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El hombre en el mundo andino

Desde la óptica andina, propiamente de la filosofía sensorial —que toma como modelo de
vida a la naturaleza—, la esencia humana no está configurada como un enfrentamiento
del yo con lo otro —como si cada ser fuese un universo aislado que contempla el cosmos
por sí solo— sino que el yo es más bien una parte de otro gran ser que es la sociedad y
que todo lo que un individuo tiene es aquello que dicha sociedad le ha dado. Si él es lo
que es es porque lo ha heredado, porque se lo ha otorgado quien le dio la vida. Tanto su
forma de pensar como su idioma, además de sus usos y costumbres, son un legado; nada
en realidad es suyo; y si hace algo es en función al mundo al cual pertenece. Uno de los
castigos más fieros de todos los tiempos no es la muerte sino la expatriación o la
expulsión, el convertir a un ser eminentemente social en un individuo solo y aislado de
“su” mundo, con lo cual es fácil entender que, antes que individuos, los seres humanos
somos grupo, familia, clan y sociedad.
En culturas como Occidente, donde se ha exaltado al individuo poniéndolo por encima de
la sociedad, es en donde ha nacido la idea de que sí es posible concebir al humano
separado de su entorno, como una especie de molde para ser llenado. Para muchos
pensadores griegos, gestores de tales ideas, el hombre era solo una esencia, una idea
imaginaria o teórica a la cual se le podían agregar ciertas características. Pero la realidad
dice más cosas que las que ellos pensaron y lo cierto es que dicho hombre ideal,
independiente de una cultura o civilización, en verdad no existe; siempre se es humano
cuando se es parte de un contexto. Más aún, para ser humano es necesario un proceso
de socialización sin el cual no podemos ser llamados humanos —o sea, no somos
“moldes”. Los casos de individuos salvajes que han sido criados solo por animales revelan
que ninguna característica humana puede desarrollarse únicamente por el hecho de ser
biológicamente homínidos o primates; sin la intervención de una determinada cultura lo
humano no surge; solo queda lo orgánico. Por lo tanto el factor humano es lo social, no el
ser individual (en pocas palabras, no nacemos humanos; nos tenemos que hacer
humanos en sociedad, a diferencia del resto de seres vivos quienes solo con su cuerpo
les basta para ser lo que son).
Fuera de Occidente, en culturas como la andina la concepción de hombre está atada a la
multiplicidad, que significa que la variable “yo” es solo una de las muchas posibles de
darse para la plena realización. Un “yo” sin una comunidad que le dé sustento no es
dable, de modo que para que un “yo” esté en capacidad de manifestarse tiene que acudir
a un “otro”. Este “otro” implica muchas cosas: puede ser una familia, la sociedad, la tierra,
el cielo, los seres vivos, los no visibles, etc.
El hombre andino no piensa en él mismo como el único actor y gestor de su vida; sin la
intervención de lo otro está perdido. La reafirmación del “yo” es al mismo tiempo la de los
otros. La vida es entendida entonces como una cadena de complementarios donde, si un
eslabón se rompe, todo el sistema se quiebra y sufre. Por ejemplo, la desaparición de una
laguna genera la muerte de toda la biodiversidad que la rodea y ello repercute más allá de
su ámbito.
Lo mismo para los seres humanos: lo que le ocurra a un hombre de bueno o de malo
afectará de todos modos a los demás. En consecuencia, una buena acción
necesariamente será buena en la medida que le haga el bien al “otro” (que incluye a la
naturaleza) y no como se piensa en Occidente que eso solo se da “en el alma” de quien la
ejecuta (y Dios, que es el único que lo sabe, después la “premia”). En el mundo andino las
acciones no están dirigidas al “interior” del ser sino, por el contrario, hacia la esencia de lo
que él es, o sea, hacia la sociedad, de modo que se puede decir que el “yo” siempre tiene
que estar volcado hacia el “otro”.
En el mundo andino el ser humano no vive “para adentro” sino “para afuera”, y ello explica
su comportamiento social al desenvolverse en comunidad, tanto en las actividades
laborales como en las manifestaciones religiosas en donde actúa exteriormente para
expresar lo que siente y vive interiormente. El baile, por ello, resulta fundamental, así
como todo lo relacionado con el cuerpo (la comida, la bebida) puesto que son acciones
que se reflejan en el “otro” (lo mismo alimentar a los muertos, dar de beber a la
Pachamama —la diosa-tierra—, etc.). La satisfacción de la vida en el mundo andino (algo
similar a la “felicidad” de Occidente) está en el haber vivido dando a quienes dieron,
compartiendo los dones. A esto también se le llama reciprocidad, actividad que se suma a
la de complementariedad —que es “el comprender que se es parte de un todo y que lo
que se hace repercute tanto en uno mismo como en un otro” (donde ese otro no es
solamente el hombre sino también la naturaleza y el cosmos).
El occidental que explota a la naturaleza no percibe, no “siente” que se afecta a sí mismo
puesto que el lugar de la Tierra que está contaminando “no se encuentra, según él, en su
espacio de vida”, o sea, ve ese ámbito como algo ajeno y, por lo tanto, no le da ningún
valor. Solo respeta aquello que le es “propio”, lo que está dentro de su modus vivendi.
Una compañía minera tendría “reparos” y “se sentiría mal” si su actividad la realizase en la
casa del dueño, frente a sus hijos; mas como supone que una región lejana que no le
pertenece no es de su incumbencia, entonces puede destruirla sin consideración ni
sentimiento de culpa.
En la filosofía andina eso es un imposible puesto que la Tierra tiene derechos propios,
distintos a los del ser humano, y esto conlleva un comportamiento con ella de respeto
sacralizado, de modo que nunca es “ajena” pues, donde se va, siempre está presente.
Esto explica mucho de la actitud de los pueblos andinos frente a la explotación minera
occidental que realiza dicha práctica bajo normas que no son las andinas (puesto que en
este ámbito también existe la minería pero jamás es destructiva).
Para Occidente no hay un “otro” si no es su par, o sea, una parte de su propia sociedad
occidental (“los hombres son todos iguales siempre y cuando sean todos occidentales u
occidentalizados”), mientras que en el Ande o Andinia (ver Andinia la resurgencia de las
naciones andinas, Luis Enrique Alvizuri, 2004) el “otro” abarca toda la especie humana
además de la naturaleza en pleno, sin faltar ninguno de sus integrantes. Esta forma de
pensar es la que, por principio, impide el ajenizar algo (que es la visión occidental) ya que
todo lo que se ve siempre es parte de uno y ocupa un lugar importante en la actividad
humana. Occidente nació “humanocéntrica” y ese es el estigma que no puede eludir pues
siempre piensa en lo humano como el centro de sus ocupaciones, mirándose al ombligo,
sin darse cuenta de cuál es su verdadera ubicación en la realidad. Ni la ciencia ni la razón
pueden eliminar los prejuicios y las creencias cuando ellas forman parte de la esencia de
los pueblos y ese es el drama que vive.

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