
Los cardenales franceses, irritados por las represiones del Papa, desilusionados en sus esperanzas
de volver a Avignon, se fueron retirando de Urbano VI. Y, después de algunas consultas con notables
juristas del tiempo y con sus colegas italianos, el 2 y el 9 de agosto, 13 cardenales publicaron una
“Declaratio”, es decir, una versión de los hechos, según la cual la elección de Urbano VI era inválida, lo
declaraban excomulgado y lo invitaban a retirarse. Después publicaron una encíclica dirigida a todos los
fieles de toda la cristiandad. Pasado algún tiempo, vista la ausencia de reacciones peligrosas, los
cardenales franceses y tres italianos se reunieron en Fondi -cerca de Gaeta-, donde el 20 de septiembre
eligieron, como nuevo Papa, al Card. Roberto de Ginebra, que tomó el nombre de Clemente VII y,
después de un vano intento de ocupar Roma, se trasladó a Avignon.
La cristiandad se dividió en dos campos u obediencias, como se decía:
* Reconocían a Clemente VII: Francia, España, Escocia y, después, también Nápoles. San Vicente
Ferrer lo reconocía y fue su confesor largo tiempo.
* Permanecieron fieles a Urbano VI Italia septentrional y central, Inglaterra, Irlanda, Boemia,
Hungría, Alemania y Polonia. Sta. Catalina de Siena lo apoyaba y llamaba demonios a quienes
habían elegido a Clemente VII.
La elección de Urbano VI, realizada en circunstancias tan insólitas, causaba y causa todavía
muchas perplejidades. La votación de la mañana, bajo la presión de las amenazas del pueblo, ¿había sido
libre o el temor había hecho nulos los votos?... ¿Por qué los cardenales habían renovado la votación por la
tarde?... Y, en esta segunda votación, ¿El segundo escrutinio fue una simple confirmación, la publicación
de un acto realizado válidamente, porque el temor de los cardenales no había sido como para no dejarles
suficiente libertad, para un voto jurídicamente válido?... En todo caso, el comportamiento de los
cardenales, después de la elección, ¿no equivalía a un tácito reconocimiento de la validez de los
escrutinios? La discusión, iniciada entonces está todavía abierta: alguien, con no poca ironía, ha notado
que los historiadores han inspirado sus respuestas en un tácito nacionalismo: los italianos unánimemente
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han defendido a Urbano VI como legítimo Papa; los franceses, al contrario, han puesto en duda su validez;
los alemanes se alinearon con Urbano VI, basándose sobre todo en el consenso posterior de los cardenales.
Varios historiadores contemporáneos, como Seidlmayer, Prerovsky, Fink, Franzen, cuestionan la validez
de la elección de Urbano VI, basándose en el miedo de los cardenales, alegando que el consenso posterior
no fue unánime ni continuo, apelando, en fin, a las dudas surgidas ya entonces sobre la plena posesión de
las facultades mentales en un hombre de comportamiento tan irracional y privado de buen sentido, como
Urbano VI. En realidad entonces, ninguno tenía elementos suficientes para juzgar quien era el legítimo
Papa.
Entre tanto, algunos cardenales, hasta entonces fieles a Urbano VI, se le rebelaron y decidieron
capturarlo. Pero fueron arrestados y ajusticiados por orden del Papa, según parece. Ninguno lloró la
muerte de Urbano VI (1389).
Papas de Avignon: Papas de Roma:
Clemente VII (1379—1394) Urbano VI (1378—1389)
Benedicto XIII (1394—1414) Bonifacio IX (1389—1404)
Inocencio VII (1404—1406)
Gregorio XII (1406—1415)
La muerte de Clemente VII (1394) ofrecía la oportunidad de poner fin al cisma, no eligiendo nuevo
Papa en Avignon, eligiendo al mismo Bonifacio, o esperando a que Bonifacio IX renunciase, para elegir
un nuevo y único Papa. Pero los cardenales, que habían sido responsables del origen del cisma, también
provocaron su continuación. En efecto, los cardenales de Avignon eligieron al Card. Pedro de Luna,
hombre austero, recto, pero inflexible en defender sus derechos; éste tonó el nombre de Benedicto XIII.
Se dio un intento, por parte de los Papas, de ponerse de acuerdo para acabar con el Cisma: bajo la
presión de la opinión pública, los dos papas prometieron encontrarse para acordar su eventual abdicación
ambos. De hecho, Benedicto XIII se puso en camino y llegó hasta Porto Venere junto a Spezia; también
Gregorio XII llegó hasta Lucca, pero aquí se arrepintió y no quiso seguir adelante. La división, pues,
parecía irremediable.
acepción larga y elástica, de modo que se podía aplicar,I sin excesiva dificultad, también a un Papa que,
rechazando dar su dimisión, se hacía de algún nodo responsable de falta contra la unidad.
