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Las Bienaventuranzas: las características de los ciudadanos del Reino (I)

Vamos a explicar en estas tres entradas, la de hoy y la del próximo domingo, las ocho
bienaventuranzas que pronunció Jesús en el Sermón del Monte. A ver si nos vamos enterando
de que el mensaje de Jesús es total y absolutamente “Cristocéntrico”, nada de tonterías de
mensajes jipiosos ni de proyectos de reforma (o peor, revolución) social o económica. Ni
tampoco que calificara riqueza y pobreza como situaciones morales en sí mismas, que es otra
de las confusiones (o manipulaciones) que surgen a partir de las palabras de Jesús.

Frecuentemente, este “monte” en el cual Jesús pronuncia el sermón, de nombre desconocido


pero supuestamente situado en los alrededores de Capernaum, por lo que se puede deducir a
través de los Evangelios, ha sido comparado y contrastado con el Monte Horeb, donde Moisés
recibió la ley de Dios. Por lado, el Monte Horeb, un lugar desértico, frío, yermo, estéril, casi
inaccesible, donde Dios se revela en medio de truenos y relámpagos que atemorizan al pueblo.
Por otro, el Monte de las Bienaventuranzas, con sus laderas cubiertas de hierba y flores, donde
Jesús se sienta tiernamente en medio de sus discípulos, que le escuchan sin temor ni temblor.
Pero evidentemente, no hay tanto contraste. Cierto que en el Monte Horeb Dios revela su
grandeza y su gloria, pero la ley es un regalo dado a los hombres en su inigualable amor.
Además, nada de lo proclamado en Sinaí es desechado por Jesucristo, sino que Él le da su más
profunda interpretación espiritual, la mejor interpretación que se haya hecho jamás de la ley.

Primero, y en lo que nos vamos a centrar en estas dos entradas, Jesús habla estrictamente de
los CIUDADANOS DEL REINO (versículos 5:12–16), del Reino de Dios, o Reino de los Cielos,
describiendo su carácter y bienaventuranza (versículos 2–12), su felicidad por el hecho de
serlo, y su relación con el mundo (versículos 13–16). Son sal de la tierra y luz del mundo (como
vimos en estas dos entradas: AQUÍ y AQUÍ).

La gente que escuchó a Jesús aquel día se debió quedar fascinada puesto que parecía referirse
a que no eran los ricos, los alegres, los bien alimentados y los que no estaban oprimidos, que
debían considerarse felices, sino más bien los pobres, los que lloran, los hambrientos y
sedientos, y los perseguidos. Sin embargo, aunque no se refería a que necesariamente toda
persona pobre, sino los pobres en espíritu, y no los hambrientos y sedientos sin calificación,
sino los que tienen hambre y sed de justicia, fueran los bienaventurados, no obstante, seguía
existiendo una inversión en lo que el hombre común entiende por “felicidad” o
“bienaventuranza”. Lo que Jesús afirma es que, aunque todos consideren que sus seguidores
son los más infelices y desafortunados, y aunque ellos mismos no siempre se consideres felices
en cuanto a su condición, sin embargo, son “felices” en el sentido más elevado de la palabra
por las bendiciones preparadas para ellos en el futuro y por las que gozan en la actualidad:

“Y viendo la multitud, subió en el monte; y sentándose, se llegaron a él sus discípulos. Y


abriendo su boca, les enseñaba, diciendo: Bienaventurados los pobres en espíritu; porque de
ellos es el Reino de los cielos” (5:1-3).
Para empezar Jesús no declara bienaventurados a los ciudadanos de su Reino porque sean
pobres en bienes materiales. Posiblemente, quienes le escuchaban en ese momento concreto
sí lo eran en su gran mayoría pero no es ese el motivo.