La teoría conciliar entendida en estos términos está a la base de las apelaciones a un concilio
durante la lucha contra Bonifacio VIII y contra Juan XXII. Esta misma teoría ha sido aceptada por la
tradición posterior, por Suárez y por Belarmino; también por el reciente tratado de los canonistas Wernz y
Vidal, que presentan y examinan el caso de un Papa loco, herético o cismático. En sustancia, la
Providencia habría previsto esta solución extrema para salvar a la Iglesia en una situación de emergencia,
por otros medios insoluble. Esta tesis no parece estar en contraste con el Primado del Papa sobre la Iglesia.
Sin embargo, no era fácil mantener el equilibrio y se corría el riesgo de caer en las doctrinas enseñadas por
Juan de París, “De Potestate Regia et Papali”, al inicio de 1300, por Marsilio de Padua, “Defensor Pacis”
(1324), y por Guillermo de Occam, Dialogus: sujeto de autoridad no es sólo la cabeza, sino la cabeza y los
miembros: en la diócesis, el obispo junto con su presbiterio y los representantes del pueblo cristiano; en la
Iglesia Universal, el Papa y los cardenales, en cuanto delegados del pueblo cristiano, o el Papa y el
concilio, convocado por el emperador, por delegación del pueblo. La Iglesia no constituye una monarquía
absoluta, sino que el Papa debe como un soberano constitucional, ejecutor de las leyes establecidas por el
concilio. En cuanto a la composición del Concilio, es concebida diversamente: quien admite sólo obispos
y sacerdotes, quien extiende la participación también a los laicos de diverso sexo y condición.
Como frecuentemente sucede en la historia, era fácil el paso de una posición a la otra, bajo la
presión de los acontecimientos, y no era siempre fácil distinguir en la práctica con claridad los defensores
de un sistema de los del otro.
5.5. Del Concilio de Pisa al de Constanza y el de Basilea: desarrollo, fin y nuevo cisma.
La evidente imposibilidad de llegar a un acuerdo entre los dos pontífices rivales, indujo a muchos
cardenales de las dos obediencias a convocar un Concilio; la reunión de cardenales realizada en Livorno,
en mayo y junio de 1408, decide la apertura del concilio para el 25 de marzo de 1409, en Pisa. No obstante
la oposición de los dos Papas, participan en este concilio 24 cardenales, 4 patriarcas, 80 obispos, 87
abades y muchos delegados de obispos y superiores religiosos. Se realizan 23 sesiones y, el 5 de junio, el
Concilio, tras esperar en vano que los dos Papas renunciaran, emanó la siguiente sentencia:
“El Sínodo santo y universal, que representa a la Iglesia entera, promulga, decreta, define y declara
que Angelo Corario (Gregorio XII) y Pedro de Luna (Benedicto XIII) , que se disputan el papado,
han sido y son cismáticos notorios, notorios herejes y se han alejado de la fe y, por lo mismo,
quedan depuestos y privados de toda autoridad”.
Los 24 cardenales presentes, se reunieron en cónclave y eligieron, el 26 de junio, al card. Pedro Filargi,
arzobispo de Milán, que tomó el nombre de Alejandro V. Este, aceptado por buena parte de la cristiandad,
duró poco tiempo: 1409-1410, y no alcanzó a instalarse en Roma. Para suceder a Alejandro V, los
cardenales eligieron a Baltasar Cossa, que tomó el nombre de Juan XXIII. Pero ni Benedicto XIII ni
Gregorio XII reconocieron el concilio de Pisa y no renunciaron al pontificado. De este modo, de la impía
dualidad se pasaba a la maldita triplicidad.
Quien considera válida la elección de Urbano VI y tiene a Gregorio XII como el único verdadero
Papa, juzga ilegítimo el Concilio de Pisa, porque se desarrolló sin aprobación del verdadero Papa. Sin
embargo, la mayoría de la cristiandad de aquel tiempo admitió su validez, basándose en la teoría del Papa
hereje, que, fue aplicada a la sentencia del 5 de junio por el concilio de Pisa. Sólo el comportamiento de
Juan XXIII, muy discutible, lo desacreditó junto con el concilio.
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asamblea trasladarse a Ferrara y, poco después, a Florencia, donde Cosme de Medici ofrecía una generosa
y magnífica hospitalidad. Pero la mayoría de los padres de Basilea se opuso al traslado y dio lugar a un
nuevo cisma, que duró de 1439 a 1449: en mayo de 1439, el concilio que continuó en Basilea, reafirmó la
doctrina conciliarista; Eugenio IV fue excomulgado y depuesto; en seguida fue elegido Amadeo VIII,
duque de Saboya, como nuevo papa, que tomó el nombre de Felix V. Con todo, este cisma, también por
cansancio de la cristiandad, bien consciente de los peligros de una división, tuvo poca extensión y
duración. En 1449 Felix V abdicó, y los restos del concilio de Basilea eligieron “pro forma” a Nicolás V,
que ya regía a la Iglesia desde 1447, y de este modo el cisma terminó.
Entre tanto, en Florencia, el Concilio con los padres fieles al Papa Eugenio IV y los griegos,
trabajaba con éxito y realizaba la unión (1439-1442) con los griegos, armenios y los jacobitas; también
define en julio de 1439 varios puntos dogmáticos: la procesión del Espíritu Santo, la existencia del
Purgatorio y, sobre todo, el primado de jurisdicción del Papa sobre toda la Iglesia:
“El Romano Pontífice tiene el primado sobre todo el mundo, es sucesor del Beato Pedro y Vicario
de Cristo y, a él, en Pedro, ha sido conferido el pleno poder de apacentar, regir y gobernar la Iglesia
entera”. (Decreto “Laetentur coeli”)
no en el Papa. GILL, Constance et Basilea-Florence, que defendió esta opinión, después cambió de
opinión.
Históricamente, más que el significado y el contenido exacto de un decreto, tiene importancia la
eficacia que éste ejerció en la opinión pública, no perita en distinguir y pronta a recibir las interpretaciones
más simples y rápidas. En este sentido, el decreto del 6 de abril de 1415 y el aparecer del conciliarismo en
Basilea contribuyeron a disminuir en el pueblo el prestigio y la autoridad del papado. Bajo este aspecto,
los decretos “Haec Sancta” y “Frequens” se pueden comparar, con las debidas distinciones, con el canos
28 de Calcedonia que, en su contexto histórico inmediato, se puede explicar y comprender: los orientales,
más que negar el origen divino del Primado, querían afirmar a toda costa la dignidad y las prerrogativas
del Patriarcado de Constantinopla; sin embargo, en seguida, olvidado el contexto en que surgió, fue
tomado al pie de la letra y fue considerado como uno de los fundamentos de la Iglesia bizantina; así los
decretos Constanza, fuera de su contexto, se convirtieron en base de muchas tentativas realizadas para
reivindicar la independencia de las Iglesias nacionales, hasta formar el nervio del galicanismo: los
artículos galicanos se basan explícitamente en los decretos de Constanza. De Constanza en adelante se
multiplican las apelaciones al concilio contra el Papa. Por lo cual, Pío II debió condenar, con la bula
Execrabilis (1460), bajo pena de excomunión, a quien amenazara al Papa con un concilio. No obstante,
continuaron las apelaciones al concilio: Savonarola, Lutero, etc.
Absolutamente estéril, históricamente hablando, fue la definición del primado pontificio, hecha en
Florencia en 1439, que debería haber sido la condena de las tesis conciliaristas de Basilea. Pero tal
definición del Primado Pontificio pasó inadvertida y permaneció ignorada incluso por los obispos
devotísimos de la Sede Romana, que en diversas ocasiones continuaron pidiendo una definición del
Primado Pontificio.
Toda la historia de la Iglesia, de 1400 al 1800, se desarrolla como si el Primado Pontificio no
hubiera sido jamás definido. Las discusiones teóricas y las luchas prácticas continuaron entre la tendencia
conciliarista y la centralista y, sólo lentamente, por influjo de varios factores, las tendencias centralistas
favorables al primado fueron prevaleciendo. Aquí nos encontramos ante la constatación de una constante
que se repite en la historia: que las decisiones tomadas a nivel de cúpulas son eficaces sólo si
corresponden a las expectativas y aspiraciones de las bases.
sometida al poder civil: la independencia de las Iglesias de Roma y la dependencia de éstas del Estado son
fenómenos estrechamente relacionados y complementarios, como aparece en la historia.