Les llama “bienaventurados” por ser pobres “en espíritu”, y aquí tampoco hay que confundirse
pues no dice que sean pobres en espiritualidad o “religiosidad”, sino “con respecto a” sus
espíritus: se han convencido de su pobreza espiritual ante un Dios santo y justo. Han llegado a
ser conscientes de su miseria y necesidad y son como el publicano que clamaba: “Dios, sé
propicio a mí, pecador” (Lucas 18:13). Hay en ellos un genuino arrepentimiento por sus
pecados, comprenden su estado de miseria y nada esperan de sí mismos, todo de Dios.

Solo de ellos es el Reino de Dios, la salvación y todas las bendiciones que se reciben cuando se
reconoce a Cristo como Señor y Rey de toda nuestra vida.

Esto lo vemos muy claro en Apocalipsis, cómo se puede ser pobre aún creyéndose rico, y cómo
una persona puede ser verdaderamente rica en medio de su pobreza. Jesucristo, el resucitado
y exaltado, se dirige a la iglesia de Laodicea de la siguiente manera: “Pero por cuanto eres
tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico y me he
enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad, y no sabes que tú eres un desventurado,
miserable, pobre, ciego y desnudo” (Apocalipsis 3:16–17). En cambio, dice a la iglesia de
Esmirna: “Yo conozco tus obras, y tu tribulación, y tu pobreza (pero tú eres rico)” (Apocalipsis
2:9).

Como escribe Pablo, “a los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a bien” (Romanos 8:28).

“Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación” (5:4).

Los “pobres en espíritu” son también los que lloran.

La gente puede llorar por múltiples motivos (enfermedad, dolor, luto, ruina económica, etc.).
Pero el lloro al que se refiere Jesús es distinto: es el de los que reconocen su miseria espiritual
y tienen “hambre y sed de justicia” (la cuarta bienaventuranza). Es el lloro de alguien que
lamenta su pecado y sus consecuencias. No tiene que ser necesariamente un lloro en el que se
derraman lágrimas (hay muchos lloros lacrimógenos e hipócritas, en los que no hay ningún
arrepentimiento) pues, hay que recordar, la vida cristina es una vida espiritual, y esto también
hemos de entenderlo así. Es un deplorar hasta lo más profundo del corazón el pecado que uno
ha cometido. Pero, más todavía: aquel que ha sido regenerado aprende a amar a Dios a un
grado tal que comenzará a llorar a causa de “todas las obras impías que los impíos han hecho
impíamente” (Judas 15). Puesto que llega a aborrecer el pecado como si fuera la enfermedad
más maligna, no puede ni pensar en que blasfemen el nombre del Señor, no porque él mismo
se considere moralmente superior a otros pecadores, sino porque le apena profundamente
que el Dios al que aman sea deshonrado: “Ríos de agua descendieron de mis ojos, porque ellos
no guardaban tu ley” (Salmo 119:136).

La bienaventuranza, en este caso, para los ciudadanos del Reino consiste en que, algún día,
recibirán consolación. La tristeza que es según Dios, el verdadero arrepentimiento, vuelve al
alma hacia Dios. Él, por su parte, concede consuelo a los que buscan ayuda en El. Dios es quien
perdona, libra, fortalece y tranquiliza a quienes pertenecen al Reino de Cristo. Por supuesto,
estos que lloran, lo hacen porque se duelen del pecado, no por miedo al infierno o a un castigo
en esta vida (hasta el más vil asesino, cuando está ante el cadalso, se duele y lamenta de sus
crímenes), sino por haber pecado contra Dios. Igualmente, contemplan el pecado ajeno no con
un ánimo de autojustificarse en la supuesta mayor maldad de los otros, sino con un verdadero
pesar por la mera existencia en el mundo de una sola mancha de algo tan opuesto a Dios como
es el pecado.

“Bienaventurados los mansos; porque ellos recibirán la tierra por heredad” (5:5).

“Manso” describe a la persona que no se resiente, no guarda rencores, que se refugia en el


Señor y entrega su camino enteramente a Él, dado que ha renunciado totalmente a su propia
justicia y sabe que no puede pretender conseguir ningún tipo de mérito delante de Dios. El
manso no busca nunca la venganza, pues hay alguien mucho más alto que él que algún día
juzgará. Es capaz de soportar con gozo el despojo de todos sus bienes por causa de Cristo
puesto que sabe que tiene “una mejor y perdurable herencia” (Hebreos 10:34).