* EN ALEMANIA: Los lamentos contra Roma se hacen siempre más fuertes y encuentran su formulación
oficial en los “Gravamina Nationis Gennanicae”, repetidos varias veces en las dietas a partir de la mitad
de 1400. Los príncipes comenzaron a usurpar la jurisdicción eclesiástica en sus territorios, con la
imposición de tasas a los bienes eclesiásticos, el nombramiento de los oficios de la Iglesia, la exigencia
del “nihil obstat” estatal a los decretos de la Iglesia, etc. La situación está plásticamente expresada en el
dicho: “Dux Cliviae est Papa in terris suis” = “El duque de Cleve es el Papa en sus territorios”. Lo mismo
vale, al menos virtualmente, para los otros príncipes. El movimiento nacionalista se convierte
particularmente fuerte en Boemia, por mezclarse dos factores diversos: la reacción contra la condena de
Hus y la oposición al centralismo de los Ausburgo.
* EN INGLATERRA: la desconfianza hacia Roma se desarrolla a partir del periodo Aviñonés. El Papa, a
los ojos de los ingleses, es un instrumento del soberano francés, contra quien la nación se ha empeñado en
una larga y violenta lucha. Varios decretos del 1300 (Act of Provision, Praemunire) niegan al Papa el
derecho de nombramiento a los oficios eclesiásticos ingleses, prohíben la apelación a Roma y la
introducción de las bulas papales.
En 1400, no obstante la condena oficial, suscitan gran simpatía en el pueblo las ideas de Wicleff,
contrarias a la visibilidad de la Iglesia y al Primado, y con aspectos afines a las tesis de Lutero.
Pero el destierro de Avignon y el cisma de Occidente no tuvieron consecuencias sólo en el campo
de las relaciones entre Iglesia y Estado. Los dos acontecimientos provocaron consternación, desviación,
discusiones y protestas un poco doquiera, entre los fieles comunes, entre las almas consagradas, entre los
santos, que se dirigen directa y duramente a los responsables directos de la situación.
Brígida de Suecia, princesa de sangre real, consejera y educadora del rey de Suecia, Magnus Erikson,
después de largas peregrinaciones, desde la mitad del 1300 se establece en Roma, amonestando a
cardenales y papas, a quienes comunica sus “revelaciones”. Todavía en Suecia, Brígida pone en boca de
Cristo las siguientes palabras:
“Tú eres peor que el diablo..., más injusto que Pilato..., más cruel que Judas..., más abominable que
los hebreos...”.
En Roma dirige al Vicario de Cristo, en Orvieto, un minucioso análisis de los males de la ciudad.
Para apresurar el regreso de Gregorio XI, le comunica “nuevas revelaciones” y, al estilo de los profetas
bíblicos, ordena a su mensajero leer la carta delante de las autoridades, y hacerla pedazos después,
diciendo:
“Como esta carta, aunque siendo una, será destrozada en pequeños fragmentos, así sucederá a las
tierras de la Iglesia, si el Papa no regresa en el tiempo establecido...
Santa Catalina se limita a proclamar las verdades más elementales y de un modo más tranquilo:
“Os ruego dulcísimamente, de parte de Cristo crucificado, que seáis obediente a la voluntad de
Dios,... para que no venga sobre voz aquella dura reprensión: ‘Maldito seas tú que nos has querido
usar bien el tiempo y la fuerza que te fueron concedidos’... Haced que yo no clame a Cristo
crucificado por vos, que a otro no puedo clamar, que no hay mayor en la tierra”.
En la base, se repite durante el cisma la misma división del vértice: diócesis y órdenes religiosas
conocen dos obispos y dos generales, respectivamente. Una crónica del 1400 de la religiosa dominica
Bartolomea Riccoboni, describe un convento dividido en das, entre los partidarios de Gregorio XI y los de
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Alejandro V, y la orden del Vicario General de la Orden de adherirse a Alejandro V bajo pena de
excomunión; la laceración de “tantos siervos de Dios”, inciertos si sería mejor “seguir contra conciencia,
creyendo pecar mortalmente, o andar vagando por el mundo...”. Con muy buen sentido, San Bernardino
de Siena se enfrenta contra aquellos que hablan del inminente fin del mundo y del anticristo. Entre tanto,
los mejores hombres, en base a esta situación casi desesperada, se sienten impulsados a promover una
reforma interior: el periodo del cisma es también un periodo que conoce el florecer del movimiento de
“observancia”, de un retorno a la tensión primigenia, hacia el ideal de una absoluta imitación de Cristo, sin
componendas con el mundo. Circulan numerosos opúsculos de piedad, como las “Meditationes vitae
Christi”, atribuidas a San Buenaventura, divulgadas en el 1300.
De la crisis, la Iglesia sacaba nueva fuerza hacia una renovación. Pero el camino a realizar era
largo, y los obstáculos a superar dificilísimos: ¿era posible una recuperación gradual y sin ulteriores
traumas?