Ahora bien, por “manso” no debemos entender lo que muchos considerarían un “flojo” o un
“pusilánime”. Mansedumbre no significa indolencia. Hay personas que parecen mansas por
naturaleza, pero no son mansas sino indolentes. La Biblia no habla de esto. Tampoco quiere
decir flojera. Hay personas calmadas, serenas (tranquilotas, en definitiva), y se tiene la
tendencia a tenerlas por mansas. No es mansedumbre, sino flojera. Tampoco quiere decir
amabilidad. Hay personas que parecen amables de nacimiento. Esto no es lo que nuestro
Señor quiere decir cuando afirma, “Bienaventurados los mansos”. Esto es algo puramente
biológico, lo que uno encuentra hasta en algunos animales. Hay perros más amables que otros,
y gatos más amables que otros. Esto no es mansedumbre. Si no, seríamos como los perros o
los gatitos. No significa, pues, ser amable por naturaleza ni ser de trato fácil. Ni tampoco
significa personalidad o carácter débil. Todavía menos significa deseos de “paz a cualquier
precio”, aún a costa de las mayores injusticias (“paz y amooool”, eso sí, un concepto
totalmente pervertido de la “paz” y el “amor”). Estas cosas se confunden muy a menudo. Con
frecuencia se tiene por manso al que dice, “Venga, lo que sea, con tal de no estar en
desacuerdo, que no haya polémicas. Pongámonos de acuerdo, acabemos con estas diferencias
y divisiones, olvidemos lo que nos divide; paz, paaaaaaaz, alegría, lalalalalaaa”.
NO ES ESO. La mansedumbre es compatible con una gran fortaleza. La mansedumbre es
compatible con una gran autoridad y poder. La Biblia está llena de ejemplos de gente fuerte y
poderosa y, a la vez mansa. David era muy fuerte, ¡y cómo aguanto con mansedumbre todas
las barrabasadas de Saúl, sin buscar vengarse traicioneramente de él, pese a que varias veces
pudo matarlo mientras dormía!. El manso es alguien que quizá crea tanto en defender la
verdad que esté dispuesto a morir por ello. Los mártires de la fe fueron mansos, pero no
débiles, al contrario, eran muy fuertes. Dios no permita que confundamos esta cualidad tan
noble, una de las más nobles y elevadas a que puede llegar el hombre como portador de su
imagen, con algo puramente animal, o físico o natural.

Mansedumbre supone que si, POR CAUSA DE JESUCRISTO (una vez más, el concepto es total y
absolutamente CRISTOCÉNTRICO), hemos de soportar padecimientos, los hemos de
sobrellevar con el gozo de saber que algún día heredaremos la tierra. No es la gansada que
piensan algunos, al igual que cuando se refieren a “poner la otra mejilla”, de que si me dan una
torta, tenga que señalar mi cara y decir: “¡Venga, venga!¡Pégame otra vez!, y más fuerte, si
puedes”.

El manso no busca venganza, ni revancha, ni su propia justicia. Busca la justicia de Dios. No le


revuelve las tripas la injusticia porque sea una afrenta a él, sino porque constituye una afrenta
al Señor. Igualmente no tiene su corazón ni su mente puestos en el deseo de enriquecerse,
sino más bien a cumplir su deber delante de Dios, y cumplir su tarea en la tierra: en buscar
primero y sobre todas las cosas el Reino de Dios y su justicia. Sabe que después le serán
concedidas “todas estas cosas” (alimento, vestido, etc.) por gracia como una dádiva
extraordinaria de parte de Dios (Mateo 6:33). Es una de las facetas de la renuncia al “yo” que
exige Cristo para que podemos ser sus discípulos.

Y hasta aquí llegamos de momento. En este Día del Señor, demos gracias por todo a Dios Padre
en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo.

El próximo domingo continuaremos.

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